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Ni siquiera figuró en portada. Apareció en la sección de noticias locales del periódico de Shreveport, en la parte baja del pliegue. «HOMICIDIOS EN LA CÁRCEL», decía el titular. Suspiré.

Dos jóvenes que aguardaban un traslado de sus celdas a una institución de menores fueron asesinados la pasada medianoche.

Dejaban el periódico todas las mañanas en un buzón especial que estaba al final del camino privado, junto al buzón del correo. Pero ya oscurecía cuando di con el artículo, mientras estaba sentada en mi coche, a punto de salir hacia Hummingbird Road e ir al trabajo. No había salido de casa hasta ese momento. Dormir, hacer la colada y realizar alguna tarea de jardinería habían copado mi jornada. No recibí ninguna llamada ni ninguna visita, justo como decían los anuncios. Pensé que Quinn podría llamar para ver cómo estaban mis heridas… pero no.

Los dos menores, llevados a la comisaría de policía por los cargos de asalto y agresión, fueron depositados en una de las celdas a la espera del autobús que debía trasladarlos a la institución de menores a la mañana siguiente. La celda de menores está separada de la de adultos, y ellos dos eran las únicas personas encerradas esa noche. En algún momento cercano a la medianoche, fueron estrangulados por uno o varios desconocidos. Ningún otro recluso fue dañado, y todos han negado presenciar actividades sospechosas. Ambos jóvenes contaban con numerosos antecedentes. «Se las habían visto muchas veces con la policía», ha revelado una fuente cercana a la investigación.

«Investigaremos este asunto en profundidad», declaró el detective Dan Coughlin, que atendió la denuncia inicial y está llevando las investigaciones del incidente por el que ambos jóvenes fueron arrestados. «Fueron arrestados tras atacar presuntamente a una pareja de una forma extraña, y sus muertes no lo son menos.» Su compañero, Cal Myers, añadió: «Se hará justicia».

Aquello me pareció especialmente siniestro. Tiré el periódico en el asiento del copiloto y cogí mi montón de correo para añadirlo a la pequeña pila. Ya lo revisaría al acabar mi turno en el Merlotte's.

Estaba pensativa cuando llegué al bar. Me encontraba tan preocupada por el destino de los dos asaltantes de la noche anterior que apenas parpadeé cuando me dijeron que trabajaría con la nueva empleada de Sam. Tanya era una chica de mirada brillante y era eficiente, como ya había comprobado. Sam estaba muy contento con ella; de hecho, la segunda vez que me expresó lo satisfecho que estaba, le dije de manera algo afilada que ya me lo había dicho.

Me alegró que Bill se pasara y escogiera una mesa de mi sección. Quería una excusa para escaparme antes de tener que responder a la pregunta que se estaba formando en la mente de Sam: «¿Por qué no te gusta Tanya?».

No espero que me caigan bien todas las personas que conozco, del mismo modo que no espero caerles yo bien a ellas.

Pero suelo fundamentar el que me caigan mal, más allá de la vaguedad en la desconfianza y el menosprecio. Si bien Tanya era algún tipo de cambiante, debí poder leer en ella lo suficiente como para confirmar o descartar mis sospechas instintivas. Pero era incapaz de leer a Tanya. Sacaba una palabra aquí y otra allí, como una señal de radio que se va desvaneciendo. Os imaginaréis que una está deseando encontrar a alguien de la misma edad y sexo con quien compartir una amistad. Sin embargo, me puso nerviosa descubrir que era como un libro cerrado. Curiosamente, Sam no había dicho una sola palabra acerca de su naturaleza esencial. No dijo nada en plan: «Oh, es una mujer topo» o «Es una auténtica cambiante, como yo».

Me sentía afligida cuando me dirigí hacia Bill para tomarle nota. Mi mal humor se sumó al cóctel cuando vi a Selah Pumphrey en la puerta repasando con la mirada a la gente del bar, probablemente en busca de Bill. Solté unos cuantos tacos por lo bajo, me di la vuelta y me marché. Muy poco profesional.

