Gurney estaba volviendo a guardarse el teléfono en el bolsillo cuando llamaron suavemente a la puerta abierta del estudio. Se volvió y vio a Kim.
—¿Puedo interrumpir un minuto?
—Entra. No estás interrumpiendo nada.
—Quería pedirte perdón.
—¿Por qué?
—Por dar ese paseo de paquete en la moto de Kyle.
—¿Perdón?
—No era lo correcto. Quiero decir que no era el momento de ir a dar una estúpida vuelta en moto, cuando hay muchas cosas importantes en marcha. Debes de pensar que soy una egoísta cabeza hueca.
—Tomarse un descanso en circunstancias como estas me parece muy razonable.
Ella negó con la cabeza.
—No creo que sea apropiado que actúe como si no hubiera ocurrido nada, sobre todo si cabe la posibilidad de que hayan destruido tu granero por mi culpa.
—¿Crees que Robby Meese es capaz de hacer algo así?
—Hubo un tiempo en que habría dicho que ni en un millón de años. Ahora no estoy segura. —Parecía confundida, impotente—. ¿Crees que fue él?
Kyle apareció en el umbral, detrás de ella, escuchando pero sin decir nada.
—Sí y no —dijo Gurney.
La chica asintió, como si su respuesta escondiera un mayor significado.
—Hay una cosa más que he de decir. Espero que te des cuenta de que hace unos días no tenía ni idea de adónde te estaba arrastrando. En este punto, comprendería y aceptaría tu decisión si quisieras dejarlo.
—¿Por el incendio?
—El incendio, además de la trampa en el sótano.
Gurney sonrió.
Ella frunció el ceño.
—¿Qué tiene tanta gracia?
—Esas son las razones por las que no quiero dejarlo.
—No lo entiendo.
—Cuando más difícil se pone —intervino Kyle—, más decidido está.
Kim se volvió, asombrada.
—Para mi padre —continuó Kyle— la dificultad es un imán. Lo imposible es irresistible.
Ella miró primero a Kyle y luego a Gurney.
—¿Eso significa que estás dispuesto a seguir participando en mi proyecto?
—Al menos hasta que se ordenen las cosas. ¿Qué es lo siguiente en tu agenda?
—Más reuniones. Con Eric, el hijo de Sharon Stone. Y con el hijo de Bruno Villani, Paul.
—¿Cuándo?
—El sábado.
—¿Mañana?
—No, el…, oh, Dios mío, mañana es sábado. He perdido un día. ¿Crees que podrás venir?
—Siempre y cuando no haya nuevas sorpresas.
—Vale, genial. Será mejor que me vaya. El tiempo está desapareciendo. En cuanto llegue a casa, confirmaré las citas y te llamaré para darte las direcciones. Mañana nos reuniremos en el sitio de la primera entrevista. ¿Te parece bien?
—¿Vas a ir a tu apartamento de Siracusa?
—Necesito ropa y algunas cosas. —Parecía incómoda—. Probablemente no me quedaré a dormir.
—¿Cómo vas a ir allí?
Ella miró a Kyle.
—¿No se lo has dicho?
—Supongo que me he olvidado. —Sonrió, se ruborizó—. Voy a llevar a Kim a su casa.
—¿En la moto?
—Está saliendo el sol. No hay problema.
Gurney miró por la ventana. Los árboles del borde del campo estaban proyectando sombras débiles sobre la hierba mustia.
—Madeleine va a prestarle una chaqueta y unos guantes —agregó Kyle.
—¿Y un casco?
—Compraremos uno para ella en el pueblo, en el concesionario Harley. A lo mejor uno de esos grandes negros de Darth Vader con una calavera y tibias cruzadas.
—Oh, gracias —bromeó Kim, mientras le clavaba el dedo en el brazo.
Gurney quiso decir algo, pero pensó que no mejoraría el silencio.
—Vamos —dijo Kyle.
Kim sonrió nerviosamente a Gurney.
—Te llamaré para confirmarte el horario de las entrevistas.
Después de que se fueran, se recostó en su silla y miró hacia la ladera, que estaba tan inmóvil y apagada como una fotografía en sepia. Sonó el teléfono fijo del otro lado del escritorio, pero no hizo ademán de responder. Sonó una segunda vez. Y una tercera. El cuarto tono no llegó a sonar del todo: Madeleine lo había cogido en la cocina. Oyó su voz, pero las palabras eran ininteligibles.
Al cabo de unos momentos, ella entró en el estudio.
—Es un tipo llamado Trout —susurró, pasándole el teléfono.
Hasta cierto punto esperaba la llamada, pero le sorprendió recibirla tan pronto.
