Kramden dedicó solo veinte minutos a cada una de las entrevistas con Madeleine y Kyle, pero luego pasó más de una hora con Kim.
En ese momento ya era casi mediodía. Madeleine le preguntó si quería comer algo, pero él declinó la oferta con una mirada que era más avinagrada que cortés. Sin dar explicaciones, salió de la casa, bajó la pendiente del prado y se metió en su furgoneta, que estaba aparcada a medio camino entre el estanque y las ruinas del granero.
La niebla matinal se había disipado. El día se había vuelto un poco más luminoso bajo las nubes altas. Gurney y Kim estaban sentados a la mesa, mientras que Madeleine estaba picando setas para hacer tortillas. Kyle miraba por la ventana de la cocina.
—¿Qué demonios trama ahora?
—Probablemente está verificando el progreso de la cromatografía —dijo Gurney.
—O comiéndose el sándwich que se ha traído de casa —dijo Madeleine con una pizca de resentimiento.
—Una vez que preparas una cromatografía de líquidos y gases —continuó Gurney—, hace falta una hora para completar los análisis.
—¿Qué puede averiguar con eso?
—Mucho. La cromatografía puede determinar los componentes de cualquier acelerante, las cantidades precisas de cada uno de ellos, lo que básicamente produce una huella dactilar del tipo de producto químico. En ocasiones incluso puede averiguarse la marca, si tiene una fórmula característica. Puede ser muy específico.
—Lástima que no sea tan específico sobre el hijo de perra que encendió el fuego —dijo Madeleine, cortando una cebolla en la tabla, clavando con fuerza el cuchillo.
—Bueno —dijo Kyle—, puede que el investigador Kramden tenga una máquina lista, pero él es un capullo. No ha dejado de preguntarme por mi linterna, por qué camino tomé exactamente desde la casa y cuánto tiempo estuve en el estanque con papá. Parecía estar sugiriendo que mentía al decirle que no sabía quién causó el fuego. Capullo. —Miró a Kim—. A ti te ha tenido más rato que a nadie. ¿Qué quería?
—Al parecer quería saberlo todo de Los huérfanos del crimen.
—¿Tu programa de tele? ¿Por qué quería saber de eso?
Se encogió de hombros.
—¿A lo mejor piensa que las dos cosas están relacionadas?
—¿Ya sabía lo de Los huérfanos? —preguntó Gurney—. ¿Le has hablado de ello?
—Le he hablado de ello cuando me ha preguntado de qué te conocía y por qué estaba aquí.
—¿Qué le has contado acerca de mi papel en el proyecto?
—Le he dicho que eras un asesor técnico en cuestiones relacionadas con el caso del Buen Pastor.
—¿Nada más?
—Nada más.
—¿Le has hablado de Robby Meese?
—Sí, me ha preguntado sobre eso.
—¿Sobre qué?
—Sobre si había tenido problemas con alguien.
—Así que le has contado las… cosas peculiares que han estado ocurriendo.
—Era muy persistente.
—¿Le has dicho algo sobre la escalera? ¿Y sobre el murmullo?
—Sobre la escalera, sí. Acerca del murmullo, no. Yo no lo oí, así que pensé que era cosa tuya contarlo.
—¿Qué más?
—Nada más. Ah, quería saber exactamente dónde estaba cuando salí de la casa anoche. Si oí algo, si vi algo, si vi a Kyle, si vi a alguien más, esa clase de cosas.
Gurney se sintió inquieto. En todo interrogatorio en una escena del crimen había un amplio espectro de datos que podían divulgarse o no. Por un lado, se situaban los detalles personales irrelevantes que ningún agente con dos dedos de frente esperaría que alguien contara de forma voluntaria. Por otro lado, estaban los hechos cruciales para la comprensión del crimen, hechos cuyo ocultamiento constituiría una obstrucción a la justicia.
En medio había una gran zona gris sujeta a debate.
La cuestión relevante era si el conflicto personal en la vida de Kim podía ser visto, por el incidente del sótano, como algo que afectara directamente a la vida de Gurney. Si ella había informado de una posible conexión entre el escalón y el incendio en el granero, ¿no debería haber informado de eso también él?
Más concretamente, ¿por qué no lo había hecho? ¿Era porque como buen policía tendía a querer controlarlo todo manejando él solo toda la información?
