Estaban sentados a la mesa que separaba la zona de cocina de la de asientos situada junto a la chimenea. Habían empezado a comer. Kim y Kyle habían alabado con entusiasmo el plato de gambas con arroz y especias de Madeleine. Gurney había ofrecido un eco ensimismado de sus comentarios, después de lo cual siguieron comiendo durante un rato sin hablar.
Kyle rompió el silencio.
—Esta gente que has estado entrevistando, ¿tiene mucho en común?
Kim masticó reflexivamente y tragó antes de hablar.
—Rabia.
—¿Todos? ¿Después de tantos años?
—En algunos es más obvio, porque lo expresan más directamente. Pero creo que la rabia está presente en todos ellos, de una forma u otra. Es inevitable, ¿no?
Kyle frunció el ceño.
—Pensaba que la rabia era una fase del duelo que al final se superaba.
—No si no hay un cierre emocional.
—¿Porque nunca pillaron al Buen Pastor?
—Nunca lo pillaron, nunca lo identificaron. Y después de la loca persecución de Max Clinter, simplemente se evaporó en la noche. Es una historia sin un final.
Gurney torció el gesto.
—Creo que a la historia le falta algo más que un final.
Hubo un breve silencio en torno a la mesa. Todos lo miraron, expectantes.
—¿Crees que el FBI se equivocó? —lo incitó Kyle.
—Eso es lo que quiero descubrir.
Kim parecía desconcertada.
—¿Se equivocaron? ¿En qué?
—No estoy diciendo que se equivocaran en nada. Solo estoy diciendo que es una posibilidad.
La expresión de Kyle mostró un mayor entusiasmo.
—¿Dónde podría residir esa equivocación?
—Por lo poco que sé en este momento, es posible que se equivoquen en todo.
Miró a Madeleine, cuyo rostro dejó ver una serie de emociones en conflicto, pero demasiado sutiles para que él las identificara.
Kim parecía alarmada.
—No lo entiendo. ¿Qué quieres decir?
—No me gusta hablar así, pero todo el caso da una impresión inestable. Como un edificio muy grande con cimientos débiles.
Kim negó con la cabeza.
—Pero cuando dices que podrían estar equivocados en todo, ¿qué demonios…?
El teléfono de Gurney empezó a sonar en su bolsillo.
Lo cogió, miró quién llamaba y sonrió:
—Tengo la sensación de que me van a preguntar lo mismo dentro de cinco segundos. —Se levantó de la mesa y se llevó el teléfono a la oreja—. Hola, Rebecca. Gracias por llamar.
—¿Un defecto fatal en el enfoque del FBI? —Había un punto de rabia en su voz—. ¿Qué significa eso?
Gurney se alejó de la mesa en dirección a la puerta cristalera.
—Nada concluyente. Solo preguntas. Podría ser un problema o no, según las respuestas.
Se quedó de pie dándoles la espalda a los demás, mirando hacia las colinas del oeste y los restos morados de la puesta de sol, pero sin llegar a registrar la belleza de lo que estaba viendo. Se concentró en su objetivo: que lo invitaran a una reunión con el agente Trout.
—¿Preguntas? ¿Qué preguntas?
—En realidad, tengo unas cuantas. ¿Tiene tiempo de escucharlas?
—La verdad es que no. Pero siento curiosidad. Adelante.
—La primera es la más importante. ¿Alguna vez ha tenido dudas sobre el caso?
—¿Dudas? ¿Como cuáles?
—Como de qué se trataba.
—Lo que está diciendo no tiene sentido. Sea más concreto.
—Usted, el FBI, la comunidad de psicólogos forenses, criminólogos, sociólogos… Menos Max Clinter, todos parecen estar de acuerdo en todo. Nunca he visto un nivel tan conveniente de consenso respecto a lo que, en esencia, es una serie de crímenes sin resolver.
—¿Conveniente? —El tono era mordaz.
—No estoy queriendo dar a entender que haya nada corrupto. Solo parece que todos, con la notoria excepción de Clinter, se sienten perfectamente a gusto con el hilo narrativo existente. Lo único que estoy preguntando es si este acuerdo es tan universal como parece, y lo segura que está usted personalmente.
—Mire, David, no tengo toda la tarde para esta conversación. Vaya al grano y dígame qué le molesta.
Gurney respiró hondo, tratando de calmar su enfado ante la irritación de Holdenfield.