—Gurney. —Así solía responder al teléfono cuando estaba en el trabajo. Era un hábito del que resultaba difícil deshacerse.
—Buenas tardes, señor Gurney. Soy Matthew Trout, agente supervisor especial del FBI. —Las palabras del hombre parecían fuego de artillería.
—¿Sí?
—Soy el agente al mando de la investigación del homicidio múltiple del Buen Pastor. Creo que eso ya lo sabe. —Gurney no respondió—. La doctora Holdenfield me ha informado de que una cliente suya y usted se están involucrando en esta investigación.
Silencio.
—¿Está de acuerdo en que es una afirmación precisa?
—No.
—¿Disculpe?
—Me ha preguntado si su afirmación es precisa. Le he dicho que no.
—¿En qué sentido no lo es?
—Ha dado a entender que una periodista a la que asesoro en cuestiones de procedimiento policial está tratando de entrometerse en su investigación y que yo estoy haciendo lo mismo. Es falso.
—Quizás estoy mal informado. Me han dicho que últimamente se ha interesado mucho por el caso.
—Eso es cierto. El caso me fascina. Me gustaría comprenderlo mejor. También me gustaría saber por qué me ha llamado.
Hubo una pausa, como si el tono brusco de Gurney le hubiera crispado los nervios al hombre.
—La doctora Holdenfield me ha dicho que quería verme.
—Eso también es verdad. ¿En qué momento le vendría bien?
—La verdad es que en ninguno. Pero la conveniencia es una cuestión irrelevante. Resulta que estoy de vacaciones en mi casa familiar en el Adirondack. ¿Sabe dónde está el lago Sorrow?
—Sí.
—Es sorprendente. —Había algo esnob en su incredulidad—. Muy poca gente ha oído hablar de él.
—Mi mente está llena de datos inútiles.
Trout no respondió a una falta de respeto tan poco sutil.
—¿Puede estar aquí mañana a las nueve?
—No. ¿Y el domingo?
Hubo otra pausa.
—¿A qué hora puede estar aquí el domingo? —contestó Trout con voz mesurada. Era como si estuviera esbozando una medio sonrisa para disimular su rabia.
—A la hora que quiera. Cuanto antes mejor.
—Bien. A las nueve aquí.
—¿A las nueve dónde?
—No hay dirección postal. Espere, mi asistente le proporcionará las indicaciones. Le aconsejo que las anote con cuidado, palabra por palabra. Las carreteras aquí son complicadas y los lagos son profundos. Y muy fríos. Será mejor que no se pierda.
La advertencia era casi cómica.
Casi.
Cuando terminó de anotar las indicaciones para llegar al lago Sorrow y volvió a la cocina, Kim y Kyle ya estaban bajando por el prado en la BSA. Un sol pálido que comenzaba a atravesar el cielo encapotado se reflejaba en el cromado de la motocicleta.
Empezó a darle vueltas a una serie de «y si…». El sonido de una percha al caerse en el suelo del vestíbulo le interrumpió.
—¿Maddie?
—¿Sí?
Al cabo de un momento ella apareció en la puerta del lavadero, vestida con un estilo más conservador de lo habitual, es decir, no como un arcoíris.
—¿Adónde vas?
—¿Adónde crees tú?
—Si lo supiera, no te lo preguntaría.
—¿Qué día es hoy?
Dudó.
—¿Viernes?
—¿Y?
—¿Y? Ah, sí. Uno de tus grupos en la clínica.
Madeleine le dedicó una mirada que era a la vez divertida, exasperada, amorosa y preocupada. Era típico de ella, algo que la hacía diferente.
—¿Necesitas que haga algo en relación con el seguro? —preguntó—. ¿O quieres ocuparte tú? Supongo que tendremos que llamar a alguien.
—Sí. Supongo que a nuestro agente de Nueva York. Lo averiguaré. —Era una tarea simple que había recordado y había olvidado varias veces durante la tarde anterior—. De hecho, lo haré ahora, antes de que se me olvide.
Madeleine sonrió.
—No sé lo que está pasando, pero lo superaremos. ¿Lo sabes, verdad?
Gurney dejó las indicaciones para ir al lago Sorrow en la mesa y la abrazó. La besó en la mejilla y en el cuello y la atrajo hacia sí con fuerza. Madeleine le devolvió el abrazo, presionando su cuerpo contra el de él de una forma que hizo desear a Gurney que su mujer no tuviera que irse a trabajar.
Madeleine retrocedió, lo miró a los ojos y se rio; solo una risa breve, un murmullo afectuoso. Luego se volvió, recorrió el breve pasillo hasta la puerta lateral y se dirigió a su coche.