¿O era por algo más sencillo, algo que se negaba a creer? Por su demasiado lenta recuperación. Tal vez temía que sus capacidades hubieran disminuido, que no fuera tan fuerte, tan agudo y tan rápido como había sido. ¿Le atormentaba la idea de que en otro momento no se habría caído de bruces y no habría dejado escapar al tipo del susurro?
—Lo averiguarás —dijo Madeleine, deslizando una tabla llena de champiñones picados y cebolla en una gran sartén al fuego.
Se dio cuenta de que ella lo estaba observando. Una vez más demostraba que era capaz de leerle la mente, de averiguar por su mirada qué estaba pensando, qué sentía. Le resultaba tan fácil como si lo hubiera expresado en voz alta. En un primer momento, esa cualidad le había resultado casi aterradora, pero con el tiempo había llegado a considerarla como una de las cosas más benignas y felices de su vida en común.
La sartén empezó a chisporrotear y el olor a cebolla se extendió por la estancia.
—Eh, eso me recuerda —dijo Kyle mirando alrededor— que papá no llegó a abrir el regalo de cumpleaños en la cena de anoche.
Madeleine señaló la encimera. La caja, todavía en su envoltorio azul claro, estaba junto a la flecha. Kyle, sonriendo, la cogió y la colocó en la mesa delante de su padre.
—Bueno… —dijo Gurney, vagamente avergonzado. Empezó a quitar el papel.
—David, por el amor de Dios —dijo Madeleine—, parece que estés desactivando una bomba.
Él se rio nerviosamente, quitó el papel restante y abrió la caja, que era de un color azul idéntico. Después de desdoblar varias capas de papel blanco arrugado, encontró un bonito marco de plata de 20 × 25. En el marco había un recorte de periódico que ya empezaba a ponerse amarillo por el paso del tiempo. Lo miró, pestañeando.
—Léelo en voz alta —dijo Kyle.
—Yo…, eh…, no tengo aquí mis gafas de leer.
Madeleine lo miró entre curiosa y preocupada. Apagó el fuego, cruzó la estancia y cogió el recorte enmarcado. Lo examinó con rapidez.
—Es un artículo del New York Daily News. El titular dice: «Monstruoso asesino en serie detenido por detective novel». El artículo continúa: «David Gurney, uno de los detectives de homicidios más jóvenes de la ciudad, puso fin anoche a la espantosa carrera asesina de Charles Lermer, alias el Rebanador. Los superiores de Gurney le otorgaron la mayor parte del mérito por su inteligente persecución, identificación y detención final del monstruo, al que se considera responsable de al menos diecisiete asesinatos, en los que se sucedieron actos de canibalismo y mutilación. Tales actos se cometieron durante los últimos doce años. “A Gurney se le ocurrió un enfoque del caso radicalmente nuevo que condujo a su resolución”, explicó el teniente Scott Barry, portavoz del Departamento de Policía de Nueva York. “Todos podemos dormir más tranquilos esta noche”, añadió el policía, que rechazó hacer más comentarios, pues el proceso legal pendiente impedía divulgar otros detalles. No fue posible contactar con Gurney para que hiciera comentarios. El detective héroe es “alérgico a la publicidad”, según un colega del departamento». Está fechado el 1 de junio de 1987.
Madeleine le devolvió a Gurney el artículo enmarcado.
Gurney lo sostuvo con cuidado, como para demostrar que apreciaba aquel detalle. El problema era que no le gustaba recibir regalos, y menos regalos caros. También le desagradaba ser el centro de atención. Se mostraba ambivalente respecto a los elogios y carecía de cualquier sentido de la nostalgia.
—Gracias —dijo—. Es un gran regalo. —Frunció el ceño ante la caja azul—. ¿El marco de plata es de donde creo que es?
Kyle sonrió con orgullo.
—En Tiffany tienen cosas buenas.
—Vaya. Bueno, no sé qué decir. Gracias. ¿Cómo diablos has conseguido este viejo artículo?
—Lo he tenido toda mi vida. Estoy asombrado de que no se deshiciera de él hace años. Se lo enseñaba a todos mis amigos.
