20

Sólo hicieron falta dos de ellos para someterme. Yo no paraba de gritar, patear, morder y golpear con cada átomo de energía de mi cuerpo. Fueron necesarios cuatro para reducir a Quinn, y lo consiguieron únicamente porque emplearon una pistola paralizante. De lo contrario, estoy segura de que hubiera podido con los seis, o con ocho, en vez de los tres con los que pudo antes de que lo tumbaran.

Sabía que me superarían y que me podría ahorrar unas cuantas magulladuras, y puede que algunos huesos rotos, si dejaba que me cogieran. Pero una tiene su orgullo. Pragmática de mí, lo que quería era que Amelia oyese todo el jaleo del piso de arriba. Ella haría algo. No sabía el qué, pero estaba segura de que actuaría.

Me llevaron en volandas escaleras abajo, sin que mis pies casi tocaran el suelo, dos hombres fornidos a los que nunca había visto antes. También me ataron las muñecas con cinta aislante. Hice lo que pude para que se dejaran algún descuido, pero tuve que admitir que hicieron bien su trabajo.

—Mmm, huele a sexo —dijo el más bajo mientras me daba una palmada en el trasero. Pasé por alto su mirada lasciva y abundé en la satisfacción de la herida que le había hecho en el pómulo con el puño, el cual, por cierto, me dolía y me escocía en los nudillos. No se puede golpear a alguien sin pagar un precio.

Tuvieron que arrastrar a Quinn, y no fueron cuidadosos. Se fue golpeando con los peldaños y luego lo soltaron. Era un tipo grande. Y, ahora, era un tipo grande que sangraba, ya que uno de los golpes le había cortado la piel sobre su ojo izquierdo. Recibió el mismo tratamiento de cinta aislante que yo, y me pregunté cómo reaccionaría su pelaje al contacto del pegamento.

Nos mantuvieron brevemente en el patio, uno al lado del otro, y Quinn me miró como si quisiera decirme algo desesperadamente. La sangre avanzaba por su mejilla, procedente de la herida sobre el ojo, y aún parecía aturdido. Sus manos estaban volviendo a la forma normal. Me incliné hacia él, pero los licántropos nos obligaron a separarnos.

Dos furgonetas accedieron a la vía circular. A los lados, llevaban unos letreros que ponían: «SERVICIOS ELÉCTRICOS BIG EASY». Eran blancas, largas y no tenían ventanas en la parte de atrás. Habían tapado el logotipo lateral con barro, lo cual resultaba muy sospechoso. El conductor de cada una de las furgonetas saltó de la cabina, y el primero abrió las puertas traseras.

Mientras nuestros captores conducían a Quinn a empujones hacia el vehículo, el resto de los asaltantes bajaba las escaleras. Me alegré de comprobar que los hombres que Quinn había conseguido tumbar estaban mucho peor que él. Las garras pueden hacer un daño increíble, sobre todo si se manejan con la fuerza que un tigre puede desplegar. El tipo al que había golpeado con la lámpara estaba inconsciente, y el que había llegado primero a Quinn, probablemente muerto. Lo cierto es que estaba cubierto de sangre y que se le veían, expuestas a la luz, cosas que deberían haber estado bien metidas en su estómago.

Sonreía, satisfecha, cuando los hombres que me custodiaban me empujaron hacia la furgoneta, cuyo interior descubrí que estaba lleno de porquería y apestaba. Se trataba de una operación de alto nivel. Una malla metálica separaba los dos asientos frontales de la parte posterior del vehículo, y habían vaciado los estantes posteriores, supongo que para que cupiésemos nosotros.

Me apiñaron en el estrecho espacio entre los estantes, y a Quinn lo metieron detrás de mí. Tuvieron que trabajar duro, porque aún estaba muy aturdido. Mis dos escoltas cerraron de un portazo el vehículo, mientras otros cargaban a los licántropos fuera de combate en la otra furgoneta. Pensé que las habían aparcado fuera brevemente para que no pudiéramos escuchar el sonido de los vehículos acercarse por el camino privado. Sólo cuando estuvieron listos para cargarnos, metieron las furgonetas en el patio. Incluso en una ciudad tan populosa como Nueva Orleans, alguien se daría cuenta de que estaban metiendo dos cuerpos apaleados en una furgoneta… bajo la densa lluvia.