Gurney miró por la ventana hasta que el vehículo de su mujer se perdió de vista.
Entonces se fijó en un trozo de papel que estaba pegado con cinta adhesiva encima del aparador. Había una frase corta escrita a lápiz. Se acercó y reconoció la caligrafía de Kyle: «No olvides tu tarjeta de cumpleaños». Una pequeña flecha que señalaba hacia abajo. En el aparador, justo debajo, estaba el sobre azul que acompañaba el regalo de Gurney. El característico azul de Tiffany hizo que se sintiera incómodo: no entendía por qué su hijo necesitaba gastarse tanto dinero.
Abrió el sobre y sacó la tarjeta. Era sencilla pero de buen gusto, con solo unas pocas palabras en el anverso: «Una melodía especial para ti».
Abrió la tarjeta. Esperaba escuchar otra irritante versión del Cumpleaños feliz. Pero durante tres o cuatro segundos no se oyó sonido alguno, quizá para darle tiempo a que pudiera leer un segundo mensaje en el interior. «Paz y felicidad en tu día especial».
Y entonces empezó a sonar la música, casi un minuto entero de un pasaje notablemente melódico de la «Primavera» de Las cuatro estaciones, de Vivaldi.
Considerando que el aparato que reproducía aquel sonido era más pequeño que una ficha de póquer, la calidad podía considerarse maravillosa. Aquella melodía le trajo un montón de recuerdos; fue como si cobraran vida.
Kyle tenía once o doce años y todavía acudía cada fin de semana desde la casa de su madre en Long Island al apartamento de Dave y Madeleine en Nueva York. Estaba empezando a mostrar interés por un tipo de música que a su padre le parecía criminal, cruda y completamente estúpida. Así que Gurney estableció una regla: Kyle podía escuchar la música que eligiera siempre y cuando concediera el mismo tiempo a un compositor clásico. Así limitó su exposición a la espantosa música por la que sus jóvenes oídos parecían sentirse atraídos, al tiempo que le forzaba a entrar en contacto con obras maestras que de otro modo no habría escuchado jamás.
Tuvieron sus dimes y diretes, pero Kyle, sorprendentemente, descubrió que le gustaba uno de los compositores clásicos que Gurney le hacía escuchar. Le gustaba Vivaldi. Sobre todo Las cuatro estaciones. Y de las cuatro, su preferida era la «Primavera». Escucharla se convirtió en el precio que estaba dispuesto a pagar por pasar horas con la basura cacofónica que, según él, era su música favorita.
Y entonces ocurrió algo, de un modo tan gradual que Gurney apenas lo notó: Kyle empezó a escuchar, de manera intermitente, no solo a Vivaldi, sino también a Haydn, Handel, Mozart o Bach. Ya no formaba parte del precio que tenía que pagar por escuchar basura, sino que lo hacía porque quería.
Años después le contó a Madeleine que la «Primavera» había abierto una puerta mágica para él. Confesó que aquella decisión de su padre fue una de las mejores cosas que había hecho por él.
Luego Madeleine se lo había contado a Gurney. Se sintió muy extraño. Contento, por supuesto, por haber hecho algo que había generado una reacción tan positiva, pero también triste de que fuera una cosa tan menor, algo que requería tan poco de sí mismo. Quizá Kyle valoraba tanto ese gesto paterno porque no había muchos más.
Sostuvo la tarjeta, emocionado. Aquella encantadora melodía barroca se fue apagando. Se dio cuenta de que otra vez estaba al borde de las lágrimas.
«¿Qué demonios me pasa? Joder, Gurney, contrólate.»
Fue al fregadero y se secó los ojos con papel de cocina. Había estado a punto de llorar más veces en los últimos dos meses que en todos sus años de vida adulta.
«Necesito hacer algo, lo que sea. Acción. Movimiento.»
Pensó que sería una buena idea hacer inventario de lo que se había perdido en el incendio. Estaba seguro de que la compañía aseguradora se lo pediría.
No tenía ganas de hacerlo, pero se obligó. Cogió una libreta amarilla y un bolígrafo del escritorio del estudio, se metió en el coche y condujo hasta las ruinas calcinadas del granero.
Al bajar del coche, le inundó el olor acre de las cenizas húmedas. A lo lejos se oía el aullido intermitente de una sierra mecánica.
