Amelia rebuscaba en su armario ropero. Apenas comenzaba a anochecer el día siguiente. De repente, las perchas dejaron de deslizarse por la barra al fondo del armario.
—Creo que tengo uno —dijo, sorprendida. Esperé a que saliera, sentada en el borde de su cama. Había dormido por lo menos diez horas, me había duchado tranquilamente, me habían tratado las heridas y me sentía cien veces mejor. Amelia relucía de orgullo y alegría. No sólo Bob el mormón se había portado estupendamente en la cama, sino que se habían levantado a tiempo para ver nuestro secuestro y tener la brillante idea de llamar a la mansión de la reina en vez de a la policía. Aún no le había dicho que Quinn y yo habíamos hecho nuestra propia llamada, porque no sabía cuál de las dos había sido la que dio en la diana y disfrutaba de ver a Amelia tan contenta.
No quise acudir a la celebración de la reina hasta resolver mi pequeño viaje al banco con el señor Cataliades. Cuando regresé al apartamento de Hadley, reanudé la tarea de empaquetar las cosas de mi prima y escuché un extraño sonido cuando puse el café en una caja. Ahora, si quería evitar el desastre, tendría que acudir a la fiesta de primavera de la reina, el acontecimiento sobrenatural del año. Traté de ponerme en contacto con Andre en la sede, pero una voz me dijo que no se le podía molestar. Me pregunté quién respondía al teléfono en la sede vampírica ese día. ¿Sería alguno de los vampiros de Peter Threadgill?
—¡Sí que lo tengo! —exclamó Amelia—. Ah, es un poco atrevido. Fui dama de honor en una boda un poco extrema. —Salió del armario con el pelo desgreñado y la mirada encendida de triunfo. Giró la percha para que pudiera ver el efecto completo. Tuvo que enganchar el vestido a la percha, porque había muy poco que colgar.
—Uy —dije, incómoda. En su mayoría de gasa verde lima, tenía un pronunciado corte en V hasta la cintura. Se cogía al cuello mediante una estrecha tira.
—Era la boda de una estrella del cine —explicó Amelia, como si tuviese muchos recuerdos de la ceremonia. Como el vestido carecía de espalda, me preguntaba cómo se las arreglaban esas mujeres de Hollywood para taparse los pechos. ¿Cinta adhesiva de doble cara? ¿Algún tipo de pegamento? Como no había vuelto a ver a Claudine desde que desapareciera del patio, antes de la reconstrucción ectoplásmica, di por hecho que había vuelto a su trabajo y a su vida en Monroe. En ese momento no me habrían venido nada mal sus servicios especiales. Tenía que haber un conjuro de hada que consiguiera que el vestido se te quedase quieto.
—Al menos no necesitas ponerte un sujetador especial —dijo Amelia, servicialmente. Y era verdad. Era del todo imposible ponerse un sujetador—. Y tengo los zapatos, si te vale un treinta y siete y medio.
—Me vendrá de maravilla —dije, tratando de sonar satisfecha y agradecida—. No se te dará bien peinar, ¿verdad?
—Qué va. —Hizo un gesto con la mano—. Puedo lavarlo, cepillarlo y poco más. Pero puedo llamar a Bob. —Sus ojos centellearon de alegría—. Es peluquero.
Traté de no parecer pasmada. «¿En una funeraria?», pensé, pero fui lo bastante lista como para guardármelo. Bob no se parecía a ningún peluquero que hubiera conocido.
Al cabo de un par de horas, me había hecho más o menos con el vestido, y estaba completamente maquillada.
Bob hizo un buen trabajo con mi pelo, a pesar de tener que recordarme más de una y dos veces que me quedara quieta de un modo que no hizo sino ponerme más nerviosa.
Y Quinn apareció a tiempo en su coche. Cuando Eric y Rasul me dejaron en casa a eso de las dos de la mañana, Quinn se metió en su coche y se dirigió a dondequiera que pernoctase, no sin antes plantarme un dulce beso en la frente antes de que subiera las escaleras. Amelia había salido del apartamento, feliz de verme de vuelta. También tuve que devolver una llamada al señor Cataliades, que se interesó por saber si me encontraba bien y quería acompañarme al banco para finiquitar los asuntos económicos de Hadley. Dado que había perdido mi oportunidad de hacerlo con Everett, me sentí agradecida.
Pero, al regresar al apartamento de Hadley después de estar en el banco, había un mensaje en el contestador diciendo que la reina esperaba que acudiera a la fiesta de esa noche en el viejo monasterio. «No quiero que dejes la ciudad sin que volvamos a vernos», la citó su secretaria humana, antes de informarme que sería un acontecimiento de vestimenta formal. Tras la sorpresa, cuando supe que tendría que ir a una fiesta, fui corriendo al apartamento de Amelia, sumida en el pánico.
El vestido me provocó otro tipo de pánico. Estaba mejor dotada que Amelia, aunque era más baja, y tenía que estar muy recta.
—El suspense me está matando —dijo Quinn, contemplando mi pecho. Él tenía un aspecto fabuloso con su traje de chaqueta. Los vendajes de mis muñecas destacaban sobre mi piel como si de extraños brazaletes se tratara; de hecho, uno de ellos era de lo más incómodo y no veía la hora de quitármelo. Pero, a diferencia del mordisco de mi brazo izquierdo, las muñecas tendrían que permanecer cubiertas un tiempo. Quizá mis pechos consiguieran distraer a los asistentes respecto al hecho de que tenía la cara hinchada y descolorida por un lado.
Quinn, por supuesto, parecía como si nada le hubiese pasado. No sólo tenía una carne que se curaba muy deprisa, como la mayoría de los cambiantes, sino que un traje de hombre puede cubrir muchas más heridas.
—No me hagas sentir más en evidencia de lo que ya me siento —dije—. Estoy a esto de volver a meterme en la cama para dormir una semana sin parar.
—Me apunto, aunque reduciría el tiempo de dormir —dijo Quinn, sinceramente—. Pero, en aras de nuestra paz mental, creo que será mejor que hagamos esto primero. Por cierto, mi suspense estaba relacionado con el viaje al banco, no tanto con tu vestido. Supongo que, en el caso del vestido, es una situación que beneficia a ambas partes. Si te lo dejas puesto, bien; si te lo quitas, incluso mejor.
Aparté la mirada, tratando de controlar mi sonrisa involuntaria.
—El viaje al banco. —Parecía un asunto más inofensivo—. Bueno, la cuenta no es que estuviese a rebosar, lo cual no me sorprendió del todo. Hadley no tenía mucho sentido del dinero. Bueno, no tenía mucho sentido, y punto. Pero la caja de depósitos…
Allí encontré el certificado de nacimiento de Hadley, una licencia de boda y un decreto de divorcio fechado hacía más de tres años (me alegré de ver que ambos relacionados con el mismo hombre) y una copia apergaminada de la nota necrológica de mi tía. Hadley sabía cuándo había muerto su madre, y le importó lo suficiente como para conservar un recorte. También había fotos de nuestra infancia compartida: mi madre y su hermana; mi madre y Jason, Hadley y yo; mi abuela y su marido. Había un bonito collar con zafiros y diamantes (que el señor Cataliades dijo que había sido un regalo de la reina), así como un par de pendientes a juego. Había un par de cosas más sobre las que quería pensar.
