Al ponerse el sol compartieron una cena tranquila de sopa de boniato y ensalada de espinacas. Después, Madeleine encendió un pequeño fuego en la vieja estufa de leña del fondo del salón y se acomodó en su silla favorita con un libro, Guerra y paz, un tomo que había estado leyendo de manera intermitente desde hacía casi un año.
Dave se fijó en que su mujer no se había molestado en coger sus gafas de lectura y en que el libro descansaba cerrado en su regazo. Sintió la necesidad de decir algo.
—¿Cuándo te has enterado del…?
—¿Del suicidio? A última hora de esta mañana.
—¿Ha llamado alguien?
—El director. Quería que todo el mundo que hubiera tenido contacto con él acudiera a una reunión. Aparentemente se trataba de compartir información y absorber el impacto. Eso, por supuesto, es absurdo. Era todo una cuestión de cubrirse las espaldas, controlar daños, como quieras llamarlo.
—¿Cuánto ha durado la reunión?
—No lo sé. ¿Qué importancia puede tener eso?
No contestó, en realidad no tenía respuesta, ni siquiera sabía por qué lo había preguntado. Madeleine abrió el libro por una página cualquiera y lo miró.
Al cabo de un minuto o dos, Gurney cogió la carpeta con el proyecto de Kim y se la llevó a la mesa. Pasó las secciones tituladas «Concepto» y «Descripción del documental» y examinó rápidamente la sección «Estilo y método». Se detuvo para leer con más atención una frase que Kim había subrayado:
Las entrevistas examinarán los efectos duraderos de los asesinatos, y explorarán en profundidad todas las formas en que se alteraron las vidas de las familias, en particular las de los hijos.
Leyó por encima varias secciones más. Se detuvo un poco más en una que se titulaba «Resúmenes de contacto y estado». La sección estaba organizada según la secuencia de los seis crímenes del Buen Pastor. La información se presentaba en forma de hoja apaisada con columnas, bajo tres encabezamientos: «Víctimas atacadas», «Miembros de la familia disponibles», «Actitud actual respecto a la participación».
Se fijó en la lista de víctimas: Bruno y Carmella Villani, Carl Rotker, Ian Sterne, Sharon Stone, Dr. James Brewster, Harold Blum. Después del nombre de Carmella Villani había un asterisco cuyo pie de nota correspondiente decía: «Sobrevivió a un traumatismo craneal masivo, permanece en coma vegetativo persistente».
Se saltó la segunda columna, que proporcionaba una lista detallada de familiares (con sus localizaciones, situaciones vitales, edades y descripciones personales), y miró los resúmenes de la tercera columna y sus «actitudes actuales».
De la viuda de Harold Blum se decía que se mostraba «plenamente cooperativa, agradecida por el interés mostrado. Es profundamente emocional, todavía llora cuando se habla del tema».
Describía al hijo del doctor Brewster como «insultante hacia el recuerdo de su padre, con abierta simpatía con la filosofía de EBP, obsesionado con los males del materialismo».
El hijo de Ian Sterne, empresario dentista, era «discreto, reacio a la participación, preocupado por los efectos emocionalmente perturbadores del proyecto, escéptico de las intenciones de RAM TV, crítico con el sensacionalismo implacable de la cobertura original del caso».
El hijo de la agente inmobiliaria Sharon Stone «expresó gran entusiasmo por el proyecto, habló con ansiedad de las virtudes de su madre, del horror de su muerte, del efecto devastador en su propia vida, de la intolerable injusticia de la huida del asesino».
Había más familiares y más descripciones de estado, y a continuación las transcripciones de dos entrevistas —con Jimi Brewster y con Ruth Blum— y una copia de veinte páginas del «Memorando de intenciones del Buen Pastor». Cuando Gurney estaba a punto de apartar la carpeta, se fijó en que había una página final que no se había mencionado en el índice, una página titulada «Contactos de información de fondo».
Vio tres nombres, con direcciones de correo electrónico y con sus respectivos números de teléfono: el agente especial al mando Matthew Trout, el investigador jefe retirado de la policía del estado de Nueva York Max Clinter, y el investigador jefe de la policía del estado de Nueva York Jack Hardwick.
Miró con sorpresa al tercer nombre. Hardwick era un detective muy listo y cáustico con el que había tenido una relación compleja: sus caminos se habían cruzado en circunstancias singulares y difíciles.
