37. Voluntad de matar

—¡Oh, Dios! —dijo Madeleine, haciendo una mueca—. ¿Quién lo encontró así? —Estaba de pie frente a la isleta del fregadero, con un escurridor lleno de fideos en las manos.

Gurney estaba sentado en un taburete alto enfrente de su mujer. Había estado contándole todos los problemas a los que se había enfrentado aquel día, algo que no le surgía de manera natural. Nunca le había sido fácil: cosa de los genes, pensaba. Su padre jamás reconoció que le molestara nada, nunca admitió haber experimentado miedo, angustia o confusión. Su aforismo preferido era: «La palabra es plata, y el silencio, oro». De hecho, hasta que Gurney comprendió en el instituto que estaba equivocado, pensaba que esa era la famosa «regla de oro».

Su primer instinto seguía siendo no decir nada de sus sentimientos, pero últimamente había estado tratando de hacer pequeños avances contra un hábito de toda la vida. Sus heridas del último otoño habían reducido su tolerancia al estrés, y había descubierto que compartir algunos de sus pensamientos y sentimientos con Madeleine le ayudaba a aliviar la presión.

Así que se sentó en el taburete, junto al fregadero y, a pesar de lo incómodo que se sentía, le contó todo lo que le había pasado. Incluso respondió las preguntas de su esposa lo mejor que pudo.

—Lo encontró una de sus clientes. Stone se ganaba la vida como pastelero para algunos pequeños hoteles y fondas locales. Una de las propietarias de un hotel fue a recoger un pedido: galletas de jengibre. Se fijó en que la puerta de la casa no estaba completamente cerrada. Al ver que Stone no respondía, abrió ella misma. Y allí estaba. Igual que Ruth Blum. Tendido boca arriba en el recibidor. El mango del picahielos le sobresalía justo por debajo del esternón.

—Dios, ¡qué espantoso! ¿Qué hizo la mujer?

—Supongo que llamó a la policía.

Madeleine negó lentamente con la cabeza, luego parpadeó y puso cara de sorpresa al ver que todavía tenía el escurridor en la mano. Vació los fideos humeantes en una bandeja.

—¿Fue el final de tu día en Sasparilla?

—Más o menos.

Madeleine cogió del hornillo una sartén en la cual había salteado espárragos y champiñones troceados, volcó el contenido sobre los fideos y puso la sartén en el fregadero.

—La confrontación que me estabas contando con ese tal Trout, ¿estás muy preocupado por eso?

—No estoy seguro.

—Suena a que es un capullo burócrata.

—Oh, de eso no cabe duda.

—¿Te preocupa que pueda ser un capullo peligroso?

—Podría decirse así.

Madeleine llevó a la mesa la bandeja de fideos, espárragos y champiñones, y a continuación los platos y cubiertos.

—Esto es lo único que he cocinado esta noche. Si quieres que añada carne, quedan albóndigas en la nevera.

—Así está bien.

—Porque hay muchas albóndigas y…

—En serio, está bien. Perfecto. Por cierto, he olvidado mencionarlo; he hablado con Kyle y Kim para que vuelvan aquí durante un par de días.

—¿Cuándo?

—Ahora. Desde esta noche.

—Me refiero a cuándo se lo has dicho.

—Los he llamado cuando estaba volviendo de Sasparilla. El hecho de que recibieran el mensaje en el correo significa que el que lo envió sabe dónde vive Kyle. Así que he pensado que sería más seguro…

Madeleine torció el gesto.

—El que lo envió también sabe dónde vivimos nosotros.

—Es solo que… Prefiero que estén aquí. La unión hace la fuerza.

Comieron en silencio durante varios minutos, hasta que Madeleine dejó el tenedor cuando aún le quedaba la mitad de la comida y empujó ligeramente el plato hacia el centro de la mesa.

Gurney la miró.

—¿Pasa algo?

—¿Pasa algo? —Madeleine lo miró con incredulidad—. ¿De verdad me has preguntado eso?

—No, quiero decir… Dios, no sé qué quiero decir.

