48. El que importaba

El terreno rural entre Walnut Crossing y el condado de Cayuga ofrecía un paisaje bucólico clásico: pequeñas granjas, viñedos y ondulados campos de maíz intercalados con bosquecillos de árboles de madera dura. Pero Gurney apenas se fijó. Solo pensaba en su destino —una pequeña cabaña austera en una ciénaga de agua negra— y en lo que podría ocurrir esa noche.

Todavía no era mediodía cuando llegó. En lugar de entrar, decidió pasar de largo junto a la entrada de tierra, con aquel esqueleto centinela y la puerta de aluminio combada. La puerta estaba abierta, lo que parecía más un mal presagio que una invitación.

Continuó un par de kilómetros y dio un giro de ciento ochenta grados. Al volver, a medio camino del sendero intimidante de Clinter, vio un granero grande y decrépito en medio de un campo lleno de malas hierbas. El techo se estaba combando. Faltaban unos pocos tablones del lateral, así como una de las puertas dobles. No había ninguna casa a la vista, solo unos cimientos ruinosos que podrían haberla sostenido.

Gurney sintió curiosidad. En cuanto llegó a lo que sospechaba que había sido la entrada, ascendió lentamente por el campo hasta el granero. Dentro estaba oscuro. Tuvo que encender los faros para formarse una idea del interior. El suelo era de hormigón. Un pasillo abierto se extendía desde la claridad de la entrada hasta la oscura parte de atrás del edificio. Estaba sucio, con heno en descomposición por todas partes, pero, por lo demás, estaba vacío.

Entró lentamente en la oscuridad del granero y se adentró hasta donde pudo. Cogió la carpeta con la información de Los huérfanos y los informes policiales, bajó del coche y cerró las puertas. Era mediodía. Iba a ser una larga espera, pero estaba preparado para aprovecharla bien.

Continuó a pie, bajando por el campo enmarañado y a lo largo de la carretera hasta el sendero de Clinter. Al entrar por el estrecho camino elevado que atravesaba el estanque de castores y la ciénaga adyacente, le sorprendió otra vez la determinación del hombre por controlar el acceso a su casa. Su evidente paranoia le había servido para crear ciertos elementos disuasorios eficaces para que nadie entrara sin permiso.

Como le había prometido Clinter, la puerta delantera de la cabaña no estaba cerrada con llave. El interior, una gran sala, olía a humedad, el típico olor de un lugar cuyas ventanas rara vez se abren. Las paredes de troncos aportaban otro olor, leñoso y acre. Los muebles parecían proceder todos de una tienda especializada en estilo rústico. Era un entorno masculino. Un entorno de cazador.

Había un hornillo, un fregadero y un frigorífico contra una pared; una mesa larga con tres sillas junto a la pared adyacente; un cama individual baja contra otra pared. El suelo estaba hecho de planchas de pino con manchas oscuras. La silueta de lo que parecía ser una trampilla en el suelo captó su atención. Vio un orificio del tamaño de un dedo en uno de los bordes, supuso que era un medio para levantar la trampilla. Por curiosidad, Gurney intentó abrirla, pero no se movió. Presumiblemente, en algún momento del pasado, la habían cerrado. O, conociendo a Clinter, podía haber un cierre oculto en alguna parte. Quizás allí guardaba las armas de colección que vendía a otros coleccionistas sin que le fuera necesaria una licencia federal de armas.

Había una ventana que proporcionaba cierta luz natural y una vista de la senda exterior. Se acomodó en una de las tres sillas y trató de ordenar la gruesa pila de papeles para mantenerse entretenido las horas que tenía por delante. Después de ordenar y reordenar los documentos de diferentes modos, decidió empezar por donde se le antojara.

Armándose de valor, cogió la hoja de las fotos de las autopsias de diez años antes y eligió las de las heridas en la cabeza. Una vez más le parecieron espantosas: la forma en que los traumas masivos distorsionaban los rasgos faciales de las víctimas en facsímiles grotescos de emociones vivas. Aquella brutal violación de la dignidad personal renovó sus ganas de llevar a aquel asesino ante la justicia, de reponer el honor de las víctimas.

Se sintió mejor. Era una determinación sin complicaciones y que le daba fuerzas. Sin embargo, su momentáneo entusiasmo pronto empezó a apagarse.

