14. Una visita extraña a un hombre nervioso

Tras conversar con Hardwick, Gurney se acabó lo que le quedaba del café frío, introdujo la dirección de Robby Meese en su GPS, se incorporó a la carretera del condado y se dirigió a Siracusa. Aprovechó el trayecto para considerar formas de aproximarse al joven, distintas personalidades que podría adoptar para hablar con él. Al final, optó por una forma de presentarse a sí mismo y el propósito de su visita que, más o menos, se atuviera a los hechos. Una vez que empezaran a conversar, sabría qué terreno pisaba y maniobraría cuando tuviera que hacerlo.

El acceso occidental a la ciudad, al menos todo lo que podía ver desde el coche, era deprimente. El paisaje estaba marcado por edificios industriales y comerciales moribundos, abandonados y más que feos. Las normas urbanísticas parecían una cuestión incierta, nada definidas. La voz de su GPS lo apartó de la avenida principal hacia un barrio de casas pequeñas y descuidadas con aspecto de haber perdido el color y una vida propia desde hacía mucho tiempo. Se parecía al barrio donde había crecido: una suerte de hogar del fracaso, la ignorancia, el racismo…, pero que conservaba una especie de orgullo insular. Un sitio pequeño en muchos sentidos, triste de diversas maneras.

Tras una nueva indicación de su GPS se concentró en el camino y giró a la izquierda. Recorrió una manzana, cruzó una calle grande, continuó otra manzana y se encontró en un barrio diferente, con más árboles, casas más grandes, céspedes más bonitos, aceras más limpias. Algunas de las casas se habían dividido en apartamentos, pero incluso estos parecían bien cuidados.

Al pasar lentamente junto a una gran casa victoriana de varios colores, el GPS anunció que había «llegado a su destino». Continuó cien metros más hasta el final de la manzana, dio la vuelta y aparcó en el otro lado de la calle, en una posición desde la cual divisaba el porche y la puerta principal.

Al salir del auto, su teléfono emitió un pitido que indicaba la recepción de un mensaje de texto. Se detuvo para leerlo y vio que era de Kim: «El proyecto va. Hemos de hablar cuanto antes. Por favor».

Ese «cuanto antes» era flexible, podía dilatarse al menos hasta después de su reunión con Meese. Bajó del coche y caminó hasta la casa victoriana.

La puerta de la calle situada en el amplio porche daba a un vestíbulo embaldosado con dos puertas más. Había dos buzones montados en la pared entre ambas. En el de la derecha decía: «R. Montague». Gurney llamó a la puerta. Esperó y llamó otra vez con más firmeza. No hubo respuesta. Sacó su teléfono, encontró el número de Meese y lo marcó, pegando la oreja a la puerta para ver si oía sonar un móvil. No oyó nada. Cuando saltó el buzón de voz, colgó y volvió a su coche.

Reclinó el asiento delantero unos centímetros y se relajó. Pasó la siguiente hora ojeando los largos atestados y anexos complementarios que describían los movimientos de las víctimas en las horas anteriores a los disparos. Se sumergió en los detalles, examinando de manera instintiva cualquier elemento sorprendente, cualquier cosa que a los investigadores pudiera habérseles pasado en esa masa de datos.

Nada saltó a la vista. No había relaciones entre las víctimas ni similitudes evidentes, más allá de una buena posición económica, cierta preferencia por la marca Mercedes y una primera o segunda residencia situada en un área de ochenta por trescientos kilómetros. Más allá de ciertos datos profesionales, sobre el pariente más cercano o acerca de los movimientos en las noches de los disparos, no se había recopilado mucha información de historial sobre las víctimas, lo que era comprensible en un caso en el que el criterio obvio de selección de los asesinados resultó ser su vehículo. Si la estrella de Mercedes era el objetivo del asesino, poco importaba quién lo conducía o a qué instituto había ido la víctima.

«Pero ¿qué espero encontrar? ¿Por qué me inquietan tanto estos crímenes en particular?»

