17

La reina era propietaria de un bloque de edificios en el centro de Nueva Orleans, puede que a tres manzanas del barrio francés. Eso da una buena pista del dinero que maneja. Cenamos temprano (de repente me di cuenta del hambre que tenía), y luego Claudine me dejó a un par de manzanas, porque cerca de la sede de la reina había demasiado tráfico y estaba todo atestado de turistas. Si bien el gran público no sabía que Sophie-Anne Leclerq era una reina, sí estaba al tanto de que era una vampira muy adinerada con un montón de propiedades inmobiliarias y que se gastaba ingentes cantidades de dinero en la comunidad. Además, sus guardaespaldas eran de procedencia muy variada y habían recibido un permiso especial para llevar armas dentro de los límites de la ciudad. Eso quería decir que sus propiedades, oficinas y viviendas estaban en la lista turística de lugares que debían visitarse, sobre todo de noche.

Aunque el tráfico rodeaba el edificio de día, por la noche, las calles de la zona sólo estaban abiertas para los peatones. Los autobuses paraban a una manzana, y los guías turísticos conducían a los forasteros por el edificio reformado. Grupos organizados y turistas independientes incluían lo que los guías llamaban «Sede vampírica» en sus planos.

La seguridad saltaba a la vista. Todo el edificio podría ser perfectamente un objetivo potencial de la Hermandad del Sol.

Algunos negocios de vampiros habían sido atacados en otras zonas del país, y la reina no estaba dispuesta a perder su no vida de esa manera.

Los vigilantes de servicio eran vampiros, y ponían los pelos de punta al más pintado. La reina tenía su propio SWAT vampírico. Aunque estas criaturas eran letales por sí mismas, la reina se había dado cuenta de que los humanos prestaban más atención si veían siluetas reconocibles. Así que no sólo los hacía ir fuertemente armados, sino que lucían chalecos antibalas negros sobre uniformes del mismo color. Eran unos asesinos letales de lo más chic.

Claudine me había preparado para todo eso durante la cena, por lo que me sentí muy bien informada cuando me dejó. También me dio la impresión de acudir a una fiesta en el jardín de la reina de Inglaterra con mi nueva ropa. Al menos no tenía que llevar sombrero. Pero mis tacones marrones corrían peligro sobre el tosco suelo.

—Contemplen la sede de la vampira más famosa y prominente de Nueva Orleans, Sophie-Anne Leclerq —le estaba diciendo un guía a su grupo. Vestía un llamativo atuendo de estilo colonial: sombrero de tricornio, calzones hasta las rodillas, medias y zapatos abotonados. Dios mío de mi vida. Cuando me paré a escuchar, sus ojos repararon en mí, repasaron mi atuendo, y se agudizaron con interés—. Quienquiera que acuda a una recepción de Sophie-Anne, no puede hacerlo con ropa de diario. —Mantuvo allí al grupo y me dedicó unos gestos—. Esta joven señorita lleva una ropa más que adecuada para una entrevista con la vampira…, una de las vampiras más ilustres de Estados Unidos. —Sonrió al grupo, invitándoles a compartir con él la referencia.

Había otros cincuenta vampiros tan prominentes como ella. Puede que no tan coloridos u orientados a las relaciones públicas como Sophie-Anne Leclerq, pero la gente no tenía ni idea.

En vez de rodearlo del típico aire mortal y exótico, el «castillo» de la reina se parecía más a una Disneylandia macabra, gracias a los vendedores ambulantes de recuerdos, los guías turísticos y los tímidos curiosos. Había incluso un fotógrafo. En cuanto me acerqué al primer anillo de seguridad, un hombre se puso delante de mí de un salto y me sacó una foto. El flash me dejó petrificada y lo miré (al menos miré hacia donde creía que se encontraba) mientras los ojos se me volvían a acostumbrar a la oscuridad. Cuando por fin pude verlo bien, descubrí que era un hombre pequeño y mugriento con una gran cámara y expresión decidida. Se apartó de inmediato hacia lo que supuse que era su posición habitual, una esquina del lado opuesto de la calle. No se ofreció a venderme la foto o a darme una explicación sobre dónde podría comprarla. Sencillamente no dijo nada.

Tuve una mala sensación acerca del incidente. Cuando hablé con uno de los guardias, mis sospechas se confirmaron.

—Es un espía de la Hermandad —dijo el vampiro, señalando con la cabeza en dirección al hombrecillo. Comprobó que mi nombre estaba en una lista sujeta con un clip. El guardia era un hombre corpulento, de piel marrón y una nariz curvada como el arco iris. Nació humano en alguna parte de Oriente Medio, hace no se sabe cuánto. El parche adherido con velero a su casco ponía «RASUL»—. Tenemos prohibido matarlo —continuó Rasul, como si estuviese explicando una costumbre local algo embarazosa. Me sonrió, lo cual resultó también desconcertante. El casco le cubría buena parte de la cara, y la correa de seguridad era de las que redondean la barbilla, por lo que apenas podía ver nada de ella. Entre lo poco que se percibía estaban, por el momento, sus blancos y afilados dientes—. La Hermandad fotografía a cualquiera que entre o salga del edificio, y no parece que haya nada que podamos hacer, ya que queremos mantener la buena voluntad de los humanos.

Rasul asumió correctamente que yo era una aliada de los vampiros, al estar en la lista de invitados. Me trató con una camaradería que hallé relajante.

—Sería maravilloso que le pasase algo a su cámara —sugerí—. Yo ya estoy en la lista negra de la Hermandad.

Aunque me sentía culpable por pedirle a un vampiro que arreglase un accidente contra otro ser humano, estaba demasiado apegada a mi vida como para no querer que pasara.

Sus ojos centellearon cuando pasamos bajo una farola. La luz incidió en ello de tal modo que, por un momento, lanzaron un tenue destello rojo, como la gente normal a veces, cuando les sacan una foto con flash.

—Por extraño que parezca, ya le han pasado algunas cosas a su cámara —dijo Rasul—. De hecho, dos de ellas quedaron machacadas sin posibilidad de reparación. ¿Qué más da un accidente más? No doy nada por hecho, pero haremos todo lo que esté en nuestra mano, adorable señorita.

—Muchas gracias —dije—. Te agradecería cualquier cosa que pudieras hacer. Más tarde, es posible que hable con una bruja que quizá podría encargarse del problema por vosotros. Quizá podía hacer que todas las fotos saliesen veladas, o algo así. Deberíais llamarla.

—Es una idea excelente. Ésta es Melanie —dijo, cuando llegamos a las puertas principales—. La dejo con ella y vuelvo a mi puesto. ¿Qué le parece si nos vemos a la salida y me da el teléfono y la dirección de la bruja?

—Claro —convine.

—¿Le ha dicho alguien alguna vez que desprende un maravilloso olor a hada? —dijo Rasul.

—Oh, es que acabo de estar con mi hada madrina —expliqué—. Me llevó de compras.

—Y el resultado es maravilloso —dijo gentilmente.

—Eres un adulador. —No pude evitar corresponder con una sonrisa. Mi ego había recibido un golpe en el plexo solar la noche anterior (pero ya no estaba pensando en ello, claro), y algo como la humilde admiración del guardia era justo lo que necesitaba, aunque hubiese sido el olor de Claudine lo que la había provocado.

Melanie era una mujer delicada, a pesar del uniforme SWAT.

—Qué rico, huele a hada —dijo, y consultó su propia lista—. ¿Es usted Stackhouse? La reina la esperaba anoche.

—Me hice daño. —Extendí el brazo, mostrando el vendaje. Gracias a un montón de Advil, el dolor se había reducido a un leve palpitar.