—Parece que se ha abierto la caja de Pandora.

—Sí, supongo que sí.

—Así pues, ¿cuál es tu plan?

Madeleine le había hecho la misma pregunta después de que se quemara el granero. Ahora todo era más inquietante, pues la situación se había deteriorado muy rápidamente. Había personas muertas. Les habían clavado un picahielos en el corazón. Por otra parte, el FBI parecía más decidido a buscarle problemas al propio Gurney y a protegerse las espaldas que a descubrir la verdad. Holdenfield había menoscabado su posición con aquello de la «lesión cerebral traumática» y las «secuelas psicológicas», algo que Trout no había desaprovechado. Bullard podía ser una suerte de aliada, al menos en ese momento, pero sabía que esa alianza se evaporaría rápidamente si le convenía hacer las paces con Trout.

Y eso no era todo. Más allá de la maraña de detalles alarmantes y amenazas concretas, Gurney tenía la sensación de que el mal estaba avanzando, la sensación de que una fatalidad sin rostro descendía sobre él, sobre Kim, sobre Kyle, sobre Madeleine. No sabía quién era aquel diablo sobre cuyo peligro le había advertido la pequeña grabación del sótano, pero ya había despertado. Y Gurney solo tenía un plan: seguir estudiando las piezas del rompecabezas, continuar buscando la imagen oculta, seguir dando golpecitos en el castillo de naipes oficial hasta que este se derrumbara…, o hasta que sus defensores lograran apartarlo a él.

—No tengo ningún plan —dijo—, pero si tienes tiempo, hay algo que me gustaría que vieras conmigo.

Madeleine miró el reloj de péndulo de la pared.

—Tengo una hora, quizá menos. Tenemos otra reunión en la clínica. ¿Qué quieres que mire?

Fueron al estudio. Mientras descargaba el vídeo de Jimi Brewster que Kim le había enviado, le explicó lo poco que sabía del asunto.

Se acomodaron en sus sillas delante de la pantalla del ordenador.

El vídeo empezó con un fragmento que parecía grabado en invierno, desde el asiento del pasajero del coche de Kim. El vehículo se acercaba a un cartel de carretera situado sobre un montículo de nieve: anunciaba la entrada en Barkville, el virtualmente inexistente pueblo del norte de los Catskills donde Jimi Brewster recogía su correo.

Aquel hombre vivía en lo alto de la colina, lejos del inhóspito grupo de casas en ruinas y tiendas abandonadas que formaban el pueblo en sí. Al parecer, los únicos establecimientos en activo eran un bar con un ventanal sucio, una gasolinera de un solo surtidor y una oficina de correos situada en un edificio de bloques de hormigón del tamaño de un garaje para un solo coche.

El coche de Kim ascendió por un camino lleno de surcos, con nieve acumulada a ambos lados; más edificios ruinosos y árboles que parecían no solo desnudos de hojas, sino muertos desde hacía mucho. A Gurney le impactó que Barkville representara un entorno rural en las antípodas de Williamstown, donde había vivido el padre de Jimi, como si fuera el lado oscuro de la luna. Se preguntó si la distancia cultural y estética constituía una declaración de intenciones.

Esa idea fue ganando fuerza a medida que avanzaba el vídeo.

Por otro lado, ¿quién manejaba la cámara? Supuso que Robby Meese, lo que implicaba que aquella visita a Jimi Brewster se produjo antes de que Kim y él rompieran su relación.

El coche frenó cerca de una casa pequeña situada a la derecha. Todo aquel entorno agreste y la casa misma mostraban un decidido desinterés por las apariencias. Nada, desde los postes que aguantaban el techo combado sobre el porche inclinado hasta la puerta del escusado exterior, estaba dispuesto en ángulo recto respecto a ninguna otra cosa. Según la experiencia de Gurney, cierta asimetría, no guardar el viejo precepto de los noventa grados, solía asociarse con pobreza, incapacidad física, depresión o trastorno cognitivo.

