5

Me alegré de que Jason se retrasara un poco. Acababa de terminar de hacer el beicon y me disponía a poner las hamburguesas en la sartén cuando llegó. Ya había abierto el paquete de panecillos y había puesto dos en su plato. También había colocado en la mesa una bolsa de patatas fritas. A un lado, le serví un vaso de té.

Jason entró sin llamar, como siempre hacía. No había cambiado demasiado, al menos aparentemente, desde que se convirtió en un hombre pantera. Seguía siendo rubio y atractivo, y me refiero a atractivo a la antigua usanza; estaba de buen ver, pero también era el tipo de hombre que atrae las miradas allí donde entra. Y, por encima de todo eso, siempre había tenido una veta de travesura. Pero desde el cambio, de alguna manera había empezado a comportarse como una persona mejor. Yo aún no tenía claro a qué se debía. Quizá el hecho de convertirse en un animal salvaje una vez al mes satisfacía algún anhelo que yo le ignorara.

Como lo habían mordido (y no era cambiante por nacimiento) no mutaba por completo, sino que se volvía una especie de híbrido. Al principio eso lo decepcionó. Pero ya lo había superado. Llevaba varios meses saliendo con una mujer pantera pura llamada Crystal. Ella vivía en una pequeña comunidad, a unos kilómetros campo adentro, y dejad que os diga que algo más rural que Bon Temps, Luisiana, es algo muy, muy rural.

Recitamos una breve plegaria y empezamos a comer. Jason no arrambló con la comida con su habitual entusiasmo. Como la hamburguesa me sabía bien, supuse que, fuese lo que fuese lo que pasaba por su cabeza, era importante. No podía leerlo. Dado que se había convertido en un cambiante, sus pensamientos ya no eran tan claros para mí.

Por lo general, eso era todo un alivio.

Al cabo de dos bocados, Jason dejó la hamburguesa y su cuerpo cambió de postura. Estaba preparado para hablar.

—Tengo que decirte una cosa —contestó—. Crystal no quiere que se lo diga a nadie, pero me preocupa mucho. Ayer, Crystal… tuvo un aborto.

Cerré los ojos durante unos segundos. En ese breve espacio de tiempo tuve al menos veinte pensamientos, y ninguno de ellos completo.

—Lo siento —dije—. ¿Ella está bien?

Jason me miró por encima del plato de comida del que se había olvidado por completo.

—No quiere ir al médico.

Me quedé mirándolo.

—Pero tiene que hacerlo —dije razonablemente—. Necesita que le practiquen un D y L. —No estaba muy segura del significado de esas dos letras, pero sabía que eso era lo que se les hacía en el hospital a las mujeres que abortaban. A mi amiga y compañera Arlene le practicaron un D y L después de abortar. Me lo dijo más de una vez. Muchas veces—. Entran y… —empecé, pero Jason me cortó.

—Oye, no necesito saberlo —dijo. Parecía muy incómodo—. Sólo sé que no quiere ir al hospital porque es una mujer pantera. Tuvo que hacerlo cuando le empitonó un jabalí, igual que Calvin cuando le dispararon, pero los dos se curaron tan deprisa que no pudieron evitar los comentarios en la sala de los médicos, según supo ella. Así que ahora no piensa ir. Está en mi casa, pero no…, no está bien. Está empeorando en vez de mejorar.

—Oh, oh —dije—. Pero ¿qué le pasa?

—Está sangrando demasiado, y las piernas no le responden —tragó saliva—. Apenas puede levantarse, y mucho menos caminar.

—¿Has llamado a Calvin? —pregunté. Calvin Norris, el tío de Crystal, es el líder de una pequeña comunidad de hombres pantera en Hotshot.

—No quiere que lo llame. Teme que me mate por pensar que le haya hecho daño. Tampoco quería que te lo contara a ti, pero necesito ayuda.

A pesar de que su madre no vivía, Crystal tenía un montón de familiares femeninas en Hotshot. Yo nunca había tenido un bebé, ni siquiera me había quedado embarazada, y tampoco era una cambiante. Cualquiera de ellas sabría mejor qué hacer que yo. Se lo dije a Jason.

—No quiero que pase tanto tiempo sentada camino hacia Hotshot, y menos en mi camioneta. —Mi hermano parecía tan testarudo como una mula.

Por un terrible momento, pensé que la preocupación de Jason era que Crystal le manchara de sangre la tapicería. Estaba a punto de echarme a su cuello, cuando añadió:

—Tengo que cambiar los amortiguadores, y temo que los rebotes de la carretera en mal estado empeoren a Crystal.