—Sí, algo me han contado. El neonato se lo está pasando en grande esta noche. Ha recibido instrucciones, tiene mentor y disfruta de un donante voluntario. Cuando vuelva más en sí, podrá decirnos cómo lo convirtieron.

—¿Oh? —Noté que la voz me fallaba cuando me di cuenta de que estaba hablando de Jake Purifoy—. ¿Podría no recordarlo?

—Si fue un ataque por sorpresa, es posible que no recuerde nada durante un tiempo —respondió, encogiéndose de hombros—. Pero la memoria siempre vuelve, tarde o temprano. Mientras tanto, disfrutará de barra libre. —Se rió ante mi mirada inquisitiva—. Se apuntan por tener el privilegio, ya sabe. Estúpidos humanos. —Volvió a encogerse de hombros—. Cuando has pasado por la emoción de alimentarte, eso ya no tiene ningún secreto. La verdadera diversión estriba en la caza.

Melanie no estaba de acuerdo con la nueva política vampírica de alimentarse sólo de humanos voluntarios o de sangre sintética. Echaba de menos la antigua dieta.

Traté de parecer educadamente interesada.

—Cuando la presa se presta a ello tomando la iniciativa, no es lo mismo —gruñó—. Estas modernidades… —Agitó su pequeña cabeza en grave exasperación. Como era tan pequeña y su casco casi le comía toda la cabeza, no pude evitar una sonrisa.

—Entonces, ¿se despierta y le dais al voluntario? ¿Cómo si soltarais un ratón en el terrario de una serpiente? —Hice un esfuerzo por mantener la expresión seria. No quería que Melanie pensara que me reía de ella.

Tras un momento de suspicacia, Melanie habló:

—Más o menos. Se le forma primero. Hay más vampiros presentes.

—¿Y el voluntario sobrevive?

—Firman una exculpación de antemano —dijo Melanie con cuidado.

Me estremecí.

Rasul me había escoltado desde el otro lado de la calle hasta la entrada principal a la sede de la reina. Era un edificio de oficinas de dos plantas, quizá de la década de los cincuenta, y ocupaba toda una manzana. En otros lugares, el sótano habría hecho las veces de refugio para los vampiros, pero Nueva Orleans está por debajo del nivel del mar y eso era imposible. Todas las ventanas habían sido tratadas a tal efecto. Los paneles que las cubrían estaban decorados con motivos del Mardi Gras[2], de modo que el edificio, de ladrillo visto, estaba salpicado de diseños rosas, púrpuras y verdes con fondo blanco o negro. También había parches iridiscentes en las contraventanas, como los adornos del propio Mardi Gras. El efecto resultaba desconcertante.

—¿Qué hace cuando monta una fiesta? —pregunté. Aparte de las contraventanas, el aspecto prosaicamente cuadrado de las oficinas era de todo menos festivo.

—Oh, es dueña de un antiguo monasterio —dijo Melanie—. Puede llevarse un folleto antes de marcharse. Allí es donde se celebran todas las ceremonias de Estado. Algunos de los más antiguos no pueden entrar en la vieja capilla, pero aparte de eso… Está rodeado por un muro alto, por lo que es fácil de vigilar, y la decoración es muy bonita. La reina tiene apartamentos allí, pero es demasiado peligroso para vivir todo el año.

No se me ocurrió nada que decir. Dudaba mucho de que pudiera ver la residencia de Estado de la reina. Pero Melanie parecía aburrida e inclinada a la charla.

—Tengo entendido que es la prima de Hadley —sondeó.

—Así es.

—Es extraño pensar en familiares vivos. —Apartó la mirada por un momento, con toda la melancolía que podía permitirse un vampiro. Luego pareció sacudirse mentalmente—. Hadley no estaba mal para ser una chiquilla. Pero pareció dar por sentado que como vampira viviría eternamente. —Melanie agitó la cabeza—. Nunca debió cruzarse en el camino de alguien tan antiguo y astuto como Waldo.

—Y que lo digas.

—Chester —llamó Melanie. Chester era el siguiente guardia de la fila, y se encontraba junto a una figura ataviada con lo que empezaba a resultarme ya familiar: el uniforme SWAT.

—¡Bubba! —exclamé, en cuanto el vampiro dijo: «¡Señorita Sookie!».

Bubba y yo nos abrazamos, para diversión de los vampiros. Ellos no suelen estrecharse la mano en circunstancias normales, y un abrazo es, como mínimo, igual de estrafalario en su cultura.

Me alegró ver que no le habían dejado llevar un arma, sino sólo los accesorios de la vestimenta. La ropa militar no le sentaba mal, y eso le dije.

—El negro te queda muy bien con el pelo —le dije, y Bubba esbozó su célebre sonrisa.

—Es usted supermaja por decirme eso —dijo—. Muchas gracias.

En otro tiempo, el planeta entero habría reconocido la cara y la sonrisa de Bubba. Cuando lo llevaron a una morgue de Phoenix, un empleado vampiro detectó en él un diminuto atisbo de vida. Y como era un gran fan suyo, se echó a la espalda la responsabilidad de traer de vuelta al famoso cantante, y así nació la leyenda. Por desgracia, el cuerpo de Bubba estaba tan saturado de drogas y daños físicos, que la conversión no salió del todo bien, y el mundo vampírico se fue turnando para cuidar de Bubba; era una auténtica pesadilla para las relaciones públicas.

—¿Cuánto llevas aquí, Bubba? —pregunté.

—Oh, un par de semanas, pero me gusta mucho —respondió—. Hay muchos gatos callejeros.

—Qué bien —dije, tratando de no pensar en ello de forma demasiado gráfica. Me encantan los gatos, al igual que a Bubba, pero no nos gustan en el mismo sentido.

—Los humanos que le ven creen que es un imitador —dijo Chester en voz baja. Melanie había vuelto a su puesto, y Chester, que había sido un muchacho de pelo rubio, procedente de algún lugar remoto, con una dentadura defectuosa cuando fue convertido, era quien ahora estaba a mi cargo—. Eso no da ningún problema la mayoría de las veces. Pero, de vez en cuando, alguno le llama por el que solía ser su nombre. O le piden que cante.

En esos días, Bubba cantaba ya muy raras veces, aunque de vez en cuando se podía conseguir que entonara una o dos canciones. Solían ser ocasiones memorables. Aun así, la mayor parte de las veces, negaba que pudiera cantar una sola nota, y solía ponerse muy nervioso cuando lo llamaban por su verdadero nombre.

Nos fue siguiendo, mientras Chester me guiaba más allá, edificio adentro. Giramos y ascendimos un piso, encontrándonos con cada vez más vampiros (y algún que otro humano), yendo de acá para allá con aire determinado. Era como cualquier edificio de oficinas, cualquier día de la semana, salvo que los trabajadores eran vampiros y que el cielo estaba más oscuro del que nunca se había visto en Nueva Orleans. A medida que avanzábamos, me di cuenta de que algunos vampiros parecían más tranquilos que otros. Caí en que los que estaban más agitados tenían los mismos broches prendidos al cuello, broches con la forma del Estado de Arkansas. Debían de formar parte del séquito del marido de la reina, Peter Threadgill. Cuando uno de los vampiros de Luisiana se topó con uno de los de Arkansas, el segundo lanzó un gruñido, y por un momento pensé que se produciría una pelea en un pasillo por culpa de un silencioso incidente.

Ay, cómo me hubiese gustado salir de allí. La atmósfera estaba muy tensa.

