Cuando pasó entre el estanque y el granero, cuando ya se veía la casa en lo alto del prado, Gurney atisbó —apenas visible sobre las puntas dobladas y rotas de la hierba marrón— el manillar y el depósito de gasolina de una motocicleta aparcada junto al coche de Madeleine.
Reaccionó con una mezcla de interés y sospecha. Cuando estacionó a su lado, su interés creció. La motocicleta, en muy buen estado, era una BSA Cyclone, una máquina cada vez más rara que no se había fabricado desde la década de los sesenta.
Le recordó una moto que había tenido hacía muchos años. En 1979, cuando era estudiante de primer año en Fordham y vivía con sus padres en un apartamento del Bronx, Gurney iba al campus en una Triumph Bonneville que ya entonces contaba veinte años. Cuando se la robaron el verano entre el primer y el segundo curso, decidió que ya había soportado suficientes tormentas, vientos gélidos y casi accidentes en el Cross Bronx Expressway para que el aburrimiento del autobús le resultara aceptable.
Entró en la casa por una puerta lateral que conducía a la gran cocina a través de un pequeño pasillo. Esperaba oír voces, quizá la del motorista, pero lo único que oyó fue algo que chisporroteaba en el fuego. Cuando entró en la cocina, le invadió el aroma de cebollas que Madeleine estaba salteando en un wok. Su mujer no levantó la mirada.
—¿De quién es la moto? —preguntó.
—¿Estaba en tu sitio?
—No he dicho que estuviera en mi sitio. —Esperó, mirándola—. ¿Y?
—¿Y?
—¿Y? ¿De quién es?
—Se supone que no he de decírtelo.
—¿Qué?
Madeleine suspiró.
—No he de decírtelo.
—¿Por qué no?
—Porque… alguien quiere que su visita sea una sorpresa.
—¿Quién? ¿Quién es?
—Es una sorpresa —respondió, un tanto incómoda.
—¿Alguien ha venido a verme?
—Exacto. —Madeleine bajó el fuego, retiró el wok y ralló las cebollas sobre una capa de arroz esparcida sobre la fuente de horno que había junto a la cocina.
—¿Dónde está Kim?
—Ella y el visitante han ido a dar un paseo. —Fue a la nevera, sacó un bol de gambas peladas, otro de pimientos y apio picados, y un tarro de ajo troceado.
—Sabes que no me gustan mucho las sorpresas —dijo Gurney.
—Ni a mí. —Madeleine subió el gas, colocó de nuevo el wok sobre el hornillo, vertió la verdura en él y empezó a revolver vigorosamente con la espátula.
Permanecieron un rato en silencio, hasta que él se sintió incómodo.
—Supongo que es alguien que conozco. —De inmediato lamentó la inanidad de la pregunta.
Madeleine lo miró por primera vez desde que había entrado.
—Eso espero.
Dave respiró profundamente.
—Esto es una tontería muy grande. Dime quién ha venido en esa motocicleta y por qué está aquí.
Madeleine se encogió de hombros.
—Kyle. Para verte.
—¿Qué?
—Ya me has oído. Tus acúfenos no son tan graves.
—¿Mi hijo? ¿Kyle? ¿Ha venido desde Nueva York en moto? ¿Para verme?
—Para darte una sorpresa. Planeaba estar aquí a las tres, porque es cuando dijiste que vendrías. A las tres como muy tarde. De hecho llegó a las dos, para tener tiempo de sorprenderte si te adelantabas.
—¿Lo has preparado tú? —Sonó a medio camino entre una pregunta y una acusación.
—No, no lo he preparado yo. Fue idea suya venir a verte. No te ha visto desde que estuviste en el hospital. Lo único que hice yo fue decirle a qué hora estarías aquí, la hora que me dijiste. ¿Por qué me miras así?
—Qué coincidencia que ayer estuvieras sugiriendo que Kyle y Kim podrían hacer buena pareja y que ahora estén dando un paseo juntos.
—Esas cosas pasan, David. Por eso existe la palabra «coincidencia». —Volvió su atención al wok.
Gurney se sentía más molesto de lo que estaba dispuesto a admitir. No le gustaban los cambios de planes, perder la ilusión de que lo tenía todo controlado. Tampoco ayudaba que su relación con Kyle, su hijo, que ya tenía veintiséis años, fruto de su primer matrimonio, resultaba desde hacía tiempo algo conflictiva. Además, los ibuprofenos que se había tomado para el pinzamiento del nervio de su brazo estaban perdiendo su efecto. Otra vez empezaba a dolerle todo y…
Trató de que su voz no dejara entrever la hostilidad y la autocompasión que sentía.
—¿Sabes adónde han ido a caminar?
Madeleine sacó el wok del fuego y añadió su contenido al arroz y a las cebollas de la bandeja del horno. No respondió hasta que limpió el wok, volvió a ponerlo en el fuego y añadió más aceite.
