15

Necesitaría cajas, eso estaba claro. Eso quería decir que también necesitaría cinta de embalar, un montón de cinta. Un rotulador también, y probablemente tijeras. Por último, necesitaría una furgoneta para llevar a Bon Temps lo que pudiera rescatar de allí. Podía pedirle a Jason que se encargara, o podía alquilar una, incluso podía preguntarle al señor Cataliades si sabía de alguna furgoneta que pudiera tomar prestada. Si resultaba haber muchas cosas que llevar, podía alquilar un coche con remolque. Nunca había hecho algo así, pero no creía que fuera tan complicado. Ahora mismo no tenía un medio de transporte, no había forma de llevar las cosas. Pero no sería mala idea empezar a clasificarlas. Cuanto antes acabara, antes podría volver al trabajo en Bon Temps y alejarme de los vampiros de Nueva Orleans. Una pequeña parte de mí se alegraba también de que Bill hubiese venido. Por muy enfadada que estuviese con él a veces, al menos era alguien familiar. Al fin y al cabo, era el primer vampiro al que había conocido, y aún me parecía casi milagroso cómo había ocurrido.

Vino al bar y yo quedé fascinada con el descubrimiento de que no era capaz de escuchar sus pensamientos. Más tarde, esa misma noche, lo rescaté de unos drenadores. Suspiré, pensando en lo bien que había ido todo hasta que fue convocado por su creadora, Lorena, que también estaba definitivamente muerta.

Me sacudí. No era el momento para emprender una excursión por los sinuosos caminos de la memoria. Era un momento para la acción y la determinación. Decidí empezar por la ropa.

Después de quince minutos, me di cuenta de que el apartado de la ropa sería fácil. La regalaría casi toda. No sólo es que mi gusto fuera radicalmente distinto al de mi prima, sino que sus caderas y pechos eran más pequeños y nos atraían colores muy distintos. A Hadley le gustaba la ropa oscura y dramática, mientras que yo era una persona que prefería pasar desapercibida. Tuve que decidirme sobre un par de blusas y faldas etéreas oscuras, pero cuando me las puse me parecía a una de esas fanáticas de los vampiros que se reúnen en el bar de Eric. Y a mí esa imagen no me iba. Sólo puse un puñado de camisetas ajustadas y dos pares de shorts en la pila de «conservar».

Encontré una gran caja de bolsas de basura y las usé para guardar la ropa. A medida que iba terminando con cada bolsa, la iba colocando en la galería para mantener el apartamento despejado de bultos.

Era casi mediodía cuando me puse manos a la obra, y las horas pasaron volando cuando descubrí cómo manejar el equipo de CD de Hadley. Gran parte de su música era de artistas que nunca habían estado muy arriba en mi lista de éxitos, no era muy sorprendente, pero resultó interesante de escuchar. Tenía un montón de CD: No Doubt, Nine Inch Nails, Eminem, Usher…

Me puse con los cajones del dormitorio cuando empezó a oscurecer. Hice una pausa en la galería a media tarde, contemplando cómo la ciudad se desperezaba para las horas de oscuridad que le aguardaban. Nueva Orleans era ahora una ciudad nocturna. Siempre había sido una ciudad de vida nocturna alborotada y descarada, pero ahora se reunían allí tantos no muertos que su carácter había cambiado por completo. Mucho del Jazz de Bourbon Street era tocado hoy en día por manos que hacía al menos décadas que no veían el sol. Pude percibir una leve salpicadura de notas en el aire, procedente de alguna juerga lejana. Me senté en una silla de la galería y me quedé un rato escuchando con la esperanza de tener la oportunidad de ver un poco la ciudad mientras estuviera allí. Nueva Orleans no se parece a ningún otro sitio de Estados Unidos, antes y después del influjo de los vampiros. Suspiré y me di cuenta de que tenía hambre. Evidentemente, Hadley no tenía nada de comer en el apartamento, y yo no estaba dispuesta a empezar a beber sangre. Detestaba la idea de pedirle otra cosa a Amelia. Esa noche, quizá quien viniera a buscarme para acudir a la audiencia con la reina me llevara antes a alguna tienda de alimentación. Puede que tuviera que ducharme y cambiarme.

Cuando me di la vuelta para regresar al apartamento, divisé las mohosas toallas que había sacado la noche anterior. Olían peor, lo cual me sorprendió. Pensaba que a esas alturas el olor habría remitido un poco. Por el contrario, al respirar sentí un nudo de asco en la garganta cuando cogí la cesta para meterla en el apartamento. Mi intención era lavarlas. En un rincón de la cocina había una lavadora, con la secadora en la parte superior. Era como una torre de la limpieza.

Traté de separar las toallas, pero se habían secado en una masa semisólida. Exasperada, tiré de uno de los bordes de toalla que sobresalían y, con algo de resistencia, las costras endurecidas cedieron, y la toalla azul del centro se extendió ante mis ojos.

—Oh, mierda —dije en voz alta en medio del silencioso apartamento—. Oh, no.

El fluido que se había fundido de las toallas era sangre.

—Oh, Hadley, pero ¿qué has hecho?