Chester se detuvo ante una puerta que no parecía muy diferente a las otras que estaban cerradas, de no ser por los dos enormes vampiros que había a ambos lados. Ambos debieron de ser considerados como gigantes en su tiempo. Medirían casi dos metros. Parecían hermanos, pero puede que sólo se pareciesen en el tamaño y las caras, así como en el color castaño del pelo, y que eso desencadenase la comparación: hombros anchos, barba, coleta que llegaba a la espalda, ambos con pinta de ser carne para el circuito de lucha libre. Uno de ellos lucía una enorme cicatriz que le cruzaba la cara, sufrida antes de la muerte, por supuesto. El otro debió de sufrir alguna enfermedad de la piel en su vida original. No eran meros objetos decorativos; eran absolutamente letales.

Por cierto, un promotor tuvo la idea de organizar un circuito de lucha libre para vampiros un par de años atrás, pero no cuajó. En el primer combate, un vampiro arrancó el brazo del otro mientras se retransmitía en directo por la televisión. Los vampiros no acaban de pillar el concepto de lucha de exhibición.

Esos dos tenían una buena colección de cuchillos, y cada uno llevaba un hacha en el cinturón. Supongo que pensaban que si alguien llegaba tan lejos, las armas de fuego no serían ya de demasiada utilidad. Además, sus propios cuerpos eran ya arma suficiente.

—Bert, Bert —dijo Chester, haciendo sendos gestos a los vampiros—. Ella es la señorita Stackhouse; la reina quiere verla.

Se dio la vuelta y se marchó, dejándome con los guardaespaldas de la reina.

Gritar no parecía la mejor idea, así que dije:

—No me puedo creer que los dos tengáis el mismo nombre. Se ha equivocado, ¿verdad?

Dos pares de ojos marrones se clavaron en mí atentamente.

—Yo soy Sigebert —dijo el de la cicatriz con un fuerte acento que no fui capaz de identificar. Pronunció su nombre tal que así: «Si-ya-bairt». Chester había usado una versión muy americanizada de lo que debía de ser un nombre muy antiguo—. Ésste ess mi herrmano Wybert.

«¿Éste es mi hermano Way-bairt?».

—Hola —dije, procurando no dar un respingo—. Yo soy Sookie Stackhouse.

No parecían muy impresionados. Justo en ese momento, una de las vampiras con broche pasó rozando, lanzando una mirada de velado menosprecio a los hermanos, y la atmósfera del pasillo se volvió letal. Sigebert y Wybert miraron fijamente a la vampira, una mujer alta en traje de ejecutiva, hasta que dobló una esquina. Luego, su atención volvió a posarse en mí.

—La rreina esstá… ocupadda —dijo Wybert—. Cuando quiera que entres en su estancia, la luz se encenderá. —Indicó una luz redonda adosada a la pared, a la derecha de la puerta.

Así que estaría allí varada durante un plazo indefinido; hasta que la luz se encendiera.

—¿Vuestros nombres significan algo? Intuyo que son… ¿inglés antiguo? —oí que decía mi voz.

—Somos sajones. Nuesstrro paddrre viajó de Alemmannia a Inglaterra, como ahorra la llamáis —dijo Wybert—. Mi nombre siggnificca Batalla Reluciente.

—Y el mío Vidorria Reluciente —añadió Sigebert.

Recordé un programa que vi en el Canal de Historia. Los sajones acabaron convirtiéndose en los anglosajones, y luego fueron sometidos por los normandos.

—Entonces, os han criado como guerreros —dije, tratando de parecer inteligente.

Intercambiaron miradas.

—No había otrra cossa —dijo Sigebert. El extremo de su cicatriz se contoneaba cada vez que hablaba, y yo procuraba no mirarla demasiado—. Somoss hijoss de un Caudillo.

Se me ocurrieron cien preguntas que hacerles sobre sus vidas humanas, pero hacerlo en medio de un pasillo de un edificio de oficinas en plena noche no me pareció el mejor momento.

—¿Y cómo os convertisteis en vampiros? —pregunté—. Quizá es una cuestión muy sensible. Si lo es, olvidadla. No quiero remover heridas.

De hecho, Sigebert se miró levemente, como si buscase las heridas de las que hablaba, así que llegué a la conclusión de que el idioma coloquial no era su punto fuerte.

—Esta mujer… muy bella… vino a nosotrross la noche antes de la batalla —dijo Wybert a tropezones—. Dijo… nosotros somos máss fuerrtess si ella… nos posee.

Me miraron inquisitivamente, así que asentí para dar a entender que comprendía que Wybert decía que una vampira había mostrado su interés en acostarse con ellos. ¿O lo habían entendido ellos así? No sabría decirlo. Pensé que la vampira era muy ambiciosa al tomar a esos dos humanos a la vez.

—Ella no dijo que lucharríamos sólo de noche despuéss de esso —dijo Sigebert encogiéndose de hombros, como para decir que algo se les había escapado—. No hicimos muchas prreguntass. ¡Demassiado ansiososs! —Y sonrió. Vale, no hay nada tan temible como un vampiro al que sólo le quedan los colmillos. Puede que Sigebert tuviera más dientes en el fondo de la boca, unos que no era capaz de divisar desde mi altura, pero los dientes completos, aunque podridos, de Chester se me antojaron perfectos en comparación.

—Eso debió de ocurrir hace mucho tiempo —dije, incapaz de pensar en otra cosa—. ¿Cuánto tiempo lleváis trabajando para la reina?

Sigebert y Wybert se miraron el uno al otro.

—Dessde essa noche —dijo Wybert, asombrado por que no le hubiera comprendido—. Somoss suyoss.

Mi respeto por la reina, y puede que mi miedo, eclosionó en ese momento. Sophie-Anne, si es que ése era su nombre, había sido valiente, estratégica y ambiciosa en su carrera como líder vampírica. Los había convertido y los había mantenido junto a ella mediante un vínculo (cuyo nombre no iba a repetirme ni siquiera a mí misma) que, según me había explicado, era más poderoso que cualquier otra ligazón emocional para un vampiro.

Para mi alivio, la luz verde se encendió en la pared.

—Entrra ahorra —dijo Sigebert, y abrió la pesada puerta. Él y su hermano se despidieron de mí con un gesto de la cabeza mientras atravesaba el umbral de una sala que se parecía al despacho de cualquier ejecutivo. Sophie-Anne Leclerq, reina de Luisiana, y otro vampiro, estaban sentados ante una mesa redonda atestada de papeles. Ya había visto a la reina antes, cuando vino a mi casa para hablarme de la muerte de mi prima. Entonces no me di cuenta de lo joven que debía ser cuando murió, puede que no tuviera más de quince años. Era una mujer elegante, frisando por poco, quizá, el metro setenta, y estaba acicalada hasta la última pestaña. Maquillaje, vestido, pelo, medias, joyería. Toda la carne al asador.

El vampiro que estaba a su lado era su equivalente masculino. Llevaba un traje que debía de costar lo que mi factura de la televisión por cable de un año. Estaba afeitado, le habían hecho la manicura y olía de tal manera que ya no parecía un hombre. En el bosque donde vivo, rara vez veo hombres tan acicalados. Di por hecho que estaba ante el nuevo rey. Me pregunté si murió tal como lo veía ahora; de hecho, me pregunté si la funeraria lo habría acicalado así, inconsciente de que su descenso bajo tierra sólo iba a ser temporal. De ser ése el caso, era más joven que su reina. Puede que la edad no fuese un requisito cuando uno aspira a la realeza.

Había otras dos personas en la sala. Un hombre, de apenas un metro, detrás de la silla de la reina, con las piernas separadas y las manos sujetas por delante. Tenía el pelo muy corto, de un rubio casi blanco, y unos ojos brillantes y azules. Su rostro carecía de madurez; parecía un niño grande, pero con los hombros de un hombre. Iba trajeado, y estaba armado con un sable y una pistola.

