Cooperstown estaba situada al sur de un largo y estrecho lago, en las colinas rurales del condado de Otsego. Dos clases de turismo constituían la seña indicativa del lugar: por un lado, el apacible y adinerado; por el otro, el relacionado con el béisbol; por una parte, una calle principal llena de recuerdos deportivos; por otra, calles laterales tranquilas donde las casas de estilo neogriego reposaban a la sombra de robles centenarios. La América profunda en el centro del pueblo mezclada con tiendas de ropa Brooks Brothers bajo los altos árboles.
Había tardado en llegar a Walnut Crossing un poco más de lo previsto, más de una hora de viaje. De todos modos, llegó al Otesaga mucho antes de la hora prevista para su cita. Puede que, en el fondo, inconscientemente, quisiera oír la conferencia de Holdenfield, o al menos parte de ella.
Finales de marzo no era temporada alta, y menos para un hotel situado junto a un lago. Solo un tercio del aparcamiento estaba ocupado. El lugar, aunque bien cuidado, parecía medio desierto.
Gurney creía que se podía saber lo caro que era un hotel por lo rápida y sonriente que era la persona que acudía a abrirte la puerta. Según ese criterio, concluyó que una habitación en el Otesaga costaría al menos cuatrocientos dólares por noche.
La elegancia del vestíbulo confirmó esa impresión. Gurney estaba a punto de preguntar por la ubicación de la sala Fenimore cuando vio un caballete de madera que sostenía un cartel con una flecha que respondía a su pregunta. La flecha señalaba a un amplio pasillo con paredes de molduras clásicas. El cartel indicaba que la sala estaba reservada ese día para una reunión de la Asociación de Psicología Filosófica de Estados Unidos.
Al final del pasillo, había otro cartel idéntico junto a una puerta abierta. Cuando Gurney se acercó, oyó una salva de aplausos. Al llegar, comprobó que acababan de presentar a Rebecca Holdenfield. La mujer estaba ocupando su lugar al fondo de la sala, en el estrado. Era un espacio de techos altos que bien podría haber dado cobijo a una reunión de senadores romanos.
«No está mal», pensó Gurney.
Habría unas doscientas sillas, casi todas ocupadas. La inmensa mayoría de los asistentes eran varones, y muchos de ellos parecían de mediana edad o mayores. Gurney entró en la sala y ocupó un asiento en la última fila. Se sentía tan fuera de lugar como cuando iba a bodas, funerales o celebraciones por el estilo.
Holdenfield captó su mirada, pero no mostró ningún signo de reconocimiento. Acomodó unos papeles en el atril y sonrió a su público. Su expresión revelaba seguridad e intensidad más que calidez.
Nada nuevo.
—Gracias, señor presidente. —La sonrisa se apagó, la voz era clara y potente—. Estoy aquí para aportarles una idea sencilla. No les pido que estén de acuerdo o en desacuerdo. Les pido que piensen en ello. Lo que les aporto es una nueva visión del papel de la imitación en nuestras vidas, y de cómo afecta a todo lo que pensamos, sentimos y hacemos. En mi opinión, la imitación puede ser un instinto de supervivencia de la especie humana, tan indispensable como el sexo. Es una idea revolucionaria. La imitación nunca se ha clasificado como un instinto: una tendencia a la acción impulsada por la acumulación y descarga de tensión. Pero ¿no es exactamente eso lo que es?
Hizo una pausa. Su público permanecía atento.
—Quizás el hecho más revelador y que se ha pasado por alto respecto a la imitación es que… sienta bien. El proceso de imitación proporciona al organismo humano una forma de placer, una liberación de tensión. En todo lo que hacemos suele haber un sesgo a favor de la repetición, porque sienta bien.
A Holdenfield le brillaban los ojos. Su público parecía extasiado.
—Disfrutamos viendo lo que hemos visto antes y haciendo lo que hemos hecho antes. El cerebro busca un patrón de resonancia porque la resonancia proporciona placer.
Se apartó del podio, para conectar más directamente con sus oyentes.