En ese caso, su gente podría acudir a ella. Pero antes de que hablara, supe que Jason encontraría una razón para vetar eso también. Tenía algún tipo de plan.

—Vale, ¿qué puedo hacer?

—¿No me dijiste que, la vez que te hirieron, los vampiros te pusieron un médico especial que se encargó de curarte la espalda?

No me gustaba pensar mucho en aquella noche. En mi espalda aún tenía las cicatrices del ataque. El veneno de las garras de la ménade casi acabó con mi vida.

—Sí —dije lentamente—. La doctora Ludwig. —Doctora en todo lo raro y extraño, ella sí que era una rareza. Era extremadamente baja, muy, muy baja. Sus facciones no eran lo que se dice regulares tampoco. Me sorprendería sobremanera descubrir que la doctora Ludwig fuera humana. La vi por segunda vez en la competición por el liderazgo de la manada. Las dos veces en Shreveport; así que era muy probable que viviera allí.

Dado que no quería dar nada por sentado, saqué el directorio de Shreveport del cajón que había debajo del teléfono colgado en la pared. Figuraba el nombre de la doctora Amy Ludwig. ¿Amy? Sofoqué un estallido de carcajadas.

Me ponía muy nerviosa el abordar a la doctora Ludwig por mi cuenta, pero al ver lo preocupado que estaba Jason, no pude negarme a hacer una triste llamada.

Sonó cuatro veces. Saltó un contestador. Una voz mecánica dijo:

—Ha llamado al teléfono de la doctora Ludwig. La doctora Ludwig no acepta nuevos pacientes, estén o no asegurados. La doctora Ludwig no desea muestras farmacéuticas y no necesita ningún tipo de seguro. No está interesada en invertir su dinero o hacer donativos a quienes no haya seleccionado ella personalmente… —Hubo un largo silencio, durante el cual probablemente la mayoría de las personas colgaban. Yo no lo hice. Al cabo de un momento, escuché un chasquido en la línea.

—¿Diga? —dijo una vocecilla gruñona.

—¿Doctora Ludwig? —pregunté con cautela.

—¿Sí? ¡No acepto nuevos pacientes, ya lo sabe! ¡Estoy demasiado ocupada! —sonaba impaciente a la par que cauta.

—Soy Sookie Stackhouse. ¿Es usted la doctora Ludwig que me trató en el despacho de Eric, en el Fangtasia?

—¿Eres la joven envenenada por las garras de la ménade?

—Sí. Volví a verla hace unas semanas, ¿recuerda?

—¿Dónde fue? —Lo recordaba muy bien, pero quería otra prueba de mi identidad.

—En un edificio vacío de un polígono industrial.

—¿Y quién organizaba el espectáculo allí?

—Un tipo calvo y grande llamado Quinn.

—Oh, está bien —suspiró—. ¿Qué es lo que quieres? Estoy bastante ocupada.

—Tengo una paciente para usted. Le ruego que venga a verla.

—Tráemela.

—Está demasiado enferma para viajar.

Escuché que la doctora murmuraba para sí, pero no pude distinguir las palabras.

—Ufff —dijo la doctora—. Oh, está bien, señorita Stackhouse. Dime cuál es el problema.

Se lo expliqué lo mejor que pude. Jason se movía por la cocina, demasiado ocupado como para estarse quieto.

—Idiotas, necios —dijo la doctora Ludwig—. Dime cómo llegar a tu casa. Luego podrás llevarme adonde esté la chica.

—Puede que tenga que marcharme a trabajar antes de que llegue usted —dije, tras echar una mirada al reloj y calcular el tiempo que le llevaría conducir desde Shreveport—. Mi hermano la estará esperando aquí.

—¿Es el responsable?

No sabía si se refería al responsable de pagar la factura por sus servicios o del embarazo. En cualquiera de los casos, le dije que así era.

—Está de camino —le comuniqué a mi hermano, antes de dar las oportunas indicaciones a la doctora y colgar el teléfono—. No sé lo que cobrará, pero le he dicho que tú le pagarás.

—Claro, claro. ¿Cómo la reconoceré?

—No podrás confundirla con nadie que conozcas. Dijo que vendría con chófer. No es lo bastante alta como para ver por encima del volante, así que debí de habérmelo imaginado.

