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Marqué el número del móvil de mi hermano nada más levantarme a la mañana siguiente. No había pasado muy buena noche, pero al menos había dormido un poco. Jason lo cogió al segundo tono. Parecía un poco preocupado cuando dijo:

—¿Diga?

—Hola, hermano. ¿Cómo te va?

—Escucha, tengo que hablar contigo. Ahora mismo no puedo. Estaré allí dentro de un par de horas.

Colgó sin decir adiós, y parecía muy preocupado por algo. Justo lo que necesitaba: otra complicación.

Miré al reloj. En un par de horas me daría tiempo a ducharme e ir al pueblo a hacer algunas compras. Jason llegaría a eso del mediodía, y si mal no lo conocía, esperaría que le diese de comer. Me recogí el pelo en una coleta con una doble vuelta de la goma del pelo, dando lugar a una especie de moño. Se me habían formado como unos abanicos de pelo en los extremos, en la parte superior de la cabeza. Aunque traté de no creérmelo demasiado, pensé que ese look despreocupado resultaba divertido y, en cierto modo, mono.

Era una de esas frescas y vivificantes mañanas de marzo, de esas que prometen una tarde cálida. El cielo estaba tan despejado y soleado que los ánimos se me redoblaron, y conduje hacia Bon Temps con la ventanilla bajada, cantando con todas mis fuerzas en compañía de la radio. Esa mañana habría cantado con Weird Al Yankovic.[1]

Pasé los bosques, alguna casa ocasional y un prado lleno de vacas (y un par de búfalos; es increíble lo que llega a criar la gente).

En la radio ponían Blue Hawaii, un clásico imperecedero, y me dio por preguntarme dónde estaría Bubba (no mi hermano, sino el vampiro conocido a secas como Bubba). Hacía tres o cuatro semanas que no lo veía. Puede que los vampiros de Luisiana lo hubieran desplazado a otro escondite, o quizá se había marchado por su cuenta, como solía hacer de tanto en tanto. Es entonces cuando aparecen esos largos artículos en los periódicos que venden a la salida de los supermercados.

A pesar de disfrutar del alegre momento de sentirme feliz y contenta, me lastraba una de esas ideas que te atenazan en los momentos extraños. Pensé en lo maravilloso que sería que Eric estuviese conmigo en el coche. Tendría un aspecto estupendo, con el aire agitándole el pelo, y disfrutaría del momento. Bueno, sí; disfrutaría hasta que le diera por encenderse conmigo.

Pero me di cuenta de que pensaba en Eric porque era ese tipo de día que te apetece compartir con alguien que te importa, la persona en cuya compañía disfrutas más. Alguien como el Eric que se encontraba bajo la maldición de una bruja, el Eric que no había sido endurecido por siglos de política vampírica, el Eric que no despreciaba a los humanos y sus asuntos, el Eric que no estaba al mando de tantas empresas, y responsable de las vidas y los ingresos de no pocos humanos y vampiros. En otras palabras, el Eric que nunca volvería a ser.

Espabila. La bruja estaba muerta y Eric había recuperado su carácter. El Eric restaurado se había vuelto receloso de mí; puede ser que yo le gustara, pero no confiaba en mí (ni en sus sentimientos) ni un ápice.

Lancé un profundo suspiro, y la canción se desvaneció de mis labios. Fue sofocada en mi corazón cuando me dije que ya era hora de dejar de comportarme como una idiota melancólica. Era joven y sana. El día era precioso. Y tenía una cita de verdad para el viernes por la noche. Me prometí un gran regalo. En vez de ir directamente al supermercado, me dirigí a Prendas Tara, la tienda de mi amiga Tara Thornton y que ella misma regentaba.

Hacía bastante tiempo que no veía a Tara. Se había ido de vacaciones a visitar a una tía en el sur de Texas, y desde que regresó se había pasado trabajando en la tienda interminables horas. Al menos eso es lo que me dijo cuando la llamé para darle las gracias por el coche. Cuando se me quemó la cocina, el coche sufrió el mismo destino, y Tara me prestó su viejo vehículo, un Malibu de dos años.

Ella se había comprado uno nuevo (no me imagino cómo) y aún no se había molestado en vender el Malibu.

Para mi asombro, hacía cosa de un mes, Tara me había enviado por correo los papeles del coche y el contrato de venta, con una carta adjunta que decía que el coche era mío. Llamé para protestar, pero sólo recibí evasivas y tuve que aceptar agradecida el regalo.

