Cuando llegó a casa de su reunión en la clínica, exhausta e indignada, Madeleine parecía estar en su propio mundo. Después de unos pocos comentarios sobre las miserias de la burocracia, se fue a la cama con Guerra y paz bajo el brazo.
Poco después, Kim dijo algo respecto a que quería estar fresca y descansada para la reunión del día siguiente con Rudy Getz, dio las buenas noches y subió.
Kyle la siguió enseguida.
Cuando Gurney oyó que Madeleine apagaba su lámpara de lectura, apagó el fuego de la estufa, comprobó que puertas y ventanas estuvieran cerradas, lavó unos pocos vasos que habían quedado en el fregadero, se descubrió bostezando y decidió que era hora de acostarse.
No obstante, por cansado y sobrecargado que estuviera, irse a la cama era muy diferente de dormir. Tumbado en la oscuridad, los diferentes aspectos del caso del Buen Pastor parecían girar sobre él, desligados del mundo real.
Tenía los pies fríos y sudorosos al mismo tiempo. Quería ponerse unos calcetines, pero no se decidía a levantarse de la cama. Miró por la ventana y le sorprendió ver que la luz plateada de la luna estaba cubriendo el prado alto como la fosforescencia de un pez muerto.
Se sentía tan agitado que, finalmente, se levantó y se vistió. Salió de la habitación y se sentó en uno de los sillones que había entre la chimenea y la estufa. Todavía quedaba alguna que otra brasa en la rejilla, así que mantenía cierto calor. Sentado en el sillón, consiguió aclarar un poco las ideas, para abordar el caos con más firmeza.
¿Qué sabía a ciencia cierta?
Sabía que el Buen Pastor era inteligente, que no le afectaba la presión y que evitaba cualquier tipo de riesgo. Concienzudo en su planificación, meticuloso en su ejecución. Era absolutamente indiferente a la vida humana. Estaba decidido a impedir a toda costa que Los huérfanos del crimen se continuara emitiendo. Se mostraba igual de eficaz con una pistola del tamaño de un cañón que con un minúsculo picahielos.
El asesino quería, por encima de todo, evitar cualquier tipo de riesgo. ¿Esa podía ser la clave? Parecía estar en la raíz de todo. Por ejemplo: había buscado lugares ideales para perpetrar sus ataques; había escogido solo curvas hacia la izquierda para que, después de disparar, no hubiera peligro de colisión con otro vehículo; se había deshecho de cada arma después de cada asesinato, a pesar de lo caras que eran; en el asesinato de Blum se había tomado muchas molestias buscando el sitio ideal donde aparcar; había dedicado mucho tiempo a elaborar pistas falsas, desde el primer manifiesto hasta lo que había escrito en la página de Facebook de Ruth.
Era un hombre decidido a permanecer oculto, a cualquier precio.
A cualquier precio en tiempo, dinero y vidas de otras personas.
Eso planteaba una cuestión interesante: aparte de las conocidas, ¿qué otras tácticas podría haber empleado para garantizar su seguridad? O, dicho de otra manera, ¿qué otros riesgos podría haber corrido en sus asesinatos y cómo había decidido tratar con ellos?
Necesitaba ponerse en el pellejo del Buen Pastor.
¿Qué le hubiera preocupado más si hubiera pretendido disparar a alguien en un coche, de noche, en una carretera solitaria? La primera preocupación era evidente: ¿y si fallaba? ¿Y si la víctima captaba un atisbo de su número de matrícula? Era improbable, pero podía pasar.
Muchos criminales solían usar coches robados; sin embargo, el peligro de seguir conduciendo un coche robado durante tres semanas, mucho después de que el robo fuera denunciado e introducido en las bases de datos policiales, no parecía la mejor estrategia para reducir riesgos. Y la alternativa de robar un coche para cada ataque habría creado otra clase de riesgo. No era un escenario en el que el Buen Pastor se hubiera sentido cómodo.
Así pues, ¿qué haría?
¿Oscurecer parcialmente la placa de matrícula con un poco de barro? Desde luego, una placa de matrícula no legible podría costarle una multa, pero ¿y qué? Era un riesgo insignificante.
¿De qué más podría preocuparse el Buen Pastor?
