27. Reacciones en conflicto

Gurney se quedó despierto hasta que Kim y Kyle llegaron de Siracusa, en su BSA y en su Miata respectivamente.

Después de repasar todo lo que habían discutido por teléfono, tenía dos preguntas más. La primera era para Kyle, y solo tuvo que plantear la mitad antes de que se la respondiera.

—¿Cuando has quitado las tapas de las alarmas de humo…?

—Lo he hecho muy despacio, con mucho cuidado. Durante todo este tiempo, Kim y yo seguíamos hablando de algo completamente diferente (de uno de sus cursos en la facultad) para que nadie que escuchara se diera cuenta de lo que estaba haciendo.

—Estoy impresionado.

—No lo estés. Lo vi en una película de espías.

La segunda pregunta era para Kim.

—¿Has visto algo en el apartamento que no te resultara familiar? ¿Cualquier clase de pequeño electrodoméstico, radio-reloj, iPod, animal de peluche, cualquier cosa que no hubieras visto antes?

—No, ¿por qué?

—Solo me preguntaba si Schiff llegó en algún momento con su prometido equipo de videovigilancia. Cuando el que alquila el apartamento está al corriente del plan, es más fácil instalar un videotransmisor que esté metido dentro de un objeto de cobertura que esconderlo en un techo o en algún otro sitio por el estilo.

—No había nada de eso.

• • •

A la mañana siguiente, sentados a la mesa del desayuno, Gurney se fijó en que Madeleine se había saltado su habitual bol de avena y apenas había tocado el café. Su mirada, perdida en el soleado paisaje que se podía ver a través de la puerta cristalera, parecía, en realidad, ocultar oscuros pensamientos.

—¿Estás pensando en el incendio?

Tardó tanto en responder que Gurney pensó que no lo había oído.

—Sí, supongo que podrías decir que estoy pensando en el incendio. Cuando me he despertado esta mañana, ¿sabes qué se me ha ocurrido durante unos tres segundos? He tenido la idea de disfrutar de esta encantadora mañana dando un paseo en bicicleta por la carretera de atrás, al lado del río. Pero entonces, claro, me he dado cuenta de que no tenía bicicleta. Esa cosa retorcida y calcinada que hay en el suelo del granero ya no es una bicicleta.

Gurney no supo qué decir.

Madeleine se quedó sentada en silencio, entrecerrando los ojos de rabia. Luego dijo más para su taza de café que para su marido: —La persona que ha pinchado el apartamento de Kim ¿cuánto crees que sabe de nosotros?

—¿De nosotros?

—Bueno, pues de ti. ¿Cuánto crees que ha descubierto de ti?

Gurney respiró hondo.

—Buena pregunta. —No había dejado de plantearse lo mismo desde la tarde anterior—. Supongo que los micrófonos transmiten a una grabadora que se activa por la voz. En este caso, habrá podido escuchar las conversaciones que haya tenido con ella en su casa. Por otro lado, está lo que ella haya hablado conmigo por teléfono…

—Contigo, con su madre, con Rudy Getz…

—Sí.

Los ojos de Madeleine se entrecerraron.

—Así que sabe mucho.

—Sabe mucho.

—¿Deberíamos estar asustados?

—Hemos de estar vigilantes. Y yo he de comprender lo que está pasando.

—Ah, ya entiendo. Yo mantengo los ojos abiertos por si veo a alguien que pueda resultar un maniaco, mientras tú juegas con las piezas del rompecabezas. ¿Ese es el plan?

—¿Interrumpo? —Kim estaba de pie en la puerta de la cocina.

Madeleine parecía a punto de decir: «Sí, desde luego».

—¿Quieres un café? —le preguntó Gurney.

—No, gracias. Yo… solo quería recordarte… que hemos de salir dentro de una hora a nuestra primera cita. Es con Eric Stone, en Markham Dell. Todavía vive en la casa de su madre. Te encantará conocerlo. Eric es… único.

Antes de salir, llamó, tal como había planeado, al detective James Schiff, del Departamento de Policía de Siracusa, para preguntar sobre el equipo de vigilancia que habían prometido instalar en el apartamento de Kim. Schiff había salido, así que le pasaron a su compañero, Elwood Gates. Pese a que parecía familiarizado con la situación, el tipo no estaba muy interesado en el problema ni tampoco se disculpó por haberse retrasado en la instalación de las cámaras.

—Si Schiff dice que nos pongamos, nos pondremos.

—¿Alguna idea de cuándo?

—Quizá cuando terminemos con unas cuantas cosas más importantes, ¿vale?

—¿Más importantes que un loco peligroso que ha entrado en el apartamento de una joven con ánimo de agredirla?

—¿Está hablando del peldaño roto?

—Estoy hablando de un escalón trucado sobre un suelo de cemento. Podía haberle causado daños muy graves.

—Bueno, señor Gurney, deje que le diga algo. Ahora mismo, no hay nada de eso. Supongo que no ha oído nada de la pequeña guerra entre traficantes de crack que estalló ayer. No, creo que no. No obstante, usted no se preocupe, en cuanto detengamos a un puñado de capullos con AK-47, nos ocuparemos de su gran problema: está en lo más alto de nuestra lista, ¿de acuerdo? Bueno, seguro que le mantendremos informado. Que pase un buen día.

