—Majestad, tenemos que parar —dijo Amelia, y la reina hizo un gesto imperceptible con la mano que podría haber indicado su anuencia.
Terry estaba tan cansada que se apoyaba pesadamente sobre la barandilla de las escaleras, y Patsy presentaba el mismo aspecto macilento en la galería. El raro de Bob no parecía muy alterado, pero se sentó pesadamente en una silla. A la muda señal de Amelia, empezaron a deshacer el conjuro y, poco a poco, la espectral atmósfera fue disipándose. Nos convertimos más en una extraña variedad de personas en un patio de Nueva Orleans que en impotentes testigos de una reconstrucción mágica.
Amelia se dirigió al pequeño cobertizo de la esquina y sacó unas sillas plegables. Sigebert y Wybert no comprendían su mecanismo, así que Amelia y Bob las desplegaron.
Cuando la reina y los brujos se sentaron, quedaba una silla libre y la cogí yo, después de un silencioso titubeo con el resto de los vampiros.
—Ya sabemos lo que pasó la noche siguiente —dije, agotada. Me sentía un poco tonta con mi vestido elegante y las sandalias de tacón alto. Estaba deseando ponerme mi ropa normal.
—Eh, disculpa, puede que tú sí, pero los demás no, y nos gustaría saberlo —dijo Bob. Se olvidaba del hecho de que debería comportarse como un ser tembloroso y despavorido ante la presencia de la reina.
Había algo divertido en el extraño brujo. Y los cuatro habían trabajado muy duro; si querían conocer el resto de la historia, no había razón para lo contrario. La reina no mostró ninguna objeción. Incluso Flor de Jade, que había vuelto a envainar su espada, pareció finalmente interesada.
—La noche siguiente, Waldo engañó a Hadley para que acudiera al cementerio con la historia de la tumba de Marie Laveau y la tradición vampírica de que los muertos pueden levantar a los muertos; en este caso, la sacerdotisa vudú Marie Laveau. Hadley quería que Marie respondiera a algunas preguntas a las que Waldo aseguró que podría arrojar luz si se seguía el ritual adecuado. Aunque Waldo me dio una razón por la que Hadley accedió a ir al cementerio cuando lo conocí, ahora sé que mentía. Pero se me ocurren otras razones por las que hubiera consentido acompañar a Waldo al cementerio de St. Louis —dije. La reina asintió en silencio—. Creo que quería averiguar qué sería Jake cuando se levantase de nuevo —proseguí—, quería saber qué hacer con él. No lo podía dejar morir, ya lo habéis visto, pero no quería admitir que había creado a un vampiro, especialmente uno que había sido un licántropo.
Tenía una audiencia numerosa. Sigebert y Wybert se pusieron a ambos lados de la reina, y estaban embelesados con la historia. Debía de ser como ir al cine para ellos. Los brujos estaban interesados en escuchar el trasfondo de la historia, cuyos acontecimientos acababan de presenciar. Flor de Jade no me quitaba la vista de encima. El único que parecía inmune era Andre, ocupado en sus labores de guardaespaldas, observando constantemente el patio y el cielo ante posibles ataques.
—También puede ser que Hadley creyera que el fantasma le aconsejaría sobre cómo recuperar el afecto de la reina. Sin ánimo de ofender, mi señora —añadí, recordando demasiado tarde que la reina estaba a un metro de mí, sentada en una silla plegable de la que aún colgaba la etiqueta del precio del Wal-Mart.
La reina agitó la mano en un gesto negligente. Estaba tan sumida en sus pensamientos que no sabía si realmente me estaba escuchando.
—No fue Waldo quien drenó a Jake Purifoy —dijo la reina, para sorpresa mía—. Waldo no podía imaginarse que cuando consiguiera matar a Hadley y me informase de ello, echándole las culpas a la Hermandad del Sol, esta brillante bruja obedecería la orden de sellar el apartamento al pie de la letra, incluido el conjuro estático. Waldo ya tenía un plan. Quienquiera que matara a Jake tenía el suyo propio; quizá culpar a Hadley de la muerte y resurrección de Jake…, lo que la condenaría a una celda para vampiros. Quizá el asesino pensó que Jake mataría a Hadley cuando se levantara al cabo de tres días… y puede que así hubiera sido.
Amelia trató de parecer modesta, pero era una batalla perdida. No tenía por qué ser tan difícil, ya que la única razón por la que lanzó el conjuro era para que el apartamento no oliera a basura cuando se reabriera. Lo sabía tan bien como yo. Pero acababa de montar un buen número, y no sería yo quien le reventara la burbuja.
Amelia se las arregló sola para hacerlo.
—O quizá —dijo alegremente— alguien pagó a Waldo para liquidar a Hadley de una u otra manera.
