34. Aliados y enemigos

Habían cenado pronto: salmón, guisantes y arroz con salsa de pimiento dulce. Mientras acababan de cenar, hablaron de la reunión a la que Madeleine iba a asistir en la clínica. Debían seguir tratando el suicidio de uno de los pacientes y los procedimientos en marcha para identificar señales de peligro. Madeleine estaba visiblemente nerviosa y preocupada.

—Con ese horrible mensaje de teléfono y el resto de lo que ha pasado hoy, he olvidado decirte que ha venido la tasadora del seguro.

—¿Ha venido a examinar el granero?

—Y a hacer preguntas.

—¿Como Kramden?

—Ha cubierto el mismo terreno. Lista de contenidos, quién hizo qué y cuándo, detalles de cualquier otra póliza de seguros que tengamos, etcétera.

—Supongo que le has dado copias de las mismas cosas que le dimos a Kramden.

—Quería recibos de compra de la bicicleta y de los kayaks.

—Había tristeza y rabia en la voz de Madeleine—. ¿Tienes idea de dónde están?

Dave negó con la cabeza.

Ella hizo una pausa.

—Le he preguntado cuándo podríamos demolerlo.

—¿La parte del granero que sigue en pie?

—Ha dicho que la compañía nos lo comunicará.

—¿Ninguna pista de cuándo?

—No. Necesitan permiso por escrito de la brigada de incendios antes de dar el visto bueno. —Cerró los puños—. No puedo soportar verlo.

Gurney se la quedó mirando.

—¿Estás enfadada conmigo?

—Estoy enfadada con el cabrón que destruyó nuestro granero. Estoy cabreada con el loco que dejó ese mensaje desagradable en nuestro teléfono.

La rabia creó un silencio entre ellos, que duró hasta que Madeleine se marchó a la clínica. En el ínterin, Dave pensó en cosas que podría decir y luego en razones para no decirlas.

Después de observar el coche de su mujer bajando por el sendero del prado, llevó los platos sucios al fregadero, echó un poco de lavavajillas y abrió el grifo del agua caliente.

El teléfono móvil sonó en su bolsillo.

La identificación decía G. B. BULLARD.

—¿Señor Gurney?

—Sí.

—Quiero contarle algo concerniente a lo que ha planteado hoy.

—¿Sí?

—¿La cuestión de las huellas de los neumáticos…?

—¿Sí?

—Quería que supiera que hemos encontrado un conjunto de huellas, donde sugirió que podrían estar, en el taller de coches.

—¿Indicaban que hubo un coche aparcado en un sitio que el dueño del taller dice que no estaba ocupado?

—Esencialmente es correcto, aunque el dueño no está del todo seguro de eso.

—¿Y la franja de tierra en el sendero de entrada de Ruth Blum?

—Nada concluyente.

—¿Significa que no hay suficiente superficie de tierra para estar seguros, pero que no hay pruebas positivas de que ningún vehículo entrara o saliera?

—Exacto.

Gurney sentía cada vez más curiosidad sobre el propósito de la llamada de Bullard. No era común que un agente investigador ofreciera un informe de progreso fuera de la cadena de mando inmediata y mucho menos fuera del departamento.

—Pero hay una pequeña vuelta de tuerca —continuó ella—. Me gustaría conocer su opinión. Nuestra investigación puerta a puerta dio como resultado dos informes de testigos que vieron un Humvee en la zona ayer por la tarde. Un testigo insiste en que era el modelo militar original, no la versión posterior de General Motors. Ambos lo vieron ir y venir dos o tres veces en un tramo de carretera que incluía la residencia de Blum.

—¿Está pensando que alguien estaba vigilando la zona?

—Posiblemente, pero, como he dicho, hay una vuelta de tuerca. Según las huellas del neumático, el vehículo que estaba aparcado anoche en el taller no era un Humvee. —Hizo una pausa—. ¿Alguna idea sobre eso?

Se le ocurrieron dos escenarios.

—El asesino podría tener un ayudante… O… —Gurney vaciló sopesando hasta qué punto era posible la segunda opción que se le había ocurrido.

—¿O qué? —lo instó Bullard.

—Bueno, supongamos que tengo razón y el mensaje de Facebook lo publicó el asesino, no la víctima. En él se hace referencia a alguna clase de vehículo militar. Puede que pretendiera que nos quedáramos con la idea del Humvee. Y quizá condujo arriba y abajo un vehículo como ese precisamente para que alguien reparara en él, para que luego lo notificara, para convencernos de que ese era el vehículo del asesino.

—¿Por qué complicarse tanto la vida? De todos modos, iba a aparcar un coche diferente donde nadie pudiera verlo.