Kim se fijó en la cara de Gurney cuando este se guardó el teléfono en el bolsillo.

—¿Qué ha dicho?

—Ha dicho que a lo mejor pasado mañana.

Gurney insistió en que viajaran en coches separados hasta Markham Dell. Quería poder actuar libremente, poder separarse de Kim si surgía algo inesperado.

La chica conducía más deprisa que él, así que se perdieron de vista antes de llegar a la interestatal. Era un día hermoso, por fin parecía haber llegado algo de la primavera. El cielo era de un azul penetrante. Las pequeñas nubes dispersas parecían de algodón y resplandecían. Había campanillas de invierno que florecían en zonas en sombra junto a la interestatal. Cuando el GPS le informó de que estaba a mitad de camino, se detuvo a poner gasolina. Llenó el depósito y fue a comprar un café para llevar. Minutos después, sentado en el coche con las ventanas bajadas, saboreando el torrefacto, decidió llamar a Jack Hardwick y pedirle dos favores más. El quid pro quo, cuando llegara, sería sustancial. Sin embargo, necesitaba cierta información, y esa era la forma más eficiente de conseguirla. Lo llamó, medio deseando que le saliera el buzón de voz. Pero le contestó aquella voz animada, sarcástica y de papel de lija.

—¡Davey! El sabueso que anda tras la pista de la encarnación del mal. ¿Qué coño quieres ahora?

—En realidad, mucho.

—No me digas. ¡Qué sorpresa!

—Estaré en deuda contigo.

—Ya lo estás, campeón.

—Cierto.

—Solo para que lo sepas. Habla.

—Primero, me gustaría saber todo lo que se pueda saber de un estudiante de la Universidad de Siracusa llamado Robert Meese, alias Robert Montague. Segundo, me gustaría saber todo lo que se pueda saber de Emilio Corazon, padre de Kim Corazon, exmarido de la periodista de Nueva York Connie Clarke. Emilio desapareció sin dejar rastro hace años. De hecho, esta semana se cumplen diez años de su desaparición. Los intentos de su familia por localizarlo han fracasado.

—Cuando dices todo lo que se pueda saber, ¿qué…?

—Todo lo que puedas escarbar en los próximos dos o tres días.

—¿Nada más?

—¿Lo harás?

—No olvides que tendrás que pagar tu deuda.

—No lo olvidaré, Jack. De verdad que aprecio… —dijo, pero se interrumpió cuando se dio cuenta de que Hardwick ya había colgado.

Siguiendo las instrucciones del GPS, salió de la interestatal y se dirigió por una serie de caminos rurales hasta llegar al giro de Foxledge Lane. Ahí, aparcado al lado de la carretera, vio el Miata rojo. Kim lo saludó, se incorporó a la calzada delante de él y subió lentamente por el camino.

No tuvieron que ir muy lejos. El primer sendero, flanqueado por impresionantes muros de mampostería pertenecía a algo llamado Whittingham Hunt Club. En el segundo sendero, a unos centenares de metros, no había ninguna identificación o dirección visible, pero Kim entró y Gurney la siguió.

La casa de Eric Stone estaba a unos cuatrocientos metros. Era una gran edificación colonial de Nueva Inglaterra, pero por todas partes había trozos de pintura que empezaban a saltar, canaletas por ajustar y enderezar. En el sendero, se veían grietas causadas por los cambios de temperatura; hojas secas del invierno que se acababa cubrían en parte el césped y el jardín.

Un camino de ladrillos desigual conectaba el sendero con los tres escalones que conducían a la puerta de la casa. Tanto el camino como los escalones estaban cubiertos de hojas podridas y ramitas. Cuando Gurney y Kim estaban en la mitad de este camino, la puerta se abrió y un hombre salió al amplio escalón. Sus hombros estrechos y su barriga prominente hicieron que Gurney pensara en un huevo. Un delantal impecable le cubría del cuello a las rodillas.

—Tengan cuidado, por favor. Eso es una auténtica selva.

Mostró una sonrisa que dejó entrever sus dientes. Lanzó una mirada ansiosa a Gurney. Llevaba el pelo, prematuramente gris, corto y peinado con raya. Su carita rosada parecía recién afeitada.

—¡Galletas de jengibre! —anunció con voz alegre al apartarse para dejarlos entrar en la gran casa.

Al pasar por su lado, Gurney notó que el olor a polvo de talco daba paso al característico aroma dulce y especiado de la única galleta que le desagradaba de verdad.

—Solo sigan el pasillo hasta el final. La cocina es el sitio más agradable de la casa.

Además de la escalera que conducía al primer piso, pudieron ver varias puertas, pero el polvo sobre sus pomos sugería que rara vez se abrían.

La cocina del fondo de la casa resultaba agradable porque estaba caliente y olía a lo que había en el horno, pero por nada más. Era enorme y de techos altos. Tenía el tipo de electrodomésticos que una o dos décadas antes había ocupado los hogares de los más pudientes. La campana extractora colgaba a tres metros. Gurney pensó en el altar del sacrificio de una película de Indiana Jones.

