6

No sabía cómo iba a conseguirlo. No sabía quién admitiría que yo podía ser de ayuda.

Como era de esperar, había una muchedumbre en la escuela elemental. Un grupo de unos treinta adultos permanecía en la acera que había frente a la escuela, y Bud Dearborn, el sheriff, estaba hablando con Andy en el césped delantero. La escuela elemental Betty Ford fue mi escuela, de niña. El edificio, alargado en una sola planta y de ladrillo, estaba bastante nuevo por aquel entonces. En el vestíbulo principal estaban las oficinas, la sección de párvulos, las aulas y la cafetería. En el ala derecha se ubicaban los estudiantes de segundo curso, y en la izquierda los de tercero. Detrás del centro había un pequeño edificio de recreo, situado en un amplio patio, al que se podía llegar mediante un pasillo cubierto. Se usaba para las clases de gimnasia cuando hacía mal tiempo.

Por supuesto, había dos astas en la fachada de la escuela, una para la bandera estadounidense y otra para la de Luisiana. Me encantaba pasar por delante con el coche cuando eran mecidas por la brisa en un día como ése. Me encantaba pensar en todos los niños pequeños que había dentro, ocupados en su infancia. Pero ese día habían quitado las banderas, y sólo las cuerdas anudadas se movían con el fuerte viento. El verde prado de la escuela estaba salpicado con ocasionales envoltorios de chucherías o papeles de cuaderno arrugados. La portera de la escuela, Madelyn Pepper (a la que siempre habían llamado «Miss Maddy»), estaba sentada en una silla de plástico justo delante de las puertas del edificio, con su carrito de ruedas justo a su lado. Hacía muchos años que Miss Maddy era la portera. Era una mujer muy lenta mentalmente, pero buena trabajadora y muy fiable. Tenía prácticamente el mismo aspecto de mis días de colegio: alta, fornida y pálida, con una larga melena teñida de color platino. Estaba fumándose un cigarrillo. La directora, la señora Garfield, había librado una batalla con Miss Maddy durante años en cuanto a esa costumbre suya, pero Miss Maddy siempre ganaba. Fumaba fuera, pero fumaba. Hoy, la señora Garfield se mostraba completamente indiferente hacia la costumbre de Miss Maddy. La señora Garfield, esposa de un ministro metodista episcopal, lucía un traje color mostaza, medias lisas y zapatos de charol negros. Estaba tan tensa como Miss Maddy, y le importaba mucho menos disimularlo.

Me abrí paso hasta el frente de la muchedumbre sin estar muy segura de cómo abordar lo que tenía que hacer.

Andy fue el primero en verme y avisó de mi llegada a Bud Dearborn tocándole en el hombro. Bud tenía el móvil pegado a la oreja. Se volvió para mirarme. Les hice un gesto con la cabeza. El sheriff Dearborn no era mi amigo. Fue amigo de mi padre, pero nunca tuvo tiempo para mí. Para el sheriff, la gente se clasificaba en dos categorías: los que quebrantaban la ley y podían ser arrestados, y los que no, y no podían ser arrestados. Y la mayoría de éstos lo eran sólo porque aún no habían sido pillados quebrantando la ley. Eso era lo que Bud creía. Y yo estaba en alguna parte entre los dos lados. Él estaba seguro de que yo era culpable de algo, pero no llegaba a imaginar de qué.

Tampoco le caía muy bien a Andy, pero él era más respetuoso. Giró la cabeza hacia la izquierda de forma casi imperceptible. No podía ver con claridad la cara de Bud Dearborn, pero sus hombros se pusieron rígidos de la rabia y se inclinó un poco hacia delante, delatando con su postura que estaba furioso con el detective.

Logré salir del cúmulo de gente nerviosa y curiosos y me deslicé alrededor del ala de tercer curso, dirigiendo mis pasos a la parte trasera de la escuela. El patio de recreo, que tenía el tamaño aproximado de medio campo de fútbol, estaba vallado y la puerta, cerrada con una cadena y un candado. Alguien la había abierto, probablemente para facilitar la labor de quienes registraban el lugar. Vi a Kevin Pryor, un joven y delgado oficial de patrulla que siempre ganaba la carrera de los cuatro mil en el festival de Azalea. Se inclinaba para otear en un conducto de alcantarillado justo al otro lado de la calle. La hierba de la zanja no era muy tupida y sus pantalones oscuros de uniforme estaban manchados de un polvo amarillo. Su compañera, Kenya, que estaba tan rellena como Kevin delgado, se encontraba en la acera de enfrente, al otro lado del bloque. Vi cómo movía la cabeza de un lado a otro mientras barría la zona de alrededor.

La escuela ocupaba toda una manzana en el centro de una zona residencial. Todas las casas de los alrededores eran viviendas modestas en terrenos modestos, el tipo de vecindario donde encontrar canchas de baloncesto y bicicletas, perros ladrando y caminos para coches resaltados con pintura amarilla en los bordillos.