—Lo que me preocupa es que hay muchos elementos en el caso, y, sobre todo, que todos deben ser interpretados de una manera en concreto para que apoyen el hilo narrativo general. Tengo la impresión de que es ese hilo narrativo lo que guía la interpretación de sus elementos, no al revés. —Estuvo tentado de añadir: «No de la forma en que debería llevarse a cabo un análisis sensato, objetivo y fiable», pero se contuvo.
Holdenfield vaciló.
—Sea más específico.
—Cada dato, cada indicio, cada hecho plantea preguntas obvias. Las respuestas de todas ellas parecen proceder de la premisa, y no al revés.
—¿A eso lo llama ser más específico?
—Vale. Preguntas. ¿Por qué solo Mercedes? ¿Por qué solo negros? ¿Por qué detenerse en el sexto? ¿Por qué una Desert Eagle? ¿Por qué más de una Desert Eagle? ¿Por qué los animalitos de plástico? ¿Por qué viernes y sábados por la noche? ¿Por qué el manifiesto? ¿Por qué la combinación de un frío argumento racional con un lenguaje muy religioso? ¿Por qué la rígida repetición de…?
—David —intervino Holdenfield, exasperada—, todas esas cuestiones se examinaron y se discutieron minuciosamente. Todas y cada una de ellas. Las respuestas son claras, tienen perfecto sentido, forman una imagen coherente. La verdad es que no entiendo qué pretende.
—¿Me está diciendo que nunca se planteó una investigación alternativa?
—Nunca hubo base para ninguna. ¿Cuál es su problema?
—¿Se lo imagina?
—¿Imaginarme?
—Al Buen Pastor.
—¿Puedo imaginármelo? No lo sé. ¿Es una pregunta significativa?
—Creo que sí. ¿Cuál es su respuesta?
—Mi respuesta es que no estoy de acuerdo en que sea significativa.
—Creo que no puede imaginarlo. Yo tampoco. Podría haber contradicciones en el perfil que impiden siquiera imaginarnos una cara. Por supuesto, podría ser una mujer. Una mujer lo bastante fuerte para empuñar una Desert Eagle. O puede que sean varias personas. Pero, por ahora, dejaremos eso de lado.
—¿Una mujer? Eso es absurdo.
—No hay tiempo para discutirlo ahora mismo. Tengo una última pregunta para usted. Entre todo el consenso profesional, ¿usted o alguno de sus colegas psicólogos forenses, o alguien de la Unidad de Análisis de la Conducta, estuvo alguna vez en desacuerdo sobre algo en la hipótesis del caso?
—Por supuesto que sí. Hay opiniones diversas, diferencias sobre dónde centrar la atención.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, el concepto de patrón de resonancia hace hincapié en la transferencia de energía de un trauma original a una situación actual, lo cual provoca que la manifestación actual sea esencialmente un vehículo inanimado que toma vida del pasado. La aplicación del paradigma de instinto de imitación da a la situación actual una mayor validez de por sí. Es una repetición de un patrón pasado, pero tiene vida y energía propias. Otro concepto que podría aplicarse es el de la teoría de transmisión transgeneracional de la violencia, que es un modelo tradicional de conducta aprendida. Hubo un amplio debate sobre todas esas ideas.
Gurney se rio.
—¿Qué es lo que tiene gracia?
—Puedo imaginarlos mirando una palmera en el horizonte y debatiendo sobre el número de cocos que puede que tenga.
—¿Qué quiere decir?
—¿Y si la palmera en sí es un espejismo, una alucinación colectiva?
—David, si alguien está delirando en esta conversación no soy yo. ¿Ha acabado con sus preguntas?
—¿Quién se beneficia de la hipótesis vigente?
—¿Qué?
—¿Quién se beneficia de la…?
—Ya le he oído. ¿Qué demonios quiere decir?
—Me parece que hay una relación un poco extraña que conecta lo que sabemos del caso con los puntos débiles de la metodología del FBI y la dinámica curricular de la comunidad forense.
—No puedo creer que diga tal cosa. Es insultante, debería colgarle. ¿Quiere explicarse mejor?