Tuve que subir los escudos de golpe, porque todos sus colegas empezaron a emitir unas señales de pánico tan poderosas que resultaba intolerable permanecer cerca. Sabían que lo que Amelia acababa de decir molestaría a la reina, y cuando la reina de Luisiana se molestaba, los que tenía alrededor solían acabar mucho peor.
La reina saltó de su silla y todos nos pusimos de pie rápida y torpemente. Amelia acababa de doblar las piernas por debajo de sí, por lo que su movimiento resultó especialmente torpe (no le estaba mal empleado). Flor de Jade se separó unos pasos del resto de vampiros, puede que quisiera más espacio en caso de tener que sacar la espada. Andre pareció ser el único en darse cuenta, aparte de mí. No retiró su vista de la guardaespaldas del rey.
No sé qué habría pasado a continuación si Quinn no hubiera aparecido por la verja.
Salió de un gran coche negro, ignoró la tensa estampa, como si no existiera, y avanzó por la grava hacia mí. Me pasó el brazo sobre los hombros y se inclinó para darme un leve beso. No sabriá comparar un beso con otro. Los hombres besan de formas diferentes, ¿no? Y eso dice algo del carácter. Quinn me besó como si estuviésemos manteniendo una conversación.
—Cariño —dijo cuando acabé de decir mi última «palabra»—, ¿llego en buen momento? ¿Qué te ha pasado en el brazo?
La atmósfera se relajó un poco. Lo presenté a las personas que había en el patio. Conocía a todos los vampiros, pero no a los brujos. Se alejó de mí para saludarlos. Patsy y Amelia habían oído hablar de él y trataron de no parecer demasiado impresionadas.
Necesitaba sacarme del pecho el resto de vivencias.
—Me mordieron en el brazo, Quinn —comencé. El aguardó, mirándome fijamente—. Me mordió un… Me temo que sabemos lo que le pasó a tu empleado. Se llamaba Jake Purifoy, ¿verdad? —dije.
—¿Qué?
Bajo la clara luz del patio, vi que se le velaba la expresión. Sabía lo que iba a continuación; claro que, ante el grupo allí reunido, cualquiera podría darse cuenta.
—Lo drenaron y lo dejaron en el patio. Para salvarle, Hadley lo convirtió. Ahora es un vampiro.
A Quinn le costó asimilarlo durante unos segundos. Lo observé mientras se iba haciendo a la idea y comprendía la enormidad de lo que le había pasado a Jake Purifoy. Su expresión se volvió pétrea. Esperaba que nunca me mirase a mí de esa manera.
—El cambio se produjo sin el consentimiento del licántropo —explicó la reina—. Por supuesto que un licántropo nunca consentiría en convertirse en uno de nosotros. —No me sorprendió que sonara un poco molesta. Los vampiros y los licántropos se miraban mutuamente con un desprecio apenas disimulado, y su unión frente al mundo normal era lo que impedía que ese desprecio derivara hacia una guerra abierta.
—Pasé por tu casa —me dijo Quinn inesperadamente—. Quería saber si habías vuelto de Nueva Orleans antes de venir aquí a buscar a Jake. ¿Quién ha quemado a un demonio en tu camino privado?
—Alguien mató a Gladiola, la mensajera de la reina, cuando vino a entregarme un mensaje —dije. Los vampiros que me rodeaban se crisparon. La reina sabía de la muerte de Gladiola; seguro que el señor Cataliades le había informado. Pero los demás no sabían nada.
—Está muriendo mucha gente en tu jardín, cielo —me dijo Quinn, aunque su tono era ausente, y no le culpaba por dejarlo en segundo plano.
—Sólo dos —contesté, a la defensiva, después de un rápido recuento mental—. Yo no diría que eso es mucha gente. —Claro que si se sumaba la gente que había muerto dentro de la casa… Atajé rápidamente esa línea de pensamiento.
—¿Sabéis qué? —dijo Amelia con un tono artificialmente alto y sociable—. Creo que los brujos daremos un paseo por la calle hasta esa pizzería de la esquina de las calles Chloe y Justine. Si nos necesitáis, allí estaremos, ¿vale, muchachos? —Bob, Patsy y Terry se movieron más rápido de lo que era capaz de imaginar hacia la entrada, y cuando los vampiros vieron que su reina no les hacía ningún gesto al respecto, dejaron que se marcharan. Amelia ni siquiera se había acordado de llevarse el bolso, esperaba que llevase dinero y sus llaves en los bolsillos. Anda que…
Casi deseé haberme ido con ellos. Un momento, ¿y por qué no? Miré la puerta con anhelo, pero Flor de Jade se interpuso, mirándome fijamente con esos dos pozos negros que tenía por ojos en su redonda cara. A esa mujer no le caía nada bien. A Andre y los hermanos Bert les traía sin cuidado, y puede que Rasul pensara que no sería una mala compañía para pasar un par de horas en la ciudad. Pero Flor de Jade disfrutaría cortándome la cabeza con su espada, de eso estaba segura. No podía leer la mente de los vampiros (salvo algunos destellos de vez en cuando, lo cual mantenía celosamente en secreto), pero sí podía leer el lenguaje corporal y la expresión de sus ojos.