Selah me observaba cuando miré de reojo su mesa al cabo de un rato. Arlene se acercó a tomarles nota. Escuché a Selah sin más; estaba de mal humor. Se preguntaba por qué Bill siempre quedaba con ella allí, cuando los parroquianos éramos obviamente hostiles. Le costaba creer que un hombre tan juicioso y sofisticado como Bill hubiese salido jamás con una camarera. Y encima con una que, por lo que ella sabía, ni siquiera había ido a la universidad y, lo que era peor, ¡cuya abuela había sido asesinada!

Supongo que aquello me había dado mala fama.

Trato de tomarme esas cosas con filosofía. Después de todo, me podría haber escudado perfectamente contra esos pensamientos. Dicen que «Pajarillo que escucha el reclamo, escucha su daño», ¿no? Un viejo dicho, y muy cierto. Me dije (unas seis veces seguidas) que no era asunto mío, que sería un poco drástico ir allí y abofetearla o dejarla calva de un tirón. Pero la rabia se hacía con mis entrañas, y parecía incapaz de controlarla. Serví tres cervezas en la mesa de Catfish, Dago y Hoyt con una fuerza innecesaria. Los tres me miraron a la vez, asombrados.

—¿Hemos hecho algo malo, Sook? —dijo Catfish—. ¿O es que estás en esos días del mes?

—No habéis hecho nada —contesté. Y no eran mis días del mes… Oh. Sí que lo eran. Recibí el aviso con el dolor en la espalda, la pesadez de estómago y los dedos hinchados. Mi vieja amiga estaba de visita. Lo sentí mientras me daba cuenta de que estaba contribuyendo a mi irritación general.

Miré de soslayo a Bill y lo pillé mirándome, con las aletas nasales dilatadas. Podía oler la sangre. Me recorrió una oleada de aguda vergüenza que me puso la cara colorada. Por un instante pude ver un hambre desnuda en su rostro, pero inmediatamente despejó la cara de toda expresión.

Ya que no se pasaba los días llorando en mi puerta por un amor no correspondido, al menos que sufriera un poco. Cuando me miré en un espejo tras la barra, vi que tenía una leve sonrisa de satisfacción dibujada en los labios.

Aproximadamente una hora después, entró una vampira. Miró a Bill durante un segundo, le hizo un leve gesto con la cabeza, y luego se sentó en una mesa de la sección de Arlene, quien acudió a la carrera para tomarle nota. Hablaron durante un minuto, pero estaba demasiado ocupada para fisgar. Además, sólo habría escuchado a la vampira filtrada a través de la mente de Arlene, puesto que los vampiros son para mí tan silenciosos como una tumba (jo, jo). Lo siguiente que supe era que Arlene se abría paso hacia mí.

—La muerta quiere hablar contigo —dijo sin moderar el tono de su voz lo más mínimo, mirando en nuestra dirección. Lo suyo nunca ha sido el tacto ni la sutileza.

Después de asegurarme de que todos mis clientes estaban satisfechos, me dirigí hacia la mesa de la vampira.

—¿En qué puedo ayudarte? —pregunté en voz muy baja. Sabía que podía oírme; su oído es fenomenal, y su visión no le va muy a la zaga en cuanto a agudeza.

—¿Eres Sookie Stackhouse? —preguntó ella. Era muy alta, casi 1,83, y procedía de alguna mezcla racial que había salido alucinantemente bien. Tenía la piel dorada, y su pelo era denso, basto y oscuro. Lo llevaba recogido en trenzas, y sus brazos estaban atestados de bisutería. Sus ropas, por el contrario, eran sencillas. Vestía una blusa blanca hecha a medida de mangas largas y leotardos negros con sandalias a juego.

—Sí —dije—. ¿Te puedo ayudar en algo? —Me miraba con una expresión que sólo podría definir como desconfiada.

—Me manda Pam —contestó—. Me llamo Felicia. —Su voz parecía un cántico alegre, tan exótica como su aspecto. Evocaba licores de ron y playas.

—¿Qué tal, Felicia? —dije educadamente—. Espero que Pam esté bien.

Dado que los vampiros no tienen una salud variable, resultó ser una pregunta rebuscada para Felicia.

—Pues parece estar bien —añadió Felicia un poco insegura—. Me ha mandado para que me presente a ti.

—Vale, ya nos conocemos —dije, tan confundida como lo había estado Felicia hacía un momento.

—Me dijo que tienes la costumbre de matar al barman de Fangtasia —continuó, abriendo mucho sus maravillosos ojos de cierva—. Me dijo que tenía que venir a rogarte clemencia. Pero a mí me pareces una humana corriente.

