Me desperté agotada, con la horrible sensación de que en cualquier momento algo malo asaltaría mi memoria.
La sensación dio de lleno en la diana.
Pero los malos recuerdos tendrían que esperar, porque el día empezó con sorpresa. Claudine estaba tumbada a mi lado, en la cama, apoyada sobre un codo, mirándome compasivamente. Y Amelia se encontraba a los pies de la cama, sentada en una butaca, con la pierna vendada apoyada sobre una otomana. Estaba leyendo.
—¿Qué hacéis aquí? —le pregunté a Claudine. Tras ver a Bill y a Eric la noche anterior, me preguntaba si alguno más de mis conocidos me habría seguido. Quizá Sam apareciera por la puerta de un momento a otro.
—Ya te dije que soy tu hada madrina —dijo Claudine. Era el hada más feliz que conocía. Claudine una mujer tan encantadora como lo era su gemelo Claude, en versión masculina, puede que incluso un poco más, porque la alegre personalidad de ella se proyectaba desde su mirada. Compartían el mismo tono, tanto en el negro del cabello como en el blanco de la piel. Hoy llevaba unos pantalones frescos, azul pálido, y una túnica azul y negra a juego. Tenía un aspecto etéreamente encantador, o al menos tan etéreo como podía aparentarse con unos pantalones así.
—Me lo puedes explicar en cuanto vuelva del baño —dije, recordando toda el agua que había bebido en la pila la noche anterior. Tanto paseo me había dado sed. Claudine se bajó grácilmente de la cama y la seguí con torpeza.
—Con cuidado —aconsejó Amelia cuando traté de incorporarme con demasiada rapidez.
—¿Cómo está tu pierna? —le pregunté cuando el mundo se puso derecho. Claudine me agarraba del brazo, por si acaso. Me reconfortó encontrármela allí, y me alegré sorprendentemente de ver a Amelia, cojeando y todo.
—Muy dolorida —dijo—. Pero, a diferencia de ti, me quedé en el hospital para que me trataran la herida como es debido. —Cerró el libro y lo depositó sobre una mesa que había cerca de la butaca. Tenía mejor aspecto del que sospechaba que yo presentaba, pero aún estaba lejos de la alegre y radiante bruja que había conocido el día anterior.
—Nos han dado toda una lección, ¿no crees? —dije, y se me cortó la respiración cuando recordé cuánto había aprendido.
Claudine me ayudó a llegar al cuarto de baño, y sólo me dejó sola cuando le aseguré que podría arreglármelas por mi cuenta. Hice mis necesidades y salí sintiéndome mejor, casi humana. Ella había sacado algunas prendas de mi bolsa de deportes, y en la mesilla había una taza humeante. Me senté cuidadosamente sobre la cama, apoyándome contra el cabecero, las piernas cruzadas, y me acerqué la taza a la cara para saborear su aroma.
—Explícame eso del hada madrina —pedí. No me apetecía hablar de nada más apremiante, aún no.
—Las hadas son tu ser sobrenatural básico —explicó Claudine—. De nosotras surgen los elfos, los duendes, los ángeles y los demonios. Los duendes del agua, los hombres verdes, todos los espíritus naturales… Todos proceden de las hadas.
—Entonces, ¿tú qué eres? —preguntó Amelia. No pensó en marcharse, lo que no pareció importarle a Claudine.
—Intento convertirme en un ángel —dijo Claudine con suavidad. Sus grandes ojos marrones parecieron iluminarse—. Tras años de ser…, lo que podríamos llamar «una buena ciudadana», tengo a alguien a quien custodiar. A Sook, aquí presente. Y la verdad es que me ha mantenido muy ocupada. —Claudine parecía orgullosa y contenta.
—¿Y no entra en tus funciones evitar el dolor? —pregunté. Si así era, Claudine estaba haciendo un trabajo pésimo.
—No. Ojalá pudiera. —La expresión de su rostro ovalado se abatió ligeramente—. Pero puedo ayudarte a que te recuperes de los desastres y, a veces, puedo impedirlos.
—¿Las cosas podrían ser todavía peores si no te tuviera cerca?
Asintió vigorosamente.