—Les sugerí el camino de la cumbre, el que lleva hasta el sendero que conduce al estanque.
—¿A qué hora se han ido?
—Cuando nos hemos enterado de que llegarías una hora tarde.
—Ojalá me hubieras hablado de esto.
—¿Habría cambiado algo?
—Por supuesto que habría cambiado algo.
—Interesante.
El aceite del wok estaba empezando a humear. Madeleine fue al armarito de las especias, volvió con jengibre en polvo, cardamomo, cilantro y una bolsita de anacardos. Puso el extractor al máximo, echó un puñado de anacardos en el wok, una cucharadita de té de cada una de las especias y empezó a removerlo todo.
Señaló con la cabeza hacia la ventana de al lado del fuego.
—Están subiendo la colina.
Gurney se acercó y miró al exterior. Kim y Kyle estaban ascendiendo por el sendero de hierba, a través del prado, ella con un impermeable de Madeleine de color chillón, y Kyle con vaqueros gastados y una chaqueta de cuero negra. Parecía que se estaba riendo.
Gurney los observó. Madeleine lo miró fijamente.
—Antes de que lleguen a la puerta —dijo—, podrías poner una cara más agradable.
—Solo estaba pensando en la moto.
Madeleine volcó la picada de anacardos y especias del wok en la fuente de horno, sobre el resto de los ingredientes.
—¿Qué pasa?
—Una moto clásica de hace cincuenta años restaurada y en estado impecable no es barata.
—¡Ja! —Madeleine puso el wok en el fregadero y dejó que corriera el agua—. ¿Desde cuándo Kyle ha comprado cosas baratas?
Dave asintió vagamente.
—La única vez que vino a esta casa fue hace dos años, para alardear de su maldito Porsche amarillo recién comprado con su bono de Wall Street. Ahora es una BSA cara. ¡Dios!
—Tú eres su padre.
—¿Qué significa eso?
Madeleine suspiró, mirándolo con una combinación extraña de exasperación y compasión.
—¿No es evidente? Quiere que estés orgulloso de él. Tienes razón en que lo intenta de una forma que no funciona. Creo que no os conocéis muy bien…
—Supongo que no. —Dave vio que su mujer ponía la bandeja en el horno—. Todo este lujo…, todo este rollo de marcas…, supongo que me hace pensar en ese gen materialista que heredó de su madre. Era muy buena ganando dinero en su trabajo como agente inmobiliaria, y aún mejor era a la hora de gastárselo. No dejaba de decirme que estaba perdiendo el tiempo siendo policía, que debería ir a la Facultad de Derecho, porque se gana mucho más dinero defendiendo criminales que atrapándolos. Y ahora Kyle va a la Facultad de Derecho…
—¿Estás enfadado porque crees que quiere defender a criminales?
—No estoy enfadado.
Ella le lanzó una mirada de incredulidad.
—A lo mejor estoy enfadado. No lo sé. Parece que últimamente todo me saca de quicio.
Madeleine se encogió de hombros.
—No te olvides de que es tu hijo el que ha venido a verte hoy, no tu exmujer.
—Exacto. Ojalá…
Lo interrumpió el sonido de la puerta lateral al abrirse. Oyó la excitada voz de Kyle en el pasillo.
—Ni hablar, ¡es demasiado raro! O sea, es lo más enfermizo que he oído.
El chico entró el primero en la cocina, sonriendo de oreja a oreja.
—Hola, papá. ¡Me alegro de verte!
Se saludaron con un abrazo torpe.
—Yo también me alegro, hijo. Es un largo viaje hasta aquí en moto, ¿eh?
—En realidad ha sido perfecto. Había poco tráfico en la 17. Desde allí hasta aquí las carreteras son ideales para ir en moto. ¿Te gusta?
—Creo que nunca había visto una tan bien restaurada.
—Yo tampoco. Me encanta. Tú tenías una moto, ¿verdad?
—No tan bonita.
—Espero que pueda conservarla así. La compré hace solo dos semanas en la Exposición de Motos Clásicas de Atlantic City. No pensaba comprar nada, pero no pude resistirme. Nunca había visto una tan bonita, ni siquiera la de mi jefe.
—¿Tu jefe?
—Sí, medio he vuelto a Wall Street; trabajo a tiempo parcial para algunos tipos de la empresa que quebró.
—Pero ¿sigues en Columbia?
—Claro, desde luego. Tengo toneladas de libros para leer. El primer año está pensado para echar a los que no están motivados. Estoy tan ocupado que me vuelvo loco, pero qué demonios.
Kim cruzó el umbral de la cocina con una sonrisa para Madeleine.
—Gracias por la chaqueta. La he colgado en el lavadero. ¿Está bien?