Gurney notó una inyección de emoción que lo pilló desprevenido. Se aclaró la garganta ruidosamente, una técnica en la que en ocasiones confiaba nada más despertarse para acabar con el residuo de un sueño inquietante.
—Déjamelo a mí —dijo Madeleine, cogiendo el marco—. Tendremos que encontrar un sitio destacado para ponerlo.
Kim lo estaba observando. Parecía fascinada.
—No parece que te guste ser un héroe.
La emoción de Gurney estalló en forma de risa áspera.
—No soy un héroe.
—Mucha gente te ve así.
Él negó con la cabeza.
—Los héroes son de ficción. Los inventaron para cumplir un propósito en determinadas historias. Los periodistas son los que crean héroes. E igual que los crean, los destruyen.
Hubo una acritud en su tono de voz que creó un silencio extraño.
—En ocasiones los héroes son reales —dijo Kyle.
Un nuevo silencio.
Madeleine había llevado el artículo enmarcado hasta el otro extremo de la sala y lo estaba colocando en la repisa de la chimenea.
—Por cierto —dijo—, hay una inscripción manuscrita en el borde mate que no había leído en voz alta antes: «Feliz cumpleaños al mejor detective del mundo».
Llamaron a la puerta lateral. Gurney se levantó de inmediato.
—Voy —anunció, esperaba que no de una manera demasiado ansiosa.
Intercambiar sentimientos no era su punto fuerte, pero tampoco quería dar la impresión de que huía de las emociones generosas de los otros.
El pesimismo pétreo del rostro de Everett Kramden era menos inquietante para él que el entusiasmo de Kyle. El tipo estaba a varios metros de la puerta cuando Gurney la abrió, casi como si alguna fuerza magnética inversa lo hubiera repelido.
—Señor, ¿puedo pedirle que salga un momento?
Gurney obedeció a aquello que en realidad no era una petición. El tono de voz de Kramden le había pillado desprevenido, pero procuró disimular su sorpresa.
—Señor, ¿posee un bidón de gasolina de plástico?
—Sí, dos en realidad.
—Ya veo. ¿Y dónde los guarda?
—Uno allí, para el tractor. —Gurney señaló un cobertizo ajado al otro lado de los espárragos—. Y otro en el cobertizo, adosado a la parte de atrás del…, es decir, donde estaba el granero.
—Ya veo. Puede acompañarme a la furgoneta y decirme si el bidón de gasolina que tengo allí es uno ellos.
Kramden había aparcado su vehículo de la Unidad de Incendios detrás del coche de Gurney. Abrió el portón trasero. Enseguida identificó el bidón que había dentro.
—¿Está seguro?
—Totalmente. Hay una mella en el asa. No hay duda de que es el mío.
Kramden asintió.
—¿Cuándo fue la última vez que lo usó?
—No lo empleo muy a menudo. Es sobre todo para la segadora que tengo allí. Así que… no lo habré usado desde otoño.
—¿Cuánta gasolina tenía dentro?
—No tengo ni idea.
—¿Dónde lo vio por última vez?
—Probablemente en la parte de detrás del granero.
—¿Cuándo fue la última vez que lo tocó?
—Ni idea. Es posible que no lo haya tocado desde otoño. O a lo mejor lo toqué más recientemente, si tuve que mover otra cosa. No tengo ningún recuerdo específico.
—¿Usa un aceite aditivo de dos ciclos en la gasolina?
—Sí.
—¿De qué marca?
—¿Marca? Homelite, creo.
—¿Tiene alguna idea de por qué el bidón de gasolina estaba oculto en una alcantarilla?
—¿Oculto? ¿En qué alcantarilla?
—Permítame reformular la pregunta: ¿tiene alguna idea de por qué este bidón de gasolina podría estar en otro sitio que en el lugar donde lo dejó?
—No. ¿Dónde lo encontró exactamente? ¿De qué alcantarilla está hablando?
—Por desgracia, no puedo compartir más detalles sobre eso. ¿Hay algo que no me haya dicho, relacionado con el incendio o su investigación, que desee contarme en este momento?
—No.
—Entonces hemos terminado por ahora. ¿Tiene alguna otra pregunta, señor?
—Ninguna que vaya a querer contestarme.
Al cabo de dos minutos la furgoneta del investigador Everett Kramden bajó lentamente hacia la carretera y se perdió de vista.
