31. El regreso del Buen Pastor

A las siete y media, cuando Gurney se despertó, estaba lloviendo. Era la clase de lluvia ligera pero constante que podía prolongarse durante horas.

Como de costumbre, las dos ventanas estaban abiertas unos centímetros. El aire del dormitorio era frío y húmedo. Oficialmente el sol había salido hacía casi una hora; sin embargo, recostado en su almohada pudo ver un cielo gris poco prometedor, como una losa mojada.

Madeleine se había levantado antes que él. David se estiró y se frotó los ojos. No tenía ganas de volverse a dormir. En su último sueño, agitado, había visto un paraguas negro. Cuando el paraguas se abrió, aparentemente por voluntad propia, su tela desplegada se convirtió en las alas de un murciélago enorme. La silueta de murciélago se transformó en un buitre negro, y el mango curvado del paraguas se afiló en un pico ganchudo. Y entonces, a través de la lógica sensorial exótica y sin restricciones de los sueños, el buitre se transformó en el viento frío que entraba por la ventana abierta; era su desagradable caricia la que le había despertado.

Se levantó para alejarse de aquel sueño. Se dio una ducha de agua caliente para despejar su mente. Se afeitó, se cepilló los dientes, se vistió y se fue a la cocina para tomarse un café.

—Llama a Jack Hardwick —dijo Madeleine ante el hornillo de la cocina, sin levantar la mirada, mientras añadía más pasas a algo que cocía a fuego lento en una olla pequeña.

—¿Por qué?

—Porque ha llamado hace un cuarto de hora y quería hablar contigo.

—¿Dijo qué quería?

—Dijo que tenía una pregunta sobre tu mensaje de correo.

—Hum. —Se acercó a la cafetera y se sirvió una taza—. He soñado con el paraguas negro.

—Parecía muy ansioso por hablar contigo.

—Lo llamaré, pero cuéntame cómo terminaba la película.

Madeleine vació la olla en su bol, que llevó a la mesa del desayuno.

—No lo recuerdo.

—Describiste esa escena con gran detalle: el tipo, los francotiradores que lo seguían, cómo entró en la iglesia y, más tarde, cuando salió y no podían saber quién era, porque todos los que salían de la iglesia iban vestidos de negro y llevaban un paraguas del mismo color. ¿Qué pasa después?

—Supongo que escapa. Los francotiradores no podían dispararles a todos.

—Hum.

—¿Qué pasa?

—Supón que dispararan a todos.

—No lo hicieron.

—Pero supón que sí. Supón que dispararan a todos porque esa era la única forma de asegurarse de que eliminaban al que perseguían. Y supón que luego llegó la policía y se encontró con todos esos cadáveres en la calle. ¿Qué habrían pensado?

—¿Qué habría pensado la policía? No tengo ni idea. Quizá que algún maniaco quería matar a los feligreses.

Gurney asintió.

—Exactamente, sobre todo si ese mismo día reciben una carta de alguien que afirma que las personas religiosas son la escoria de este mundo y que planea matarlas a todas.

—Pero… espera un momento. —Madeleine parecía incrédula—. ¿Estás sugiriendo que el Buen Pastor mató a todas esas personas porque no sabía cuál era su objetivo real? ¿Y que siguió matando a gente que conducía determinada clase de coche hasta que estuvo seguro de que había acabado con la persona a la que buscaba?

—No lo sé, pero pretendo descubrirlo.

Ella negó con la cabeza.

—Es solo que no veo cómo… —La interrumpió el sonido del teléfono fijo que había sobre la encimera, al lado de la nevera—. Será mejor que lo cojas. Ya sabes quién es.

Lo cogió. Era él.

—¿Aún no has salido de la puta ducha?

—Buenos días, Jack.

—He recibido tu mensaje: tu premisa junto con una lista de preguntas.

—¿Y?

—¿Estás diciendo que hay una contradicción evidente, en cuanto al estilo, entre las palabras del manifiesto y el modo de obrar del asesino?

—Podría decirse así.

—Estás diciendo que el modus operandi del asesino prueba que es demasiado práctico, demasiado tranquilo, calmado y contenido como para que las ideas del manifiesto sean suyas. ¿Lo ha entendido bien mi pequeño cerebro?

—Lo que estoy diciendo es que hay cierta desconexión.

—De acuerdo. Es interesante. Pero eso crea un problema mayor que el que resuelve.

—¿Por qué?

—Estás diciendo que la razón por la que se cometieron esos crímenes es distinta de la que se dice en el manifiesto.

—Sí.

—Entonces se eligió a las víctimas por otra razón, no porque exhibieran determinados artículos de lujo, no porque fueran unos cabrones codiciosos que merecían morir.

—Sí.

—Así pues, ¿este genio superpragmático y supertranquilo tenía una razón oculta para matar a esa gente?

—Sí.

—¿Te das cuenta del problema?