Esta Pam…

—Te estaba tomando el pelo —le dije tan amablemente como pude. Al parecer, Felicia no era la oveja más avispada del rebaño. El oído y la capacidad de curación sobrehumanos no equivalían a una superinteligencia—. Pam y yo somos como amigas, y le gusta ponerme en evidencia. Supongo que le gustará hacer lo mismo contigo, Felicia. No tengo intención de hacerle daño a nadie. —Felicia parecía escéptica—. Es verdad que no tengo muy buenos antecedentes con los encargados de la barra del Fangtasia, pero, eh…, no es más que una coincidencia —parloteé—. Y es verdad que no soy más que una simple humana.

Después de digerir la información al cabo de un rato, Felicia pareció aliviada, lo cual no hizo sino sumar puntos a su belleza. Pam solía tener más de una razón para hacer las cosas, y me pregunté si la habría enviado también para que pudiera admirar sus atracciones, las cuales, sin duda, no habrían pasado desapercibidas para Eric. Puede que Pam quisiera buscar problemas. Odiaba la vida sin sensaciones fuertes.

—Vuelve a Shreveport y pásatelo bien con tu jefe —dije, tratando de ser amable.

—¿Eric? —dijo la maravillosa vampira. Parecía desconcertada—. Me gusta trabajar para él, pero no me gustan los hombres.

Eché una mirada a mis mesas, no sólo para comprobar si alguien necesitaba una copa, sino para comprobar si alguien había oído esa frase. La lengua de Hoyt estaba prácticamente colgada de su boca, y Catfish parecía que algo lo hubiera deslumbrado. Dago estaba sumido en un feliz asombro.

—Bueno, Felicia, ¿y cómo acabaste en Shreveport, si no te molesta que te pregunte? —Devolví mi atención a la nueva vampira.

—Oh, mi amiga Indira me pidió que viniera. Dijo que servir a Eric no estaba tan mal. —Se encogió de hombros para escenificar lo de que «no estaba tan mal»—. No exige servicios sexuales si la mujer no está inclinada a ello. A cambio sólo requiere unas cuantas horas de trabajo en el bar y algún que otro recado especial.

—¿Entonces tiene buena reputación como jefe?

—Oh, sí. —Felicia pareció casi sorprendida—. Aunque tampoco es que sea ningún blando.

«Blando» y «Eric» eran palabras incompatibles en la misma frase.

—Y no se le traiciona. Eso no lo perdona —prosiguió, pensativa—. Pero siempre que cumplas con tus obligaciones hacia él, te corresponderá en la misma medida.

Asentí. Eso encajaba más o menos con mi percepción de Eric, y lo conocía muy bien en algunos aspectos…, aunque nada en otros.

—Y esto será mucho mejor que Arkansas —dijo Felicia.

—¿Por qué dejaste Arkansas? —pregunté, sin poder evitarlo. Felicia era la vampira más simple que había conocido.

—Peter Threadgill —contestó—. El rey. Se acaba de casar con vuestra reina.

Sophie-Anne Leclerq de Luisiana no era, ni remotamente, mi reina, pero, aunque sólo fuese por curiosidad, quise continuar con la conversación.

—¿Y cuál es el problema de Peter Threadgill?

Ésa era una pregunta difícil para Felicia. Se lo pensó.

—Es rencoroso —explicó ella con el ceño fruncido—. Nunca parece estar satisfecho con lo que tiene. No le basta con ser el vampiro más antiguo y poderoso de todo el Estado. Cuando se convirtió en rey (y se pasó años maquinando para conseguirlo), le supo a poco. El problema lo tenía con el Estado, ¿sabes?

—¿Algo como: «Cualquier Estado que me tenga como rey no es un buen Estado en el que reinar»?

—Exactamente —soltó Felicia, como si yo fuese alguien la mar de inteligente por poder elaborar una frase como ésa—. Se pasó meses negociando con Luisiana, y hasta Flor de Jade se cansó de oír hablar de la reina. Al final accedió a firmar la alianza. Después de una semana de celebraciones, el rey se volvió taciturno otra vez. De repente, aquello no era suficiente. Ella tenía que amarlo. Tenía que dárselo todo. —Felicia meneó la cabeza ante las extravagancias de la realeza.