Gurney parecía observar los rescoldos en la rejilla de la estufa, pero tenía la mirada perdida. Se levantó de la silla, encendió la lámpara de pie y se acercó a la isla de la cocina para prepararse un café. Tiempo atrás, había descubierto que para conseguir dar con una solución era bueno distanciarse del problema, ocuparse en otra cosa. El cerebro, libre de la presión de encontrar una respuesta en concreto, solía hallar él solito su propio camino. Como uno de sus vecinos del condado de Delaware, nacido y criado en el lugar, le había dicho en cierta ocasión: «El sabueso no puede atrapar al conejo hasta que lo sueltas de la correa».
Así que a otra cosa. O de vuelta a otra cosa.
Kyle había insistido en que nadie los había seguido a la ciudad o de vuelta a Walnut Crossing. Aquello le hacía sentir incómodo. No había querido decirles nada a Kim o a su hijo, pero ahora era el momento de resolver ese problema. Cogió las tres linternas del cajón del aparador, las probó una por una y seleccionó aquella cuya batería parecía menos agotada. Fue al lavadero, se puso la chaqueta manchada de pintura que usaba para ir al granero, encendió la luz lateral y salió.
Fuera hacía frío. Se agachó en la hierba congelada, delante del coche de Kim, para comprobar el espacio entre los bajos del vehículo y el suelo. No bastaba para lo que tenía pensado, así que volvió a la casa a por las llaves del Miata.
Las encontró en el bolso de Kim, en la mesita de café al lado de la chimenea.
Se dirigió al cobertizo del tractor a coger un par de rampas metálicas que normalmente usaba para elevar el cortacésped cuando había que cambiar las cuchillas. Colocó las rampas delante del Miata y, suavemente, condujo el vehículo hacia delante y hacia arriba hasta que la puerta delantera estuvo veinte centímetros más arriba de lo normal. Echó el freno de mano. Se tumbó boca arriba y se metió bajo el coche elevado, iluminando con la linterna.
No tardó en encontrar lo que buscaba. Era una caja negra de metal, no mucho más grande que un paquete de cigarrillos, sostenida por un imán a la parte inferior del chasis. Un cable salía de la caja en dirección a la batería del coche.
Gurney volvió a bajar el automóvil de las rampas, entró en la casa y dejó las llaves de Kim en su bolso.
El transmisor GPS que había encontrado en el Miata no es que cambiara totalmente el juego, pero añadía un elemento más. ¿Era mejor dejarlo allí o quitarlo?
Empezó a darle vueltas, pero le asaltaban demasiadas preguntas sin responder como para poder tomar un camino u otro. En ese momento, se le ocurrió que lo mejor era hacer una llamada de teléfono.
Eran las 23.30 y supuso que Hardwick no lo cogería. Le dejaría un mensaje de voz: aquello le vendría bien para despejar su cabeza. Como esperaba, salió el buzón de voz.
—Eh, Jack, tengo más preguntas molestas para ti. ¿Hay una base de datos accesible de multas de tráfico de hace diez años? Estoy buscando multas o notificaciones por llevar una placa de matrícula oscurecida, concretamente en condados del norte del estado. ¿El momento? El periodo de tiempo en el que se cometieron los asesinatos del Buen Pastor. Por otra parte, ¿algún progreso con los detalles del Estrangulador de las Montañas Blancas?
Después de colgar, volvió a pensar en la cuestión del localizador GPS. Que estuviera conectado con el sistema electrónico del coche implicaba que, a diferencia de un sistema de batería con una vida de transmisión limitada, podría haber sido instalado tiempo atrás y seguir operativo. Pero ¿cuándo?, ¿por qué?, ¿quién? Sin duda, el responsable era la misma persona que había instalado los micrófonos en el apartamento. Tal vez había sido su exnovio, ese acosador obseso, pero tenía la sensación de que podría ser algo más complicado que eso.
De hecho, era más probable que…
Se dirigió al lavadero, se puso la chaqueta y fue otra vez a la zona de aparcamiento.
Sacó las rampas de delante del Miata y las puso delante del Outback. Después de volver a la casa a buscar las llaves y la linterna que había olvidado, arrancó el motor y repitió el mismo proceso.
Casi esperaba encontrar un aparato localizador parecido. Revisó con cuidado los bajos del coche, pero nada. Abrió el capó y buscó en el compartimento del motor: nada. Siguió los cables de la batería: nada.
Después, colocó las rampas en la parte trasera del coche y lo hizo retroceder. De nuevo inspeccionó con su linterna, esta vez los bajos de la parte posterior.