Gurney se dirigió al teléfono para llamar a Kim. Quería hablar con Hardwick, pero antes de hacerlo deseaba descubrir por qué ella lo tenía como fuente de información.
—¿Dave? —contestó Kim de inmediato.
—Sí.
—Iba a llamarte. —Su voz sonaba más tensa que complacida—. Tu conversación con Schiff ha removido las cosas.
—¿Cómo?
—Ha venido a mi apartamento, supongo que justo después de que hablaras con él. Quería ver todo lo que me habías contado. Parecía cabreado de verdad porque había limpiado el suelo de la cocina. Bueno, lástima. ¿Cómo iba a saber que iba a venir? Dijo que un tipo de recogida de pruebas regresaría esta misma noche para examinar el sótano. Supongo que está bien que no me haya atrevido a limpiar la escalera. Uf, me da escalofríos de pensarlo. Y sigue insistiendo en poner esas siniestras pequeñas cámaras espía en todo el apartamento.
—¿Es verdad que antes las rechazaste?
—¿Dijo eso?
—También dijo que mandó al laboratorio restos de la mancha de sangre del cuarto de baño.
—¿Y?
—Por lo que me dijiste, creí que no había hecho prácticamente nada.
Kim hizo una pausa antes de responder.
—No es tanto lo que hizo o dejó de hacer. El problema era su actitud. Era penosa. No podría importarle menos.
Aunque la respuesta no le satisfizo, decidió dejarlo de lado, al menos por el momento.
—Kim, estoy mirando las fuentes de información que enumeras en la página final del documento. Me ha llamado la atención la presencia de un detective cuyo nombre es Hardwick. ¿Cómo es que está implicado en esto?
—¿Lo conoces? —Su voz sonó alerta.
—Sí.
—Bueno…, cuando empecé a investigar el caso del Buen Pastor hace unos meses, reuní los nombres de la gente de los cuerpos policiales que se mencionaban en las noticias de hace diez años. Uno de los primeros crímenes ocurrió en la jurisdicción de Hardwick. Él fue uno de los investigadores de la policía estatal que participó temporalmente.
—¿Temporalmente?
—Todo cambió después del tercer fin de semana. Creo que fue cuando se produjo uno de los crímenes más allá de la frontera de Massachusetts. A partir de entonces el FBI tomó las riendas de la investigación.
—¿El agente especial al mando Matthew Trout?
—Sí, Trout. Un capullo obsesionado por el control.
—¿Has hablado con él?
—Me dijo que me leyera los comunicados de prensa emitidos por el FBI en su momento; luego me pidió que presentara mis preguntas por escrito; después se negó a contestar ni una sola de ellas. Si a eso lo llamas hablar con él, entonces supongo que lo hice. ¡Imbécil!
Gurney sonrió para sus adentros. Bienvenida al FBI.
—Pero ¿Hardwick quiso hablar contigo?
—Al principio no mucho. Después descubrió que Trout estaba tratando de controlar el flujo de información. Entonces pareció encantado de hacer cualquier cosa que molestara a Trout.
—Ese es Jack. Solía decir que FBI significaba: Federación de Burócratas Idiotas.
—Todavía lo dice.
—Entonces, ¿por qué está Trout en tu lista de fuentes de información, si se niega a proporcionarla?
—Eso es más para la gente de RAM. Puede que Trout no quiera hablar conmigo, pero Rudy Getz es diferente. Te asombraría ver quién le devuelve las llamadas y con qué rapidez.
—Interesante. ¿Y el tercer nombre, Max Clinter?
—Max Clinter. Bueno. ¿Por dónde empezar? ¿Sabes algo de él?
—El nombre me suena vagamente, pero no lo sitúo.
—Clinter era el detective fuera de servicio que quedó enredado en el último asesinato del Buen Pastor.
Gurney recuperó el recuerdo de los relatos periodísticos.
—¿Era el tipo que estaba en su coche con la estudiante de Bellas Artes…, borracho como una cuba…, disparó por la ventana…, rozó a un tipo que iba en una motocicleta…? Lo culparon de que el Buen Pastor escapara, ¿no?
—Sí.
—¿Es una de tus fuentes?
—Acepto lo que sea de quien sea. —Kim pareció ponerse a la defensiva—. El problema es que casi todos los involucrados en el caso remiten todas las preguntas a Trout, que es como echarlas a un agujero negro.
—Entonces, ¿qué has logrado descubrir de Clinter?