—Cuéntamelo.

—Si el asesino eligió a cada una de las víctimas no porque condujeran un Mercedes de cien mil dólares, sino por otra razón, entonces hemos de creer que el hecho de que condujeran un Mercedes de cien mil dólares era irrelevante. Una puta coincidencia. ¿Alguna vez has encontrado algo parecido a eso, Davey? Sería como descubrir que todas las víctimas de Bernie Madoff casualmente tenían un duende tatuado en el culo. ¿Me entiendes?

—Sí, Jack. ¿Alguna cosa más que te moleste del mail?

—De hecho, sí, otra de tus preguntas. En realidad son tres preguntas, pero todas giran en torno a la misma cuestión. ¿Eran todos los crímenes igual de importantes? ¿Era importante la secuencia? ¿Alguno de ellos necesitaba de otro? En fin, ¿vas a decirme qué te ha llevado a plantearte tales cuestiones?

—A veces lo que me llama la atención es lo que no está. Y en este caso, gracias a la hipótesis que se ha seguido, faltan un montón de cosas. Hay muchas vías sin explorar, muchas preguntas sin responder. Desde un principio se partió de la idea de que los asesinatos entroncaban con una suerte de declaración filosófica, el manifiesto. En cuanto se aceptó tal premisa, a nadie le dio por verlos como hechos aislados que podrían tener propósitos diferentes. Sin embargo, es posible que no todos los asesinatos fueran igual de importantes. Además, no cabe descartar la posibilidad de que no todos se cometieran por la misma razón. ¿Me sigues, Jack?

—No lo sé. ¿Tienes algo concreto?

—¿Alguna vez has visto una película llamada El hombre del paraguas negro?

Ni siquiera había oído hablar de ella. Gurney le contó la historia. Terminó con lo que le había contado Madeleine en relación con los francotiradores.

Después de un largo silencio, Hardwick fue un poco más allá de lo que había ido su mujer.

—¿Me estás diciendo que los cinco primeros casos fueron errores y que el asesino, por fin, tuvo suerte con el sexto? Ayúdame a entenderlo. Quiero decir, si era un profesional contratado, como los tipos de tu película, ¿qué indicación le dieron? ¿Solo que el objetivo conducía un Mercedes de gama alta? Así pues, se supone que tenía que ir conduciendo por la noche, disparar por las ventanas de los Mercedes con la pistola más grande del planeta… y a ver a quién se cargaba. Cuesta de creer.

—A mí también, pero, ¿sabes?, empiezo a sentir que podría estar en el estadio correcto, aunque no estoy seguro de a qué estamos jugando.

—¿No estás seguro? ¿Qué tal si dices que no tienes ni una puta pista?

—Tienes que ser más positivo.

—¿Alguna píldora más de sabiduría, Sherlock, antes de que vomite?

—Solo una cosa. El agente especial Trout está obsesionado con que yo pudiera poseer cierta información privilegiada a la cual no debería tener acceso. Ten cuidado, Jack.

—A tomar por el culo Trout. ¿Hay algún otro secreto que te interese?

—Ya que lo preguntas, ¿algún progreso sobre Emilio Corazon?

—Todavía no. Sorprendentemente, parece haberse evaporado de la faz de la Tierra.

A las 8.45, Madeleine se marchó a la clínica donde trabajaba a tiempo parcial. Todavía estaba lloviendo.

Gurney fue a su ordenador, sacó una copia de su mensaje de correo a Hardwick y repasó la lista de preguntas que incluía. Se detuvo en la que decía: «¿Por qué los asesinatos se cometieron cuando se cometieron, en la primavera del año 2000?». Cuanto más seguro estaba de que los asesinatos eran esencialmente pragmáticos, más significativo se hacía el momento en el que habían sucedido.

Los asesinatos que hunden su raíz en una misión podían adoptar dos formas. Una era el enfoque del Big Bang, donde el asesino camina entre la niebla de múltiples objetivos en la oficina de correos o en la mezquita, y empieza a disparar, sin ningún plan de escape. En el noventa y nueve por ciento de aquellos casos, esos hombres (y siempre son hombres) terminan disparándose ellos mismos cuando no queda nadie más a quien disparar. Luego estaba el otro tipo de asesino, que babea su bilis durante diez o veinte años. Los tipos a los que les gusta volarle la cabeza o la mano a alguien con una carta bomba cada cierto tiempo, uno o dos años, pero que no desean suicidarse.

Los asesinatos del Buen Pastor no parecían encajar en ninguna de esas categorías. Había una frialdad palpable, una ausencia de emoción, una planificación y una ejecución impecables.

De repente, a eso de las nueve y cuarto, sonó el teléfono. Una vez más era Hardwick, pero su tono era más apesadumbrado que antes.

—Sea lo que sea a lo que se está jugando en ese puto estadio se acaba de poner todo más chungo. Ruthie Blum ha aparecido muerta.