El hedor era horrible hasta la náusea. Me senté a la pequeña mesa de cocina. Pegotes de sangre reseca habían aterrizado en el suelo y se me habían adherido a los brazos. No podía leer los pensamientos de una toalla, por el amor de Dios. Mi don no me sería de ninguna utilidad en esa circunstancia. Necesitaba… a una bruja. Como aquella a la que había reprobado y echado. Sí, justo como ésa.

Pero primero tenía que comprobar todo el apartamento para ver si contenía más sorpresas.

Y tanto que las había.

El cuerpo estaba en el armario grande del pasillo. No olía a nada, si bien el cadáver, de un hombre joven, probablemente llevara allí desde la muerte de mi prima. ¿Y si ese joven hubiera sido un demonio? Aunque no se parecía en nada a Diantha, Gladiola o al propio señor Cataliades. Si las toallas habían empezado a oler, entonces… Oh, vaya, a lo mejor sencillamente había tenido suerte. Aquello era algo cuya respuesta tendría que buscar, y sospechaba que la hallaría en el piso de abajo.

Llamé a la puerta de Amelia. La abrió inmediatamente y, por encima de su hombro, pude ver que su apartamento, aun dispuesto exactamente como el de Hadley, estaba repleto de colores suaves y energía. Le gustaban el amarillo, el crema, el coral y el verde. Su mobiliario era moderno y muy acolchado, y sus partes de madera estaban pulidas hasta la saciedad. Como sospechaba, el apartamento de Amelia estaba impoluto.

—¿Sí? —preguntó con un tono algo sometido.

—Vale —dije, como si le entregara una rama de olivo—. Tengo un problema, y sospecho que tú también.

—¿Por qué me dices eso? —preguntó. Su expresión abierta se cerró, como si al mantenerse inexpresiva fuera a impedir que entrase en su mente.

—Lanzaste un conjuro para dejar el apartamento estático, ¿no es así? Lo hiciste para mantener las cosas como estaban. ¿Antes lo habías asegurado contra intrusos?

—Sí —dijo con cautela—. Ya te lo he dicho.

—¿Nadie ha entrado en él desde la noche que murió Hadley?

—No puedo poner la mano sobre el fuego, siempre es posible que una bruja o brujo muy bueno pudiera romper el conjuro —dijo—. Pero, hasta donde yo sé, nadie ha puesto el pie en ese apartamento.

—¿Entonces no sabes que sellaste un cadáver dentro?

No sé qué reacción esperaba realmente, pero Amelia se mostró bastante fría al respecto.

—Vale —dijo con tranquilidad. Quizá tragó algo de saliva—. Vale, ¿quién es? —Sus pestañas se agitaron rápidamente unas cuantas veces.

Quizá no era tan fría como quería aparentar.

—No lo sé —dije con cuidado—. Tendrás que venir a verlo.

Mientras subíamos las escaleras, continué:

—Lo mataron dentro, y limpiaron la sangre con toallas. Estaban en la cesta de la ropa sucia. —Le hablé del estado de las toallas.

—Holly Cleary me ha dicho que le salvaste la vida a su hijo —dijo Amelia.

Aquello hizo que me diera la vuelta. También me hizo sentir torpe.

—La policía lo habría encontrado —dije—. Simplemente aceleré el proceso.

—El médico le dijo a Holly que si no hubiera llevado al crío al hospital cuando lo hizo, puede que no hubieran podido detener a tiempo la hemorragia cerebral —explicó Amelia.

—Es una buena noticia —dije, muy incómoda—. ¿Cómo está Cody?

—Bien —dijo la bruja—. Se pondrá bien.

—Pero, mientras, tenemos un problema aquí —le recordé.

—Bien, veamos ese cadáver. —Amelia se esforzó por mantener su voz equilibrada.

Me empezaba a caer bien esa bruja.

La llevé hasta el armario. Había dejado la puerta abierta. Se metió sin hacer un solo ruido. Volvió a salir con una tez ligeramente verde en su brillante piel y se inclinó contra la pared.

—Es un licántropo —dijo al cabo de un momento. El conjuro que había lanzado sobre el apartamento lo había mantenido todo fresco. La sangre ya había empezado a oler un poco antes de lanzarlo, y cuando yo entré en el apartamento, el conjuro quedó roto. Ahora, las toallas apestaban a podrido. El cuerpo aún no había empezado a oler, lo cual me sorprendió un poco, pero supuse que empezaría en cualquier momento. Era seguro que el cuerpo se descompondría rápidamente, ahora que había sido liberado de la magia de Amelia, y ella se esforzaba por no recalcar lo bien que había funcionado.

—¿Lo conoces?

—Sí —admitió—. La comunidad sobrenatural, incluso en Nueva Orleans, no es tan grande. Es Jake Purifoy. Se encargó de la seguridad en la boda de la reina.

Tuve que sentarme. Salí del armario ropero y me deslicé por la pared hasta que me senté con la espalda apoyada en ella, encarando a Amelia. Ella hizo lo mismo en la pared opuesta. No sabía por dónde empezar a preguntar.

—¿Te refieres a cuando se casó con el rey de Arkansas? —Recordé lo que Felicia me había dicho, y la foto que vi en el álbum de Al Cumberland. ¿Sería la reina la que llevaba el elaborado tocado? Cuando Quinn mencionó los preparativos de una boda en Nueva Orleans, ¿se referiría a ésta?

—Según Hadley, la reina es bisexual —me dijo Amelia—. Y sí, se casó con el tipo. Ahora son aliados.