Reticente, se acercó a los montones de tablones quemados que yacían entre la estructura retorcida pero todavía en pie del granero. En la zona donde habían estado los kayaks amarillo brillante, encima de un par de caballetes de serrar, había ahora una masa marrón llena de ampollas, endurecida e inidentificable del material del que habían estado hechos los kayaks. Nunca les había tenido mucho cariño, pero sabía que Madeleine sí: salir al río y remar bajo un cielo de verano era uno de sus placeres favoritos. Ver los pequeños botes destruidos —reducidos a una mucosidad petroquímica solidificada— lo entristeció y le dio rabia. La visión de la bicicleta de Madeleine fue peor. Los neumáticos, el asiento y los cables se habían fundido. Las llantas de las ruedas estaban combadas.
Se movió poco a poco con su libreta y su bolígrafo, tomando notas de todo lo que se había perdido. Cuando terminó, se apartó con una sensación de asco y se metió en el coche.
Le venían a la mente un montón de preguntas sin respuesta. Aun así, en el fondo, podían resumirse en una sola: ¿por qué?
Ninguna de las posibles respuestas parecía convencerle.
Sobre todo la teoría del cazador enrabietado. En la localidad había un montón de carteles de «prohibido cazar», pero apenas había graneros quemados, aparte del suyo.
¿Qué otra cosa podía ser?
¿Podían haberse equivocado de dirección? ¿Tal vez se tratara solo de un pirómano con ganas de convertir algo grande en llamas? ¿Unos gamberros adolescentes? ¿Un enemigo del pasado, de sus tiempos de policía, que intentaba vengarse?
¿O tenía algo que ver con Kim, Robby Meese y Los huérfanos del crimen? ¿El tipo que había incendiado el granero era el mismo que le había susurrado en el sótano?
«Deja en paz al diablo.» Si aquello hacía referencia al cuento que el padre de Kim le contaba cuando esta era una niña, tal como ella aseguraba, entonces la advertencia solo podía estar dirigida a la propia Kim. Únicamente podía tener un significado especial para ella. Así pues, ¿por qué susurrárselo a Gurney?
¿Era posible que el intruso creyera que era Kim la que había caído por la escalera?
Era más que improbable. Cuando cayó, lo primero que oyó fue la voz de Kim en el pequeño pasillo de encima de la escalera, gritando; a continuación el sonido de pisadas que corrían a por la linterna. Fue solo después de eso cuando, tumbado en el suelo del sótano, oyó, muy cerca de él, el susurro siniestro, la voz de alguien que tenía que saber que no estaba hablando con Kim.
Pero si sabía que la persona que estaba en el suelo no era Kim entonces por qué…
La respuesta golpeó a Gurney como una bofetada en la cara.
Más concretamente, lo golpeó como un melodía cristalina de un concierto de violín de Vivaldi.
Condujo de vuelta a la casa con tanta prisa que golpeó dos veces los bajos del coche en un par de hoyos cavados por alguna marmota.
Al llegar, cogió su tarjeta de cumpleaños musical, miró la parte de atrás y vio lo que esperaba encontrar: el nombre de una empresa y un sitio web: KustomKardz.com Al cabo de un minuto estaba buscando en la web con su portátil. Kustom Kardz era una empresa dedicada a la fabricación de tarjetas de felicitación personalizadas. Un reproductor digital con batería incorporada permitía elegir entre «más de un centenar de melodías diferentes de todo el mundo, desde las composiciones clásicas más encantadoras hasta las músicas más tradicionales».
En la página de contacto, además del enlace de correo electrónico, había un número telefónico gratuito, al que Gurney llamó. Solo tenía una pregunta para el representante del servicio de atención al cliente: ¿en lugar de personalizar el chip con una obra de música se podía personalizar con palabras?
Le respondieron que sí, desde luego. Solo sería cuestión de grabar el mensaje (lo cual se podía hacer por teléfono), darle el formato de audio adecuado y descargarlo al dispositivo.
Tenía un par de preguntas más. Una: ¿cómo se podía iniciar la reproducción del dispositivo, aparte de mediante una tarjeta de felicitación? Dos: ¿qué retraso podía establecerse antes de que se iniciara la reproducción?
La mujer le explicó que podía hacerse de distintas maneras: por presión, por eliminación de presión, incluso por sonido, como esos interruptores que responden a un aplauso. Podía intentar averiguar otras posibilidades con el señor Emtar Gumadin, su gurú técnico.
Una pregunta final. Alguien al que conocía había recibido una tarjeta muy interesante que decía: «Deja en paz al diablo». ¿Por casualidad Kustom Kardz había procesado ese mensaje en particular en uno de sus chips de sonido?
Creía que no, pero si Gurney esperaba, lo consultaría con Emtar.
Al cabo de un minuto o dos, la mujer le dijo que nadie recordaba un mensaje parecido, a menos que quizá Gurney se refiriera a una canción de cuna que empezaba: «Vete a dormir, querido…».