Lavé los platos mientras Jason se movía con nerviosismo. Llamó a Crystal para comprobar su estado. Por lo que escuchó, parecía que no estaba peor. Al final, le dije que fuera al cobertizo de las herramientas y se deshiciera de los nidos de las avispas alfareras. Parecía no poder estarse quieto, así que decidí aprovecharlo.

Pensé acerca de la situación mientras cargaba la lavadora y me ponía el uniforme del bar (pantalones negros, camiseta blanca con el logotipo del Merlotte's bordado en el pecho izquierdo y unas Adidas negras). No estaba contenta. Me sentía preocupada por Crystal, y eso que no me caía bien. Lamentaba que hubiese perdido a su bebé porque sé que es una experiencia muy triste, pero por otra parte me sentía satisfecha porque no me apetecía que Jason se casara con ella, y estoy seguro de que lo habría hecho si el embarazo hubiera tenido un desenlace feliz. Miré alrededor en busca de algo que me hiciera sentir mejor. Abrí el armario para contemplar mi ropa nueva, la que había comprado en Prendas Tara para la cita. Pero ni eso me animó.

Finalmente, hice lo que había planeado antes de escuchar las noticias de Jason: cogí un libro y me apalanqué en una silla del porche delantero, leyendo un par de frases de vez en cuando mientras admiraba el peral que crecía en el jardín delantero, cubierto de flores blancas y rodeado de abejas.

Hacía un sol radiante, los narcisos acababan de florecer y yo tenía una cita el viernes. Y ya había hecho mi buena acción del día, llamando a la doctora Ludwig. El fondo de preocupación que tenía en el estómago cedió un poco.

De vez en cuando, podía escuchar vagos sonidos que llegaban desde el patio trasero; Jason había encontrado algo con lo que mantenerse ocupado después de librarse de los nidos. Quizá estuviera deshaciéndose de los hierbajos que había en los parterres. Me alegré. Eso estaría bien, ya que yo no tenía el mismo entusiasmo que mi abuela en cuanto a la jardinería. Admiraba los resultados, pero no disfrutaba del proceso, como sí lo hacía ella.

Tras comprobar el reloj varias veces, me sentí bastante aliviada al ver un gran Cadillac color perla acceder a la zona de aparcamiento. Había una diminuta forma ocupando el asiento del copiloto. La puerta del conductor se abrió y salió una licántropo llamada Amanda. Las dos habíamos tenido nuestras diferencias, pero las cosas ya habían quedado más o menos resueltas. Me alegró ver a alguien conocido. Amanda, que tenía el aspecto de la típica madre de mediana edad, rondaba los treinta y pico. Su pelo rojo parecía natural, bastante diferente al de mi amiga Arlene.

—Hola, Sookie —saludó—. Cuando la doctora me dijo adonde íbamos me sentí aliviada porque ya sabía llegar.

—¿No eres su chófer habitual? Me gusta tu corte de pelo, por cierto.

—Oh, gracias. —Amanda se acababa de cortar el pelo con un estilo desgreñado, casi masculino, que le iba muy bien, por extraño que pareciera. Digo extraño porque su cuerpo era definitivamente femenino—. Aún no me he acostumbrado a él —admitió, pasándose la mano por el cuello—. En realidad es mi hijo mayor el que suele llevar a la doctora Ludwig, pero hoy tenía que ir a la escuela, por supuesto. ¿Es tu cuñada la afectada?

—La novia de mi hermano —dije, tratando de acompañar con una expresión afable—. Crystal. Es una pantera.

Amanda parecía casi respetuosa. Los licántropos suelen despreciar a los demás cambiantes, pero algo tan admirable como una pantera llamó su atención.

—Había oído que hay un grupo de panteras en alguna parte, pero nunca me había topado con ellos.

—Tengo que irme al trabajo, pero mi hermano os hará de anfitrión.

—Entonces, ¿no eres muy íntima de la novia de tu hermano?

Me sorprendió la insinuación de que no me importaba el bienestar de Crystal. ¿Será que debía haber corrido a su lecho y haber dejado que Jason guiara a la doctora? De repente vi el disfrute de mis momentos de paz como un insensible desprecio hacia Crystal. Pero no había tiempo para revolcarse en la culpabilidad.

—A decir verdad —dije—, no la conozco tanto. Pero Jason dio a entender que no había nada que yo pudiera hacer por ella, y mi presencia no sería precisamente de mucho consuelo, ya que le caigo como ella me cae a mí.

Amanda se encogió de hombros.

—Vale, ¿dónde está?

Jason apareció doblando la esquina de la casa justo en ese momento. Suspiré de alivio.

—Oh, genial —exclamó—. ¿Eres la doctora?