Pero el brazalete de la reina no estaba. Esa era la razón por la que el señor Cataliades quiso acompañarme, creo yo; tenía la esperanza de encontrarlo allí, y parecía bastante nervioso cuando le pasé la caja para que comprobara personalmente su contenido.
—Terminé de empaquetar las cosas de la cocina esta tarde, cuando Cataliades me trajo de vuelta al apartamento —le dije a Quinn y observé su reacción. Nunca volvería a dar por sentado el desinterés de mis compañeros. Me convencí de que Quinn no me había estado ayudando el día anterior con los paquetes para encontrar algo, cuando comprobé que su reacción era absolutamente tranquila.
—Eso está bien —afirmó—. Lamento no haber podido venir a ayudarte hoy. Estaba ultimando los acuerdos de Jake con Special Events. Tuve que llamar a mis socios para informarles. También tuve que llamar a su novia. Todavía no está lo bastante estabilizado como para verla, por mucho que ella quisiera verle. No le gustan los vampiros, por decirlo suavemente.
En ese momento, a mí tampoco me gustaban. No era capaz de vislumbrar la verdadera razón por la que la reina quería que acudiera a la fiesta, pero sí que había encontrado otra para verla. Quinn me sonrió, y yo le devolví la sonrisa, esperanzada en sacar algo positivo de la noche. Tenía que admitir que sentía cierta curiosidad por conocer el local de fiestas de la reina, por así llamarlo, y me alegraba de volver a estar bien vestida y sentirme guapa después de todo lo pasado en el pantano.
Mientras nos acercábamos en el coche, casi inicié una conversación con Quinn en tres ocasiones, pero, en cada una de ellas, decidía cerrar la boca llegado el punto.
—Ya estamos cerca —me dijo cuando llegamos a uno de los barrios más antiguos de Nueva Orleans, el Garden District. Las casas, afincadas en unos terrenos preciosos, costarían a buen seguro muchas veces lo que valía la mansión Bellefleur. En medio de esas maravillosas casas, llegamos a un alto muro que rodeaba toda una manzana. Era el monasterio reformado que la reina usaba para sus fiestas.
Puede que hubiera más entradas por el resto del perímetro de la finca, pero esa noche todo el tráfico accedía por la entrada principal. Estaba muy protegida por los guardias más eficientes del mundo: los vampiros. Me pregunté si Sophie-Anne Leclerq era paranoica, lista o si sencillamente no se sentía querida (o segura) en su ciudad de adopción. Estaba convencida de que la reina contaba con los típicos artículos de seguridad complementarios: cámaras, detectores de movimiento de infrarrojos, alambres de espino e incluso perros guardianes. El lugar estaba férreamente vigilado en un lugar donde la élite vampírica de vez en cuando hacía fiestas con la humana. Aunque esta noche sólo había seres sobrenaturales; la primera gran fiesta que los recién casados daban desde su matrimonio.
En la puerta estaban tres de los vampiros de la reina, junto con otros tres de Arkansas. Todos los fieles de Peter Threadgill iban de uniforme, aunque supongo que el rey los llamaría libreas. Los chupasangres de Arkansas, tanto hombres como mujeres, vestían trajes blancos con camisas azules y chalecos rojos. No sabía si el rey era un ultrapatriota, o si los colores habían sido escogidos por ser los de la bandera de Arkansas o la de Estados Unidos. Fuese como fuese, eran todo un desafío a la vista y carne de un salón de la fama estilístico. ¡Y Threadgill se había vestido de un conservador…! ¿Sería ésa alguna tradición de la que nunca había oído hablar? Dios, si hasta yo me vestía con más gusto, y eso que compraba casi toda mi ropa en el Wal-Mart.
Quinn llevaba la tarjeta de la reina para enseñársela a los guardias en la entrada, pero aun así llamaron a la casa para comprobarlo. Quinn parecía incómodo, y esperaba que estuviese tan preocupado como yo por la seguridad extrema y por el hecho de que los vampiros de Threadgill se esforzaran tanto por distinguirse de los partidarios de la reina. Pensé mucho en la necesidad que tuvo la reina de ofrecer a los vampiros del rey una razón por haber subido conmigo al apartamento de Hadley. Pensé en la ansiedad de que hizo gala cuando le pregunté por el brazalete. Pensé en la presencia de ambos bandos vampíricos en la puerta principal. Ninguno de los monarcas confiaba en su esposo para encargarse de la seguridad.
Me pareció que pasaba una eternidad antes de que nos dieran luz verde para seguir. Quinn se mantuvo tan callado como yo mientras esperábamos.
Los terrenos parecían maravillosamente cuidados y conservados, y se encontraban muy bien iluminados.
—Quinn, esto huele mal —dije—. ¿Qué está pasando aquí? ¿Crees que dejarán que nos marchemos?
Por desgracia, parecía que todas mis sospechas eran ciertas.
Quinn no parecía más contento que yo.
—No nos dejarán salir —dijo—. Ahora ya tendremos que quedarnos. —Cogí con fuerza mi pequeño bolso de noche, deseando que hubiera dentro algo más letal que un compacto y un lápiz de labios. Quinn condujo con cuidado por el sinuoso camino que ascendía hasta el monasterio—. ¿Qué has hecho hoy, aparte de trabajar en tu atuendo? —preguntó Quinn.
—He hecho muchas llamadas telefónicas —dije—. Y una de ellas ha merecido la pena.
—¿Llamadas? ¿A quién?
—A las gasolineras que hay en el camino entre Nueva Orleans y Bon Temps.
Se volvió para mirarme, y yo le hice un gesto justo a tiempo para que pisara el freno.
Un león cruzó el camino.
—Vale, ¿qué es eso? ¿Un animal o un cambiante? —Estaba cada vez más nerviosa.
—Un animal —dijo Quinn.
La idea de tener perros sueltos por la finca parecía haberse quedado obsoleta. Sólo esperaba que los muros fuesen lo suficientemente altos como para mantener a un león dentro.
Aparcamos delante del antiguo monasterio, que era un gran edificio de dos plantas. No había sido construido por motivos estéticos, sino de utilidad, por lo que podía decirse que era una estructura prácticamente sin características reseñables. Había una pequeña puerta en medio de la fachada, así como pequeñas ventanas situadas a intervalos regulares. Una vez más, un lugar fácil de defender.
Junto a la puerta había otros seis vampiros, tres con ropas elegantes aunque no idénticas (seguramente chupasangres de Luisiana), y otros tres de Arkansas, con sus uniformes llamativos y chillones.
—Es sencillamente feísimo —dije.
—Pero fácil de ver, incluso en la oscuridad —reflexionó Quinn, como sumido en pensamientos muy profundos.
—Vaya, genio —dije—. Eso salta a la vista. Así no tendrán problemas para…, oh. —Medité al respecto—. Sí —añadí—. Nadie se pondría nada parecido, ni aposta, ni por casualidad. Bajo ninguna circunstancia. A menos que sea esencial resultar identificable.