—Mi madre era una devota de la calidad —dijo el hombre con forma de huevo. Luego añadió, como si fuera un eco espantoso del pensamiento pasajero de Gurney—: Era una acólita del altar de la perfección.

—¿Desde cuándo vive aquí? —preguntó Kim.

En lugar de responder la pregunta, Stone se volvió hacia Gurney:

—Yo desde luego sé quién es usted, y sospecho que usted sabe quién soy, pero sigo pensando que sería apropiado que nos presentaran.

—Oh, qué estúpida —dijo Kim—. Lo siento. Dave Gurney. Eric Stone.

—Encantado —dijo Stone, que extendió la mano con una sonrisa obsequiosa. Sus dientes grandes y parejos eran casi tan blancos como el delantal—. Su impresionante reputación le precede.

—Encantado de conocerle —contestó Gurney.

La mano de Stone era caliente, blanda y desagradablemente húmeda.

—Le hablé a Eric del artículo que mi madre escribió sobre ti —dijo Kim.

Después de un silencio incómodo, Stone señaló una envejecida mesa de pino situada en un rincón de la cocina, alejada del espléndido horno.

—¿Nos sentamos?

Cuando Gurney y Kim se hubieron sentado, Stone preguntó si querían tomar algo.

—Tengo cafés de distinta intensidad, así como té de incontables variedades. También puedo ofrecerles refresco de granada. ¿Alguien se apunta?

Los dos lo rechazaron. Stone, que exageró su decepción, se sentó a la mesa. Kim cogió tres pequeñas cámaras y dos minitrípodes de su bolsa. Instaló dos de las cámaras, una de cara a Stone y la otra enfocándola a sí misma.

A continuación explicó la idea de la producción: «la gente de RAM» pretendía mantener el aspecto y el ambiente de la entrevista lo más sencillo posible, conservando el mismo marco visual y de audio con el que estaban familiarizados quienes solían grabar escenas cotidianas con sus iPhone. El objetivo era que todo fuera de verdad, simple. Como si estuvieran manteniendo una conversación casual, sin guion alguno. Sin focos, solo con la luz propia de la estancia. Nada profesional. Seres humanos hablando como seres humanos…

Stone permaneció impasible ante aquel discurso. En realidad, en un momento dado pareció que empezaba a pensar en otra cosa.

—¿Tiene alguna pregunta? —dijo Kim.

—Solo una —dijo, volviéndose hacia Gurney—: ¿cree que lo atraparán algún día?

—¿Al Buen Pastor? Me gustaría pensar que sí.

Stone puso los ojos en blanco.

—Seguro que en su profesión da muchas respuestas como esa, respuestas que en realidad no son respuestas. —Su tono parecía más triste que desafiante.

Gurney se encogió de hombros.

—Todavía no sé lo suficiente para decirle nada más.

Kim hizo algunos ajustes de encuadre final en los visores de las cámaras que reposaban sobre los trípodes y las puso en modo de alta definición. Hizo lo mismo con la tercera cámara, que sostenía en la mano. A continuación, se peinó con los dedos, se sentó más erguida en la silla, se alisó unas pocas arrugas del bléiser, sonrió y empezó a hablar.

—Eric, me gustaría darle las gracias otra vez por aceptar participar en Los huérfanos del crimen. Nuestro objetivo es presentar sincera y directamente lo que piensa, lo que siente. Nada ha de quedar fuera de esta entrevista, nada está prohibido. Estamos en su casa, no en un estudio de televisión. La historia y las emociones son suyas. Empecemos por donde usted quiera.

Stone respiró hondo, nervioso.

—Empezaré por responder a la pregunta que me ha hecho hace unos minutos, en la cocina. Me ha preguntado desde cuándo vivía aquí. La respuesta es que desde hace veinte años: la mitad de esos años, en una especie de paraíso; la otra mitad, en un infierno. —Hizo una pausa—. Los primeros diez años viví en un mundo de luz, la luz que proyectaba una mujer extraordinaria; los diez últimos he vivido en un mundo de sombras.

Kim mantuvo un largo silencio antes de intervenir en voz baja, con un tono triste.

—Lo profundo que es nuestro dolor suele hablarnos sobre lo mucho que hemos perdido.

Stone asintió.

—Mi madre era una roca, un volcán. Era una fuerza de la naturaleza. Deje que repita eso: una fuerza de la naturaleza. Es un cliché, pero es así. Perderla fue como revocar la ley de la gravedad. Revocar la ley de la gravedad. Imagíneselo. Un mundo sin gravedad. Un mundo sin pegamento que lo mantenga unido.

Los ojos del hombre se humedecieron.

Las siguientes palabras de Kim fueron sorprendentes. Le preguntó si podía darle una galleta.

Él soltó una risa, un arrebato histérico vertiginoso que hizo que las lágrimas resbalaran por sus mejillas.

—Sí, sí, por supuesto. Mis galletas de jengibre acaban de salir del horno, pero hay también chips de chocolate, galletitas de mantequilla y de avena con pasas. Todo horneado hoy mismo.

—Creo que la tomaré de avena con pasas —dijo Kim.