—No —dijo Amanda—. La doctora está en el coche. Hoy soy su chófer.

—Os llevaré hasta allí. Acabo de hablar con Crystal y no mejora.

Sentí otra oleada de remordimiento.

—Llámame al trabajo, Jason, y dime cómo le va, ¿de acuerdo? Podré acercarme cuando salga y pasar allí la noche, si me necesitas.

—Gracias, hermanita. —Me dio un rápido abrazo y luego me miró con extrañeza—. Eh, me alegro de no haberlo mantenido en secreto como Crystal me pidió. No creía que fueras a ayudarla.

—Me gustaría pensar que al menos soy una persona lo suficientemente buena como para ayudar a cualquiera que lo necesite, me lleve bien con ella o no. —Confiaba en que Crystal no me imaginara indiferente, o incluso feliz, ante su sufrimiento.

Desalentada, observé cómo esos dos vehículos tan diferentes recorrían el camino de vuelta a Hummingbird Road. Lo cerré todo y me monté en el mío con un humor menos alegre.

Siguiendo con la tónica de la jornada, tan llena de acontecimientos, Sam me llamó desde su despacho en cuanto entré esa tarde por la puerta trasera del Merlotte's.

Acudí a ver qué quería, consciente antes de llegar de que había algunas personas más esperando. Para mi desconsuelo, descubrí que el padre Riordan me había tendido una emboscada.

Había cuatro personas en el despacho de Sam, además de mi jefe. Sam no estaba muy contento, pero se esforzaba por que no se le notara. Lo sorprendente era que el padre Riordan tampoco parecía encontrarse a gusto con la gente que le había acompañado. Sospechaba de quién se trataba. Mierda. No sólo el padre Riordan se había traído a los Pelt, sino que estaba también una joven de unos diecisiete años que debía de ser Sandra, la hermana de Debbie.

Los tres nuevos me miraron atentamente. Los Pelt mayores eran altos y espigados. Él llevaba gafas y se estaba quedando calvo, y las orejas le sobresalían de la cabeza como las asas de una jarra. Ella era atractiva, aunque quizá llevara excesivo maquillaje. Vestía unos pantalones de Donna Karan y llevaba un bolso con un famoso logotipo adosado. No le faltaban los tacones. Sandra Pelt iba más informal, con vaqueros y una camiseta muy ajustada sobre su estrecha figura.

Estaba tan pasmada por el hecho de que esa gente se metiera en mi vida hasta tal punto, que apenas oí que el padre Riordan me presentaba formalmente a los Pelt. A pesar de que le dije al padre que no quería verlos, aquí estaban. Los padres me devoraron con ojos ávidos. «Salvajes», los había tildado María Estrella. «Desesperados», fue la palabra que me vino a la cabeza.

Sandra era harina de otro costal: dado que era la segunda hija, no era (no podía ser) cambiante, como sus familiares, pero tampoco era una humana normal. Capté algo con la mente que me invitó a hacer una pausa. Sandra Pelt sí que era algún tipo de cambiante. Me habían dicho que los Pelt estaban más concentrados en su hija pequeña de lo que nunca lo habían estado con Debbie. Ahora, entresacando retazos de información de ellos, empezaba a comprender el porqué de todo ello. Puede que Sandra Pelt fuese menor, pero era formidable. Era una licántropo pura.

Pero eso no podía ser, a menos que…

Vale, Debbie Pelt, mujer zorra, había sido adoptada. Ya había oído alguna vez que los licántropos eran propensos a la esterilidad, así que asumí que los Pelt se dieron por vencidos en la tarea de tener una pequeña licántropo y adoptaron a un bebé que fuese al menos cambiante, aunque no de su propia naturaleza.

Hasta una zorra pura habría sido preferible a una sencilla humana. Luego, los Pelt adoptaron a otra hija, una licántropo.

—Sookie —dijo el padre Riordan, con su encantadora entonación irlandesa, aunque no muy contento—. Barbara y Gordon se presentaron hoy a mi puerta. Cuando les dije lo que me contaste sobre la desaparición de Debbie, no se quedaron satisfechos. Insistieron en que les trajera hasta aquí conmigo.

Mi intensa rabia hacia el sacerdote disminuyó un poco. Pero otra emoción ocupó su lugar. Estaba lo suficientemente ansiosa ante el encuentro como para notar que mi risa nerviosa se abría paso en mi expresión. Miré a los Pelt y capté la oleada de su desaprobación.