No conocía la razón de su animadversión, y, a esas alturas, pensaba que poco importaba.
La reina había estado pensando.
—Rasul, no tardaremos en volver a casa —dijo. Él hizo una reverencia y se dirigió hacia el coche—. Señorita Stackhouse —prosiguió, volviendo su mirada hacia mí. Brillaban como oscuros luceros. Me cogió de la mano y subimos al apartamento de Hadley, seguidas de cerca por Andre, que parecía atado a la pierna de su reina con una correa. Tuve el necio impulso de librarme de su mano, que, por supuesto, era fría, seca y fuerte, a pesar de esforzarse por no apretar. Estar tan cerca de una vampira tan antigua me hizo vibrar como la cuerda de un violín. No lograba imaginar cómo lo soportaba Hadley.
Me condujo al interior del apartamento y cerró la puerta detrás de ambas. Ahora estaba convencida de que ni el agudo oído de los vampiros de abajo podría escuchar nuestra conversación. Ése había sido su objetivo, porque lo primero que dijo fue:
—No le digas a nadie lo que te voy a decir.
Negué con la cabeza en muda aprehensión.
—Empecé a vivir en lo que hoy es el norte de Francia, hace… mil cien años.
Tragué saliva.
—No sabía dónde estaba, por supuesto, pero creo que era en Lotaringia. En el último siglo, he tratado de encontrar el lugar donde pasé mis primeros doce años, pero no he sido capaz, y eso que mi vida llegó a depender de ello. —Remató la frase con una amplia carcajada—. Mi madre era la esposa del hombre más rico de la aldea, lo que venía a significar que tenía dos cerdos más que los demás. Entonces me llamaba Judith.
Hice lo que pude para no aparentar asombro, sino sólo interés, pero lo mío me costó.
—A la edad de diez o doce años, creo, llegó a la aldea un buhonero. Hacía seis meses que no veíamos una cara nueva. Estábamos emocionados. —Pero ella no sonrió o se mostró como si recordara algo emocionante. Sus hombros se alzaron y cayeron una vez—. Portaba consigo una enfermedad que nunca habíamos conocido antes. Creo ahora que era algún tipo de fiebre. Al cabo de dos semanas de estancia en nuestra aldea, todos habían muerto, menos yo y un muchacho algo mayor.
Hubo un momento de silencio en el que ambas pensamos en ello. Al menos yo lo hice, y supongo que la reina estaba recordando. Andre bien podría haber estado pensando en el precio de los plátanos de Guatemala.
—A Clovis yo no le gustaba —continuó la reina—. He olvidado el porqué. Nuestros padres… No lo recuerdo. Las cosas habrían podido ser distintas si se hubiera preocupado por mí. Así las cosas, me violó y me llevó a una aldea cercana, donde empezó a ofrecer mi carne. Por dinero, claro, o comida. A pesar de que la fiebre recorrió toda nuestra región, no enfermamos.
Traté de mirar hacia cualquier parte, menos a ella.
—¿Por qué rehúyes mis ojos? —inquirió. Su cadencia y su acento cambiaron mientras hablaba, como si acabara de aprender inglés.
—Me siento mal por usted.
Hizo un extraño sonido que consistía en poner sus dientes superiores sobre el labio inferior y esforzarse por inhalar aire y luego expulsarlo. Sonaba algo así como «¡ffffft!».
—No te preocupes —dijo la reina—, porque lo que pasó a continuación fue que acampamos en el bosque, y un vampiro acabó con él. —Parecía alegrarse del recuerdo. Menudo viaje por la memoria—. El vampiro estaba hambriento y empezó por Clovis, porque era más grande. Pero cuando acabó con él, tuvo tiempo de echar una mirada antes de seguir conmigo, y se le ocurrió que sería interesante contar con una compañera. Se llamaba Alain. Viajé con él durante tres o más años. Por aquel entonces, los vampiros vivían en secreto, por supuesto. Sus historias sólo las contaban las ancianas delante de las hogueras. Y a Alain se le daba bien que así siguiera siendo. Había sido sacerdote, y gustaba de sorprender a sus antiguos colegas en el lecho. —Sonrió evocadoramente.
Sentí que mi simpatía disminuía.