Gurney pensó de inmediato que le habrían disparado en la cabeza, como, diez años atrás, a su marido. Sintió náuseas al imaginarse el alegre peinado de yorkshire convertido en una masa de sangre y sesos.

—Oh, Dios, no. ¿Dónde? ¿Cómo?

—En su casa. Picahielos en el corazón.

—¿Qué?

—¿Te sorprende o es que te estás quedando sordo?

—¿Con un picahielos?

—Una sola herida, trayectoria hacia arriba desde el esternón.

—Cielo santo. ¿Cuándo?

—Anoche, poco después de las once.

—¿Cómo lo saben?

—Publicó un mensaje en Facebook a las 22.58. Encontraron el cadáver a las 3.40 de la madrugada.

—¿La misma casa donde vivía hace diez años cuando…?

—Exacto. La misma casa. También la misma casa donde la pequeña Kimmy la entrevistó para RAM TV.

La mente de Gurney trabajaba a toda velocidad.

—¿Quién la encontró?

—Agentes de la comisaría de Auburn en la Zona E. Una larga historia. Una amiga de Ruth, de Ithaca, leyó su mensaje de Facebook. Le resultó inquietante. Le preguntó si estaba bien. No recibió respuesta. Le envió un mensaje de correo electrónico, tampoco recibió respuesta. Empezó a llamarla por teléfono, pero nada, solo el buzón de voz. Así que le entró pánico. Llamó a la policía local. Pasaron la llamada a la oficina del sheriff y, finalmente, el aviso llegó a Auburn, que contactó con un coche patrulla cercano. La policía fue a la casa. Todo parecía en calma, ningún problema, ninguna señal de que alguien hubiera entrado en la casa, ningún…

—Espera un segundo. ¿Sabes qué decía el mensaje de Ruth Blum?

—Te lo acabo de enviar por mail.

—¿Cómo lo has conseguido?

—Andy Clegg.

—¿Quién demonios es Andy Clegg?

—Un joven de la Zona E. ¿No lo recuerdas?

—¿Debería?

—Del caso Piggert.

—Ah, sí, me suena, pero no logro ponerle cara.

—Su primera misión (de hecho, el primer encargo que le tocó en su primer día en el departamento) fue responder a mi llamada, cuando descubrí mi mitad del cadáver de la señora Piggert. Al parecer, fue la primera oportunidad que tuvo Andy para vomitar. Y la aprovechó bien.

El infausto caso de asesinato e incesto de Peter Piggert fue el inicio de una relación tensa pero productiva entre Hardwick y Gurney. Entonces él estaba en el Departamento de Policía de la ciudad de Nueva York; Hardwick, en la Policía del Estado de Nueva York. En el curso de la investigación del caso Piggert, un elemento de azar los unió. A casi doscientos kilómetros de distancia, el mismo día, ambos descubrieron sendas mitades del mismo cadáver.

—El joven Andy Clegg participó en una reunión conjunta con nosotros dos después de que trincaras al señor Piggert, que lo mismo se follaba a su madre que la mataba. Andy quedó impresionado con tu talento y, en menor medida, con el mío. Mantuvimos el contacto.

—Y todo esto se resume en…

—Después de que esta mañana llegara a través del CJIS la información del homicidio, he llamado al detective Clegg y he conseguido la historia completa. He pensado que era ahora o nunca. En cuanto Trout se entere de esto y descubra lo que implica, se pondrá manos a la obra, declarará que el homicidio forma parte de la investigación del Buen Pastor y cerrará la puerta.

—Lo que me devuelve a mi pregunta: ¿qué dijo Ruth…?

—Mira el correo.

—Sí.

Gurney dejó el teléfono y abrió su correo:

Publicado por Ruth J. Blum:

¡Qué día! He pasado mucho tiempo preguntándome cómo sería el primer episodio de Los huérfanos del crimen. No he dejado de tratar de recordar las cosas que Kim me preguntó cuando vino aquí. Y mis respuestas. No podía recordarlas todas. Confiaba en haber podido expresar lo que sentía. Creo, como dice Kim, que la televisión a veces se equivoca. Presta demasiada atención a cosas sensacionalistas y no a lo que de verdad importa. Esperaba que Los huérfanos del crimen fuera diferente, porque Kim parecía diferente. Pero ahora no lo sé. Me he quedado un poco decepcionada. Creo que han cortado una parte muy extensa de nuestra entrevista para dejar sitio a sus «expertos», a los anuncios y a todo lo demás. Mañana llamaré a Kim para preguntarle.

Lo siento. Ahora he de parar. Alguien ha aparcado en mi sendero. Caramba, son casi las once. ¿Quién será? Uno de esos coches grandes de estilo militar. Luego sigo.

Gurney lo leyó otra vez antes de volver a coger el teléfono.

—¿Sigues ahí, Jack?

