21

En cuanto supimos lo que íbamos a hacer, Quinn se mostró implacable. Como nuestra situación no podía ser más lamentable de lo que ya era, decidió que no sería mala idea empezar a moverse. Mientras yo me limitaba a seguirle y a permanecer fuera de su camino, él empezó a explorar la zona con el olfato. Al final, se cansó de ir agachado y dijo:

—Voy a transformarme. —Se desnudó rápida y eficazmente, enrollando la ropa en un bulto compacto, aunque empapado, que me entregó. Me alegré de comprobar que todas las suposiciones que me había hecho sobre el cuerpo de Quinn eran correctas. Empezó a quitarse la ropa sin el menor titubeo, pero cuando se percató de que le estaba mirando, se quedó quieto para que me despachara a gusto. A pesar de la oscuridad y la intensa lluvia, merecía la pena. El cuerpo de Quinn era una obra de arte, aunque llena de cicatrices. Era un gran bloque de músculos, del tobillo al cuello.

—¿Te gusta lo que ves? —preguntó.

—Madre de Dios —dije—. Tienes mejor pinta que un Happy Meal para un crío de tres años.

Quinn me lanzó una amplia y satisfecha sonrisa. Se inclinó para echarse al suelo. Supe lo que vendría a continuación. El aire alrededor de Quinn empezó a brillar y a temblar, y, rodeado de esa atmósfera, comenzó a cambiar. Los músculos se desgranaron, se estiraron y se transformaron, los huesos cambiaron y el pelaje emergió de su interior, aunque sabía que eso no era posible, que era una ilusión. El sonido que lo acompañó todo era terrible. Era como si alguien chapoteara en fluidos densos, pero con huesos sólidos en la mezcla, como si alguien removiera un cuenco lleno de pegamento, piedras y huesos.

Cuando terminó, tuve delante a un tigre.

Si Quinn era un hombre de indecible atractivo cuando estaba desnudo, era un tigre igualmente impresionante y bello. Su pelaje era de un intenso naranja salpicado de rayas negras, con toques de blanco en la panza y la cara. Tenía los ojos sesgados y dorados. Mediría más de dos metros de largo y casi uno de alto en la cruz. Me maravillaba lo grande que era. Tenía las zarpas completamente desplegadas y eran tan grandes como platos. Sus orejas redondeadas eran sencillamente monísimas. Caminó hacia mí silenciosamente, con una gracia atípica de esas dimensiones. Frotó su enorme cabeza contra mí, logrando casi tirarme al suelo, y ronroneó. Parecía un contador Geiger en pleno yacimiento radiactivo.

Su denso pelaje resultaba aceitoso al tacto, así que imaginé que estaría bien protegido contra la humedad. Lanzó un bufido, y el pantano se sumió en el silencio. Nadie diría que la vida animal de Luisiana reconocería el sonido de un tigre, ¿verdad? Pero así fue, y todo bicho se calló y se escondió.

No solemos tener los mismos requisitos de espacio con los animales que tenemos con los humanos. Me arrodillé junto al tigre que había sido Quinn, le rodeé el cuello con los brazos y lo abracé. Resultaba un poco perturbador que oliese tanto a tigre de verdad, así que me obligué a aceptarlo, a pensar que Quinn estaba dentro de ese tigre. Y nos dispusimos a salir del pantano.

Era asombroso ver cómo el tigre marcaba su nuevo territorio (no es algo que una espere ver hacer a su novio), pero concluí que sería ridículo molestarse por ello. Además, ya tenía bastante en lo que pensar con seguir el paso del tigre. Mientras él buscaba rastros de olor, cubrimos mucho terreno. Cada vez estaba más cansada. Mi sentido del asombro se fue desvaneciendo, para quedarme la única certeza de que estaba sencillamente mojada, helada, hambrienta y cabreada. Si hubiese tenido a alguien meditando justo a mis pies, no sé si mi mente habría captado los pensamientos.