—Lamento su situación —indiqué—. Lamento que tengan que seguir preguntándose lo que le pasó a Debbie. Pero no sé qué más puedo decirles.

Una lágrima recorrió la mejilla de Barbara Pelt y yo abrí el bolso para sacar un pañuelo. Se lo di, pero ella se la enjugó con la mano.

—Pensó que querías quitarle a Alcide —dijo.

No hay que hablar mal de los muertos, pero Debbie Pelt era un caso perdido.

—Señora Pelt, voy a ser franca —le contesté, aunque sin demasiada franqueza—. Debbie estaba con otra persona en el momento de su desaparición, un hombre llamado Clausen, si mal no recuerdo. —Barbara Pelt asintió, reacia—. Esa unión dejó a Alcide toda la libertad para salir con quien le viniera en gana, y ambos pasamos una breve temporada juntos. —Eso no era mentira—. Hace semanas que no nos vemos, y él ahora está saliendo con otra chica. Así que Debbie se equivocaba de largo si pensaba eso.

Sandra Pelt se mordió el labio inferior. Era enjuta, de piel clara y pelo marrón oscuro. Estaba un poco maquillada, y sus dientes eran deslumbrantemente blancos y regulares. Sus pendientes de aro eran tan grandes que habrían sido una percha ideal para un periquito. Tenía un cuerpo estrecho enfundado en ropas caras: lo mejor del centro comercial.

Su expresión era de ira. No le gustaba lo que estaba diciendo, ni una pizca. Era una adolescente y tenía unas fuertes erupciones emocionales. Recordé cómo era mi vida cuando tenía la edad de Sandra y recé por ella.

—Dado que los conoces a ambos —dijo Barbara Pelt con cuidado, haciendo caso omiso de mis palabras—, tenías que saber que los dos mantenían…, mantienen una intensa relación de amor-odio, al margen de lo que hiciera Debbie.

—Sí, eso es muy cierto —añadí, y puede que no sonara lo suficientemente respetuosa. Si hubo alguien a quien le hice un gran favor matando a Debbie, ése fue a Alcide Herveaux. De lo contrario, esos dos se habrían pasado los años tirándose los trastos a la cabeza, por no decir el resto de sus vidas.

Sam se volvió cuando sonó el teléfono, pero pude atisbar una sonrisa en su rostro.

—Simplemente pensamos que debe de haber algo que sepas, algún detalle, por pequeño que sea, que nos ayude a descubrir qué le pasó a nuestra hija. Si…, si ha muerto, queremos que su asesino sea juzgado.

Me quedé mirando a los Pelt durante un largo instante. Podía escuchar la voz de Sam de fondo, mientras reaccionaba con asombro ante algo que estaba escuchando por el teléfono.

—Señores Pelt, Sandra —dije—, ya hablé con la policía cuando Debbie desapareció. Colaboré con ellos al máximo. Hablé con sus investigadores privados cuando vinieron aquí, a mi lugar de trabajo, igual que lo han hecho ustedes. Dejé que entraran en mi casa. Respondí a todas sus preguntas… —Aunque no del todo sinceramente.

Sé que toda la base era una mentira, pero hacía todo lo que podía.

—Lamento mucho su pérdida y siento mucho la ansiedad que sufren por descubrir lo que le pasó a Debbie —proseguí, hablando lentamente para escoger cuidadosamente cada palabra. Lancé un hondo suspiro—. Pero esto tiene que terminar. Ya es suficiente. No puedo decirles más de lo que ya les he dicho.

Para mi sorpresa, Sam pasó a mi lado y se dirigió hacia el bar a toda prisa. No dijo una palabra a los que nos encontrábamos en la habitación. El padre Riordan lo siguió con la mirada, estupefacto. Entonces me puse más nerviosa y deseé que los Pelt se marcharan. Algo estaba pasando.

—Entiendo lo que dices —dijo Gordon Pelt secamente. Era la primera vez que el hombre hablaba. No parecía muy contento por estar donde estaba, haciendo lo que estaba haciendo—. Soy consciente de que no hemos procedido en este asunto de la mejor de las maneras, pero estoy seguro de que nos disculparás si piensas en lo que hemos tenido que pasar.

—Oh, por supuesto —contesté, y sin ser una verdad al completo, tampoco era una mentira absoluta. Cerré el bolso y lo metí en el cajón del escritorio de Sam donde todas los guardábamos, y salí corriendo al bar.

Sentí que una oleada de agitación me envolvía. Algo andaba mal; casi todas las mentes del bar emitían señales combinadas de excitación y ansiedad, rayanas con el pánico.