—Sí. Así que su amiga de Ithaca va a su correo electrónico, en torno a la medianoche, descubre que tiene un aviso de Facebook, hace clic y encuentra el mensaje que ha enviado Ruth a las 22.58, aparentemente antes de que bajara la escalera para ver quién venía a verla en ese trasto de aspecto militar. ¿Crees que podría ser un Hummer?

—Podría ser. —Gurney imaginó el Hummer de Max Clinter, preparado para el combate y pintado de camuflaje.

—Bueno, si no era un Hummer, ¿qué coño era? En todo caso, la amiga hace todos los esfuerzos posibles para contactar con Ruth. Finalmente llega una patrulla, comprueba el exterior de la casa y decide que todo está en orden. Está a punto de marcharse cuando aparece en su coche la amiga ansiosa, después de conducir cuarenta kilómetros desde Ithaca, e insiste en que entren en la casa. La mujer teme que haya ocurrido algo malo. Les dice que si ellos no entran en la casa, lo hará ella. Se monta una buena. El agente en cuestión casi la detiene. Luego viene otro policía, mayor y más sensato, y pone paz. Empiezan a echar un vistazo por el exterior de la casa. Por fin encuentran una ventana abierta: otra vez empiezan a discutir. Entonces los agentes entran y encuentran el cadáver de Ruth Blum.

—¿Dónde?

—En el recibidor, justo al otro lado de la puerta. Como si hubiera abierto la puerta y zas.

—¿El forense está seguro de que la mataron con un picahielos?

—No había mucha duda. Según Clegg, todavía lo tenía clavado.

—¿Crees que podría conseguir que me dejara entrar en la casa? Supongo que no…

—Ni hablar. Está sellada con un kilómetro de cinta amarilla. Además, la vigilan unos tipos que te ven como alguien que les trae problemas. Su trabajo es mantener la escena inmaculada hasta que lleguen los técnicos de pruebas y el equipo del DIC se lo entregue todo al FBI. No van a jugarse el cuello por dejar pasar a un listillo de poli retirado.

Gurney necesitaba verlo todo por sí mismo. Que te describieran la escena servía para bien poco: el noventa por ciento de la información que podías extraer se perdía. Sin embargo, sospechaba que Hardwick tenía razón. No se le ocurría razón alguna para que pudiera convencer al DIC, y mucho menos al FBI, para que le dejaran pasar. Y eso le hizo plantearse otra vez qué tenía de positivo todo eso para Hardwick. Cada vez que él pasaba información de un archivo confidencial o una fuente interna, se estaba poniendo en peligro. Y lo hacía mucho.

¿Le interesaba tanto la verdad que no le importaba dejar de lado las reglas, aun a riesgo de comprometer su propia carrera? ¿Le impulsaba un deseo obsesivo de avergonzar al poderoso? ¿O el riesgo en sí, el vértigo de estar al borde del precipicio, lo atraía con la misma intensidad con la que repelía a hombres más cuerdos? Hacía tiempo que se planteaba todo eso sobre su amigo. Supuso, una vez más, que un «sí» podía responder a todas esas preguntas.

—Así pues, Davey… —La voz de Hardwick lo sacó de su ensimismamiento—. La trama se complica. ¿O quizá lo deja todo más claro para ti?

—No lo sé, Jack. Un poco de cada cosa. Depende de lo que ocurra a continuación. Entre tanto, ¿eso es todo lo que te ha contado Clegg?

—Casi todo. —Hardwick vaciló. Aquel gusto suyo por las pausas teatrales lo irritaba, pero conseguía tolerarlas por lo que solía venir a continuación—. ¿Recuerdas los animalitos de plástico que dejaba el Buen Pastor en las escenas del crimen?

—Sí. —Esa misma mañana había estado preguntándose qué propósito tenían.

—Bueno, encontraron un animalito de plástico en la escena, sobre los labios de Ruth Blum.

—¿Sobre sus labios?

—Eso es.

—¿Qué clase de animal?

—Clegg cree que era un león.

—¿El león no era el primer animal que se encontró en la serie de seis asesinatos de hace diez años?

—Buena memoria, campeón. Así pues, ¿podemos esperar encontrarnos con cinco más?

Gurney no tenía respuesta para eso.

Después de colgar, llamó a Kim. Se preguntó si todavía estaría en el apartamento de Kyle, si estarían juntos en la cama, si tendrían planes, si sabían…

Una vez más el buzón de voz. Dejó un mensaje directo.

—Hola, no sé si ya está en las noticias, pero Ruth Blum está muerta. La asesinaron anoche en su casa de Aurora. Es posible que el Buen Pastor haya vuelto, o alguien quiere hacernos creer tal cosa. Llámame lo antes posible.

Probó con el número de Kyle, pero también conectó con el buzón de voz. Le dejó el mismo mensaje.