—Quizá con lo del Humvee quería llevarnos a alguna parte.

Tal vez hasta Max Clinter, pero ¿por qué?

Bullard se quedó en silencio tanto tiempo que Gurney estaba a punto de preguntar si había colgado.

—Esto le interesa de verdad, ¿no? —dijo finalmente.

—He tratado de dejarlo claro antes.

—Vale, voy a ir al grano. Tengo una reunión mañana por la mañana con Matt Trout para discutir el caso y las cuestiones jurisdiccionales. ¿Le gustaría venir?

Gurney se quedó momentáneamente sin habla. La invitación no tenía sentido. O quizá sí.

—¿Conoce bien al agente Daker? —preguntó él.

—Lo he conocido hoy. —Había tensión en la voz de Bullard—. ¿Por qué lo pregunta?

La reacción de la teniente animó a Gurney a arriesgarse.

—Porque creo que él y su jefe son unos cabrones arrogantes y controladores.

—Tengo la impresión de que ellos le tienen el mismo cariño.

—No esperaba menos. ¿Daker le ha explicado el caso original?

—Al parecer, eso es lo que pretendía. Lo cierto es que acabó soltando un montón de datos sin ton ni son.

—Es probable que quieran abrumarla, para que el caso le parezca tan enrevesadamente complicado que acabe por ceder la jurisdicción sin discutir.

—Ya…, pero lo cierto es que me gusta la confrontación, me cuesta mucho alejarme cuando preveo pelea. Y, por encima de todo, no me gusta que me subestimen los…, ¿cómo los ha llamado?, cabrones arrogantes y controladores. No sé por qué le estoy diciendo esto. La verdad es que no lo conozco de nada… Debo de estar un poco loca.

Sin embargo, Gurney intuyó que Bullard sabía exactamente lo que se traía entre manos.

—Sabe que Trout y Daker no me soportan —dijo—. ¿Eso no basta para tranquilizarla?

—Supongo que tendrá que bastar. ¿Sabe dónde está nuestra comisaría central en Sasparilla?

—Sí.

—¿Puede estar allí mañana a las 9.45?

—Sí.

—Bien. Le esperaré en el aparcamiento. Una última cosa: nuestra gente del laboratorio examinó más a conciencia el teclado del ordenador de la víctima. Descubrieron algo. Sus huellas dactilares…

—Déjeme adivinarlo —intervino Gurney—: las huellas dactilares que había sobre las teclas necesarias para escribir el mensaje de Facebook estaban ligeramente borrosas, no como sobre las otras teclas. Y sus técnicos de laboratorio no descartan que alguien hubiera podido pulsar las teclas con guantes de látex.

Hubo un segundo de silencio.

—No necesariamente látex, pero ¿cómo…?

—Es el escenario más probable. La otra opción sería que el asesino hubiera forzado a Ruth a escribir el mensaje mientras él se lo dictaba. Pero ella habría estado tan aterrorizada que no hubiera resultado nada fácil. El asesino ya se sentiría demasiado expuesto con tan solo sonsacarle la contraseña. Cuanto más tiempo estuviera viva ella, más riesgo corría el asesino. Ruth podría haber tenido una crisis y haber empezado a gritar. No creo que el asesino se sintiera cómodo ante tal circunstancia. La quería muerta lo antes posible. Así correría menos riesgos.

—Veo que tiene su propio punto de vista, señor Gurney. ¿Alguna cosa más que quiera compartir?

Pensó en su hoja de resumen de comentarios y preguntas, la que había enviado a Hardwick y Holdenfield.

—Tengo algunas ideas impopulares sobre el caso original que podrían resultarle útiles.

—Tengo la impresión de que considera su impopularidad una virtud.

—Una virtud no, pero me parece irrelevante.

—¿En serio? En fin, pensaba que… Duerma bien. Mañana nos espera un día muy interesante.

Apenas durmió.

Tenía la idea de acostarse temprano, pero Madeleine regresó de su reunión en la clínica ansiosa por expresar la perenne queja de los trabajadores sociales: —Si toda la energía que dedican a cubrirse las espaldas y a chorradas burocráticas la dedicaran a ayudar a la gente, el mundo podría cambiar en menos de una semana.

Tres tazas de infusión después, se fueron al dormitorio. Madeleine se acomodó en su lado de la cama con Guerra y paz, aquella soporífera obra maestra que parecía decidida a conquistar mordisqueando trocitos con persistencia.