Ese día, todo estaba cubierto con una fina capa de polvo amarillo; acababa de empezar la época de la polinización. Cualquiera que lavase el coche en su camino privado encontraría un anillo amarillo alrededor del desagüe para lluvias. Las barrigas de los gatos estaban teñidas de amarillo, y los perros altos tenían las patas del mismo color. Todo el mundo tenía los ojos rojos y llevaba encima una reserva de pañuelos.

Vi muchos trozos de papel tirados por el patio de recreo. Había parches de hierba fresca y otros de terreno duro en zonas donde solían reunirse los niños. Habían dibujado un gran mapa de los Estados Unidos en una tapia de cemento justo fuera de las puertas de la escuela. El nombre de cada estado estaba pintado clara y cuidadosamente. Luisiana era el único Estado pintado de un vivo rojo, y un pelícano presidía su contorno. La palabra «Luisiana» era demasiado larga para encajar en el pelícano, y la habían pintado en el suelo, justo donde se encontraría el Golfo de México.

Andy salió por la puerta de atrás con expresión pétrea. Parecía diez años mayor.

—¿Cómo se encuentra Halleigh? —pregunté.

—Está dentro, no deja de llorar —contestó—. Tenemos que encontrar a ese crío.

—¿Qué ha dicho Bud? —pregunté. Di un paso hacia el interior de la puerta.

—Mejor no preguntes —rezongó—. Si hay algo que puedas hacer por nosotros, necesitamos toda la ayuda posible.

—Todas las miradas caerán sobre ti.

—A ti te pasará lo mismo.

—¿Dónde están las personas que estaban en la escuela cuando volvió a entrar?

—Están todos aquí, salvo la directora y la portera.

—Las he visto fuera.

—Haré que entren. Todos los maestros están en la cafetería. Tiene un pequeño escenario en un extremo. Ponte detrás del telón, a ver si consigues averiguar algo.

—Vale. —No tenía ninguna idea mejor.

Andy se encaminó hacia la parte delantera de la escuela para traer a la directora y a la portera.

Accedí al extremo del pasillo de tercer curso. Dibujos de vivos colores decoraban las paredes fuera de cada clase. Miré algunos que representaban a rudimentarias personas haciendo picnic o mientras pescaban, y los ojos se me llenaron de lágrimas. Por primera vez deseé tener poderes parapsicológicos en lugar de telepáticos. Así podría ver lo que le pasó a Cody, en vez de tener que esperar a que alguien pensara en ello. Nunca había conocido a un médium, pero me daba cuenta de que su talento debía de ser muy impreciso, que unas veces no era lo suficientemente específico y otras lo era demasiado. Mi pequeña rareza era en realidad mucho más fiable, y quise creer que podría ayudar a ese niño.

Mientras avanzaba hacia la cafetería, el olor de la escuela precipitó los recuerdos. La mayoría de ellos eran dolorosos; y algunos agradables. Cuando era pequeña, no tenía ningún control sobre mi telepatía, ni la menor idea de qué era lo que me pasaba. Mis padres me habían hecho pasar por el molino de los profesionales de la salud mental para averiguarlo, lo que me había alejado más aún de mis compañeros. Pero la mayoría de mis profesores fueron amables. Comprendían que hacía todo lo que podía por aprender; que siempre estaba distraída, pero no porque yo así lo decidiera. El olor de la tiza, los borradores, el papel y los libros lo trajo todo de vuelta.

Recordaba cada pasillo y cada puerta como si hubiera dejado de acudir a clase el día anterior. Las paredes estaban ahora pintadas de color melocotón, en lugar del blanco que yo recordaba, y la moqueta era de motas grises, en lugar del linóleo marrón, pero la estructura de la escuela no había variado. Sin dudarlo, me colé por la puerta trasera del pequeño escenario que se encontraba en uno de los extremos del comedor. Si mal no recordaba, a ese sitio lo llamaban la «sala multiusos». La zona del comedor podía cerrarse mediante puertas plegables, y las mesas de picnic que ocupaban el espacio también se podían doblar y apartar. Ahora ocupaban el suelo en ordenadas filas, y todos los que estaban sentados a ellas eran adultos, salvo los hijos de algunos maestros que se encontraban en las aulas con sus progenitores cuando estalló la alarma.

Encontré una diminuta silla de plástico y la desplegué tras el telón, en la parte izquierda del escenario. Cerré los ojos y empecé a concentrarme. Perdí consciencia de mi cuerpo mientras bloqueaba todos los demás estímulos, y mi mente se proyectó con libertad.

«¡Es culpa mía, culpa mía, culpa mía! ¿Por qué no me di cuenta de que no volvió a salir? ¿O acaso sí salió y no lo vi? ¿Se habrá montado en su coche sin que lo viera?».