El aire estaba en perfecta calma. No había ningún indicio de movimiento en la hierba alta y marrón, ni siquiera en las ramas de las copas de los árboles. El único sonido era ese tenue y continuo pitido en sus oídos, el sonido que el neurólogo decía que no era un sonido.
Al volverse para entrar en la casa, se abrió la puerta lateral y salieron Kyle y Kim.
—¿Se ha ido el capullo? —preguntó Kyle.
—Eso parece.
—Mientras Madeleine prepara las tortillas, voy a llevar a Kim a dar un paseíto en moto. —Se le veía entusiasmado.
Ella parecía complacida.
Cuando Gurney llegó a la cocina, oyó el rugido ronco del motor de doble carburador apenas amortiguado.
Madeleine estaba poniendo el temporizador del horno. Lo miró.
—¿Alguna vez has visto la película francesa El hombre del paraguas negro?
—Creo que no.
—Hay una escena muy brillante. Un grupo de asesinos con rifles de mira telescópica sigue a un hombre vestido con un impermeable negro que lleva un paraguas plegado y del mismo color. Lo persiguen por calles serpenteantes llenas de adoquines en una ciudad vieja. Es una mañana de domingo neblinosa, y las campanas de la iglesia repican al fondo. Cada vez que los dos asesinos tratan de apuntar al hombre del paraguas en las miras de sus rifles, él desaparece por otra esquina. Entonces llegan a una plaza abierta con una gran iglesia de piedra. Los asesinos deciden tomar posiciones a ambos lados de la plaza, desde donde pueden ver las puertas de la iglesia y esperar a que salga. Pasa un rato y empieza a llover, las puertas de la iglesia se abren. Los asesinos están preparados para disparar. Pero en lugar de un hombre salen dos, ambos vestidos con impermeables idénticos, y los dos abren paraguas negros, de manera que los asesinos no pueden verles las caras. Después de un par de segundos de confusión, los asesinos deciden disparar a ambos. Pero entonces sale otro hombre con un impermeable negro y un paraguas del mismo color, y luego otro, y luego diez o veinte más, hasta que finalmente toda la plaza se llena de gente que camina bajo paraguas negros. La escena se vuelve bastante surrealista. Y los asesinos están allí de pie, empapándose y sin la menor idea de qué hacer.
—¿Cómo termina?
—No me acuerdo, la vi hace mucho. Lo único que recuerdo con claridad son los paraguas. —Limpió la encimera con una esponja, que luego llevó al fregadero para escurrirla—. ¿Qué quería?
Gurney tardó un momento en darse cuenta de lo que su mujer le estaba preguntando.
—Encontró el bidón de gasolina que suelo guardar en el granero. Lo extraño es que lo encontró escondido en algún sitio de la carretera.
—¿Escondido?
—Es lo que dijo. Quería que lo identificara. No tiene mucho sentido.
—¿Por qué iban a esconderlo? ¿Alguien lo usó para prender el fuego?
—Puede ser. No lo sé. Kramden no es muy comunicativo.
Madeleine inclinó la cabeza, intrigada.
—El incendio obviamente fue intencionado. Eso no es ningún secreto, con la pila de carteles de «prohibido cazar» delante de la puerta. Así pues, no entiendo qué sentido tendría esconder…
—No tengo ni idea. A menos, claro está, que el pirómano estuviera tan borracho que esconder la gasolina pudiera tener alguna clase de sentido para él.
—¿Crees que puede ser eso?
Suspiró.
—Probablemente no.
Ella le dedicó una de sus miradas sagaces, de esas que le hacían sentirse transparente.
—Bueno —dijo con ligereza—, ¿cuál es el siguiente paso?
—No puedo hablar por Kramden. Personalmente, tengo que evaluar los hechos durante un rato, entender qué está conectado con qué. Hay algunas preguntas básicas que necesito responder.
—Como decidir si estás tratando con un adversario o con dos.
—Exactamente. En cierto sentido, preferiría dos.
—¿Por qué?
—Porque si la misma persona está detrás de lo que pasó en la casa de Kim y de lo que nos ha sucedido a nosotros, pues entonces nos estamos enfrentando con algo (y con alguien) mucho más peligroso que un cazador resentido.