Después de poner su alarma, Gurney pensó en qué objetivos perseguía Bullard y en cómo podrían influir en la reunión de la mañana siguiente. La teniente parecía verlo como un aliado, o al menos como una herramienta útil con Trout y compañía. No le importaba que lo usara, siempre y cuando eso no le impidiera alcanzar sus propósitos. Su alianza era muy circunstancial, sin raíces, así que debía permanecer muy atento, pues en cualquier momento el viento podría cambiar de dirección. Nada nuevo. En el Departamento de Policía de Nueva York los vientos siempre estaban cambiando.

Una hora después, cuando ya se estaba quedando dormido, Madeleine dejó su libro a un lado y le preguntó: —¿Has podido ponerte en contacto con ese contable deprimido que te preocupaba, el de la pistola grande?

—Todavía no.

De nuevo la mente de Gurney se llenó de una angustiosa maraña de dudas. Adiós a una noche de descanso. Sus sueños intermitentes estuvieron infestados de imágenes repetitivas de pistolas, picahielos, edificios en llamas, paraguas negros y cabezas destrozadas.

Al salir el sol, se sumió en un sueño profundo del cual lo despertó una hora más tarde el tono agudo de su alarma.

En cuanto se hubo duchado y se hubo vestido, y ya con el café en la mano, vio que Madeleine estaba fuera, esponjando el suelo en uno de los jardines.

Hacía poco le había dicho algo sobre plantar los guisantes.

Parecía la típica mañana anodina, sin amenazas ni complicaciones. Cada mañana —sobre todo si habías podido dormir— creaba la ilusión de un nuevo comienzo, una especie de liberación del pasado. Los humanos, al parecer, eran criaturas diurnas, parecían estar hechos para vivir de día. La vigilia ininterrumpida podía destrozar a un hombre. No era de extrañar que la CIA hubiera usado la privación de sueño como tortura. Bastaban noventa y seis horas de vivir de manera ininterrumpida —ver, oír, sentir, pensar— para que un hombre deseara morir.

El sol se pone y nos vamos a dormir. El sol se levanta y nos despertamos. Nos despertamos y, de forma muy fugaz, ciegamente, disfrutamos de la fantasía de empezar de nuevo. Luego, sin falta, la realidad reafirma su presencia.

Esa mañana, de pie, junto a la ventana de la cocina, con su café, contemplando el césped ralo, la realidad se reafirmó en forma de una figura oscura a lomos de una motocicleta negra, inmóvil, detenida entre el estanque y las vigas quemadas del granero.

Gurney dejó su taza, se puso una chaqueta y un par de botas bajas, y salió. La figura de la motocicleta no se movió. El aire olía más a invierno que a primavera. Cinco días después del incendio, todavía conservaba un atisbo de cenizas.

Empezó a caminar poco a poco por el sendero del prado. El motorista puso en marcha su máquina, una gran moto de motocrós, llena de barro. Empezó a subir erráticamente por el sendero desde el extremo inferior, a la misma velocidad que los pasos de Gurney. Se encontraron en un punto intermedio. Hasta que no se subió la visera del casco, no reconoció los ojos intensos de Max Clinter.

—Debería haberme avisado de que venía —dijo Gurney con tranquilidad—. Tengo una reunión esta mañana. Podría no haberme encontrado.

—No sabía que iba a venir hasta que ya estaba de camino —respondió Clinter, nervioso—. Hay un montón de cosas en mi lista y es difícil decidir el orden. El orden que uno debe seguir es la clave. ¿Se da cuenta de que las cosas están llegando a un punto crítico? —El motor seguía en marcha.

—Creo que el Buen Pastor ha vuelto, o que alguien quiere que pensemos eso.

—Oh, ha vuelto. Lo siento en los huesos, los huesos que se rompieron hace diez años. El muy cabrón ha vuelto, sin duda.

—¿Qué puedo hacer por usted, Max?

—He venido a hacerle una pregunta. —Sus ojos centellearon.

—Si me hubiera dejado un número cuando llamó, le habría telefoneado.

—Al no responder, me lo tomé como una señal.

—¿Una señal de qué?

—De que siempre es mejor formular una pregunta cara a cara. Es mejor ver los ojos de un hombre que solo oír su voz. Así pues, esta es mi pregunta: ¿qué lugar ocupa en toda esta mierda de RAM?

—¿Cómo?

—El mundo está lleno de maldad, señor Gurney. El mal y su espejo. El asesinato y los medios. Necesito saber de qué lado está.

—¿Me está preguntando qué pienso respecto a cómo se ha tratado el caos en los medios? ¿Cómo se siente usted con eso?

Una risa áspera estalló en la garganta de Clinter.