—Rebecca, todos nos engañamos alguna vez. Dios sabe que yo lo hago. No pretendo insultar a nadie. Cuando usted analiza el caso del Buen Pastor, ve una historia sencilla de un esquizofrénico paranoico y brillante que da una salida trágica a su rabia sepultada. Lo hace mediante ataques a símbolos de riqueza y poder. Por mi parte, no estoy seguro de lo que veo, tal vez un caso en el que nadie debería estar tan seguro como todos parecen estarlo. Nada más. Solo pienso que se ha llegado a demasiadas conclusiones y que se han abrazado demasiado deprisa.
—¿Y eso adónde le lleva?
—No sé adónde me lleva. Pero ha despertado mi curiosidad.
—¿Curiosidad como la de Max Clinter?
—¿Eso es una pregunta real?
—Oh, desde luego que es una pregunta real.
—Al menos Max comprende que el caso no está tan claro como creen usted y sus colegas del FBI. Entiende que podría haber otra conexión entre las víctimas, más allá del hecho de que tuvieran un Mercedes.
—David, ¿qué tiene contra el FBI?
—En ocasiones se dejan llevar por su forma de hacer las cosas, por su forma de tomar decisiones, por su obsesión por el control, por sus rutinas.
—Lo más importante es que son muy buenos en lo que hacen. Son listos, objetivos, disciplinados, receptivos a las buenas ideas.
—¿Eso significa que pagan sus horas de asesoría sin quejarse?
—¿Se supone que esta es otra observación que no pretende resultar insultante?
—Solo digo que tendemos a ver lo bueno de la gente que ve lo bueno de nosotros.
—David, es usted tan hipócrita que sería un excelente abogado.
Gurney se rio.
—Eso está bien, me gusta. Le diré algo: si fuera abogado, no me importaría tener al Buen Pastor de cliente, porque me da la sensación de que el conocimiento que el FBI tiene del caso es tan sólido como el humo que se lleva el viento. De hecho, estoy bastante ansioso por probarlo.
—Ya veo. Pues buena suerte.
Había colgado.
Gurney se guardó el teléfono en el bolsillo. El tono inusualmente agresivo que había empleado hacía eco en su cabeza. Poco a poco, su mirada se desvió hacia el paisaje. Lo único que quedaba del crepúsculo era una mancha morada en el cielo gris, como un hematoma que se oscurecía por encima de la silueta de las colinas.
—¿Quién era? —preguntó Kim detrás de él.
Se volvió. La chica, Madeleine y Kyle permanecían sentados a la mesa, con los ojos fijos en él. Parecían preocupados, sobre todo Kim.
—Una psicóloga forense que ha escrito un libro sobre el caso del Buen Pastor y que ha asesorado al FBI en otros casos de asesinos en serie.
—¿Qué estás…? ¿Qué estás haciendo? —Había algo extraño en su voz, como si estuviera furiosa y tratara de disimularlo.
—Quiero saber todo lo que haya que saber del caso.
—¿Por qué has dicho que puede que todos estén equivocados?
—Puede que no estén equivocados. Puede que, simplemente, se apoyen en hechos poco sólidos.
—No sé de qué estás hablando. Ya te he dicho que Rudy Getz va a estrenar mi documental con la serie de entrevistas de prueba que hice con Ruthie Blum. Quiere usar la película tal cual la grabé con mi propia cámara. Dice que potencia la realidad. Te lo dije, te dije que va a emitir el programa a escala nacional, en RAM News Network. ¿Y ahora me estás diciendo que está todo mal, o que podría estar todo mal? No sé adónde quieres llegar con todo esto. No tiene nada que ver con lo que te pedí. Estás poniendo todo patas arriba. ¿Por qué?
—No he puesto nada patas arriba. Solo trato de entender qué está pasando. Nos han ocurrido cosas inquietantes, a ti y a mí, y no quiero…
—Eso no es motivo para lanzarse de cabeza contra el proyecto, destrozarlo, tratar de probar que todo está mal.
—El único sitio donde caí de cabeza fue en tu sótano. No quiero que nos engañen otra vez.
—¡Pues vigila al idiota de mi novio…! Al idiota de mi exnovio —se corrigió.
—Supongamos que no fue él. Supongamos…
—¡No seas estúpido! ¿Quién más podría haber sido?
—Alguien que conoce el proyecto y que no quiere que lo completes.
—¿Quién? ¿Por qué?
—Dos preguntas excelentes. Empecemos por la primera. ¿Cuánta gente sabe en qué estás trabajando?