—No pueden tener descendencia —dije. Sabía que era algo obvio, pero no acababa de pillar lo de la alianza.

—No, pero a menos que alguien les clave una estaca, vivirán para siempre, por lo que la herencia no es un asunto tan importante —comentó Amelia—. Suele llevar meses, incluso años, elaborar las condiciones para una boda como ésa. El contrato puede ser larguísimo. Y luego ambos tienen que firmarlo. Es una gran ceremonia que tiene lugar justo antes de la boda. No tienen por qué pasarse la vida juntos, ya sabes, pero al menos deben hacerse un par de visitas al año. Visitas conyugales.

Por muy fascinante que resultase, no era momento de pensar en ello.

—Entonces el tipo del armario formaba parte del equipo de seguridad —¿Trabajaría para Quinn? ¿No dijo Quinn que uno de sus empleados había desaparecido en Nueva Orleans?

—Sí. Obviamente no me invitaron a la boda, pero ayudé a Hadley con su vestido. Vino a recogerla.

—Jake Purifoy vino a recoger a Hadley para ir a la boda.

—Eso es. Vino hecho un pincel esa noche.

—La noche de la boda.

—Sí, la noche anterior a que muriese Hadley.

—¿Viste cómo se marchaban?

—No, yo sólo… No. Oí el coche. Miré por la ventana y vi que se acercaba Jake. Ya lo conocía de antes, por pura casualidad. Una amiga mía salía con él. Volví a mis cosas, creo que estaba viendo la tele. Y al cabo de un rato oí que el coche se alejaba.

—Así que cabe la posibilidad de que no se fuese.

Me miró con ojos bien abiertos.

—Es posible —dijo al fin, y sonó como si tuviese la boca seca.

—Hadley estaba sola cuando vino a buscarla…, ¿verdad?

—Cuando la dejé en su apartamento, estaba sola.

—Sólo he venido —dije, mirándome los pies— a limpiar el apartamento de mi prima. Tampoco es que me cayese muy bien. Y ahora me encuentro con un muerto a cuestas. La última vez que me deshice de un cadáver —proseguí— tenía a alguien fuerte para ayudarme, y lo envolvimos en una cortina de ducha.

—¿En serio? —dijo Amelia con un hilo de voz. No parecía alegrarse demasiado de que compartiese esa información con ella.

—Sí —asentí—. No lo matamos nosotros. Sólo tuvimos que deshacernos del cuerpo. Pensábamos que nos culparían de la muerte, y estoy segura de que así habría sido. —Seguí mirando el esmalte de uñas de mi dedo gordo. No estuvo mal en su momento, un bonito rosa claro, pero ya iba necesitando un nuevo repaso o quitármelo del todo. Dejé de intentar pensar en otras cosas y reanudé mis sombrías disquisiciones acerca del cuerpo. Estaba en el armario ropero, extendido en el suelo, bajo la estantería más baja. Lo habían tapado con una manta. Jake Purifoy había sido un hombre guapo, sospeché. Tenía el pelo marrón oscuro y era de complexión muscular fuerte. Tenía mucho vello corporal. A pesar de ir vestido para una boda formal, y que Amelia dijo que iba muy guapo, ahora estaba desnudo. Una pregunta sin importancia: ¿dónde estaba su ropa?

—Podríamos llamar a la reina —dijo Amelia—. Después de todo, el cuerpo está aquí. O Hadley lo mató, o lo escondió. No pudo morir la noche que Hadley se reunió con Waldo en el cementerio.

«¿Por qué no?», tuve un repentino y funesto pensamiento.

—¿Tienes un teléfono móvil? —pregunté mientras me ponía en pie. Amelia asintió—. Llama a la sede de la reina, diles que envíen a alguien ahora mismo.

—¿Qué? —saltó, con mirada confusa, incluso mientras pulsaba los números del teléfono.

Mirando al armario, vi que los dedos del cadáver se crispaban.

—Se está levantando —dije en voz baja.

Apenas le llevó un segundo entenderlo.

—¡Soy Amelia Broadway, de Chloe Street! Enviad a un vampiro antiguo aquí ahora mismo —gritó al aparato—. ¡Se está despertando un vampiro neonato! —Ya estaba de pie y corría hacia la puerta.

No llegamos a tiempo.

Jake Purifoy salió detrás de nosotras, y estaba hambriento.

Como Amelia iba detrás de mí (le llevaba una ventaja de una cabeza), se lanzó para agarrarla del tobillo. Ella trastabilló y cayó al suelo. Me giré para ayudarla. No me lo pensé, pues, de hacerlo, habría seguido corriendo hacia la puerta. Los dedos del vampiro neonato se aferraban al tobillo desnudo de Amelia, y tiraba de él sobre el suelo de suaves láminas de madera. Ella se arrastraba como podía sirviéndose de las manos, tratando de encontrar algo que se interpusiera entre ella y la boca del vampiro, que ya estaba muy abierta, con los colmillos extendidos en su máxima longitud, ¡oh, Dios! Le cogí de las muñecas y empecé a tirar. No había conocido a Jake Purifoy en vida, así que no sabía cómo era. Y ya no quedaba ningún rastro de humanidad en su cara, nada a lo que pudiera recurrir.