No solo estaba nervioso, estaba sediento. Gurney recordó haber visto una tienda a una manzana o dos, en la calle principal. Cerró el coche y se dirigió a pie. Era un comercio cutre, sin clientes, con precios caros, estantes llenos de polvo y un olor desagradable. La nevera de las bebidas olía a leche agria, aunque no había leche dentro. Gurney compró una botella de agua, pagó a la chica, que no disimulaba su aspecto de aburrimiento absoluto, y salió lo antes posible.

Cuando estaba otra vez en el coche, abriendo el agua, sonó su teléfono. Otro mensaje de texto de Hardwick: «Mira tu correo. Perfil EBP. Fíjate en la referencia a la preciosa Becca».

Gurney consultó el correo, abrió el documento adjunto y lo leyó lentamente.

FBI

Grupo de Respuesta de Incidentes Críticos

Centro Nacional para el Análisis del Crimen Violento

Unidad 2 de Análisis de la Conducta

Acceso: restringido, CNACV, código B-7

Categoría del Servicio de Análisis de Investigación Criminal: perfil de delincuente

Fecha: 25 de abril de 2000

Sujeto: desconocido

Alias: el Buen Pastor

Conclusiones basadas en metodologías de perfil inductivas y deductivas, fundadas en análisis factuales, físicos, históricos, lingüísticos y psicológicos del memorando de intenciones del sujeto desconocido; estudio forense de los indicios de la escena del crimen, documentación fotográfica, lugares, horarios y organización, y criterios de selección de víctimas del manifiesto.

BREVE DECLARACIÓN DE OPINIÓN EN RELACIÓN CON EL SUJETO DESCONOCIDO

El sujeto es un hombre blanco, de entre veinticinco y cuarenta años, con estudios universitarios, posible educación de posgraduado e inteligencia excepcional. Excelente funcionamiento cognitivo.

El sujeto es educado, introvertido, formal en sus modales e interacciones sociales. Es mesurado en sus relaciones, con una baja capacidad para la intimidad. Su expresión emocional pública es limitada. Es un perfeccionista compulsivo sin amigos cercanos.

Está bien coordinado, con buenos reflejos. Es posible que haga ejercicio de manera regular en un entorno privado. Sería considerado por sus conocidos como reservado y metódico. Es hábil en el uso de una pistola y podría ser coleccionista de armas o hacer prácticas de tiro.

Su vocabulario es sutil y preciso. La sintaxis y la puntuación son impecables. El estilo de expresión no revela rasgos étnicos o regionales. Aunque es posible que esto se deba a una educación cosmopolita o a una amplia exposición cultural, podría también ser el resultado de un esfuerzo por eliminar las huellas y recuerdos de su educación.

Hay que señalar el empleo de cadencias bíblicas y el imaginario vengativo en su condena de la codicia, su elección del Buen Pastor como forma de identificación y la situación de los animales del arca de Noé en los lugares de los crímenes. Estas elecciones podrían indicar una educación religiosa conflictiva.

Nota: el contexto religioso —en el cual la luz blanca representa lo bueno y la negra (oscuridad) representa el mal— podría explicar la elección de vehículos negros, para subrayar la equivalencia entre la riqueza y el mal.

Su preparación y su ejecución demuestran un elevado grado de organización. Los lugares de acción indican un reconocimiento cuidadoso: todos situados en carreteras utilizadas como vías de conexión entre las principales autopistas y barrios residenciales de clase alta (es decir, zonas prometedoras para que encontrara a sus víctimas). Todas las carreteras están sin iluminar, son poco transitadas y carecen de peajes u otras posiciones de cámaras de vigilancia.