—Bien, pero me muero de curiosidad.
—¿Sobre qué?
—Estoy tratando de imaginar qué es lo más enfermo que has oído.
—¿Qué? ¡Oh! ¿Me has oído decir eso? Kyle me estaba contando algo…, puaj. —Miró al chico—. Díselo tú, yo ni siquiera puedo repetirlo.
—Eh, oh…, es sobre un trastorno peculiar que tiene alguna gente. Podría no ser el mejor momento. Necesita cierta explicación. ¿Quizá después?
—Vale, luego te lo pregunto. Me pica la curiosidad. Entre tanto, ¿queréis una copa o un aperitivo? ¿Queso, galletas, aceitunas, fruta…?
Kyle y Kim se miraron y negaron con la cabeza.
—Yo no —dijo él.
—No, gracias —contestó la chica.
—Entonces, poneos cómodos. —Madeleine hizo un gesto hacia los sillones situados en torno a la chimenea, en el otro extremo de la sala—. Son casi las cinco. He de terminar algunas cosas. Cenaremos a las seis.
Kim preguntó si podía ayudar en algo. Cuando Madeleine le dijo que no, se disculpó y se dirigió al cuarto de baño. Gurney y Kyle se acomodaron en un par de sillones orejeros situados uno frente al otro. Delante había una mesita de café de cerezo, frente a la chimenea.
—Bueno… —empezaron a la vez, y a la vez se rieron.
Gurney tuvo una idea extraña: Kyle había heredado la boca y el cabello negro de su madre, pero tenerlo delante era como mirarse en un espejo mágico que parecía devolverle una imagen restaurada de sí mismo, un espejo capaz de eliminar un par de décadas de desgaste físico de un plumazo.
—Tú primero —dijo Gurney.
Kyle rio. Tenía la boca de su madre, pero los dientes de su padre.
—Kim me estaba hablando de este asunto de la tele en el que te has metido.
—No me he metido directamente en la parte de la tele. De hecho, me gustaría permanecer lo más alejado posible.
—¿Qué otra parte hay?
Una pregunta simple, pensó Gurney, que trató de responder con la misma concreción.
—El caso en sí, supongo.
—¿Los asesinatos del Buen Pastor?
—Los asesinatos, las víctimas, las pruebas, el modus operandi, la lógica del manifiesto, la premisa de investigación.
Kyle parecía sorprendido.
—¿Tienes dudas con algo de eso?
—¿Dudas? No lo sé. Quizá siento cierta curiosidad.
—Pensaba que todo ese material del Buen Pastor se había analizado exhaustivamente hace diez años.
—Quizá me genera dudas el hecho de que nadie tenga dudas. Además de otras cosas extrañas que han estado ocurriendo.
—¿Como el ex de Kim, ese loco que saboteó su escalera?
—¿Es así como describió lo ocurrido?
Kyle frunció el ceño.
—¿Hay otra forma?
—¿Quién sabe? Como he dicho, siento cierta curiosidad. —Hizo una pausa—. Por otro lado, tal curiosidad puede que no sea más que una suerte de indigestión mental. Ya veremos. Hay un agente del FBI con el que me gustaría hablar.
—¿Y eso?
—Estoy casi seguro de que sé tanto como la policía del estado, pero nuestros amigos federales acostumbran a guardarse algún que otro detalle. Y creo que ese puede ser el caso del individuo que dirigía la investigación.
—¿Y crees que podrás sacarle algo?
—No sé, tal vez no, pero me gustaría intentarlo.
Oyeron el estruendo de un cristal al romperse.
—¡Maldita sea! —gritó Madeleine, al otro extremo de la estancia, levantando la mano del fregadero y mirándosela.
—¿Estás bien? —preguntó Gurney.
Ella cortó un trozo de papel de cocina del rollo que había en la isla. El rollo se volcó y cayó al suelo. Madeleine no hizo caso de eso ni de la pregunta y empezó a secarse la mano.
—¿Necesitas ayuda? —Dave se levantó y fue a mirarle la mano a su esposa. Cogió el rollo de papel de cocina y volvió a ponerlo en la encimera—. Déjame ver.
Kyle lo siguió.
—¿Por qué no vuelven a sus asientos, caballeros? —dijo ella, torciendo el gesto e incómoda por la atención—. Creo que puedo ocuparme de esto yo sola. Es solo un poco de sangre, nada serio. Lo único que necesito es agua oxigenada y una tirita. —Dibujó una sonrisa fría y salió de la cocina.
Ellos se miraron y se encogieron de hombros.
—¿Quieres un café? —preguntó Gurney.
Su hijo negó con la cabeza.
—Estaba tratando de recordar… Se convirtió en un caso del FBI por el tipo de Massachusetts, ¿no? ¿El cirujano?
Gurney pestañeó.
