28. Más oscuro, más frío, más profundo

Al amanecer de la mañana siguiente, Gurney había vuelto a la mesa con su primer café del día. Sentado junto a la puerta cristalera, estaba mirando un murgaño que había capturado una tijereta y la estaba arrastrando por el borde del patio de piedra. La tijereta todavía presentaba pelea. Por un momento, estuvo tentado de intervenir, hasta que se dio cuenta de que su impulso no era amable ni empático. No era nada más que el deseo de eliminar la pelea de su vista. Más pruebas de su…, ¿de su qué? ¿De su gélido egoísmo, de su alma congelada?

—¿Qué pasa?

Levantó la mirada, sobresaltado. Madeleine estaba a su lado, vestida con una camiseta rosa y pantalones cortos verdes de madrás, recién duchada.

—Solo estaba observando los horrores de la naturaleza —dijo.

Ella miró por la puerta cristalera al cielo del este.

—Va a ser un día bonito.

Él asintió, aunque no escuchó su respuesta, pues estaba pensando en otra cosa.

—Antes de irme a la cama anoche, Kyle dijo algo sobre volver a Manhattan esta mañana. ¿Recuerdas si mencionó a qué hora pensaba salir?

—Han salido hace una hora.

—¿Qué?

—Han salido hace una hora. Estabas profundamente dormido. No querían despertarte.

—¿Querían?

Madeleine le miró como sin dar crédito de que aquello le sorprendiera.

—Kim ha de estar en la ciudad esta tarde para grabar una entrevista para Los huérfanos del crimen. Kyle la ha convencido para que pasaran el día juntos. No me parece que a ella le haya costado mucho decidirse. De hecho, creo que el plan es que se quede esta noche en el apartamento de Kyle. No me puedo creer que no lo vieras venir.

—A lo mejor lo vi venir, pero no tan deprisa.

Madeleine cogió la cafetera de la isla de la cocina y se sirvió una taza.

—¿Te preocupa?

—Lo desconocido me preocupa. Las sorpresas me preocupan.

Madeleine tomó un sorbo y volvió a la mesa.

—Por desgracia, la vida está llena de sorpresas.

—Ya.

Ella se quedó de pie junto a la mesa, mirando por la ventana del fondo hacia la franja de luz cada vez más amplia que había sobre la cumbre.

—¿Te preocupa Kim?

—Hasta cierto punto. Me inquieta lo de Robby Meese. Me refiero a que ese tipo es muy retorcido, y Kim se fue a vivir con él. Hay algo que no encaja.

—Estoy de acuerdo, pero no olvides que mucha gente, sobre todo ciertas mujeres, se sienten atraídas por individuos heridos. Cuanto más heridos, mejor. Se lían con criminales, adictos a las drogas. Quieren arreglar a alguien. Es una base horrible para una relación, pero no es tan rara. Lo veo cada día en la clínica. Quizás eso es lo que estaba pasando entre Kim y Robby Meese, hasta que ella encontró la fuerza y la cordura necesarias para apartarlo de su vida.

Con las detalladas indicaciones del trayecto a mano, Gurney partió poco después de que saliera el sol hacia el lago Sorrow. El camino a través de los Catskills y las onduladas tierras de labranza de Schoharie hacia el macizo Adirondack se convirtió en un viaje hacia recuerdos desconcertantes. Recuerdos de vacaciones infantiles en el lago Brant, de un tiempo en el que sus padres empezaban a distanciarse. En aquella época su madre se sentía mal, ansiosa. Cuarenta años después, aquellos recuerdos aún lo estremecían.

Más al norte, la oscuridad de las montañas fue en aumento, los valles se hicieron más estrechos y las sombras más profundas. Según las instrucciones que le había dado el ayudante de Trout, la última carretera que tomaría señalizada con algún poste de identificación sería la de Shutter Spur. Desde ese punto en adelante, tendría que confiar en la precisión de su cuentakilómetros para tomar las desviaciones adecuadas en un laberinto de viejos caminos de troncos. El bosque formaba parte de una vasta extensión de tierra en la que solo había unas pocas cabañas. No había ni tiendas ni gasolineras ni gente, y sí grandes espacios sin cobertura de móvil.