Detrás del hombre de la mesa había una mujer, una vampira, vestida de rojo: pantalones amplios, camiseta y zapatillas Converse. Su elección no era muy afortunada. No le sentaba bien el rojo. Era asiática, y pensé que podría ser de Vietnam (país que, probablemente, en su momento se llamaría de una forma bien distinta). Tenía unas uñas muy cortas y sin pintar, y una aterradora espada enfundada a la espalda. Cualquiera diría que le habían cortado el pelo a la altura de la barbilla con unas tijeras herrumbrosas. Tenía la cara poco agraciada que Dios le había dado.

Dado que nadie me había informado sobre cuál era el protocolo adecuado, incliné mi cabeza hacia la reina y dije:

—Me alegro de volver a verla, señora. —Y traté de agradar al rey repitiendo el gesto de la cabeza. Los dos de atrás, que debían de ser asistentes o guardaespaldas, recibieron inclinaciones menores. Me sentí como una idiota, pero no quería pasarlos por alto. Aun así, ellos no tuvieron ningún problema en ignorarme a mí, después de lanzarme unas miradas exhaustivas y amenazadoras.

—Has vivido algunas aventuras en Nueva Orleans —dijo la reina a modo de cauta introducción. No sonreía, pero tampoco parecía hacerlo a menudo.

—Así es, señora.

—Sookie, te presento a mi marido, Peter Threadgill, rey de Arkansas. —No mostró el menor rastro de afecto en su cara. Bien podría haber estado presentándome a su mascota, Copito de Nieve.

—Hola, ¿qué tal? —dije, y repetí el gesto de la cabeza, añadiendo rápidamente «señor». Vale, ya estaba cansada del jueguecito.

—Señorita Stackhouse —dijo, antes de devolver su atención a los papeles que tenía delante. La mesa redonda era amplia, y estaba cubierta de cartas, impresiones de ordenador y un surtido de papeles (¿documentos bancarios?).

Mientras me sentía aliviada por no ser objeto del interés del rey, empecé a preguntarme qué hacía yo allí. Me hice una idea cuando la reina empezó a preguntarme por la noche anterior. Le conté con todo el detalle posible lo ocurrido.

Parecía muy seria mientras le contaba lo del conjuro estático de Amelia, y sus efectos sobre el cuerpo.

—¿No crees que la bruja sabía de la presencia del cuerpo cuando lanzó el conjuro? —preguntó la reina. Me di cuenta de que, si bien los ojos del rey estaban clavados en sus papeles, no los había movido desde que empecé a hablar. Claro que quizá era una persona de lectura lenta.

—No, señora. Sé que Amelia no tenía ni idea de que hubiera un cuerpo.

—¿Lo sabes por tu habilidad telepática?

—Sí, señora.

Peter Threadgill me miró entonces, y vi que sus ojos eran de un gris glacial algo inusual. Su cara era muy angulosa: nariz como una hoja afilada, labios finos y rectos, pómulos altos.

Los monarcas eran atractivos, pero no de una forma que me impresionara especialmente. Tuve la sensación de que el sentimiento era mutuo. A Dios gracias.

—Tú eres la telépata que mi querida Sophie quiere llevar a la conferencia —dijo Peter Threadgill.

Como me estaba diciendo algo que ya sabía, no sentí la necesidad de responder. Pero la discreción le ganó la mano a la llana irritación.

—Así es.

—Stan tiene uno —explicó la reina a su marido, como si los vampiros coleccionasen telépatas del mismo modo que los entusiastas de los perros springer spaniels.

El único Stan al que conocía era el líder de los vampiros de Dallas, y el único telépata al que había conocido vivía allí. Por las palabras de la reina, deduje que la vida de Barry el botones había cambiado mucho desde que nos vimos. Al parecer, ahora trabajaba para Stan Davis. No sabía si Stan era el sheriff o el rey, porque por aquel entonces no sabía que los vampiros tuvieran cosas parecidas.

—¿Eso quiere decir que deseas igualar tu séquito al de Stan? —le preguntó Peter Threadgill a su esposa de un modo claramente poco afectivo. A tenor de las pistas que me habían lanzado, saltaba a la vista que no era una relación romántica. Si tuviese que decidir de qué se trataba, diría que no llegaba tan siquiera a una relación lujuriosa. Sabía que la reina se había aficionado a mi prima Hadley carnalmente, y los dos hermanos de la puerta me dieron a entender que les daba marcha. Peter Threadgill no se acercaba a ninguno de esos casos en el espectro. Pero puede que eso tan sólo demostrase que la reina era omnisexual, si es que la palabra existe. Tendría que consultar el término cuando volviese a casa. Si alguna vez volvía.

—Si Stan ve una ventaja emplear a una persona así, no puedo por menos que tenerlo en consideración, especialmente dado que tenemos una tan fácilmente disponible.

Así que yo era una mercancía.

El rey se encogió de hombros. No me había hecho tampoco muchas expectativas, pero esperaba que el rey de un estado tan agradable, pobre y pintoresco como Arkansas fuese menos sofisticado y tuviese más sentido del humor. Puede que Peter Threadgill fuera un aventurero de Nueva York. Los acentos de los vampiros solían abarcar todo el mapa (literalmente), y era imposible reconocer el suyo.

—¿Y qué crees que pasó en el apartamento de Hadley? —me preguntó la reina, volviendo al tema original.

—No sé quién atacó a Jake Purifoy —dije—, pero la noche que Hadley fue al cementerio con Waldo, el cuerpo exangüe de Jake acabó en su armario. No sabría decir cómo llegó allí. Por eso Amelia va a hacer una ecto no sé qué esta noche.

La expresión de la reina cambió; de hecho, parecía interesada.

—¿Va a realizar una reconstrucción ectoplásmica? Había oído hablar de ellas, pero nunca había visto una.

El rey parecía más que interesado. Durante una fracción de segundo, pareció extremadamente enfadado.

Me obligué a centrarme en la reina.

—Amelia se preguntaba si usted no tendría inconveniente en… financiarla. —Me pregunté si sería apropiado añadir «mi señora», pero no fui capaz de hacerlo.

—No sería mala inversión, habida cuenta de que nuestro nuevo vampiro podría habernos metido en un buen lío. Si se hubiese perdido entre la población… Estaré encantada de pagar.

Lancé un suspiro de puro alivio.

—Creo que yo también miraré —añadió la reina antes de que pudiera exhalar.

Me pareció la peor idea del mundo. Pensé que la presencia de la reina halagaría tanto a Amelia que la dejaría seca de magia. No obstante, no tenía la menor intención de decirle a Su Majestad que no era bienvenida.

Peter Threadgill alzó la mirada de golpe cuando la reina anunció que observaría la reconstrucción.

—No creo que debas hacerlo —dijo con voz suave y autoritaria—. A los gemelos y a Andre les costará protegerte en un barrio como ése.

Me pregunté si el rey de Arkansas tenía la menor idea de cómo era el barrio de Hadley. Lo cierto es que era una zona tranquila de clase media, sobre todo si la comparábamos con el zoo que era la sede central de los vampiros, con el constante flujo de turistas, piquetes y fanáticos con cámaras.

Sophie-Anne ya se disponía a salir. Su preparación consistió en mirarse en un espejo para asegurarse de que su aspecto impecable seguía impecable y deslizarse en sus zapatos de tacón alto, que estaban bajo la mesa. Había estado sentada, descalza. El detalle me dibujó una Sophie-Anne Leclerq más real. Había una personalidad detrás de esa brillante apariencia.

—Supongo que querrás que Bill nos acompañe —me dijo la reina.