Todos los ataques se llevaron a cabo en curvas a la izquierda. La mejor explicación para esto puede encontrarse en las reconstrucciones de los hechos y los análisis de las escenas: todos los vehículos de las víctimas, después de los disparos, salieron de la calzada por el lado derecho. La razón evidente es que la incapacitación del conductor resultó en la relajación de la presión hacia la izquierda en el volante, con la consecuente tendencia del coche a desviarse de la dirección de giro hacia una línea de movimiento más recta. La consecuencia inmediata sería que, al no girar, el vehículo se apartaría del vehículo del asesino (que estaría en el carril de la izquierda de la víctima en el momento del disparo), y así reduciría las posibilidades de una colisión. El nivel de previsión y sincronización implícita en este proceso situaría a nuestro sujeto entre los asesinos más organizados.

Nivel 1 de motivación: el motivo de los atentados declarado por el sujeto desconocido es la injusticia inherente a la desigual distribución de la riqueza en la sociedad. Asegura que la causa principal de esta desigualdad, y de los problemas sociales que se derivan de ella, es el pecado de la codicia. Asegura que la codicia solo puede ser erradicada eliminando a los codiciosos. Equipara codicia con propiedad de un vehículo de superlujo y ha elegido Mercedes como el arquetipo de ese vehículo. Esto se ha convertido en la característica identificativa de las víctimas que ha escogido.

Nivel 2 de motivación: una superestructura motivacional de este tipo generalmente deriva su energía de una superestructura inconsciente de rabia personal. El caso del Buen Pastor parece adecuado para aplicar una formulación psicoanalítica clásica: una rabia edípica subyacente contra un padre poderoso y abusivo. Mediante el memorando de intenciones, el sujeto desconocido equipara repetidamente codicia, riqueza y poder. También en apoyo de la interpretación psicoanalítica, la elección de arma (la pistola más grande del mundo) tiene implicaciones fálicas insoslayables y es un elemento obvio en este tipo de patología.

Nota: podría presentarse una objeción a la motivación de odio al padre basada en la inclusión de una mujer entre las víctimas. No obstante, Sharon Stone era excepcionalmente alta para ser mujer, tenía un corte de pelo unisex y vestía una chaqueta de cuero negro. Vista por la noche a través de la ventanilla de su vehículo, solo con la luz tenue del salpicadero iluminando su rostro, podría parecer un hombre. También podría darse el caso de que el único criterio del sujeto desconocido sea el vehículo de lujo en sí, con lo cual el sexo del conductor sería irrelevante.

El documento concluía con una lista de artículos periodísticos relacionados con campos como la lingüística, la psicometría y la psicopatología forenses. A continuación había una lista de libros profesionales, obra de autores con muchos doctorados: La sublimación de la rabia, Represión sexual y violencia, Estructura familiar y actitudes sociales, Patologías fomentadas por el abuso, Cruzadas sociales como expresión de trauma temprano. El último de la lista era: Asesinato en serie impulsado por una misión, de la doctora Rebecca Holdenfield.

Gurney pasó al inicio del documento y lo leyó todo una vez más, haciendo lo posible por mantener su mente abierta a cualquier posibilidad. Era difícil. Las conclusiones no tan científicas como pretendían, envueltas en lenguaje científico, así como la petulancia académica general de la escritura, le provocaron las mismas ganas de discutir que le provocaba cualquier perfil que leía.

Por sus más de dos décadas de experiencia en Homicidios, sabía que los perfiles eran ocasionalmente precisos, u ocasionalmente equivocados por completo, pero sobre todo desiguales. Hasta que terminaba el caso nunca sabías si tenías un buen perfil o no; y, por supuesto, si el caso no se cerraba, nunca llegabas a saberlo.

Pero no era solo la falibilidad de los perfiles lo que le molestaba, sino la incapacidad de muchos de sus creadores y usuarios para reconocer esa falibilidad.

Se preguntó por qué se había sentido tan ansioso por leer ese perfil, por qué no podía esperar hasta más tarde, teniendo en cuenta que tenía muy poca fe en ellos. ¿Se debía a su peculiar estado de ánimo? ¿A que deseaba rebatir algo? ¿A que necesitaba discutir sobre algo? ¿Era el mismo impulso que lo empujaba a leer a columnistas políticos con los que no comulgaba?