—Una excelente elección, señorita.

Stone sonó como si, a través de las lágrimas, tratara de imitar a un sumiller meloso. Fue al otro extremo de la cocina y cogió de encima del horno una bandeja llena de grandes galletas marrones. Kim no dejó de enfocarlo con la tercera cámara.

Cuando Stone estaba a punto de dejar la bandeja encima la mesa, una idea que le cruzó por la mente lo detuvo. Se volvió hacia Gurney.

—Diez años —dijo, como si algo nuevo en el significado del número lo hubiera pillado por sorpresa—. Exactamente diez años. Una década. —El tono de su voz se elevó hasta alcanzar cierto dramatismo—. Diez años y sigo hecho un asco. ¿Qué opina de eso, detective? ¿Mi patético estado lo motiva para encontrar, detener y ejecutar al maldito cabrón que asesinó a la mujer más increíble del mundo? ¿O soy tan ridículo que solo provoco risa?

Gurney tendía a mostrarse comedido cuando la gente mostraba sus sentimientos de aquella manera. Esta vez no fue una excepción.

—Haré todo lo que pueda —respondió con voz monocorde, como si tal cosa.

Stone le dedicó una expresión escéptica.

Les ofreció café otra vez, y otra vez ambos lo rechazaron.

Kim pasó un buen rato intentando que Stone le describiera cómo era la vida que llevaba antes del asesinato de su madre, y cómo había seguido después. La vida anterior era mejor en todos los sentidos. Poco a poco Sharon Stone había alcanzado el éxito. Se situó en la élite del mercado inmobiliario de segundas residencias. Y llevó ese éxito a su vida personal, donde compartió todo el lujo que se le ofrecía con su hijo. Poco antes de que el Buen Pastor se cruzara en su camino, había accedido a avalar un contrato de financiación de tres millones de dólares para dejar a Eric como propietario del principal hotel y restaurante en Finger Lakes, tierra de vinos.

Sin su firma, el acuerdo no llegó a buen puerto. En lugar de disfrutar de la vida de un restaurador y hotelero de élite, a los treinta y nueve años, Eric Stone vivía en una casa que no podía mantener y trataba de ganarse la vida haciendo galletas en la cocina de su difunta madre y vendiéndolas a tiendas y fondas locales.

Al cabo de más o menos de una hora, Kim cerró la libreta que había estado consultando. Se dirigió a Gurney y, para sorpresa de este, le dijo si quería hacer alguna pregunta.

—Tal vez un par, si al señor Stone no le importa.

—¿Señor Stone? Por favor, llámeme Eric.

—Muy bien, Eric. ¿Sabe si su madre tuvo algún contacto profesional o personal con alguna de las otras víctimas?

Stone hizo una mueca.

—No, que yo sepa.

—¿Algún enemigo?

—Mi madre no soportaba a los idiotas.

—¿Qué significa eso?

—Significa que podía sacar a la gente de sus casillas. El sector inmobiliario, sobre todo al nivel al que trabajaba mi madre, es un negocio muy competitivo, y a ella no le gustaba perder el tiempo con idiotas.

—¿Recuerda por qué se compró un Mercedes?

—Por supuesto. —Stone torció el gesto—. Tiene clase, estilo, potencia, agilidad. Está muy por encima del resto, como mi madre.

—Durante los últimos diez años, ¿ha tenido contacto con alguien relacionado con las demás víctimas?

Otra mueca.

—Esa palabra no me gusta.

—¿Qué palabra?

—Víctima. No pienso en ella de ese modo. Suena horriblemente pasivo, impotente, todas las cosas que mi madre no era.

—Se lo diré de otra manera: ha tenido contacto con las familias…

Stone lo interrumpió.

—La respuesta es sí. Hubo cierto contacto al principio. Después de los crímenes nos reuníamos en una especie de grupo de apoyo.

—¿Participaron todas las familias?

—En realidad no. El cirujano que vivía en Williamstown tenía un hijo que se unió a nosotros una vez o dos, pero luego dijo que no tenía el menor interés en participar en esa clase de grupo, porque no sentía ninguna pena. Dijo que se alegraba de que su padre estuviera muerto. Fue terrible. Completamente hostil. Muy doloroso.

Gurney miró a Kim.

—Jimi Brewster —dijo ella.

—¿Es todo? —preguntó Stone.

—Solo un par de cuestiones rápidas más. ¿Mencionó alguna vez su madre que estuviera asustada por algo?

—Nunca. Era el ser humano menos miedoso que ha caminado sobre la faz de la Tierra.

—¿Sharon Stone era su verdadero nombre?

—Sí y no. Básicamente sí. Su nombre oficial, por decirlo así, era Mary Sharon Stone. Después del enorme éxito de Instinto básico, se transformó un poco: se tiñó el pelo de rubio, dejó el Mary y promocionó su extraordinaria nueva personalidad. Mi madre era un genio de la promoción. Incluso se hizo fotos en carteles publicitarios en los que aparecía sentada con las piernas cruzadas y una falda corta, al estilo de la famosa escena de la película.

Gurney le indicó a Kim que no tenía más preguntas.