—No —solté. Vale, eso sí que era personalidad, y era desagradable y cruel.

La reina pareció genuinamente sorprendida. Su marido se mostró ultrajado ante mi grosería, alzando de repente la cabeza y taladrándome con esos ojos grises refulgentes de ira. La reina simplemente dio marcha atrás ante mi reacción.

—Pensaba que erais pareja —dijo con una voz perfectamente equilibrada.

Me mordí la lengua para cortar mi primera respuesta. Traté de recordar con quién estaba hablando y, casi en un susurro, expliqué:

—Ya no lo somos —respiré hondo e hice un gran esfuerzo—. Lamento haber sido tan brusca. Perdóneme, se lo ruego.

La reina se limitó a mirarme durante unos segundos más, y ni así obtuve la menor pista sobre sus pensamientos, emociones o intenciones. Era como mirar a una antigua bandeja de plata: superficie brillante, con motivos elaborados, y áspera al tacto. Hadley había sido toda una osada al acostarse con una mujer tan alejada de mi comprensión.

—Estás perdonada —dijo, finalmente.

—Eres demasiado indulgente —señaló su marido, mostrando al fin algo de sí mismo. Sus labios se torcieron en algo parecido a una mueca de refunfuño, y descubrí que no quería ser el centro de esa luminosa mirada durante un segundo más. Tampoco me gustaba la forma en que la asiática de rojo me miraba. Cada vez que me fijaba en su corte de pelo, se me ponía el mío de punta. Dios, si hasta la señora mayor que le hacía la permanente a mi abuela tres veces al año habría hecho un mejor trabajo que el Peluquero Diabólico.

—Regresaré dentro de una o dos horas, Peter —dijo Sophie-Anne, con mucha precisión y en un tono que podría haber partido un diamante. El hombre bajito, con su rostro aniñado e inexpresivo, se colocó a su lado en un segundo, extendiendo el brazo para ayudarla a levantarse. Supuse que se trataba de Andre.

La atmósfera podía cortarse a cuchillo. Qué ganas tenía de estar en otra parte.

—Me quedaría más tranquilo si supiese que Flor de Jade te acompaña —dijo el rey. Hizo un gesto hacia la mujer de rojo. Flor de Jade, y una mierda; más bien parecía Asesina de Piedra. La expresión de la asiática no varió un ápice ante la oferta del rey.

—Pero eso te dejaría solo —dijo la reina.

—No es verdad. El edificio está lleno de guardias y vampiros leales —contestó Peter Threadgill.

Vale, hasta yo pillé ésa. Los guardias, que servían a la reina, estaban separados de los vampiros leales, que eran los que suponía que Peter había traído consigo.

—En ese caso, será un orgullo contar con una luchadora como Flor de Jade a mi lado.

Puaj. No sabía si la reina hablaba en serio o simplemente trataba de aplacar a su marido, aceptando la oferta. A lo mejor se reía delante de su cara ante la triste estrategia del rey por asegurarse de que su espía estuviese presente durante la reconstrucción ectoplásmica. La reina utilizó el intercomunicador para llamar a la habitación segura de abajo (o arriba, a saber), donde tenían a Jake Purifoy y lo estaban educando en la forma de vida vampírica.

—Doblen la guardia de Purifoy —ordenó—. Y que me informen en cuanto recuerde algo. —Una voz servil le hizo saber a Sophie-Anne que sería la primera en enterarse.

Me pregunté por qué Jake necesitaría que le redoblaran la guardia. Me costó preocuparme genuinamente por su bienestar, pero estaba claro que la reina sí lo estaba.

Y allá nos fuimos, la reina, Flor de Jade, Andre, Sigebert, Wybert y yo. Supongo que no era la primera vez que estaba en una compañía pintoresca, pero me costó saber cuándo me había visto en una parecida. Después de dar muchas vueltas por los pasillos, accedimos a un garaje custodiado y nos metimos en una limusina alargada. Andre hizo un gesto con el dedo gordo a uno de los guardias, indicando que le tocaba conducir. Aún no había escuchado al vampiro con cara de niño decir una sola palabra. Para mi regocijo, el conductor resultó ser Rasul, que ya me parecía un viejo amigo en comparación con los demás.

Sigebert y Wybert se sentían incómodos en el coche. Eran los vampiros más inflexibles que jamás había conocido, y me pregunté si su íntima asociación con la reina no habría sido la causa de su decadencia. No habían tenido la necesidad de cambiar, y cambiar con el paso del tiempo era el método de supervivencia vampírico por excelencia, antes de la Gran Revelación. Y así había sido durante los siglos en los que no se había aceptado la existencia de los vampiros con la tolerancia que había mostrado actualmente Estados Unidos. Los dos vampiros habrían sido felices llevando puestas unas pieles y prendas tejidas a mano, y se habrían sentido como en casa, metidos en unas botas de cuero igualmente confeccionadas, y llevando consigo sus escudos y sus espadas.

—Eric, tu sheriff, vino a hablar conmigo anoche —me contó la reina.

—Lo vi en el hospital —dije, esperando sonar igual de despreocupada.

—Comprendes que el nuevo vampiro, el que antes era licántropo… no tuvo elección. Lo comprendes, ¿verdad?

—Suele pasar mucho con los vampiros —dije, recordando las veces en las que Bill se había excusado diciendo que no había podido evitarlo. Entonces lo había creído, pero ya no estaba tan segura. De hecho, me sentía tan profundamente cansada y miserable que ya no encontraba las fuerzas para seguir limpiando el apartamento y las cosas de Hadley. Me di cuenta de que si volvía a Bon Temps dejando atrás esos asuntos inconclusos, me quedaría mirando al vacío sin complejo alguno.

Lo sabía, pero en ese momento era algo difícil de afrontar.

Era momento de una de mis conversaciones de autoayuda. Me dije con determinación que ya había disfrutado de uno o dos momentos de aquéllos cada noche, y que seguiría disfrutando de algunos segundos de cada día hasta que volviese a mi antiguo estado de autocomplacencia. Siempre había disfrutado de la vida, y sabía que volvería a hacerlo. Pero tendría que sudar tinta en el camino para conseguirlo.

No creo que nunca haya sido una persona de demasiadas ilusiones. Si eres capaz de leer la mente, no suelen quedarte demasiadas dudas acerca de lo malas que pueden ser hasta las mejores personas.

Pero estaba claro que ésta no la había visto venir.

Me horrorizó sentir que las lágrimas empezaban a recorrer mi cara. Metí la mano en mi pequeño bolso y saqué un pañuelo. Me sequé las mejillas mientras los vampiros me observaban. Flor de Jade tenía la expresión más identificable que le había visto hasta ahora: desprecio.

—¿Algo te duele? —preguntó la reina, señalando mi brazo.

No creía que le importase de verdad; estaba convencida de que se había educado durante tanto tiempo para emitir la respuesta humana adecuada que para ella no era más que un acto reflejo.

—Dolor en el corazón —dije, y me pude haber mordido la lengua.

—Oh —dijo—. ¿Bill?

—Sí —repuse, y tragué saliva, haciendo un esfuerzo por detener ese despliegue de emociones.

—Guardé luto por Hadley —dijo inesperadamente.

—Es bueno que tuviera a alguien a quien le importara. —Al cabo de un momento, añadí—: Me hubiera gustado saber que estaba muerta antes de lo que lo supe. —Que era la forma más cauta que se me ocurrió de exponerlo. No descubrí que mi prima había muerto hasta semanas después de los hechos.