—No es una pregunta fácil. Es un hombre extraño, con muchas cosas en la cabeza. No estoy segura de entenderlo bien. Quizá podríamos hablar mañana en el coche. No me he dado cuenta de lo tarde que se estaba haciendo y he de ducharme.
Aunque Gurney no la creyó, no dijo nada. Estaba ansioso por hablar con Jack Hardwick.
Cuando lo llamó, le saltó el buzón de voz y le dejó un mensaje.
Ya casi era noche cerrada. En lugar de encender la luz en el estudio, Gurney cogió la carpeta del proyecto de Kim y se la llevó a la mesa de la cocina. Madeleine todavía estaba sentada en el sillón, junto a la estufa, que proyectaba un brillo intermitente en el fondo de la sala. Guerra y paz había pasado de su regazo a la mesita de café que tenía delante y ella estaba haciendo punto.
—Bueno, ¿has descubierto ya de dónde salió esa flecha? —preguntó, sin levantar la mirada.
Dave miró el aparador. Allí estaba el asta de grafito negro y el emplumado rojo. Algo en esa imagen le mareó un poco.
A continuación, como si la sensación hubiera sido el anuncio de un recuerdo a punto de aflorar, se acordó de algo que le ocurrió cuando era niño y vivía en el apartamento de sus padres, en el Bronx. Tenía trece años. Fuera estaba oscuro. Su padre, o se había quedado trabajando hasta tarde, o estaba bebiendo. Su madre estaba en una de sus clases de baile de salón, en un estudio de Manhattan, una manía absorbente que había desplazado su antigua obsesión por la pintura a dedo. Su abuela permanecía en el dormitorio, murmurando al tiempo que pasaba las cuentas de su rosario. Él estaba en el dormitorio de su madre, que era exclusivamente de ella desde que su marido había empezado a dormir en el sofá del salón y a guardar la ropa en un armario del pasillo.
Dave abrió una de las dos ventanas. El aire era frío y olía a nieve. Tenía un arco de madera de verdad, no un juguete. Se lo había comprado con dinero ahorrado de dos años de pagas semanales. Soñaba con salir a cazar en un bosque, lejos del Bronx. Estaba de pie delante de la ventana de guillotina notando el aire frío en la cara. Puso una flecha escarlata en la cuerda de su arco y, guiado por una extraña excitación, lo levantó hacia el cielo negro, que veía por esa ventana del sexto piso. Tensó la cuerda y lanzó la flecha hacia la noche. Aguzó el oído. Un miedo repentino le atenazó el corazón. Esperó el sonido del impacto —un zas en el techo de uno de los edificios bajos del barrio, o un ruido metálico en la parte de arriba de un coche aparcado, o un agudo sonido en una acera—, pero no oyó nada. Nada en absoluto.
El inesperado silencio empezó a aterrorizarlo.
Imaginó lo silenciosa que sería una flecha afilada clavándose en una persona.
Durante el resto de la noche, consideró las posibles consecuencias, que lo asustaron muchísimo. Sin embargo, lo que más de treinta y cinco años después lo atormentaba era una pregunta que no había podido responderse desde entonces: ¿por qué?
¿Por qué lo había hecho? ¿Qué lo había poseído para hacer algo tan imprudente, tan carente de cualquier recompensa racional, tan cargado de peligro vano?
Gurney miró otra vez la estantería y le sorprendió la estrambótica simetría entre los dos misterios: la flecha que disparó sin saber por qué desde la ventana de su madre y que no sabía adónde había ido a parar, y la flecha que había aparecido de la nada en el jardín de su casa. Negó con la cabeza, como para sacudirse una niebla interior. Era hora de pasar a otro asunto.
Su móvil sonó de manera oportuna. Era Connie Clarke.
—Hay algo que quería añadir, algo que no he mencionado esta mañana.
—Ah.
—No me lo he reservado a propósito. Es solo una de esas cosas vagas que en ocasiones parece relacionada con la situación, y en ocasiones no.
—¿Sí?