—La supervivencia de cualquier especie depende de que cada nueva generación sea capaz de replicar los comportamientos de la generación anterior. Esta réplica podría surgir de la programación genética o del aprendizaje. Por ejemplo, las hormigas confían en gran medida en la programación genética de su conducta. Nosotros confiamos en gran medida en el aprendizaje. Los cerebros de los insectos nacen sabiendo prácticamente todo lo que necesitan saber, mientras que los cerebros humanos nacen sin saber prácticamente nada de lo que necesitan saber. El imperativo de supervivencia de los insectos es actuar. El imperativo de supervivencia del ser humano es aprender. El instinto del insecto lo impulsa a través de los actos específicos de su ciclo vital, mientras que nuestro instinto de imitación nos conduce a través del proceso de aprendizaje de cómo actuar.
Por lo que Gurney podía ver, todos los presentes estaban encandilados con sus palabras. En aquella sala, Holdenfield era una especie de estrella del rock.
—En este instinto se hunden las raíces del arte, del hábito, del placer de la creatividad, del dolor de la frustración. Mucho sufrimiento humano resulta de que el instinto de imitación tenga que enfrentarse directamente a recompensas y castigos externos. Consideremos el caso de un padre que pega a un hijo para castigarlo por haber pegado a otro niño. Se enseñan dos lecciones: pegar es una mala forma de tratar la conducta que nos resulta cuestionable (ya que está siendo castigada); y pegar es la forma adecuada de tratar la conducta que consideramos cuestionable (ya que se muestra como modelo de forma de castigar). El padre que pega a su hijo para enseñarle que no pegue, de hecho, le está enseñando a pegar. El potencial daño psíquico es enorme cuando la conducta que se muestra como modelo es la conducta que se castiga.
Durante la siguiente media hora, a Gurney le pareció que Holdenfield solo estaba repitiendo con otras palabras lo que ya había dicho. Aun así, lejos de aburrir a su público, parecía estar extasiándolo más todavía. Paseando y haciendo gestos teatrales, parecía una mujer con un dominio total de aquella gran sala de conferencias.
Finalmente, volvió a su posición detrás del estrado. En su expresión dejaba ver un gesto de triunfo.
—Por consiguiente, les pido que consideren la posibilidad de que el impulso de satisfacer el instinto de imitación sea el ingrediente más importante que falta en nuestra comprensión de la naturaleza del ser humano. Gracias por su atención.
Un fuerte aplauso se extendió por la sala. Un miembro del público de tez rubicunda y pelo blanco se levantó en la fila delantera y se dirigió a sus compañeros asistentes con la voz serena de un presentador de radio de los viejos tiempos.
—En nombre del grupo me gustaría dar las gracias a la doctora Holdenfield por esta estupenda presentación. Ha dicho que quería darnos algo en lo que pensar y, sin duda, eso es exactamente lo que ha hecho. Estamos ante un concepto más que intrigante. Dentro de unos quince minutos tendremos abierto el bar y el bufé. Entre tanto, tienen oportunidad de hacer preguntas y comentarios. ¿Le parece bien, Rebecca?
—Por supuesto.
Las «preguntas» fueron más bien una serie de loas a la originalidad del razonamiento de Holdenfield y expresiones de gratitud por su presencia. Después de veinte minutos de lo mismo, el hombre de pelo blanco se levantó otra vez, dio las gracias a Rebecca, una vez más, y anunció que el bar ya estaba abierto.
—Interesante —dijo Gurney con una sonrisa astuta.
Holdenfield le dedicó una mirada entre reticente y examinadora. Estaban sentados en un pequeño patio con una galería que daba a un césped muy bien cuidado salpicado de arbustos de boj. Brillaba el sol y, más allá del césped, el lago era tan azul como el cielo. Holdenfield lucía un traje chaqueta beis de seda y una blusa blanca del mismo material. No llevaba maquillaje ni joyas, a excepción de un reloj de oro que parecía caro. Se había recogido el cabello, de un castaño rojizo. Sus ojos castaño oscuro lo estaban estudiando.
—Ha venido muy pronto —dijo.
—Ya que venía quería aprender lo más posible.
—¿De psicología filosófica?
—De usted y de su forma de pensar.
—¿Mi forma de pensar?
—Tengo curiosidad por cómo llega a sus conclusiones.
—¿En general? ¿O tiene una pregunta específica que no está formulando?
Gurney sonrió.
—¿Cómo le ha ido?
—¿Qué?
—Tiene buen aspecto. ¿Cómo le ha ido?
—Bien, supongo. Ocupada. Muy ocupada, de hecho.