Stone añadió con una sonrisa inquietante:

—Mi madre tenía unas piernas de morirse.

Al cabo de una hora, Gurney aparcó al lado del Miata de Kim, delante de la inhóspita oficina de una empresa contable: Vickers, Villani y Flemm. El local estaba situado entre un estudio de yoga y una agencia de viajes, en las afueras de Middletown.

La chica estaba hablando por teléfono. Gurney se sentó y reflexionó sobre lo que haría si se apellidara Flemm, un nombre tan parecido a «flema». ¿Se cambiaría aquel apellido o lo luciría, desafiante? ¿No cambiárselo, cuando un nombre podía ser tan patentemente absurdo como el tatuaje de un burro en la frente, era un acto loable o una terquedad un tanto estúpida? ¿En qué punto el orgullo se volvía disfuncional?

«Cielos, pero ¿en qué tontería estoy pensando?»

Un golpecito en la ventanilla y el rostro de Kim lo devolvieron al presente. Bajó del coche y siguió a la chica hasta la oficina.

La puerta de la calle daba acceso a una sala de espera minúscula con unas pocas sillas distintas apoyadas contra una pared. Había unos ejemplares gastados de Smart Money abiertos en abanico en una pequeña mesita de café de estilo minimalista. Un muro a la altura de la cadera separaba esta zona de otra más pequeña en la que había dos escritorios vacíos delante de una pared con una sola puerta, que estaba cerrada. Encima del murete había un timbre pasado de moda: una semiesfera de plata con un pulsador que sobresalía.

Kim apretó el pulsador. Se oyó un ring sorprendentemente sonoro. Volvió a pulsarlo al cabo de medio minuto, pero no obtuvo respuesta. Cuando ya estaba buscando su teléfono móvil, se abrió la puerta de la pared del fondo. El hombre que apareció en el umbral era delgado, pálido, de aspecto cansado. Los miró con curiosidad.

—¿Señor Villani? —dijo Kim.

—Sí. —Su voz era seca e incolora.

—Soy Kim Corazon.

—Sí.

—Hablamos por teléfono…, le dije que vendríamos a preparar nuestra entrevista…

—Sí, lo recuerdo.

—Bueno… —Kim miró a su alrededor, un poco confundida—. ¿Dónde le gustaría…?

—Oh, sí. Pueden pasar a mi oficina. —Dio un paso atrás.

Gurney abrió una portezuela de vaivén en el murete y la sostuvo para que pasara la chica. No tenía muy buen aspecto, como los dos escritorios vacíos que había detrás. Fueron a una habitación sin ventanas, que tenía una gran mesa de caoba, cuatro sillas de respaldo recto y librerías en tres de las cuatro paredes. Las estanterías estaban llenas de volúmenes gruesos sobre contabilidad y legislación impositiva. El polvo, presente por todas partes, también se había apoderado de los libros. Olía a rancio.

La única iluminación procedía de una lámpara de escritorio situada en un rincón de la mesa. Había un fluorescente en el techo, pero estaba apagado. Cuando Kim examinó la sala en busca de lugares donde poner las cámaras, preguntó si podía encenderla.

Villani se encogió de hombros y le dio al interruptor. Después de una serie de destellos vacilantes, la luz se estabilizó. Se oyó un zumbido grave. El brillo fluorescente resaltó la palidez de la piel de Villani y las sombras de debajo de sus ojos. Había algo característicamente cadavérico en él.

Como había hecho en la cocina de Stone, Kim preparó las cámaras. Una vez que terminó, ella y Gurney se sentaron a un lado de la mesa de caoba, enfrente de Villani. Kim repitió, casi palabra por palabra, el discurso que le había soltado a Stone sobre los objetivos de informalidad, simplicidad y naturalidad, acerca de que pretendía que la entrevista se pareciera a una conversación que dos amigos podrían tener en su casa, relajada y sincera.

Villani no respondió.

Kim le dijo que podía contar cualquier cosa que quisiera.

El tipo no abrió la boca y se la quedó mirando.

La chica echó un vistazo a su alrededor, a aquel espacio claustrofóbico. La luz del techo solo había logrado aumentar la sensación de que estaban en un lugar verdaderamente inhóspito.

—Así pues —dijo Kim, que pareció darse cuenta de que tendría que esforzarse por sacarle las palabras a aquel hombre—, ¿este es su despacho principal?

Villani pareció considerarlo.

—El único despacho.

—¿Y sus socios? ¿Están… aquí?

—No. No hay socios.

—Pensaba que los nombres… Vickers y…

—Ese era el nombre de la empresa. Se formó como una sociedad. Yo era el socio principal. Luego… nos separamos. El nombre de la firma era una cuestión legal…, independiente de quién trabajara aquí. Nunca tuve energía para cambiarlo. —Habló despacio, como si luchara con la rigidez de sus propias palabras—. Es como algunas mujeres divorciadas que conservan sus apellidos de casadas. No sé por qué no lo cambié, ¿debería hacerlo? —No sonó a que quisiera una respuesta.

La sonrisa de Kim se tornó más tensa. Se movió en su asiento.

—Una pregunta rápida antes de ir más allá. ¿Debería llamarle Paul o prefiere que le llame señor Villani?