—Supongo que es más una coincidencia que otra cosa. Los asesinatos del Buen Pastor ocurrieron todos hace exactamente diez años, ¿no? Bueno, fue también entonces cuando desapareció el padre de Kim. Llevábamos dos años divorciados, y siempre había estado hablando de que quería dar la vuelta al mundo. Nunca pensé que llegara a hacerlo, aunque podía ser asombrosamente impulsivo e irresponsable, lo cual forma parte de la razón por la que me divorcié de él. La cuestión es que un día dejó un mensaje de teléfono para nosotras en el que decía que había llegado el momento, que era entonces o nunca, y que se iba. Suena absurdo. Pero eso fue todo. La primera semana de primavera de hace diez años. Nunca volvimos a saber ni una palabra de él. ¿Te lo puedes creer? Cabrón egoísta e irreflexivo. Kim estaba deshecha. Peor que cuando nos divorciamos dos años antes. Completamente destrozada.
—¿Ves algún significado en esa coincidencia temporal?
—No, no, no quiero sugerir que haya alguna relación entre el caso del Buen Pastor y la desaparición de Emilio. ¿Cómo iba a haberla? Es solo que los dos sucesos ocurrieron en marzo de 2000. En parte, quizá Kim siente con tanta fuerza el dolor de esas familias porque ella perdió a su propio padre justo entonces.
Ahora Gurney lo comprendió.
—Y el sentimiento compartido de la falta de un cierre…
—Sí. Los asesinatos del Buen Pastor nunca se resolvieron por completo, porque nunca atraparon al asesino. Y Kim no ha podido cerrar la puerta de la desaparición de su padre, pues nunca pudo descubrir lo que le ocurrió. Cuando ella habla de las familias de víctimas de asesinato a las que les falta algo, creo que está hablando de sí misma.
Después de hablar con Connie, Gurney se sentó un rato a la mesa, para tratar de digerir lo que la desaparición de Emilio Corazon había supuesto en la vida de Kim.
Poco a poco fue cobrando conciencia del suave y continuado claqueteo de las agujas de tejer de Madeleine. Estaba sentada bajo la luz amarilla de la lámpara, con una madeja de lana verde salvia a su lado en el sillón y un suéter del mismo color cobrando forma en su regazo.
Dave abrió la carpeta azul por la sección dedicada al «Memorando de intenciones del Buen Pastor». En una página de información de fondo, al principio de la sección, alguien, presumiblemente Kim, indicaba que el documento original había sido entregado por correo urgente en un sobre de 23 × 30 dirigido al «Director, Policía del Estado de Nueva York, Departamento de Investigación Criminal». La fecha de entrega era el 29 de marzo de 2000, el miércoles siguiente a los dos primeros crímenes.
Gurney pasó la página y leyó el texto del memorando. Empezaba abruptamente, con un resumen organizado en una serie de puntos numerados:
1. Si el amor al dinero, que es codicia, es la raíz del mal, se deduce que el mayor bien se obtendrá con su erradicación.
2. Como la codicia no existe en el vacío, sino que existe en sus portadores humanos, se deduce que la forma de erradicar la codicia es erradicar a sus portadores.
3. El buen pastor selecciona al rebaño, separando la oveja enferma de la oveja sana, porque está bien detener la extensión de la infección. Está bien proteger a los buenos animales de los malos.
4. Aunque la paciencia es una virtud, no es pecado perder la paciencia con la codicia. No es pecado alzarse en armas contra los lobos que devoran a sus crías.
5. Esta es nuestra declaración de guerra contra los vanidosos portadores de la codicia, los carteristas que se llaman banqueros, los piojos de la limusina, los gusanos del Mercedes.
6. Liberaremos la Tierra de un contagio definitivo, portador tras portador, sustituyendo el silencio de pasividad por cráneos destrozados hasta que la Tierra esté limpia, cráneos destrozados hasta que el rebaño esté seleccionado, cráneos destrozados hasta que la raíz de todo mal muera y sea arrancada de la Tierra.
Las siguientes diecinueve páginas daban vueltas y vueltas a las mismas ideas, e iban de lo profético a lo académico. Todo parecía sustentarse en ciertos datos de distribución de la riqueza, con los que se pretendía demostrar la injusticia de la estructura económica de Estados Unidos, junto con estadísticas de tendencia que mostraban la deriva de la nación hacia una economía de extremos propia del tercer mundo, en la cual la enorme riqueza se concentra en lo más alto, la pobreza se expande y la clase media se reduce.