—Es posible que Peter Threadgill no sea muy devoto de Sophie-Anne.
Lancé una carcajada ahogada justo cuando dos vampiros de Luisiana abrieron las puertas del coche de forma tan coordinada que debía de estar ensayada. Melanie, la guardia vampira a la que conocí en la sede del centro de la reina, me cogió una mano para ayudarme a salir y me sonrió. Tenía mucho mejor aspecto que con el agobiante uniforme SWAT. Lucía un bonito vestido amarillo con zapato de tacón bajo. Ahora que no llevaba casco, pude ver que tenía el pelo corto, intensamente rizado y marrón claro.
Dio un largo y dramático suspiro cuando pasé junto a ella y luego puso cara de extasiada.
—¡Ay, ese olor a hada! —exclamó—. ¡Me desboca el corazón!
Le di una palmada cariñosa. Decir que me sorprendió hubiera sido quedarse corta. Los vampiros en general no son famosos por su sentido del humor.
—Bonito vestido —dijo Rasul—. Un poco atrevido, ¿eh?
—Nunca es demasiado atrevido para mí —dijo Chester—. Tiene una pinta de lo más sabrosa.
Pensé que no podía ser una coincidencia que los tres vampiros a los que conocí en la entrada de la sede la otra noche fuesen los mismos que estaban en la puerta durante la fiesta. Pero no alcanzaba a imaginar el significado. Los tres vampiros de Arkansas estaban callados, contemplando nuestras interacciones verbales con ojos gélidos. No estaban del mismo humor sonriente y relajado que sus compañeros.
Definitivamente, algo no encajaba. Pero con tanto oído agudo vampírico alrededor, no había nada que decir al respecto.
Quinn me cogió del brazo. Accedimos a un largo pasillo que parecía medir tanto como el edificio. Había una vampira de Threadgill en la entrada de lo que parecía la sala de recepción.
—¿Le gustaría consignar el bolso? —preguntó, evidentemente poco motivada al ser relegada a mera encargada de guardarropía.
—No, gracias —dije, temiendo que fuera a arrancármelo de debajo del brazo.
—¿Le importa que lo registre? —preguntó—. Escaneamos en busca de armas.
—Sookie —dijo Quinn, tratando de no sonar alarmado—. Tienes que dejarla que te registre el bolso. Es el procedimiento.
Lo atravesé con la mirada.
—Podrías habérmelo dicho —dije con sequedad.
La guardia de la puerta, que era una joven esbelta cuyas formas desafiaban el corte de sus pantalones blancos, me cogió el bolso con aire triunfal. Volcó su contenido sobre una bandeja y los escasos objetos chasquearon contra la superficie metálica: un compacto, un lápiz de labios, un diminuto tubo de pegamento, un pañuelo, un billete de diez dólares y un tampón dentro de un aplicador rígido, completamente recubierto de plástico.
Quinn no era tan poco sofisticado como para ponerse rojo, pero apartó la mirada discretamente. La vampira, que había muerto mucho tiempo antes de que las mujeres usaran esos objetos, me preguntó por su utilidad y luego asintió ante la explicación. Recompuso mi pequeño bolso de noche y me lo devolvió, indicando con un gesto de la mano que podíamos avanzar por el pasillo. Se volvió hacia los que venían detrás, una pareja de licántropos sesentones, antes de que saliéramos de la sala.
—¿En qué estás pensando? —preguntó Quinn con la más discreta de las voces mientras avanzábamos por el pasillo.
—¿Tenemos que pasar más filtros de seguridad? —pregunté con voz igual de agazapada.
—No lo sé. No veo ninguno por delante.
—Tengo que hacer algo —dije—. Espérame mientras encuentro el aseo para señoras más cercano. —Traté de decirle con la mirada y la presión de mi mano en su hombro que en unos minutos todo volvería a la normalidad, y eso deseaba yo sinceramente. Quinn no pareció muy contento con la idea, pero aguardó en la puerta del «aseo de señoras» (a saber lo que fue cuando el edificio aún era un monasterio) mientras yo me metía en uno de los apartados y hacía algunos ajustes. Antes de salir, remendado el vendaje de una de las muñecas, eché el envoltorio del tampón en una papelera. Mi bolso pesaba un poco más.
La puerta del final del pasillo daba a una sala muy amplia que fue en su día el refectorio de los monjes. Si bien la estancia aún tenía paredes de piedra y presentaba amplias columnas que sostenían la techumbre, tres a cada lado, el resto de la decoración era ahora bien distinto. El centro de la sala estaba despejado a modo de pista de baile, y el suelo era de madera. Había un estrado para los músicos, cerca de la mesa de los refrescos, y otro en el extremo opuesto de la sala para la realeza.
A los lados de la sala había sillas dispuestas en agrupaciones. Toda la estancia estaba decorada en blanco y azul, los colores de Luisiana. Una de las paredes tenía unos murales que representaban escenas del Estado: la escena de un pantano, que me dio escalofríos; una composición de Bourbon Street; un campo donde se cortaban árboles y se labraba la tierra y un pescador que tiraba de una red en la costa del Golfo. Pensé que todas las escenas mostraban a humanos, y me pregunté qué significado habría detrás. Luego me volví para mirar la pared que rodeaba la puerta por la que acababa de entrar, y vi el lado vampírico de la vida en Luisiana: un grupo de felices vampiros con violines bajo la barbilla, tocando sus notas; un oficial de policía vampiro patrullando el Barrio Francés; un guía vampiro conduciendo a los turistas por una de las ciudades de los no muertos. Me di cuenta de que no había vampiros acechando a los humanos, no había vampiros bebiendo nada. Era toda una declaración de relaciones públicas. Me pregunté si de verdad engañaría a alguien. Sólo había que sentarse a cenar a la misma mesa que unos vampiros para recordar lo diferentes que eran.
Pero eso no era lo que había venido a hacer. Miré en derredor buscando a la reina, y finalmente la vi, de pie junto a su marido. Llevaba puesto un vestido largo naranja de mangas largas que le confería un aspecto fabuloso. Puede que las mangas largas desentonaran un poco en la temperatura de la noche, pero los vampiros no notaban esas cosas. Peter Threadgill iba trajeado, y estaba igual de impresionante. Flor de Jade estaba justo detrás de él, con la espada enfundada a la espalda a pesar de llevar puesto un vestido rojo de lentejuelas (que, por cierto, le sentaba fatal). Andre, también armado, estaba en su puesto, detrás de la reina. Los hermanos Bert no podían andar muy lejos. Los localicé a ambos lados de una puerta que supuse que conducía a los aposentos privados de la reina. Ambos vampiros parecían muy incómodos en sus trajes; era como ver osos a los que hubieran obligado a ponerse zapatos.
Bill también estaba allí. Lo vi en una esquina lejana, alejado de la reina, y me estremecí de odio.
—Tienes demasiados secretos —se quejó Quinn, siguiendo la dirección de mi mirada.