—¡Jake! —grité—. ¡Jake Purifoy! ¡Despierta! —Por supuesto, eso no sirvió para nada. Jake se había transformado en algo que no era una pesadilla, sino una macabra y permanente rareza, y no había forma de sacarle de ella. Era lo que era. No paraba de emitir una serie de sonidos de famélica ansiedad, lo más frenético que había escuchado jamás, y luego hundió sus colmillos en la pantorrilla de Amelia. Ella lanzó un alarido.

Era como si un tiburón la hubiese atrapado entre sus mandíbulas. Si tiraba un poco más de ella, podría llevarse el trozo de carne que tenía entre los dientes. Empezó a succionar la sangre de la herida, y yo le di una patada en la cabeza con el talón, maldiciéndome por no llevar zapatos puestos. Puse todas mis fuerzas en ello, pero no afectó al nuevo vampiro en lo más mínimo. Emitió un sonido de protesta, pero siguió succionando, mientras la bruja se estremecía entre el dolor y la conmoción. Había un candelabro en una mesa, detrás de uno de los sillones de dos plazas, un largo candelabro de cristal que parecía muy pesado. Quité la vela, lo cogí con ambas manos y lo descargué con todas mis fuerzas sobre la cabeza de Jake Purifoy. La sangre empezó a manar de la herida de forma muy perezosa; así es como sangran los vampiros. El candelabro se partió con el golpe, y me quedé con las manos vacías ante un vampiro furioso. Alzó su ensangrentada cara para taladrarme con la mirada, y espero no volver a ser objeto de una mirada así en lo que me queda de vida. Su expresión esgrimía la ciega furia de un perro enloquecido.

Pero soltó la pierna de Amelia, y empezó a apartarse como podía. Era evidente que estaba malherida, y sus movimientos eran lentos, pero hizo el esfuerzo. Las lágrimas anegaban sus mejillas y respiraba agitadamente, rompiendo brutalmente el silencio de la noche. Oí una sirena acercarse, y rogué por que se dirigiera al apartamento. Aunque sería demasiado tarde. El vampiro se abalanzó desde el suelo para derribarme, y no me dio tiempo para pensar en nada.

Me mordió en el brazo y creí que los colmillos penetrarían el hueso. Si no hubiese alzado los brazos, el mordisco hubiera acabado en mi cuello y habría sido fatal. Puede que el brazo hubiese sido preferible, pero el dolor era tan intenso que estuve al borde del desmayo, y más me valía no perder la consciencia. El cuerpo de Jake Purifoy caía sobre el mío y sus manos apretaban mi brazo libre contra el suelo. Sus piernas hacían lo propio con las mías. Otra forma de hambre se despertaba en el nuevo vampiro, y pude sentir la prueba presionándome el muslo. Soltó una mano para tratar de agarrarme los pantalones.

Oh, no…, era una situación desesperada. Iba a morir en los siguientes minutos en Nueva Orleans, en el apartamento de mi prima, lejos de mi casa y mis amigos.

El nuevo vampiro tenía la cara y las manos llenas de sangre.

Amelia se arrastró como pudo hacia nosotros, dejando un rastro de sangre tras de sí. Debió de haber salido corriendo, ya que no podía salvarme. Ya no quedaban candelabros. Pero Amelia tenía otra arma, y extendió una mano temblorosa para tocar al vampiro.

¡Utinam hic sanguis in ignem commutet! —gritó.

El vampiro se echó hacia atrás, gritando y arañándose la cara, que, de repente, se vio cubierta de pequeñas llamas azules.

Y la policía entró por la puerta.

También eran vampiros.

Por un interesante instante, los agentes pensaron que nosotras habíamos atacado a Jake Purifoy. Amelia y yo, llorando y sangrando, estábamos arrinconadas junto a una pared. Pero, mientras tanto, el conjuro que Amelia había lanzado sobre el nuevo vampiro perdió su eficacia y éste se abalanzó sobre el policía más cercano, que resultó ser una mujer negra de espalda erguida y una nariz de puente alto. La agente sacó su porra y la empleó sin la menor de las contemplaciones contra los dientes del vampiro neonato. Su compañero, un hombre muy bajo con la piel del color del caramelo, se sacó la botella de TrueBlood que llevaba en el cinturón como si fuese otra herramienta. Arrancó el tapón de un mordisco y metió el cuello en la boca abierta de Jake Purifoy. De repente se hizo el silencio, mientras el neonato tragaba el contenido de la botella. Nosotras dos permanecimos jadeando y llorando.

—Ahora se calmará —dijo la mujer, delatando por la cadencia de su voz que tenía más de africana que de americana—. Creo que lo hemos sometido.

Amelia y yo nos dejamos caer al suelo después de que el compañero de uniforme nos hiciera saber con un gesto que ya no había peligro.

—Lamento la confusión sobre quién era el agresor —dijo con una voz tan cálida como la mantequilla derretida—. ¿Están bien, señoritas? —Menos mal que su voz era tranquilizadora, porque tenía los colmillos extendidos. Supongo que el frenesí de la acción y la sangre habían suscitado esa reacción, pero no dejaba de resultar desconcertante en un agente de la ley.

—Creo que no —dije—. Amelia está sangrando mucho, y creo que yo también. —La mordedura no dolía tanto como lo haría más tarde. La saliva de los vampiros segrega una leve cantidad de anestésico, junto con el agente curativo. Pero su función era curar las heridas de los colmillos, no enormes heridas de carne casi arrancada—. Vamos a necesitar un médico. —Conocí a un vampiro en Misisipi capaz de curar heridas así de graves, pero era un talento poco frecuente.