Rogué por que los licántropos no pensaran en apresar a Amelia y a Bob, y aposté por que ella obraría con inteligencia y se escondería, lejos de lanzarse a cometer alguna gesta de bruja. Sé que es una contradicción, ¿vale? Rogar por una cosa (es decir, pedirle algo a Dios), mientras deseas que tus enemigos acaben muertos. Tengo la sensación de que los cristianos llevan haciendo eso desde el principio de los tiempos; al menos los cristianos malos, como yo.

—Vamos, vamos, vamos —gritó el más bajo, que se había subido delante. El conductor arrancó con un innecesario derrape y salimos del patio, como si acabaran de disparar al presidente y tuviéramos que llevarlo al Walter Reed[3].

Quinn se repuso mientras girábamos por Chloe Street en dirección a nuestro destino final, estuviese donde estuviese. Tenía las manos atadas por detrás. Le dolían, y aún no había dejado de sangrar por la cabeza. Había esperado que permaneciera atontado y conmocionado, pero cuando sus ojos se centraron en mi cara dijo:

—No debo de tener muy buen aspecto.

—Sí, bueno, bienvenido al club —dije. Sabía que el conductor y su compañero podían escucharnos, pero me importaba un bledo.

—Menudo defensor que soy —dijo, con un sombrío intento de sonrisa.

Para los licántropos, yo no debía de ser muy peligrosa, porque me ataron las manos por delante. Me retorcí hasta que pude aplicar algo de presión en la herida de Quinn. Aquello debió de dolerle incluso más, pero no emitió protesta alguna. Los movimientos de la furgoneta, los efectos de la paliza, los cambios constantes y el hedor a basura se aliaron para hacer de los siguientes minutos un infierno. Si hubiese sido muy lista, habría sabido en qué dirección nos estábamos moviendo, pero no me sentía especialmente inteligente en ese momento. Me maravilló que, en una ciudad tan llena de buenos restaurantes como era Nueva Orleans, la furgoneta estuviese atestada de envoltorios del Burger King y vasos del Taco Bell. Si tuviese la oportunidad de hurgar entre los desechos, quizá encontrase algo de utilidad.

—Siempre que estamos juntos, nos atacan licántropos —dijo Quinn.

—Es culpa mía —dije—. Soy famosa por estar rodeada de colgados.

Estábamos tumbados cara a cara, y Quinn me dio un leve rodillazo. Trataba de decirme algo, pero no lo pillaba.

Luego, los dos hombres de delante se pusieron a hablar entre ellos sobre una chica bonita que estaba cruzando en el semáforo. Casi bastaba con oír la conversación para odiar a los hombres, pero al menos no nos estaban escuchando.

—¿Recuerdas cuando hablamos de mi habilidad mental? —pregunté lentamente— ¿Recuerdas lo que te dije?

Le llevó un momento, porque le dolía todo, pero lo pilló. Su cara se tensó, como si fuese a partir unas tablas por la mitad, o cualquier otra cosa que requiriese de toda su concentración, y luego sus pensamientos fluyeron por mi mente. «Teléfono en mi bolsillo», me dijo. El problema era que el teléfono estaba en su bolsillo derecho. No tenía apenas espacio para darse la vuelta.

Aquello requirió de mucha maniobra, y no quería que nuestros captores nos viesen. Pero, finalmente, logré meter los dedos en el bolsillo de Quinn, y tomé nota mental para comentarle que, dadas las circunstancias, sus vaqueros estaban demasiado ajustados (en otras, no habría puesto reparo alguno). Pero sacar el teléfono mientras la furgoneta no paraba de zarandearse y nuestros agresores miraban de vez en cuando, eso sí que era difícil.

«Sede de la reina, en marcación rápida», me dijo cuando sintió que el teléfono salía de su bolsillo. Pero eso me superaba. No sabía cómo acceder a la marcación rápida. Me llevó unos minutos hacérselo entender, y aún no estoy segura de cómo lo conseguí, pero finalmente pensó el número hacia mí. Lo pulsé torpemente y luego pulsé el botón de llamada. Puede que no lo planeásemos a la perfección, porque cuando la vocecita repuso al otro lado de la línea, los licántropos la oyeron.