Al mirar en torno a la estancia —esa sala fría, poco acogedora e impersonal que servía de hogar a un hombre— le sorprendió la pequeñez del mundo de Max Clinter. No sabía cómo había sido su vida antes de su encuentro con el Buen Pastor, pero desde luego se había marchitado y contraído en los años transcurridos desde entonces. Esa cabaña, esa pequeña caja apostada en un montículo de tierra en medio de una ciénaga, en medio de ninguna parte, era la guarida de un ermitaño. Clinter era un ser humano profundamente aislado, movido por sus demonios, por sus fantasías, por su hambre de venganza. Clinter era Ahab. Un Ahab herido y obsesionado. Sin embargo, en lugar de vagar por el mar, este Ahab acechaba en el páramo. Era un Ahab con pistolas en lugar de arpones. Obsesionado por su propia búsqueda, no imaginaba otro futuro que la culminación de su misión, no oía nada más que las voces que resonaban en su mente.

Ese hombre estaba completamente solo.

La certeza y la fuerza de esa idea llevaron a Gurney al borde de las lágrimas.

Pero no lloraba por Max.

Lloraba por sí mismo.

Y fue entonces cuando pensó en la imagen de Madeleine. El recuerdo de su mujer de pie en el pequeño montículo detrás del abedul, entre el estanque y el bosque. Allí de pie, diciéndole adiós, con ese desenfrenado estallido de color y luz, saludando y sonriendo. Sonriendo con una emoción que estaba mucho más allá de él. Una emoción que iba más allá de las palabras.

Era como el final de una película, una película sobre un hombre al que le habían dado un gran regalo, un ángel para iluminar con amor su camino, un ángel que podía habérselo mostrado todo, que podía haberle conducido a todas partes, simplemente con que él hubiera estado dispuesto a mirar, a escuchar, a seguirlo. Pero el hombre había estado demasiado ocupado, demasiado absorto en demasiadas cosas, encerrado en sí mismo. Y al final el ángel tuvo que marcharse, porque ya había hecho todo lo posible por él, todo lo que él estaba dispuesto a permitir. Ella lo quería, sabía todo lo que había que saber de él, lo amaba y lo aceptaba exactamente como era, le deseaba todo el amor y la luz y la felicidad que él era capaz de aceptar, le deseaba todo lo mejor para siempre. Pero ahora era hora de que se fuera. Y la película terminaba con el ángel sonriendo, sonriendo con todo el amor del mundo, mientras ella desaparecía en la luz del sol.

Gurney bajó la cabeza y se mordió el labio. Unas lágrimas rodaron por sus mejillas. Y empezó a sollozar. Por la película imaginada. Por su propia vida.

Era ridículo, pensó una hora después. Era absurdo. Un desatino autoindulgente, desbordado e hiperemocional. Cuando tuviera tiempo, lo estudiaría con más atención, descubriría lo que en realidad había desencadenado aquella crisis infantil y sin importancia. Obviamente había estado sintiéndose vulnerable. Todos los problemas derivados del caso y lo que le estaba costando recuperarse de las heridas de bala le hacían sentirse frustrado y demasiado sensible. Y sin duda había cuestiones más profundas, ecos de inseguridades infantiles, temores… Decididamente tenía que examinarlo, pero en ese momento…

En ese momento necesitaba aprovechar lo mejor posible el tiempo del que disponía. Necesitaba prepararse para el final de la partida.

Empezó a hojear los papeles, desde los resúmenes a los atestados originales y las notas de Kim respecto a sus contactos iniciales con las familias, desde el perfil generado por el FBI al texto completo del memorando de intenciones del Buen Pastor.

Se lo leyó todo con atención, como si lo estuviera haciendo por primera vez. Cada dos por tres miraba por la ventana a la senda elevada y daba algún que otro paseo por la estancia para mirar por las otras ventanas. Tardó unas dos horas en leer los documentos. Y luego lo repasó todo otra vez.

Cuando terminó, ya estaba anocheciendo. Estaba cansado de leer y agarrotado de estar sentado. Se levantó de la silla, se estiró, sacó la Beretta de su funda del tobillo y salió de la cabaña. El cielo sin nubes estaba en esa fase del anochecer en la que el azul se torna gris. En el estanque de los castores hubo un chapoteo ruidoso. Y luego otro. Y otro. Y después, silencio.

El silencio trajo consigo una sensación de tensión. Gurney rodeó lentamente la cabaña. Todo parecía igual a como lo recordaba de su anterior visita, salvo que ahora ya no había ningún Humvee aparcado en la parte de atrás. Regresó a la parte delantera y entró de nuevo en la casa. Cerró la puerta detrás de él, pero no pasó el pestillo.

Solo había estado fuera tres o cuatro minutos, pero el nivel de luz había bajado de manera perceptible. Volvió a la mesa, dejó la Beretta a mano y seleccionó de la pila de papeles su propia lista de preguntas sobre el caso. Captó su atención la misma a la que Bullard había aludido en Sasparilla y que Hardwick había mencionado por teléfono. Jimi Brewster podría haber tenido un par de motivos para matar no solo a su padre, sino también a las otras cinco víctimas.