Pobre Halleigh. Estaba sentada sola, y el montón de pañuelos que tenía al lado era un indicativo de lo que había estado haciendo mientras esperaba. Era completamente inocente, así que reanudé mi barrido.

«Oh, Dios, gracias, Dios, por que no sea mi hijo el que ha desaparecido…».

«… ir a casa y tomarme unas galletas…».

«No puedo ir al súper a por carne de hamburguesa, quizá debería llamar a Ralph y quizá él pueda pasarse por Sonic… Pero ya comimos comida rápida anoche, no es bueno…».

«Su madre es una camarera, ¿a cuánta gente despreciable conocerá? Probablemente haya sido uno de ellos».

Y así siguió, una letanía de pensamientos inofensivos. Los niños pensaban en tentempiés y televisión, aunque también estaban asustados. Los adultos, en su mayoría, estaban inquietos por sus propios hijos y por el efecto de la desaparición de Cody en sus propias familias y clases.

Andy Bellefleur dijo:

—Dentro de un momento estará aquí el sheriff Dearborn y les dividiremos en grupos.

Los maestros se relajaron. Eran instrucciones familiares, como las que ellos mismos solían impartir.

—Les haremos preguntas a cada uno de ustedes por turno, y luego se podrán marchar. Sé que están todos preocupados. Tenemos policías inspeccionando la zona, pero quizá así obtengamos alguna información que nos ayude a encontrar a Cody.

La señora Garfield entró en la sala. Pude sentir su ansiedad precediéndola como una nube oscura, llena de truenos. Miss Maddy iba justo detrás de ella. Podía escuchar las ruedas de su carrito, cargado con un cubo de basura y repleto de todo tipo de artículos de limpieza. Todos los olores que la rodeaban me resultaban familiares. Claro, empezaba sus labores de limpieza después de las horas lectivas. Debía de estar en una de las aulas, y probablemente no había visto nada. Es posible que la señora Garfield hubiera estado en su despacho. El director en mi época, el señor Heffernan, solía permanecer fuera con el maestro que estuviera de servicio hasta que todos los niños se hubieran marchado, de modo que todos los padres tuvieran la ocasión de hacerle alguna pregunta sobre el progreso de su hijo… o la falta del mismo.

No me asomé por el polvoriento telón para mirar, pero pude seguir el progreso de las dos con facilidad. La señora Garfield era un amasijo de tensión tan denso que cargaba el aire que la rodeaba. Miss Maddy también iba acompañada, pero del sonido de su carrito y del olor de los productos de limpieza. Le daba pena, y lo único que deseaba era volver a su rutina. Puede que Maddy Pepper fuese una mujer de inteligencia limitada, pero le encantaba su trabajo porque se le daba bien.

Me enteré de muchas cosas mientras estuve allí sentada. Supe que una de las maestras era lesbiana, a pesar de estar casada y tener tres hijos. Averigüé que otra maestra estaba embarazada, pero que aún no se lo había dicho a nadie. Averigüé que la mayoría de las mujeres (no había maestros en la escuela elemental) estaban estresadas debido a sus múltiples obligaciones familiares, laborales y religiosas. La maestra de Cody era muy infeliz, porque le gustaba el pequeño aunque pensaba que su madre era un poco rara. Creía que Holly hacía todo lo que estaba en su mano para ser una buena madre, y eso contrarrestaba su desprecio por su estética gótica.

Pero nada de todo aquello sirvió para averiguar el paradero de Cody, hasta que me metí en la cabeza de Maddy Pepper.

Cuando Kenya apareció detrás de mí, estaba superada, con la mano sobre la boca mientras trataba de silenciar mi llanto. No era capaz de levantarme y buscar a Andy o a cualquiera. Sabía dónde se encontraba el niño.

—Me ha dicho que venga aquí para ver si has averiguado algo —susurró Kenya. No le gustaba nada el recado que le habían encomendado, y aunque siempre le caí bien, estaba convencida de que yo no podía hacer nada para ayudar a la policía. Pensaba que Andy estaba loco por poner en juego su carrera al pedirme que me sentara allí a escondidas.

Entonces capté otra cosa, algo débil y apagado.

Me levanté de golpe y agarré a Kenya por el hombro.

—Mira en el cubo de basura, el que está en el carrito, ¡ahora! —dije en voz baja, pero (eso esperaba) llena de urgencia como para encender a Kenya—. ¡Está en el cubo, sigue vivo!

Kenya no tuvo la idea de saltar de detrás del telón y correr hacia el carrito de la portera. Me dedicó una mirada acerada. Me asomé por el telón para ver cómo Kenya se dirigía a unas pequeñas escaleras frente al escenario y luego hacia donde estaba sentada Maddy Pepper, tamborileando la pierna con los dedos. Miss Maddy quería un cigarrillo. Entonces se dio cuenta de que Kenya se le aproximaba y una débil alarma se encendió en su mente. Cuando la portera vio que Kenya tocaba el borde del cubo de basura, se puso en pie de repente y gritó:

—¡No era mi intención! ¡No era mi intención!