El hombre que salió por la ruinosa puerta de la casa al porche era delgado, de aspecto nervioso y ojos vivaces. Vestía unos vaqueros negros. Llevaba el pelo corto y lucía una barba rala, ambos de un tono anaranjado, igual que su camiseta.

Teniendo en cuenta lo que decía su ficha sobre cuándo había ido a la universidad, debía de tener unos treinta y siete años, aunque aparentaba una década más joven. En su camiseta se podía leer el mensaje CONTRA TODO, lo que reforzaba su imagen juvenil.

—Pasen —dijo, con un gesto de impaciencia—. Ahí fuera hace un frío que pela.

La cámara lo siguió al interior. La parte de atrás de su camiseta proclamaba: A LA MIERDA LA AUTORIDAD.

El interior de la casa era tan poco acogedor como el exterior. Los muebles en la pequeña sala de estar eran minimalistas y de aspecto gastado, como de IKEA de segunda mano. Había un sofá descolorido apoyado en una pared y una mesita rectangular ajustada contra la opuesta, con una silla plegable en cada uno de sus lados.

Gurney vio una puerta cerrada a cada lado del sofá. Otra puerta en la parte de atrás de la sala proporcionaba el atisbo de una estrecha cocina. La luz procedía básicamente de una ventana amplia situada sobre la mesa.

Cuando la cámara hizo un barrido por el escaso espacio, se oyó la voz de Kim.

—Robby, apaga eso hasta que nos sentemos.

La cámara continuó funcionando, acercándose lentamente al hombre pelirrojo, que estaba cambiando el peso del cuerpo de un pie al otro con energía nerviosa. Costaba saber si estaba sonriendo o haciendo una mueca.

—Robby, apaga la cámara, por favor.

A pesar del tono perentorio de Kim, la grabación continuó durante al menos diez segundos antes de fundirse a negro.

Cuando la imagen y el sonido se reanudaron, Kim y Jimi Brewster estaban sentados uno a cada lado de la mesa. El ángulo de la imagen y el encuadre sugerían que probablemente Meese manejaba la cámara desde algún punto del sofá.

—Muy bien —dijo Kim con la clase de entusiasmo que Gurney recordaba haber visto el día que la conoció—, vamos al grano. Quiero decirle otra vez, Jimi, lo mucho que aprecio que quiera participar en este proyecto documental. Por cierto, ¿prefiere que lo llame Jimi o señor Brewster?

Él negó con la cabeza en un pequeño movimiento sincopado.

—No importa, como quiera.

Empezó a tamborilear con las uñas en un ritmo de ligero staccato sobre la mesa.

—Muy bien. Si no le importa, le llamaré Jimi. Como le he explicado cuando teníamos la cámara apagada, esta conversación es una toma de contacto, por decirlo así. Más adelante, otro día, le plantearé de un modo más…

Brewster detuvo su tamborileo abruptamente e interrumpió a Kim.

—¿Cree que yo lo maté?

—¿Disculpe?

—Eso es lo que, en secreto, todo el mundo se pregunta.

—Lo siento, Jimi, pero no le sigo…

Brewster la interrumpió una vez más.

—Pero si lo maté, entonces tuve que matarlos a todos. Y por eso no me detuvieron, porque tenía coartada para los cinco primeros.

—Me he perdido, Jimi. Nunca pensé que matara…

—Ojalá lo hubiera hecho.

Kim hizo una pausa, parecía anonadada.

—¿Le gustaría…? ¿Le gustaría haber matado a su padre?

—Y a todos los demás. ¿Cree que parezco el Buen Pastor?

—¿Qué?

—¿Cómo se imagina al Buen Pastor?

—Nunca…, nunca me lo he imaginado.

Brewster empezó a tamborilear otra vez con las uñas.

—¿Porque lo hacía todo en la oscuridad?

—¿En la oscuridad? No, simplemente… Simplemente no me lo imagino, no sé por qué.

—¿Cree que es un monstruo?

—Físicamente…, ¿un monstruo?

—Física, mental, espiritualmente…, de cualquier manera que sea. ¿Cree que es un monstruo?

—Mató a seis personas.

—A seis monstruos. Eso lo convierte en un héroe, ¿no?