El sistema de tracción total permanente del Outback de Gurney era a duras penas adecuado para abordar el terreno. Después del quinto giro, que según sus instrucciones tenía que llevarlo a la cabaña de Trout, se encontró en un pequeño calvero.

Salió del coche y caminó por el perímetro. Había cuatro senderos que se adentraban en el bosque en diversas direcciones, pero no sabía cuál de ellos tenía que tomar. Eran las 8.58. Faltaban solo dos minutos para que se cumpliera su hora prevista de llegada.

Estaba seguro de que había seguido todas las instrucciones con precisión. Por otro lado, era más que improbable que aquel hombre que tan puntilloso parecía por teléfono hubiera cometido error alguno en sus indicaciones. Aquello solo podía tener dos explicaciones, pero solo una de ellas era probable.

Volvió a meterse en el coche, reclinó el asiento al máximo, se recostó y cerró los ojos. De vez en cuando miraba la hora. A las 9.15 oyó el motor de un vehículo que se aproximaba. Se detuvo no muy lejos de allí.

Cuando llegó el esperado golpe sobre el cristal, abrió los ojos, bostezó, levantó el asiento y bajó la ventanilla. Vio a un tipo delgado y de rasgos duros, con los ojos castaños, de mirada penetrante. Tenía el cabello negro, muy corto.

—¿David Gurney?

—¿Esperaba a otra persona?

—Ha de dejar el coche aquí y venir conmigo en el todoterreno. —Hizo un gesto hacia un Kawasaki Mule pintado de camuflaje.

—No me dijo nada de eso por teléfono.

Gurney percibió un leve temblor en los párpados del hombre. Quizá no esperaba que su voz fuera tan fácilmente reconocible.

—Ahora mismo no se puede circular por la ruta directa.

Gurney sonrió. Lo siguió al todoterreno y se sentó en el asiento del pasajero.

—¿Sabe lo que estaría tentado de hacer si tuviera una casa aquí? De vez en cuando tendría ganas de gastar una broma a alguno de mis invitados. Le haría pensar que se ha perdido, que a lo mejor se le ha pasado un giro, para ver si le entra el pánico; en fin, estaría bien que pensara que está en medio de ninguna parte y sin cobertura de móvil. Porque si meten la pata al venir no podrán encontrar el camino de vuelta, ¿no? Siempre es divertido ver quién siente pánico y quién no en una situación así. ¿Me entiende?

El hombre tensó la mandíbula.

—No puedo decirle que sí.

—Claro, ¿cómo iba a hacerlo? Para que alguien apreciara lo que estoy diciendo tendría que ser un obseso del control.

Al cabo de tres minutos —algo menos de un kilómetro de sacudidas por un sendero montañoso, durante el cual la mirada del hombre nunca abandonó el traicionero terreno—, llegaron a una alambrada. Cuando se acercaron, una puerta corredera se abrió para dejarles pasar.

Al otro lado de la alambrada, la senda se desdibujaba en una amplio lecho de agujas de pino. Luego, de manera bastante abrupta, la cabaña apareció delante de ellos entre los árboles. Era una estructura de dos plantas, una cabaña tradicional de Adirondack modificada al estilo de un chalé suizo, una rústica construcción de troncos con porches detrás, ventanas enmarcadas, puertas verdes y un tejado del mismo color. La fachada estaba tan oscura y el porche tan sumido en las sombras que Gurney no vio al agente Trout —o al hombre que suponía que era el agente Trout— hasta que el Kawasaki se detuvo frente a los escalones delanteros de la casa. Parecía ser el amo y señor del lugar, allí, en el centro del enorme porche, con los pies separados. Tenía un gran dóberman atado a una correa corta. Aquella pose arrogante y el imponente animal guardián hicieron que Gurney pensara en el comandante de un campo de prisioneros.

—Bienvenido al lago Sorrow. —La voz sin emoción, burocrática, no expresaba ni el menor atisbo de bienvenida—. Soy Matthew Trout.

Los pocos rayos de luz natural que se filtraban entre los enormes pinos estaban muy separados y eran delgados como carámbanos. El aroma de hoja perenne en el aire era poderoso. Se oía el persistente sonido grave de un motor de combustión interna, seguramente un generador, al parecer procedente de un edificio anexo situado a la derecha de la casa principal.