Todo el mundo se giró, conmocionado, con idénticas expresiones de horror en el rostro. Andy se adelantó, con la expresión dura. Kenya estaba inclinada sobre el cubo, buscando agitadamente y tirando de una miríada de trapos usados que lanzaba sobre el hombro. Se quedó helada durante un segundo cuando encontró lo que estaba buscando. Se inclinó más, arriesgándose casi a caerse dentro.

—Está vivo —le dijo a Andy—. ¡Llama a una ambulancia!

—Ella estaba limpiando cuando el niño volvió a entrar en la escuela para coger el dibujo —dijo Andy. Estábamos sentados solos en la cafetería—. No sé si pudiste escuchar eso, había mucho ruido en la habitación.

Asentí. Pude escuchar sus pensamientos mientras hablaba. Durante todos esos años de trabajo, jamás había tenido ningún problema con un estudiante que no se hubiera resuelto con algunas palabras altisonantes por su parte. Pero hoy, Cody había irrumpido a la carrera en el aula con los zapatos y los pantalones llenos de polen, manchando el suelo que Miss Maddy acababa de limpiar. Le gritó, y él se sobresaltó tanto que sus pies se escurrieron sobre el suelo mojado. El pobre crío se cayó de espaldas y se golpeó en la cabeza. El pasillo estaba enmoquetado para reducir el ruido, pero las aulas no, y su cabeza rebotó en el linóleo.

Maddy pensó que lo había matado, y se apresuró a ocultar el cuerpo en el lugar más a mano. Pensó que perdería el trabajo si descubrían que el niño había muerto, y su impulso fue el de ocultarlo. No tenía ningún plan o idea de lo que iba a pasar. No había razonado en cómo deshacerse del cuerpo, ni en lo destrozada y culpable que se sentiría después.

Para mantener en silencio lo que sabía, idea que la policía y yo considerábamos como la mejor alternativa, Andy le sugirió a Kenya que se dijera que ella se había dado cuenta de repente de que el único receptáculo de la escuela que no se había registrado era el cubo de basura de Maddy Pepper.

—Eso es exactamente lo que había pensado —dijo Kenya—. Que debería registrarlo, echar un ojo al menos para ver si el secuestrador había tirado algo en él. —La cara redonda de Kenya era inescrutable. Kevin la miró, frunciendo el ceño, con la sensación de que había algo soterrado en sus palabras. Kevin no era ningún idiota, especialmente en lo que a Kenya concernía.

Los pensamientos de Andy se me revelaron claros.

—Ni se te ocurra pedirme que vuelva a hacerlo —le dije.

Asintió en aquiescencia, pero mentía. Ante él se extendía un panorama de casos resueltos, de malhechores encerrados, de lo limpio que quedaría Bon Temps si le contara quiénes eran todos los criminales y él encontrara una forma de acusarlos de algo.

—No pienso hacerlo —dije—. No voy a ayudarte siempre. Tú eres el detective. Tú eres el que tiene que descubrir las cosas de manera legal, para poder fundamentar un caso ante un tribunal. Si recurres a mí todo el tiempo, acabarás siendo descuidado. Los casos fracasarán. Tu reputación caerá en picado. —Mis palabras estaban empujadas por la desesperación y la impotencia. No pensaba que fueran a surtir efecto.

—No es una bola de cristal —dijo Kevin.

Kenya parecía sorprendida, y Andy más que eso. Él pensaba que aquello rayaba con la herejía. Kevin era un mero policía de a pie; Andy, detective. Y Kevin era un hombre tranquilo que escuchaba a todos sus compañeros, pero que se guardaba sus comentarios para sí mismo casi siempre. Era sabido que siempre había estado dominado por su madre; puede que de ella aprendiera que no siempre era bueno dar una opinión propia de las cosas.

—No puedes zarandearla y esperar que surja la respuesta adecuada —prosiguió Kevin—. Tienes que hallar la respuesta por ti mismo. No es justo que te metas en la vida de Sookie para hacer mejor tu trabajo.

—Ya —dijo Andy, poco convencido—. Pero pienso que cualquier ciudadano de bien querría librar su ciudad de ladrones, violadores y asesinos.

—¿Y qué hay de los adúlteros y de los que cogen periódicos de más en los dispensadores? ¿También debería delatarlos? ¿Qué me dices de los chicos que hacen trampa en los exámenes?

—Sookie, ya sabes a qué me refiero —contestó, tan pálido como furioso.

—Sí, ya sé qué quieres decir. Olvídalo. Te he ayudado a salvarle la vida al niño. No me hagas lamentarlo. —Me fui de la misma manera que había llegado, por la puerta trasera y recorriendo el lateral de la escuela hacia donde había dejado el coche. Regresé al trabajo con mucho cuidado, porque aún temblaba por la intensidad de las emociones que habían recorrido la escuela esa tarde.