—¿No lo registraste? —le preguntó el conductor al pasajero, incrédulo.

—Joder, no. Tenía prisa por meterlo y cubrirme de la lluvia —repuso con la misma agresividad el hombre que me había atacado—. ¡Para ahí, maldita sea!

«¿Alguien ha tomado tu sangre?», preguntó Quinn silenciosamente, a pesar de haber podido hablar. Un segundo después, mi mente iluminó un nombre. «Eric», dije mientras los otros dos salían por sus puertas y se dirigían a la parte posterior de la furgoneta.

—Quinn y Sookie han sido secuestrados por unos licántropos —dijo Quinn al teléfono que yo sostenía junto a su boca—. Eric Northman puede rastrearla.

Ojalá Eric siguiera en Nueva Orleans. Y ojalá quienquiera que hubiera contestado desde la sede de la reina fuese avispado. Pero los dos licántropos ya estaban abriendo la puerta trasera de la furgoneta y arrastrándonos hacia atrás. Uno de ellos me dio un puñetazo, mientras el otro golpeaba a Quinn en la tripa. Me arrancaron el teléfono de mis dedos doloridos y lo arrojaron a unos setos que crecían junto a la carretera. El conductor había aparcado en un solar vacío, pero la carretera estaba jalonada por viviendas separadas entre sí, rodeadas de amplios espacios de césped. El cielo estaba demasiado encapotado para poder deducir qué dirección llevábamos, pero estaba segura de que nos dirigíamos al sur, hacia los pantanos. Conseguí mirar el reloj de nuestro captor y ver, con sorpresa, que eran pasadas las tres de la tarde.

—¡Eres un jodido inútil, Clete! ¿A quién estaba llamando? —gritó una voz desde la segunda furgoneta, que también había hecho una parada junto a la carretera. Nuestros dos captores intercambiaron miradas con idénticas expresiones de consternación. Me hubiera partido de la risa de no sentir dolores por todas partes. Era como si hubieran practicado para parecer imbéciles.

Esta vez registraron a Quinn exhaustivamente, y a mí también, a pesar de no tener ningún bolsillo en el que esconder nada, a menos que quisieran realizar espeleología corporal. Pensé que Clete, don Tocaculos, iba a hacerlo, cuando hincó sus dedos en el spandex. Quinn lo pensó también. Lancé un terrible sonido, un jadeo ahogado de miedo, pero lo que salió de boca de Quinn iba más allá del rugido. Era un sonido profundo, gutural y áspero que prometía amenaza.

—Deja a la chica en paz, Clete, y volvamos a la carretera —dijo el conductor alto, con un tono que proyectaba un «Ya estoy hasta las narices de ti»—. No sé quién es este tipo, pero no creo que se transforme en nutria.

Me pregunté si Quinn los amenazaría con su identidad (la mayoría de los licántropos lo conocían o habían oído hablar de él), pero ya que no sacó a relucir su nombre, yo me quedé callada.

Clete volvió a meterme en la furgoneta mientras gruñía frases como «¿Quién ha muerto y te ha nombrado Dios? No eres mi jefe». Era evidente que el alto era el jefe de Clete, lo cual resultaba algo tranquilizador. Quería a alguien con cerebro y un atisbo de decencia entre mí y los dedos de Clete.

Tuvieron que sudar para volver a meter a Quinn en la furgoneta. No se iba a dejar, y finalmente dos hombres de la otra, muy reacios ellos, tuvieron que echar una mano a Clete y al conductor. Ataron las piernas de Quinn con una de esas cosas de plástico con mecanismo corredero. Usamos una parecida el año pasado, en Acción de gracias, para cerrar la bolsa del pavo. La que emplearon con Quinn era negra y de plástico, y lo cierto es que se cerraba con lo que parecían unas llaves de esposas.

A mí no me ataron las piernas.

Me resultó halagador que Quinn se enfureciera ante el trato que me estaban propinando, tanto como para intentar liberarse, pero el resultado final fue que mis piernas estaban libres y las suyas no (porque yo seguía sin suponer una amenaza para ellos, al menos en su escala de convicciones).