Se quedó de pie mirando por la ventana del estudio encarada al norte, hacia la colina gris y mojada. Había parado de llover, pero los aleros continuaban goteando. Lo que le había dicho Hardwick, en lugar de organizar sus ideas, le hacía sentir aún un poco más confundido. Demasiados fragmentos, demasiadas piezas sueltas. Era imposible ver el camino entre aquel laberinto. Para dar un paso adelante, uno tenía que saber dónde estaba. Le invadió una sensación mareante de que se estaba quedando sin tiempo, de que el final de la partida se acercaba deprisa, y no tenía ni idea de lo que eso podría significar.

Debía hacer algo.

A falta de una idea mejor, cogió el coche y partió hacia Aurora.

Dos horas más tarde circulaba por la carretera estatal que recorría la orilla del lago Cayuga. Su GPS indicaba que estaba a solo cinco kilómetros del domicilio de Ruth Blum. A su izquierda se veían el lago y las casas de la orilla, a través de una hilera de árboles sin hojas. A su derecha, separada de la carretera por una profunda zanja de desagüe, una mezcla bucólica de praderas y matorrales se inclinaba gradualmente hacia un horizonte elevado de campos de maíz marchitos. Al otro lado del lago, entre una serie de casas viejas bien conservadas vio una gasolinera, una clínica veterinaria y un taller de coches con media docena de vehículos en diversas fases de reparación.

No muy lejos del taller, tomó una larga curva. Entonces, ante sí, en el lado izquierdo de la carretera, vio las primeras señales de que allí había pasado algo grave, empezando por una serie de vehículos de policía locales, del condado y del estado. Además vio cuatro furgonetas: dos de ellas, con unas antenas de satélite encima, pertenecían a sendos medios de comunicación regionales; otra, con el emblema de la Policía del Estado de Nueva York, supuso que contendría el material del equipo de pruebas; y otra sin marcar debía de ser la del fotógrafo del forense. Supuso que alguien de la oficina del forense ya se había llevado el cuerpo de la víctima, pues no vio ningún vehículo del depósito de cadáveres.

Al acercarse, vio a seis agentes uniformados con diversas insignias jurisdiccionales, a una mujer y a un hombre vestidos con el atuendo clásico de los detectives, a un especialista que buscaba pruebas (vestido con un mono blanco de Tyvek y los preceptivos guantes de látex) y a una periodista de televisión que iba a la moda y a la que acompañaban dos técnicos que lucían cola de caballo.

En medio de la carretera, un agente uniformado hacía ostentosos gestos a cualquier coche que circulara demasiado lento. Cuando Gurney llegó a la altura del agente, vio que habían rodeado toda la propiedad, desde el borde del lago al límite de la carretera, con una cinta en la que se podía leer POLICĺA, NO PASAR. Metió la mano en la guantera y sacó una cartera de piel. La abrió y mostró la placa dorada de detective del Departamento de Policía de Nueva York. En la parte inferior, en letras pequeñas, ponía: «Retirado».

Antes de que el agente con cara de pocos amigos la examinara más a conciencia, Gurney la arrojó otra vez a la guantera y preguntó si el investigador jefe Jack Hardwick estaba en la escena.

El agente llevaba la gorra inclinada hacia delante; la visera le hacía sombra en los ojos.

—¿Hardwick, DIC?

—Exacto.

—¿Hay alguna razón para que esté aquí?

Gurney suspiró, fingiendo estar cansado.

—Estoy trabajando en una investigación que podría implicar a Ruth Blum. Hardwick está al corriente.

El agente pareció no entender nada.

—¿Cómo se llama?

—Dave Gurney.

El hombre le lanzó una mirada típica de policía: una mezcla de superficial amabilidad y desconfianza instintiva.

—Aparque ahí. —Señaló un espacio en el arcén, entre la furgoneta de pruebas y uno de los vehículos de televisión—. Quédese en su coche —dijo con brusquedad.

El agente se acercó al sendero de entrada, donde había tres personas enfrascadas en una discusión. Habló con una mujer de complexión robusta y cabello castaño corto, vestida con chaqueta azul marino y pantalones a juego. El hombre de cabello gris que tenía a su derecha vestía un mono blanco. El más joven, a su izquierda, llevaba una camisa blanca, un traje oscuro y una corbata del mismo tono: el uniforme estándar compartido de detectives, directores de funerarias y mormones. Sus hombros, muy musculosos, el cuello ancho y el corte de pelo dejaban claro a cual de esos grupos pertenecía.

Los tres miraron a Gurney al mismo tiempo. El joven detective empezó a sonreír y a hablar rápidamente con la mujer mientras hacía un gesto en dirección a Gurney.

Aquella sonrisa hizo que una luz se encendiera en su mente, y casi trajo consigo un nombre, casi.

—¡Detective! —dijo la mujer, levantando la mano para captar su atención—. Detective Gurney.