—Te tomaré la palabra —dije—. ¿Cómo es que he conseguido que me asignen un hada madrina?
—No te lo puedo decir —dijo Claudine, y Amelia puso los ojos en blanco.
—No nos estamos enterando de muchas cosas, que digamos —dijo—. Y, en vista de los problemas que tuvimos anoche, a lo mejor no eres el hada madrina más competente del mercado, ¿eh?
—Oh, claro, señorita He-sellado-el-apartamento-para-que-todo-siguiera-fresco —repuse con ironía, indignada ante las dudas sobre la competencia de mi hada madrina.
Amelia saltó de la butaca, con el rostro enrojecido de la rabia.
—¡Pues sí que lo sellé! ¡Él se hubiera despertado del mismo modo cuando le tocara! ¡Yo no hice más que ralentizar el proceso!
—¡Habría sido de ayuda saber que estaba aquí dentro!
—¡Habría sido de más ayuda que tu prima no lo hubiera matado en un principio!
Ambas chillamos hasta alcanzar un parón en el diálogo.
—¿Estás segura de que eso fue lo que ocurrió? —pregunté—. ¿Claudine?
—No lo sé —dijo con voz plácida—. No soy ni omnipotente, ni omnisciente. Tan sólo aparezco para intervenir cuando puedo. ¿Recuerdas aquella vez que te quedaste dormida al volante y llegué justo a tiempo para salvarte?
Y, de paso, también me provocó un ataque al corazón del susto, apareciendo en el asiento del copiloto en un abrir y cerrar de ojos.
—Sí —dije, tratando de sonar humilde y agradecida—. Lo recuerdo.
—Es muy, muy difícil llegar a alguna parte tan deprisa —continuó ella—. Sólo puedo hacer cosas así en verdaderos casos de emergencia. Me refiero a una cuestión de vida o muerte. Afortunadamente, tuve algo más de tiempo cuando se incendió tu casa…
Claudine no nos diría cuáles eran las reglas, ni nos explicaría la naturaleza de quien las dictaba. Lo único que podría hacer era creerla sin más, algo que me había ayudado en buena parte de mi vida. Bien pensado, si me equivocaba, no quería saberlo.
—Interesante —dijo Amelia—. Pero hay algunas cosas nuevas de las que hablar.
A lo mejor se mostraba tan desdeñosa porque ella no tenía un hada madrina.
—¿De qué quieres hablar primero? —pregunté.
—¿Por qué abandonaste el hospital anoche? —Su expresión estaba llena de resentimiento—. Debiste habérmelo dicho. Me arrastré por esas escaleras anoche para buscarte, y mira dónde estabas. Y habías bloqueado la puerta. Así que tuve que bajar otra vez por las malditas escaleras a por mis llaves, acceder por una de las ventanas francesas y apresurarme, sobre esta pierna, para desactivar el sistema de alarma. Y me encuentro a esta loca sentada al pie de la cama, que bien podría haberme abierto sin más.
—¿No podrías haber abierto las ventanas con magia? —pregunté.
—Estaba demasiado cansada —dijo, llena de dignidad—. Tenía que recargar mis baterías mágicas, por así decirlo.
—Por así decirlo —dije con voz áspera—. Pues anoche descubrí… —y me quedé muda. Sencillamente era incapaz de hablar de ello.
—¿Descubriste el qué? —Amelia estaba exasperada, y no me extraña.
—Bill, su primer amante, fue enviado a Bon Temps para seducirla y ganarse su confianza —dijo Claudine—. Anoche lo admitió ante ella y su único otro amante, otro vampiro.
Como resumen, era perfecto.
—Pues… vaya mierda —dijo Amelia en voz baja.
—Sí —dije—. Y tanto.
—Ay.
—Sí.
—No puedo matarlo por ti —dijo Claudine—. Tendría que retroceder muchos pasos.
—No pasa nada —le dije—. No merece la pena perder duendepuntos por él.
—Oh, no soy un duende —explicó amablemente—. Pensaba que lo habías comprendido. Soy un hada de pura cepa.
Amelia estaba intentando no reírse. Le clavé la mirada.
—Venga, suéltalo ya, bruja —le dije.
—Vale, telépata.