—¿Entonces no ha sido un matrimonio por amor?

—El amor es lo último por lo que los monarcas vampiros se casan —dijo Felicia—. Ahora está de visita con la reina en Nueva Orleans, y yo me alegro de estar en el otro extremo del Estado.

El concepto de la pareja y la visita se me escapaba, pero estaba segura de que lo comprendería tarde o temprano.

Me habría encantado escuchar más cosas, pero era hora de volver al trabajo.

—Gracias por la visita, Felicia. Y no te preocupes por nada. Me alegro de que trabajes para Eric —dije.

Felicia me sonrió. Fue una experiencia deslumbrante y deliciosa.

—Me alegro de que no planees matarme —dijo.

Le devolví la sonrisa, algo titubeante.

—Te aseguro, ahora que te conozco, que no tendrás la menor oportunidad de sorprenderme por la espalda —prosiguió Felicia. De repente, la auténtica vampira afloró en su mirada, y me estremecí. Podría ser fatal subestimarla. No era muy lista, pero sí salvaje.

—No pienso sorprenderte por la espalda, y mucho menos teniendo en cuenta que eres una vampira —dije.

Me dedicó un seco gesto de la cabeza, y se deslizó por la puerta tan rápidamente como había entrado.

—¿Qué es lo que quería? —me preguntó Arlene cuando estábamos en la barra juntas, esperando que nos sirvieran los encargos. Me di cuenta de que Sam también escuchaba.

Me encogí de hombros.

—Trabaja en Fangtasia, en Shreveport, y simplemente ha venido a conocerme.

Arlene se me quedó mirando.

—¿Ahora vienen a presentarse? Sookie, tienes que pasar de los muertos y relacionarte más con los vivos.

Le devolví la misma mirada.

—¿De dónde has sacado esa idea?

—Me lo preguntas como si jamás hubiese pensado por mí misma.

Arlene jamás habría formado una idea como ésa ella sola. Su segundo nombre era «Tolerancia», más que nada porque era demasiado ligera de cascos como para ir echando moralinas.

—Es que me sorprende —dije, dándome cuenta de lo ruda que había sido en la apreciación de alguien a quien siempre había considerado una amiga.

—Bueno, he estado yendo a la iglesia con Rafe Prudhomme.

Rafe Prudhomme, un cuarentón muy tranquilo que trabajaba en la Pelican State Title Company, me caía bien. Pero nunca tuve la oportunidad de conocerlo a fondo, ni me dio por escuchar sus pensamientos. Quizá aquello había sido un error.

—¿A qué tipo de iglesia acude? —quise saber.

—Ha estado frecuentando esa iglesia nueva de la Hermandad del Sol.

El corazón se me paró, casi literalmente. No me molesté en señalar que la Hermandad era una caterva de fanáticos a los que unía el odio y el miedo.

—En realidad no es una iglesia, ¿sabes? ¿Hay alguna rama de la Hermandad cerca?

—En Minden. —Arlene apartó la mirada; era el vivo retrato de la culpabilidad—. Sabía que no te gustaría. Pero allí vi al sacerdote católico, el padre Riordan. Hasta los sacerdotes ordenados comulgan con ellos. Hemos pasado allí las últimas dos tardes de domingo.

—¿Y te crees esas cosas?

Pero en ese momento uno de los clientes de Arlene la llamó. Se alegró sobremanera de poder irse.

Mis ojos se encontraron con los de Sam, que parecía igual de turbado. La Hermandad del Sol era una organización antivampírica e intolerante cuya influencia no dejaba de extenderse. Muchos de sus centros no eran militantes, pero otros tantos predicaban el odio y el miedo en su forma más extrema. Si la Hermandad tenía una lista secreta de objetivos, seguramente yo estaría en ella. Sus fundadores, Steve y Sarah Newlin, habían perdido su iglesia más lucrativa en Dallas porque yo había interferido en sus planes. Había sobrevivido a un par de intentos de asesinato desde entonces, pero siempre quedaba el riesgo de que la Hermandad me encontrara y me tendiera una emboscada. Me habían visto en Dallas y en Jackson, y, tarde o temprano, descubrirían quién era y dónde vivía.

Tenía muchas razones para estar preocupada.