—Alain me prometió una y otra vez que me convertiría, porque, lógicamente, quería ser como él. Quería su fuerza. —Sus ojos parpadearon y se posaron en mí.
Asentí de corazón. Podía comprenderlo.
—Pero cuando necesitaba dinero para comprarme ropa y comida, hacía lo mismo que Clovis, venderme por dinero. Sabía que los hombres se percatarían de que algo no era normal si me notaban la piel helada, y que acabaría por morderles si me convertía. Acabé cansándome de que no cumpliera nunca su promesa.
Asentí para mostrarle que prestaba atención. Y así era, pero en el fondo de mi mente me estaba preguntando adonde demonios estaba conduciendo ese monólogo, y por qué era yo la receptora de una información tan fascinante como deprimente.
—Y una noche llegamos a una aldea donde el cacique ya sabía lo que hacía Alain. ¡El muy idiota se había olvidado que ya había pasado por allí y que había drenado a la mujer del cacique! Así que los lugareños lo ataron con cadenas de plata, algo excepcional de encontrar en una aldea tan pequeña, te lo aseguro… y lo arrojaron a una cabaña, con la idea de mantenerlo allí cautivo hasta que regresara el párroco local, que había salido de viaje. Luego pensaron en dejarlo al sol con alguna ceremonia eclesiástica. Era una aldea pobre, pero apilaron sobre él cada pizca de plata y todo el ajo que poseían, en un esfuerzo por mantenerlo sometido. —La reina lanzó una risa ahogada—. Sabían que yo era humana, y que había abusado de mí —dijo—. Así que no me ataron. La familia del cacique debatió si adoptarme como esclava, ya que habían perdido una mujer a manos del vampiro. Sabía lo que me esperaría.
La expresión de su cara era descorazonadora y absolutamente gélida. Me quedé muy quieta.
—Aquella noche, arranqué unos tablones sueltos de la parte de atrás de la cabaña y me metí a rastras. Le dije a Alain que si me convertía, podría liberarlo. Negociamos durante un buen rato, y al final accedió. Excavé un agujero en el suelo, lo suficientemente amplio como para que cupiera mi cuerpo. Planeamos que Alain me drenaría y me dejaría enterrada bajo el jergón sobre el que se acostaba, dejando la tierra que me cubriera lo más suelta posible. Podía moverse lo suficiente para ello. A la tercera noche, me alzaría. Rompería la cadena y apartaría el ajo, aunque me quemase las manos. Huiríamos hacia la oscuridad. —Volvió a soltar una carcajada—. Pero el sacerdote regresó antes del tercer día. Para cuando emergí de la tierra, Alain no era más que aire y cenizas negras. Habían metido a Alain en la cabaña del sacerdote. Fue el anciano quien me dijo lo que había pasado.
Tuve la sensación de conocer la moraleja de la historia.
—Vale —señalé rápidamente—. Supongo que el sacerdote fue su primer almuerzo —dije con una amplia sonrisa.
—Oh, no —contestó Sophie-Anne, anteriormente conocida como Judith—. Le dije que era el ángel de la muerte y que le perdonaba porque había sido virtuoso.
Viendo el estado en el que se levantó Jake Purifoy, pude entender el enorme esfuerzo que debió de suponer aquello para la nueva vampira.
—¿Qué hizo a continuación? —pregunté.
—Al cabo de unos años, encontré a un huérfano como yo —dijo, y se volvió para mirar a su guardaespaldas—. Hemos estado juntos desde entonces.
Y al fin vi una expresión en el monótono rostro de Andre: infinita devoción.
—Abusaban de él, como de mí —dijo con dulzura—. Y lo solucioné.
Sentí un escalofrío recorrer mi columna. No habría podido decir nada, aunque me hubieran pagado.
—La razón por la que te he aburrido con mi vieja historia —explicó la reina, sacudiéndose y sentándose incluso más erguida— es para decirte que tomé a Hadley bajo mi protección. Su tío abuelo abusaba de ella. ¿Abusó de ti también?
Asentí. No sabía qué le había hecho a Hadley con detalle. En mi caso, no llegó a la penetración tan sólo porque mis padres murieron y me fui a vivir con mi abuela. Mis padres no me creyeron, pero convencí a mi abuela de que decía la verdad para el momento en que él pensó que estaba madura, a los nueve años. Claro que Hadley era mayor que yo. Teníamos más en común de lo que jamás habría pensado.
—Lo siento, no lo sabía —dije—. Gracias por compartirlo conmigo.
—Hadley hablaba de ti a menudo —dijo la reina.
Sí, gracias Hadley, gracias por ponerme en la picota… No, un momento, era injusto. Averiguar el engaño de Bill no era lo peor que me había pasado. Pero tampoco se alejaba demasiado de los primeros puestos en mi lista personal.
