Tres adolescentes con camisetas y pantalones rojos estaban dando patadas a un balón en el césped impecablemente cuidado del borde del lago. Al parecer no les importaba que el sol hubiera desaparecido detrás de unas nubes que avanzaban como si quisieran empujar a la primavera otra vez hacia el invierno.
Gurney se levantó de la mesa, frotándose los brazos para deshacerse del frío. Después de la caída de la noche anterior, le dolían todos los huesos del cuerpo. Los acúfenos, de los cuales solo era consciente de manera esporádica, ahora parecían más presentes. Al dirigirse de manera un poco inestable hacia la puerta que conducía al vestíbulo, un joven de uniforme se la abrió con una sonrisa automática y una voz indefinida que desdibujó sus palabras.
—¿Disculpe? —dijo Gurney.
El joven habló más alto, como un asistente en un asilo.
—Solo le preguntaba si está todo bien, señor.
—Sí, bien, gracias.
Gurney volvió a la zona de aparcamiento. Cuatro jugadores de golf con pantalones lisos tradicionales y jerséis de pico salieron de un enorme todoterreno que le recordó un electrodoméstico de cocina cara. Normalmente, la idea de que alguien hubiera pagado 75000 dólares para conducir una tostadora gigante le habría hecho sonreír. En cambio, en ese momento lo vio como un síntoma más de un mundo decadente, un mundo en el cual los imbéciles codiciosos se conjuraban constantemente para acumular la mayor cantidad de estupideces posible.
Quizás el Buen Pastor tenía un punto de razón.
Se metió en su coche, se sentó y cerró los ojos.
Tenía sed. Miró en el asiento de atrás, donde sabía que había un par de botellas de agua, pero no estaban a la vista; supuso que habían rodado del asiento de atrás y estarían debajo del asiento delantero. Salió, abrió la puerta de atrás y cogió una de las botellas. Se bebió la mitad y volvió a entrar en el coche.
Una vez más, cerró los ojos, pensando que podría despejar la cabeza con una siesta de cinco minutos. Pero una cosa que le había dicho Holdenfield no le dejaba desconectar: «Está de broma».
Se dijo que había sido un comentario hecho a la ligera, que se refería más a que Trout se mostraba inaccesible, y no tanto a su calidad de policía retirado. O tal vez Holdenfield hubiera malinterpretado sus palabras, como si él hubiera pretendido que los presentara y ella hubiera querido librarse con aquella respuesta. En cualquier caso, no tenía sentido darle más vueltas a aquello.
Sin embargo, más allá de todos esos pensamientos, lo cierto es que sentía rabia. Rabia por el pomposo obseso del control que supuestamente se negaría a verle; por Holdenfield, que estaba demasiado inmersa en sus propias prioridades para interceder; por toda la arrogancia del FBI.
Empezó a darle vueltas a la conferencia de Holdenfield, a su concepto de patrón de resonancia del asesino en serie, al perfil del Buen Pastor, al peldaño serrado, a la insistencia de Robby Meese en que Kim Corazon era una loca peligrosa, al estrafalario Max Clinter, al repelente Rudy Getz, a la maldita flecha con emplumado rojo que había aparecido en su jardín. Sin embargo, las palabras de la psicóloga volvían una y otra vez a su mente: «Está de broma».
¿Qué respuesta buscaba? «Por supuesto que le recibirá. Con su asombrosa reputación en la policía de Nueva York, ¿cómo iba a no querer recibirle el agente Trout?»
¡Cielos! ¿De verdad era tan patético? ¿Tanto necesitaba que reconocieran que era un detective estrella? Cuando reconocieron públicamente su labor, se había sentido incómodo. Sin embargo, que no lo tuvieran en cuenta le sentaba incluso peor. En el fondo, ¿quién era él sin esa reputación? ¿Solo otro tipo cuya carrera había terminado? ¿Solo otro tipo que no sabía quién demonios era porque la jerarquía que le había dado su identidad también tenía el poder de ningunearlo? ¿Solo otro expolicía triste, sentado a un lado del camino, que soñaba con los días en que su vida tenía sentido, que esperaba una llamada para volver a la acción?