—¿Cuánta gente? ¿Tal vez un millón de personas?
—¿Qué?
—Al menos, un millón. Tal vez más. El sitio web de RAM, comunicados de noticias de Internet, correo electrónico masivo a todas las emisoras y periódicos locales, páginas de Facebook de RAM, mi propia página de Facebook, la página de Facebook de Connie, mi cuenta de Twitter… Dios, hay muchos, todos los futuros participantes, todos sus contactos…
—Así pues, prácticamente cualquiera podría tener acceso a la información.
—Por supuesto. Máxima exposición. Lo antes posible. Ese es el objetivo.
—Vale. Eso significa que necesitamos abordar la cuestión de un modo diferente.
Kim lo miró, dolida.
—No hemos de abordarlo para nada, no tal como dices. Dios, Dave… —Empezaron a saltársele las lágrimas—. Este es un momento crítico. ¿No lo ves? No puedo creerlo. Mi primer episodio va a emitirse dentro de un par de días, y tú estás al teléfono diciéndole a la gente que todo el caso del Buen Pastor es…, es… ¿qué? Ni siquiera puedo entender qué les estás diciendo. —Negó con la cabeza, secándose las lágrimas de los ojos con las yemas de los dedos—. Lo siento… No… No… ¡Mierda! Disculpadme —dijo, y salió corriendo.
Al cabo de unos segundos oyeron un portazo en el cuarto de baño.
Gurney miró a Kyle, que había apartado la silla un palmo de la mesa y parecía estar estudiando un punto en el suelo. Madeleine lo observaba con esa sutil preocupación que resultaba tan inquietante.
Levantó las palmas de las manos en un gesto de duda.
—¿Qué he hecho?
—Piénsalo —le respondió su mujer—. Lo averiguarás.
—¿Kyle?
El chico levantó la mirada y se encogió de hombros ligeramente.
—Creo que la has asustado.
Gurney frunció el ceño.
—¿Por sugerir por teléfono a alguien que el FBI podría estar equivocado?
Kyle no respondió.
—Has hecho más que eso —dijo Madeleine con voz calmada.
—¿Qué exactamente?
Ella no hizo caso de la pregunta y empezó a llevar algunos de los platos de la cena al fregadero.
—¿Qué he hecho que sea tan espantoso? —insistió Gurney, lanzando su pregunta a un punto intermedio entre su mujer y su hijo.
—No has hecho nada espantoso, nada de manera intencionada —respondió Kyle—, pero… creo que Kim se ha llevado la impresión de que estás frenando en seco su proyecto.
—No solo acabas de decir que podría haber un fallo en alguna parte —añadió Madeleine—, has dejado entrever que todo estaba completamente equivocado. No solo eso, sino que vas a demostrarlo. En otras palabras, que planeas hacer trizas el caso.
Gurney respiró hondo.
—Había una razón para eso.
—¿Una razón? —Madeleine parecía divertida—. Por supuesto. Siempre tienes una razón.
Cerró los ojos un momento, como si la paciencia fuera más fácil de encontrar en la oscuridad.
—Quería que Holdenfield se enfadara lo suficiente para que se pusiera en contacto con el agente al mando del FBI, un tipo que se llama Trout, y que este se cabreara lo suficiente como para ponerse en contacto conmigo.
—¿Por qué iba a hacer eso?
—Para descubrir si de verdad sé algo del caso capaz de dejarlo en evidencia. Así tal vez podría averiguar si Trout sabe algo relevante que no se ha hecho público.
—Bueno, si tu estrategia era cabrear a la gente, ha sido todo un éxito. —Madeleine señaló el plato de su marido, todavía repleto de gambas y arroz—. ¿Vas a comerte eso?
—No. —Oyó el tono a la defensiva en su propia voz y añadió—: Ahora mismo no. Creo que voy a salir un rato a tomar el aire. Para despejarme.
Se alejó de la mesa, fue al lavadero y se puso una chaqueta fina. Al salir por la puerta lateral comprobó que ya estaba anocheciendo. Oyó que Kyle le decía algo a Madeleine en voz baja y en tono tentativo. No pudo entender bien sus palabras, solo dos: «papá» y «enfadado».
Sentado junto al estanque, vio cómo la tarde dio paso rápidamente a la oscuridad. Una estrecha franja de luz de luna detrás de un cielo tapado proporcionaba una sensación muy tenue e incierta del mundo que lo rodeaba.