—Eso me han dicho —indiqué con voz fría y áspera.
—Estás enfadada porque envié a Bill para que te investigara y descubriera si podrías serme de utilidad —dijo la reina.
Respiré hondo y me obligué a aflojar los dientes.
—No, no estoy enfadada con usted. No puede evitar ser como es. Y ni siquiera me conocía. —Otra bocanada de aire—. Estoy enfadada con Bill, quien sí me conocía y siguió adelante con todo el programa de forma muy calculada y exhaustiva. —Tenía que deshacerme del dolor—. Pero ¿a usted qué le podría importar yo? —Mi tono frisaba la insolencia, lo cual no es lo más aconsejable cuando se tiene delante a una vampira tan poderosa como ella. Me había dado en un punto muy susceptible.
—Porque le eras querida a Hadley —dijo Sophie-Anne de forma inesperada.
—No lo habrá averiguado por la forma que tenía de tratarme cuando entró en la adolescencia —añadí, habiendo decidido, al parecer, que la honestidad irreflexiva era el curso a seguir.
—Siempre lo lamentó —afirmó la reina—. Sobre todo cuando se convirtió en vampira y descubrió lo que se siente al ser una minoría. Incluso aquí, en Nueva Orleans, hay prejuicios. Solíamos hablar mucho de su vida, cuando estábamos a solas.
No sabía qué me incomodaba más, si la idea de que mi prima y la reina se acostaran o que tuvieran conversaciones de alcoba después del acto.
No me importa que dos adultas consientan en tener relaciones sexuales, sean de la naturaleza que sean, siempre que ambas partes lo acuerden de antemano. Pero tampoco sentía la necesidad de escuchar los detalles. Cualquier interés que hubiera podido tener se había visto anegado por los años de absorber las imágenes mentales de la gente que acudía al bar.
Estaba resultando una larga conversación. Tenía ganas de que la reina fuese al grano.
—Lo que quiero decir —dijo la reina— es que te estoy agradecida, y a los brujos también, porque me hayáis dado una idea mejor de cómo murió Hadley. También me habéis revelado que hay una conspiración mayor contra mí, más allá de los celos de Waldo.
¿Eso había hecho?
—Así que estoy en deuda contigo. Dime qué puedo hacer por ti.
—Eh, ¿mandar muchas cajas para que pueda empaquetar las cosas de Hadley y volver a Bon Temps? ¿Qué alguien se encargue de llevar a la beneficencia las cosas que no quiera?
La reina bajó la mirada, y juraría que esbozó una sonrisa.
—Sí, creo que podré hacer eso —dijo—. Enviaré a algunos humanos mañana para que se encarguen de eso.
—Si alguien pudiera empaquetar las cosas que quiero y llevarlas en una furgoneta a Bon Temps, sería estupendo —dije—. A lo mejor yo podría ir en la parte de atrás.
—Hecho —dijo ella.
Y ahora, el gran favor.
—¿Es realmente necesario que la acompañe a esa gran conferencia? —pregunté, a sabiendas de que ya estaba estirando un poco la cosa.
—Sí —dijo.
Vale, un callejón sin salida.
—Pero te pagaré generosamente —añadió.
Se me iluminaron los ojos. Parte del dinero que había recibido como pago de mis anteriores servicios a los vampiros seguía en mi cuenta de ahorros, y tuve un respiro económico cuando Tara me «vendió» su coche por un dólar, pero estaba tan acostumbrada a vivir al límite con el dinero, que cualquier colchón era siempre bienvenido. Siempre tenía el miedo de romperme una pierna, que mi coche perdiese un tornillo o que se me quemara la casa… Un momento, todo eso ya me había pasado… Bueno, que ocurriese cualquier desastre, como que una racha fuerte de aire se llevara el estúpido tejado que había puesto mi abuela, o algo parecido.
—¿Quería usted quedarse con algo de Hadley? —pregunté, después de desviar mis pensamientos del dinero—. Ya sabe, algún recuerdo.
Algo se encendió en su mirada, algo que me sorprendió.
—Me has quitado las palabras de la boca —respondió la reina, con un adorable rastro de acento francés.
Ay, ay. Ese encantador cambio no podía suponer nada bueno.
—Le pedí a Hadley que me escondiera algo —dijo. Mi medidor de marrones estaba sonando como la alarma de un reloj—. Si lo encontraras en tus paquetes, me gustaría recuperarlo.
—¿Qué es?
—Es una joya —contestó—. Mi marido me la regaló por nuestro compromiso. La dejé aquí antes de casarme.
—Es usted libre de mirar en el joyero de Hadley —dije de inmediato—. Si le pertenece, por supuesto que tiene que recuperarlo.