—Bonita casa.

—Sí. Entre, por favor. —Trout soltó una orden brusca, el dóberman se volvió y juntos condujeron a Gurney hacia el interior de la casa.

La puerta principal daba a una sala de estar espaciosa dominada por una chimenea de piedra. En el centro de la repisa, toscamente labrada, había un gavilán colirrojo con furiosos ojos amarillos y garras extendidas, flanqueado por dos linces americanos que parecían estar a punto de saltar.

—Van a volver —dijo Trout de manera significativa—. Hay nuevos avistamientos cada semana en estas montañas.

Gurney siguió su mirada.

—¿Linces?

—Son animales notables. Cuarenta kilos de puro músculo. Garras como cuchillas afiladas. —Observó a aquellos monstruos disecados con un punto de excitación en la mirada.

Gurney se fijó en que era un hombre pequeño, de metro sesenta y cinco a lo sumo, pero con los hombros bien desarrollados por las pesas.

Se agachó y soltó la correa del dóberman. Una orden gutural hizo que el perro se alejara trotando en silencio hasta perderse de vista detrás de una sofá de piel donde Trout le ofreció asiento a su invitado.

Gurney se sentó sin pensárselo dos veces. Los esfuerzos que Trout se tomaba para intimidarlo le sorprendieron por su estupidez, pero también le hicieron preguntarse qué ocurriría a continuación.

—Espero que comprenda lo extraoficial que es todo esto —dijo Trout, todavía de pie.

—¿Artificial…? —replicó Gurney, simulando haber oído mal.

—No. Extraoficial.

—Lo siento. Son los acúfenos. Paré una bala con la cabeza.

—Eso he oído. —Hizo una pausa, mirando la cabeza de Gurney con la clase de preocupación que uno podría tener cuando elegía un melón—. ¿Cómo va la recuperación?

—¿Quién se lo contó?

Trout pestañeó.

—¿Quién me contó qué?

—Mi herida en la cabeza. Ha dicho que lo oyó.

El sonido bajo del timbre de un móvil sonó en el bolsillo de la camisa de Trout. Lo sacó y miró la pantalla. Al ver el identificador, torció el gesto. Por un momento pareció indeciso, luego pulsó el botón correspondiente y contestó:

—Trout. ¿Dónde está? —Mantuvo el teléfono pegado a la oreja durante el siguiente minuto. Su mandíbula se tensó varias veces—. Entonces nos veremos pronto.

Presionó otro botón y se volvió a guardar el teléfono en el bolsillo.

—Esa era la respuesta a su pregunta. —¿La persona que le contó que me dispararon va a venir ahora?

—Exactamente.

Gurney sonrió.

—Es impresionante. No creía que ella trabajara los domingos.

Trout pestañeó, sorprendido, y se aclaró la garganta.

—Como estaba diciendo hace un momento, nuestra pequeña reunión es completamente extraoficial. He decidido recibirlo por tres razones. Primera, porque le pidió a la doctora Holdenfield una reunión. Segunda, porque creí que era apropiado ser cortés con alguien que ha sido policía. Tercera, porque espero que nuestra reunión informal elimine cualquier confusión que pueda haber en relación con ciertos aspectos sobre el caso del Buen Pastor. Las buenas intenciones en ocasiones pueden interponerse en un proceso oficial. Se sorprendería de lo que los abogados del Departamento de Justicia pueden interpretar como obstrucción a la justicia.

Trout negó con la cabeza, como si le desesperaran esos abogados del Gobierno excesivamente escrupulosos que serían capaces de aplastar a Gurney como si tal cosa.

Él esbozó una gran sonrisa, sincera.

—Matt, créame, estoy con usted en este asunto, al cien por cien. Los dobles discursos no causan más que problemas. Soy un entusiasta de poner las cartas boca arriba, sobre la mesa. Ni secretos ni mentiras ni chorradas.

—Bien, estamos de acuerdo. —El tono gélido de Trout parecía decir precisamente lo contrario—. Si me disculpa, hay algo de lo que debo ocuparme. No tardaré mucho. —Salió de la habitación por una puerta situada a la izquierda de la chimenea.