El dolor de su antebrazo había vuelto. Iba y venía sin más, sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Se sentía frustrado por eso y por la actitud de Holdenfield. Y después estaba cómo había actuado él mismo con Kim.
La noche nublada, con sus insondables formas negras y sus bordes mal definidos, parecía ser una suerte de metáfora del mundo tal como lo veía él en ese momento.
Era consciente de dos cosas que se oponían entre sí. En primer lugar, su éxito como detective siempre se había basado en su objetividad, fría y rigurosa. En segundo lugar, ahora sentía que su objetividad era cuestionable. Sospechaba que la lentitud de su recuperación, la sensación de vulnerabilidad y la impresión de ser dejado de lado, por irrelevante, lo llenaban de una agitación y una rabia que fácilmente podían turbar su buen juicio.
Se frotó el antebrazo, pero de poco servía: era como si la raíz del dolor estuviera en otra parte, tal vez en un nervio pinzado en la espalda, y su cerebro no supiera dilucidar dónde ubicar la inflamación. Le sucedía lo mismo que con los acúfenos: su cerebro malinterpretaba una alteración neuronal como un minúsculo sonido de eco.
Aun así, a pesar de las dudas sobre sí mismo, de la incertidumbre, podría poner la mano en el fuego por que había algo disparatado en el caso del Buen Pastor, algo que no encajaba. Su sentido para percibir la discrepancia nunca lo había defraudado y no pensaba…
Un sonido de pisadas que parecía proceder de la zona del granero interrumpió sus pensamientos. Vio una pequeña luz que se movía en el prado, entre el granero y la casa. Era la luz de una linterna de alguien que bajaba por la senda del prado.
—¿Papá? —dijo Kyle.
—Estoy aquí —contestó Gurney—. Junto al estanque.
El haz de la linterna se movió hacia él y lo encontró.
—¿Hay animales aquí, de noche?
Gurney sonrió.
—Ninguno que tenga interés en conocerte.
Kyle llegó al banco al cabo de un momento.
—¿Te importa que me siente?
—Por supuesto que no. —Gurney se movió un poco para dejarle más sitio.
—Vaya, está muy oscuro. —Oyeron un ruido procedente del otro lado del estanque—. ¡Oh, mierda! ¿Qué demonios ha sido eso?
—Ni idea.
—¿Estás seguro de que no hay animales en el bosque?
—El bosque está lleno de animales: ciervos, osos, zorros, coyotes, linces rojos…
—¿Osos?
—Osos negros. Por lo general son inofensivos. A menos que tengan oseznos.
—¿En serio que hay linces rojos?
—Uno o dos. A veces, cuando subo la colina, veo alguno, iluminado por los faros.
—Vaya. Es muy salvaje. Nunca he visto un lince rojo.
Se quedaron en silencio unos instantes. Gurney estaba a punto de preguntarle en qué estaba pensando cuando Kyle continuó: —¿De verdad crees que hay más cosas en el caso del Buen Pastor de lo que la gente cree?
—Podría ser.
—Parecías bastante seguro al teléfono. Creo que eso es lo que ha molestado tanto a Kim.
—Sí, bueno…
—¿Qué crees que se le ha pasado por alto a todo el mundo?
—¿Cuánto sabes del caso?
—Como te he dicho antes de cenar, todo. Al menos todo lo que salió en la tele.
Gurney negó con la cabeza en la oscuridad.
—Tiene gracia, no recuerdo que estuvieras tan interesado.
—Bueno, lo estaba. Pero no hay razón para que lo recordaras. O sea, nunca estabas allí.
—Estaba cuando venías los fines de semana. Al menos los domingos.
—Estabas físicamente, pero siempre parecías…, no sé, como si tu cabeza te mantuviera atado a algo importante.
—Y… supongo que… después de que te liaras con Stacey Marx… no venías cada fin de semana.
—No, supongo que no.
—Después de que rompieras, ¿mantuviste el contacto con ella?
—¿Nunca te lo conté?
—Creo que no.
—Stacey se enganchó a las drogas. Entraba y salía de rehabilitación. Bastante hecha polvo, la verdad. La vi en la boda de Eddie Burke. ¿Te acuerdas de Eddie Burke?
—Más o menos. ¿El chico pelirrojo?