—¿Cómo demonios te acuerdas de eso?
—Se habló mucho del tema.
A Gurney le conmovió la idea de que Kyle hubiera prestado atención a algo que pertenecía al mundo en el que su padre era un experto.
—Claro —dijo Gurney, sintiendo una pequeña cuchillada de una emoción desconocida—. ¿Estás seguro de que no quieres café?
—Bueno, va. Si tú tomas.
Mientras se filtraba el café, se quedaron mirando por la puerta cristalera. El sol amarillo de la tarde proyectaba sus rayos inclinados sobre el prado.
—Bueno —dijo Kyle después de un largo silencio— ¿qué opinas de este asunto en el que se ha metido?
—¿Kim?
—Sí.
—Es una gran pregunta. Supongo que todo depende de cómo quede el programa.
—Por cómo me lo explicó, da la impresión de que habla en serio cuando dice que quiere hacer un retrato sincero de las personas implicadas.
—Lo que ella quiere y lo que quiera RAM son dos cosas diferentes.
Kyle pestañeó; parecía preocupado.
—Desde luego, menuda la que liaron en su momento. Veinticuatro horas de mierda, semana tras semana.
—¿Te acuerdas de eso?
—Era lo único que hacían. Los asesinatos se produjeron justo después de que yo me fuera de casa de mamá para vivir en la casa de Stacey Marx.
—Cuando tenías… ¿quince años?
—Dieciséis. Era la época en que mamá empezó a salir con Tom Gerard, el tipo de la inmobiliaria. —Una emoción brillante destelló en sus ojos—. Mamá y Tom.
—Bueno —dijo Gurney con presteza—, ¿recuerdas la cobertura televisiva?
—Los padres de Stacey tenían la tele puesta todo el día. RAM News todo el tiempo, Dios. Aún me acuerdo de las reconstrucciones.
—¿De los asesinatos?
—Sí. Un presentador con voz dramática leía una narración basada muy vagamente en los hechos, mientras aparecía algún actor conduciendo un coche negro brillante por una carretera solitaria. Repasaban todo el caso (hasta el disparo y el coche que se salía de la carretera). La palabra «recreación» destellaba en la pantalla medio segundo, en letra pequeña. Era telerrealidad sin realidad. Día tras día. Sacaron mucho partido de esa bazofia, deberían haberle pagado algo al Buen Pastor.
—Ahora lo recuerdo —dijo Gurney—. Todo formaba parte del circo de RAM.
—Hablando de circo, ¿alguna vez viste Cops? Fue un programa de mucho éxito que emitían también por aquella época.
—Vi parte de un episodio.
—No creo que te lo dijera nunca, pero había un capullo en el segundo curso del instituto que sabía que estabas en el Departamento de Policía de Nueva York y que siempre me preguntaba: «¿Es eso lo que hace tu padre, echar abajo las puertas de las caravanas?». Un capullo integral. Yo le decía: «No, capullo, no es eso lo que hace. Y, por cierto, capullo, no es solo un poli, es un detective de Homicidios». Detective de primera clase, ¿verdad, papá?
—Sí.
Kyle le pareció muy joven, casi un niño. Notó una opresión en el pecho. Apartó la mirada y la dirigió hacia el granero.
—Ojalá el artículo de la revista New York hubiera salido entonces —dijo—. Eso habría hecho que cerrara la bocaza rápidamente. ¡Ese artículo era fantástico!
—Supongo que Kim te ha dicho que el artículo lo escribió su madre.
—Sí, lo hizo cuando le pregunté cómo es que te conocía. Le gustas.
—¿A quién?
—A Kim. Al menos a Kim, a lo mejor también a su madre. —Kyle sonrió. Otra vez pareció un muchacho de dieciséis años—. Esa placa dorada de detective las encandila, ¿eh?
Gurney consiguió reír un poco.
Una nube desfiló lentamente delante del sol; el prado pasó del dorado a un tono beis grisáceo. Por un segundo, algo en ese tono le recordó la piel de un cadáver. De un cadáver en particular. Un sicario dominicano cuya tez bronceada se había vaciado de sangre en una acera de Harlem. Se aclaró la garganta, como para deshacerse de la imagen.
Entonces reparó en un zumbido grave en el aire. Se hizo más alto y pronto reconoció el sonido de un helicóptero. Al cabo de medio minuto pasó cerca, pero solo pudo verse parcialmente y de manera fugaz detrás de las copas de los árboles de la cumbre. El característico sonido pesado del rotor se desvaneció y todo quedó otra vez en silencio.
—¿Hay una base militar aquí cerca? —preguntó Kyle.
—No, solo los embalses que abastecen la ciudad.
—¿Embalses? —preguntó, pensativo—. ¿Crees que el helicóptero es de Seguridad Nacional?
—Seguramente.