Probablemente tuvieran razón. No se me ocurría nada para evitar que nos llevaran adondequiera que estuviésemos yendo. No tenía ningún arma, y aunque me molestaba la cinta aislante que me apresaba las muñecas, mis dientes no parecían lo suficientemente fuertes como para aliviar la situación. Me relajé un momento, cerrando los ojos con preocupación. El último golpe me había provocado un corte en la mejilla. Una gran lengua me raspó la cara ensangrentada. Otra vez.

—No llores —dijo una voz extraña y gutural, y abrí los ojos para comprobar que procedía de Quinn.

Tenía tanto poder que era capaz de detener la transformación una vez había comenzado. Sospeché que también era capaz de provocarla, aunque ya sabía que una pelea causaría la mutación en cualquier cambiante. Contó con sus garras en el apartamento de Hadley, y casi decantan la balanza a nuestro favor. El episodio de Clete en el borde de la carretera lo había enfurecido tanto que su nariz se había aplanado y ensanchado. Pude ver de cerca sus dientes, que se habían transformado en diminutas dagas.

—¿Por qué no te has transformado por completo? —pregunté en un susurro.

«Porque no habría espacio suficiente para ti en este lugar, cielo. Cuando me transformo, mido más de dos metros y peso más de doscientos kilos».

Eso basta para que una chica trague saliva. Sólo podía estar agradecida porque lo hubiese pensado. Lo miré un instante más.

«¿No te da asco?».

Clete y el conductor estaban intercambiando recriminaciones acerca del incidente con el teléfono.

—Válgame Dios, qué dientes más grandes tienes —susurré. Los caninos superiores e inferiores eran tan largos y afilados que daban auténtico miedo (los llamo caninos, pero puede que para los felinos eso sea un insulto).

Afilados… Estaban afilados. Conseguí poner mis manos cerca de su boca y le rogué con los ojos que comprendiera. Hasta donde yo podía advertir en su rostro alterado, Quinn parecía preocupado. Mientras que la situación avivaba sus instintos defensivos, la idea que trataba de transmitirle empezó a excitarle otros instintos. «Te haré heridas en las manos», me advirtió con un tremendo esfuerzo. Ahora era prácticamente un animal, y los procesos mentales de los animales no tienen por qué ir por los mismos derroteros que los de los humanos.

Me mordí el labio inferior para reprimir un grito mientras los dientes de Quinn mordían la cinta. Tuvo que ejercer mucha presión para que sus caninos de ocho centímetros la atravesaran, y eso significaba que los incisivos, más cortos, atravesarían mi piel, por mucho cuidado que le pusiera. Las lágrimas empezaron a rodar por mi cara en un infinito torrente, y noté cómo titubeaba. Agité mis manos atadas para insistir en que siguiera y, reacio, volvió a ponerse dientes a la obra.

—Eh, George, la está mordiendo —dijo Clete desde el asiento del copiloto—. Puedo ver cómo se le mueve la mandíbula.

Pero estábamos tan pegados y la iluminación era tan escasa, que no pudo ver que lo que mordía Quinn eran mis ataduras. Menos mal. Me esforzaba por aferrarme a lo positivo de las cosas, porque en ese momento todo apuntaba a que las cosas estaban muy negras, allí tumbada, bajo la lluvia, en una furgoneta por una carretera desconocida en dirección al sur de Luisiana.

Estaba enfadada, sanguinolenta, dolorida y tumbada sobre mi brazo izquierdo ya herido. Lo que quería, lo que sería ideal, era estar limpia, en una cómoda cama con las heridas vendadas y enfundada en un camisón limpio. Y con Quinn a mi lado, en su forma humana, limpio y vendado también. Y él estaría descansado, y no llevaría nada puesto. Pero el dolor de mis brazos heridos y sangrantes era demasiado exigente como para seguir omitiéndolo, y ya no me podía concentrar para permanecer en mi sueño con los ojos abiertos. Justo cuando estaba a punto de empezar a sollozar (o quizá sólo ponerme a gritar), sentí que se me separaban las muñecas.