En el bar, descubrí que Holly y Danielle se habían marchado (Holly al hospital para estar con su hijo, y Danielle porque alguien debía llevarla hasta allí, de lo nerviosa que estaba).

—La policía habría llevado a Holly de mil amores —dijo Sam—, pero sabía que Holly no tiene aquí a nadie más que a Danielle, así que pensé que podría acompañarla.

—Por supuesto, eso me deja a mí sola frente al peligro —dije ásperamente, pensando que iba a recibir un castigo doble por ayudar a Holly.

Me sonrió, y por un momento no pude evitar devolverle la sonrisa.

—He llamado a Tanya Grissom. Dijo que estaría encantada de echar una mano, pero sólo en plan sustitución.

Tanya Grissom acababa de mudarse a Bon Temps, y lo primero que hizo fue pasarse por el Merlotte's para dejar una solicitud de trabajo. Le dijo a Sam que venía de trabajar de camarera en la universidad. Se sacaba doscientos dólares por noche en propinas. Yo le dije con franqueza que eso no iba a ocurrir en Bon Temps.

—¿Has llamado a Arlene y a Charlsie primero? —Me di cuenta de que me había pasado en mis atribuciones, porque sólo era una camarera, no la dueña. No era deber mío recordarle a Sam que llamara a las veteranas antes que a la recién llegada. Pero la nueva era una cambiante, y temía que Sam actuara a favor suyo por eso.

Sam no parecía irritado, sino más bien resignado.

—Sí, eso hice. Arlene dijo que tenía una cita, y Charlsie estaba cuidando de su nieto. Me ha insinuado de forma bastante clara que no seguirá trabajando por mucho tiempo. Creo que va a dedicar la jornada a cuidar del bebé mientras su nuera esté trabajando.

—Oh —exclamé, desconcertada. Tendría que acostumbrarme a alguien nuevo. Por supuesto, las camareras van y vienen, y yo había visto ya a unas cuantas pasar por la puerta de empleados del Merlotte's en mis (caramba, ya van cinco) años trabajando para Sam. El Merlotte's abría hasta medianoche entre semana y hasta la una las noches de los viernes y los sábados. Durante un tiempo, Sam intentó abrir también los domingos, pero no resultaba rentable. Así que ahora el Merlotte's cerraba los domingos, a menos que se alquilara para una fiesta privada.

Sam había intentado rotar nuestros turnos de modo que todo el mundo tuviera la ocasión de trabajar las noches más lucrativas, por lo que algunas jornadas trabajaba de once a cinco (o seis y media si estaba muy concurrido), y otras de cinco a cierre. Había experimentado con turnos y jornadas hasta que todos estuvimos de acuerdo con qué era lo mejor. Él esperaba cierta flexibilidad por nuestra parte, y a cambio era generoso en darnos días libres para funerales, bodas y demás momentos señalados.

Había pasado por un par de trabajos antes de hacerlo para Sam. Era, con diferencia, la persona más fácil con la que había tratado como empleada. En algún momento del camino, se había convertido en algo más que mi jefe; era mi amigo. Cuando descubrí que era un cambiante, no me molestó lo más mínimo. Había escuchado rumores en la comunidad de cambiantes según los cuales los licántropos estaban pensando salir a la luz pública, del mismo modo que lo habían hecho los vampiros. Estaba preocupada por Sam. Me inquietaba que la gente de Bon Temps no lo aceptara. ¿Sentirían que les había estado engañando todo ese tiempo, o se lo tomarían bien? Desde que los vampiros llevaron su bien orquestada revolución, la vida, tal como la conocíamos, había cambiado en todo el mundo. Después de la desaparición de la conmoción inicial, algunos países habían empezado a trabajar para incluir a los vampiros en su modo de vida, mientras que otros los habían declarado como no humanos y urgían a los ciudadanos a que mataran a todos los vampiros con los que se cruzasen (era algo más fácil de decir que de hacer).

—Estoy segura de que Tanya lo hará bien —dije, aunque me salió inseguro, incluso para mis propios oídos. Actuando impulsivamente (y supongo que el caudal de emociones que había experimentado ese día tenía algo que ver), rodeé a Sam con los brazos y le di un abrazo. Percibí el olor de piel y pelo limpios, así como el leve regusto dulce de una loción de afeitado, una connotación de vino, un soplo de cerveza… El olor de Sam. Lo introduje en mis pulmones como si de oxígeno se tratase.

Sorprendido, Sam me devolvió el abrazo, y, por un segundo, el calor de su abrazo hizo que casi perdiera la cabeza de placer. Luego nos separamos porque, a fin de cuentas, era nuestro lugar de trabajo y había unos cuantos clientes por ahí. Llegó Tanya, así que mejor que estuviéramos separados. No me apetecía que pensara que ésa era nuestra rutina.