—Eres muy amable —dijo, recuperando el aire impertérrito—. Es un diamante, un gran diamante, y está engarzado a un brazalete de platino.
No recordaba haber visto nada parecido entre las cosas de Hadley, pero tampoco había mirado con cuidado. Había pensado llevarme el joyero tal cual, y mirar lo que tenía en mi tiempo libre, en Bon Temps.
—Mire ahora —sugerí—. Sé que sería toda una metedura de pata perder un regalo de su marido.
—Oh —dijo amablemente—, ni te lo imaginas. —Sophie-Anne cerró los ojos durante un segundo, como si estuviese demasiado ansiosa para usar palabras—. Andre —llamó, y bastó para que éste se dirigiese al dormitorio. Me di cuenta de que no requirió de más instrucciones. Durante su ausencia, la reina pareció extrañamente incompleta. Me sorprendía que no la hubiera acompañado a Bon Temps y, en un impulso, se lo pregunté.
Ella me miró, con sus cristalinos ojos amplios y vacíos.
—Se suponía que no podía ir —dijo—. Sabía que si Andre se dejaba ver por Nueva Orleans, todo el mundo daría por sentado que yo también estaba en la ciudad. —Me preguntaba si al revés sería lo mismo. De estar la reina aquí, si todo el mundo asumiría que Andre también. Y aquello me produjo un pensamiento que se desvaneció antes de que pudiera agarrarlo.
Andre regresó en ese momento, indicando a la reina con un gesto mínimo de la cabeza que no había encontrado lo que fue a buscar. Por un instante, Sophie-Anne no pareció muy contenta.
—Hadley lo hizo en un momento de ira —dijo, pensando que hablaba para sí misma—, pero podría acabar conmigo desde el otro lado del velo. —Y su rostro se relajó a su habitual neutralidad.
—Estaré atenta por si aparece el brazalete —dije. Sospechaba que el valor del brazalete nada tenía que ver con su tasación—. ¿Lo dejó aquí la noche antes de la boda? —pregunté con cautela.
Supuse que mi prima robó el brazalete de la reina por puro resentimiento ante su boda. Era algo muy típico de ella. De haberlo sabido, habría pedido a los brujos que echaran el reloj atrás en la reconstrucción ectoplásmica. Quizá habríamos visto a Hadley escondiendo el objeto.
La reina hizo un breve gesto con la cabeza.
—Tengo que recuperarlo —explicó—. Entiendes que lo que me preocupa no es el valor del diamante, ¿verdad? Entiendes que el matrimonio entre dos gobernantes vampiros no es cuestión de amor, en la que ambos vayan a perdonarse deslices, ¿verdad? Perder el obsequio de un esposo es una ofensa muy grave. Y el baile de primavera está previsto para dentro de dos noches. El rey espera que lleve puestos sus regalos. Si no… —Su voz se apagó, e incluso Andre pareció preocupado.
—Entiendo lo que quiere decir —dije. Ya había notado la tensión rondar por los pasillos de la sede de Sophie. Habría mucho que resarcir, y Sophie-Anne sería la que tendría que pagar—. Si está aquí, lo recuperará, ¿de acuerdo? —Extendí mis manos, como preguntando si me creía.
—Está bien —respondió ella—. Andre, ya no puedo permanecer más tiempo aquí. Flor de Jade informará de que he subido aquí con Sookie. Sookie, tenemos que fingir que hemos mantenido sexo.
—Lo siento, pero cualquiera que me conozca, sabe que lo mío no son las mujeres. No sé a quién se imagina que informará Flor de Jade… —Claro que lo sabía. Informaría al rey. Pero no me parecía de mucho tacto decir «Sé lo que os lleváis entre manos» en ese preciso momento—. Pero si han hecho sus deberes, ésa es la verdad sobre mí.
—Entonces, quizá lo hiciste con Andre —dijo con calma—. Y me dejaste mirar.
Se me ocurrieron numerosas preguntas, siendo la primera de todas ellas: «¿Siempre haces eso?», seguida de «¿No está bien perder brazaletes, pero sí menear la pelvis con un desconocido?», pero mantuve la boca cerrada. Si alguien me hubiese puesto una pistola en la sien, habría preferido acostarme con la reina antes que con Andre, al margen de mis preferencias de género, porque Andre me ponía los pelos como escarpias. Pero si sólo era fingir…
De un modo muy sobrio, Andre se quitó la corbata, la dobló, se la guardó en el bolsillo y se desabrochó unos cuantos botones de la camisa. Me hizo unas señas con los dedos. Me acerqué a él con cautela. Me rodeó con los brazos, me mantuvo cerca, apretada contra él, e inclinó la cabeza sobre mi cuello. Por un momento pensé que me iba a morder, y tuve un estallido de pánico, pero sin embargo sólo inhaló. Para un vampiro, ése es un acto deliberado, no necesitan hacerlo.