Me quedé un rato quieta mientras jadeaba, tratando de controlar mi reacción al dolor. Por desgracia, Quinn no podía morderse las ataduras de sus propias manos, ya que las tenía atadas por detrás. Finalmente logró darse la vuelta para que pudiera ver sus muñecas.

—¿Qué están haciendo? —dijo George.

Clete nos echó una ojeada, pero yo mantuve las manos juntas. Dada la oscuridad, no pudo vernos con demasiada claridad.

—No hacen nada. Ha dejado de morderla —respondió Clete, decepcionado.

Quinn logró clavar una garra en la cinta aislante plateada. No las tenía afiladas a lo largo de su recorrido, como las cimitarras, sino que su ventaja consistía en la capacidad de penetración, merced a la potencia del tigre. Pero en ese momento Quinn no se podía permitir el despliegue de esa potencia, así que eso llevaría su tiempo, y sospeché que la cinta haría ruido al resquebrajarse.

No nos quedaba demasiado tiempo. En cualquier momento, incluso un idiota como Clete se daría cuenta de que las cosas no iban bien.

Inicié la difícil maniobra de bajar las manos hasta los pies de Quinn, tratando de no delatar el hecho de que ya no estaban atados. Clete miró hacia atrás cuando percibió mi movimiento, y tiré de golpe los estantes vacíos, con las manos juntas en el regazo. Traté de parecer desesperada, lo cual no me costó en absoluto. Al momento, Clete se mostró más interesado en encenderse un cigarrillo, dándome la oportunidad de examinar la tira de plástico que apresaba los tobillos de Quinn. A pesar de recordarme al cierre de la bolsa que empleamos en el último día de Acción de gracias, este plástico era negro, denso y muy resistente, y no tenía un cuchillo para cortarlo o la llave para quitarlo. Pensé que Clete había cometido un error colocándola, y me apresuré para aprovecharlo. Quinn aún llevaba los zapatos puestos, claro. Se los desabroché y se los quité. Luego le coloqué un pie de puntilla y empezó a deslizarse fuera de la cinta de plástico. Como sospechaba, los zapatos habían mantenido una separación entre los pies que ya no existía.

A pesar de que mis manos y muñecas estaban sangrando sobre los calcetines de Quinn (que no retiré para evitar que el plástico le lastimara), me las estaba arreglando bastante bien. Él se mostraba de lo más estoico ante los exigentes movimientos de sus pies. Finalmente oí que sus huesos protestaban ante la forzada posición de su pie, pero consiguió salirse de la cinta. Oh, gracias a Dios.

Me había llevado más tiempo pensar en ello que hacerlo. Parecían haber pasado horas.

Tiré hacia abajo de la tira y la arrojé a los desperdicios. Miré a Quinn. Él asintió. Su garra, clavada en la cinta aislante, acabó de rasgarla. Apareció un agujero. El sonido no fue tan alto. Yo me tumbé junto a Quinn para camuflar la actividad.

Metí los pulgares en el agujero de la cinta aislante y tiré con fuerza. El resultado no fue el esperado. Por alguna razón la cinta aislante es tan popular. Es un producto fiable.

Teníamos que salir de esa furgoneta antes de que llegase a su destino, y teníamos que escapar antes de que la segunda nos pudiera seguir. Hurgué a ciegas por todos los envoltorios y papeles tirados y, en una pequeña hendidura del suelo, encontré un destornillador Phillips. Era largo y delgado.

Lo miré y respiré hondo. Sabía lo que tenía que hacer. Las manos de Quinn estaban atadas y él no podía hacerlo. Las lágrimas seguían surcando mi cara. Estaba siendo una llorona, pero no podía evitarlo. Miré a Quinn un momento. Sus rasgos estaban acerados. Sabía tan bien como yo lo que había que hacer.

Justo entonces, la furgoneta redujo y se metió por una carretera, secundaria razonablemente bien pavimentada, hacia lo que parecía un camino de grava que atravesaba el bosque. Era un camino privado, estaba segura de ello. Estábamos cerca de nuestro destino. Era la mejor oportunidad, puede que la última, que tendríamos.