—¿Ambas sois humanas? —preguntó el agente. Su compañera cantaba dulcemente al neonato en un idioma extranjero. No estaba segura de si el antiguo licántropo, Jake Purifoy, comprendía el idioma, pero reconoció la seguridad cuando la vio. Las quemaduras de su cara se curaron poco a poco.

—Sí —dije.

Mientras esperábamos a la ambulancia, Amelia y yo permanecimos acurrucadas una junto a otra sin decir nada. ¿Era ése el segundo cadáver que encontraba en un armario, o el tercero? Me pregunté por qué seguía abriendo puertas de armarios.

—Debimos haberlo imaginado —dijo Amelia, fatigosamente—. Debimos imaginarlo cuando no olimos a podredumbre.

—Lo cierto es que se me pasó por la cabeza, pero como fue unos treinta segundos antes de que se despertara, de nada nos ha servido —dije. Mi voz era tan débil como la suya.

Hubo mucha confusión después de eso. Pensé que aquél era el mejor momento para desmayarme, si es que iba a hacerlo, ya que no me apetecía nada estar presente en ese proceso, pero sencillamente no podía. Los técnicos sanitarios eran dos muchachos muy agradables que parecían pensar que habíamos montado una fiesta con un vampiro y se nos fue de las manos. No pensaba que ninguno de ellos fuese a llamarnos a Amelia o a mí para salir por ahí a corto plazo.

—Más vale que no juegues con vampiros, cherie —dijo el hombre que me estaba tratando. En su placa identificadora ponía DELAGARDIE—. Se supone que son muy atractivos para las mujeres, pero ni te imaginarías la cantidad de pobres chicas a las que hemos tenido que remendar. Y tuvieron suerte —continuó Delagardie con amabilidad—. ¿Cómo te llamas, señorita?

—Sookie —dije—. Sookie Stackhouse.

—Encantado de conocerte, señorita Sookie. Tu amiga y tú parecéis buenas chicas. Tenéis que frecuentar mejores personas, personas vivas. Ahora esta ciudad está atestada de muertos. La verdad es que se estaba mejor cuando todo el mundo respiraba. Y ahora al hospital, a poner unos puntos. Te estrecharía la mano si no estuvieras empapada en sangre —dijo. Me dedicó una rápida y encantadora sonrisa, de blancos dientes—. El consejo es gratis, guapa.

Sonreí, aunque sería la última vez que lo liaría en un tiempo. Empezaba a sentir el dolor. Rápidamente me preocupó si podría aguantarlo.

Amelia era toda una guerrera. Tuvo que apretar los dientes para mantenerse de una pieza, pero lo consiguió hasta el hospital. La sala de urgencias estaba hasta arriba. Gracias a la sangre, el hecho de ir acompañadas de dos oficiales de policía y las buenas palabras del simpático Delagardie y su compañero, conseguimos que nos pusieran a Amelia y a mí en cubículos individuales inmediatamente. No estábamos en cubículos adyacentes, pero sí en lista para ver al médico. Me sentí aliviada. Sabía que no tardaría al ser una sala de urgencias de ciudad.

Mientras escuchaba el bullicio que me rodeaba, traté de no blasfemar por culpa del dolor de mi brazo. En los momentos que no me palpitaba demasiado, encontré tiempo para preguntarme qué habría sido de Jake Purifoy. ¿Lo habrían metido los policías vampiros en una celda, o estaría todo perdonado por tratarse de un neonato sin guía? Se había aprobado una ley al respecto, pero no conseguía recordar sus estipulaciones. Me costaba concentrarme. Sabía que el joven era víctima de su nuevo estado; que el vampiro que lo convirtió debía haber estado allí para guiarle en su primer despertar y su hambre. Seguramente, a quien había que culpar por ello era a mi prima, pero ella probablemente no esperaba ser asesinada. Lo único que había impedido que Jake se despertara meses atrás fue el conjuro estático de Amelia. Era una situación extraña, probablemente sin precedentes en los anales vampíricos. ¡Y un licántropo convertido en vampiro! Nunca había oído hablar de algo así. ¿Seguiría siendo capaz de transformarse?

Tuve un buen rato para pensar en eso y algunas cosas más, ya que Amelia estaba demasiado lejos como para mantener una conversación, aunque hubiese estado dispuesta a ello. Al cabo de unos veinte minutos, durante los cuales sólo me interrumpió una enfermera que vino a anotar alguna información, me sorprendió ver a Eric asomar por la cortina.

—¿Se puede? —preguntó secamente. Tenía los ojos bien abiertos y hablaba con mucho cuidado. Me di cuenta de que, para un vampiro, el olor a sangre de la sala de urgencias debía de ser seductor y penetrante. Vi sus colmillos fugazmente.

—Sí —respondí, asombrada por la presencia de Eric en Nueva Orleans. No me encontraba precisamente de humor para ver a Eric, pero no tenía sentido decirle al antiguo vikingo que no podía estar en la zona de los cubículos. Era un edificio público y mis palabras no le obligaban a nada. En todo caso, podía permanecer sencillamente al otro lado de la cortina y hablar a través de ella hasta averiguar lo que fuera que vino a descubrir. Eric era muy persistente—. ¿Qué demonios haces en la ciudad, Eric?