Y allí estaba. Una segunda caja negra, ligeramente más grande que la primera. Llevaba una batería imantada en la parte superior de uno de los soportes del parachoques trasero. La marca y las especificaciones generales impresas en el lateral del aparato indicaban que era del mismo fabricante. Era igual que el que habían puesto en el coche de Kim, salvo por la fuente de alimentación.
La diferencia entra las dos, por otro lado, era obvia: el tiempo requerido para su instalación. Para armar la versión cableada se tardaría, por lo menos, media hora; mientras que la que llevaba batería se podía instalar en un momento. En condiciones normales, era preferible conectarlo a la batería del coche. Eso sugería que para quien lo había instalado había sido más sencillo acceder al coche de Kim que al Outback. Una vez más todo apuntaba a Meese.
Ya era más de medianoche, pero dormir estaba descartado. Cogió una libreta y un bolígrafo del escritorio del estudio y copió la información impresa en los localizadores para poder buscar sus parámetros de rendimiento en el sitio web del fabricante. Todos los localizadores GPS funcionaban más o menos del mismo modo: transmitían coordenadas de localización que, mediante el software apropiado, podían ser mostradas como un icono en un mapa en casi cualquier ordenador con conexión a Internet. Los diferentes precios tenían que ver con la precisión y con lo sofisticado que fuera el software. La tecnología se había vuelto muy barata, incluso a niveles de elevado rendimiento. De hecho, era accesible casi para cualquiera.
Cuando estaba saliendo de debajo del Miata por segunda vez esa noche, lo sobresaltó una suerte de vibración en la cadera derecha. En un primer momento, pensó que se trataba de algo causado por el dispositivo GPS. Sin embargo, enseguida se dio cuenta de que era su teléfono: lo había puesto en vibración para evitar despertar a nadie en la casa, por si Hardwick lo llamaba.
Al ponerse en pie, sacó el teléfono del bolsillo y vio el nombre de Hardwick en la pantalla.
—Qué rapidez —dijo Gurney.
—¿Rapidez? ¿De qué coño estás hablando?
—Respuestas rápidas a mis preguntas.
—¿Qué preguntas?
—Las que te he dejado en tu buzón de voz.
—No miro mi buzón de voz en plena noche. No te llamo por eso.
Gurney tuvo una pequeña premonición. O quizá simplemente es que empezaba a conocer bien los cambios de tono en la voz de Hardwick para reconocer el sonido de la muerte. Esperó el anuncio.
—Lila Sterne. La mujer del dentista. En el suelo, nada más entrar. Picahielos en el corazón. Tres más seis. En total, nueve asesinatos. Y no parece que haya acabado. Pensaba que te gustaría saberlo. Además, me he imaginado que ahora mismo nadie más se molestaría en contártelo.
—Cielos. Domingo, lunes, martes. Uno cada noche.
—Entonces, ¿quién es el siguiente? ¿Apuestas para el picahielos del miércoles? —El tono de Hardwick había cambiado otra vez, esta vez al registro cínico que Gurney sentía como si fueran unas uñas rascando la pizarra.
Un policía necesitaba distanciarse de las cosas, emplear el humor negro, pero a veces Hardwick parecía pasarse de la raya. A Gurney le disgustaba, aunque sabía que allí había algo más profundo: algo en ese tono le recordaba a su padre.
—Gracias por la información, Jack.
—Para eso están los amigos, ¿no?
Gurney entró en la casa y se quedó en medio de la cocina, tratando de asimilar todos los datos que había conocido en la última hora. Se quedó de pie junto al aparador. Con las luces de la cocina encendidas, no podía ver por la ventana. Así que las apagó. La luna estaba casi llena: una bola con un lado ligeramente aplanado. Su luz era lo bastante brillante para dar a la hierba un brillo gris y que los árboles del borde del prado proyectaran nítidas sombras negras. Gurney entrecerró los ojos y pensó que podía distinguir las ramas de la cicuta.
Entonces le pareció ver algo que se movía. Contuvo el aliento y se inclinó para acercarse a la ventana. Al apoyarse en el aparador, sintió un dolor desgarrador en la muñeca derecha y soltó un grito agudo. Supo, incluso antes de ver la herida, que sin darse cuenta había apretado la mano contra la punta afilada de la flecha que llevaba allí una semana. Se había hecho un corte profundo. Al encender la luz, comprobó que la sangre se le acumulaba en la palma de la mano, se deslizaba entre sus dedos y goteaba sobre el suelo.