—¿Y ahora qué? —pregunté al aire. No pensaba seguir hablando de mi corazón roto y mi destrozada autoestima.
—Tenemos que averiguar qué es lo que pasó —dijo la bruja.
—¿Cómo? ¿Llamamos al CSI?
Claudine parecía confusa, por lo que deduje que las hadas no veían mucho la tele.
—No —dijo Amelia con elaborada paciencia—. Haremos una reconstrucción ectoplásmica.
Estaba segura de que ahora mi expresión era clavada a la de Claudine.
—Vale, os lo explicaré —dijo Amelia con una amplia sonrisa—. Esto es lo que haremos.
Amelia, en el séptimo cielo del exhibicionismo de sus maravillosos poderes de bruja, nos contó a placer cómo se realizaba el procedimiento. Dijo que consumiría tiempo y energía, razón por la cual no se realizaba más a menudo. Y había que reunir al menos a cuatro brujas, según sus cálculos, para cubrir los metros cuadrados implicados en el asesinato de Jake.
—Y necesitaré brujas auténticas —dijo Amelia—. Gente que trabaje con calidad, no cualquier wiccana de tres al cuarto. —Amelia la emprendió contra las wiccanas durante un buen rato. Las despreciaba (injustamente) como advenedizas y trepas, según se desprendía, sin ninguna duda, de sus pensamientos. Lamenté sus prejuicios, puesto que había tenido ocasión de conocer a algunas wiccanas impresionantes.
Claudine me miró con expresión dubitativa.
—No estoy segura de que debamos presenciar esto —dijo.
—Puedes marcharte, Claudine. —Estaba dispuesta a experimentar cualquier cosa, con tal de olvidarme del boquete que tenía en el corazón—. Me quedaré a mirar. Tengo que saber qué ocurrió aquí. Ahora mismo hay demasiados misterios en mi vida.
—Pero tienes que visitar a la reina esta noche —me recordó Claudine—. Ya te perdiste anoche la oportunidad de hacerlo en un evento formal. Tengo que llevarte de compras, no voy a dejar que te presentes con la ropa de tu prima.
—No conseguiría meter el culo en ninguna prenda —dije.
—No querría meterse tampoco —respondió ella con la misma hosquedad—. Deja de comportarte como una cría, Sookie Stackhouse.
Me quedé mirándola, permitiendo que contemplara el dolor que llevaba dentro.
—Vale, lo pillo —dijo, dándome unas amables palmadas en la mejilla—. Es una mierda como una casa, pero tienes que superarlo. No es más que un tío.
Había sido el primer tío.
—Mi abuela llegó a servirle limonada —dije, y aquello volvió a invocar mis lágrimas.
—Eh —dijo Amelia—. Que le den, ¿vale?
Miré a la joven bruja. Era guapa, dura y una chiflada de cuidado, pensé. Tenía razón.
—Sí —dije—. ¿Cuándo puedes empezar con la ecto como se llame?
—Tengo que hacer algunas llamadas —contestó— y ver a quién puedo reunir. La noche siempre es más propicia para la magia, por supuesto. ¿Cuándo llamarás a la reina?
Me lo pensé.
—Cuando haya anochecido del todo —respondí—. Puede que a las siete.
—Debería llevar un par de horas —dijo Amelia, y Claudine asintió—. Vale, les diré que estén aquí a las diez, para dejar un margen de tiempo. Bueno, y estaría genial que la reina costease todo esto.
—¿Cuánto quieres cobrarle?
—Realmente no quiero nada; lo hago por la experiencia y para poder decir que he hecho una —dijo Amelia con franqueza—, pero las demás querrán unos emolumentos. Unos trescientos por cabeza, más el material.
—¿Y dices que necesitarás a otras tres brujas?
—Me gustaría que fuesen otras tres, pero con las que consiga reunir en tan poco tiempo… haré lo que pueda. Dos podrían bastar. Y el material debería costar… —Hizo unos rápidos cálculos mentales—. Alrededor de los sesenta dólares.
—¿Qué tendré que hacer yo?
—Observar. Yo haré el trabajo pesado.
—Se lo diré a la reina —respiré hondo—. Si no paga ella, lo haré yo.