—Separa las muñecas —murmuré, y clavé la cabeza del destornillador en el agujero de la cinta. Se hizo más grande. Volví a hacerlo. Los dos hombres, sintiendo mis movimientos frenéticos, se empezaron a volver cuando clavé el destornillador en la cinta por última vez. Mientras Quinn tiraba para romper las perforadas ataduras, yo me puse de rodillas, agarrando la reja que nos separaba de la cabina con la mano izquierda, y grité:

—¡Clete!

Se volvió y se inclinó entre los asientos, acercándose a la reja para ver mejor. Respiré hondo, y con mi mano derecha empujé el destornillador a través de la reja. Se le clavó directamente en la mejilla. Gritó, ensangrentado, y George apenas pudo girarse a tiempo. Con un rugido, Quinn separó las manos. A continuación, se movió como el relámpago. En cuanto la furgoneta se detuvo, ambos nos encontramos corriendo por el bosque. Gracias a Dios que estaba justo bordeando el camino.

Unas sandalias de correa con cuentas de cristal no son lo ideal para correr por el bosque, que quede claro, y Quinn sólo llevaba puestos los calcetines. Pero conseguimos recorrer cierta distancia, y, para cuando el desconcertado conductor de la segunda furgoneta pudo parar, y los pasajeros saltaron en nuestra persecución, ya estábamos fuera de su vista. Seguimos corriendo porque eran licántropos y podían rastrearnos. Había arrancado el destornillador de la mejilla de Clete y lo llevaba en la mano, y recordé lo peligroso que puede ser correr con un objeto puntiagudo. Recordé el dedo de Clete presionándome entre las piernas, y no me sentí tan mal por lo que había hecho. En los instantes que siguieron, mientras saltaba sobre un árbol caído rodeado de unas plantas trepadoras espinosas, el destornillador se me cayó de la mano y no tuve tiempo de recogerlo.

Tras correr durante cierto tiempo, llegamos al pantano. Los pantanos y los brazos de río abundan en Luisiana, y son ricos en vida animal. Pueden ser preciosos de contemplar, y puede que de recorrer en canoa o algo parecido, pero cuando tienes que meterte mientras llueve a cántaros, resultan repugnantes.

Quizá fuese una bendición para despistar a los que nos pisaban los talones, porque en el agua no dejaríamos olor alguno. Sin embargo, desde mi punto de vista personal, el pantano era asqueroso, porque estaba sucio, había serpientes, caimanes y sólo Dios sabe qué más.

Tuve que hacer un verdadero esfuerzo para atravesarlo detrás de Quinn. El agua estaba helada y oscura, pues aún era primavera. En verano, sería como vadear sopa caliente. En un día tan lluvioso, una vez nos halláramos bajo los árboles que colgaban desde lo alto, seríamos prácticamente invisibles a ojos de nuestros perseguidores, lo cual era muy bueno; pero las mismas condiciones implicaban también que cualquier criatura al acecho sólo sería visible cuando le pusiéramos un pie encima, o cuando nos mordiese. Y eso no era tan bueno.

Quinn sonreía ampliamente, y recordé que muchos tigres disfrutan de los pantanos en sus hábitats naturales. Al menos uno de los dos estaba contento.

El pantano se hizo cada vez más profundo, y pronto nos encontramos nadando. Quinn lo hacía con brazadas muy amplias que no hacían sino desanimarme. Trataba con todas mis fuerzas de permanecer en silencio y ser sigilosa. Por un instante, estuve tan helada y asustada que pensé que… No, no sería mejor seguir en la furgoneta…, pero casi. Sólo durante un instante.

Estaba agotada. Me temblaban los músculos después del estallido de adrenalina de la huida, la carrera por el bosque, por no hablar de la anterior lucha en el apartamento, y antes que eso… Oh, Dios, había hecho el amor con Quinn. Más o menos. Era sexo, sin duda. Más o menos.

No habíamos dicho una palabra desde que salimos de la furgoneta, y de repente recordé que había visto su brazo sangrando cuando escapamos. Lo había apuñalado con el destornillador mientras trataba de liberarlo, al menos una vez.

Y allí me encontraba yo, sollozando.

—Quinn —dije—. Deja que te ayude.