El dóberman soltó un grave gruñido.

Gurney se recostó en el sofá, cerró los ojos y pensó en su estrategia.

Trout regresó al cabo de quince minutos, acompañado de Rebecca Holdenfield. En lugar de sentirse molesta por que interrumpieran su fin de semana, parecía rebosar energía.

Trout sonrió con lo más parecido a la cordialidad que había mostrado hasta entonces.

—Le he pedido a la doctora Holdenfield que se una a nosotros. Creo que juntos podemos resolver todo aquello que le preocupa. Quiero que comprenda, señor Gurney, que todo esto es muy poco habitual. También le he pedido a Daker que participe. Un par de ojos más, capaces de ver las cosas desde otra perspectiva.

El ayudante de Trout apareció en el umbral de al lado de la chimenea. Se quedó allí mientras Trout y Holdenfield se sentaban en los sillones de piel que había enfrente de Gurney.

—Bueno —dijo Trout, dejando caer su velo de cordialidad—, vamos directamente a esas dudas que tiene respecto al caso del Buen Pastor. Cuanto antes nos deshagamos de ellas, antes nos iremos a casa. —Hizo un gesto para que Gurney comenzara.

—Me gustaría empezar con una pregunta. En el curso de su investigación, ¿descubrieron algunos hechos que pusieron en entredicho su hipótesis principal? Me refiero a pequeñas preguntas que no se podían responder.

—¿Le importa ser más concreto?

—¿Se debatió sobre si fueron necesarias las gafas de francotirador?

Trout torció el gesto.

—¿De qué está hablando?

—¿Se habló acerca de la absurda elección del arma? ¿O sobre cuántas armas se utilizaron? ¿Se discutió dónde se deshizo de ellas el asesino?

A pesar de un evidente esfuerzo por mantenerse impasible, los ojos de Trout dejaron entrever cierta preocupación.

—Y luego está la contradicción entre la probada aversión que el asesino sentía por el riesgo y su declarado fanatismo —continuó Gurney—. Así como el conflicto entre su planificación, perfectamente lógica, y sus objetivos, completamente ilógicos.

—Casi todos los terroristas suicidas caen en contradicciones similares —dijo Trout con un gesto desdeñoso de la mano.

—No son solo ellos, los suicidas. Están el tipo que les da las órdenes, el que tiene un objetivo político, el estratega que traza el plan, el reclutador, el preparador, el supervisor sobre el terreno, el mártir que se presenta voluntario para salir volando por los aires…, todos ellos pueden funcionar como un equipo, pero cada uno es lo que es. El resultado de la red podría resultar una locura, incluso algo contraproducente, pero cada uno de sus componentes es internamente consistente y comprensible.

Trout negó con la cabeza.

—No veo la relevancia.

En el umbral, Daker bostezó.

—Es obvio. Los Osama bin Laden del mundo no se convierten en pilotos ni estrellan aviones contra rascacielos. Son cosas diferentes. O bien el Buen Pastor es más de una persona, o bien lo que les ha llevado a deducir que estamos ante una sola persona es erróneo.

Trout exhaló un sonoro suspiro.

—Muy interesante, pero ¿sabe lo que me parece más interesante? Su comentario sobre la pistola… o pistolas. Revela que ha tenido acceso a información restringida. —Se recostó en su sillón y puso los dedos en campana, bajo su barbilla, con gesto reflexivo—. Es un problema. Un problema para usted y para quien haya filtrado tal información, un error de los que pueden acabar con una carrera. Deje que le haga una pregunta directa: ¿tiene más información de archivos policiales federales de uso restringido, en relación con este o con otros casos?

—Dios mío, no sea absurdo.

El cuello de Trout se tensó, pero no dijo nada.

—He venido a hablar de este caso porque creo que hay algo que no encaja —continuó Gurney—. ¿De verdad quiere reducir esto a una riña infantil sobre una hipotética infracción burocrática?

Holdenfield levantó la mano derecha para detenerlo, como si fuera una policía de tráfico.