Dave salió del coche. Al hacerlo, lo recibió el sonoro zumbido de un helicóptero. Levantó la mirada y a través de las copas de los árboles atisbó el aparato, que se movía en círculos lentos. Las gigantes letras blancas de RAM pintadas en la parte inferior de la cabina provocaron que, instintivamente, torciera el gesto.

—La teniente Bullard quiere hablar con usted. —El agente se había acercado a Gurney y estaba levantando la cinta policial para dejarle entrar en la zona cerrada. Parecía más una orden que otra cosa.

Gurney se agachó para pasar por debajo de la cinta. Al hacerlo, se fijó en un depósito de tierra de la calzada que se había acumulado en una larga grieta que separaba el sendero asfaltado del terreno más rugoso de la carretera. Se detuvo para fijarse mejor. El agente dejó caer la cinta sobre él y regresó a sus deberes con el tráfico.

Gurney se enderezó. El tipo del traje oscuro que había visto antes y que le resultaba familiar caminaba hacia él.

—Señor, tal vez no me recuerda. Soy Andrew Clegg. Nos conocimos durante su investigación de…

Gurney lo interrumpió con tono amable.

—Le recuerdo, Andy. Parece que lo han ascendido.

Otra vez la sonrisa lo convirtió en un adolescente.

—El mes pasado llegué por fin al DIC. Usted fue una de mis fuentes de inspiración.

El chico siguió hablando y acompañó a Gurney hacia donde estaba la mujer corpulenta. Seguía conversando con el técnico del mono blanco.

—Si quieres meter la alfombra en una bolsa y llevártela, también está bien. Depende de ti. —Se volvió hacia Gurney. Su expresión era precavida y agradablemente profesional—. Andy me ha dicho que usted y Jack Hardwick trabajaron juntos en el caso Piggert. ¿Es así?

—Es así.

—Enhorabuena. Gran victoria para los buenos.

—Gracias.

—Su caso de Satanic Santa fue aún más grande —dijo Clegg.

—¿Satanic…? —En esta ocasión fue la expresión de Bullard la que dejó entrever que el nombre le traía ciertos recuerdos—. ¿Era ese psicópata que cortaba a la gente en pedazos y los enviaba a los policías locales?

—¡En papel de regalo! Como un regalito de Navidad —soltó Clegg, que parecía sentir más emoción que horror.

Bullard miró a Gurney con asombro.

—¿Y usted…?

—Ya sabe, estaba en el lugar adecuado en el momento oportuno.

—Es extraordinario. —Le tendió la mano—. Soy la teniente Bullard. Y usted obviamente es una persona que no requiere más presentación. ¿A qué debemos el placer?

—A Ruth Blum.

—¿Y eso?

—¿Vio el programa que anoche emitió RAM?

—Me han hablado de él. ¿Por qué lo pregunta?

—Podría ayudarle a comprender lo que ha ocurrido aquí.

—¿Cómo?

—El programa era el primero de una serie que trata de las secuelas de los seis asesinatos cometidos por el Buen Pastor en el año 2000. Lo que tenemos ahora entre manos es, casi con total certeza, el séptimo asesinato del Buen Pastor. Y podría haber más.

El gesto cordial de Bullard había dado paso a cierta frialdad.

—¿Qué está haciendo aquí exactamente?

—Creo que, desde el primer día, el FBI entendió al revés el caso del Buen Pastor. Y tal vez lo que ha ocurrido aquí sea una prueba de ello.

La expresión de Bullard era difícil de interpretar.

—¿Les ha dicho lo que piensa?

Gurney ofreció una sonrisa fugaz.

—No les sentó muy bien.

Ella negó con la cabeza.

—No estoy entendiendo lo que me está diciendo. No sé a cuenta de quién ni bajo qué autoridad ha venido aquí. —Miró a Clegg, quien cambió con dificultad el peso del cuerpo de un pie al otro—. Andy me ha dicho que estaba retirado. Estamos en las primeras horas de una investigación de asesinato, sabe que son cruciales. A menos que arroje luz sobre su presencia aquí, tendrá que marcharse. Espero no parecer grosera, pero debo ser clara.

—Entiendo. —Gurney respiró hondo—. La mujer que entrevistó a Ruth Blum me contrató como asesor. He estado echando un vistazo a todo lo relacionado con el Buen Pastor. Creo que hay un defecto fundamental en cómo se ha abordado este caso. Espero que en la investigación de este asesinato no se meta la pata, como en los primeros seis. Pero, por desgracia, siempre parece haber algún problema.

—¿Perdón?

—No aparcó en el sendero.

—¿De qué está hablando?

—El hombre que mató a Ruth Blum no aparcó en este sendero. Si cree que lo hizo, nunca comprenderá lo que ocurrió.

Bullard le echó una rápida mirada a Clegg, quizá para averiguar si sabía de qué estaba hablando, pero los ojos del joven solo mostraron sorpresa y confusión. Bullard volvió a mirar a aquel detective retirado y luego su reloj.