—Pon tu boca en mi cuello —dijo, después de otro largo olfateo sobre mí—. Tu pintalabios se transferirá.
Hice lo que me dijo. Estaba frío como el hielo. Era como… Bueno, era raro. Recordé la sesión fotográfica con Claude; últimamente me pasaba demasiado tiempo fingiendo que mantenía relaciones sexuales.
—Me encanta el olor de hada. ¿Crees que sabe que tiene sangre de hada? —le preguntó a Sophie-Anne mientras yo me encontraba en pleno proceso de transferencia de pintalabios.
Retiré la cabeza de golpe. Lo miré directamente a los ojos, y él me devolvió la mirada. Aún me sostenía, y comprendí que se estaba asegurando de que oliera como él y viceversa, como si de verdad nos hubiésemos acostado. Era evidente que no estaba por la labor de hacerlo de verdad. Menudo alivio.
—¿Qué yo qué? —No le había escuchado correctamente, estaba segura—. ¿Qué tengo qué?
—Tiene buen olfato para estas cosas —dijo la reina—. Mi Andre. —Parecía ligeramente orgullosa.
—Hoy he estado con mi amiga Claudine —dije—. Ella es un hada. De ahí viene el olor. —Estaba claro que necesitaba darme una ducha.
—¿Me permites? —preguntó Andre y, sin esperar una respuesta, me pasó una uña por el brazo herido, justo por encima del vendaje.
—¡Ay! —protesté.
Se impregnó el dedo con un poco de sangre y se lo llevó a la boca. Se lo pasó por toda la boca, como si paladeara un sorbo de vino, y al fin dijo:
—No, el olor a hada no es por asociación. Está en tu sangre —Andre me miró de tal forma que sus palabras no admitían debate alguno—. Tienes un ligero aroma de hada. ¿Alguno de tus abuelos era medio faérico?
—No sé nada al respecto —dije, a sabiendas de que sonaba a estúpida, aunque no hubiera sabido qué otra cosa responder—. Si alguno de mis abuelos era algo más que humano, no me lo dijeron.
—Claro que no —apuntó la reina, como si fuese lo más obvio—. La mayoría de los humanos de ascendencia faérica lo ocultan porque realmente no se lo creen. Prefieren pensar que sus padres estaban locos. —Se encogió de hombros. ¡Inexplicable!—. Pero esa sangre explicaría por qué tienes tantos pretendientes sobrenaturales y ningún admirador humano.
—No tengo admiradores humanos porque no los quiero —dije, francamente molesta—. Puedo leer sus mentes, y eso los espanta, si es que no les repele de antemano mi reputación de tía rara —añadí, insistiendo en mi tono ya pasado de honestidad.
—Es muy triste que un humano que puede leer la mente admita que ninguno de sus congéneres le resulta tolerable —dijo la reina.
Supongo que ésa era la última palabra sobre el valor de la habilidad para leer la mente. Decidí que lo mejor sería acabar ahí con la conversación. Tenía muchas cosas en las que pensar.
Bajamos las escaleras, Andre por delante, seguido por la reina y yo cerrando la fila. Andre insistió en que me quitara los zapatos y los pendientes para que se entendiera mejor que me había desnudado y que me acababa de vestir de nuevo.
Los demás vampiros aguardaban obedientes en el patio, y llamamos su atención cuando empezamos a bajar. La cara de Flor de Jade no cambió un ápice cuando leyó las pistas de lo que había pasado en la última media hora, pero al menos no parecía escéptica. Los hermanos Bert parecían saberlo, aunque no mostraban ningún interés, como si la escena de Sophie-Anne mirando a su guardaespaldas tener relaciones sexuales (con una virtual desconocida) fuese algo rutinario.
Mientras permanecía en la entrada a la espera de nuevas instrucciones, Rasul desprendía desde su rostro un leve pesar, como si lamentara que no lo hubieran incluido en la fiesta. Quinn, por su parte, tenía los labios apretados en una línea tan fina, que no se le podría haber metido en la boca ni el papel más fino. Había una cerca que remendar.
Pero, mientras salíamos del apartamento de Hadley, la reina me dijo muy específicamente que no compartiese su historia con nadie, con énfasis en el «nadie». Tendría que idear una forma para que Quinn se enterara de las cosas, sin que las supiera realmente.