—Paul está bien —respondió él tras unos momentos de silencio casi sepulcral.

—Muy bien, Paul, vamos a empezar. Como le dije por teléfono, solo pretendo que tengamos una sencilla conversación sobre la vida que ha llevado después de la muerte de su padre. ¿Le parece bien?

—Claro —contestó Villani, después de otra pausa.

—Muy bien. ¿Desde cuándo es contable?

—Desde siempre.

—Concretamente, ¿cuántos años hace que se dedica a la contabilidad?

—¿Años? Desde la universidad. Tengo… cuarenta y cinco. Veintidós años cuando me licencié. Así pues, cuarenta y cinco menos veintidós es igual a veintitrés. Veintitrés años como contable. —Cerró los ojos.

—¿Paul?

—¿Sí?

—¿Se encuentra bien?

Abrió un ojo, luego el otro. —Acepté hacer esto, así que lo haré, pero me gustaría terminar pronto. He hablado de todo esto en terapia. Puedo darles las respuestas. Es solo que… no me gusta escuchar las preguntas. —Suspiró—. Leí su carta… Hablamos por teléfono… Sé lo que quiere. Quiere el antes y el después, ¿verdad? Vale. Le contaré el antes y el después. Le contaré la esencia del entonces y del ahora. —Soltó otro pequeño suspiro.

Gurney tuvo la impresión de que eran mineros atrapados en una cueva subterránea y que empezaba a faltarles el oxígeno: un pequeño recuerdo de una película que vio de niño.

Kim frunció el ceño.

—No estoy segura de entenderlo.

—He repasado todo esto en terapia —dijo Villani, esta vez con un tono de voz más elevado.

—Vale… y, por lo tanto…, usted…

—Por lo tanto, puedo darle las respuestas sin que tenga que formular las preguntas. Mejor para todos, ¿verdad?

—Me parece muy bien, Paul. Por favor, adelante.

Señaló a una de las cámaras.

—¿Está en marcha?

—Sí.

Villani cerró los ojos otra vez. Cuando empezó su relato, Gurney se fijó en que Kim empezaba a tener unos tics en los labios, aunque no sabía a qué respondían.

—No es que fuera una persona feliz, antes del… suceso. Nunca fui una persona feliz. Pero hubo un tiempo en que tenía esperanza. Creo que tenía esperanza. Algo parecido a la esperanza. Una sensación de que el futuro podría ser más brillante. Pero después del… suceso… esa sensación desapareció para siempre. El color en la imagen se perdió, todo era gris. ¿Lo comprende? Sin color. Una vez tuve la energía para construir un despacho profesional, para cultivar algo. —Articuló la palabra como si fuera un concepto extraño—. Clientes…, socios…, impulso. Más, mejor, mayor. Hasta que ocurrió aquello. —Se quedó en silencio.

—¿Aquello? —lo incitó Kim.

—El suceso. —Abrió los ojos—. Fue como si me empujaran desde el borde. No a un precipicio, solo… —Levantó la mano para imitar a un coche que llegara al vértice de una colina y luego se inclinara ligeramente hacia abajo—. Las cosas empezaron a ir mal. A desmoronarse. Punto por punto. El motor dejó de funcionar.

—¿Cuál era su situación familiar? —preguntó Kim.

—¿Situación? ¿Aparte del hecho de que mi padre estuviera muerto y mi madre en coma irreversible?

—Lo siento, debería haber sido más clara. Me refiero a si estaba casado o tenía alguna otra familia.

—Tenía esposa. Hasta que se cansó de que todo fuera cuesta abajo.

—¿Hijos?

—No. Por suerte. O quizá no por suerte. Todo el dinero de mis padres fue a parar a sus nietos, los hijos de mi hermana. —Villani sonrió, pero había amargura en la sonrisa—. ¿Sabe por qué? Tiene gracia. Mi hermana era una persona con muchos problemas, muy ansiosa. Sus dos hijos eran bipolares, TDAH, TOC, como lo quiera llamar. Así que mi padre… decide que yo estoy bien: soy el cuerdo de la familia. Ellos son los que necesitarán toda la ayuda posible.

—¿Está en contacto con su hermana?

—Mi hermana está muerta.

—Lo siento, Paul.

—Hace años. ¿Cinco? ¿Seis? Cáncer. Quizá morir no está tan mal.

—¿Qué le hace decir eso?

Una vez más, la sonrisa amarga, cerca de la tristeza.

—¿Lo ve? Preguntas. Preguntas. —Miró el tablero de la mesa como si estuviera tratando de distinguir la silueta de algo en un agua turbia—. La cuestión es que el dinero significaba mucho para mi padre. Era lo más importante. ¿Lo entiende?

Su tristeza se reflejó en los ojos de Kim.

—Sí.

—Mi terapeuta me explicó que la obsesión de mi padre por el dinero fue la razón de que yo me hiciera contable. Después de todo, ¿qué cuentan los contables? Cuentan dinero.

—Y cuando se lo dejó todo a la familia de su hermana…

Villani levantó la mano otra vez. Esta vez imitó el descenso lento de un coche hacia un valle profundo.