La parte principal del documento concluía:
Esta enorme y creciente injusticia está guiada por la codicia de los poderosos y el poder de los codiciosos. Además, el control que esta clase vil y devoradora ejerce sobre los medios —el principal motor de influencia de la sociedad— es virtualmente absoluto. Los canales de comunicación (canales que en manos libres podrían ser agentes de cambio) son poseídos, dirigidos e infectados por macro-corporaciones y por individuos multimillonarios, cuyos intereses están motivados por el carácter virulento de la codicia. Esta es la situación desesperada que nos fuerza a nuestra conclusión inevitable, a nuestra clara resolución y a nuestra acción directa.
El documento estaba firmado por «El Buen Pastor».
En una nota separada, grapada a la página final, el autor había incluido información sobre las horas y localizaciones precisas de los dos crímenes anteriores.
Como estos hechos no habían llegado a los medios, proporcionaron apoyo a la reivindicación del autor. Una nota posterior indicaba que, de manera simultánea, se habían entregado copias de todo el documento a una larga lista de organizaciones de noticias locales y nacionales.
Gurney lo repasó todo otra vez. Cuando dejó la carpeta, media hora después, comprendió por qué el caso se había convertido en un referente en el estudio de la criminología, y por qué había sustituido al caso anterior del Unabomber como el arquetipo académico para los asesinatos que se basaban en una supuesta misión social.
El documento era más claro y menos digresivo que el manifiesto de Unabomber. La relación que había entre el problema que se exponía y la solución de los asesinatos era más directa que las desordenadas cartas bomba que Ted Kaczynski había dirigido a víctimas cuya relevancia era bastante cuestionable.
El Buen Pastor había resumido limpiamente su enfoque en las dos primeras afirmaciones de su memorando: «1. Si el amor al dinero, que es codicia, es la raíz del mal, se deduce que el mayor bien se obtendrá con su erradicación. 2. Como la codicia no existe en el vacío, sino que existe en sus portadores humanos, se deduce que la forma de erradicar la codicia es erradicar a sus portadores».
¿Qué podía ser más directo que eso?
Y la retahíla de asesinatos del Buen Pastor era memorable. Tenía elementos teatrales fascinantes: una premisa simple, un marco temporal concentrado, un alto grado de suspense, una amenaza muy gráfica, un asalto dramático a la riqueza y al privilegio, unas víctimas fácilmente definidas, unos momentos terroríficos de confrontación. Era material de leyenda y ocupaba un lugar natural en las mentes de la gente. De hecho, ocupó al menos dos lugares naturales: para aquellos que se sentían amenazados por un ataque a la riqueza, el Buen Pastor era la encarnación del revolucionario que ponía bombas, decidido a derrocar la estructura de la mayor sociedad de la historia; para aquellos que veían a los ricos como cerdos, el Buen Pastor era un idealista, un Robin Hood que rectificaba la peor injusticia de un mundo injusto.
Tenía sentido que el caso se hubiera convertido con los años en uno de los preferidos en las clases de psicología y criminología. Los profesores disfrutaban presentándolo, pues dejaba claros los puntos que querían subrayar en relación con cierta clase de asesino y establecía esos puntos sin ambages. Los estudiantes disfrutarían escuchando el caso, porque, como muchos horrores simples, era grotescamente entretenido. Incluso la fuga del asesino en plena noche se convirtió en un plus que daba al caso una actualidad abierta y un atractivo refrescante.
Cuando Gurney cerró la carpeta, descubrió que tenía sentimientos encontrados.
—¿Algún problema?
Levantó la mirada, vio a Madeleine mirándolo a través de la sala, con las agujas de hacer punto apoyadas en el regazo.
Dave negó con la cabeza.
—Probablemente es solo mi mal genio.
Madeleine todavía lo estaba mirando. Dave sabía que su mujer estaba esperando una respuesta mejor.
—El documental de Kim es únicamente sobre el caso del Buen Pastor.
Madeleine frunció el ceño.
—¿Eso no está agotado? Cuando ocurrió no se hablaba de otra cosa en televisión.
—Ella tiene su propio punto de vista. Entonces, se trataba del manifiesto, la caza del asesino y ciertas teorías sobre su pasado hipotético, su posible educación, dónde podría ocultarse, la violencia en el país, la laxitud de las leyes de posesión de armas, bla, bla, bla. Pero Kim se olvida de todo eso y se centra en el daño permanente a las familias de las víctimas, en cómo han cambiado sus vidas.
Madeleine parecía interesada, luego torció el gesto otra vez.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—No sé, nada en particular. Quizá solo sea cosa mía. Ya te digo que no estoy de muy buen humor.