Cuando salió de Branville y llegó a las colinas onduladas y los pastos cubiertos de maleza del noreste del condado de Delaware, la mente de Gurney era un torbellino. Tenía demasiadas cosas en la cabeza, demasiados datos, lo que le dificultaba extraer una conclusión clara de todo aquello.
Era como tratar de dar sentido a un montón de pequeñas piezas de un puzle sin saber si las tenía todas o no, sin saber siquiera si pertenecían a más de un rompecabezas. Por momentos estaba convencido de que todos los fragmentos tenían un solo origen; sin embargo, minutos después se sentía muy confuso. Tal vez estaba demasiado ansioso por encontrar una explicación a todo lo que estaba pasando.
Cuando dejó atrás un cartel de carretera que le daba la bienvenida a Dillweed, supo cuál debía ser el siguiente paso. Aparcó y llamó al único residente de ese pueblo que conocía. Un cara a cara con Jack Hardwick podía ser un buen antídoto contra las ideas más descabelladas.
Diez minutos después, tras subir seis kilómetros por una sucesión de serpenteantes caminos de tierra, llegó a la casa de labranza alquilada. Tenía un aspecto nada imponente y necesitaba una buena capa de pintura. Aquel lugar era lo que Hardwick llamaba hogar. Salió a abrir la puerta en camiseta y con pantalones de chándal recortados.
—¿Quieres una? —preguntó, levantando una botella vacía de cerveza Grolsch.
Primero Gurney dijo que no, pero enseguida cambió de opinión. Sabía que el aliento le olería a alcohol cuando llegara a casa, y mejor atribuirlo a que se había tomado una cerveza con Jack que no un bloody mary con Rebecca.
Después de coger una Grolsch para Gurney y otra para él, Hardwick se hundió en uno de los dos mullidos sillones de piel y le ofreció el otro a Gurney.
—Así pues, hijo mío —dijo en un susurro grave que simulaba un nivel de embriaguez que quedaba desmentido por su mirada nítida—, ¿cuánto tiempo hace que no te confiesas?
—Treinta y cinco años, más o menos —respondió Gurney, para regocijo de su amigo.
Probó la cerveza. No estaba mal. Miró a su alrededor, a aquella pequeña sala. El atuendo de Jack y la habitación, dolorosamente vacía, parecían formar parte de un todo. Todo estaba igual que en su última visita, por lo que podía recordar. Incluso el polvo que cubría los muebles seguía en el mismo lugar.
Hardwick se rascó la nariz.
—Debes de estar pasando una muy mala época para venir a buscar el consuelo de la Santa Madre Iglesia después de tanto tiempo. Habla con libertad, hijo mío, de todas tus blasfemias, mentiras, robos y adulterios. Sobre todo me interesan los detalles de los adulterios. —Le hizo un guiño absurdamente obsceno.
Gurney apoyó la espalda en el amplio sillón y tomó otro trago de cerveza.
—El caso del Buen Pastor se está complicando.
—Siempre fue complicado.
—El problema es que no sé con cuántos casos estoy tratando.
—¿Demasiada mierda para una sola letrina?
—Eso creo, no estoy seguro.
Le contó todo lo que había pasado, las cosas extrañas, detalló sus sospechas y le formuló las preguntas que tenía en la cabeza.
Hardwick cogió del bolsillo del pantalón de chándal un pañuelo de papel arrugado y se sonó la nariz.
—Así pues, ¿qué me estás preguntando?
—Solo quiero que me digas qué te dice tu instinto: qué parte de todo lo que ha pasado crees que puede estar relacionada con el caso.
Hardwick chasqueó la lengua.
—No sé qué decirte de la flecha. A lo mejor si alguien te la hubiera clavado en el culo…, pero ¿clavarla en el suelo, entre los nabos? No significa mucho para mí.
—¿Y el resto de las historias?
—El resto sí que me llama la atención: micrófonos en el apartamento, el granero quemado, la trampa en la escalera, la trampilla en el techo de la jovencita… Todo eso requiere una inversión de tiempo y de energía; además, se corren riesgos evidentes. Todo eso me lleva a pensar que estamos ante algo serio, que hay algo importante en juego. No te estoy diciendo nada nuevo, ¿eh?
—La verdad es que no.