—¿Ayudarme? —preguntó. No pude captar su tono, y dado que estaba nadando delante de mí, tampoco pude verle la cara. Pero su mente, ah, ésa sí que estaba llena de excitada confusión y rabia por no poder cebarse con nadie—. ¿Acaso te he ayudado yo? ¿Te he protegido de los putos licántropos? No, dejé que ese hijo de puta te metiera el dedo y miré, sin poder hacer nada.

Ay, el orgullo masculino.

—Me liberaste las manos —señalé—. Y ahora puedes ayudarme.

—¿Cómo? —Se volvió hacia mí, profundamente exasperado. Me di cuenta de que era un tipo que se tomaba muy en serio eso de ser protector. Era uno de esos desequilibrios misteriosos de Dios, lo de que los hombres fueran más fuertes que las mujeres. Mi abuela me decía que era su forma de equilibrar la balanza, dado que las mujeres eran más duras y resistentes. No estoy segura de que eso sea cierto, pero sabía que Quinn, quizá por ser tan grande y formidable, o por ser capaz de transformarse en aquella letal y maravillosa criatura, estaba profundamente frustrado por no haber podido acabar con todos los atacantes y salvarme de ser mancillada por sus dedos.

Yo también hubiera preferido de lejos ese escenario, sobre todo teniendo en consideración nuestra actual situación, pero las cosas habían salido como habían salido.

—Quinn —dije, con una voz tan agotada como el resto de mi cuerpo—. Debían de dirigirse a alguna parte de por aquí, cerca de este pantano.

—Por eso giramos —convino. Vi una serpiente enrollada en una rama de árbol que colgaba sobre el agua, justo detrás de él, y mi expresión debió de parecer tan conmocionada como mi ser, porque Quinn se volvió más deprisa de lo que pude captar y se hizo con la serpiente en la mano, la golpeó una y dos veces, y la dejó flotando en el agua oscura. Estaba muerta. Pareció sentirse mucho mejor después de eso—. No sabemos hacia dónde nos dirigimos, pero está claro que es lejos de ellos, ¿verdad? —preguntó.

—No detecto ninguna actividad mental en las cercanías —contesté, después de una rápida comprobación—. Pero nunca he tenido muy claro cuál es mi alcance. Es todo lo que te puedo decir. Tratemos de salir un poco del agua mientras pensamos, ¿vale? —Ya empezaba a temblar.

Quinn avanzó con dificultad por el agua y me cogió.

—Pasa tus brazos por mi cuello —dijo.

Por mí bien, si quería hacerse el hombre, yo encantada. Le rodeé el cuello con los brazos y empezó a avanzar por el agua.

—¿No sería esto más fácil si te convirtieras en tigre? —pregunté.

—Puede que lo necesite más tarde, y ya me he transformado parcialmente dos veces en lo que va de día. Mejor ahorro fuerzas.

—¿Qué tipo de tigre eres?

—De Bengala —dijo, y, justo entonces, el tableteo de la lluvia sobre el agua se detuvo.

Empezamos a oír voces, y nos quedamos quietos en el agua, ambos con las caras vueltas hacia el origen de las voces. Mientras permanecíamos allí quietos y callados, noté que algo grande se deslizaba en el agua a nuestra derecha. Volví la mirada en esa dirección, aterrada ante la anticipación de lo que podría ver, pero el agua estaba casi tranquila, como si algo acabase de pasar. Sabía que se organizaban tours por los brazos de río del sur de Nueva Orleans, y sabía que los lugareños se sacaban su buen dinero llevando a los turistas a esos parajes y enseñándoles los caimanes. Lo bueno de eso es que sacaban una ganancia, y los forasteros veían algo que, de otro modo, les sería imposible. Lo malo era que los lugareños a veces lanzaban cebos para atraer a los caimanes. Supuse que los lagartos asociaban a los humanos con la comida.

Posé mi cabeza sobre el hombro de Quinn y cerré los ojos. Pero las voces no se acercaron más, no oímos aullidos de lobos y nada me mordió la pierna o trató de arrastrarme agua adentro.

—Eso es lo que hacen los caimanes, ¿sabes? —le dije a Quinn—. Tiran de ti hacia abajo, te ahogan y te clavan a algo para que puedas servirles de tentempié.