—¿Por qué cree que todas sus víctimas eran monstruos?

La cámara se había ido acercando de manera muy gradual, como un intruso de puntillas, como si explorara el más ligero tic o arruga en los rostros.

Los párpados de Jimi Brewster estaban temblando sin llegar a pestañear.

—Fácil. Si te gastas cien mil dólares en un coche, en un puto coche, eres, de facto, un mierda. —Su voz era intensa y acusatoria. Aquel rasgo también le hacía parecer más joven. Por su aspecto y su manera de hablar parecía más un miembro problemático de un club de ajedrez del instituto que un hombre de casi cuarenta años.

—¿Un mierda malvado? ¿Es así como veía a su padre?

—¿El gran cirujano? El caraculo sacadineros de mierda.

—¿Todavía odia tanto a su padre como entonces?

—¿Mi madre sigue tan muerta ahora como lo estaba entonces?

—¿Perdón?

—Mi madre se suicidó con somníferos que él le recetó. El gran genio cirujano, al que le volaron esa cabeza tan genial. ¿Quiere saber un secreto? Cuando me llamaron para decírmelo, les pedí que me lo repitieran tres veces. Pensaban que estaba en estado de shock. No lo estaba. Sentí tanta alegría que quería asegurarme de que no estaba soñando. Quería oír la noticia una y otra vez. Fue el día más feliz de mi vida.

Brewster hizo una pausa. Parecía excitado, con la mirada fija en la cara de Kim.

—Ajá —gritó él—. ¡Ahí está! Lo veo en sus ojos.

—¿Qué ve?

—La gran pregunta.

—¿Qué gran pregunta?

—La gran pregunta de todos: ¿Jimi Brewster podría ser el Buen Pastor?

—Ya le he dicho antes que nunca he pensado tal cosa.

—Pero ahí está ahora. No mienta. Está pensando: «Todo ese odio, ¿bastaría para eliminar a seis mierdas?».

—Ha dicho que tenía coartada. Si tenía coartada…

Él la interrumpió.

—¿Cree que alguna gente puede estar físicamente en un sitio y espiritualmente en otro?

—Eh…, no estoy segura de qué quiere decir.

—Hay gente que asegura haber visto a yoguis indios en dos sitios diferentes al mismo tiempo. El tiempo y el espacio podrían no ser lo que creemos que son. Parece que yo estoy aquí, pero podría estar en otro sitio.

—Perdón, Jimi, creo que no…

—Cada noche, en mi mente, conduzco por carreteras oscuras, buscando a doctores geniales, robots de mierda que recetan pastillas, y cuando veo a uno en su brillante coche de mierda levanto mi pistola y le apunto a un punto entre la sien y la oreja. Aprieto el gatillo. Hay un estallido de luz en el cielo, la luz blanca de la verdad y la muerte, y la mitad de su cabeza ha desaparecido.

El ritmo y el volumen del tamborileo con las uñas se incrementó.

La cámara se acercó a la cara de Brewster.

Estaba mirando a Kim como un loco, aparentemente esperando su reacción, mordiéndose el labio inferior. La cámara se alejó otra vez para incluirlos en el mismo encuadre.

En lugar de reaccionar directamente, la chica respiró hondo y cambió de tema.

—¿Fue a la universidad?

La pregunta tomó a Brewster a contrapié. Parecía decepcionado.

—Sí.

—¿Dónde?

—Dartmouth.

—¿Qué estudió?

Su boca se ensanchó en un pequeño espasmo que podría haber sido una sonrisa de un segundo.

—Estudié Medicina.

—Me sorprende.

—¿Por qué?

—Por lo que ha dicho que sentía por su padre, no me esperaba que quisiera seguir sus pasos.

—No lo hice. —Otra vez aquel espasmo en su boca. No llegaba a ser una sonrisa, al menos no una sonrisa afable—. Lo dejé un mes antes de la graduación.

Kim frunció el ceño.

—¿Solo para decepcionarlo?

—Solo para ver si sabía que existía.

—¿Lo sabía?