—Hay razones por las que tuve que esperar antes de enviar a Cataliades —respondió Sophie-Anne. Su terso rostro y sus ojos claros eran tan impenetrables como un muro de hielo, pero tuve la clara sensación de que deseó que no hubiera sacado el tema. Miré a la reina, tratando de encontrar alguna pista, y noté que esbozaba un imperceptible gesto del ojo hacia Flor de Jade, que se sentaba a su derecha. No me explicaba como la de rojo podía estar sentada tan cómodamente con la larga espada enfundada a la espalda. Pero estaba segura de que, tras su impertérrita expresión y ojos insípidos, escuchaba cada una de las palabras que se estaban diciendo.

Para no salirme de terreno seguro, decidí no hablar más, y el resto del viaje transcurrió en silencio.

Rasul no quiso meter la limusina en el patio, y me acordé también de que Diantha había aparcado en la calle. Rasul se apeó para abrir la puerta a la reina y Andre salió primero, miró alrededor durante un buen rato, e hizo un gesto con la cabeza para indicar que era seguro que la reina saliera. Rasul permaneció preparado, fusil en mano, barriendo la zona con la vista en busca de potenciales atacantes. Andre estaba igual de atento.

Flor de Jade se deslizó fuera del asiento trasero y sumó sus ojos a los que ya vigilaban. Protegiendo a la reina con sus cuerpos, avanzaron hacia el patio. Sigebert fue el siguiente en salir, hacha en mano, y me esperó. Cuando me reuní con él en la acera, él y Wybert me escoltaron por la verja abierta con menos pompa de la que los demás habían empleado con la reina.

Había visto a la reina en mi propia casa, sin más protección que la de Cataliades. La había visto en su propio despacho, protegida por una persona. Supongo que, hasta ese momento, no me había dado cuenta de lo importante que era la seguridad para Sophie-Anne, lo precaria que debía de ser su situación en el poder. Me hubiera gustado saber contra quién le estaban protegiendo esos guardias. ¿Quién iba a querer matar a la reina de Luisiana? Puede que todos los gobernantes vampíricos compartieran el mismo peligro, o quizá Sophie-Anne era la única. De repente, la conferencia de otoño me pareció una propuesta más escalofriante de lo que pensé en un primer momento.

El patio estaba bien iluminado, y Amelia se encontraba en la vía circular con sus amigos. Para que conste: ninguno de ellos llevaba sombrero de cucurucho y escoba. Uno de ellos era un crío con aspecto de misionero mormón: pantalones negros, camisa blanca, corbata oscura y zapatos pulidos negros. Había una bici apoyada contra el árbol que presidía el centro del patio. Puede que, después de todo, sí que fuese un misionero mormón. Parecía tan joven que pensé que aún estaría en edad de crecimiento. La mujer alta que estaba a su lado rondaba los sesenta años, pero tenía cuerpo de gimnasio. Vestía una camiseta ajustada, pantalones de tela, sandalias y unos grandes pendientes de aro. La tercera bruja rondaba mi edad, unos veintitantos, y era hispana. Era mofletuda, de labios muy rojos y pelo negro ondulado. Era de baja estatura y tenía más curvas que una S. Llamó la atención de Sigebert (era evidente por sus miradas), pero ella omitió a todos los vampiros como si no los viera.

Puede que Amelia se sintiera intimidada por los vampiros presentes, pero hizo las presentaciones con aplomo. Evidentemente, la reina ya se había identificado antes de que me acercara.

—Su Majestad —estaba diciendo Amelia—. Le presento a mis colegas —señaló, haciendo un gesto con la mano, como si estuviese mostrando un coche a unos posibles compradores—. Bob Jessup, Patsy Sellers y Terencia Rodríguez, aunque la llamamos Terry.

Las brujas y el brujo se intercambiaron breves miradas antes de saludar a la reina con la cabeza. Resultaba difícil saber cómo se estaba tomando esa falta de deferencia, pues su expresión no mostraba el más mínimo atisbo de emoción, aunque devolvió el gesto y la atmósfera siguió siendo tolerable.

—Nos estábamos preparando para la reconstrucción —continuó Amelia. Parecía muy confiada, pero me di cuenta de que le temblaban las manos. Sus pensamientos no eran tan seguros como su voz. Amelia estaba repasando mentalmente los preparativos, haciendo un frenético recuento del material mágico que habían reunido y reevaluando ansiosamente a sus compañeros para convencerse de que estaban a la altura del ritual. Me di cuenta tardíamente de que Amelia era una perfeccionista.

Me preguntaba dónde estaría Claudine. Quizá había visto a los vampiros y había optado por una prudente huida hacia algún rincón oscuro. Mientras la buscaba con la vista, el dolor de cabeza que había estado reprimiendo me tendió una emboscada. Era como esos momentos que tuve después de la muerte de mi abuela, cuando hacía algo tan familiar como cepillarme los dientes y, de repente, la negrura me asaltaba. Me permití un instante para reponerme y volver a la superficie.

Duraría un rato, así que no me quedaba más remedio que apretar los dientes y soportarlo.

Me obligué a tomar nota de los que me rodeaban. Los brujos habían tomado sus posiciones. Bob se sentó en una tumbona del patio y le observé con un destello de interés mientras sacaba unos polvos de una bolsita de plástico sellable. Amelia subió las escaleras hacia el apartamento mientras Terry se quedaba a medio camino, en el piso de abajo, y Patsy, la bruja alta y mayor, ya estaba en la galería, mirando hacia nosotros.

—Si queréis mirar, probablemente sea mejor desde aquí arriba —dijo Amelia, y la reina y yo subimos. Los guardias formaron una piña en la entrada, de modo que estuvieran tan lejos de la magia como fuera posible. Incluso Flor de Jade parecía respetuosa con el poder que estaba a punto de emplearse, a pesar de que no respetara a las brujas como personas.

Andre siguió a la reina escalera arriba sin rechistar, pero percibí una postura poco entusiasta en sus hombros.

Me alegraba de centrarme en algo nuevo, en vez de seguir medrando en mis particulares miserias, y escuché con interés a Amelia, que parecía como si estuviera a punto de jugar un partido de vóley playa, mientras nos impartía las instrucciones sobre el conjuro que estaba a punto de lanzar.

—Hemos establecido el tiempo en dos horas antes de que viera llegar a Jake —dijo—, así que es posible que presenciemos muchas cosas aburridas. Si la cosa se pone pesada, puedo intentar acelerar la reconstrucción.

De repente, tuve un pensamiento que me cegó por el puro e inesperado hallazgo que suponía. Le pediría a Amelia que regresara conmigo a Bon Temps y que repitiera allí el mismo proceso en mi jardín; así podría averiguar lo que le pasó a la pobre Gladiola. Ahora que había tenido la idea, me sentía mucho mejor, y me animé a prestar atención al aquí y al ahora.

—¡Empecemos! —gritó Amelia, y empezó a recitar unas palabras, supongo que en latín. Escuché un leve eco procedente del patio y de la escalera a medida que sus compañeros se unían en la letanía.

No sabíamos qué esperar, y al cabo de un par de minutos escuchando el mismo cántico empezamos a aburrirnos. Me pregunté qué sería de mí si la reina se aburría demasiado.

Entonces mi prima Hadley entró en el salón.

Estaba tan sorprendida que casi me puse a hablar con ella. Cuando centré la vista unos segundos más, supe que no era ella. Tenía su aspecto y se movía como ella, pero no era más que un descolorido simulacro. Su pelo no era tan oscuro. Parecía agua teñida en movimiento. Se podía ver el brillo de la superficie. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que nos vimos. Por eso Hadley parecía mayor. También parecía más dura, con una expresión sardónica en los labios y una mirada escéptica en los ojos.

Ajena a la presencia de los demás en la habitación, la reconstrucción se sentó en el sofá de dos plazas, cogió un mando a distancia fantasma y encendió el televisor. Miré a la pantalla por si se veía algo, pero, como era de esperar, no se veía nada.