—Estaré encantada de compartirlos contigo muy pronto —prometí, y nos unimos a la cola de recepción—. Cuando lleguemos a la pareja, adelántate a mí. Mientras hablo con la reina, distrae al rey, ¿vale? Luego, te lo contaré todo.
Primero llegamos al señor Cataliades. Supongo que ejercía de ministro de la reina. O quizá fiscal general fuese más apropiado.
—Me alegro de volver a verle, señor Cataliades —dije con mi tono social más correcto—. Tengo una sorpresa para usted —añadí.
—Quizá tenga que quedársela —dijo, con una cordialidad algo rígida—. La reina está a punto de celebrar su primer baile con el rey. Y todos estamos deseando ver el regalo que éste le ha hecho.
Miré alrededor y no vi a Diantha.
—¿Cómo está su sobrina? —pregunté.
—Mi sobrina superviviente —dijo, sombríamente— está en casa, con su madre.
—Es una lástima —respondí—. Debería estar aquí esta noche.
Se me quedó mirando, y el interés pareció aflorar en su mirada.
—Ciertamente —dijo.
—Me han dicho que alguien de por aquí paró a repostar gasolina el miércoles de la semana pasada, de camino a Bon Temps —expliqué—. Alguien con una espada larga. Tenga, deje que le meta esto en el bolsillo. Ya no lo necesito.
Cuando me aparté de él para encarar a la reina, me eché una mano a una muñeca herida. El vendaje había desaparecido.
Extendí mi mano derecha, y la reina se vio obligada a cogerla por su cuenta. Contaba con que la reina seguiría la costumbre humana de estrechar la mano, y sentí un hondo alivio cuando lo hizo. Quinn había pasado de la reina al rey, diciendo:
—Majestad, estoy seguro de que me recuerda. Fui el coordinador de su boda. ¿Resultaron las flores de su agrado?
No sin cierta sorpresa, Peter Threadgill volvió sus grandes ojos hacia Quinn. Flor de Jade puso los suyos donde iban los de su rey.
Tratando con todas mis fuerzas de que mis movimientos fuesen rápidos, pero no bruscos, presioné mi mano izquierda y lo que había en ella sobre la muñeca de la reina. Ella no se sobresaltó, pero creo que se lo pensó. Miró discretamente su muñeca para ver qué le había puesto, y sus ojos se cerraron, aliviados.
—Sí, querida, nuestra visita fue maravillosa —dijo, por decir—. Andre disfrutó tanto como yo. —Miró por encima de su hombro. Andre captó la señal y me hizo una leve reverencia, en honor a mis presuntos talentos como saqueadora. Me alegré tanto de acabar con ese viacrucis que le dediqué una sonrisa radiante, a lo que él pareció responder con una fugaz sombra de diversión. La reina alzó el brazo para indicarle que se acercara más, y él obedeció. De repente, Andre sonreía tan ampliamente como yo.
Flor de Jade se dejó distraer por el avance de Andre y su mirada siguió a la de él. Sus ojos se abrieron como platos y su expresión se resumió en una mueca en las antípodas de la sonrisa. De hecho, estaba furiosa. El señor Cataliades miraba la espada que reposaba a su espalda con rostro inexpresivo.
Seguidamente, Quinn fue despedido por el rey y me llegó el turno de rendirle homenaje a Peter Threadgill, monarca de Arkansas.
—Me han dicho que ayer tuviste una aventura en los pantanos —dijo, con voz fría e indiferente.
—Así es, señor. Pero creo que todo acabó bien —respondí.
—Me alegro de que hayas venido —dijo él—. Ahora que has terminado con los asuntos del apartamento de tu prima, presumo que regresarás a tu hogar.
—Oh, sí, lo antes posible —añadí. Era la pura verdad. Regresaría a casa, siempre que sobreviviera a la noche, a pesar de que en ese momento las probabilidades no pintasen muy bien. Había contado lo mejor que había podido, a pesar de la cantidad de gente presente, y había al menos veinte vampiros en la sala uniformados con los llamativos atavíos de Arkansas, y puede que un número similar de vampiros locales.
Me aparté, y la pareja de licántropos que habían entrado detrás de Quinn y de mí tomaron mi lugar. Pensé que era el vicegobernador de Luisiana, y esperé que tuviera un buen seguro de vida.
—¿Qué? —inquirió Quinn.
Lo arrastré a un rincón y lo acorralé suavemente contra la pared. Lo hacía para esconderme de cualquiera que pudiera leer los labios en la sala.
—¿Sabías que el brazalete de la reina había desaparecido? —pregunté.
Meneó la cabeza.
—¿Uno de los brazaletes de diamantes que le regaló el rey en su boda? —preguntó, con la cabeza gacha para impedir que nadie le leyera los labios.
—Sí, desaparecido —dije—, desde la muerte de Hadley.
—Si el rey supiera que el brazalete había desaparecido y pudiera obligar a la reina a confesar que se lo había regalado a su amante, tendría una base sólida para exigir el divorcio.
—¿Y qué sacaría de eso?
—¡Qué no sacaría…! Es un matrimonio de Estado vampírico y no hay vínculo más potente que ése. Creo que el contrato de matrimonio tenía treinta páginas.
Entonces lo comprendí mucho mejor.
Una vampira impecablemente ataviada con un vestido de noche verde y gris, adornado con brillantes flores plateadas levantó un brazo para llamar la atención del gentío. Poco a poco, todo el mundo quedó en silencio.
—Sophie-Anne y Peter les dan la bienvenida a su primera celebración conjunta —dijo la vampira con una voz tan musical y dulce que hubiera estado dispuesta a escucharla durante horas. Tenían que ficharla para presentar los Oscar. O quizá para el desfile de Miss América—. Sophie-Anne y Peter les invitan a que disfruten de la noche con el baile, la comida y la bebida. Nuestros anfitriones inaugurarán el baile con un vals.
A pesar de la reluciente apariencia, pensé que Peter se sentiría más cómodo con un baile menos formal, pero con una esposa como Sophie-Anne, era un vals o nada. Avanzó hacia ella, los brazos listos para recibirla, y, con su imponente voz de vampiro, dijo:
—Cariño, enséñales los brazaletes.
Sophie-Anne repartió entre los espectadores una sonrisa y levantó los brazos para que las mangas cayeran hacia atrás, y los dos enormes diamantes de los brazaletes gemelos arrancaron brillos a la luz de los candelabros y deslumbraron a los presentes.
Por un momento, Peter Threadgill se quedó quieto como una estatua, como si alguien le hubiese disparado con una pistola paralizante. Alteró su porte cuando avanzó hacia ella y le cogió una de las manos entre las suyas. Miró fijamente el brazalete, y a continuación soltó la mano para examinar el otro. Ése también superó su escrutinio visual.
—Maravilloso. —Y a tenor de sus colmillos extendidos, cualquiera hubiera dicho que estaba excitado ante su preciosa esposa—. Llevas los dos.
—Por supuesto —dijo Sophie-Anne—, querido. —Su sonrisa era tan sincera como la de él.