Tanya medía menos que mi 1,68, y era una mujer agradable a la vista a sus veintimuchos. Su pelo era corto, liso y brillante, de un leve marrón que casi iba a juego con sus ojos. Tenía una boca pequeña y una nariz de botón, aparte de un tipo monísimo. No había ninguna razón para que no me gustara, pero no me alegré al verla. Me avergonzaba de mí misma. Debía dar a Tanya una justa oportunidad de mostrar su verdadero carácter.

Después de todo, lo descubriría tarde o temprano. Uno no puede ocultar cómo es en realidad; al menos no a mí, no si es un ser humano normal. Trato de no escuchar, pero me es imposible bloquearlo todo. Mientras estuve con Bill, él me enseñó a bloquear la mente. Desde entonces, la vida ha sido más sencilla; más agradable y relajada.

Tanya era una mujer de fácil sonrisa, tenía que admitirlo. Nos sonreía a Sam, a mí y a los clientes. No era una sonrisa nerviosa, como la mía, que transmite «estoy escuchando un clamor en mi cabeza y trato de parecer normal por fuera». La suya era más del tipo «soy muy mona y alegre, y me voy a hacer querer por todo el mundo». Antes de coger una bandeja y ponerse a trabajar, Tanya formuló una lista de preguntas sensatas. Sí que tenía experiencia.

—¿Qué pasa? —preguntó Sam.

—Nada —dije—. Es sólo que…

—Parece muy maja —dijo Sam—. ¿Crees que hay algo malo en ella?

—Nada que yo sepa —contesté, tratando de sonar enérgica y alegre. Sabía que tenía puesta mi típica sonrisa—. Mira, Jane Bodehouse está pidiendo otra ronda. Vamos a tener que llamar a su hijo otra vez.

Tanya se volvió y se me quedó mirando justo entonces, como si hubiera sentido mis ojos en su nuca. Mi sonrisa se borró al instante, sustituida por una mirada tan plana que mi estimación de su capacidad de emprender acciones serias ganó muchos puntos. Por un momento, nos quedamos mirándonos mutuamente. Finalmente me lanzó una última mirada y prosiguió hacia la siguiente mesa, preguntando al hombre que la ocupaba si quería otra cerveza.

«Me pregunto si Tanya estará interesada en Sam», pensé de repente. No me gustó la forma en que me sentí al pensarlo. Decidí que el día había sido lo suficientemente agotador como para inventarme otra preocupación. Y aún no tenía noticias de Jason.

Después del trabajo me fui a casa con la cabeza cargada de ideas: el padre Riordan, los Pelt, Cody, el aborto de Crystal.

Recorrí el camino de entrada a mi casa a través del bosque, y cuando accedí al claro y rodeé el edificio para aparcar en la parte trasera, el aislamiento volvió a golpearme. Vivir en la ciudad unas pocas semanas había hecho que la casa pareciese incluso más solitaria, y aunque me alegraba mucho de regresar al viejo hogar, no era lo mismo que antes del incendio.

Casi nunca me había preocupado vivir sola en un sitio tan aislado, pero durante los últimos meses se habían encargado de recalcarme mi vulnerabilidad. En un par de ocasiones me había salvado por los pelos, y en otras tantas unos intrusos me habían estado esperando en casa. Ahora había instalado unos cerrojos muy buenos, tenía mirillas en las puertas de delante y detrás, y mi hermano me había dado su escopeta Benelli.

Había dispuesto también grandes focos en las esquinas de la casa, pero no me gustaba dejarlos encendidos toda la noche. Estaba meditando la compra de uno de esos detectores de movimiento. El inconveniente era que, dado que vivo en un gran claro en medio del bosque, no era raro que los animales lo cruzaran de noche, y las luces se encenderían cada vez que la menor de las criaturas se arrastrara por la hierba.

El segundo problema es que se encenderían las luces, sí, pero ¿y qué?

Las cosas que me asustaban no se dejaban intimidar por una luz. Lo único que conseguiría sería verlas mejor antes de que me comieran. Además, no tenía vecinos a los que una luz pudiera sorprender o alertar. Resultaba extraño, reflexioné, que apenas hubiera tenido momentos aterradores mientras mi abuela estuvo viva. Por muy dura que fuera a sus setenta y muchos años, nunca habría podido defenderme ni de una mosca. Supongo que, de alguna manera, el mero hecho de no estar sola era lo que me hacía sentir más segura.

Después de darle tantas vueltas al asunto del peligro, me encontré sumida en un estado de tensión cuando me bajé del coche. Pasé junto a una camioneta que había aparcada en la parte delantera, abrí la puerta trasera y atravesé la casa para desbloquear la delantera con la triste sensación de que me aguardaba una escenita. El tranquilo interludio de estar sentada apaciblemente en mi porche mientras contemplaba las abejas del peral parecía haberse producido hacía semanas, en vez de horas.