Sin más discusión o charla social, los vampiros se metieron en su coche. Mi mente estaba tan atestada de ideas y conjeturas, que me sentí como ebria. Quería llamar a mi hermano Jason, y decirle que, después de todo, no era tan irresistible, sino que era la sangre que tenía, sólo para ver qué decía. No, un momento, Andre había dicho que los humanos no se veían afectados por la cercanía de un hada igual que los vampiros. O sea, que los humanos no querían consumir hadas, aunque las encontraran sexualmente atractivas (pensé en la cantidad de gente que siempre rodeaba a Claudine en el Merlotte's). Y Andre había dicho que la sangre de hada también atraía a otros seres sobrenaturales, aunque no de los que se las comen, como los vampiros. ¿Acaso no se sentiría Eric aliviado? ¡Se alegraría de saber que en realidad no me quería! ¡Todo era por la sangre de hada!
Observé cómo se alejaba la limusina real. Mientras luchaba contra una oleada compuesta de media docena de emociones, Quinn hacía lo propio con una sola.
Estaba justo delante de mí, con gesto enfadado.
—¿Cómo te ha convencido ella, Sookie? —inquirió—. Si hubieras gritado, habría subido en un segundo. ¿O es que querías hacerlo? Habría jurado que no eras de ese tipo.
—No me he acostado con nadie esta noche —dije, mirándole directamente a los ojos. Después de todo, eso no revelaba nada de lo que la reina me había comentado. Simplemente… corregía el error—. Está bien que los demás lo piensen —expliqué con tranquilidad—, pero tú no.
Se me quedó mirando un largo instante, sus ojos interrogando a los míos, como si llevaran algo escrito tras los globos oculares.
—¿Y te gustaría acostarte con alguien esta noche? —preguntó. Me besó. Me besó durante un buen, buen rato, de pie, los dos pegados en el patio. Los brujos no volvieron; los vampiros se habían marchado. Sólo el ocasional gato cruzando la calle o una lejana sirena nos recordó que estábamos en medio de una ciudad. Aquello era muy diferente a cómo imaginaba que habría sido estar con Andre. Quinn era cálido y podía sentir sus músculos bajo la piel. Podía escuchar su respiración y sus latidos. Podía sentir la agitación de sus pensamientos, que ahora estaban centrados en la cama que sabía que habría en alguna parte, arriba, en el apartamento. Le encantaba mi olor, mi tacto, la sensación que le transmitían mis labios…, y una buena parte de Quinn atestiguaba tal hecho. Esa gran parte estaba apretada entre los dos en ese preciso momento.
Me había acostado con otros dos hombres, y ninguna de las dos veces salió muy bien. No les conocía demasiado. Actuaba impulsivamente. Hay que aprender de los errores. Por un instante, no me sentí especialmente lista.
Afortunadamente para mi habilidad de toma de decisiones, el teléfono de Quinn escogió ese momento para sonar. Dios lo bendiga. Estuve a nada de tirar todo mi buen juicio por la ventana porque me había sentido sola y asustada durante la noche, y Quinn se me antojaba muy familiar y me anhelaba con todo su ser.
Quinn, sin embargo, no seguía el mismo derrotero de mis pensamientos (ni por asomo), y maldijo cuando el teléfono sonó por segunda vez.
—Perdona —dijo, furioso, y cogió la llamada—. Está bien —contestó, después de escuchar durante un rato la voz del otro lado de la línea—. Está bien, allí estaré. —Cerró el diminuto móvil—. Jake pregunta por mí.
Estaba tan perdida entre la lujuria y el alivio, que me llevó un momento atar los cabos. Jake Purifoy, el empleado de Quinn, pasaba su segunda noche como vampiro. Tras alimentarse de un voluntario, había vuelto en sí y quería hablar con Quinn. Había pasado semanas en un armario, en suspensión animada, y había mucho sobre lo que ponerse al día.
—Entonces, te tienes que ir —dije, orgullosa de que mi voz saliera prácticamente llana—. Quizá recuerde quién le atacó. Mañana te diré lo que he visto aquí esta noche.
—¿Habrías accedido? —preguntó—. ¿Si no nos hubieran molestado?
Lo medité.
—De haber sido así, me habría arrepentido —respondí—. No porque no me gustes. Me gustas. Pero llevo un par de días sin dormir. Sé que soy bastante fácil de engatusar. —Traté de que lo que decía sonara obvio, sin autocompasión. A nadie le gusta una llorica, y menos a mí—. No me apetece hacer nada con alguien sólo porque está cachondo en ese momento. Nunca me he considerado una mujer de una noche. Si tengo sexo contigo, quiero estar segura de que es porque quieres estar conmigo y porque te gusto por quien soy, no por lo que soy.
Puede que un millón de mujeres hubieran dado el mismo discurso. Yo lo sentía con la misma sinceridad que ese millón. Y Quinn me dio la respuesta perfecta: —¿Y quién querría una sola noche contigo? —dijo, antes de marcharse.