Y se pusieron a bailar, aunque por la forma de zarandearla, supe que su malhumor le estaba conquistando. Tenía un gran plan, y yo se lo había arruinado… Pero, gracias a Dios, no sabía de mi participación. Sólo sabía que, de alguna manera, Sophie-Anne había conseguido recuperar su brazalete y salvar la cara, y que él ya no tenía nada con lo que justificar cualesquiera que fuesen sus planes. Tendría que echarse atrás. Después de aquello, probablemente se pusiera a buscar otra forma de derrocar a su reina, pero al menos yo estaría fuera de la refriega.
Quinn y yo nos acercamos a la mesa de los refrescos, situada en el extremo sur de la amplia sala, junto a una de las anchas columnas. Allí había camareros dispuestos con cuchillos para cortar jamón o carne asada. La carne estaba apilada en recios hierros.
Olía de maravilla, pero yo estaba demasiado nerviosa como para pensar en comer. Quinn me trajo un vaso de ginger ale del bar. Observé a la pareja mientras bailaba, y esperé a que el cielo se nos cayese encima.
—¿No hacen una pareja maravillosa? —dijo una mujer de elegante vestido y pelo canoso. Me di cuenta de que era la que venía detrás de nosotros.
—Sí, es verdad —convine.
—Soy Genevieve Thrash —dijo—. Éste es mi marido, David.
—Es un placer —saludé yo—. Soy Sookie Stackhouse, y éste es mi amigo, John Quinn. —Quinn pareció sorprendido. Me preguntaba si de verdad sería su nombre de pila.
Los dos hombres, tigre y licántropo, se estrecharon la mano mientras Genevieve y yo seguimos mirando el baile.
—Su vestido es precioso —dijo Genevieve, dando toda la sensación de que hablaba con sinceridad—. Hace falta un cuerpo joven y bonito para llevarlo.
—Gracias por el cumplido —contesté—. Exhibo más de ese joven cuerpo de lo que me gustaría, pero ha conseguido usted que me sienta mejor.
—Sé que su compañero lo aprecia —dijo—, igual que ese joven de allí. —Hizo un sutil gesto con la cabeza y miré en la dirección que indicaba. Era Bill. Estaba muy elegante con su traje, pero el mero hecho de que estuviésemos en la misma habitación provocaba que algo en mi interior se retorciese de dolor.
—Intuyo que su marido es el vicegobernador —dije.
—No se equivoca.
—¿Y cómo es eso de ser la señora del vicegobernador? —pregunté.
Me contó unas cuantas anécdotas divertidas de la gente a la que había conocido siguiendo la carrera política de su marido.
—¿Y a qué se dedica su joven acompañante? —preguntó, con ese entusiasmado interés que a buen seguro había ayudado a su marido a ascender en los peldaños de la política.
—Es coordinador de eventos —dije, tras un instante de titubeo.
—Qué interesante —dijo Genevieve—. ¿Y usted trabaja?
—Oh, sí —respondí—. Soy camarera.
Aquello resultó un poco desconcertante para la mujer del político, pero no evitó que sonriera.
—Es usted la primera a la que conozco —dijo, alegre.
—Y usted es la primera esposa de vicegobernador que conozco —dije yo. Maldita sea, ahora que había entablado conversación, me caía bien, y me sentía responsable de ella. Quinn y David seguían charlando, y creo que la pesca era el tema estrella—. Señora Thrash —añadí—. Sé que es usted una licántropo, y que eso quiere decir que es muy dura, pero le voy a dar un consejo.
Me miró interrogativamente.
—Vale su peso en oro —dije.
Arqueó las cejas.
—Está bien —dijo lentamente—. Le escucho.
—En la siguiente hora, aquí va a pasar algo muy malo. Tanto, que mucha gente podría morir. Puede quedarse y pasárselo bien hasta entonces si quiere, pero cuando pase, se preguntará por qué demonios no me hizo caso. Por otro lado, puede marcharse, aduciendo que se encuentra indispuesta, y se puede ahorrar un mal momento.
Me miraba concienzudamente. Pude escucharla debatiendo interiormente si tomarme en serio o no. Yo no tenía pinta de ser una rara desquiciada. Tenía aspecto de una joven atractiva normal con un acompañante cañón.
—¿Me está amenazando? —inquirió.
—No, señora. Trato de salvarle el culo.
—Bailaremos primero —decidió Genevieve Thrash—. David, cariño, bailemos un poco y luego marchémonos. Tengo el peor dolor de cabeza que recuerdo. —David se sintió obligado a dar por finalizada su conversación con Quinn para llevar a su mujer a la pista y empezar a bailar junto a la regia pareja vampírica, que pareció aliviarse ante la compañía.
Empezaba a relajar mi postura de nuevo, pero una mirada de Quinn me recordó que tenía que estar muy recta.
—Me encanta el vestido —dijo—. ¿Bailamos?
—¿Te atreves con un vals? —Esperaba que no se me hubiese caído la mandíbula al suelo.
—Claro —contestó. No me preguntó si yo sabía bailarlo, aunque lo cierto es que me estuve fijando mucho en los pasos de la reina. Sé bailar. Cantar no, pero la pista de baile me encanta. Nunca me había enfrentado a un vals, pero pensé que podría hacerlo.
Era maravilloso sentir el brazo de Quinn rodeándome mientras me movía grácilmente por la pista. Por un momento, simplemente me olvidé de todo y disfruté mientras no le despegaba la mirada de encima, sintiéndome como suelen hacerlo las chicas mientras bailan con el hombre con quien saben que harán el amor, tarde o temprano. Los dedos de Quinn en contacto con mi espalda desnuda me provocaban hormigueos por todo el cuerpo.
—Tarde o temprano —dijo—, estaremos en una habitación con una cama, sin teléfonos, y la puerta estará cerrada con llave.
Le sonreí, y vi por el rabillo del ojo que los Thrash salían por la puerta discretamente. Crucé los dedos por que les hubieran llevado el coche a la entrada. Y ése fue el último pensamiento normal que tuve en un tiempo.
Una cabeza voló junto al hombro de Quinn. Iba demasiado deprisa para darme cuenta de quién era, pero me sonaba de algo. La cabeza fue dejando una estela de sangre tras su avance por el aire.
Emití un sonido que pudo interpretarse como un aborto de grito.
Quinn se paró en seco, aunque la música siguió sonando durante un buen rato. Miró en todas direcciones, tratando de establecer lo que estaba pasando y cómo podríamos salir de ello de una pieza. Había pensado que un baile no estaría mal, pero debimos habernos marchado con la pareja de licántropos. Quinn empezó a tirar de mí hacia un extremo del salón de baile, mientras decía:
—Espaldas contra la pared.
Así sabríamos de qué dirección venía el peligro; buena idea. Pero alguien pasó por el medio y separó nuestras manos.
Hubo muchos gritos y movimiento. Los gritos procedían de los licántropos y otros seres sobrenaturales que habían sido invitados a la fiesta, y el movimiento era monopolio casi exclusivo de los vampiros, que buscaban a sus respectivos aliados en medio del caos. Ahí fue donde la horrible ropa de los seguidores del rey surtió su utilidad. Con una simple mirada bastaba para identificar a los seguidores del rey. Claro que aquello los convirtió también en objetivos fáciles, si es que no te caían bien el rey y sus secuaces.