«Dios, qué mierda de autocompasión. ¡Basta! Soy detective. Quizá siempre lo he sido y de un modo o de otro siempre lo seré. Esto es así, independientemente de los detalles de mi nómina o de lo que diga la cadena de mando. Tengo un talento que me hace ser lo que soy. Y aprovecharlo es lo más importante, no la opinión de Rebecca Holdenfield ni del agente Trout ni de nadie. Mi autoestima, mi razón de ser, depende de mi propia conducta, no de las reacciones de una profiler, con toda su jerga psicológica, ni de ningún federal burócrata al que ni siquiera conozco.»
Se aferró a este pensamiento para calmarse, aunque sabía que había algo un tanto melodramático en todo aquello. De todos modos, cierto nivel de convicción era mejor que nada. Si quería mantener su equilibrio, como para ir en bicicleta, necesitaba impulso. Debía hacer algo.
Sacó el móvil, accedió a su correo electrónico y, una vez más, abrió la serie de atestados que Hardwick le había enviado.
Repasándolos, recordó que la agente inmobiliaria, la que tenía nombre de estrella de cine, se encontraba a solo unos kilómetros de su casa en Markham Dell cuando se convirtió en la cuarta víctima del Buen Pastor.
Markham Dell no estaba lejos de Cooperstown. En el atestado encontró la localización exacta en Long Swamp Road. Había una serie de fotografías del punto en el que habían volado la mitad de la cara de Sharon Stone, del lugar donde su coche había salido del asfalto para caer en el lodo.
Introdujo la dirección en su GPS y cruzó las verjas del aparcamiento del Otesaga. No esperaba hacer un gran descubrimiento, pero sí que sentía que tal vez le sirviera para volver a poner los pies en el suelo y reencontrar un punto de partida.
Visitar una escena del crimen por primera vez, incluso diez años después de los hechos, le producía una sensación que no sabía cómo definir. Llamarlo estimulante podía parecer perverso, pero sin duda aguzaba sus sentidos. Toda escena de la vida cotidiana pasaba de inmediato a un segundo plano.
No era la primera vez que trataba de examinar el escenario de un asesinato cometido hacía mucho. En cierta ocasión, había logrado que un asesino en serie confesara haber asesinado a una adolescente en una zona boscosa cerca de Orchard Beach, en el Bronx, doce años antes.
Al tiempo que conducía despacio por la suave curva hacia la izquierda que separaba Long Swamp Road de la carretera estatal que llevaba hasta Dead Dog Pond, sintió lo mismo que en Orchard Beach. Su mente viajó hasta el pasado, y fue como si todos aquellos árboles jóvenes y pequeños arbustos que habían crecido durante aquellos diez años no lo hubieran hecho.
Las fotos del informe podían guiarle para reconstruir cómo era aquel lugar hace ya algunos años. No había ni edificios ni tablones de anuncios ni postes telefónicos nuevos. La carretera no tenía guardarraíl en el año 2000; tampoco ahora. Tres árboles altos aparecían prácticamente idénticos. La época del año, principios de primavera, era la misma, lo que hacía que las viejas fotos no lo parecieran tanto.
La posición de los árboles altos y las anotaciones y las medidas de ángulo y distancia que acompañaban a las fotografías le permitieron localizar la posición aproximada del coche de Sharon Stone cuando la bala le impactó.
Volvió hasta el cruce con una carretera que conectaba con la autopista estatal. Luego condujo hasta el punto del disparo. Desde allí continuó durante tres kilómetros de ciénagas y marismas, más allá de Dead Dog Lake. Atravesó el pueblo de postal de Markham Dell, y recorrió casi otro par de kilómetros hasta donde Long Swamp Road se unía en un cruce en T con una carretera muy transitada.
A continuación volvió al punto de partida y repitió el proceso, pero esta vez hizo lo que imaginaba que podría haber hecho el Buen Pastor. Primero encontró un buen lugar para aparcar al lado de la carretera, no muy lejos de la ruta de conexión con la carretera estatal, un lugar razonable para que alguien esperara al acecho el paso de un Mercedes, un vehículo popular entre los residentes de fin de semana de Markham Dell.
Gurney salió detrás de un Mercedes negro imaginario, lo «siguió» hasta el principio de una curva larga, aceleró, se metió en el carril izquierdo, bajó la ventanilla del pasajero y, en el punto aproximado indicado en la reconstrucción del accidente, levantó el brazo derecho y apuntó al conductor imaginario.