Entonces, el tigre se quedó quieto como una estatua, husmeando el aire. Su cabeza se movió, sus orejas se crisparon, palpando en una dirección concreta. Se volvió para mirarme. Aunque los tigres no pueden sonreír, percibí una oleada de triunfo desde el gran felino. El tigre volvió la cabeza hacia el este, volvió a mirarme, y, de nuevo, encaró el este. Era un «sígueme» más claro que el agua.

—Vale —dije, y le puse la mano en el lomo.

Nos pusimos en marcha. El viaje por el pantano duró una eternidad, aunque más tarde calculé que «eternidad», en este caso, resultó ser alrededor de media hora. Poco a poco, el terreno se fue haciendo más sólido. Por fin nos encontrábamos en un bosque, y no en un cenagal.

Supuse que habíamos llegado cerca de donde querían ir los secuestradores cuando la furgoneta cogió el camino a la derecha. No me equivocaba. Cuando llegamos al linde del claro que rodeaba la pequeña casa, nos encontrábamos al este de ésta, que estaba orientada hacia el norte. Podíamos ver los jardines delantero y trasero. La furgoneta donde nos habían llevado estaba aparcada en la parte de atrás. En el pequeño claro había un coche, un sedán GMC.

La propia casa era como cualquier otra de la América rural. Era cuadrada, de madera, pintada en tono oscuro, con contraventanas verdes y columnas del mismo color para soportar el tejado sobre el diminuto porche. Los dos de la furgoneta, Clete y George, estaban apiñados en el exiguo cobijo, por inadecuado que fuera.

La estructura homologa de la parte trasera era una pequeña plataforma que salía de la puerta de atrás, lo suficientemente grande como para albergar una parrilla de gas y una fregona. Estaba a merced de los elementos, elementos que, por cierto, se dirigían a la ciudad.

Coloqué la ropa y los zapatos de Quinn junto a una mimosa. El tigre retrajo los labios cuando olió a Clete. Sus largos dientes eran tan aterradores como los de un tiburón.

La tarde lluviosa había hecho bajar las temperaturas. George y Clete temblaban en la fría humedad de la noche. Ambos estaban fumando. Los dos licántropos, en forma humana y fumando, no habrían tenido mejor sentido del olfato que un humano corriente. No mostraron señal alguna de percatarse de la presencia de Quinn. Pensé que reaccionarían de forma bastante dramática si captasen el olor de un tigre al sur de Luisiana.

Avancé entre los árboles hasta el claro, muy cerca de la furgoneta. Me deslicé rodeándola y repté hasta el lado del copiloto. Estaba abierta, y pude ver la pistola paralizante. Ese era mi objetivo. Respiré hondo y abrí la puerta, con la esperanza de que la luz que se encendió en el vehículo no atrajese la atención de nadie que mirase por la ventana trasera de la casa. Cogí la pistola de entre un montón de cosas que había entre los dos asientos delanteros. Cerré la puerta de la furgoneta con todo el silencio que fue posible. Afortunadamente, la lluvia pareció amortiguar el ruido. Lancé un tembloroso suspiro de alivio al ver que no pasaba nada. Después, volví a arrastrarme hacia el linde del claro y me arrodillé junto a Quinn.

Me lamió la mejilla. Agradecí el afecto del gesto, a pesar del aliento de tigre, y le rasqué la cabeza (por alguna razón, besarle el pelaje no me atraía demasiado). Hecho eso, señalé la ventana de la izquierda que daba al oeste, que debía ser la del salón. Quinn no asintió o me hizo chocar los cinco, lo cual habría sido un gesto de lo más atípico para un tigre, pero supongo que esperaba que me diese algún tipo de luz verde por su parte. Simplemente se me quedó mirando.