¿Su empresa tenía mucha competencia?
Por desgracia, sí. El coste de la tecnología estaba bajando y su uso había explotado.
En cuanto colgó, llamó a Kyle. Esperaba que le saltara el buzón de voz. Se imaginaba su BSA rugiendo por la I-88, y ni siquiera un temerario joven de veintiséis años sería capaz de sacar su teléfono del bolsillo mientras conducía una motocicleta a toda velocidad.
Sin embargo, Kyle respondió de inmediato.
—Eh, papá, ¿qué pasa?
—¿Dónde estás?
—En una gasolinera de la interestatal. Creo que el pueblo se llama Afton.
—Me alegro de que hayas contestado. Me gustaría que hicieras algo por mí cuando llegues a la casa de Kim en Siracusa. ¿Sabes esa voz que oí en su sótano? Creo que podría ser una grabación, probablemente reproducida a través de un dispositivo en miniatura como el que llevaba la tarjeta que me regalaste.
—Joder. ¿Cómo se te ha ocurrido eso?
—La tarjeta me ha dado la idea. Esto es lo que quiero que hagas: cuando llegues a su apartamento, baja al sótano, suponiendo que las luces funcionen y no haya signo de ninguna otra intrusión. Mira en torno a la escalera, busca en sitios donde pudiera esconderse algo del tamaño de una moneda de cincuenta centavos. En algún lugar cerca del pie de la escalera. La voz que oí estaba a menos de un metro de donde yo caí.
—¿Cómo de escondido puede estar? Quiero decir, para que sonara claro…
—Tienes razón, no podría estar completamente inserido, pero podría estar en algún hueco, tal vez cubierto con papel o tela pintada, para disimularlo en la pared, algo así.
—En el suelo no, ¿verdad?
—No, la voz procedía de encima, como si alguien se hubiera agachado hacia mí.
—¿Podría estar en la escalera?
—Sí, podría ser.
—Vale. Guau. Vamos para allá. Te llamaré en cuanto lleguemos.
—No corras. No hay prisa.
—Sí. —Hubo una pausa—. Bueno…, ¿te ha gustado la tarjeta?
—¿Qué? Oh, sí, desde luego. Gracias.
—¿Reconociste la «Primavera»?
—Por supuesto que sí.
—Bueno, genial. Te llamo dentro de un rato.
Para impedir que la cuestión de la «Primavera» y sus recuerdos lo arrastraran a una ciénaga emocional, buscó algo que hacer hasta que volviera a tener noticias de Kyle.
«Mantente activo.»
Fue al armarito del estudio, cogió el número de teléfono de su agente de seguros y lo llamó. Después de diversas opciones, el sistema de contestador automático le proporcionó otro número al que llamar para dar parte de un accidente, un incendio u otra pérdida cubierta por su póliza de hogar.
Cuando estaba a punto de marcar el nuevo número, el teléfono sonó en su mano. Miró el identificador de la pantalla y vio que era Hardwick. La llamada del seguro podía esperar.
En el momento en que pulsó el botón para responder la llamada, Hardwick empezó a hablar.
—Mierda, Gurney, todo lo que pides es un incordio, no sé si te das cuenta.
—Suponía que tu culo perezoso necesitaba ejercicio.
—Necesito esto tanto como una dieta vegetariana estricta.
—¿Qué tienes para mí, además de mierda?
Hardwick se aclaró la garganta con su habitual meticulosidad.
—La mayor parte de las notas de autopsia originales están demasiado enterradas para poder llegar hasta ellas. Como he dicho, esto es un enorme…
—Sé lo que dijiste, Jack. La cuestión es qué tienes.
—¿Recuerdas a Wally Thrasher?
—¿El forense del caso Mellery?
—El mismo. Un cabrón arrogante, listillo.
—Como alguien que conozco.
—Que te den. Entre sus finas cualidades, destaca que Wally es organizado de una manera obsesivo-compulsiva. Bueno, pues resulta que hizo la autopsia de la gran dama de las inmobiliarias.
—¿Sharon Stone?
—La misma.
—¿Y?
—En la diana.
—Quieres decir que…
—La herida de entrada estaba en el mismo centro del lateral de la cabeza. En el mismísimo centro. Por supuesto, la herida de salida era una cuestión completamente distinta. Es difícil encontrar el centro de algo de lo que no queda nada.
—Es la herida de entrada la que cuenta.
—Exacto. Así que ahora tienes los dos impactos perfectos que ya conocías… y otro más. ¿Crees que es suficiente para probar lo que quieres probar?
—Podría ser. Gracias por tu colaboración.
—Existo solo para servirte.
Había colgado.