Gurney siguió las indicaciones de su GPS hasta la interestatal. El reflejo turbio de una puesta de sol fucsia se extendía por el lago Onondaga. En casi cualquier otra masa de agua del norte del estado podría haber sido hermoso. Sin embargo, lo que acecha escondido en nuestras mentes afecta a cómo vemos las cosas. Así pues, Gurney no vio la puesta de sol reflejada, sino el infierno de un fuego químico que ardía en el lecho del lago tóxico, quince metros por debajo de la superficie.
El Gobierno y la industria estaban haciendo esfuerzos para reparar los daños que había sufrido el lago. Pero a Gurney no le parecía que eso mejorara mucho la cosa. De una manera extraña, lo empeoraba. Es como cuando ves a un tipo saliendo de una reunión de Alcohólicos Anónimos: parece que hace que su problema parezca más grave que si lo ves saliendo de un bar.
Cuando hacía unos minutos que Gurney estaba circulando por la I-81, sonó su teléfono. Le llamaban desde su casa. Miró la hora. Eran las 18.58. Madeleine ya llevaría al menos tres cuartos de hora en casa después de regresar de su trabajo a tiempo parcial en la clínica. Lo sintió como una cuchillada de culpa.
—Hola, lo siento, debería haber llamado —dijo deprisa.
—¿Dónde estás? —Madeleine parecía más preocupada que enfadada.
—Entre Siracusa y Binghamton. Debería llegar a casa poco después de las ocho.
—¿Has estado todo este tiempo con Clinter?
—Con él, con Jack Hardwick al teléfono, en mi coche con documentos del caso que el propio Hardwick me envió por correo, con el exnovio de Kim Corazon, etcétera.
—¿El acosador?
—No estoy seguro de qué es. Y tampoco estoy seguro de qué es Clinter.
—Por lo que me dijiste anoche parecía peligrosamente inestable.
—Sí, bueno, podría ser. Aunque luego…
—Será mejor que prestes atención a…
Gurney había entrado en una zona sin cobertura de móvil. La conexión se interrumpió. Decidió esperar a que ella le devolviera la llamada. Puso el teléfono en vertical en uno de los soportes para bebidas del coche. Sonó al cabo de menos de un minuto.
—La última cosa que te he oído decir —empezó— era que sería mejor prestar atención a algo.
—¿Hola?
—Estoy aquí. Estamos en un punto ciego.
—Lo siento, ¿qué has dicho? —Era una voz femenina, pero no la de Madeleine.
—Oh, perdona, pensaba que eras otra persona.
—¿Dave? Soy Kim. ¿Estás en medio de algo?
—Exacto. Por cierto, perdona que no te haya llamado. ¿Qué está pasando?
—¿Recibiste mi mensaje? RAM va a seguir adelante con la primera entrega.
—Algo así. «El proyecto va», creo que escribiste.
—El primer programa se emitirá el domingo. No tenía ni idea de que iría tan deprisa. Están usando el material de prueba que filmé con Ruth Blum, como dijo Rudy Getz. Y quieren que siga con todas las entrevistas que pueda, con las otras familias. La serie se emitirá todos los domingos.
—¿Así que las cosas van más deprisa de lo esperado?
—Sin duda.
—Pero…
—Pero nada. Es genial.
—Pero…
—Pero… tengo… un problemita estúpido aquí.
—¿Sí?
—Las luces. Están apagadas otra vez.
—¿Las luces de tu apartamento?
—Sí. ¿Te conté que una vez aflojaron todas las bombillas?
—¿Lo ha hecho otra vez?
—No. He comprobado la lámpara en la sala de estar: la bombilla está ajustada. Así que supongo que será el diferencial. Pero no pienso bajar al sótano a comprobarlo.
—¿Has llamado a alguien?
—No lo consideran una emergencia.
—¿Quién?
—La policía. Puede que le pidan a alguien que se pase después. Pero no debería contar con eso. Los diferenciales no son cuestión de la policía, me han dicho. Han insistido en que debería llamar al casero o al encargado de mantenimiento, o a un electricista, o a un vecino amigo… A cualquiera menos a ellos.
—¿Lo has hecho?
—¿Llamar a mi casero? Claro. Me salió el buzón de voz. Solo Dios sabe cuándo lo escucha. ¿Al tipo de mantenimiento? Claro. Pero está en Cortland, trabajando en otro edificio que es propiedad del mismo tipo. Dice que es ridículo para él ir hasta Siracusa para mirar el diferencial. No va a hacerlo. El electricista al que he llamado me pide ciento cincuenta dólares como mínimo por venir a casa. Y no tengo vecinos muy amigables. —Hizo una pausa—. Así que esto es… mi pequeño problema estúpido. ¿Algún consejo?
—¿Estás en el apartamento ahora?
—No. He salido. Estoy en el coche. Está oscureciendo y no quiero estar ahí sin luces. No dejo de pensar en el sótano, y en lo que podría haber allí.
—¿Alguna posibilidad de que puedas volver a casa de tu madre y quedarte con ella hasta que las cosas se solucionen?
—¡No! —Su respuesta sonó tan enfadada como la última vez que Gurney sacó el tema—. Ya no es mi casa. Ahora «esta» es mi casa. No voy a huir como una niña asustada a casa de mamá, solo porque algún capullo está jugando conmigo.
Sin embargo, sonaba exactamente como una niña asustada que, eso sí, trataba de actuar como creía que debía actuar un adulto. Gurney se sintió un tanto ansioso y responsable.