Con paso cauto, salí al claro, me dirigí hacia la casa y me acerqué a la ventana de la que salía luz. No me apetecía que nadie me viera aparecer como si saliera de una caja de sorpresas, así que me pegué a uno de los lados y me deslicé hasta poder asomarme por una esquina de la ventana. Los Pelt estaban sentados en un viejo sofá de dos plazas que sería de los sesenta, y su lenguaje corporal delataba su descontento. Su hija Sandra deambulaba de un lado a otro delante de ellos, aunque tampoco es que hubiese tanto espacio para esa exhibición. Era un salón muy pequeño, un sitio que sólo sería cómodo para un par de personas. Los Pelt iban vestidos como si fueran a ir a un una sesión fotográfica de Lands' End, mientras que Sandra iba más aventurera, con sus pantalones ajustados y un llamativo suéter a rayas y mangas cortas. Iba más bien uniformada para salir a la caza de chicos monos al centro comercial que para torturar a un par de personas. Pero, sin duda, la tortura era algo que había planeado. En un rincón había una silla de espalda recta llena de correas y esposas. También había un rollo de cinta aislante cerca, lo cual me resultó de lo más familiar.

Había estado muy tranquila hasta que lo vi.

No sabía si los tigres pueden contar, pero levanté tres dedos, por si Quinn estaba mirando. Lenta y cuidadosamente, me agaché y cogí dirección sur hasta que estuve debajo de la segunda ventana. Empezaba a sentirme bastante orgullosa de mis habilidades de infiltración, que debían avisarme antes de un potencial desastre. Pero el orgullo es la madre del desastre.

Aunque la ventana estaba a oscuras, cuando me incorporé me topé con unos ojos mirando desde el otro lado del cristal. Pertenecían a un hombre moreno con perilla. Estaba sentado a una mesa, justo delante de la ventana, y sostenía una taza de café. Con la sorpresa, la dejó caer sobre la mesa, y el líquido caliente le salpicó las manos, el pecho y la barbilla.

Lanzó un grito, aunque no estaba segura de si pronunció palabras coherentes. Oí un tumulto en la puerta delantera y la estancia adyacente.

Bueno… ufff.

Doblé la esquina de la casa en dirección a la pequeña plataforma antes de poder decir «pies, para qué os quiero». Abrí de golpe la puerta de mosquitera y empujé la de madera, para entrar en la cocina con la pistola paralizante en la mano. El hombrecillo aún se estaba frotando la cara con un paño cuando le alcancé de un disparo. Cayó al suelo como un saco de patatas. ¡Caramba!

Pero no había forma de recargar la pistola, según pude descubrir cuando Sandra Pelt, que tenía la ventaja de estar ya de pie, cargó hacia la cocina con los dientes por delante. La pistola no surtió ningún efecto en ella, y se me echó encima como…, bueno, como una loba enfurecida.

Aun así, todavía estaba en su forma humana, mientras yo me sentía desesperada e iracunda.

He presenciado al menos dos docenas de peleas de bar, desde escaramuzas de medio pelo hasta luchas de morder el polvo, y sé cómo defenderme. En ese momento, estaba dispuesta a hacer lo que fuera necesario. Sandra era una arpía, pero era más ligera que yo y tenía menos experiencia. Después de algún que otro forcejeo, puñetazo y tirón de los pelos que se sucedieron en un abrir y cerrar de ojos, me encontré sobre ella, bloqueándola contra el suelo. Aulló y se agitó, pero no pudo alcanzarme el cuello, y yo estaba lista para propinarle un golpe de cabeza en caso necesario.

—¡Déjame entrar! —gritó una voz desde atrás—. ¡Déjame entrar! —Y di por sentado que era Quinn, que se encontraba detrás de alguna puerta.

—¡Entra ya! —dije—. ¡Necesito ayuda!

Ella no paraba de retorcerse debajo de mí, y yo no me atrevía a aflojar la presa.

—Escucha, Sandra —jadeé—. ¡Quédate quieta, maldita sea!

—Que te jodan —gruñó, redoblando sus esfuerzos.