—La terapia te da toda esta comprensión, toda esta claridad, pero eso no siempre es bueno, ¿no le parece?

—No era una pregunta.

Media hora más tarde, pasar de la espantosa oficina de Paul Villani al soleado aparcamiento fue como salir de un cine oscuro a la luz del día: de un mundo a otro.

Kim suspiró.

—Uf. Ha sido…

—¿Deprimente? ¿Desolador?

—Solo triste. —Estaba casi temblando.

—¿Te has fijado en las fechas de las revistas de la recepción?

—No, ¿por qué?

—Eran todas de hace años. Y hablando de fechas, ¿te das cuenta de qué época del año es?

—¿Qué quieres decir?

—Estamos en la última semana de marzo. A menos de tres semanas del 15 de abril. Es el periodo del año en el que los contables suelen estar más ocupados.

—Vaya, tienes razón. Significa que no le quedan clientes. O no muchos. Entonces, ¿qué está haciendo aquí?

—Buena pregunta.

El camino de vuelta a Walnut Crossing les llevó casi dos horas. El sol estaba lo bastante bajo en el cielo para producir un brillo neblinoso en el parabrisas sucio de Gurney, lo que le recordó por tercera o cuarta vez en esa semana que no le quedaba líquido limpiaparabrisas. Más que la ausencia del líquido, le preocupó su mala memoria. Si no anotaba las cosas…

El teléfono interrumpió sus pensamientos. Le sorprendió ver el nombre de Hardwick en la pantalla.

—¿Sí, Jack?

—El primero era fácil. Pero no creas que eso reduce tu deuda.

Gurney recordó el favor que le había pedido esa mañana.

—¿El primero era la historia del señor Meese-Montague?

—En realidad más bien señor Montague-Meese, pero más sobre eso sin tardanza.

—¿Sin tardanza?

—Sí, sin tardanza. Una de las expresiones favoritas de William Shakespeare. Cuando quería decir «pronto» decía «sin tardanza». Estoy refinando mi estilo, así puedo hablar con mayor seguridad con capullos intelectuales como tú.

—Eso está muy bien, Jack. Estoy orgulloso de ti.

—Vale, es una primera entrega. Quizás haya más. El individuo del que estamos hablando nació el 29 de marzo de 1989 en el hospital Saint Luke de Nueva York.

—Ajá.

—¿Qué significa ese ajá?

—Que su cumpleaños es pasado mañana.

—¿Y eso qué coño significa?

—Es solo un hecho interesante. Continúa.

—En el certificado de nacimiento no figura el nombre del padre. Su madre, cuyo nombre, por cierto, era Marie Montague, entregó al pequeño en adopción.

—Así que el pequeño Robert fue en realidad un Montague antes de ser un Meese. Muy interesante.

—Y se pone aún más interesante. Casi de inmediato lo adoptó una acaudalada pareja de Pittsburgh: Gordon y Celia Meese. Resulta que él era asquerosamente rico, heredero de una fortuna de minas de carbón de los Apalaches. Adivina qué pasó después.

—Por cómo lo dices supongo que algo terrible.

—A los doce años, los Servicios Sociales retiraron la custodia de Robert a los Meese.

—¿Has podido averiguar por qué?

—No. Hay mucho hermetismo respecto al caso.

—¿Por qué no me sorprende? ¿Qué pasó después con Robert?

—Una historia fea. Una casa de acogida detrás de otra. Nadie quería quedárselo más de seis meses. Un jovencito difícil. Le han prescrito distintos fármacos por un trastorno generalizado de ansiedad, personalidad borderline y, este me encanta, trastorno explosivo intermitente.

—Supongo que no debería preguntarte cómo has tenido acceso a…

—Exacto. Así que no lo hagas. El resumen es que era un chico muy inseguro con graves problemas para relacionarse y que se dejaba dominar por la ira.

—Entonces, ¿cómo este dechado de estabilidad…?

—¿Terminó en la universidad? Sencillo. Oculto en esa mente jodida hay un coeficiente intelectual bestial. Y un coeficiente intelectual así, con un historial problemático, combinado con cero recursos económicos, es la fórmula mágica para que te concedan una beca completa. Desde que entró en la Universidad de Siracusa, Robert ha destacado en teatro y ha sido un desastre en todo lo demás. Se dice que es un actor nato. Lo suficientemente guapo para ser estrella de cine, fantástico en el escenario, capaz de parecer encantador, pero, sobre todo, es un tipo reservado. Hace poco se cambió el apellido, otra vez, de Meese a Montague. Durante unos meses vivió, supongo que ya lo sabes, con la pequeña Kimmy. Al parecer, terminaron mal. Ahora vive solo en una casa de alquiler de tres habitaciones, en una mansión victoriana de una bonita calle de Siracusa. No se sabe de dónde saca el dinero para pagar el alquiler, el coche…

—¿Algún trabajo?

—Nada. Por ahora, eso es todo. Si sale más mierda, te la tiraré encima.

—Te debo otra.

—En eso te doy la razón.

Gurney tenía tantas cosas en la cabeza que cuando Madeleine dijo esa noche, mientras tomaban café, lo espectacular que había sido la puesta de sol de hacía unas horas, no recordaba siquiera haber reparado en ella. En su mente solo tenía espacio para una masa de imágenes, personalidades y detalles inquietantes.