—¿Me estás preguntando si creo que todo forma parte de una gran conspiración? —Arrugó la cara en una exagerada máscara de indecisión—. La mejor respuesta es algo que me dijiste hace tiempo, cuando estábamos trabajando en el caso Mellery: «Es mejor creer que hay una relación que luego acaba siendo falsa que no hacer caso de una que luego acaba por ser cierta». Pero hay otra cosa más importante. —Hizo una pausa para eructar—. Si en el caso del Buen Pastor no se pretendía reivindicar una matanza de unos cuantos ricos malvados, entonces ¿de qué coño iba? Contesta a eso, Sherlock Holmes, y tendrás las respuestas al resto de tus preguntas. ¿Quieres otra Grolsch?
Gurney negó con la cabeza.
—Por cierto, si de verdad te has propuesto echar por tierra la teoría principal del caso del Buen Pastor, entonces prepárate para enfrentarte a un follón de proporciones históricas. Serás como Galileo en el Vaticano. Te das cuenta, ¿no?
—Hoy mismo me ha llegado la primera advertencia. —Gurney recordó al agente Trout, siempre con aquel dóberman siniestro a su lado, en aquel aburrido porche de las montañas Adirondack: la referencia que había hecho a posibles «complicaciones»; la forma en que había aludido al incendio. Y luego estaba Daker, que era el prototipo de asesino de película.
—Muy bien, hijo mío, solo para que lo sepas, porque… —El sonido del teléfono móvil interrumpió a Hardwick. Lo sacó del bolsillo—. Hardwick. —Al principio se quedó callado. Parecía interesado y perplejo por lo que le estaban diciendo—. Sí…, sí… ¿Qué? ¡Joder! Sí. ¿Alguna más?… ¿Tienes la fecha de solicitud?… Vale… Sí, gracias… Sí… Adiós.
Cuando colgó continuó mirando el teléfono como si de él pudiera salir alguna aclaración adicional.
—¿De qué coño iba eso? —preguntó Gurney.
—Respuesta a tu pregunta. —¿A cuál?
—Me pediste que averiguara si Paul Villani tenía algún arma registrada.
—¿Y?
—Tiene una pistola. Una Desert Eagle.
Gurney casi no pudo pensar en nada más durante el trayecto desde Dillweed a Walnut Crossing, que era apenas de media hora. Que Villani tuviera una Desert Eagle era sorprendente sí, pero, sobre todo, inquietante. Era como si hubiera descubierto, de la noche a la mañana, que un asesino y su víctima habían compartido pupitre en el jardín de infancia. Llamaba la atención, pero ¿qué demonios significaba?
Debía averiguar desde cuándo Villani tenía la pistola. Sin embargo, el registro al que había tenido acceso el colega de Hardwick, que mostraba un permiso válido para portar armas de manera oculta, no indicaba la fecha de autorización original. Intentó ponerse en contacto con Villani, a través de su móvil y de su oficina, pero solo pudo contactar con su buzón de voz. Por otra parte, aunque le devolviera las llamadas, no tenía obligación ninguna de explicarle por qué tenía, precisamente, un arma como esa.
Que no le respondiera, no obstante, le preocupó: su estado depresivo y que tuviera tan fácil acceso a un arma de fuego no auguraba nada bueno. Sin embargo, no era más que preocupación. No había ninguna prueba de que Paul Villani representara un peligro creíble para él mismo o para los demás. No había dicho nada —no había pronunciado ninguna de las frases clave, ninguna de las palabras de alarma psiquiátrica— que justificara ponerse en contacto con la policía de Middletown, nada que fuera más allá de las llamadas personales que había hecho.
Aun así, seguía dándole vueltas. Se imaginó cómo debían de haber sido las conversaciones que Kim había mantenido con Villani antes de su reunión del sábado: la carta y la llamada telefónica para explicar el proyecto. Haber recordado la muerte de su padre, o cómo este se había despreocupado por el futuro de su hijo, tal vez podrían haber hecho que aquel tipo reparara en la vacuidad de su vida o en su fracaso profesional.
Perdido en aquella depresión, ¿podría estar planeando terminar con todo? ¿O, Dios no lo quisiera, quizá ya lo había hecho? Tal vez por eso no le había contestado.
Por otra parte, ¿y si lo había entendido todo al revés? ¿Y si el destino de la Desert Eagle no fuera el suicidio sino el asesinato?
¿Y si siempre había sido así? ¿Y si…?
«¡Cielo santo! Y si… Y si… Y si… ¡Basta!» Villani tenía permiso de armas. Había millones de personas deprimidas en el mundo a las que nunca se les ocurría hacerse daño a sí mismas ni a nadie. Sí, el modelo de la pistola planteaba preguntas obvias, pero puede que hubiera una respuesta sencilla. Seguramente cuando hablara con Villani la averiguaría. Sabía que las coincidencias más extrañas suelen tener explicaciones de lo más prosaico.