—Parece que da réditos.
—¿A qué se refiere?
—Fama. Respeto. Aplausos. Libros. Artículos. Conferencias.
Ella asintió, ladeó la cabeza, lo observó, esperó.
—¿Y?
Gurney miró por encima del césped, al lago reluciente.
—Solo estoy remarcando la notable carrera que ha hecho. Primero un gran nombre en la psicología forense, ahora un gran nombre en la psicología filosófica. La marca Holdenfield está creciendo y brillando. Estoy impresionado.
—No, no lo está. No es tan impresionable. ¿Qué quiere?
Gurney se encogió de hombros.
—Necesito algo de ayuda para entender el caso del Buen Pastor.
—¿Y eso?
—Es una larga historia.
—Cuénteme la versión abreviada.
—La hija de una vieja conocida está produciendo un documental de televisión sobre las familias de las víctimas del Buen Pastor. Quiere que la vigile, que actúe como una especie de tabla de salvación para ella, etcétera. —Mientras Gurney estaba hablando, lo que de verdad significaba aquel etcétera lo estaba devorando por dentro.
—¿Qué necesita saber?
—Mucho. Es difícil decidir por dónde empezar.
Detectó un tic de inquietud en la comisura de los labios de la psicóloga.
—Por cualquier sitio mejor que por ninguna parte.
—Patrón de resonancia.
Ella pestañeó.
—¿Qué?
—Es un término que ha usado en su presentación de hoy. También lo usó en el título de un artículo de revista que escribió hace nueve años. ¿Qué significa?
—¿Ha leído el artículo?
—Me intimidó el título tan largo y pensé que el resto me superaría.
—Dios, es usted un artista de la farsa. —Hizo que sonara como un cumplido.
—Así pues, hábleme del patrón de resonancia.
Ella miró otra vez su reloj.
—No estoy segura de tener tiempo suficiente.
—Inténtelo.
—Se refiere a la transferencia de energía entre constructos mentales.
—En el vocabulario de un humilde detective retirado, nacido en el Bronx, eso significaría…
Hubo un destello divertido en los ojos de Holdenfield.
—Es un concepto de sublimación de Freud repensado y revisado: la desviación forzada de energía peligrosamente agresiva o sexual a canales alternativos más seguros.
—Rebecca, los humildes detectives retirados hablan el lenguaje de la calle.
—Vaya, Gurney, es todo un farsante. Pero, bueno, hagámoslo a su manera. Olvídese de Freud. Hay un famoso poema de una chica llamada Margaret que experimenta el dolor cuando ve caer las hojas en otoño. Pero los dos últimos versos son: «Es la plaga por la que el hombre nació, es por lo que Margaret lloró». Es un patrón de resonancia. La emoción intensa que siente al observar la muerte de las hojas en realidad procede de un conocimiento más profundo de su propio destino inevitable.
—Es decir, que la energía emocional en una experiencia puede transferirse a otra sin…
—Sin darnos cuenta de que lo que estamos sintiendo ahora mismo puede que no proceda de lo que está ocurriendo en este momento. ¡Esa es la cuestión! —Había un orgullo particular en la voz.
—¿Cómo se aplica todo esto al Buen Pastor?
—¿Cómo? De todas las maneras posibles. Sus acciones, su pensamiento, su lenguaje y su motivación encajan perfectamente en el concepto. Su caso es una de las validaciones más claras del concepto. Esta clase de asesinato, guiado por una misión, nunca trata de lo que parece en la superficie. Por debajo de la motivación consciente del asesino siempre hay otra fuente de energía, una experiencia traumática o un conjunto de experiencias que ocurrieron en un momento muy anterior de su vida. Hay un poso de miedo reprimido y de rabia generada por esa experiencia. A través de un proceso de asociación, el asesino conecta su experiencia pasada con algo que ocurre en el presente, y los viejos sentimientos empiezan a animar sus pensamientos actuales. Estamos hechos para creer que lo que estamos sintiendo ahora es el resultado de lo que estamos experimentando justo en este momento. Si me siento alegre o triste, supongo que es porque algo en mi vida actual está yendo bien o mal, no porque algún elemento de energía emocional ha sido transferido al presente desde un recuerdo reprimido. Suele ser un error inofensivo. Pero no es tan inofensivo cuando la emoción transferida es una rabia patológica. Y eso es exactamente lo que ocurre con cierta clase de asesino: el Buen Pastor es un ejemplo perfecto.