—He venido a negociar con la reina por tus servicios en la cumbre. Su Majestad y yo tenemos que negociar también el número de gente que puedo traer. —Me sonrió. El efecto fue desconcertante a la vista de los colmillos desplegados—. Casi hemos llegado a un acuerdo. Puedo llevar a tres, pero quiero subir a cuatro.

—Oh, por el amor de Dios, Eric —salté—. Es la excusa más pobre que he escuchado jamás. ¿Has oído hablar de un invento moderno al que llaman teléfono? —Me removí inquieta en la estrecha cama. No lograba encontrar una postura cómoda. Cada nervio de mi cuerpo chirriaba en las postrimerías del horror por el encuentro con Jake Purifoy, nuevo chiquillo de la noche. Albergaba la esperanza de que el médico me recetara un buen analgésico—. Déjame en paz, ¿quieres? No tienes derecho a reclamarme nada, ni eres responsable de mí.

—Pero lo reclamo. —Tuvo los redaños de aparentar sorpresa—. Tenemos un vínculo. Te di mi sangre cuando necesitaste la fuerza para liberar a Bill en Jackson. Y, según tus palabras, hemos hecho el amor a menudo.

—Me obligaste a decírtelo —protesté. Puede que sonara un poco lastimero, pero, qué demonios, creo que tenía derecho a llorar un poco. Eric accedió a salvar a una amiga mía del peligro si le decía toda la verdad. ¿Es eso chantaje? Yo creo que sí.

Pero no había forma de volver atrás. Suspiré.

—¿Cómo has llegado hasta aquí?

—La reina sigue muy de cerca todo lo que les pasa a los vampiros de su ciudad. Pensé que podría acercarme a darte mi apoyo moral. Y, por supuesto, si necesitas que te limpie la sangre… —Sus ojos titilaron mientras repasaban mi brazo—. Estaría encantado de poder ayudar.

Casi sonreí, aunque muy reacia. No se rendía nunca.

—Eric —dijo la fría voz de Bill, y se deslizó por la cortina para colocarse junto a mi cama, junto a Eric.

—¿Por qué no me sorprende encontrarte aquí? —dijo Eric con una voz que dejaba claro que no estaba contento.

La ira de Eric no era algo que Bill pudiera pasar por alto. Eric le superaba en rango, y lo miró condescendiente desde la prominencia de su nariz. Bill tenía alrededor de ciento treinta y cinco años; Eric rondaba los mil (una vez le pregunté cuántos, pero, honestamente, no parecía saberlo). Eric tenía una personalidad para el liderazgo. Bill prefería la soledad. Lo único que tenían en común es que ambos habían hecho el amor conmigo; y en ese preciso instante los dos eran una molestia en mi trasero.

—Escuché por la radio de la policía desde la sede de la reina que habían llamado a una patrulla para someter a un vampiro neonato, y reconocí la dirección —explicó Bill—. Averigüé adonde habían traído a Sookie y he venido tan rápido como he podido.

Cerré los ojos.

—Eric, la estás cansando —dijo Bill, en un tono de voz más frío que de costumbre—. Deberías dejarla en paz.

Hubo un largo momento de silencio. Estaba cargado de emociones intensas. Abrí los ojos y mi mirada pasó de una cara a otra. Por una vez, deseé poder leer la mente de los vampiros.

Por lo que pude ver en su expresión, Bill lamentaba profundamente sus palabras, pero ¿por qué? Eric miraba a Bill con una compleja expresión compuesta de determinación y algo menos definible; arrepentimiento, quizá.

—Entiendo que quieras mantener aislada a Sookie mientras esté en Nueva Orleans —insinuó Eric, pronunciando con más intensidad las erres, como solía pasar cuando se enfadaba.

Bill apartó la mirada.

A pesar del dolor que palpitaba en mi brazo, a pesar de mi exasperación general con ambos, algo en mi interior se despertó y tomó nota. Había una indiscutible significancia en el tono de Eric. La falta de respuesta de Bill resultaba curiosa… y funesta.

—¿Qué? —dije, pasando mi mirada de uno a otro. Traté de apoyarme sobre los codos. Había logrado aposentar uno cuando, al intentar hacer lo mismo con el otro, un calambre de dolor me recorrió el brazo mordido. Pulsé el botón para elevar la cabecera de la cama—. ¿De qué van todas estas insinuaciones, Eric? ¿Bill?

—Eric no debería venir a molestarte cuando ya tienes bastantes problemas —dijo Bill, al fin. Aunque no era conocido por su expresividad, su cara era lo que mi abuela hubiera descrito como «más tensa que un tambor».

Eric cruzó los brazos sobre el pecho y se nos quedó mirando.

—¿Bill? —dije.

—Pregúntale por qué volvió a Bon Temps, Sookie —dijo Eric muy suavemente.

—Bueno, al morir el viejo señor Compton, él quiso reclamar su… —No era capaz de describir la expresión de Bill. El corazón empezó a latirme más deprisa. El miedo se convirtió en un nudo en el estómago—. ¿Bill?