—No, ese era su hermano Jimmy. No importa. Stacey está fatal.
Otro silencio. Gurney sentía que su mente funcionaba lenta, desconcentrada, inquieta.
—Hace mucho frío aquí —dijo Kyle—. ¿Quieres volver a la casa?
—Sí, subiré dentro de un minuto.
Ninguno de los dos se movió.
—Bueno…, no has terminado de decir qué es lo que te inquieta del caso del Buen Pastor. Parece que eres la única persona que tiene un problema con él.
—Quizás ese es el problema.
—Eso es demasiado zen para mí.
Gurney soltó una risa aguda y corta.
—El problema es la pasmosa falta de pensamiento crítico. Todo el asunto está demasiado bien empaquetado, es demasiado simple y demasiado útil para demasiada gente. No ha sido cuestionado, discutido, puesto a prueba, desgarrado y pateado. Creo que hay demasiados expertos poderosos e influyentes a los que les gusta cómo está, como un libro de texto de asesinatos en serie cometidos por un psicópata de manual.
—Pareces cabreado —dijo Kyle después de un breve silencio.
—¿Alguna vez has visto cómo queda alguien al que le han disparado con una bala expansiva de calibre cincuenta en un lado de la cabeza?
—Muy mal, supongo.
—Es la cosa más deshumanizante que se pueda imaginar. El Buen Pastor se lo hizo a seis personas. No solo las mató. Las destrozó y las convirtió en algo patético y horrible. —Gurney apartó la mirada a la oscuridad antes de continuar—. Esas personas merecen más de lo que han recibido. Merecen un debate más serio. Merecen que se formulen algunas preguntas.
—Entonces, ¿cuál es el plan? ¿Encontrar cabos sueltos y tirar de ellos?
—Si puedo…
—Bueno, es en eso en lo que eres bueno.
—Lo era. Ya veremos.
—Tendrás éxito. Nunca has fallado en nada.
—Por supuesto que sí.
Otro breve silencio.
—¿Qué clase de preguntas?
—Hum. —Gurney estaba pensando en sus propios defectos.
—Solo quería saber qué clase de preguntas tienes in mente.
—Oh, no lo sé. Algunas cuestiones bastante amorfas sobre qué tipo de personalidad se corresponde con el lenguaje empleado en el manifiesto, sobre la logística de los crímenes, acerca de la elección del arma. Y muchas preguntas menores, como por qué todos los coches eran negros…
—O por qué todos estaban construidos en Sindelfingen.
—¿Por qué todos…? ¿Qué?
—Los seis coches estaban construidos en la planta de Mercedes de Sindelfingen, en las afueras de Stuttgart. Probablemente no significa nada. Solo es un pequeño detalle un tanto extraño.
—¿Cómo demonios sabes una cosa así?
—Te dije que presté mucha atención.
—¿Ese detalle de Sindelfingen salió en las noticias?
—No. Los años y los modelos de los coches sí salieron en las noticias. Ya sabes, traté de averiguar algunas cosas. Me pregunté qué podían tener en común los coches, además de la marca y el color. Mercedes tiene un montón de plantas de montaje por todo el mundo, pero esos seis coches procedían de Sindelfingen. Solo es una coincidencia.
Aunque estaba muy oscuro para verle la cara, Gurney se volvió hacia Kyle.
—Todavía no entiendo por qué…
—¿Por qué me molesté en mirar eso? No lo sé. Supongo que…, supongo que me interesaban un montón de esas cosas… como crímenes…, asesinatos…, cosas así.
Gurney no sabía qué decir, se sentía anonadado. Diez años antes su hijo había estado jugando a detective. ¿Y desde cuánto tiempo antes? ¿O después? ¿Y por qué demonios no se había enterado? ¿Cómo podía ser que no se hubiera fijado en eso?
«Joder, ¿tan inabordable era? ¿Tan perdido estaba en mi profesión, en mis pensamientos, en mis prioridades?»
Sintió que las lágrimas acudían a sus ojos y no supo qué hacer.
Tosió y se aclaró la garganta.
—¿Qué hacen en Sindelfingen?
—La gama más alta. Eso explicaría algo, tal vez. Supongo que si el Buen Pastor buscaba los modelos más caros de Mercedes, bueno, esa es la planta donde los hacían.
—Aun así es interesante. Y te tomaste tiempo para descubrirlo.