Calvin Norris, líder de los hombres pantera de Hotshot, salió de su camioneta y ascendió los peldaños. Era un hombre barbudo que acababa de estrenar la cuarentena, y parecía alguien serio cuyas responsabilidades reposaban francas sobre sus hombros. Era evidente que Calvin acababa de salir de trabajar. Lucía la camiseta azul y los vaqueros que todos los capataces de Norcross llevaban.

—Sookie —me dijo con un gesto de la cabeza.

—Pasa, por favor —respondí, aunque no tenía muchas ganas. Lo cierto era que Calvin siempre había sido muy agradable conmigo, y me había ayudado a rescatar a mi hermano hacía dos meses, cuando Jason fue hecho rehén. Como mínimo le debía algo de cortesía.

—Mi sobrina me llamó cuando pasó el peligro —dijo apesadumbrado, tomando asiento en el sofá después de que le invitara a ello con un gesto de la mano—. Creo que le has salvado la vida.

—Me alegro un montón de que Crystal se encuentre mejor, pero yo sólo hice una llamada. —Me senté en mi vieja silla favorita y me di cuenta de que me sentía repentinamente fatigada. Estiré los hombros hacia atrás—. ¿Consiguió la doctora Ludwig que dejara de sangrar?

Calvin asintió. Me miró sostenidamente con una grave solemnidad prendida en sus extraños ojos.

—Se pondrá bien. Nuestras mujeres abortan mucho. Por eso esperábamos que… Bueno.

Me sobrecogí ante el peso de las esperanzas de Calvin de que me apareara con él. No sabía por qué me sentía culpable; supongo que por su decepción. Después de todo, no era culpa mía que la idea no me atrajera.

—Supongo que Crystal y Jason seguirán juntos —añadió, como si lo diera por hecho—. He de decir que tu hermano no me cae de fábula, pero no soy yo quien se va a casar con él.

Me quedé perpleja. No sabía que Jason tuviera una boda en mente, ni Calvin, ni Crystal. Estaba segura de que Jason no pensaba en casarse cuando lo vi esa mañana, a menos que fuese algo que no mencionara en el ajetreo y en su preocupación por el estado de Crystal.

—Bueno —dije—, para ser sincera, a mí tampoco es que me entusiasme Crystal. Pero no soy yo quien va a casarse con ella —inspiré profundamente—. Haré todo lo que esté en mi mano para ayudarles si deciden… hacerlo. Jason es prácticamente todo lo que tengo, como ya sabes.

—Sookie —dijo, y de repente su voz parecía mucho menos segura—. También quería hablar de otra cosa.

Claro que quería. No sabía cómo iba a esquivar esa bala.

—Sé que, cuando saliste de la casa, te dijeron algo que te alejó de mí. Me gustaría saber qué fue. No puedo reparar algo si no sé qué se ha roto.

Lancé un profundo suspiro mientras meditaba profundamente cuáles serían mis próximas palabras.

—Calvin, sé que Terry es tu hija. —Cuando fui a ver a Calvin al salir del hospital, después de que le dispararan, conocí a Terry y a su madre, Mary Elizabeth, en su casa. A pesar de que era evidente que no vivían allí, estaba igualmente claro que trataban el lugar como una extensión de su propia casa. Entonces Terry me preguntó si me casaría con su padre.

—Sí —dijo Calvin—. Te lo habría dicho si me lo hubieras preguntado.

—¿Tienes más hijos?

—Sí, tengo otros tres.

—¿De madres diferentes?

—De tres madres diferentes.

Tenía yo razón.

—¿Por qué? —pregunté para asegurarme.

—Porque soy un purasangre —dijo, como si fuese algo obvio—. Como sólo el primogénito de una pareja purasangre acaba siendo una pantera completa, a veces tenemos que cambiar de pareja.

Me sentí profundamente aliviada por no haber meditado seriamente lo de casarme con Calvin. De haberlo hecho, habría vomitado justo en ese momento. Lo que había sospechado después de ver el ritual de sucesión de líder de la manada era cierto.

—Entonces no es el primer hijo de una mujer el que resulta ser un cambiante purasangre…, sino el primer hijo con un hombre específico.

—Claro. —Calvin parecía sorprendido de que no supiera eso—. El primogénito de cualquier pareja purasangre. Así que, si nuestra población se reduce demasiado, el macho purasangre tiene que aparearse con tantas mujeres purasangre como pueda para ampliar la manada.

—Vale —aguardé un momento para recomponerme—. ¿Y pensabas que no me importaría que dejaras embarazadas a otras mujeres si nos casábamos?

—No, no esperaría eso de una forastera —respondió con el mismo tono impasible—. Pensaba que había llegado la hora de sentar la cabeza. Ya he cumplido mi deber como líder.

Intenté no poner los ojos en blanco. De haber sido otro, me habría reído con disimulo, pero Calvin era un hombre honorable y no se merecía esa reacción.