—¿Puedo sugerir algo? Podemos detenernos un momento. Estamos aquí para discutir hechos, pruebas, interpretaciones razonables. El componente emocional se está interponiendo. Tal vez podríamos…

—Tiene toda la razón —dijo Trout con una sonrisa tensa—. Creo que deberíamos dejar que Gurney, Dave, diga lo que tenga que decir, que ponga las cartas sobre la mesa. Si hay un problema con su interpretación de las pruebas, lleguemos hasta el fondo. ¿Dave? Estoy seguro de que tiene más cosas que decirnos. Adelante, por favor.

Era tan evidente que Trout pretendía que reconociera haber recibido archivos robados que Gurney estuvo a punto de reírse en su cara.

—Quizá durante los últimos diez años he estado demasiado cerca de todo esto —añadió Trout, falsamente—. Quizás usted pueda aportar una mirada fresca. Cuénteme, ¿qué me estoy perdiendo?

—¿Qué le parece el hecho de que hayan construido una gran hipótesis sobre muy pocos datos?

—De eso trata el arte de construir una premisa de investigación.

—También tratan de eso los delirios esquizofrénicos.

—Dave… —La mano de precaución de Holdenfield se levantó de su regazo.

—Lo siento. Me preocupa que el caso de estudio que se ha consagrado en los anales de la psiquiatría contemporánea sea solo un espejismo. El manifiesto, los detalles de los disparos, el perfil del asesino, la creación del mito por parte de los medios, la imaginación popular y la teorización académica tienen en común haber contribuido a la historia, modelándola, puliéndola, hasta convertirla en una verdad irrefutable. El problema es que no hay nada sólido que apoye que estemos ante una verdad irrefutable.

—Salvo, por supuesto —dijo Holdenfield con agudeza—, los dos primeros elementos que ha mencionado. De hecho, estos sí que son muy sólidos: el manifiesto y los detalles de los disparos.

—Pero supongamos que se hubieran diseñado para reflejarse y reforzarse el uno al otro. Es decir, supongamos que el asesino es mucho más listo de lo que se piensa. ¿Podríamos suponer que lleva diez años riéndose del equipo del agente Trout?

Los ojos de Trout se endurecieron.

—¿He de entender que ha leído el perfil?

Gurney sonrió.

—¿Otra prueba de acceso ilegal a archivos restringidos? En realidad, no he dicho nada de eso. Me he referido al perfil, pero no he dicho que lo haya leído. Déjeme simplemente especular durante un momento. Me jugaría algo que el perfil dice que el asesino es al mismo tiempo eficiente e ineficiente, estable y loco, ateo y fervoroso creyente, alguien que lo tiene todo calculado, pero alguien que improvisa de forma constante. ¿Voy bien?

Trout suspiró, impaciente.

—Sin comentarios.

—Aceptaron el manifiesto del asesino como la expresión legítima de su pensamiento, y lo hicieron por una sola razón: corroboraba las teorías de la policía, validaba las ideas que ya se estaban formando del caso. Nunca se les ocurrió pensar que el manifiesto era una charada, que les estaban tomando el pelo. El Buen Pastor les estaba diciendo que sus conclusiones eran correctas. Y por supuesto lo creyeron.

Trout negó con la cabeza, para aparentar resignación.

—Me temo que usted y yo vivimos en planetas diferentes. Por su historial, creí que estaríamos del mismo lado.

—Bien pensado. Estoy un poco alejado de la realidad.

—El objetivo del FBI, en el caso del Buen Pastor, y como debería ocurrir siempre, es descubrir la verdad. Es el objetivo de cualquier policía. Si compartiéramos la integridad de nuestra profesión, entonces estaríamos del mismo lado.

—¿Eso cree?

—Es la base de todo lo que hacemos.

—Mire, Trout, he trabajado tanto tiempo como usted, quizá más. Está hablando con un policía no con el puto Rotary Club. Por supuesto, el objetivo es descubrir la verdad, salvo cuando otro objetivo se entromete. En la mayoría de los casos, no llegamos a la verdad. A lo que llegamos, si tenemos suerte, es a una conclusión satisfactoria. Llegamos a una forma creíble de caracterizar algo. Llegamos a una forma de convencer a alguien. Sabe perfectamente que la estructura de los cuerpos policiales del mundo real no recompensan la persecución de la verdad y la justicia. Recompensan conclusiones satisfactorias. El objetivo en el corazón de cada policía podría ser llegar a la verdad. Sin embargo, el objetivo por el que lo recompensan es la resolución del caso. Se pretende entregar al fiscal un sospechoso al que acusar, preferiblemente con una narración coherente del hecho y del móvil, y a ser posible con una confesión firmada: ese es el juego real.