—Es un drama para idiotas orquestado por gusanos. ¡Exageración, basura y mentiras! Eso es la cobertura informativa, señor Gurney. La glorificación de la ignorancia. Todo preparado para sacarle un provecho. La venta de ira y resentimiento como una mera fórmula para entretener. RAM News es lo peor. ¡Escupe bilis y mierda para que los cerdos se beneficien!

Una saliva blanca se había acumulado en las comisuras de la boca de Clinter.

—Parece que la ira puede con usted, señor Clinter —dijo Gurney con la placidez que siempre exhibía ante personas que perdían los nervios.

—¿Ira? ¡Oh, sí! Podría incluso decir que me consume. Pero yo no la vendo. No soy un bocazas que la vende en RAM News. Mi ira no está en venta.

El motor de la moto aún estaba al ralentí, un poco más ruidoso ahora. Clinter hizo rugir el motor.

—Así que usted no vende su ira —dijo Gurney cuando el rugido remitió—, pero ¿qué es usted, Max? No lo entiendo.

—Soy lo que ese cabrón hizo de mí. Soy la ira de Dios.

—¿Dónde está el Humvee?

—Es gracioso que lo pregunte.

—¿Alguna posibilidad de que estuviera cerca del lago Cayuga anteayer?

Clinter se lo quedó mirando fijamente un buen rato.

—Hay una posibilidad, sí.

—¿Le importa que le pregunte por qué?

Otra mirada apreciativa.

—Estuve allí por una invitación especial.

—¿Perdón?

—Su movimiento de apertura.

—No lo sigo.

—Recibí un mensaje de texto del Pastor, una invitación a reunirme con él en la carretera para terminar lo que quedó inacabado. Creer en sus palabras fue una estupidez. No apareció. A la mañana siguiente entendí por qué. El asesinato de Blum. Me tendió una trampa, ¿no se da cuenta? Me tuvo conduciendo junto a su casa, adelante y atrás, lleno de sed de venganza. Sabía que yo aparecería. Bien jugado. Un punto para él. El siguiente será para mí.

—Supongo que la fuente del mensaje no se puede localizar.

—No vale la pena, un teléfono móvil de prepago. Pero, dígame, ¿cómo sabía que estuve en el lago?

—Entrevistas puerta a puerta al día siguiente del asesinato. Al parecer, un par de personas recordaban el vehículo. Se lo dijeron a la policía, que me lo dijo a mí.

Los ojos de Clinter destellaron.

—¿Lo ve? ¡Una puta trampa, nada más!

—¿Así que decidió salir de su casa y esconder el Humvee?

—Hasta que lo necesite. —Se humedeció los labios y se limpió la boca con el dorso de la mano—. No sé cómo de profunda es la trampa que me tendió. Si me detuvieran para interrogarme o me retuvieran como sospechoso, no podría enfrentarme al enemigo. ¿Lo entiende?

—Supongo.

—Así pues, ¿de qué lado está?

—Estoy donde estoy, Max. En realidad, solo estoy de mi lado.

—Eso me parece bien.

De nuevo hizo rugir el motor; el estruendo duró al menos cinco segundos. Rebuscó en un bolsillo interior de su chaqueta de cuero y sacó lo que parecía una tarjeta de visita. No tenía ningún nombre ni dirección, pero sí un número de teléfono. Se la dio a Gurney.

—Mi móvil. Siempre lo llevo. Si cree que necesito saber algo… Los secretos provocan conflictos, espero que podamos evitarlos.

Gurney se guardó la tarjeta en el bolsillo.

—Una pregunta antes de que se vaya, Max. Creo que ha estudiado mucho mejor que nadie las vidas de las víctimas, y me gustaría saber qué idea tiene de todo esto.

—¿Qué quiere decir?

—Cuando piensa en las víctimas o en sus familias, ¿hay algo raro que aflore a la superficie, algo que podría conectarlos a todos?

Clinter se quedó pensativo, luego recitó los nombres en una especie de rápida letanía rítmica: —Villani, Rotker, Sterne, Stone, Brewster, Blum. —Frunció el ceño—. Muchas cosas extrañas. Las conexiones son escurridizas. Pasé semanas, años, navegando por Internet. Seguí los nombres en artículos de noticias, que aportaron más nombres, organizaciones, empresas, adelante y atrás, una cosa conducía a otras diez. Bruno Villani y Harold Blum fueron al mismo instituto en Queens, en años diferentes. El hijo de Ian Sterne tenía una novia que fue una de las víctimas del Estrangulador de las Montañas Blancas. Era alumno de último año en Dartmouth al mismo tiempo que Jimi Brewster era estudiante de primer año allí mismo. Sharon Stone podría haberle enseñado alguna vez una casa a Roberta Rotker, cuyos rottweilers procedían de un criadero de perros de Williamstown, a tres kilómetros de la finca del doctor Brewster. Podría continuar, pero … ¿me entiende? Son conexiones poco claras.

