47. La partida de un ángel

Kyle se acercó y se sentó a la mesa con su padre.

—¿Crees que está bien?

—Claro. Es decir…, obviamente está… Estoy seguro de que está bien. Estar al aire libre siempre le ayuda. Caminar le ayuda, le sienta bien.

Kyle asintió.

—¿Qué debo hacer?

Sonó como la pregunta más trascendente que un hijo le puede hacer a un padre. Gurney sonrió.

—Mantén los ojos bien abiertos. —Hizo una pausa—. ¿Cómo va tu trabajo? ¿Y las cosas de la facultad?

—El correo electrónico es mágico.

—Bien. Me siento mal con todo esto. Te he arrastrado a algo… Tengo la sensación de que te he creado un problema, de que te he puesto en peligro. Es algo que un padre… —Su voz se fue apagando. Miró por la puerta cristalera, para ver si los cuervos seguían posados en la cicuta.

—No es cierto, papá. Precisamente, eres tú quien se encarga de alejar el peligro.

—Sí, claro. Bueno, será mejor que me prepare. No quiero quedarme atrapado con esta cuestión absurda del incendio cuando necesito estar en otro sitio.

—¿Quieres que haga algo?

—Lo que te he dicho: mantén los ojos abiertos. Y ya… sabes dónde… —Gurney hizo un gesto hacia el dormitorio.

—Dónde está la escopeta. Sí. No hay problema.

—Mañana por la mañana, con un poco de suerte, todo debería estar bien. —Tras estas palabras, que le parecieron un tanto huecas, Gurney salió de la habitación.

Realmente no tenía mucho que hacer antes de salir. Comprobó que su teléfono estaba cargado, el mecanismo de su Beretta y la seguridad de su cartuchera de tobillo. Fue a su escritorio y sacó la carpeta de información que Kim le había dado en su primera reunión y agregó las copias impresas de los informes que Hardwick le había enviado por correo electrónico. Contaba con unas horas antes de que ocurriera nada. Tendría tiempo para revisar todo aquello.

Cuando salió a la cocina, Kyle estaba de pie junto a la mesa, demasiado ansioso para permanecer quieto.

—Oye, hijo, será mejor que me vaya.

—Bueno, pues… hasta luego. Hasta esta noche. —El chico levantó la mano de un modo que quiso aparentar normalidad, algo entre un gesto y un saludo.

—Claro. Hasta luego.

Gurney cogió su chaqueta del lavadero y se dirigió al coche. Apenas era consciente de que estaba conduciendo por el sendero del prado cuando llegó junto al estanque, donde la hierba se mezclaba con la gravilla del camino rural. En ese momento vio a Madeleine.

Estaba de pie junto a un abedul alto en el borde del estanque del lado de la colina, con los ojos cerrados y la cara levantada hacia el sol. Detuvo el coche, bajó y caminó hacia ella. Quería despedirse y decirle que estaría en casa antes de la mañana.

Ella abrió los ojos despacio y le sonrió.

—¿No es asombroso?

—¿Qué?

—El aire.

—Oh. Sí, muy bonito. Ya estaba en camino y pensaba…

La sonrisa de su mujer lo pilló a contrapié. Estaba tan… intensamente llena de…, ¿de qué? No era exactamente tristeza. Era otra cosa.

Fuese lo que fuese, también estaba en su voz.

—Solo para un momento —dijo ella— y siente el aire en la cara.

Durante unos instantes —unos segundos, un minuto quizá, no estaba seguro— sintió una emoción que lo paralizó.

—¿No es asombroso? —dijo ella otra vez, con tanta suavidad que las palabras parecían parte del aire que ella estaba describiendo.

—He de irme —dijo—. He de irme antes…

Ella lo detuvo.

—Lo sé. Sé qué has de irte. Ten cuidado. —Puso la mano en la mejilla de Dave—. Te quiero.

—Oh, Dios. —La miró—. Tengo miedo, Maddie. Siempre he sido capaz de resolver las cosas. Por Dios, espero saber lo que estoy haciendo. Es lo único que me queda.

Ella puso los dedos suavemente en sus labios.

—Lo harás genial.

No recordaba haber caminado hacia su coche, haberse subido en él.

Lo que recordaba era mirar atrás, ver a Madeleine de pie en el terreno alto de encima del abedul, radiante a la luz del sol, con aquella profusión de colores, saludándolo, sonriendo de un modo conmovedor que iba más allá de lo que él podía comprender.