El temporizador del horno produjo tres pitidos altos. Madeleine no hizo caso de las advertencias.
—¿Alguien relacionado con el caso del Buen Pastor?
—O con Robby Meese, al que puede que haya subestimado.
El temporizador sonó otra vez.
Madeleine inclinó la cabeza hacia la ventana.
—Los oigo viniendo por la carretera.
—¿Qué? —Lo dijo de tal modo que más pareció que le irritaba aquel abrupto cambio de tema que otra cosa.
Madeleine no se molestó en responder, sino que se limitó a esperar que, después de unos segundos, él también oyera el rugido clásico de la BSA.
Cuarenta y cinco minutos más tarde, una vez que se hubieron comido las tortillas y recogido la mesa, Gurney estaba en su estudio, revisando de nuevo los documentos del mensaje de correo electrónico que había recibido de Hardwick. Albergaba la esperanza de descubrir algo significativo que se le hubiera pasado por alto hasta entonces.
Dejaría las fotos de la autopsia para lo último. Revisarlas de nuevo podía resultar inútil y desagradable; aún tenía grabadas aquellas espantosas imágenes en su mente, así que le tentó la idea de dejarlas de lado. Sin embargo, al final volvió a mirarlas por ese gen obsesivo-compulsivo que le había sido de gran ayuda en su carrera, pero que había supuesto una especie de bola de demolición en su vida personal.
Quizá porque revisó las fotos en un orden diferente, o tal vez porque estaba más receptivo, descubrió algo en lo que no se había fijado antes. Los orificios de entrada de la bala en dos de las cabezas parecían estar exactamente en el mismo sitio.
Buscó en el cajón del escritorio un rotulador borrable, pero no encontró ninguno. Había uno en el cajón del aparador.
—Parece que estés sobre la pista de algo —le dijo Kyle.
Kim y su hijo estaban sentados junto a la chimenea. Gurney se fijó en que los sillones estaban un poco más juntos que de costumbre.
Sonrió y asintió.
De nuevo en el estudio, usando una tarjeta de crédito como regla, dibujó en la pantalla del ordenador un rectángulo ajustado en torno a una de las dos cabezas. Luego dibujó líneas de intersección a través del centro del rectángulo, conectando las esquinas opuestas con diagonales para establecer el punto central y confirmar lo que ya sospechaba: las líneas se cruzaban justo en la herida de entrada. Se apresuró a limpiar la pantalla con la manga de la camisa y repitió el ejercicio con la otra foto, con el mismo resultado.
Llamó a Hardwick y dejó un mensaje.
—Soy Gurney. He de hacerte una pregunta rápida sobre las fotos de la autopsia. Gracias.
Luego, una por una, examinó cuidadosamente las otras cinco fotos. Cuando iba por la quinta, sonó el teléfono.
—Hola, campeón, ¿qué pasa? —dijo Hardwick.
—Solo me estaba preguntando una cosa. En al menos dos de los casos, la herida de entrada está en el centro exacto del perfil. No sé qué pasa en los otros cinco… Parece que estaban mirando hacia la ventanilla lateral en el instante del impacto. Las heridas de entrada también podrían estar justo en el centro, en relación con la dirección del disparo; pero no puedo estar seguro, porque las cabezas no estaban alineadas con la cámara de la autopsia en el mismo ángulo en el que estaban alineadas con el cañón del arma.
—No sé adónde quieres ir a parar.
—Me estoy preguntando si los forenses tomaron más medidas de la posición de la herida y el ángulo que no estén incluidas en los resúmenes que me enviaste. Porque si…
Hardwick lo interrumpió.
—¡Para, para! Recuerda, muchacho, que los datos que posees los conseguiste de otra forma. Sería una infracción enviarte cualquier material oficial de los archivos del Buen Pastor. Está claro, ¿no?
—Clarísimo, pero déjame terminar: lo que estoy buscando es una serie de números que sitúen la posición de la herida de entrada en cada rostro en relación con la posición de esa cara y la ventanilla lateral en el momento del impacto de la bala.
—¿Por qué?
—Porque dos de las fotos muestran que impactaron en el mismo centro del perfil. Si la cabeza de la víctima hubiera sido una diana de cartón, el disparo, en esos dos casos, habría sido perfecto. Y perfecto quiere decir perfecto. Y ten en cuenta las malas condiciones, con vehículos en movimiento, sin prácticamente visibilidad…
—¿Qué quieres probar?