Trout puso los ojos en blanco y miró su reloj.

—La cuestión es —dijo Gurney, inclinándose hacia delante— que tenían una narración coherente. En cierto modo, tenían una confesión firmada: el manifiesto. Por supuesto, la mosca en la sopa era el carácter esquivo del Buen Pastor. Pero, qué demonios, consiguieron el perfil del asesino. Tenían su detallada declaración de intenciones. Tenían seis asesinatos cuyas características se correspondían con lo que usted y los de la Unidad de Análisis de la Conducta sabían del Buen Pastor. Trabajo sólido, conclusiones lógicas. Coherente, profesional, defendible.

—¿Cuál es exactamente su problema con eso?

—A menos que tengan pruebas que no han revelado, todo lo que saben se basa en una ficción. Desde luego, me gustaría estar equivocado. Dígame que tienen en su archivo cosas que nadie conoce.

—Lo que dice no tiene sentido, Gurney. Y me he quedado sin tiempo. Así que, si no le importa…

—Hágase estas dos preguntas, Trout. Primero: ¿qué otra teoría podría haber desarrollado si no hubiera recibido el manifiesto? Segundo: ¿y si todas y cada una de las palabras de ese magnífico documento son mentira?

—Preguntas interesantes, desde luego. Deje que yo le haga una a usted antes de que se vaya. —Tenía las manos en campana bajo la barbilla, una pose casi de catedrático—. Teniendo en cuenta su posición, alejado de cualquier investigación oficial…, ¿adónde lo lleva toda esta teoría hostil, salvo a un lugar lleno de problemas?

A lo mejor fue la amenaza en la mirada de Trout, o tal vez la sonrisa en los labios de Daker al inclinarse contra la jamba de la puerta, o quizá recordara que ya no era policía, pero fuera por lo que fuera Gurney no pudo reprimir decir algo que no había previsto decir.

—Podría forzarme a aceptar una oferta que no había considerado seriamente hasta ahora. Una oportunidad en RAM News. Quieren construir un programa en torno a mí.

—¿En torno a usted?

—Sí. O de mi imagen. Teniendo en cuenta mi historial…

Trout miró con curiosidad a Daker, quien se encogió de hombros, pero no dijo nada.

—Al parecer les impresiona el alto porcentaje de resolución de casos que tengo a mis espaldas, el más elevado de la historia del departamento.

La boca de Trout se abrió, pero se cerró otra vez sin que llegara a decir nada.

—Quieren que revise casos famosos sin resolver y ofrezca mi opinión sobre por qué creo que las investigaciones descarrilaron. El primero es el caso del Buen Pastor. Planean llamarlo A falta de justicia. Buen título, ¿eh?

Trout permaneció en silencio unos instantes. Negó con la cabeza.

—Todo me lleva una y otra vez al problema de documentos filtrados, accesos no autorizados, transmisión de información confidencial, violación de regulaciones, violación de leyes federales y estatales. Complicaciones desagradables sin fin.

—Un pequeño precio que pagar. Después de todo, como dijo antes, lo principal es la justicia. ¿O era la verdad? Algo así, ¿no?

Trout le clavó una mirada fría y repitió lentamente:

—Complicaciones desagradables sin fin. —Su mirada se posó en los linces de la repisa—. No es un precio tan pequeño. No me gustaría estar en su pellejo. Sobre todo ahora, cuando tiene que ocuparse de la cuestión del incendio.

—¿Disculpe?

—He oído lo de su granero.

—¿Qué relación tiene lo que sucedió en mi granero con lo que estamos hablando?

—Nada, solo es otra complicación en su vida. —Consultó de nuevo su reloj—. Definitivamente nos hemos quedado sin tiempo. —Se levantó.

Gurney y Holdenfield también se incorporaron.

La boca de Trout se ensanchó en una sonrisa vacía.