Hardwick especuló con que Jimi podría haber matado a su padre por puro odio, ese hombre que priorizaba ciertas cosas, como demostraba el coche que había elegido. Añadió que podía haber asesinado a las otras cinco víctimas porque conducían coches similares al de su padre. Un objetivo principal y cinco víctimas secundarias.

No obstante, aunque aquella teoría tenía algo de seductor, no cuadraba con el esquema clásico de los asesinos patológicos. Tendían a matar al objeto principal de su odio o a una serie de sustitutos, no a ambos. Así que la estructura de motivación primaria-secundaria no…

¿O sí?

¿Y si…?

¿Y si el asesino tenía un objetivo principal, una persona a la que quería matar? ¿Y si mató a las otras cinco no porque a él le recordaran al objetivo principal, sino porque la policía las asociaría con el objetivo principal?

¿Y si el asesino escogió a esas otras cinco personas solo para crear la impresión de que se estaba ante una clase de crimen diferente? Como mínimo, esas víctimas extra volverían tan enrevesado el caso que impedirían que la policía pudiera averiguar quién de las seis era realmente el objetivo principal. Además, era bastante probable que la policía nunca llegara a plantearse siquiera esa pregunta.

¿Por qué iba a ocurrírseles que seis era, en realidad, la suma de uno más cinco? ¿Por qué tomar ese camino? Sobre todo si desde un principio manejaban una teoría según la cual los seis objetivos eran igual de importantes; sobre todo si habían recibido un manifiesto del asesino del que se deducía que todos los asesinatos tenían un mismo sentido, que se basaban en una forma de misión. El manifiesto lo explicaba todo. Era un documento tan inteligente y que reflejaba tan bien los detalles de los crímenes que hasta las mentes más brillantes se lo tragarían por completo.

Gurney sentía que por fin pensaba con claridad, que la niebla empezaba a disiparse. Era la primera hipótesis del caso que parecía, al menos a primera vista, coherente.

Como le pasaba siempre, se preguntó por qué no se le había ocurrido antes. Al fin y al cabo, solo era una pequeña vuelta de tuerca de la descripción que Madeleine había hecho de la escena central de El hombre del paraguas negro. Pero en ocasiones un milímetro marca toda la diferencia.

Por otra parte, no todas las ideas que encajan tienen por qué ser correctas. Sabía bien lo fácil que era pasar por alto errores lógicos cuando todo parecía cuadrar. Cuando el producto de la propia mente es el sujeto, la objetividad es una ilusión. Todos creemos que tenemos una mente abierta, pero en realidad nadie la tiene. En tales circunstancias, que alguien haga de abogado del diablo es vital.

Su primera opción era Hardwick. Cogió el teléfono y le llamó. Dejó un breve mensaje en el buzón de voz.

—Eh, Jack, tengo un nuevo enfoque del caso y me gustaría saber cómo lo ves. Llámame.

Se aseguró de que tenía el teléfono en modo vibración. No estaba seguro de qué le depararía la noche, pero que, de repente, empezara a sonar el teléfono podría ser un problema.

Su siguiente opción para que le hiciera de abogado del diablo era la teniente Bullard. No sabía en qué había quedado su relación con ella, pero, fuera como fuera, necesitaba su punto de vista. Además, si su visión del caso era correcta, todos sus problemas con la autoridad podían quedar en nada. La llamó, pero de nuevo volvió a saltar el buzón de voz. Le dejó, esencialmente, el mismo mensaje que a Hardwick.

Sin embargo, seguía necesitando confrontar su nueva teoría. Así pues, con sentimientos encontrados, decidió llamar a Clinter, que respondió después del tercer tono.

—Eh, amigo, ¿problemas en su gran noche? ¿Llama para pedir ayuda?

—No hay problemas, solo una idea que quería cotejar, a ver qué le parece.

—Soy todo oídos.

De repente se le ocurrió que entre Clinter y Hardwick había cierto parecido. Clinter era Hardwick llevado al límite. La idea, extrañamente, le hizo sentirse más y menos cómodo a la vez.

Gurney le explicó su teoría. Dos veces.

No hubo respuesta. Mientras esperaba, miró por la ventana al amplio estanque pantanoso. La luz de la luna hacía que los árboles muertos que se cernían sobre la hierba de la ciénaga adquirieran un aire inquietante.

—¿Está ahí, Max?

—Estoy pensando, amigo. No encuentro ningún fallo fatal en lo que dice. Por supuesto, plantea preguntas.

—Por supuesto.

—Para estar seguro de que lo comprendo, ¿está diciendo que solo uno de los asesinatos importaba?

—Correcto.

—¿Y que los otros cinco fueron para protegerse?

—Correcto.