Un vampiro delgado y negro con trenzas se había sacado de la nada una espada de hoja curva. La hoja estaba ensangrentada, y pensé que Trenzas era el decapitador. Lucía uno de esos trajes horribles, así que lo clasifiqué como alguien con quien no quería toparme. Si podía contar con aliados allí, ninguno trabajaba para Peter Threadgill. Me escondí detrás de una de las columnas del extremo occidental del refectorio, y estaba tratando de idear la forma más segura de salir de la estancia cuando mi pie golpeó algo que rodó. Era la cabeza de Wybert. Durante una fracción de segundo, me pregunté si aún podría moverse o hablar, pero las decapitaciones suelen ser bastante definitivas, seas de la especie que seas.
—Oh —sollocé, y decidí que más me valía mover el trasero, o acabaría como Wybert, al menos en un aspecto esencial.
Las peleas se habían extendido por toda la sala. No había visto el incidente que las provocó, pero algún pretexto le había servido al vampiro negro para sacar su espada y cortarle la cabeza a Wybert. Dado que Wybert era uno de los guardaespaldas personales de la reina, y que Trenzas formaba parte del séquito del rey, la decapitación podía considerarse como un acto muy decisivo.
La reina y Andre se encontraban espalda con espalda en el centro de la pista. Andre sostenía una pistola en una mano y un cuchillo largo en la otra, mientras que la reina se había hecho también con un cuchillo de trinchar del bufé. Les rodeaba un círculo de trajes blancos, y cada vez que uno caía, otro venía a sustituirlo. Era como la última batalla de Custer, encarnado éste en esta ocasión por la propia reina. Sigebert también estaba recibiendo su ración de acoso, y los miembros de la orquesta, en parte licántropos o cambiantes, y en parte vampiros, se habían dispersado. Algunos se sumaban al combate, mientras que otros trataban de huir. Estos últimos empezaban a atascar la puerta que conducía al largo pasillo. El tapón estaba servido.
El rey se defendía del ataque de mis tres amigos, Rasul, Chester y Melanie. Estaba segura de que encontraría a Flor de Jade a su espalda, pero me alegró ver que ella lidiaba con sus propios problemas. El señor Cataliades hacía todo lo que podía para… bueno, básicamente tocarla. Ella no dejaba de atajar sus intentos con su enorme espada, la misma que había cortado a Gladiola en dos, pero ninguno de los dos parecía que iba a dar su brazo a torcer a corto plazo.
Justo entonces, caí redonda al suelo y me quedé sin aliento durante un instante. Traté de incorporarme, pero noté que me apresaban la mano. Estaba atorada bajo un cuerpo.
—Te tengo —dijo Eric.
—¿Qué demonios estás haciendo?
—Protegiéndote —dijo. Sonreía con el frenesí de la batalla, y sus ojos azules relucían como zafiros. A Eric siempre le encantaba una buena pelea.
—No veo que nadie me haya atacado —dije—. Diría que la reina te necesita más que yo, pero gracias de todos modos.
Entusiasmado por la oleada de excitación, Eric me propinó un prolongado beso y cogió la cabeza inerte de Wybert.
—Vampibolos —dijo alegremente, y lanzó el repugnante objeto contra la espalda del vampiro negro con tal precisión y fuerza que consiguió tirarle la espada de la mano. Eric saltó sobre el arma con un poderoso salto, y, con un movimiento dotado de la misma fuerza, la esgrimió contra su propietario con mortal eficacia. Con un grito de guerra que no se escuchaba desde hacía mil años, Eric arremetió contra el círculo que rodeaba a la reina y a Andre con un salvajismo y un abandono que casi resultaban bellos, a su manera.
Un cambiante que buscaba otra forma de salir de la sala se tropezó conmigo con la fuerza suficiente como para desplazarme de mi posición, relativamente segura. De repente, hubo demasiadas personas entre la columna y yo, y el camino para volver estaba bloqueado. ¡Maldición! Podía ver la puerta que Wybert y su hermano habían estado custodiando. Se encontraba al otro lado de la sala, pero era el único paso libre. Cualquier forma de salir de ese sitio era buena. Empecé a deslizarme por las paredes para alcanzarla, tratando de evitar el peligro de los espacios abiertos.
Uno de los de los trajes blancos saltó para interponerse en mi camino.
—¡Tienes que venirte con nosotros! —aulló. Era un vampiro joven, incluso en un momento así se desprendía esa idea. Había conocido las comodidades de la vida moderna. Mostraba todas las señales de ello: dientes muy rectos alineados por aparato odontológico, un porte fornido derivado de la nutrición moderna, huesos recios y buena altura.
—¡Mira! —dije, y me aparté un lado del sostén. Miró, a Dios gracias, y le di una patada en los testículos con tal fuerza, que temí que se le fueran a salir por la boca. Eso debería tumbar a un hombre hecho y derecho, fuera cual fuera su naturaleza. El vampiro no fue ninguna excepción. Lo rodeé rápidamente para alcanzar la pared oriental, donde se encontraba la puerta.
Estaba aproximadamente a un metro, cuando alguien me agarró del pie y me tiró al suelo. Me escurrí en un charco de sangre y aterricé en él de rodillas. Por el color, supe que era sangre de vampiro.
—Puta —dijo Flor de Jade—. Zorra. —Creo que nunca la había oído hablar antes. La verdad es que podría haber vivido sin haberlo hecho. Empezó a tirar de mí, mano sobre mano, para acercarme a sus colmillos extendidos. No se levantaría para matarme, porque le faltaba una de las piernas. Casi vomité, pero me centré más en zafarme de su presa. Arañé la puerta con las manos y traté de apoyarme con las rodillas para apartarme de la vampira. No sabía si Flor de Jade podría morir de una herida tan grave como ésa. Los vampiros pueden sobrevivir a un montón de cosas que matarían a un ser humano, lo cual formaba gran parte de la atracción… «¡Echa el resto, Sookie!», me dije con fiereza.
El shock debió de darme fuerzas.
Extendí la mano y conseguí aferrar el marco de la puerta. Tiré con todas mis fuerzas, pero no había manera de librarse de la mano de Flor de Jade. Sus dedos empezaban a atravesar la piel de mi tobillo. No tardaría en romperme los huesos, y entonces sí que no sería capaz de caminar.
Con la pierna libre, empecé a patear la cara de la pequeña mujer asiática. Lo hice una y otra vez. Su nariz y sus labios sangraban profusamente, pero no me soltaba. Creo que ni siquiera notaba los golpes.
Entonces Bill saltó sobre su espalda, aterrizando con una fuerza suficiente como para romperle la columna. Relajó la mano que apresaba mi tobillo. Me aparté a rastras mientras él blandía un cuchillo de trinchar, muy parecido al que la reina sostenía, y lo hundió en el cuello de Flor de Jade, de lado a lado. Su cabeza se desprendió del cuerpo y se me quedó mirando.
Bill no dijo nada. Se limitó a darme esa prolongada y oscura mirada. Desapareció. Yo tenía que hacer lo mismo.