—Entre. Le daré exactamente cinco minutos para que se explique. Tú, Andy, quédate aquí y no les quites ojo a los buitres de la tele. Que no pongan un pie a este lado de la cinta.

—Sí, teniente.

Bullard lo condujo por un césped en pendiente y subió los escalones de la terraza de atrás, donde Kim había mantenido la entrevista con Ruth Blum. Gurney siguió a la teniente cuando esta entró por la puerta trasera, que conectaba la terraza con una gran cocina-comedor. Había un fotógrafo sentado a la mesa del desayuno, descargando imágenes de una cámara digital a un portátil.

Bullard miró a su alrededor en la cocina, pero ninguno de sus rincones ofrecía mucha intimidad.

—Disculpa, Chuck, ¿puedes dejarnos unos minutos?

—No hay problema, teniente. Terminaré con esto en la furgoneta. —Recogió su equipo y al cabo de un momento se había ido.

La mujer se sentó en una de las sillas de la mesa recién desocupada y señaló a Gurney otra que había frente a ella.

—Muy bien —dijo ella con voz plana—. Hasta ahora he tenido un día muy largo y aún falta mucho para que acabe. No puedo perder el tiempo. Apreciaría un poco de claridad y brevedad. Adelante.

—¿Qué le hace pensar que aparcó en el sendero?

Ella entrecerró los ojos.

—¿Qué le hace pensar que creo tal cosa?

—La forma en que los tres estaban de pie a su lado, cuando he llegado. Evitaban pisarlo, pese a que su equipo técnico probablemente ya lo ha analizado. Así pues, supongo que están a la espera de un análisis microscópico más concienzudo. ¿Por qué están convencidos de que aparcó ahí?

Bullard estudió a Gurney y esbozó una sonrisita cínica.

—Ya sabe algo, ¿no? ¿Dónde está la filtración?

—No tiene sentido ir por ese camino. Es el camino del FBI. La confrontación es una pérdida de tiempo.

La teniente continuó estudiándolo, no tanto rato esta vez; luego pareció tomar una decisión.

—La víctima publicó un mensaje en su página de Facebook anoche. Después de algunos comentarios sobre el programa de RAM, describió un coche que estaba aparcando en su sendero, mientras ella estaba sentada ante su ordenador. ¿Por qué tengo la sensación de que ya sabe todo esto?

Gurney no hizo caso de la pregunta.

—¿Qué clase de coche?

—Grande. De aspecto militar. No mencionaba marca o modelo.

—¿Jeep? ¿Land Rover? ¿Hummer? ¿Algo así?

Bullard asintió con la cabeza.

—Así pues, la teoría es que aparca en el sendero, se acerca a la puerta de la calle, llama… y luego… ¿La mata en el umbral? ¿Ella lo deja pasar? ¿Lo conoce? ¿No lo conoce?

—Frene. Me ha preguntado por qué creemos que el asesino aparcó en el sendero, o que lo hizo alguien que la visitó poco antes de que la asesinaran. Y le he respondido: la propia víctima nos lo confirmó, lo escribió en su página de Facebook poco antes de que la mataran. —La expresión de triunfo de la teniente Bullard parecía diluirse con una pizca de preocupación—. Así pues, ¿me puede explicar brevemente por qué cree que Ruth Blum diría tales cosas si no fueran ciertas?

—No lo hizo.

—¿Perdón?

—Nada de eso ocurrió. El escenario que está presentando no tiene sentido. Para empezar, antes de que entremos en el problema lógico: al final del sendero, tiene un problema relacionado con los indicios físicos.

—¿De qué está hablando?

—El terreno está bastante seco. ¿Cuánto tiempo hace que no llueve? —Sabía cuándo había llovido en Walnut Crossing, pero el clima en torno a los lagos Finger solía ser muy diferente.

—Llovió ayer por la mañana —respondió ella—. Paró a mediodía. ¿Por qué?

—Hay una franja de tierra en una rendija al borde de la carretera, de más o menos un par de centímetros de ancho. Cualquiera que entrara en el sendero tendría que pasar por ella, a menos que atravesara el bosque y cruzara por el césped. Pero no hay marcas de que nadie haya pasado por esa pequeña franja de tierra, al menos desde la última vez que llovió.

—Un par de centímetros no necesariamente son suficientes para registrar…

—Quizá no, pero hay que tenerlo en cuenta. Además, está el factor psicológico. Si el Buen Pastor ha vuelto, si esta es su séptima víctima, entonces lo que ya sabemos de él tiene que considerarse.

—Como, por ejemplo…

—Sabemos que es muy precavido, desprecia el riesgo. Y ese sendero está demasiado expuesto. Cualquier vehículo, sobre todo uno del tamaño de un Hummer, podría haberse dejado el parachoques trasero en la carretera. Demasiado llamativo, demasiado identificable. Un policía local que pasara podría fijarse en un coche desconocido como ese, podría detenerse a revisarlo, podría verificar el número de matrícula.