—Vale —dijo, pasando impulsivamente al carril derecho y hacia una rampa de salida en el último instante—. Quédate donde estás. Puedo estar allí dentro de veinte minutos.
Después de conducir la mayor parte del camino a ciento veinte por hora, diecinueve minutos después estaba en Siracusa, en la manzana poco agraciada donde vivía Kim Corazon. Aparcó enfrente de su apartamento, al otro lado de la calle. Ya estaba anocheciendo. Gurney apenas reconoció el lugar que había visto dos días antes a la luz del día. Buscó en la guantera y sacó una pesada linterna de metal, de las que pueden usarse también como una porra pequeña.
Kim salió de su coche cuando él cruzó la calle. Parecía nerviosa y avergonzada.
—Me siento muy estúpida. —Cruzó los brazos con fuerza, como si estuviera tratando de no temblar.
—¿Por qué?
—Porque es como estar asustada de la oscuridad. Asustada de mi propio apartamento. Me siento fatal haciéndote venir así.
—Venir fue idea mía. ¿Quieres esperar aquí mientras echo un vistazo dentro?
—¡No! No soy una niña. Voy contigo.
Gurney recordó haber tenido esa conversación antes y decidió no protestar.
Ni la puerta delantera de la casa ni la del apartamento estaban cerradas con llave. Entraron, Gurney primero, iluminando el camino con su linterna. Cuando llegó a unos interruptores situados en la pared del pasillo, los movió arriba y abajo sin ningún efecto. En el umbral de la sala, barrió el espacio con la linterna. Hizo lo mismo en los umbrales del cuarto de baño y del dormitorio antes de pasar a la última estancia del pasillo, la cocina.
Mientras movía lentamente el haz de luz por la estancia, preguntó: —¿Has mirado en la casa antes de meterte en el coche?
—Muy por encima. Casi no he mirado en la cocina. Y desde luego no me he acercado a la puerta del sótano. Sé que el interruptor de la luz del techo no va. La otra cosa en la que me he fijado es que el reloj del microondas no funcionaba. Eso significa que el problema es el diferencial, ¿no?
—Supongo que sí.
Gurney entró en la cocina. Kim andaba muy cerca de él, con una mano apoyada en la espalda de Gurney, en la semioscuridad. La única luz procedía de los reflejos cambiantes del haz de la linterna en las paredes y los electrodomésticos. Oyó un golpecito. Se detuvo y escuchó. Lo oyó otra vez y unos segundos después se dio cuenta de que solo era el grifo, que goteaba sobre el metal del fregadero.
Avanzó en silencio en dirección al pasillo de atrás que conducía de la cocina a las escaleras del sótano y a la puerta posterior de la casa. La mano de Kim se movió de su espalda a su brazo y lo agarró con fuerza. Cuando llegó al pasillo, Gurney vio que la puerta del sótano estaba cerrada. La puerta exterior del final del pasillo también parecía bien cerrada, con el cerrojo echado. Aquel espacio cerrado hacía que el sonido del agua que goteaba en la cocina se percibiera aún más claramente.
Cuando Gurney llegó a la puerta del sótano y estaba a punto de abrirla, notó que los dedos de Kim se le clavaban en el brazo.
—Tranquila —le susurró.
—Lo siento. —La chica aflojó un poco la mano, pero no lo soltó.
Gurney abrió la puerta. Enfocó con la linterna y escuchó.
Gota…, gota…
Nada más.
Se volvió hacia Kim.
—Quédate aquí, al lado de la puerta.
Ella parecía aterrorizada.
Gurney intentó decir algo, algo trivial, alguna pregunta que la distrajera, que la calmara.
—El cuadro eléctrico… ¿tiene un interruptor general, además de los interruptores de cada fase?
—¿Qué?
—Solo me preguntaba qué clase de caja es la que me voy a encontrar.
—¿De qué clase? No tengo ni idea. ¿Es un problema?
—No, para nada. Si necesito un destornillador, te doy una voz, ¿vale? —Gurney sabía que todo eso era irrelevante y que sin duda la estaba confundiendo, pero en ese momento prefería que estuviera confusa a que sufriera un ataque de pánico.
Bajó los escalones con cuidado, iluminando con la linterna adelante y atrás.
Todo parecía perfectamente tranquilo y en orden.
Entonces, cuando iba a apoyarse en la barandilla, pues no se fiaba de esa destartalada escalera, y estaba situando su peso en el tercer escalón empezando desde abajo, se oyó un fuerte crujido, el escalón cedió y Gurney cayó hacia delante.
Todo ocurrió en menos de un segundo.
Su pie derecho se hundió junto con el escalón roto al tiempo que su cuerpo se precipitaba hacia delante y hacia abajo. Levantó instintivamente los brazos para protegerse la cara y la cabeza.
Chocó contra el suelo de cemento al pie de la escalera. La lente de la linterna se hizo añicos y la luz se apagó. Notó un dolor agudo. Sintió que una suerte de corriente eléctrica le recorría el cúbito del brazo derecho.
Kim estaba gritando, histérica, preguntándole si estaba bien. Pisadas que se retiraban, corrían, trastabillaban.
Gurney estaba confuso pero consciente.
Intentó moverse para evaluar cuánto daño se había hecho. Sin embargo, antes de que sus músculos pudieran responder, oyó un sonido que le erizó el vello de la nuca. Fue un susurro, muy cerca de su oído. Un susurro áspero y sibilante. Un susurro que sonó como el bufido de un gato furioso:
—Deja en paz al diablo.