Los aposentos de la reina estaban a oscuras. Eso no era nada bueno. Más allá de donde llegaba la luz de la sala de baile, a saber lo que rondaba por allí.
Tenía que haber una salida al exterior desde allí. La reina no dejaría que la acorralaran así como así. Tenía que haber una forma de salir. Si mal no recordaba la orientación del edificio, tenía que alcanzar la pared opuesta.
Acumulé fuerzas y me decidí a atravesar la estancia directamente. Ya estaba bien de arrastrarse por las paredes. Al infierno con ello.
Y, para mi sorpresa, funcionó, hasta cierto punto. Atravesé una estancia (un salón, supuse) antes de llegar a lo que debía de ser el dormitorio de la reina. El susurro de un movimiento volvió a activar mis temores, y me precipité hacia la pared para encender el interruptor de la luz. Al hacerlo, descubrí que me encontraba en la habitación con Peter Threadgill. Estaba encarado hacia Andre y había una cama entre los dos. Sobre la cama, estaba la reina, que había sido herida de gravedad. Andre ya no tenía su espada, pero Peter Threadgill tampoco. Lo que sí tenía Andre era una pistola, y cuando encendí la luz le disparó al rey en la cara. Dos veces.
Había una puerta detrás del cuerpo de Peter Threadgill. Tenía que ser la que conducía al exterior. Empecé a deslizarme por la habitación, apretando la espalda contra la pared. Nadie me prestó la mínima atención.
—Andre, si lo matas —dijo la reina con bastante calma—, tendré que pagar una gran multa. —Se estaba presionando un costado con la mano, su maravilloso vestido naranja ahora era negro y estaba humedecido por la sangre.
—Pero ¿acaso no merecería la pena, mi señora?
La reina meditó en silencio durante un momento, mientras yo desbloqueaba seis cerrojos.
—En líneas generales, sí —dijo la reina—. A fin de cuentas, el dinero no lo es todo.
—Oh, bien —respondió Andre, feliz, y alzó la pistola. Tenía una estaca en la otra mano. No me quedé a ver cómo Andre terminaba el trabajo.
Atravesé el césped con mis zapatos de noche verdes. Por increíble que pareciera, los zapatos seguían intactos. De hecho, estaban en mejor forma que mi tobillo, que había resultado bastante lastimado a manos de Flor de Jade. Tras dar diez pasos, me vi cojeando.
—Cuidado con el león —gritó la reina, y me di la vuelta para ver que Andre la llevaba a cuestas fuera del edificio. Me pregunté de qué lado estaría el león.
Entonces, el enorme felino apareció justo delante de mí. Un minuto antes, mi ruta de escape había estado despejada, y ahora tenía delante a todo un león. Las luces de seguridad exteriores estaban apagadas, y bajo la luz de la luna la bestia parecía tan bella y mortal que mis pulmones impregnaron el aire con miedo.
El león emitió un sonido grave y gutural.
—Vete —dije. No tenía nada con lo que enfrentarme a un león, y estaba al límite de mis fuerzas—. ¡Vete! —grité—. ¡Lárgate de aquí!
Y se coló entre los arbustos.
No creo que sea el comportamiento típico de un león. Puede que hubiera olido al tigre acercarse, porque, uno o dos segundos más tarde, apareció Quinn, moviéndose como una enorme y silenciosa ensoñación sobre el césped. Quinn frotó su enorme cabeza contra mí, y los dos nos dirigimos hacia el muro. Andre depositó en el suelo a su reina y saltó hacia el muro con grácil facilidad. Arrancó con las manos una porción de alambre de espino, con la magra protección de su abrigo retorcido. Luego, volvió a bajar y cogió en brazos a la reina con sumo cuidado. Se encogió y, de un salto, sorteó el muro.
—Bueno, eso no puedo hacerlo yo —dije, e incluso a mí me pareció un tono gruñón—. ¿Puedo subirme a tu lomo? Me quitaré los tacones. —Quinn se quedó junto al muro y yo deslicé el dedo por las tiras de las sandalias. No quería dañar al tigre poniendo demasiado peso en su lomo, pero también deseaba salir de allí más que nada en el mundo. Así que, tratando de pensar de forma optimista, cogí impulso desde el lomo del tigre y finalmente conseguí agarrarme al tope del muro. Miré hacia abajo. Parecía que había una buena distancia hasta la acera.
Pensando en cómo había ido la noche, me pareció un poco tonto preocuparse por una caída de unos metros. Pero me senté sobre el muro, repitiéndome en varias ocasiones y durante un largo momento que era una estúpida. Luego, conseguí girarme sobre el estómago y me colgué todo lo que pude, diciendo:
—¡Uno, dos, tres! —Y me dejé caer.
Me quedé allí tirada durante un par de minutos, pasmada ante el desenlace de la velada.
Allí me encontraba, tirada sobre una acera del casco viejo de Nueva Orleans, con los pechos colgando fuera del vestido, el pelo alborotado, las sandalias al hombro y un enorme tigre lamiéndome la cara. Quinn había conseguido saltar con relativa facilidad.
—¿Qué crees que sería mejor, ir por ahí como un tigre o como un hombre desnudo? —le pregunté—. Porque, de cualquiera de las formas, es muy probable que atraigas la atención. Yo, personalmente, creo que tendrás más probabilidades de que te peguen un tiro con forma de tigre.
—Eso no será necesario —dijo una voz, y Andre se asomó por encima de mí—. La reina y yo tenemos un coche, y os llevaremos adondequiera que os venga bien.
—Es todo un detallazo —respondí, mientras Quinn volvía a transformarse.
—Su Majestad se siente en deuda con vosotros —dijo Andre.
—Yo no lo veo así —dije. ¿Por qué me había dado por ser tan honesta? ¿Es que no podía mantener mi boquita cerrada?—. Después de todo, si no hubiera encontrado el brazalete y no se lo hubiera devuelto, el rey habría…
—Habría iniciado una guerra esta noche de todas formas —añadió Andre, ayudándome a ponerme en pie. Extendió una mano, y, de forma bastante impersonal, volvió a meter mi pecho derecho en el exiguo tejido verde lima del vestido—. Habría acusado a la reina de romper su parte del contrato, que dice que los regalos deben mantenerse como símbolos de honor del matrimonio. Habría iniciado una causa contra la reina, y ella lo habría perdido casi todo y habría quedado deshonrada. Él estaba dispuesto de uno u otro modo, pero al ver que la reina llevaba el segundo brazalete, tuvo que optar por la violencia. Ra Shawn la inició al decapitar a Wybert por haberse tropezado con él. —Di por sentado que Ra Shawn era el verdadero nombre de Trenzas.
No estaba segura de haberlo comprendido todo, pero lo que tenía claro era que Quinn me lo podría explicar mejor cuando tuviese más neuronas disponibles.
—¡Estaba tan decepcionado cuando vio que llevaba los dos brazaletes! ¡Y era el de verdad! —dijo Andre, felizmente. Se estaba convirtiendo en un torrente de parloteo. Me ayudó a llegar al coche.