Eric dejó de mirarme, pero no antes de que captara una pizca de lástima en su cara. Nada me podría haber asustado más. Puede que no fuera capaz de leer la mente de los vampiros, pero su lenguaje corporal lo decía todo. Eric se dio la vuelta porque no quería presenciar cómo me clavaban el puñal.

—Sookie, lo habrías descubierto cuando vieras a la reina… Puede que debiera habértelo ocultado, porque no lo comprenderás… Pero Eric ya se ha encargado de evitarlo. —Bill miró a la espalda de Eric de un modo que podría haberle hecho un agujero en el corazón—. Cuando tu prima se convirtió en la favorita de la reina…

Y, de repente, lo vi todo claro. Supe lo que iba a decir, y me incorporé en la cama del hospital con la boca abierta y una mano en el pecho, pues sentía que el corazón se me quebraba. Pero la voz de Bill siguió, a pesar de que yo agitaba la cabeza con violencia.

—Al parecer, Hadley hablaba mucho de ti y de tu don para impresionar a la reina y mantener su interés. Y la reina sabía que yo era oriundo de Bon Temps. Algunas noches me pregunto si no enviaría a alguien para matar al viejo Compton y acelerar las cosas. Pero puede que de veras muriera de viejo.

Bill tenía la mirada clavada al suelo y no vio mi mano derecha extendida en un gesto de «alto».

—Me ordenó regresar a mi antiguo hogar, ponerme en tu camino, seducirte si era necesario…

No podía respirar. Por mucho que me apretara el pecho con la mano, no podía ralentizar el ritmo de mi corazón mientras la hoja del puñal se hundía cada vez más en mi carne.

—Quería emplear tu don en provecho propio —dijo, y abrió la boca para decir algo más. Mis ojos estaban tan llenos de lágrimas que no podía ver bien, no podía ver la expresión de su cara, y me importaba un bledo. Pero no podía llorar mientras estuviese cerca. No lo haría.

—Sal de aquí —dije con un terrible esfuerzo. Pasase lo que pasase, no podía soportar que viese el dolor que me había provocado.

Trató de mirarme directamente a los ojos, pero los tenía anegados. Fuese lo que fuese lo que quisiera decirme, me lo perdí.

—Por favor, deja que termine —suplicó.

—No quiero volver a verte, jamás en la vida —susurré—. Jamás.

No dijo nada. Sus labios se movieron, como si intentara formar palabras, pero meneé la cabeza.

—Sal de aquí —dije con una voz tan ahogada en angustia que no parecía la mía. Bill se volvió y atravesó la cortina para salir de la sala de urgencias. Eric no se giró para mirarme a la cara, gracias a Dios. Extendió el brazo para darme unas palmadas en la pierna y se marchó también.

Quería gritar. Quería matar a alguien con mis propias manos.

Necesitaba estar sola. No podía permitir que nadie viese mi sufrimiento. El dolor físico estaba sofocado por una rabia tan honda como nunca la había sentido. Estaba enferma de furia y dolor. El mordisco de Jake Purifoy no era nada en comparación con aquello.

No podía quedarme quieta. Me levanté de la cama, no sin cierta dificultad. Aún estaba descalza, claro, y con una extraña porción desprendida de mi mente me di cuenta de que tenía los pies muy sucios. Me arrastré fuera de la zona de clasificación de urgencias, localicé las puertas de la sala de espera y emprendí la marcha en esa dirección. Caminar ya era un problema de por sí.

Una enfermera acudió a mí a la carrera con un portapapeles en la mano.

—Señorita Stackhouse, un médico la atenderá en un momento. Sé que ha tenido que esperar, y lo lamento, pero…

Me volví para mirarla y se sobresaltó, dando un paso hacia atrás. Seguí mi camino hacia las puertas con paso incierto pero determinación inquebrantable. Quería salir de allí. Después, no sabía. Alcancé las puertas y las empujé. Me arrastré por una sala de espera atestada de gente. Me fundí a la perfección en esa mezcla de pacientes y familiares que esperaban ver a un médico. Algunos estaban más sucios y ensangrentados que yo, y los había más jóvenes y más viejos. Me apoyé con una mano contra la pared y seguí moviéndome hacia las puertas de salida.

Lo conseguí.

Todo estaba más tranquilo fuera, y el aire era tibio. Soplaba algo de brisa. Estaba descalza, sin un centavo, de pie bajo las brillantes luces de la entrada. No sabía dónde me encontraba en relación con la casa y no tenía ni idea de hacia dónde me dirigiría, pero ya no estaba en el hospital.

Un mendigo se puso delante de mí.

—¿Tienes cambio, colega? —preguntó—. A mí también me ha mirado mal la suerte.

—¿Acaso tengo aspecto de tener algo? —le pregunté con voz razonable.

Se quedó tan perplejo como la enfermera de antes.

—Lo siento —dijo, y se dispuso a marcharse. Di un paso en pos de él. Grité.

—¡No tengo nada! —Y luego, con una voz completamente tranquila, añadí—. Nunca he tenido nada.

Farfulló y se estremeció, pero lo ignoré. Empecé a caminar. La ambulancia había girado a la derecha al llegar, así que yo lo hice a la izquierda. No recordaba cuánto había durado el paseo. Había estado hablando con Delagardie. Entonces era una persona diferente. Caminé y caminé. Pasé bajo unas palmeras, oí el rico ritmo de la música, me deslicé junto a las contraventanas desconchadas de las casas que bordeaban la acera.