«¡Bam!», gritó lo más alto que pudo, sabiendo que ningún sonido que pudiera hacer llegaría ni al diez por ciento del estallido del monstruo de calibre cincuenta que había empleado el asesino. Al simular el disparo, pisó los frenos. Se imaginó el coche de la víctima, que se desviaba del arco de la curva, hacia el cenagal, quizás un centenar de metros por delante de él. Simuló que dejaba la pistola en el asiento, que cogía un pequeño animal de juguete del bolsillo de su camisa y lo lanzaba al arcén de la carretera, cerca del sitio donde había visto el Mercedes incrustado en el barro, rodeado de aneas marrones.
Después condujo hacia Markham Dell. Por el camino, consideró todas las opciones disponibles para deshacerse de la pistola Desert Eagle. Pasaron tres coches en dirección contraria, uno de ellos un Mercedes negro. Un escalofrío le recorrió la nuca.
En el semáforo del pueblo, Gurney dio un giro de ciento ochenta grados. Cuando se estaba acercando a Dead Dog Lake, sopesando los pros y los contras que convertían a aquel lugar en un buen sitio donde dejar la pistola, sonó su teléfono. En la pantalla apareció el número fijo de su casa.
—¿Madeleine?
—¿Dónde estás?
—En una carretera secundaria cerca de Markham Dell. ¿Por qué?
—¿Por qué?
Gurney vaciló.
—¿Hay algún problema?
—¿Qué hora es? —preguntó ella con inquietante calma.
—¿Qué hora? No…, oh, Dios… sí, ya veo. Lo olvidé.
El reloj del salpicadero decía que eran las 15.15. Había prometido estar en casa a las tres. A las tres como muy tarde.
—¿Te has olvidado?
—Lo siento.
—¿Es eso? ¿Lo has olvidado? —Había una rabia latente en el tono mesurado de su mujer.
—Lo siento. Olvidar no es algo sobre lo que tenga mucho control. No olvido las cosas a propósito.
—Sí.
—¿Cómo demonios iba a hacerlo? Olvidar es olvidar. No es algo intencionado.
—Te acuerdas de las cosas que te importan. Te olvidas de lo que no te importa.
—Eso no…
—Sí. Siempre culpas a tu memoria. No tiene nada que ver con tu memoria. Nunca te has olvidado de comparecer en un juicio, ¿verdad? Nunca te has olvidado de una cita con el fiscal. No tienes un problema de memoria, David, tienes un problema de interés.
—Mira, lo siento.
—Exacto. ¿Cuándo estarás en casa?
—Estoy de camino. Treinta y cinco o cuarenta minutos.
—Entonces estás diciendo que estarás aquí a las cuatro.
—A las cuatro seguro. Puede que antes.
—Bien, a las cuatro en punto. Solo una hora tarde. Hasta luego.
Había colgado.
A las 15.52 llegó al tranquilo camino que ascendía junto al arroyo y atravesaba un declive en las colinas hasta su casa. Aparcó no muy lejos del camino, en una zona de hierba que había delante de una cabaña que alguien utilizaba ocasionalmente, algún fin de semana.
Había pasado los primeros diez minutos del viaje desde Markham Dell preguntándose por qué Madeleine estaba tan irritada —más irritada de lo habitual— por su olvido, su descuido, su incapacidad de anotar cosas que podrían olvidársele. Sin embargo, el resto del viaje se lo había pasado dándole vueltas a todo aquel asunto del Buen Pastor.
Se preguntó si la oficina de campo del FBI en Albany habría hecho algún progreso que no constara en los archivos de la policía del estado de Nueva York a los que Hardwick tenía acceso. ¿Había alguna forma de averiguarlo sin tener que preguntarle al agente Trout? No se le ocurrió ninguna.
No obstante…, si Trout era tan rígido como todos los demás parecían pensar, Gurney sabía que tendría un punto débil. La experiencia le decía que un hombre tiende a situar sus defensas más fuertes en un determinado lugar para proteger su punto más débil.
Así pues, una manía por el control delataba un terror al caos.
Y eso sugería un camino a la fortaleza.
Sacó su teléfono y marcó el número de Holdenfield: el buzón de voz.
—Hola, Rebecca. Siento molestarla otra vez en un día tan atareado. Pero hay algunas cosas del caso del Buen Pastor que no encajan. De hecho, podría haber un defecto fatal en el enfoque del caso por parte del FBI. Llámeme cuando tenga un momento.
Se guardó el móvil en el bolsillo y condujo hasta lo alto de la colina.