Sentí un movimiento a mi lado y miré a la reina. Si yo estaba conmocionada, podría decirse que ella estaba electrizada. Nunca hubiera creído que la reina quisiera de verdad a Hadley, pero entonces pude ver que así era, tanto como era posible.

Contemplamos cómo Hadley veía la tele mientras se pintaba las uñas de los pies, se bebía un vaso fantasma de sangre y hacía una llamada telefónica. No podíamos oírla, sólo verla, y a cierta distancia. Los objetos aparecían al segundo de tocarlos ella, pero no antes, de tal forma que sólo podíamos estar seguros de lo que tenía en la mano cuando empezaba a usarlo. Cuando se inclinó hacia delante para volver a dejar el vaso de sangre sobre la mesa, pudimos ver el vaso, la mesa y algunos de los objetos que había posados junto a Hadley, todo a la vez, y todo con esa pátina brillante. La mesa fantasma se impuso a la real, que seguía casi en el mismo espacio que la noche reconstruida, para hacerlo todo más extraño. Cuando Hadley soltó el vaso, vaso y mesa se desintegraron sin más.

Contemplamos un par de minutos más de rutina hasta que fue evidente que Hadley escuchó que alguien llamaba a la puerta (volvió la cabeza hacia la puerta, sorprendida). Se levantó (el sofá de dos plazas, a apenas centímetros del real, se esfumó) y trotó sobre el suelo. Atravesó mis zapatillas, que seguían junto al sofá real.

Vale, sí que es extraño. Todo eso era de lo más raro, pero fascinante.

Era de esperar que quienes seguían en el patio hubieran visto a quien llamaba, pues pude oír un largo juramento por parte de uno de los Bert; Wybert, creo. Cuando Hadley abrió la puerta fantasma, Patsy, que estaba en la galería, abrió la de verdad para que pudiéramos ver desde dentro. Por la expresión avergonzada de Amelia, supe que aquel detalle se le había escapado, como a mí.

En la puerta se encontraba el fantasma de Waldo, un vampiro que había estado años con la reina. Había sufrido mucho castigo durante los años previos a su muerte, y aquello le había dejado una piel llena de arrugas. Como Waldo fue un albino extremadamente delgado antes de su castigo, se me antojó horrible la única noche que tuve la oportunidad de verlo. Su reflejo acuoso tenía mejor aspecto, la verdad.

Hadley pareció sorprendida de verlo. Su expresión era lo bastante poderosa como para percibirse sin dificultad. Luego pareció asqueada, pero dio un paso atrás para dejarle pasar.

Cuando volvió a la mesa para retomar su vaso, Waldo miró a su alrededor, como si comprobara si había alguien más en casa. La tentación de advertir a Hadley era tan poderosa que casi resultó irresistible.

Después de una conversación que, por supuesto, no pudimos escuchar, Hadley se encogió de hombros y pareció estar de acuerdo con algún plan. Al parecer, se trataba de la idea de la que Waldo me habló la noche que confesó que había matado a mi prima. Dijo que la idea de ir al cementerio de St. Louis para invocar el fantasma de Marie Laveau fue suya, pero las imágenes sugerían lo contrario.

—¿Qué lleva en la mano? —dijo Amelia, tan bajo como pudo, y Patsy accedió desde la galería para comprobarlo.

—Un folleto —le respondió a Amelia, tratando de emplear el mismo tono—. Sobre Marie Laveau.

Hadley miró su reloj de pulsera y le dijo algo a Waldo. Era algo poco amable, a juzgar por su expresión y el gesto de su cabeza, mientras le indicaba la salida. Decía «No» con una claridad diáfana.

Y aun así, la siguiente noche lo acompañó. ¿Qué había pasado para que cambiase de opinión?

Hadley regresó a su dormitorio y la seguimos. Mirando hacia atrás, vimos que Waldo abandonaba el apartamento, dejando el folleto en la mesa junto a la puerta.

Me sentí como una extraña voyeur al quedarme delante de la puerta del dormitorio de Hadley junto a Amelia, la reina y Andre, viendo cómo se quitaba la bata y se ponía un vestido muy elegante.

—Se lo puso para la fiesta que celebramos antes de la boda —dijo la reina en voz baja. Era un vestido ajustado y corto, de color rojo, salpicado de lentejuelas de un tono rojo más oscuro, que llevaba junto a unos magníficos zapatos de piel de lagarto. Estaba claro que quería que la reina echase de menos lo que estaba a punto de perder.

Vimos cómo Hadley se contemplaba en el espejo, se peinaba el pelo con dos estilos distintos y se lo pensaba largo y tendido antes de escoger un pintalabios. La novedad se estaba perdiendo en el proceso y me dieron ganas de acelerar la acción, pero la reina disfrutaba de cada instante de poder volver a ver a su amada. No pensaba protestar, máxime cuando la reina firmaría la factura.

Hadley no paraba de dar vueltas sobre sí misma ante el espejo de cuerpo entero, al parecer satisfecha con lo que veía. Pero, de improviso, estalló en un mar de lágrimas.

—Oh, Dios mío —dijo la reina en un susurro—. Lo siento tanto.

Sabía exactamente lo que quería decir, y por vez primera sentí el parentesco con mi prima que se había diluido tras tantos años de separación. Era la reconstrucción de la noche anterior a la boda de la reina, y Hadley tendría que acudir a una fiesta para ver a su reina y a su novio formar una pareja. Y al día siguiente tendría que presenciar su boda; o eso pensaba ella. No sabía que, para entonces, estaría muerta; definitivamente muerta.

—Alguien está subiendo —dijo Bob el brujo. Su voz se coló por las ventanas francesas hasta la galería. En el mundo fantasmagórico, debió de sonar el timbre, porque Hadley se quedó tiesa, echó una última mirada al espejo (justo hacia nosotros, porque estábamos enfrente) y se dio ánimos. Cuando bajó al pasillo, lo hizo con un familiar meneo de caderas y media sonrisa congelada en el rostro.

Abrió la puerta. Como Patsy había dejado la puerta abierta tras la «llegada» de Waldo, pudimos ver lo que ocurrió. Jake Purifoy vestía formalmente y tenía muy buen aspecto, tal como Amelia había dicho. Miré a Amelia cuando él pasó al apartamento. Miraba al fantasma con pesar.

No le importaba que lo hubieran enviado a recoger a la querida de la reina, eso saltaba a la vista, pero era demasiado político y cortés como para sacárselo a colación a Hadley. Aguardó pacientemente mientras ella cogía un diminuto bolso y se daba un último retoque al pelo. Al poco, los dos estaban en la puerta.

—Bajan por aquí —dijo Bob, y salimos por la puerta a la galería para mirar desde la barandilla. Los dos fantasmas se subieron en un brillante coche y salieron del patio. Ahí terminaba la zona afectada por el conjuro. En cuanto el coche atravesó la puerta de acceso, se desvaneció delante del grupo de vampiros que estaban allí apiñados. Sigebert y Wybert mantenían los ojos muy abiertos y una actitud muy solemne. Flor de Jade parecía descontenta, y Rasul ligeramente divertido, como si pensase en las buenas anécdotas que contaría al resto de sus camaradas.

—Hora de acelerar —gritó Amelia. Tenía pinta de cansada, y me pregunté cuánta energía requeriría coordinar ese ritual de brujería.

Patsy, Terry, Bob y Amelia empezaron a recitar otro conjuro al unísono. Si había un eslabón débil en el equipo, ése era Terry. La pequeña bruja de cara redonda sudaba profusamente y temblaba por el esfuerzo de mantener su parte de magia. Empecé a preocuparme por ella cuando vi el esfuerzo en su cara.