—¿Alguna idea de qué clase de experiencia infantil proporcionó toda esa energía transferida que hay detrás de los asesinatos?
—Me inclinaría por un terror traumático causado por un padre violento y materialista.
—Entonces, ¿por qué cree que paró después del sexto crimen?
—¿Se le ha ocurrido pensar que podría estar muerto? —Holdenfield miró su reloj con expresión de alarma—. Lo siento, David, la verdad es que no tengo más tiempo.
—Le agradezco que me haya hecho un hueco en su apretada agenda. Por cierto, durante su estudio del caso, ¿habló con Max Clinter?
—Ja. Clinter. Sí, por supuesto. ¿Qué pasa con él?
—Precisamente, esa es mi pregunta.
Holdenfield suspiró con impaciencia, luego habló muy deprisa: —Max Clinter es un narcisista furioso que cree que el caso del Buen Pastor se centra en él. Cuenta un sinfín de teorías de la conspiración que no tienen sentido. También es un borracho autocompasivo que una noche calamitosa arrasó con su vida y la de su familia. Desde entonces ha estado tratando de conectar todos los datos de cualquier manera rara que se le ocurra, para que la culpa recaiga sobre cualquiera menos en él.
—¿Por qué cree que está muerto?
—¿Qué?
—Ha dicho que el Buen Pastor podría estar muerto.
—Eso es: podría.
—¿Por qué otro motivo podría haber parado?
Holdenfield soltó otro suspiro de impaciencia, más teatral que el anterior.
—Tal vez una de las balas de Clinter le pasara muy cerca…, puede incluso que le diera. Tal vez tuvo una crisis, una descomposición psicótica. Podría estar en un hospital psiquiátrico, o incluso en prisión por algo que nada tuviera que ver con los asesinatos. Hay muchas razones por las que alguien puede desaparecer del mapa. No tiene sentido especular sin pruebas. —Holdenfield se alejó de la mesa—. Lo siento, he de irme. —Saludó rápidamente a Gurney con la cabeza y se encaminó hacia la puerta que separaba la galería del vestíbulo del hotel.
Gurney habló a su espalda.
—¿Hay alguna razón por la que alguien quiera impedir un nuevo examen del caso?
Se volvió a mirarlo.
—¿De qué está hablando?
—A la joven que está haciendo el documental que he mencionado antes le han ocurrido una serie de cosas extrañas, cosas que podrían interpretarse como amenazas…, o, cuando menos, como sugerencias hostiles de que se aleje del proyecto.
Holdenfield parecía perpleja.
—¿Como qué?
—Gente que entra en su apartamento, objetos personales que aparecen en un lugar distinto al que estaban, cuchillos de cocina que desaparecen y vuelven a aparecer donde no deberían, gotas de sangre, luces que se apagan desde el cuadro eléctrico, un peldaño serrado en la escalera del sótano… —Estaba a punto de mencionar la advertencia susurrada, pero su inseguridad lo detuvo—. Hay una posibilidad de que la estén acosando por otra razón, de que las amenazas no estén relacionadas con el caso, pero creo que sí lo están. Deje que le pregunte algo: en el caso de que el Buen Pastor siga en alguna parte, ¿cree que querría impedir que su caso se discutiera en televisión?
Ella negó con la cabeza de manera enérgica.
—Todo lo contrario. Le encantaría. Está hablando de alguien que escribió un manifiesto de veinte páginas y que luego lo envió a los medios más importantes del país. Estos tipos, cuya patología subyacente adopta la forma de una rabia específica contra la sociedad, quieren audiencia. Es algo que desean por encima de todas las cosas. Desean que todo el mundo aprecie la importancia de su misión.
—¿Se le ocurre alguien más que pudiera querer entrometerse?
—No, no se me ocurre.
—Así pues, tengo un pequeño misterio en mis manos. ¿Supongo que el agente al mando Trout no querrá hablar conmigo?
—¿Matt Trout? Está de broma.
—Sí, soy así. Dave, el bromista. Gracias por su tiempo, Rebecca.
La expresión perpleja no había desaparecido del rostro de Holdenfield cuando se volvió y entró en el vestíbulo.