—¿Qué pasa? —le pregunté a Sam, deslizándome tras la barra.

—Acabo de contarle a Holly que la han llamado de la escuela. Su hijo pequeño ha desaparecido.

Sentí cómo me nacía un escalofrío en la base de la columna y se me encaramaba por toda ella.

—¿Qué ha pasado?

—La madre de Danielle suele recoger a Cody de la escuela cuando va a buscar a su nieta, Ashley. —Danielle Gray y Holly Cleary eran grandes amigas desde el instituto, y su amistad había sobrevivido a sendos matrimonios fracasados. Les gustaba trabajar en el mismo turno. La madre de Danielle, Mary Jane Jasper, había ayudado mucho a su hija, y en ocasiones su generosidad se había desbordado hasta ayudar también a Holly. Ashley debía de tener ocho años, y el hijo de Danielle, Mark Robert, debía de rondar los cuatro. El único hijo de Holly, Cody, tenía seis. Estaba en primer curso.

—¿En la escuela han dejado que otra persona recoja a Cody? —Tenía entendido que los profesores estaban siempre alerta por si cónyuges no autorizados iban a recoger a los niños.

—Nadie sabe lo que le ha pasado al pequeño. La profesora que estaba de servicio, Halleigh Robinson, estaba fuera, vigilando, mientras los críos se subían en sus coches. Dijo que Cody se había acordado de repente de que se había olvidado un dibujo para su madre sobre el pupitre, y que corrió de vuelta a la escuela para cogerlo. No recuerda haberlo visto salir otra vez, pero no pudo encontrarlo cuando volvió a buscarlo.

—¿Y la señora Jasper estaba allí esperando a Cody?

—Sí, era la única que quedaba, sentada en su coche con sus nietos.

—Esto es espeluznante. Supongo que David no sabrá nada. —David, el ex de Holly, vivía en Springhill y se había vuelto a casar. Vi que los Pelt se marchaban. Una molestia menos.

—Parece que no. Holly lo llamó al trabajo, y estaba allí. De hecho, estuvo allí toda la tarde, sin duda. Llamó a su actual mujer, que acababa de llegar de recoger a sus hijos de la escuela Springhill. La policía local ha ido a su casa y la ha registrado para asegurarse. Ahora David está de camino.

Holly estaba sentada a una de las mesas, y aunque su cara parecía inexpresiva, sus ojos tenían el aspecto de quien ha visto el infierno. Danielle se agachaba de cuclillas junto a ella, sosteniéndole la mano y diciéndole algo rápidamente y en voz baja. Alcee Beck, uno de los pesos pesados locales, estaba sentado a la misma mesa. Tenía una libreta y un bolígrafo, y estaba tecleando en su teléfono móvil.

—¿Han registrado la escuela?

—Sí, Andy está allí ahora, con Kevin y Kenya. —Kevin y Kenya eran dos policías—. Bud Dearborn está pegado al teléfono tratando de que emitan una alerta amarilla.

Dediqué un pensamiento a cómo se sentiría Halleigh en ese momento; apenas tenía unos veintitrés años y éste era su primer trabajo como maestra. Nunca había hecho nada malo, al menos que yo supiera, y de repente desaparece un niño y no faltan las acusaciones de culpa.

Traté de pensar en cómo ayudar. Era una oportunidad para poner mi pequeño defecto al servicio de un bien mayor. Siempre había mantenido la boca callada sobre todo tipo de cosas. La gente no quería saber lo que yo sabía. La gente no quería estar cerca de alguien capaz de hacer lo que yo hacía. Mi forma de sobrevivir era mantener la boca cerrada, porque así era fácil que los humanos que me rodeaban olvidaran o desconfiaran cuando no les restregaba por la cara la evidencia de mi talento.

¿Querría alguien tener cerca a una mujer que supiera que estabas engañando a tu mujer, y con quién? Si fueses un tío, ¿querrías estar cerca de una mujer que supiera que deseabas en secreto vestir ropa interior de encaje? ¿Te gustaría salir con una chica que conociera tus prejuicios más íntimos y tus juicios sobre otras personas?

Yo creo que no.

Pero si había un niño de por medio, ¿cómo iba a reprimirme?

Miré a Sam y él me devolvió una mirada triste.

—Es duro, ¿verdad, cariño? —dijo—. ¿Qué vas a hacer?

—Lo que deba. Pero tiene que ser ahora —contesté.

Asintió.

—Vete a la escuela —dijo. Y me marché.