—Está bien. Entonces estamos listas. —Se fue cojeando de la habitación felizmente, contando las cosas pendientes con los dedos. Oí cómo bajaba las escaleras.
—Tengo que curarte el brazo —dijo Claudine—. Y luego tenemos que buscarte algo de ropa.
—No me apetece gastar dinero en una visita de cortesía a la reina. —Especialmente si cabía la posibilidad de que tuviera que pagar a las brujas de mi bolsillo.
—No tienes por qué. Te lo regalo.
—Puede que seas mi hada madrina, pero no tienes por qué gastarte el dinero conmigo. —Tuve una repentina revelación—. Fuiste tú quien pagó la factura del hospital en Clarice.
Claudine se encogió de hombros.
—Qué más da, el dinero sale de mi club de striptease, no de mi trabajo normal. —Claudine era copropietaria de un club en Ruston, junto con Claude, que se encargaba del día a día del establecimiento. Claudine también trabajaba en el departamento de atención al cliente en unos grandes almacenes. La gente solía olvidarse de sus quejas ante la sonrisa de Claudine.
La verdad es que no me importaba tanto gastar el dinero del club como hacerlo con los ahorros personales de Claudine. No era muy lógico, pero era la verdad.
Claudine había aparcado su coche en la vía circular del patio, y ya estaba sentada dentro cuando bajé las escaleras. Había sacado un botiquín y me vendó el brazo. Luego me ayudó a ponerme algo de ropa. El brazo me dolía, pero no parecía estar infectado. Me sentía débil, como si hubiese tenido alguna enfermedad que provocase mucha fiebre y la pérdida de muchos líquidos. Así que me movía muy despacio.
Llevaba unos pantalones vaqueros con sandalias y una camiseta porque no tenía otra cosa.
—Está claro que no puedes ver a la reina de esa guisa —dijo ella, de forma amable pero determinada. Ya fuese porque estaba familiarizada con Nueva Orleans, o porque tuviera un buen karma para las compras, Claudine condujo directamente hasta una tienda de ropa en Garden District. Era la típica tienda que yo solía descartar cuando iba sola, por considerar que era para mujeres más sofisticadas y con mucho más dinero del que yo disponía. Claudine llevó el coche directamente al aparcamiento, y al cabo de cuarenta y cinco minutos ya teníamos un vestido. Era de gasa y tenía las mangas cortas. Tenía infinidad de colores: turquesa, cobre, marrón, marfil. Las sandalias de tira que llevaba con el vestido eran marrones.
Sólo me faltaba ser socia del club de campo.
Claudine se guardó la etiqueta del precio.
—Déjate el pelo suelto —me aconsejó—. No necesitas un peinado especial para lucir el vestido.
—Sí, ya es llamativo de por sí —dije—. ¿Quién es Diane von Furstenburg? ¿No es muy caro? ¿No es un poco descubierto para esta época?
—Puede que tengas un poco de frío si te lo pones en marzo —concedió Claudine—. Pero podrás ponértelo cada verano, durante años. Tienes un aspecto estupendo. Y la reina sabrá que te tomaste tu tiempo para ponerte algo adecuado para ir a verla.
—¿No puedes acompañarme? —pregunté, un poco triste—. No, claro que no puedes. —Los vampiros zumban alrededor de las hadas igual que los colibríes alrededor del agua dulce.
—Puede que no sobreviviera —dijo, consiguiendo sonar avergonzada por que aquello le impidiera permanecer a mi lado.
—No te preocupes. Después de todo, lo peor ya ha pasado, ¿no? —Extendí las manos—. Solían amenazarme, ¿sabes? Si no hacía lo que querían, solían amenazar con represalias hacia Bill. Eh, ¿sabes qué? Ya no me importa.
—Piensa antes de hablar —me aconsejó Claudine—. No puedes ser impertinente con la reina. Ni siquiera un trasgo lo sería.
—Lo prometo —dije—. Agradezco de veras que hayas venido hasta aquí, Claudine.
Me fundí con ella en un gran abrazo. Claudine era tan alta y delgada, que era como abrazar un árbol de corteza suave.
—Ojalá no hubiese sido necesario —dijo.