—Despacio, ¡despacio! —exhortó Amelia a su equipo tras darse cuenta de los mismos síntomas. Entonces todos reanudaron el cántico, y Terry pareció llevarlo mejor; ya no parecía tan desesperada—. Despacio… —insistió Amelia—. Id… parando. —Y el cántico fue disminuyendo el ritmo.

El coche volvió a aparecer en la verja, esta vez atravesando de pleno a Sigebert, que había dado un paso al frente para ver mejor a Terry, pensé yo. Se detuvo bruscamente, quedando la mitad dentro y la otra fuera del acceso.

Hadley salió del coche. Estaba llorando, y por el aspecto de su cara llevaba haciéndolo un buen rato. Jake Purifoy emergió por su lado y se quedó allí, con las manos posadas sobre la parte superior de la puerta mientras le decía algo a Hadley a través del techo del coche.

Por primera vez, el guardaespaldas personal de la reina habló:

—Hadley, tienes que acabar con esto —dijo—. La gente se dará cuenta, y el nuevo rey hará algo al respecto. Es celoso, ¿sabes? No le importa… —Ahí, Andre perdió el hilo y meneó la cabeza—. Le importa mantener la fachada.

Todos nos quedamos mirándolo. ¿Estaba leyendo los labios?

El guardaespaldas de la reina pasó a mirar a la Hadley ectoplásmica y prosiguió:

—Pero, Jake, no puedo aguantarlo. Sé que tiene que hacerlo por la política, ¡pero me está echando de su lado! No puedo soportarlo.

Definitivamente Andre podía leer los labios. Incluso los ectoplásmicos. Siguió hablando.

—Hadley, sube y duerme un poco. No puedes ir a la boda si vas a montar una escena. Sabes que eso avergonzaría a la reina y arruinaría la ceremonia. Mi jefe me matará si eso ocurre. Es el mayor acontecimiento que jamás hemos organizado.

Me di cuenta de que estaba hablando de Quinn. Jake Purifoy sí que era el empleado que había desaparecido.

—No puedo soportarlo —repitió Hadley. Estaba chillando. Lo sabía por la forma de moverse de su boca, pero afortunadamente Andre no vio la necesidad de imitar la intensidad. Ya era suficientemente escalofriante escuchar las palabras manar de su boca—. ¡He hecho algo terrible! —Aquellas melodramáticas palabras sonaban muy extrañas en la monótona voz de Andre.

Hadley se apresuró a subir las escaleras y Terry se apartó automáticamente del camino para dejarla pasar. Hadley abrió la (ya abierta) puerta e irrumpió en el apartamento. Nos volvimos para mirar a Jake. Éste suspiró, se irguió y se alejó del coche, que se desvaneció. Se sacó un teléfono móvil y marcó un número. Habló durante menos de un minuto sin hacer ninguna pausa para una respuesta, por lo que dedujimos que estaba dejando un mensaje.

Andre dijo:

—Jefe, tengo que decirte que puede que tengamos problemas. La amiga no va a poder controlarse el gran día.

«Oh, Dios, ¡qué Quinn no haya mandado matar a Hadley!», pensé, sintiéndome absolutamente enferma ante la mera ocurrencia. Mientras se formaba la idea en mi mente, Jake volvía a acercarse al coche, que reaparecía en escena, y lo recorría. Pasó su mano delicadamente por la línea del maletero, acercándose cada vez más a la zona más allá de la verja. De repente, una mano lo agarró. La zona del conjuro no se extendía más allá de los muros, por lo que el resto del cuerpo estaba ausente, y la escena de una mano materializándose de la nada y agarrando a un licántropo resultaba digna de la mejor película de terror.

Era como uno de esos sueños en los que ves acercarse el peligro, pero no dices nada. Ninguna advertencia por nuestra parte podría alterar lo que ya había pasado. Pero todos estábamos conmocionados. Los hermanos Bert gritaron, Flor de Jade desenvainó su espada antes siquiera de que la viera moverse, y la reina se quedó boquiabierta.

Sólo veíamos los pies de Jake pugnando. Y luego, se quedaron quietos.

Todos nos quedamos mirándonos los unos a los otros, incluso los brujos, cuya concentración vacilaba hasta llenar el patio de una neblina.

—¡Vamos! —gritó Amelia—. ¡A seguir trabajando! —Y, al momento, todo se volvió a aclarar. Los pies de Jake seguían quietos, y su contorno cada vez era más difuso; se estaba desvaneciendo al igual que los demás objetos inanimados. Sin embargo, a los pocos segundos, mi prima apareció en la galería, mirando hacia abajo. Su expresión era de cauta preocupación. Había oído algo. Registramos el momento que vio el cuerpo y bajó las escaleras con velocidad vampírica. Saltó la verja y la perdimos de vista, pero al momento estaba de vuelta, arrastrando el cuerpo por los pies. Mientras lo tocaba, el cuerpo resultaba visible, como lo habría estado una mesa o una silla. Luego se inclinó sobre él y pudimos ver que Jake tenía una gran herida en el cuello. La herida era escalofriante, aunque he de decir que los vampiros no parecían sobrecogidos, sino maravillados.

La Hadley ectoplásmica miró a su alrededor, rogando por una ayuda que no llegaba. Parecía desesperadamente insegura. Sus dedos nunca abandonaron el cuello de Jake en busca de su pulso.

Al final, se volvió a inclinar sobre él y le dijo algo.

—Es la única forma —tradujo Andre—. Puede que me odies, pero es la única forma.

Contemplamos cómo Hadley se mordió su propia muñeca y puso la herida sangrante sobre la boca de Jake, observando cómo la sangre goteaba en su interior y lo revivía lo suficiente como para que la agarrara con los brazos y se la acercara. Cuando Hadley se soltó, parecía exhausta, y él daba la impresión de estar sufriendo convulsiones.

—Los licántrroposs no son buenos vampirross —comentó Sigebert en un susurro—. Nunca había vissto a un licántropo trraído de vuelta.

Sin duda fue duro para el pobre Jake Purifoy. Empecé a perdonarle por el horror de la noche anterior al ver su sufrimiento. Mi prima se lo echó encima y lo subió por las escaleras, deteniéndose de vez en cuando para mirar a su alrededor. La volví a seguir hacia arriba, llevando a la reina justo detrás de mí. Vimos cómo Hadley le quitaba la ropa a Jake, le ponía una toalla en el cuello hasta que dejó de sangrar y cerró la puerta para que el sol de la mañana no quemara al nuevo vampiro, que tendría que permanecer en la oscuridad durante tres días. Hadley metió la toalla ensangrentada en la cesta de la ropa sucia. Luego cubrió el hueco inferior de la puerta con otra toalla para que Jake estuviera más seguro.

Después se quedó sentada en el pasillo y pensó. Sacó su móvil y marcó un número.

—Pregunta por Waldo —dijo Andre. Cuando los labios de Hadley volvieron a moverse, Andre prosiguió—: Acuerda la cita para la noche siguiente. Dice que tiene que hablar con el fantasma de Marie Laveau, pregunta si el fantasma acudirá de verdad. Dice que necesita consejo. —Tras un poco más de conversación, Hadley cerró el móvil y se incorporó. Hizo un bulto con la ropa ensangrentada del licántropo y la selló en una bolsa.

—Deberías coger la toalla también —aconsejé con un susurro, pero mi prima la dejó en la cesta para que la encontrara yo al llegar. Hadley se sacó las llaves del coche del bolsillo del pantalón, y cuando bajó las escaleras se metió en el coche y se fue con la bolsa de basura.