—Gracias por compartir sus preocupaciones con nosotros, señor Gurney. Daker lo llevará otra vez hasta donde está su coche. —Se volvió hacia Holdenfield—. ¿Puede quedarse unos minutos con nosotros? Quiero discutir unas cuantas cosas con usted.

—Desde luego. —Holdenfield le tendió la mano a Gurney—. Encantada de verle otra vez. Algún día tendrá que hablarme más sobre el problema con su granero. Es la primera noticia.

Cuando él le estrechó la mano, notó un papel doblado presionado contra su palma. Lo aceptó sin que lo vieran.

Daker los estaba observando, pero no mostró ninguna señal de haberse fijado en aquel detalle. Señaló la puerta delantera.

—Hora de irse.

Gurney no sacó el papel de su bolsillo hasta que estuvo en el coche con el motor en marcha y el Kawasaki de Daker hubo desaparecido otra vez sendero arriba.

Estaba doblado en un cuadrado de tres centímetros. Abierto, el papel apenas tenía cinco centímetros de ancho. Solo había una frase: «Espéreme en el Eagle’s Nest de Branville».

Nunca había estado en el Eagle’s Nest. Había oído que era un restaurante nuevo; formaba parte del complicado renacimiento de Branville, un pueblo de mala muerte en una aldea singular. De hecho, no había mayor problema, pues le venía de paso.

La calle principal de Branville estaba en el lecho de un valle, junto a un arroyo pintoresco que era el mayor y único encanto del lugar. Era un paraje que había sufrido una serie de diluvios ruinosos. La carretera del condado que conectaba Branville con la interestatal presentaba un largo y serpenteante descenso desde las colinas y se unía a la calle principal a solo una manzana del Eagle’s Nest. Aunque era casi mediodía cuando Gurney entró, solo una de la docena de mesas estaba ocupada. Se sentó a una mesa para dos, situada junto a una ventana en saliente que daba a la calle. Pidió —una rareza para él— un bloody mary. Cuando la camarera se lo sirvió, aún continuaba sorprendido por haber pedido aquella bebida.

Era una copa abundante, en un vaso alto. Tenía exactamente el gusto que esperaba y le trajo una agradable sonrisa a los labios, otra rareza. Lo saboreó despacio y se lo terminó a las 12.15.

Apenas un minuto después, entró Rebecca, que enseguida se sentó junto a él.

—Espero que no lleve mucho rato esperando.

Su sonrisa realzó los contornos tensos de su boca. Todo en ella reflejaba control y un estado de permanente alerta.

—He llegado hace solo unos minutos.

La mujer observó la sala con la fría valoración con la que siempre miraba a su alrededor.

—¿Qué está bebiendo?

Bloody mary.

—Perfecto. —Se volvió e hizo una seña a la joven camarera.

Cuando llegó la chica con dos menús, Holdenfield le dedicó una mirada escéptica.

—¿Tienes edad suficiente para servir bebidas alcohólicas?

—Tengo veintitrés años —anunció. Al parecer la pregunta la había desconcertado, mientras que la cifra tal vez la deprimía un poco.

—¿Tan mayor? —dijo Holdenfield con disimulada ironía—. Me tomaré un bloody mary. —Señaló al vaso de Gurney con un signo de interrogación en los ojos.

—No, no quiero más, gracias.

La camarera se alejó.

Holdenfield, como de costumbre, no perdió tiempo y fue al grano.

—Bueno, ¿cómo es que ha sido tan contundente con nuestros amigos del FBI? ¿Y qué es todo eso de las gafas de francotirador, cómo se deshizo de las armas, problemas con el perfil…?

—Solo quería darle un empujoncito.

—¿Un empujoncito? Más bien un codazo en la cara.

—Estoy un poco frustrado.

—¿Y de dónde cree que sale su frustración?

—Me estoy cansando de explicarlo.

—Hágame el favor.

—Están tratando el manifiesto como si fueran las Sagradas Escrituras. No lo es. Es una pose. Las obras dicen más que las palabras. La forma de actuar del asesino era sumamente racional, firme como una roca. La planificación era paciente y pragmática. El manifiesto es algo muy distinto. Es una obra de ficción, un intento de crear un personaje muy concreto, para que usted y sus colegas de la Unidad de Análisis de la Conducta pudieran trazar ese perfil petulante.