—Esto es bastante excitante —dijo una voz familiar, y vi a Eric mirándonos desde sus amplios ojos azules. Tenía un aspecto inmaculado, impecable en sus pantalones vaqueros y su camisa de vestir almidonada, con rayas azules y blancas. Su melena rubia refulgía limpia (ésa era la parte más envidiable) y seca. Lo odié a muerte. Me sentí infinitamente fastidiada.

—No me vendría mal algo de ayuda —espeté.

—Claro, Sookie —repuso él—, aunque estoy disfrutando del numerito. Suelta a la chica y levántate.

—Sólo si estás listo para la acción —dije, con el aliento entrecortado por el esfuerzo de mantener a Sandra.

—Yo siempre estoy listo para la acción —contestó Eric con una brillante sonrisa—. Sandra, mírame.

Era demasiado lista para caer en eso. Sandra cerró los ojos con fuerza y pugnó con más fuerza si cabe. Al instante siguiente, liberó una de sus manos y la echó hacia atrás para ganar impulso y lanzar un puñetazo. Pero Eric se puso de rodillas y la interceptó antes de que me alcanzara en la cabeza.

—Ya basta —dijo con un tono completamente distinto, y sus ojos se abrieron de repente, sorprendidos. Aunque aún no podía establecer contacto visual, di por sentado que se encargaría de ella. Me aparté de la licántropo y me quedé tumbada de espaldas en lo poco que quedaba de suelo libre en la cocina. El señor pequeño y moreno (además de quemado y aturdido), que intuí era el dueño de la casa, yacía junto a la mesa.

Eric, que casi estaba teniendo los mismos problemas que yo con Sandra, usaba gran parte del espacio disponible. Exasperado con la licántropo, adoptó una solución sencilla: retorció el puño que había interceptado y la hizo gritar. Y así la calló e hizo que dejara de forcejear.

—Eso no es justo —dije, luchando contra una oleada de agotamiento y dolor.

—Todo vale —dijo tranquilamente.

No me gustó cómo sonaba aquello.

—¿De qué estás hablando? —pregunté. Meneó la cabeza. Volví a intentarlo—. ¿Dónde está Quinn?

—El tigre se ha encargado de los dos secuestradores —respondió Eric, con una desagradable sonrisa—. ¿Te gustaría ir a ver?

—No especialmente —dije, y volví a cerrar los ojos—. Están muertos, ¿verdad?

—Estoy seguro de que desearían estarlo —dijo Eric—. ¿Qué le has hecho al hombrecillo del suelo?

—No me creerías aunque te lo contase —añadí.

—Inténtalo.

—Le he dado tal susto que se ha tirado el café encima. Luego le he disparado con una pistola paralizante que encontré en la furgoneta.

—Oh. —Hizo una especie de sonido respiratorio, y abrí los ojos para ver que Eric se reía entre dientes.

—¿Y los Pelt? —pregunté.

—Rasul se encarga de ellos —dijo Eric—. Parece que tienes otro fan.

—Oh, es por la sangre de hada —expresé, irritada—. Ya sabes, no es justo. A los tíos humanos no les gusto. Me sé de un par de centenares que no saldrían conmigo aunque fuese con una camioneta Chevy de serie. Pero como a los sobrenaturales les atrae tanto la sangre de hada, me acusan de ser un imán para los tíos. ¡Qué mal!

—Tienes sangre de hada —dijo Eric, como si se le hubiera encendido su propia bombilla—. Eso explica muchas cosas.

Aquello hirió mis sentimientos.

—Oh, no, claro, cómo iba a gustarte sin más… —dije, cansada y dolorida más allá de toda coherencia—. Oh, no, Dios, tenía que haber una razón. Y, claro, no va a ser mi arrolladora personalidad, ¡oh, no! Va a resultar que es mi sangre, porque es especial. Yo no, porque no lo soy…

Y habría seguido así, si Quinn no hubiese intervenido:

—A mí las hadas me importan un comino. —El poco espacio que quedaba en la cocina quedó en mero recuerdo.