De una calle donde se daban cita varios bares, salió un grupo de jóvenes justo cuando pasaba, y uno de ellos me cogió del brazo. Me volví hacia él con un grito, y con un esfuerzo sobrehumano lo empujé contra la pared. Allí se quedó, perplejo y rozando la cabeza, hasta que sus amigos se lo llevaron.

—Está loca —dijo uno de ellos en voz baja—. Déjala. —Y se perdieron en otra dirección.

Al cabo de un rato, me recuperé lo suficiente como para preguntarme por qué estaba haciendo eso. Pero la respuesta era vaga. Cuando me caí por un desnivel de la acera y me rocé la rodilla hasta hacerla sangrar, el nuevo dolor físico me hizo volver en sí, por poco que fuese.

—¿Y haces esto para que lamenten haberte hecho daño? —Me pregunté a mí misma en voz alta—. ¡Oh, Dios mío, pobre Sookie! ¡Se fue del hospital por su propio pie, enloquecida por el dolor, y vagó sola por las peligrosas calles del Big Easy sólo porque Bill la ha hecho enfadar!

No quería que los labios de Bill pronunciasen mi nombre nunca más. Cuando volví a ser yo misma (apenas un poco), la intensidad de mi reacción me sorprendió. Si aún hubiéramos estado juntos cuando se me dijo todo, lo habría matado; lo tenía más claro que el agua. Pero la razón por la que había tenido que salir corriendo del hospital era igualmente diáfana; en ese momento no me sentía capaz de tratar con nadie. Había recibido un golpe a traición con lo que más me podía doler: el primer hombre que había dicho quererme nunca lo había hecho de verdad.

Su pasión había sido artificial.

Su cortejo había sido coreografiado.

Debí de haberle parecido una presa tan fácil, tan manejable, tan acogedora para el primer hombre que invirtiera un poco de tiempo y esfuerzo para ganarme. ¡Ganarme! La misma frase hacía que el dolor se intensificara. Jamás había pensado en mí como un premio.

Hasta que el andamiaje fuera derribado en un solo instante, no me había dado cuenta de hasta qué punto mi vida se había cimentado en el falso amor y aprecio de Bill.

—Le salvé la vida —dije, asombrada—. Fui a Jackson y arriesgué mi vida por la suya, porque me quería. —Una parte de mi mente sabía que eso no era del todo correcto. En parte lo hice porque yo lo quería a él. Y también me asombró darme cuenta de que la atracción de su creadora, Lorena, había sido incluso más fuerte que el de su reina. Pero no estaba de humor para hacer distingos emocionales. Cuando pensé en Lorena, otra toma de conciencia me dio de lleno en la boca del estómago—. Maté a alguien por él —dije, dejando que mis palabras flotaran en la oscura densidad de la noche—. Oh, Dios mío, he matado a alguien por él.

Estaba cubierta de heridas, magulladuras y suciedad cuando alcé la vista y vi un cartel que ponía CHLOE STREET. Allí se encontraba el apartamento de Hadley, me di cuenta lentamente. Giré a la derecha y reanudé la marcha.

Ambos pisos de la casa estaban a oscuras. Puede que Amelia siguiera en el hospital. No tenía la menor idea de qué hora era, ni de cuánto tiempo llevaba caminando.

El apartamento de Hadley estaba cerrado con llave. Bajé y cogí una de las macetas que Amelia había puesto cerca de su puerta. La llevé hasta arriba y rompí uno de los paneles de cristal de la puerta. Metí el brazo, quité el pestillo y entré. No saltó ninguna alarma. Estaba convencida de que la policía no conocía el código para activarla cuando se marcharon de allí.

Recorrí el apartamento, que seguía completamente desordenado por nuestro enfrentamiento con Jake Purifoy. Tendría que hacer limpieza extra a la mañana siguiente, o cuando fuese… Cuando pudiera reanudar mi vida. Me dirigí al cuarto de baño y me quité la ropa como pude. Sostuve las prendas y me quedé mirándolas un momento. Luego salí al pasillo, abrí la ventana francesa más cercana y tiré la ropa por la barandilla de la galería. Ojalá fuese tan fácil deshacerse de los problemas, pero al mismo tiempo mi auténtica personalidad se empezaba a desperezar, se me había activado el sentimiento de culpa al ensuciar algo que luego otra persona tendría que limpiar. No eran formas para una Stackhouse. Pero el sentimiento de culpa no era tan poderoso como para hacerme bajar y retirar la ropa destrozada. En ese momento, no.

Tras apalancar una silla bajo la puerta que había roto y activar la alarma con los números que me había indicado Amelia, me metí en la ducha. El agua mordió mis numerosos cortes y rozaduras, y el profundo mordisco del brazo volvió a sangrar. Mierda. Mi prima, la vampira, no necesitaba botiquines, por supuesto. Encontré unas almohadillas de algodón que probablemente empleaba para desmaquillarse y hurgué en una de las bolsas de ropa hasta que encontré un pañuelo con llamativos motivos de leopardo. Puse las almohadillas sobre el mordisco con torpeza y las apreté con el pañuelo.

Al menos, ensuciar aquellas odiosas sábanas era la última de mis preocupaciones. Me puse el camisón y me metí en la cama, rogando por poder olvidar.