—Preferiría esperar hasta averiguar qué pasa con las otras cinco. Espero que tengas acceso a las notas completas de la autopsia original o a alguien que lo tenga, o que conozcas lo bastante bien a alguno de los forenses para plantearle la pregunta.
—¿Pretendes que me arrastre por ti sin saber qué estamos buscando? Te sugiero que vayas al grano de una puta vez. De lo contrario, ya tengo una respuesta para ti: que te den por el culo.
Estaba acostumbrado a los modales de Hardwick; no les daba importancia.
—La cuestión —replicó con calma— es que ese grado de precisión, disparando a través de la ventana de un coche sin nada que iluminara a las víctimas más que la mínima luz del salpicadero (sobre todo si el asesino acertó en los seis casos), significa que tenía unas buenas gafas de visión nocturna, una mano muy firme y nervios de acero.
—¿Y? El material de visión nocturna se puede comprar fácilmente. Hay centenares de sitios en Internet. No es tan caro como antes.
—No es a eso a lo que iba. Mi problema es que cuantos más datos tengo sobre el Buen Pastor, menos clara me queda su imagen. ¿Quién demonios es este tipo? Tiene una puntería impecable, pero usa una pistola de cómic. Su manifiesto está lleno de orgullosos arrebatos de perorata bíblica, pero su planificación es sumamente fría, consistente. Se embarca en una loca misión para matar a toda la gente codiciosa del mundo, pero se detiene a la sexta víctima. Su objetivo es demencial, pero él parece muy inteligente, lógico y reacio a correr riesgos.
—¿Reacio a correr riesgos? —La voz áspera de Hardwick era más escéptica de lo habitual—. Circular a toda velocidad por la noche disparando a la gente no me parece no correr riesgos.
—Pero no olvides que realizó todos los disparos en la clase de curva que reduce la posibilidad de una colisión. Además, interceptó a los coches en un punto medio de cada curva; descartó cada pistola después de usarla; consiguió que ninguna cámara de vigilancia le pillara ni que le viera testigo alguno. Esa forma de hacer las cosas requiere reflexión, tiempo y dinero. Dios, Jack, tiraba una Desert Eagle después de cada disparo…, con lo que cuestan. Ya solo eso, de por sí, me parece una inversión muy importante en control de riesgos.
Hardwick gruñó.
—A ver; por un lado, me estás diciendo que nos encontramos con un lunático que cree que actúa por inspiración divina, que siente un odio incontenible por los tipos ricos que están jodiendo el mundo…
—Y por otro lado —completó Gurney—, tenemos a un asesino de sangre fría, que al parecer es lo bastante rico como para tirar pistolas de mil quinientos dólares por la ventana.
Un prolongado silencio sugirió que Hardwick estaba reflexionando sobre esa idea.
—¿Y quieres que los datos de la autopsia demuestren eso?
—No quiero que demuestren nada. Solo pretendo que me den una idea de si estoy siguiendo la pista correcta.
—¿Solo eso? Seguro que hay algo más, campeón.
Gurney no pudo evitar sonreír ante la agudeza de Hardwick. Desde luego que podía ser desagradable, cínico, zafio, un auténtico incordio, pero no era nada estúpido.
—Sí, podría haber algo más. He estado removiendo un poco la teoría aceptada como buena respecto a los asesinatos del Buen Pastor. Pretendo seguir haciéndolo. En el caso de que me asedie un enjambre de avispones del FBI, me gustaría rodearme del máximo de datos posible.
El interés de Hardwick aumentó. Detestaba la autoridad, la burocracia, el procedimiento, a los hombres de traje y corbata. En otras palabras, tenía alergia a organizaciones como el FBI. Así pues, estaba encantado con el propósito de Gurney.
—¿Estás promoviendo un conflicto con nuestros amigos federales? —preguntó Hardwick, casi esperanzado.
—Todavía no —dijo Gurney—, pero podría estar a punto de hacerlo.
Hardwick se aclaró la garganta con energía.
—Veré qué puedo hacer. —Colgó sin despedirse; nada fuera de lo habitual.