Por una parte, el hombre-huevo que horneaba galletas y no quería considerar a su todopoderosa madre como una víctima, una mujer que sacaba de quicio a la gente. Se preguntó si alguien le había contado que el lóbulo de la oreja de su madre, con aquel diamante, había aparecido en el arbusto de zumaque.

Paul Villani, un hombre que vio cómo su potentado padre había legado todo su dinero y todo su amor a otra gente. Un hombre cuya carrera perdió su significado, cuya vida se tornó gris, cuyos pensamientos eran sombríos y avinagrados, y cuyo lenguaje y porte, sin olvidar su oficina sin vida, se podían relacionar con una nota de suicidio.

«Dios… y si…»

Madeleine lo estaba observando a través de la mesa.

—¿Qué pasa?

—Solo estaba pensando en una de las personas que Kim y yo hemos visitado hoy.

—Ya veo.

—Estoy tratando de volver sobre lo que dijo. Parecía… muy deprimido.

La mirada de Madeleine se hizo más intensa.

—¿Qué dijo?

—Eso es lo que estoy intentando recordar. Es un comentario que hizo. Acababa de decirnos que su hermana estaba muerta. Luego dijo: «La muerte no está tan mal». Algo por el estilo.

—¿Nada más directo? ¿Expresó tener intención de hacer algo?

—No. Solo… una pesadez, una… ausencia de… No lo sé.

Madeleine parecía angustiada.

—El tipo de tu clínica, el paciente que se suicidó. ¿Fue concreto respecto a…?

—No, por supuesto que no, o lo habrían llevado al psiquiátrico. Pero decididamente tenía esa… pesadez. Una oscuridad, una desesperanza.

Gurney suspiró.

—Por desgracia, no importa lo que pensemos que alguien podría hacer. Solo cuenta lo que dice que va a hacer. —Torció el gesto—. Pero hay algo que me gustaría descubrir. Solo para mi paz mental.

Cogió el móvil y marcó el número de Hardwick. Saltó el buzón de voz.

—Jack, quiero incrementar mi enorme deuda contigo pidiéndote un pequeño favor más. —Aunque por su tono parecía estar de broma, lo cierto es que ya empezaba a deberle demasiado. No obstante, Hardwick era su mejor baza—. Hay un contable en el condado de Orange que se llama Paul Villani. Resulta que es el hijo de Bruno Villani, la primera víctima del Buen Pastor. Me gustaría averiguar si tiene algún arma registrada. Estoy inquieto por él, y me gustaría saber cuánto debería preocuparme. Gracias.

Se sentó a la mesa. De manera ausente se echó una tercera cucharada de azúcar en el café.

—¿Cuánto más dulce mejor? —preguntó Madeleine con una pequeña sonrisa.

Dave se encogió de hombros y siguió revolviendo el café lentamente.

Su mujer ladeó un poco la cabeza y lo observó de una manera que en tiempos lo había turbado, pero que en los últimos años había llegado a gustarle. Empezaba a ver aquel sentirse observado como una expresión de afecto, aunque no supiera muy bien en qué pensaba ella en momentos como ese. Preguntárselo sería como pedirle que definiera su relación, y eso era algo que no podía hacer.

Madeleine cogió la taza con las dos manos, se la llevó a los labios, dio un sorbo y volvió a dejarla con suavidad.

—Bueno, ¿quieres contarme un poco más de lo que está pasando?

Por alguna razón, la pregunta lo pilló por sorpresa.

—¿De verdad quieres saberlo?

—Por supuesto.

—Hay mucho.

—Te escucho.

—Vale. Pero que conste que tú me lo has pedido.

Se recostó en su silla y habló sin parar durante veinticinco minutos. Habló de todo lo que se le ocurrió, desde la galería de tiro de Roberta Rotker al esqueleto en la puerta de Max Clinter. Al verbalizar todas aquellas ideas, él mismo se sorprendió ante la cantidad de gente peculiar con la que se había encontrado y lo complejo del caso.

—Y finalmente —concluyó—, está la cuestión del granero.

—Sí, el granero —dijo Madeleine, cuya expresión se endureció—. ¿Crees que está relacionado con todo lo demás?

—Creo que sí.

—Así pues, ¿cuál es el plan?

Era una pregunta desagradable, porque la respuesta era que, en verdad, no tenía nada ni remotamente parecido a un plan.

—Husmear en las sombras con una picana eléctrica, ver si alguien grita —dijo—. A lo mejor encender un fuego bajo la vaca sagrada.

—¿Y eso en cristiano qué quiere decir?

—Hay que averiguar si la policía tiene algún hecho sólido al que agarrarse, o si toda la teoría que se ha elaborado respecto al caso del Buen Pastor es tan frágil como me parece.

—¿Por eso quieres encontrarte mañana con el tipo del FBI?

—Sí. El agente Trout. En su cabaña en el Adirondack. En el lago Sorrow.

Justo entonces, acompañados por una ráfaga de aire frío, Kyle y Kim entraron por la puerta lateral.