—¿Y que ninguno de los asesinatos tiene nada que ver con los males de la sociedad?

—Correcto.

—Y que los coches caros eran el objetivo…, ¿por qué?

—Quizá porque la única víctima que importaba conducía uno. Un Mercedes grande, negro y caro. Tal vez de ahí surgió todo.

—¿Y a las otras cinco personas las mataron básicamente por azar? ¿Les dispararon porque conducían el mismo tipo de coche? Para que pareciera que había un patrón.

—Correcto. No creo que el asesino conociera a las otras víctimas ni que le importaran lo más mínimo.

—Lo cual lo convertiría en un cabrón muy frío, ¿no?

—Correcto.

—Así que ahora la gran pregunta es: ¿qué víctima era la que importaba?

—Cuando me encuentre con el Buen Pastor se lo preguntaré.

—¿Y cree que será esta noche? —La voz de Clinter vibraba de entusiasmo.

—Max, ha de mantenerse alejado. Es una situación muy delicada.

—Entendido, amigo. Una pregunta más: ¿cómo explica su teoría respecto a los viejos crímenes los asesinatos más recientes?

—Es sencillo. El Buen Pastor está tratando de impedir que nos demos cuenta de que las seis víctimas originales eran la suma de una más cinco. De alguna manera, Los huérfanos del crimen puede llegar a desvelar ese secreto, posiblemente señalando en cierto modo el que importaba. Está matando gente para impedir que eso ocurra.

—Un hombre muy desesperado.

—Más pragmático que desesperado.

—Cielo santo, Gurney, ha matado a tres personas en tres días, según las noticias.

—Exacto. Pero no creo que la desesperación tenga mucho que ver. No creo que el Buen Pastor vea el crimen como algo grande. Mata cuando cree que le resulta beneficioso, cuando siente que con un asesinato eliminará más riesgo en su vida del que creará. No creo que la desesperación entre en…

Una señal de llamada en espera detuvo a Gurney a mitad de la frase. Miró el identificador.

—Max, he de colgar. Tengo a la teniente Bullard del DIC en la otra línea. Y, Max, manténgase alejado de aquí hoy, por favor.

Gurney miró por la ventana. El extraño paisaje negro y plata ponía la carne de gallina. Un rayo de luz de luna cruzaba el centro de la sala, proyectando una imagen de la ventana y su propia sombra, en la pared de enfrente, encima de la cama.

Pulsó el botón de hablar para atender la llamada en espera.

—Gracias por devolverme la llamada, teniente. Se lo agradezco. Creo que podría tener algo… —No terminó la frase.

Hubo una explosión asombrosa; un destello blanco acompañado por un estallido ensordecedor; un impacto terrible en la mano de Gurney.

Trastabilló contra la mesa, sin saber durante varios segundos qué había ocurrido. Notó que la mano derecha estaba entumecida. Sentía un dolor ardiente en la muñeca.

Temiendo lo que podría ver, levantó la mano a la luz de la luna y la volvió poco a poco. Todos los dedos estaban allí, pero solo sostenían un pequeño trozo del teléfono. Miró a su alrededor en la sala, buscando fútilmente en la oscuridad otras zonas dañadas.

Lo primero que pensó fue que su teléfono había explotado. Pensó en cómo podrían haberlo manipulado, en qué momento alguien capaz de realizar esa clase de sabotaje podría haber accedido a su móvil, en cómo podían haber insertado y activado aquel artefacto explosivo en miniatura.

Pero aquello no solo era improbable, era imposible. La fuerza de la explosión descartaba esa posibilidad; tal vez fuera posible en un móvil falso, construido para tal propósito, pero no en un teléfono de verdad.

Entonces olió la pólvora de un cartucho.

No había sido una minibomba sofisticada, sino el estallido de un cañón.

Pero era el estallido de un cañón ruidoso, no de cualquier pistola, por eso había pensado en una bomba.

Sabía que había una pistola capaz de producir un ruido como aquel.

Había un individuo con la puntería necesaria y el pulso tan firme como para atravesar un teléfono móvil con una bala solo con la luz de la luna como guía.

Habían disparado a través de una de las ventanas. Se agachó y miró a la ventana de encima de la mesa. El cristal iluminado por la luna no estaba roto. El disparo tenía que proceder de una de las ventanas de atrás. Sin embargo, dada la posición de su cuerpo en el momento del impacto, era difícil entender cómo la bala podría haber alcanzado el teléfono sin atravesarle el hombro.

¿Cómo…?

La respuesta le llegó con un pequeño escalofrío.

El disparo no procedía del exterior de la cabaña.

Había alguien allí, en la sala, con él.

No lo vio, lo percibió.

Un sonido de respiración.

A un par de metros de él.

Una respiración lenta, relajada.