—Cielo, hoy no nos van a comer ni los lobos, ni los caimanes. —Se rió con un profundo y quedo murmullo desde su pecho. Cómo me alegré de escuchar ese sonido. Tras un instante, reanudamos nuestro avance por el agua. Los árboles y las porciones de tierra se arracimaban, los brazos de río cada vez eran más estrechos, y finalmente llegamos a una porción de tierra firme lo bastante amplia como para albergar una cabaña.

Quinn me llevaba parcialmente en brazos cuando emergimos del agua.

Como refugio, la cabaña no era gran cosa. Puede que la estructura fuese en su día un campamento de caza venido a más, tres paredes y un tejado, poco más. Ahora era una ruina semiderruida. La madera se había podrido, y el tejado de metal se había doblado y roto. Me acerqué y la registré con cuidado, pero no encontré nada que nos pudiera servir como arma.

Quinn estaba ocupado deshaciéndose de los restos de cinta aislante de sus muñecas, sin siquiera pestañear cuando algunas veces se llevaba algo de piel en el proceso. Yo hice lo mismo, pero con más delicadeza. Al final, quedé rendida.

Me dejé caer al suelo de forma deprimente, deslizando la espalda por un roble lleno de matojos. La corteza me fue dejando marcas en la espalda. Pensé en todos los gérmenes del agua, gérmenes que, sin duda, se apresuraban a invadir mi organismo en cuanto accedieron por mis heridas. El mordisco aún no curado, todavía cubierto con un repugnante vendaje, seguramente también recibió su parte de partículas nocivas. La cara se me empezaba a hinchar por la paliza que había recibido. Me acordé cuando me miré en el espejo el día anterior y vi que las marcas de mordisco de los licántropos convertidos de Shreveport finalmente se habían desvanecido casi por completo. Y ahora, de qué me había servido.

—Amelia ya debería haber hecho algo —dije, tratando de ser optimista—. Probablemente haya llamado a la sede de los vampiros. Aunque nuestra llamada no haya llegado a nadie que pueda hacer algo, es posible que alguien nos esté buscando a estas horas.

—Tendrán que enviar empleados humanos. Aún es técnicamente de día, aunque el cielo esté tan nublado.

—Bueno, al menos ha parado de llover —dije, y en ese momento se puso a llover de nuevo.

Me sentí tentada de tirar una piedra del enfado que tenía, pero, sinceramente, no merecía la pena el gasto de energía. Y además no serviría para nada. Seguiría lloviendo por muchas piedras que lanzara.

—Lamento que te hayas visto envuelto en esto —añadí, sintiendo que había mucho de lo que disculparse.

—Sookie, no sé si de verdad eres tú quien debe pedirme a mí las disculpas —dijo Quinn, poniendo el énfasis en los pronombres—. Todo ha pasado estando juntos.

Eso era verdad, y traté de creer que todo aquello no era culpa mía. Pero estaba convencida de que, de alguna manera, lo era.

Y, de forma espontánea, Quinn dijo:

—¿Qué relación tienes con Alcide Herveaux? Lo vimos en el bar la semana pasada con esa otra chica. Pero el poli, el de Shreveport, dijo que estabais prometidos.

—Y una mierda —contesté, sentada hasta arriba de barro. Allí me encontraba, en lo profundo de un pantano de Luisiana, bajo una lluvia de justicia…

Eh, un momento. Miré la boca de Quinn, que se movía, y me di cuenta de que me estaba diciendo algo. Esperé a que la proyección del pensamiento me dijera algo. De haber tenido una bombilla sobre la cabeza, se habría encendido.

—Dios Cristo santísimo, pastor de Judea —dije reverentemente—. ¡Él es quien está detrás de todo esto!

Quinn se puso de cuclillas delante de mí.

—¿Qué está haciendo qué? Pero ¿cuántos enemigos tienes?

—Al menos sé quién envió a los licántropos convertidos y a quién nos ha querido secuestrar —dije, rechazando el cambio de tema. Mientras los dos estábamos acuclillados bajo la lluvia como dos hombres de las cavernas, Quinn escuchó mientras yo hablaba.

Luego discutimos sobre las posibilidades.

Y después, trazamos un plan.