—Bueno, ¿quieres subir a la casa? —dijo Kyle después de una pausa—. Parece que quiere llover.
—Dame un minuto. Ve yendo tú.
—¿Quieres que te deje la linterna? —Kyle la encendió, alumbrando pendiente arriba, hacia las matas de espárragos.
—No, no te preocupes. Conozco bien los obstáculos que hay en el camino.
—Vale. —Kyle se levantó despacio, tanteando la regularidad del terreno de delante del banco. Hubo una pequeña salpicadura al borde del estanque—. ¿Qué demonios era eso?
—Una rana.
—¿Estás seguro? ¿No hay serpientes?
—Pocas. Pequeñas e inofensivas.
Kyle pareció pensarlo durante un rato.
—Vale —dijo—. Te veo en la casa.
Gurney lo observó, o más bien observó el haz de la linterna que se movía gradualmente por la senda del prado. Por fin se recostó en el banco, cerró los ojos e inspiró el aire húmedo. Se sentía vacío por dentro.
Abrió los ojos al oír una ramita que se partía entre los árboles, detrás del granero. Unos diez segundos después, oyó de nuevo el mismo sonido. Se levantó del banco y escuchó. Aguzó la vista para tratar de ver algo entre las manchas y espacios negros que lo rodeaban.
No percibió nada. Caminó pisando con precaución desde el banco hasta el granero, que estaba a unos cien metros. Una vez llegó a la esquina de la gran estructura de madera, anduvo muy despacio, rodeándolo por el borde de hierba. Se paró varias veces a escuchar. Pensó en sacar la Beretta calibre 32 de la cartuchera del tobillo. Sin embargo, descartó la idea, tampoco había que exagerar.
El silencio de la noche parecía absoluto. La condensación en la hierba estaba empezando a penetrar por sus zapatos y a filtrarse en los calcetines. Se preguntó qué esperaba descubrir, por qué se molestaba en rodear el granero. Miró pendiente arriba, hacia la casa. La luz ámbar de la ventana le pareció seductora.
Decidió tomar un atajo, pero trastabilló en un tocón y cayó; otra vez aquel dolor eléctrico entre el codo y la muñeca. Cuando entró en la casa, se dio cuenta, por la expresión de Madeleine, de que tenía un aspecto desaliñado.
—He tropezado —explicó, mientras se alisaba la camisa—. ¿Dónde están todos?
Ella pareció sorprendida.
—¿No has visto a Kim fuera?
—¿Fuera? ¿Dónde?
—Ha salido hace un rato. Pensaba que quería hablar en privado contigo.
—¿Ha salido sola con esta oscuridad?
—Bueno, aquí no está.
—¿Dónde está Kyle?
—Ha subido a hacer algo.
Su tono sonó demasiado extraño.
—¿Arriba?
—Sí.
—¿Va a quedarse a pasar la noche?
—Parece que sí. Le he ofrecido la habitación amarilla.
—¿Y Kim ocupará la otra?
Era una pregunta absurda. Por supuesto que iba a ocupar la otra. Antes de que Madeleine pudiera responder, oyeron que la puerta lateral se abría y se cerraba, y a continuación el suave sonido de una chaqueta que alguien colgaba en el perchero. Kim entró en la cocina.
—¿Te has perdido? —preguntó Gurney.
—No, estaba echando un vistazo.
—¿En la oscuridad?
—Quería comprobar si podía ver algunas estrellas. Respirar el aire del campo. —Parecía un poco inquieta.
—No es una buena noche para ver estrellas.
—No, no muy buena. De hecho, da un poco de miedo. —Vaciló—. Bueno…, yo… quería disculparme por cómo te he hablado antes.
—No pasa nada. De hecho, soy yo quien debería disculparse. Entiendo lo importante que es esto para ti. No debería haberte inquietado con estas cosas.
—Aun así, no tendría que haber dicho lo que he dicho. —Negó lentamente con la cabeza—. No tengo el don de la oportunidad.
Gurney no comprendió a qué se refería con eso del don de la oportunidad. No obstante, prefirió no prolongar aquel intercambio de disculpas, que le resultaba de lo más extraño.
—Voy a tomar un poco de café. ¿Quieres?
—Claro. —Kim parecía aliviada—. Buena idea.
—¿Por qué no os sentáis los dos a la mesa? —dijo Madeleine con firmeza—. Prepararé café para todos.