Me puse de pie como pude.

—¿Estás bien? —pregunté con voz temblorosa.

—Sí —dijo con el más profundo de sus murmullos. Volvía a ser plenamente humano, y estaba como Dios lo había traído al mundo. Me habría lanzado a sus brazos, pero me avergonzaba hacerlo tal como iba, delante de Eric.

—Dejé tu ropa en el bosque —dije—. Iré a por ella.

—Puedo hacerlo yo.

—No. Sé donde está, y ya no me puedo mojar más. —Además, no soy tan sofisticada como para sentirme cómoda en una habitación con un tío desnudo, otro inconsciente, una tipa horrible y otro que había sido mi amante.

—Que te jodan, zorra. —Me dijo la encantadora Sandra y volvió a agitarse, mientras Eric le dejaba claro que las palabras le resbalaban.

—Enseguida vuelvo —susurré, y volví a salir bajo la lluvia.

Oh, claro, seguía lloviendo.

Seguía dándole vueltas a lo de la sangre de hada cuando divisé el montón empapado de la ropa de Quinn. Me hubiese resultado muy sencillo dejarme llevar por la depresión pensando en que la única razón por la que había gustado jamás a nadie era por mi sangre de hada. Luego también estaba el extraño vampiro que había recibido la orden de seducirme… Estaba segura de que la sangre de hada no había sido más que una bonificación… No, no, no. No pensaba seguir por ahí.

Pensando con lógica, la sangre formaba tanta parte de mí como el color de mis ojos o la densidad de mi pelo. De nada le habían servido los genes de medio hada a mi abuela, suponiendo que la herencia me viniera de ella y no de mis otros abuelos. Se había casado con un humano que no la trató de forma diferente que si su sangre hubiese sido simple y llanamente humana del tipo A. Y había muerto a manos de un humano que no tenía la menor idea de cómo era su sangre, más allá del color. Siguiendo el mismo razonamiento, la sangre de hada no había supuesto diferencia alguna para mi padre. Nunca en la vida se encontró con un solo vampiro interesado en él por su sangre, y si fue así, lo mantuvo muy en secreto. No parecía muy probable. Y su sangre no le salvó de la súbita inundación que se llevó por delante la furgoneta de mis padres desde el puente. Si la sangre me hubiese venido por parte de mi madre, bueno, ella también murió en la furgoneta. Y Linda, la hermana de mi madre, murió de cáncer en la mitad de su cuarentena, por mucha herencia que tuviese.

Tampoco pensaba que esa maravillosa sangre de hada me hubiese influido a mí tampoco. Puede que unos cuantos vampiros se hubieran mostrado algo más interesados y amistosos conmigo de lo que hubieran sido en otro caso, pero tampoco podía decir que hubiera supuesto una ventaja.

De hecho, mucha gente diría que la atención vampírica había sido un gran factor negativo en mi vida. Puede que yo fuese una de ellos. Sobre todo, habida cuenta de que me encontraba bajo una lluvia bestial sosteniendo la ropa mojada de otra persona preguntándome qué demonios hacer con ella.

Tras completar el círculo, me arrastré de vuelta a la casa. Se escuchaban muchos quejidos lastimeros procedentes del jardín delantero: probablemente se trataba de Clete y George. Debí haberme pasado a mirar, pero no tenía energía suficiente para hacerlo.

De vuelta a la diminuta cocina, el hombrecillo moreno empezaba a moverse, abriendo y cerrando los ojos con una mueca dibujada en los labios. Llevaba las manos atadas a la espalda. Sandra estaba atada con cinta aislante, lo cual me animó bastante. Parecía toda una expresión de justicia poética. Incluso tenía una perfecta mordaza del mismo material en la boca, lo cual supuse que era obra de Eric. Quinn había encontrado una toalla para trabarla por la cintura, y eso le confería un aspecto de lo más… pijo.