—Mire, David.

—Espere un segundo, todavía le estoy haciendo el favor. La ficción adoptó vida propia. Había algo para todos. Artículos interminables en la Revista Americana de Sandeces Teóricas. Y ahora nadie puede dar marcha atrás. Están todos desesperados por reforzar el castillo de naipes. Si se cae, puede que algunas carreras se caigan con él.

—¿Ha terminado?

—Me ha pedido que me explicara.

Holdenfield se inclinó hacia él y habló con voz suave.

—David, no creo que sea yo, precisamente, la que está desesperada. —Hizo una pausa y se sentó erguida mientras la camarera llegaba con su bloody mary. Cuando la joven se retiró a la parte de atrás de la sala, continuó—: He trabajado con usted antes. Siempre fue la persona más calmada y más razonable de la sala. El Dave Gurney que recordaba no habría amenazado a un agente del FBI esta mañana. No habría afirmado que mis opiniones profesionales son chorradas. No me habría acusado de deshonesta y estúpida. Eso hace que me pregunte qué está pasando realmente en su cabeza. Le seré franca: este nuevo Dave Gurney me preocupa.

—¿Ah, sí? ¿Cree que la bala que me atravesó el cerebro se cargó unos cuantos circuitos lógicos?

—Lo único que digo es que se deja llevar por las emociones, o al menos más que antes. ¿No está de acuerdo?

—Con lo que no estoy de acuerdo es con su intento de poner el foco en mi modo de pensar, cuando el problema real es que usted y sus colegas basan su prestigio en un buen número de sandeces que permitieron que un asesino en serie lograra escapar.

—Curioso, David. ¿Sabe quién más habla del caso en tales términos? Max Clinter.

—¿Se supone que eso me debe afectar?

Holdenfield sorbió su bebida.

—Se me acaba de ocurrir. Asociación libre. Hay muchas similitudes. Los dos resultaron gravemente heridos; los dos estuvieron, al menos, un mes incapacitados; los dos desconfían muchísimo de los demás; los dos han dejado atrás sus días como miembros del cuerpo de policía; los dos están obsesionados con demostrar que el enfoque de la investigación del caso del Buen Pastor está equivocado; los dos son cazadores natos que odian que los marginen. —Otro sorbo—. ¿Alguna vez le han evaluado de estrés postraumático?

Gurney la miró. Aquella pregunta lo había pillado desprevenido, aunque después de que lo comparara con Clinter debería habérselo esperado.

—¿Es eso lo que está haciendo aquí? ¿Marcando casillas de diagnóstico? ¿Trout y usted han estado discutiendo acerca de mi estabilidad emocional?

Ella le devolvió la mirada.

—Jamás había percibido esa clase de hostilidad en usted.

—Deje que le pregunte algo: ¿por qué quería verme aquí?

Holdenfield pestañeó, miró a la mesa y respiró hondo.

—¿Recuerda nuestra conversación telefónica del otro día? Me pareció alarmante. Estoy preocupada por usted. —Cogió la copa y se bebió más de la mitad del cóctel.

Cuando volvieron a cruzar sus miradas, ella habló con voz más sosegada.

—Recibir un disparo es un shock. Nuestras mentes no dejan de revivir ese momento, la amenaza, el impacto. Reaccionamos con miedo y con rabia. La mayoría de los hombres prefieren sentirse enrabietados que asustados. Les resulta más fácil expresar su rabia. Creo que el descubrimiento de su propia vulnerabilidad, de que no es perfecto, de que no es un superhombre…, le ha puesto absolutamente furioso. Y lo lenta que va su recuperación ha provocado que esa furia vaya en aumento.

Gurney se preguntó si estaba siendo tan sincera como intentaba aparentar. ¿Le estaba ofreciendo su opinión honesta y comprensiva? ¿De verdad le importaba? ¿O era solo otro paso en su intento, cada vez más desagradable, de desviar la atención del caso a su estado mental?

Buscando la respuesta, Gurney la miró a los ojos.

Su mirada inteligente era firme: no pestañeaba.

Empezó a sentir aquella furia de la que ella le había hablado. Era el momento de salir de allí. Debía marcharse antes de decir algo que pudiera lamentar más adelante.