Negó con la cabeza, enfadado consigo mismo. ¿Cuántas preguntas absurdas se le podían ocurrir? ¿Cuántos ángeles podían bailar en la cabeza de un alfiler?

Se recostó en la silla y cerró los ojos.

Los abrió con un sobresalto.

El reloj del salpicadero indicaba que eran las 17.55. Miró calle abajo, a la casa en la que vivía Meese. El sol estaba bajo en el cielo y la casa quedaba a la sombra del arce gigante que había delante.

Bajó del coche y caminó unos cien metros. Se acercó a la puerta de Meese y escuchó. Estaba sonando alguna clase de música tecno. Llamó. No hubo respuesta. Llamó otra vez. Nada.

Sacó el teléfono, bloqueó el identificador de llamada y marcó el número de Meese. Para su sorpresa, respondió al segundo tono.

—Robert. —La voz era suave, teatral.

—Hola, Robert. Soy Dave.

—¿Dave?

—Hemos de hablar.

—¿Perdón? ¿Le conozco? —La voz se había tensado un poco.

—Es difícil de decir, Robert. Quizá me conoces, quizá no. ¿Por qué no abres la puerta y me miras?

—¿Perdón?

—Tu puerta, Robert. Estoy delante de tu puerta. Esperando.

—No lo entiendo. ¿Quién es? ¿De qué le conozco?

—Tenemos amigos en común, pero ¿no te parece una estupidez estar hablando por teléfono cuando tú estás aquí y yo también?

—Espere un segundo. —La voz sonaba confusa, ansiosa.

La conexión telefónica se cortó. La música se detuvo. Al cabo de un minuto, la puerta se entreabrió.

—¿Qué quiere?

El joven que lo preguntaba estaba de pie, parcialmente detrás de la puerta, sirviéndose de esta como si fuera una especie de escudo o, tal vez, para ocultar lo que sostenía en la mano izquierda. Tenía más o menos la misma estatura que Gurney: metro ochenta. Era delgado, con rasgos duros, cabello oscuro despeinado y ojos asombrosamente azules, como los de una estrella de cine. Solo una cosa estropeaba esa imagen cuasi perfecta: una expresión agria en torno a la boca, un apunte de algo desagradable, como si hubiera algo rencoroso en su alma.

—Hola, señor Montague. Me llamo Dave Gurney.

Vio un débil temblor en los párpados del joven.

—¿Te suena? —preguntó Gurney.

—¿Debería?

—Me ha parecido que me habías reconocido.

El temblor continuó.

—¿Qué quiere?

Gurney decidió arriesgarse lo mínimo, algo que le resultaba particularmente útil cuando no estaba seguro de cuánto podía saber de él su interlocutor. Debía ceñirse a los hechos, pero jugando con el tono. Se trataba de manipular las corrientes subterráneas.

—¿Qué quiero? Buena pregunta, Robert. —Sonrió de manera absurda, hablando con el hastío de un mercenario de vuelta de todo al que le está empezando a dar guerra la artritis—. Eso depende de cuál sea la situación. Para empezar, necesito cierto consejo. Mira, estoy tratando de decidir si aceptar un trabajo que me han ofrecido, y si lo hago, quiero saber en qué términos debería hacerlo. ¿Conoces a una mujer llamada Connie Clarke?

—No estoy seguro, ¿por qué?

—¿No estás seguro? ¿Crees que a lo mejor la conoces, pero no estás seguro? No lo entiendo.

—El nombre me suena, nada más.

—Ah, ya veo. ¿Se te ocurre algo si te digo que su hija se llama Kim Corazon?

Pestañeó con rapidez.

—¿Quién demonios es usted? ¿Qué es esto?

—¿Puedo pasar, señor Montague? Es una cuestión muy personal para hablarla en el umbral.