—Ahora quiero aparearme de por vida, y sería bueno para la manada que pudiera introducir sangre nueva en la comunidad. No cabe duda de que llevamos demasiado tiempo siendo endogámicos. Mis ojos apenas pasan por los de un humano, y a Crystal le hace falta una eternidad para cambiar. Tenemos que aportar novedad a nuestra reserva genética, como dicen los científicos. Si tú y yo tuviéramos un bebé, que era mi esperanza, nunca sería un cambiante puro, pero podría aparearse en la comunidad, traer nueva sangre y nuevas habilidades.

—¿Por qué yo?

—Me gustas —contestó, casi avergonzado—. Y eres muy guapa. —Entonces me sonrió, con una extraña y bella expresión—. Te he visto en el bar durante cuatro años. Eres agradable con todo el mundo y eres toda una trabajadora, y no tienes a nadie que cuidar que te guste y que te merezca. Además, sabes de nuestra existencia. No sería ningún trauma.

—¿Otros cambiantes hacen lo mismo? —pregunté en voz tan baja que apenas me escuché a mí misma. Me miré las manos, que estaban aferradas una a la otra sobre mi regazo. Apenas respiraba mientras aguardaba la respuesta. Los verdes ojos de Alcide llenaron mis pensamientos.

—Cuando la manada se reduce demasiado, es su deber —dijo con lentitud—. ¿En qué estás pensando, Sookie?

—Cuando acudí a la competición por el liderazgo de la manada de Shreveport, Patrick Furnan, el ganador, se acostó con una joven cambiante a pesar de que estaba casado. Empecé a hacerme preguntas.

—¿Alguna vez he tenido alguna posibilidad contigo? —preguntó Calvin. Parecía haber llegado a sus propias conclusiones.

No se le podía criticar por querer preservar su modo de vida. Si los métodos me resultaban de mal gusto, ése era mi problema.

—Claro que me interesaste —dije—, pero soy demasiado humana como para aceptar sentirme rodeada de todos los hijos de mi marido. Estaría demasiado… Sencillamente no podría aceptar la idea de que mi marido se hubiera acostado con todas las mujeres que viera en mi día a día. —En realidad, ahora que lo pensaba, Jason encajaría perfectamente en la comunidad de Hotshot. Hice una breve pausa, pero él permaneció callado—. Espero que mi hermano sea bienvenido en tu comunidad independientemente de mi respuesta.

—No sé si comprende lo que hacemos —dijo Calvin—. Pero Crystal ya ha abortado otra vez, con un purasangre. Ahora ha abortado el hijo de tu hermano. Eso me hace pensar que sería mejor que dejara de intentar tener una pantera. Puede que sea incapaz de tener un hijo de tu hermano. ¿Te sientes obligada a hablar con él de ello?

—No debería ser yo quien hablara de eso con Jason… Debería hacerlo Crystal. —Me encontré con la mirada de Calvin. Abrí la boca para constatar que si lo que Jason quería eran hijos, no tendría por qué casarse, pero me di cuenta de que era un asunto muy sensible, y me mordí la lengua.

Calvin me estrechó la mano de una manera extraña y formal antes de marcharse. Supuse que aquello marcaba el fin de su cortejo. Nunca me sentí muy atraída por Calvin Norris, y nunca pensé seriamente en aceptar su oferta. Pero mentiría si dijese que nunca había fantaseado con un marido estable, con un buen trabajo y un buen sueldo; un marido que volviese directamente a casa después de su turno y arreglase las cosas rotas en los días libres. Existían hombres así, que no cambiaban de forma, que estaban vivos veinticuatro horas al día, siete días a la semana. Lo sabía por las mentes que leía en el bar.

Me temo que lo que de verdad me afectó de la confesión de Calvin (o su explicación) era lo que me daba a entender sobre Alcide.

Alcide había encendido mi afecto y mi lujuria. Cuando pensaba en él, no podía evitar preguntarme cómo sería estar casados, y lo hacía de una forma muy personal, en contraposición a mi fría especulación sobre el seguro sanitario de Calvin. Prácticamente había abandonado ya la esperanza secreta que Alcide me había inspirado, después de verme obligada a dispararle a su ex novia; pero algo en mí se había aferrado a su pensamiento, algo que me había mantenido en secreto incluso a mí misma, incluso después de descubrir que se veía con María Estrella. Hasta ese mismo día, me había esforzado en negar a los Pelt que Alcide tuviera ningún interés en mí. Pero una sombra solitaria que habitaba en mi interior había alimentado esa esperanza.

Me levanté lentamente, sintiéndome como si tuviese el doble de mi edad, y me dirigí a la cocina para sacar algo de la nevera y preparar la cena. No tenía hambre, pero si no preparaba algo, comería mal más tarde, me dije a mí misma severamente.

Pero no llegué a cocinar nada esa noche.

En vez de ello, me apoyé contra la nevera y lloré.