—La verdad es que no. Lo único que dijo fue que era estúpido por dejarlo, como podría haber dicho que es estúpido dejar la ventanilla del coche abierta cuando está lloviendo. Ni siquiera estaba enfadado. No le importaba lo suficiente para estar enfadado. Siempre tan calmado… Tendría que haber visto lo tranquilo que estaba en el funeral de mi madre.

—Desperdició un montón de dinero de su padre al no graduarse. ¿Eso le importó?

—Pasaba ocho horas al día en la sala de operaciones, cinco días por semana. El hijo de perra podía ganar en dos semanas lo bastante como para pagar mis cuatro años en Dartmouth. Mi comida, alojamiento y formación eran una puta cagadita de mosca en su vida. Como mi madre. Como yo. Sus coches eran más importantes que nosotros.

Kim no dijo nada. Levantó los dedos entrelazados y los apretó contra sus labios, cerrando los ojos, como si tratara de contener cierta emoción indisciplinada. El silencio continuó un buen rato. Kim se aclaró la garganta antes de hablar otra vez.

—¿Cómo vive?

Estalló en una risa áspera.

—¿Cómo vive cualquiera?

—Me refiero a cómo se gana la vida.

—¿Está tratando de resaltar alguna ironía?

—No lo entiendo.

—Está pensando que vivo del dinero que me dejó. Cree que su dinero, pese a que simulo odiarlo, es en realidad lo que me mantiene. Está pensando: «Vaya puto hipócrita». Está pensando que soy exactamente igual que él, que lo único que quería era su puto dinero.

—No estaba pensando nada de eso. Solo era una pregunta inocente.

Brewster dejó escapar otra risa áspera.

—¿Una periodista de televisión con una pregunta inocente? Es como un puto demonio con un corazón de oro. O un cirujano con alma. Sí, claro, una pregunta inocente.

—Puede creer lo que quiera, Jimi. ¿Tiene una respuesta?

—Ah, ahora veo de qué se trata. Quiere saber cómo nos va. Nuestras herencias. Cuánto tenemos. ¿Es eso lo que quiere saber?

—Quiero saber lo que quiera contarme.

—Se refiere a lo que quiera contarle del dinero. Eso es lo que quiere saber su puta audiencia de televisión. Pornografía financiera. Muy bien. Perfecto. El puto dinero. El que se quedó más jodido fue ese patético contable, cuya hermana lo heredó todo gracias a sus putos niños. Luego estaba el pastelero, que sobre todo heredó las deudas de su gran mamá rubia. A la dulce mujer del abogado no le fue mal, terminó con dos o tres millones, sobre todo porque su marido tenía un seguro de puta madre. Es la clase de mierda que compartían en su grupo de apoyo. ¿Es la clase de mentira que quiere saber?

—Lo que quiera contarme.

—Claro, por supuesto. Muy bien. Larry Sterne terminó con la hermosa factoría de belleza dental de su padre, que estoy seguro de que vale millones. Roberta, la señora siniestra de los perros siniestros, se quedó el puto multimillonario negocio de váteres de su padre. Y por supuesto, estoy yo. Mi despreciable y codicioso padre tenía un fondo de inversión en Fidelity que valía un poco más de doce millones de dólares cuando le volaron los sesos. Y en caso de que sus espectadores, que siempre buscan la verdad, quieran conocer la última actualización, les diré que ese fondo de inversión, ahora a mi nombre, vale alrededor de diecisiete millones. Eso, obviamente, plantea una pregunta: «Si el pequeño Jimi Brewster tiene semejante montaña de dinero, ¿por qué vive en esta pocilga?». La respuesta es simple. ¿Puede imaginar cuál es?

—No, Jimi, no puedo.

—Oh, creo que podría si lo intentara, pero, no se preocupe, se lo diré. Estoy ahorrando hasta el último centavo para dárselo al Buen Pastor cuando lo detengan.

—¿Quiere darle el dinero de su padre al hombre que lo mató?

—Hasta el último centavo. Un buen fondo para poder disponer de una buena defensa en el juicio, ¿no cree?