—No, no puede. —Cambió ligeramente el peso del cuerpo, todavía con la mano izquierda fuera de su campo visual—. Por favor, vaya al grano.

Gurney suspiró, se rascó el hombro, un tanto ausente, y clavó la mirada en Robby Meese.

—La cuestión es que me han pedido que proporcione seguridad personal a la señorita Corazon, y estoy tratando de decidir cuánto cobrarle.

—¿Cobrarle? No…, o sea…, no veo… ¿Qué?

—El caso es que quiero ser justo. Si no he de hacer nada, si solo tengo que tener los ojos abiertos, preparado para ver qué ocurre, entonces es una clase de tarifa. Pero si la situación requiere, digamos, una acción preventiva, entonces es otra clase de tarifa. ¿Me entiendes, Bobby?

El temblor en el párpado parecía estar empeorando.

—¿Me está amenazado?

—¿Te estoy amenazando? ¿Por qué tendría que hacer eso? Amenazarte iría contra la ley. Como agente de policía retirado, tengo un gran respeto por la ley. Algunos de mis mejores amigos son agentes de policía. Algunos de ellos trabajan aquí mismo, en Siracusa. Jimmy Schiff, por ejemplo. A lo mejor lo conoces. Bueno, la cuestión es que siempre me gusta saber qué tarifa puedo aplicar antes de aceptar un trabajo. Seguro que eso lo puedes entender. Así que deja que te lo pregunte otra vez: ¿conoces alguna razón por la cual proporcionar servicios de seguridad personal a la señorita Corazon podría requerir que cobre algo más que mi tarifa normal?

La mirada de Meese traslucía algo de temor.

—¿Qué se supone que he de saber yo sobre sus problemas de seguridad? ¿Qué tiene que ver esto conmigo?

—Tienes razón, Bobby. Pareces un buen hombre, un joven muy atractivo, que no quiere causar ningún problema a nadie. ¿Tengo razón?

—Yo no soy el que está causando problemas.

Gurney asintió lentamente, con calma.

Meese se mordió el labio inferior.

—Teníamos una gran relación. Yo no quería que terminara como terminó. Con esas estúpidas acusaciones. Acusaciones falsas. Mentiras. Difamación. Quejas mentirosas a la policía. Y ahora usted. Ni siquiera entiendo a qué ha venido.

—Te he dicho a qué he venido.

—Pero no tiene sentido. No debería estar molestándome. Debería estar visitando a los cerdos que ella ha metido en su vida. Si tiene problemas de seguridad, es por ellos.

—¿Quiénes serían esos cerdos?

Meese se rio con un ruido desquiciante, como si rebotara, como un efecto de sonido teatral.

—¿Sabía que se está acostando con su profesor, su «director de tesis»? ¿Sabía que se está follando a cualquiera que pueda ayudarla a avanzar en su carrera en la telebasura? ¿Sabía que se está follando a Rudy Getz, el mayor cerdo de todo este puto mundo? ¿Sabía que está completamente loca? ¿Lo sabía?

Meese parecía ir a lomos de una suerte de caballo emocional que no podía controlar.

Gurney quería continuar, para ver adónde llegaba.

—No, no sabía nada de eso. Pero te agradezco la información, Robert. No me había dado cuenta de que estuviera loca. Y esa es una de las cosas que podrían hacer que mi tarifa subiera de lo lindo. Proporcionar seguridad a una mujer loca puede resultar un coñazo. ¿Cómo de loca dirías que está?

Meese negó con la cabeza.

—Lo descubrirá. No voy a decir ni una palabra más. Lo descubrirá. ¿Sabe dónde he estado esta tarde? En el despacho de mi abogado. Vamos a emprender acciones legales contra esa perra. Le aconsejo que se mantenga alejado de ella. Muy lejos. —Dio un portazo.

A continuación, se oyó el paso de dos cerraduras.

Quizás estuviera actuando. Si era así, había que reconocer que lo hacía bien.