—Gracias, pequeña —me dijo, y tomó sus ropas y empezó a retorcerlas para quitarles el exceso de agua. Yo no paraba de gotear sobre el suelo—. Me pregunto si habrá un secador por ahí. —Abrí una puerta, que daba a una especie de despensa/almacén con estantes en una pared, mientras que en la otra había un calentador de agua y una lavadora secadora.

—Dame eso —dije, y Quinn se acercó con su ropa.

—Tú también deberías meter ahí la tuya, pequeña —dijo, y me di cuenta de que sonaba tan cansado como yo me sentía. Transformarse tantas veces sin la ayuda de la luna llena, en tan escaso espacio de tiempo, debió de costarle un mundo.

—¿Puedes encontrarme una toalla? —pregunté mientras me sacaba los pantalones empapados con gran esfuerzo. Sin la menor sombra de chiste, fue a ver qué encontraba. Regresó con algo de ropa, que di por sentado que procedía del dormitorio del hombrecillo: una camiseta, unos shorts y unos calcetines—. Es lo mejor que he podido encontrar.

—Es más de lo que esperaba —agradecí. Tras usar la toalla y ponerme la ropa seca y limpia, casi lloré de agradecimiento. Abracé a Quinn y luego fui a ver qué haríamos con nuestros rehenes.

Los Pelt estaban sentados en el suelo del salón, con las manos bien atadas, vigilados de cerca por Rasul. Barbara y Gordon parecían tan inofensivos cuando vinieron al Merlotte's para verme en el despacho de Sam. Ya no era así. Ira y malicia asomaban en sus caras de barrio residencial.

Eric trajo también a Sandra y la arrojó junto a sus padres. Se quedó delante de una puerta, mientras Quinn hacía lo propio en otra (que, en un vistazo, supe que daba a un pequeño y oscuro dormitorio). Rasul, pistola en mano, relajó un poco su vigilancia al notarse asistido con tamaños refuerzos.

—¿Dónde está el hombrecillo? —preguntó—. Sookie, me alegro de verla en buena forma, aunque el conjunto desmerece su habitual atractivo.

Los shorts me quedaban grandes, igual que la camiseta, y los calcetines blancos no hacían sino rematar el atuendo.

—Tú sí que sabes hacer sentir bien a una chica, Rasul —dije, esbozando si acaso media sonrisa. Me senté en la silla de espalda recta y le hice una pregunta a Barbara Pelt.

—¿Qué ibais a hacer conmigo?

—Torturarte hasta que nos dijeras la verdad, y Sandra estaba encantada —respondió—. Nuestra familia no se quedaría tranquila hasta saber la verdad. Y la verdad la conoces tú. De eso estoy segura.

Estaba preocupada. Bueno, más que eso. Como no sabía qué decirle en ese momento, miré a Eric y a Rasul.

—¿Los dos solos?

—El día que dos vampiros no puedan con un puñado de licántropos, me volveré humano de nuevo —dijo Rasul con una expresión tan esnob que me sentí tentada de reírme, pero tenía toda la razón (si bien les había ayudado un tigre). Quinn estaba apoyado en la puerta con aspecto pintoresco, aunque en ese momento su gran extensión de suave piel no me interesaba en absoluto.

—Eric —dije—, ¿qué debería hacer?

Creo que nunca le he pedido un consejo a Eric. Se sorprendió, pero el secreto no era sólo mío.

Al cabo de un momento, asintió.

—Os diré lo que le pasó a Debbie. —Me dirigí a los Pelt. No pedí a Rasul o a Quinn que salieran del salón. Pensaba deshacerme de eso ahí mismo, tanto del peso de la culpa, como de la presión que ejercía Eric sobre mí.

Había pensado en esa tarde tantas veces, que las palabras me salieron solas. No lloré, pues ya vertí todas mis lágrimas meses atrás, a solas.

Cuando terminé de contar la historia, los Pelt se me quedaron mirando, y yo les devolví la mirada.

—Eso suena creíble en nuestra Debbie —dijo Barbara Pelt—. Parece cierto.