—¿Dónde estaba? —preguntó la reina, que estaba estirada sobre uno de los asientos. Había dejado de sangrar, y sólo la tensión de los labios indicaba que el dolor seguía ahí.
—Estaba en la lata de café que parecía sellada —dije—. Hadley era muy buena con las manualidades. Abrió la lata con sumo cuidado, metió el brazalete y la volvió a sellar con una pistola de pegamento. —Había mucho más que explicar, sobre el señor Cataliades, Gladiola y Flor de Jade, pero estaba demasiado cansada para ello.
—¿Cómo burlaste los registros? —preguntó la reina—. Estoy segura de que los guardias lo buscaban.
—Llevaba el brazalete puesto, debajo del vendaje —dije—. El diamante destacaba demasiado, así que lo quité y lo metí en una funda de tampón. La vampira que me registró no pensó en abrir el tampón, y tampoco tenía mucha idea del aspecto que debía tener, ya que hará siglos que no tiene la regla.
—Pero me lo pusiste entero —dijo la reina.
—Oh, fui al aseo una vez que ya me habían registrado el bolso. También llevaba un pequeño tubo de pegamento rápido.
La reina no parecía saber qué decir.
—Gracias —dijo, al cabo de una larga pausa. Quinn se había subido con nosotros en la parte de atrás, desnudo. Me apoyé contra él. Andre se subió en el asiento del conductor y salimos de allí.
Nos dejó en la entrada del patio. Amelia estaba sentada en su tumbona con una copa de vino en la mano.
Cuando aparecimos, dejó el vaso muy lentamente y nos miró de arriba abajo.
—Vale, no sé cómo reaccionar —dijo finalmente. El coche maniobró para salir. Andre se llevaba a la reina a lugar seguro. No pregunté adonde, porque no quería saberlo.
—Te lo contaré mañana —dije—. El camión de la mudanza estará aquí mañana por la tarde, y la reina me ha prometido que habría gente para cargarlo y conducirlo. Tengo que volver a Bon Temps.
La perspectiva de volver a casa era tan dulce, que casi pude paladearla.
—¿Tienes muchas cosas que hacer en casa? —preguntó Amelia mientras Quinn y yo enfilábamos la escalera. Pensé que Quinn podría dormir en la misma cama que yo. Estábamos demasiado cansados para pensar en otra cosa; no era la mejor noche para empezar una relación, si no la había empezado ya. Puede que así fuera.
—Bueno, tengo que asistir a un montón de bodas —contesté—. Y tengo que volver al trabajo.
—¿Tienes cuarto de invitados libre?
Me detuve a medio camino.
—Es posible. ¿Lo necesitarías?
Era difícil de precisar en la penumbra, pero Amelia parecía algo avergonzada.
—He intentado algo nuevo con Bob —dijo—, y la verdad es que no ha funcionado como esperaba.
—¿Dónde está? —pregunté—. ¿En el hospital?
—No, está aquí —dijo, señalando al gnomo del jardín.
—Dime que estás bromeando —dije.
—Estoy bromeando —dijo—. Ése es Bob. —Y cogió a un gran gato negro con el pecho blanco que había estado enrollado en una maceta vacía. Ni siquiera me había dado cuenta de su presencia—. ¿No es mono?
—Claro, que se venga, siempre me han gustado los gatos.
—Pequeña —dijo Quinn—. Me alegro de que digas eso. Estaba demasiado cansado como para transformarme por completo.
Por primera vez, miré de verdad a Quinn.
Ahora tenía cola.
—Definitivamente duermes en el suelo —dije.
—Ah, pequeña.
—No es broma. Mañana volverás a ser humano del todo, ¿verdad?
—Claro. Me he transformado demasiadas veces últimamente. Sólo necesito descanso.
Amelia miraba la cola con los ojos redondos como platos.
—Hasta mañana, Sookie —dijo—. Mañana tendremos un viajecito por carretera, ¡y me quedaré contigo un tiempo!
—Nos lo pasaremos muy bien —respondí, terminando de subir la escalera como pude y profundamente feliz por haber guardado las llaves del apartamento en mi ropa interior. Quinn estaba demasiado cansado como para mirarme mientras las sacaba. Dejé que partes del vestido se me cayeran mientras abría la puerta.
—Qué divertido.
Más tarde, después de que Quinn y yo hubiéramos pasado por la ducha, uno después del otro, oí que llamaban insistentemente a la puerta. Estaba presentable con mis pantalones de dormir y mi camiseta de tirantes. A pesar de que lo que más me apetecía era ignorar la llamada, abrí la puerta.
Bill tenía muy buen aspecto para alguien que ha luchado en una guerra. No podría volver a ponerse el traje, pero no estaba sangrando, y si había sufrido cortes, ya se habían curado.
—Tengo que hablar contigo —dijo, y su voz era tan tranquila y relajada que no pude por menos que dar un paso fuera del apartamento. Me senté en el suelo de la galería, y él se sentó conmigo—. Tienes que dejar que te diga esto una vez —añadió—. Te amé. Te amo.
Alcé una mano en protesta, pero siguió hablando:
—No, déjame terminar —dijo—. Ella me envió, es verdad. Pero cuando te conocí, cuando supe cómo eras, te…, te quise de verdad.
¿Cuánto tiempo pasaría, desde que me llevó a la cama por primera vez, hasta que surgió ese amor? ¿Cómo iba a creerle después de haberme mentido de forma tan convincente, incluso desde el primer momento que nos vimos, desempeñando el papel de desinteresado mientras leía mi fascinación por el primer vampiro que conocía?
—He arriesgado la vida por ti —dije, notando cómo las palabras me salían en una secuencia irregular—. Le he dado a Eric un poder eterno sobre mí, por tu bien, cuando tomé su sangre. He matado por ti. No son cosas que yo suela dar por sentado, aunque a ti sí te pase…, aunque eso suponga el día a día de tu existencia. Para mí no es así. No sé si algún día podré dejar de odiarte.
Me levanté lentamente. Supuso un alivio el que no intentara ayudarme.
—Es posible que me hayas salvado la vida esta noche —le dije, mirando hacia abajo—, y te estoy agradecida por ello. Pero no vuelvas al Merlotte's, no merodees por mi bosque y no hagas nada más por mí. No quiero volver a verte.
—Te quiero —dijo, tozudo, como si se tratase de un hecho tan asombroso, de una verdad tan innegable, que tuviera que creérmelo. Bueno, lo hice en su momento, y mirad dónde me ha llevado.
—Esas palabras no son como una fórmula mágica —dije—. No te abrirán mi corazón.
Bill tenía más de ciento treinta años, pero en ese momento no me sentí menos que él. Me arrastré al interior, cerré la puerta y eché el pestillo. Recorrí el pasillo hasta el dormitorio.
Quinn se estaba secando y se volvió para mostrarme su musculoso trasero.
—Sin rastro de pelaje —dijo—. ¿Puedo compartir la cama contigo?
—Sí —respondí, y me metí. Él hizo lo propio por el otro lado y se quedó dormido al cabo de medio minuto. Al cabo de uno o dos, me deslicé junto a él y posé la cabeza sobre su pecho.
Y escuché el latido de su corazón.