Lo hizo a modo de pago, pues la había sacado de una terrible situación. Para ello, tuve que endeudarme con Eric. No me importó. Tara era mi amiga de toda la vida. Ahora estaría a salvo, si era lo suficientemente inteligente como para mantenerse al margen del mundo sobrenatural.

A pesar de sentirme agradecida y aliviada por contar con el coche más nuevo que jamás he poseído, lo habría estado más de contar con su ininterrumpida amistad. Me mantuve al margen desde que asumí que le recordaba demasiadas cosas malas. Pero estaba de humor para intentar apartar ese molesto velo. Quizá Tara había tenido ya bastante tiempo para reponerse.

Prendas Tara se encontraba en un pequeño centro comercial al sur de Bon Temps. Sólo había un coche aparcado frente a la tienda. Pensé que sería bueno que hubiese una tercera parte presente; despersonalizaría el encuentro.

Tara estaba atendiendo a Portia, la hermana de Andy Bellefleur, cuando entré, así que empecé a ojear las prendas de la talla 38 y, a continuación, las de la 36. Portia estaba sentada en la mesa de Isabelle, lo cual era muy interesante. Tara es la representante local de Isabelle's Bridal, una empresa a escala nacional que produce un catálogo que se ha convertido en la biblia de todo lo relacionado con las bodas. Puedes probarte muestras de vestidos de dama de honor en la tienda local y así poder encargar la talla adecuada. Además, cada vestido está disponible en unos veinte colores. Los vestidos de novia son igual de populares. Isabelle cuenta con veinticinco modelos. La empresa también ofrece invitaciones de boda, adornos, ligas, regalos para damas de honor y cualquier elemento de la parafernalia nupcial que uno se pueda imaginar. Aun así, Isabelle era un fenómeno de la clase media, y Portia era definitivamente una mujer de clase alta.

Dado que vivía con su abuela y su hermano en la mansión Bellefleur de Magnolia Street, Portia se crió envuelta en una especie de esplendor gótico decadente. Ahora que la mansión había sido reformada y que la abuela se distraía más, Portia parecía notablemente más contenta cuando la veía por el pueblo. No acudía mucho al Merlotte's, pero cuando lo hacía pasaba más tiempo con los demás que antes, y sonreía de vez en cuando. Recién entrada en la treintena, su mayor atractivo era un denso y brillante pelo castaño.

Portia pensaba en una boda, mientras que Tara lo hacía en el dinero.

—Tengo que hablar con Halleigh otra vez, pero creo que necesitaremos cuatrocientas invitaciones —estaba diciendo Portia, y por un momento creí que la mandíbula se me caería al suelo.

—Está bien, Portia, si no te importa pagar la tarifa por tenerlas antes, probablemente estén listas en diez días.

—¡Oh, bien! —Portia parecía definitivamente satisfecha—. Por supuesto, Halleigh y yo luciremos vestidos diferentes, pero hemos pensado que podríamos usar los mismos vestidos para las damas de honor. Puede que en colores diferentes. ¿Qué opinas?

Lo que yo opinaba era que estaba a punto de ahogarme en mi propia curiosidad. ¿Es que Portia se casaba también? ¿Con ese contable con el que había estado saliendo, el tipo de Clarice? Tara me miró fugazmente a la cara por encima del colgador de ropa. Portia miraba el catálogo, así que Tara se permitió hacerme un guiño. Sin duda estaba contenta de contar con una clienta adinerada, y definitivamente volvíamos a entendernos bien la una con la otra. El alivio me inundó.

—Creo que el mismo estilo en colores diferentes, que hagan juego, por supuesto. Eso sería realmente original —dijo Tara—. ¿Cuántas damas de honor habrá?

—Cinco para cada una —dijo Portia, con su atención centrada en la página que tenía delante—. ¿Me puedo llevar a casa un ejemplar del catálogo? Así, Halleigh y yo lo podremos mirar esta noche.

—Sólo tengo otro ejemplar; ya sabes, una de las formas que tiene Isabelle de hacer dinero es cobrarte un ojo de la cara por el maldito catálogo —dijo Tara con una encantadora sonrisa. Ella puede ser muy zalamera cuando quiere—. Pero te puedo prestar uno si me prometes que mañana me lo traes de vuelta.