—Sí que tenía una pistola —admitió Gordon Pelt—. Se la regalé en Navidad hace dos años. —Los dos cambiantes se miraron.

—Ella era… precipitada —añadió Barbara al cabo de un momento. Se volvió hacia Sandra—. ¿Recuerdas cuando tuvimos que ir a los tribunales cuando aún estaba en el instituto, porque le puso pegamento ultrafuerte al cepillo de esa animadora? ¿La que salía con su ex novio? Es muy típico de Debbie, ¿no?

Sandra asintió, pero la mordaza no le permitió decir nada. Las lágrimas recorrían sus mejillas.

—¿Sigues sin recordar dónde la dejaste? —le preguntó Gordon a Eric.

—Os lo diría si así fuera —dijo Eric, aunque su tono implicaba que tampoco era algo que le quitara el sueño.

—Vosotros contratasteis a los críos que nos atacaron en Shreveport —dijo Quinn.

—Fue Sandra —admitió Gordon—. No supimos nada hasta que Sandra los mordió. Ella les prometió… —Agitó la cabeza—. Ella los envió a Shreveport para encargarse del trabajo, pero iban a volver a casa a buscar su recompensa. Nuestra manada de Jackson los habría matado. En Misisipi no se permiten licántropos convertidos. Los hubieran matado en cuanto les hubieran visto el pelo. Ellos habrían delatado a Sandra como quien los mordió. La manada la habría repudiado. Barbara entiende algo de brujería, pero nada que hubiera servido para sellar sus bocas. Contratamos a un licántropo de otro estado para buscarlos en cuanto lo supimos. No pudo detenerlos, ni impedir su arresto, así que debió de hacerse arrestar también para resolver el problema desde dentro. —Nos miró y agitó la cabeza con sequedad—. Sobornó a Cal Myers para que lo pusieran en la misma celda que a ellos. Por supuesto, castigamos a Sandra por ello.

—Oh, claro, ¿le quitasteis el móvil durante una semana? —Si sonaba sarcástica, creo que tenía derecho a ello. A pesar de mostrarse cooperantes, los Pelt eran bastante horribles—. Nos hirieron a ambos —dije, haciendo un gesto de cabeza hacia Quinn—, y esos dos chicos ahora están muertos. Por culpa de Sandra.

—Es nuestra hija —dijo Barbara—. Y estaba convencida de que estaba vengando a su hermana asesinada.

—Y entonces contratasteis a todos los licántropos que estaban en la segunda furgoneta y a los dos que hay en el jardín. ¿Van a morir, Quinn?

—Si los Pelt no los llevan a un médico de licántropos, es posible que sí. Lo que es seguro es que no pueden ir a ningún hospital humano.

Las garras de Quinn habrían dejado unas marcas inconfundibles.

—¿Lo haréis? —pregunté, escéptica—. ¿Llevaréis a Clete y a George a un médico de licántropos?

Los Pelt intercambiaron miradas y se encogieron de hombros.

—Pensamos que nos ibais a matar —admitió Gordon—. ¿Vais a dejar que nos vayamos libres? ¿Con qué condiciones?

Nunca había conocido a nadie como los Pelt, y cada vez resultaba más evidente de dónde había sacado Debbie su encantadora personalidad, fuese adoptada o no.

—Con la condición de que no vuelva a oír hablar de esto nunca más —dije—. Ni yo, ni Eric.

Quinn y Rasul habían estado escuchando en silencio.

—Sookie es amiga de la manada de Shreveport —dijo Quinn—. Están enfadados porque fue atacada en su propia ciudad, y ahora sabemos que vosotros estáis detrás del ataque.

—Habíamos oído que no era del agrado del nuevo líder de la manada. —La voz de Barbara albergaba un rastro de desprecio. Volvía a aflorar su verdadera personalidad, ya que el temor a la muerte había desaparecido. Me caían mejor cuando estaban asustados.

