No volvieron a hablar hasta que estuvieron en el aparcamiento de uno de los hoteles de la vía de servicio de la I-88.
Eran casi las siete y media, y el anochecer de finales de marzo se había convertido en noche. Habían encendido las luces del aparcamiento, lo que creó una atmósfera visual que no era ni oscuridad ni luz diurna; en un planeta que tuviera un sol azul gélido y donde todos los colores fueran apagados y fríos aquella sería la luz del día.
Kim se había unido a Gurney en el asiento delantero del Outback para hablar de su improvisación y sobre si su plan habría funcionado. Kim fue la primera en plantear una pregunta práctica.
—¿Crees que el Pastor morderá el anzuelo?
—Creo que sí. Podría sospechar. Probablemente es la clase de persona que sospecha de todo, pero tendrá que hacer algo. Y para hacer algo, ha de aparecer. En el escenario que hemos planteado, el riesgo de no hacer nada sería más grande que el que correría al actuar. Eso lo comprenderá. Es un tipo muy lógico.
—Así pues, ¿lo hemos hecho bien?
—Lo has hecho mejor que bien. Has quedado muy natural. Ahora, escúchame: pasa esta noche en este hotel. No abras la puerta a nadie, bajo ninguna circunstancia. Si alguien trata de convencerte para que abras la puerta, llamas inmediatamente a seguridad. ¿Vale? Telefonéame en cuanto te levantes por la mañana.
—¿Alguna vez vamos a estar a salvo?
Gurney sonrió.
—Eso espero. Creo que todos estaremos a salvo después de mañana por la noche.
Kim se estaba mordiendo el labio inferior.
—¿Cuál es tu plan?
Gurney se echó hacia atrás en el asiento y contempló la desagradable iluminación del aparcamiento.
—Mi plan es dejar que el Buen Pastor dé un paso adelante y se condene. Pero eso será mañana por la noche. Esta noche el plan es ir a casa y dormir lo que no he dormido desde hace dos días.
Kim asintió.
—Vale. —Hizo una pausa—. Bueno, será mejor que vaya a la habitación.
Kim cogió su bolso, salió del coche y entró en el hotel.
Después de que entrara en el vestíbulo del hotel, Gurney bajó del coche y fue a la parte de atrás. Se tumbó boca arriba y metió la mano debajo. No le costó mucho quitar el localizador GPS del soporte del parachoques. De nuevo en su asiento, abrió el dispositivo con un pequeño destornillador y desconectó la batería.
A partir de ese momento y hasta cuando acabara toda aquella historia, no quería que nadie supiera dónde estaba.