Portia hizo el gesto infantil de dibujarse una cruz en el pecho y se colocó el denso catálogo bajo el brazo. Vestía uno de sus «trajes de abogado»: una falda lisa de tejido de lana, chaqueta y una blusa de seda debajo. Se había puesto medias beige y zapatos planos, con un bolso a juego. A-bu-rri-da.

Portia estaba emocionada. En su mente se sucedían atropelladamente imágenes alegres. Sabía que tenía un aspecto un poco mayor para enfundarse un vestido de novia, sobre todo si se la comparaba con Halleigh, pero por Dios que iba a dar el paso. Portia se llevaría su tajada de la diversión, los regalos, la atención y la ropa, por no decir nada del valor añadido de tener su propio marido. Levantó la mirada del catálogo y miró alrededor para verme junto a los colgadores de ropa. Su felicidad era lo suficientemente honda como para no verse mermada por mi presencia.

—¡Hola, Sookie! —dijo, especialmente alegre—. Andy me ha contado lo mucho que le has ayudado con su pequeña sorpresa para Halleigh. Te lo agradezco sinceramente.

—Fue divertido —añadí, con mi propia versión de la sonrisa simpática—. ¿Es verdad que tú también estás de enhorabuena? —Sé que no hay que felicitar a la novia, sólo al novio, pero no pensé que a Portia le fuera a importar.

Y la verdad es que no le importó.

—Pues sí, me caso —confesó—. Y hemos decidido celebrar una ceremonia doble, con Halleigh y Andy. El convite se celebrará en la casa.

Por supuesto. ¿De qué sirve disponer de una mansión si no vas a celebrar allí el convite?

—Pues tendréis mucho trabajo por delante; preparar la boda… ¿Cuándo será? —pregunté con simpatía, tratando de aparentar que me importaba.

—En abril. Y que lo digas —dijo riéndose—. La abuela ya se ha vuelto medio loca. Ha llamado a todas las empresas de catering que conoce para intentar reservar el segundo fin de semana, y al final se ha decantado por Extreme(ly Elegant) Events porque tuvieron una cancelación. Además, el tipo que lleva Sculptured Forest y Extreme(ly Elegant) Events dijo que esta boda doble sería el acontecimiento social más importante del año en Bon Temps. Estábamos pensando en una boda al aire libre en la casa, con carpas en el jardín de atrás —continuó Portia—. Si llueve, tendremos que hacerlo en la iglesia, y celebrar el convite en el edificio comunitario de la parroquia de Renard. Pero cruzaremos los dedos.

—Suena maravilloso. —La verdad es que no se me ocurría nada más que decir—. ¿Cómo vas a seguir trabajando con todo esto de la boda?

—Ya me las arreglaré.

Me preguntaba a qué se debían las prisas. ¿Por qué no se esperarían las alegres parejas hasta el verano, que Halleigh ya estaría de vacaciones? ¿Por qué no esperar, para que Portia pudiera despejar su agenda y permitirse una luna de miel como Dios manda? ¿Y era contable el hombre con el que salía? Sin duda, una boda en plena época de declaración de impuestos no era precisamente lo más oportuno.

Ayyy…, a lo mejor Portia estaba embarazada. Pero si estaba a punto de formar una familia, sus pensamientos no la delataban, y dudaba de que fuese a ser así en caso afirmativo. Dios, si alguna vez me quedara embarazada, ¡me moriría de la alegría! Quiero decir, si el chico me quisiera y estuviese dispuesto a casarse conmigo, porque yo no soy tan dura como para criar a un hijo sola, y mi abuela se revolvería en su tumba si entrase en el club de las madres solteras. Las ideas modernas al respecto habían eludido por completo a mi abuela, sin siquiera moverle un solo pelo a su paso.

Mientras todos estos pensamientos zumbaban en mi cabeza, me llevó un momento procesar las palabras de Portia.

—Así que procura tener libre el segundo sábado de abril —dijo, con toda la encantadora sonrisa que Portia Bellefleur era capaz de esbozar.

Le prometí que así sería, tratando de no tropezar con mi propia lengua por el asombro. Debía de estar en plena fiebre nupcial. ¿Por qué iba a querer que acudiera a su boda? No era amiga de ninguno de los Bellefleur.

—Le pediremos a Sam que se encargue de la barra en el convite —prosiguió, y mi mundo recuperó una alineación más familiar. Claro, quería que le echara una mano a Sam.