Una ráfaga de viento barrió el prado y dobló las hierbas rígidas y secas.

Gurney se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta.

—¿Nunca descubrió un hilo que los conectara a todos?

—Nada, salvo los putos coches. Por supuesto, era el único que investigaba. Sé que mis colegas estaban pensando: los coches son la conexión obvia, ¿por qué buscar una segunda conexión?

—Pero cree que existe, ¿no?

—No es que lo crea, es que estoy seguro. Un plan más grande que nadie ha entendido, pero ahora ya estamos mucho más allá de eso.

—¿Más allá?

—El Buen Pastor está en movimiento. Me ha tendido una trampa para acabar conmigo. Todo llega a un punto crítico. Se acabó pensar, sopesar y hacer cábalas. La hora de pensar ha quedado atrás. Es hora del combate. Hora de irse. Se está acabando el tiempo.

—Una última pregunta, Max: ¿le dice algo la frase «Deja en paz al diablo»?

—Nada. —Abrió desmesuradamente los ojos—. Aunque es una expresión siniestra, ¿no? ¿Dónde la ha oído?

—En un sótano oscuro.

Clinter miró a Gurney un buen rato. Se ajustó el casco negro, aceleró el motor, ofreció un breve saludo militar, dio un rápido giro de ciento ochenta grados y bajó por la colina.

Cuando moto y motorista se perdieron de vista, Gurney volvió a subir a la casa, cavilando sobre los extraños vínculos que Clinter había encontrado entre las familias. Le recordó la teoría de los seis grados de separación, según la cual las vidas de diversas personas aparentemente sin conexión se pueden cruzar un número considerable de veces.

De nuevo en la cocina, Gurney se sirvió otra taza de café. Madeleine entró en la casa por el lavadero y preguntó con voz suave: —¿Un amigo?

—Era Max Clinter. —Empezó a contarle lo que le había dicho, pero, de repente, se fijó en la hora—. Lo siento, es más tarde de lo que pensaba. He de estar en Sasparilla a las diez menos cuarto.

—Y yo voy al cuarto de baño.

Unos minutos después, Gurney le dio una voz a su mujer para decirle que se marchaba. Ella le gritó que tuviera cuidado.

—Te quiero —dijo él.

—Te quiero —contestó ella.

Al cabo de cinco minutos, cuando había bajado un par de kilómetros por el camino de montaña, vio una furgoneta de correo urgente que subía. Solo había otras dos casas entre ese punto y la suya, ambas ocupadas sobre todo los fines de semana, lo que significaba que, probablemente, el envío era para él o para Madeleine. Se detuvo y saludó al bajar del coche.

El conductor de la furgoneta reconoció a Gurney y se detuvo. Sacó un sobre urgente de la parte de atrás del camión y se lo entregó. Después del intercambio de unas pocas palabras de lamento por una primavera demasiado gélida, el conductor se metió en la furgoneta y Gurney abrió el sobre, que estaba dirigido a él.

Dentro del sobre exterior había otro liso, que también abrió. Una única hoja de papel. La leyó: La codicia se extiende en una familia como la sangre séptica en el agua de la bañera. Infecta todo lo que toca. Por consiguiente, las mujeres y los hijos que presentáis como objetos de pesar y compasión también deben ser destruidos. Los hijos de la codicia son malvados, y malvados son aquellos a los que abrazan. Así pues, ellos también deben ser destruidos. Todos aquellos a los que presentáis para que los necios del mundo los consuelen, todos deben ser destruidos, todos los relacionados por sangre o por matrimonio con los hijos de la codicia.

Consumir el producto de la codicia es consumir su mácula. El fruto deja su marca. Los beneficiarios de la codicia son portadores del pecado de la codicia y han de recibir su castigo. Morirán en el foco de tu alabanza. Tu alabanza será su perdición. Tu lástima es un veneno. Tu compasión los condena a muerte.

¿No puedes ver la verdad? ¿Tan grande es tu ceguera?

El mundo se ha vuelto loco. La codicia se disfraza de ambición loable. La riqueza finge ser prueba de talento y valor. Los canales de comunicación han caído en manos de monstruos. Se exalta lo peor de lo peor.

Con los demonios en los púlpitos y los ángeles olvidados, corresponde al honrado castigar aquello que la locura del mundo recompensa.

Estas son las verdaderas y últimas palabras del Buen Pastor.