—Puede que no sea líder por mucho tiempo —amenazó Quinn con voz queda—. Y aunque permanezca en el cargo, no puede rescindir la protección de la manada, ya que le fue concedida por su antecesor. El honor de la manada quedaría mancillado.

—Acudiremos a la manada de Shreveport —dijo Gordon, cansado.

—¿Enviasteis a Tanya a Bon Temps? —pregunté.

Barbara parecía orgullosa de sí misma.

—Sí, yo la envié. ¿Sabías que nuestra Debbie era adoptada? Era una mujer zorro.

Asentí. Eric parecía curioso; creo que no llegó a conocer a Tanya.

—Tanya es miembro de la familia natural de Debbie, y quiso hacer algo para ayudar. Pensó que si iba a Bon Temps y empezaba a trabajar para ti, quizá se te escapase algo. Dijo que eras demasiado suspicaz como para tragarte su oferta de amistad. Supongo que podría quedarse en Bon Temps. Entiendo que descubrir que el propietario del bar es tan atractivo es un plus.

En cierto modo era gratificante descubrir que Tanya era tan digna de desconfianza como pensé en un primer momento. Me pregunté si tendría el derecho a contarle toda la historia a Sam, a modo de advertencia. Tendría que darle vueltas más tarde.

—¿Y el propietario de esta casa? —Podía oír cómo gemía lastimeramente desde la cocina.

—Es un antiguo compañero del instituto de Debbie —dijo Gordon—. Le pedimos que nos prestara la casa para la tarde. Y le pagamos. No hablará cuando nos marchemos.

—¿Y qué hay de Gladiola? —pregunté, recordando las dos porciones de cuerpo calcinado en mi camino privado. Recordé también la cara del señor Cataliades y el dolor de Diantha.

Todos se me quedaron mirando sorprendidos.

—¿Gladiola? ¿La flor? —dijo Barbara, genuinamente perpleja—. Ni siquiera es la temporada de las gladiolas.

Un callejón sin salida.

—¿Estáis de acuerdo con que estamos en paz con esto? —dije lisamente—. Yo os he hecho daño y vosotros me lo habéis devuelto. Tablas.

Sandra agitó la cabeza de lado a lado, pero sus padres la ignoraron. Gracias a Dios que había cinta aislante. Gordon y Barbara asintieron mutuamente.

—Mataste a Debbie —dijo Gordon—, pero creemos que lo hiciste en defensa propia. Y nuestra otra hija adoptó unos métodos extremos y horribles para atacarte… No es digno de mí decir esto, pero creo que tenemos que aceptar dejarte en paz a partir de hoy.

Sandra emitió un montón de sonidos extraños.

—Con estas condiciones. —Su rostro se tornó de repente duro como la piedra. El yuppie dejó salir al licántropo—. No irás a por Sandra. Y no volverás a Misisipi.

—Hecho —dije al instante—. ¿Seréis capaces de controlar a Sandra como para mantener el acuerdo? —Era una pregunta ruda, pero válida. Sandra los tenía cuadrados, y dudaba mucho de que sus padres jamás hubieran ejercido un control real sobre sus hijas.

—Sandra —interpeló Gordon a su hija. Sus ojos se clavaron en él con muda ferocidad—. Sandra, esto es ley. Vamos a dar nuestra palabra a esta mujer, y nuestra palabra te vincula. Si me desafías, te retaré durante la próxima luna llena. Acabaré contigo delante de la manada.

La madre y la hija se quedaron perplejas, Sandra más que nadie. Sus ojos se estrecharon, y al cabo de un momento asintió.

Esperaba que Gordon viviera una larga vida y disfrutase de buena salud mientras durara. Si enfermaba o moría, Sandra no se sentiría vinculada a ningún acuerdo. Estaba bastante segura de ello. Pero, mientras salía de la pequeña casa, pensé que tendría una razonable probabilidad de no volver a cruzarme con los Pelt en mi vida. Así que, por mí, no había ningún problema.