Bullard torció el gesto.

—Ya, pero el hecho es que Ruth Blum está muerta. Si el asesino vino en un vehículo, tuvo que aparcar en alguna parte. ¿Qué está diciendo? ¿Dónde aparcó? ¿En el arcén? Eso sería aún más expuesto.

—Me inclino por el taller.

—¿Qué?

—A ochocientos metros, por la carretera estatal, en dirección a Ithaca, hay un taller. Hay varios coches y camiones en una pequeña zona de aparcamiento descuidada al lado del taller, esperando a que los arreglen o a que los recojan. Es el único sitio del barrio donde un vehículo extraño no levantaría suspicacia alguna, pasaría desapercibido. Si yo fuera a matar a alguien en esta casa en medio de la noche, aparcaría allí y luego caminaría el resto del trayecto por esa zanja profunda que hay al lado de la carretera. Así evitaría que pudieran verme los otros conductores que pasaran por el camino.

Bullard bajó la mirada al tablero de la mesa, como si estuviera jugando al Scrabble e intentara hallar la palabra adecuada. Hizo una mueca.

—En teoría, eso podría tener sentido. El problema es que su mensaje en Facebook se refiere específicamente a un vehículo aparcando en…

—Quiere decir «el» mensaje en Facebook.

—No entiendo qué…

—Está suponiendo que fue ella quien lo escribió.

—Era su cuenta, su página, su ordenador, su contraseña.

—¿El asesino no podría haberle sacado la contraseña antes de matarla, haber abierto la página y haber escrito el mensaje?

Bullard volvió a observar la mesa. Negó con la cabeza.

—Es posible. Pero como sucede con su teoría del taller, no se basa en prueba alguna.

Gurney sonrió ante la oportunidad que se le abría.

—Después de que sus chicos con trajes blancos confirmen que el suelo en la rendija del final del sendero no se ha tocado, pídales que hagan una visita al taller. Sería interesante ver si pueden encontrar un juego de huellas de neumático nuevas que no coincidan con ninguno de los vehículos de allí.

—Pero… ¿por qué el asesino iba a tomarse el tiempo y las molestias de dejar un mensaje así en Facebook?

—Arena en los ojos. Un giro en el laberinto. Es muy bueno en eso.

Algo en la expresión de Bullard le dijo que cada vez estaba más predispuesta a escucharle.

—¿Cuánto sabe del caso original? —preguntó Gurney.

—No tanto como necesitaría —admitió Bullard—. Alguien de la oficina de campo del FBI viene para hacerme un resumen. Por cierto, necesitaré su dirección, su correo electrónico, los números de teléfono donde puedo localizarlo veinticuatro horas al día. ¿Algún problema?

—Ninguno.

—Le daré mi mail y mi número de móvil. Supongo que me informará sobre las cosas relevantes de las que se entere.

—Encantado.

—De acuerdo. Me he quedado sin tiempo. Ya hablaremos.

Cuando Gurney salió de la casa, el helicóptero continuaba volando ruidosamente, en círculos. La corriente de aire que generaba desprendía las pocas hojas marchitas que todavía se aferraban a las ramas más altas de los árboles; caían en un remolino. Antes de llegar a su coche, la periodista de cabello sedoso y que iba muy maquillada lo interceptó con un micrófono en la mano y un cámara detrás.

—Soy Jill McCoy, Eye on the News, Siracusa —dijo la mujer; su rostro reflejaba la típica excitada curiosidad del reportero—. Me han dicho que es usted el detective Dave Gurney, el hombre al que la revista New York llamó «superpoli». Dave, ¿es cierto que el Buen Pastor, el asesino en serie de tan infausta memoria, ha atacado otra vez?

—Disculpe —dijo Gurney, abriéndose paso a su lado.

La periodista extendió el micrófono hacia él, gritando una retahíla de preguntas a su espalda mientras Gurney abría la puerta de su coche, entraba, cerraba y arrancaba el motor.

—¿La mataron por su aparición en televisión? ¿Por algo que dijo? ¿Este horrible caso es demasiado grande para nuestra policía local? ¿Por eso lo han llamado a usted? ¿Cuál es su participación? ¿Es cierto que tiene un problema con el FBI? ¿Cuál es la causa de ese problema, detective Gurney?

Al salir de su plaza de aparcamiento tenía la cámara de vídeo a solo unos centímetros de su ventana lateral. El agente de tráfico no estaba haciendo nada para solventar el problema. De hecho, parecía completamente absorto en una conversación que mantenía con un recién llegado a la escena. Al salir a la carretera estatal, Gurney atisbó al hombre: fornido, de cabello negro, sin sonrisa. Eso bastó para que lo reconociera.

Era Daker.