—¿Una boda vespertina? —pregunté. A veces, Sam acepta trabajos de barra externos, pero el sábado solía ser un día muy ajetreado en el Merlotte's.

—No, será por la noche —dijo—, pero ya he hablado con Sam esta mañana, y está de acuerdo.

—Está bien —contesté.

Ella leyó más cosas en mi tono de lo que yo había pretendido, y se sonrojó.

—Glen quiere invitar a algunos clientes suyos —dijo, aunque yo no le había pedido ninguna explicación—. Sólo pueden acudir después de que haya anochecido.

Glen Vicks era el contable. Me alegró rescatar su apellido de mi memoria. Entonces todo encajó y comprendí el bochorno de Portia. Quería decir que los clientes de Glen eran vampiros. Vaya, vaya, vaya. Le sonreí.

—Estoy segura de que será una boda maravillosa, y estoy deseando poder ir —dije—, ya que has sido tan amable de invitarme —incidí en el malentendido deliberadamente y, como había previsto, se puso más roja aún. Entonces se me ocurrió otra idea, una tan importante que quebranté una de mis reglas personales—. Portia —añadí lentamente, para asegurarme de que me entendía—, deberías invitar a Bill Compton.

Portia odiaba a Bill (lo cierto es que despreciaba a todos los vampiros), pero, en su día, mientras daba salida a uno de sus planes, estuvo saliendo con él brevemente. Y fue de lo más extraño, porque más tarde Bill descubrió que Portia era una de sus bisnietas, con el bis elevado al infinito, o algo parecido.

Bill había dado alas a la pretensión de interés por parte de ella. Por aquel entonces, su única intención era averiguar cuáles eran las intenciones de Portia. Se dio cuenta de que estar cerca de un vampiro le ponía a Portia los pelos de punta. Pero cuando descubrió que los Bellefleur eran su única descendencia viva, les legó anónimamente una obscena cantidad de dinero.

Pude «escuchar» que Portia pensaba que le restregaba por la cara las pocas veces que se había visto con Bill. No quería que se lo recordaran, y eso la enfureció.

—¿Por qué me sugieres eso? —preguntó fríamente, y tuve que reconocer su mérito por no salir escopetada de la tienda. Tara se hacía la ocupada en la mesa de Isabelle, pero yo sabía que podía escuchar la conversación. A mí no me importaba lo más mínimo.

Tuve un feroz debate interno. Finalmente, lo que Bill quería prevaleció sobre lo que yo quería para él.

—No importa —dije, reacia—. Es tu boda, son tus invitados.

Portia se me quedó mirando como si fuese la primera vez que me veía.

—¿Sigues saliendo con él? —me preguntó.

—No, ahora está con Selah Pumphrey —dije, manteniendo la voz vacía y monótona.

Portia me propinó una inescrutable mirada. Sin decir una palabra más, salió hacia su coche.

—¿De qué iba todo eso? —preguntó Tara.

No se lo podía explicar, así que cambié de tema a otro que estuviera más cerca de su interés.

—Me encanta que te hayan encargado la boda —dije.

—Pues ya somos dos. De no haber tenido que organizado todo en tan poco tiempo, puedes apostar a que Portia Bellefleur no se habría decidido por Isabelle —explicó con franqueza—. Habría ido y vuelto de Shreveport un millón de veces para hacer los preparativos si hubiera tenido tiempo. Halleigh no hace más que seguir la estela que le marca Portia, pobrecilla. Se pasará esta tarde y le enseñaré lo mismo que le he enseñado a Portia, y tendrá que adaptarse. Pero yo no me quejo. Se llevan el paquete entero, porque el sistema de Isabelle lo puede entregar todo de una vez. Invitaciones, notas de agradecimiento, vestidos, ligas, regalos para las damas de honor, e incluso los vestidos de las madres de las novias.

La señora Caroline se comprará uno, como la madre de Halleigh, y todas aquí, ya sea de mis existencias o del catálogo de Isabelle. —Me miró de arriba abajo—. A todo esto, ¿qué te trae por aquí?

—Necesito ropa para una noche en el teatro, en Shreveport —dije—, y tengo que ir al súper y volver a casa para hacerle la comida a Jason. ¿Me puedes enseñar algo?

La sonrisa de Tara adquirió tintes depredadores.

—Oh —contestó—, pues unas cuantas cosas.