Se sentaron. Madeleine encendió la cafetera. Dos segundos después se apagaron las luces.
—¿Qué demonios ha ocurrido? —preguntó Gurney.
Ni Madeleine ni Kim respondieron.
—A lo mejor la cafetera ha hecho saltar una fase —dijo él mismo.
Empezó a levantarse, pero Madeleine lo detuvo.
—No ha saltado ninguna fase.
—Entonces, ¿qué…? —Una lucecita parpadeaba en el pasillo que conducía a la escalera.
El parpadeo se hizo más intenso. Enseguida oyó la voz de Kyle cantando. Al cabo de un momento, entró por el umbral. Traía consigo una tarta con velas encendidas. Su voz fue haciéndose más alta con cada palabra.
—Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz, te deseamos, papi, cumpleaños feliz…
—Dios mío… —murmuró Gurney, pestañeando—. ¿Es hoy… de verdad?
—Feliz cumpleaños —dijo Madeleine con suavidad.
—¡Feliz cumpleaños! —gritó Kim con entusiasmo nervioso, y añadió—: Ahora ya sabes por qué me he sentido como una idiota por comportarme así precisamente esta noche.
—Vaya —dijo Gurney, negando con la cabeza—. Menuda sorpresa.
Kyle, que lucía una amplia sonrisa, dejó la tarta con las velas encendidas en medio de la mesa.
—Siempre me enfadaba cuando se olvidaba de mi cumpleaños. Pero luego me di cuenta de que tampoco se acordaba del suyo, así que no era para tanto.
Kim rio.
—Piensa en un deseo y sopla las velas —dijo Kyle.
—De acuerdo —le contestó su padre.
Luego en silencio pensó su deseo: «Que Dios me ayude a decir lo correcto». Hizo una pausa, respiró lo más profundamente que pudo y sopló hasta conseguir apagar dos terceras partes de las velas. Cogió aire otra vez y terminó el trabajo.
—¡Muy bien! —exclamó Kyle. Se acercó al interruptor del pasillo para volver a encender las luces de la cocina.
—Pensaba que tenía que apagarlas de un solo soplido —dijo Gurney.
—No cuando hay tantas. Nadie puede apagar cuarenta y nueve velas de un solo soplido. La norma dice que tienes un segundo intento cuando pasas de los veinticinco.
Gurney miró a Kyle y las velas humeantes con desconcierto. Una vez más, sintió la amenaza de una lágrima.
—Gracias.
La cafetera empezó a hacer sonidos de borboteo. Madeleine se acercó a atenderla.
—No aparentas cuarenta y nueve —dijo Kim—. Si me lo hubieran preguntado, diría que tienes unos treinta y nueve.
—Eso me dejaría con trece cuando nació Kyle —contestó Gurney—, y con once cuando me casé con su madre.
—Eh, casi me olvido —intervino Kyle abruptamente.
Buscó bajo su silla y sacó una caja de regalo que por el tamaño podría contener una camisa o una bufanda. El paquete estaba envuelto en papel azul brillante, con un lazo blanco. Había un sobre del tamaño de una tarjeta de cumpleaños bajo la cinta. Pasó el regalo por encima de la mesa.
—Vaya —dijo Gurney, aceptándolo con torpeza.
No habían intercambiado regalos de cumpleaños desde hacía… ¿cuántos años?
Kyle parecía ansioso y excitado.
—Solo es algo que encontré y pensé que deberías tenerlo.
Gurney deshizo el lazo.
—Mira primero la tarjeta —le dijo su hijo.
Gurney abrió el sobre y sacó la tarjeta.
En el anverso, con una divertida letra cursiva, se podía leer: «Mensaje de cumpleaños solo para ti». Notó un bulto en el centro: sin duda era una de esas tarjetas musicales. Supuso que cuando la abriera sería sometido a otra versión del Cumpleaños feliz.
Pero no tuvo ocasión de descubrirlo.
Kim estaba observando algo que había fuera de la casa. Se levantó de la mesa tan de repente que su silla se volcó hacia atrás. Sin hacer caso del estruendo, corrió hacia la puerta cristalera.
—¡¿Qué es eso?! —gritó con un pánico creciente, mirando con los ojos como platos por la pendiente del prado y llevándose las manos a la cara—. Dios. Oh, Dios mío, ¿qué es eso?