A la noche siguiente, mientras trabajaba en el Merlotte's, recibí una llamada telefónica. Por supuesto, no es bueno recibir llamadas en el trabajo; a Sam no le gusta, a menos que se trate de algún tipo de emergencia. Como soy la que menos recibe entre las camareras (de hecho, podría contar las llamadas que he recibido en el trabajo con una mano), traté de no sentirme culpable cuando le dije a Sam que respondería a la llamada en su despacho.
—Hola —dije cautamente.
—Sookie —me dijo una voz familiar.
—Oh, Pam, hola. —Me sentí aliviada, pero sólo por un momento. Pam era la lugarteniente de Eric, y no era más que una cría, en el sentido vampírico de la palabra.
—El jefe quiere verte —dijo—. Te estoy llamando desde su despacho.
El despacho de Eric, en la parte de atrás del Fangtasia, su club, era a prueba de sonidos. Apenas podía escuchar de fondo la KDED, la emisora de radio por y para los vampiros. Sonaba la versión de Clapton de After Midnight.
—Vaya, hombre, ¿es que se le ha subido tanto que no puede hacer sus propias llamadas?
—Sí —dijo Pam; esa Pam que todo lo asumía al pie de la letra.
—¿De qué va el asunto?
—Sólo sigo sus instrucciones —contestó—. Si él me dice que llame a la telépata, yo te llamo. Estás convocada.
—Pam, voy a necesitar alguna explicación más. No me apetece ver a Eric especialmente.
—¿Te muestras recalcitrante?
Oh, oh. Ese término aún no me había salido en mi calendario de la palabra diaria.
—No estoy segura de comprenderte. —Lo mejor es seguir adelante, confesar mi ignorancia y tratar de seguir como pueda.
Pam suspiró, larga y pesadamente.
—Que si te estás poniendo chula —aclaró, dejando aflorar su fuerte acento inglés—. Y no debería ser así. Eric te trata muy bien. —Sonaba ligeramente incrédula.
—No voy a dejar el trabajo o perder mi tiempo libre para conducir hasta Shreveport sólo porque el señor Porque yo lo valgo quiera que vaya como un perrito faldero —protesté, creí que razonablemente—. Puede traer su culo hasta aquí si quiere decirme algo. O también puede coger el teléfono él mismo. —Toma ya.
—Si hubiera querido coger el teléfono «por sí mismo», como dices, lo habría hecho. Estate aquí el viernes a las ocho de la tarde, eso quiere que te diga.
—Lo siento, pero va a ser imposible.
Un silencio significativo.
—¿Dices que no vas a venir?
—No puedo. Tengo una cita —dije, tratando de erradicar cualquier rastro de satisfacción de mi voz.
Hubo otro silencio. Luego, Pam rió con disimulo.
—Oh, qué bonito —exclamó, cambiando de golpe al acento estadounidense—. Oh, me va a encantar decirle eso.
Su reacción empezó a incomodarme.
—Eh, Pam —empecé, pensando si debía dar marcha atrás—, escucha…
—Oh, no —dijo, casi carcajeándose a lo grande, lo cual era muy típico en Pam.
—Dile que le estoy muy agradecida por las pruebas para el calendario —dije. Eric, siempre buscando formas de hacer más lucrativo el Fangtasia, había pensado en realizar un calendario para vampiros y venderlo en la pequeña tienda de regalos. El propio Eric era Mister Enero. Había posado en una cama con una larga túnica de pieles. Eric y la cama se encontraban frente a un fondo gris pálido que presentaba flores brillantes gigantes. No llevaba la túnica encima, oh no. No llevaba nada puesto. Tenía una rodilla doblada sobre la cama deshecha, mientras que el otro pie se apoyaba sobre el suelo y él miraba directamente a la cámara con un aire de lo más ardiente (le podría haber enseñado a Claude unas cuantas lecciones). El pelo de Eric se derramaba en una desordenada melena sobre sus hombros, y con la mano derecha aferraba la túnica que estaba extendida sobre la cama, de modo que la piel blanca apenas le cubriera la entrepierna. Tenía el cuerpo algo girado para hacer ostentación de ese trasero increíble. Un leve rastro de vello amarillo oscuro apuntaba al sur desde su ombligo. Casi me dan ganas de gritar: «¡Ay, lo que lleva escondido!».
Resultaba que yo sabía que el arma de Eric era algo más que una Magnum .357, un revólver de cañón corto.
Por alguna razón, nunca pasé de la página de enero.
—Oh, se lo diré —contestó Pam—. Eric ha dicho que a mucha gente no le gustaría que apareciese en el calendario para mujeres…, así que estoy en el de hombres. ¿Quieres que también te mande una copia de mi foto?
—Eso me sorprende —le comenté—. En serio. Quiero decir…, que no te importe posar. —Me costó imaginar su participación en un proyecto que comulgaría con los gustos humanos.
—Si Eric dice que pose, poso —dijo, como si fuese lo más natural del mundo. Si bien Eric gozaba de gran poder sobre Pam por ser su creador, he de decir que nunca le he visto pedirle que hiciera algo para lo que no estaba preparada. O la conocía muy bien (lo cual era, por supuesto, cierto), o Pam estaba dispuesta a hacer casi cualquier cosa.
—Tengo que promocionar mi foto —dijo Pam—. El fotógrafo dijo que venderá un millón. —Pam tenía un espectro muy amplio en cuanto a gustos sexuales.
Tras un largo instante en el que contemplé esa imagen mental, dije:
—Estoy segura de que así será, pero creo que pasaré.
—Recibiremos un porcentaje todos los que accedamos a posar.
—Pero Eric se llevará un porcentaje mayor que el resto.
—Bueno, es el sheriff —dijo Pam razonablemente.
—Ya. Bueno, pues hasta luego. —Me dispuse a colgar.
—Espera. ¿Qué le digo a Eric?
—Dile la verdad.
—Sabes que se va a enfadar. —Pam no parecía en absoluto asustada. De hecho, sonaba muy alegre.
—Bueno, eso es problema suyo —dije, puede que de un modo demasiado infantil, y esa vez sí que colgué. Un Eric enfurecido sin duda también sería problema mío.
Tenía la molesta sensación de que había dado un paso importante en el rechazo a Eric. No tenía la menor idea de lo que pasaría a continuación. La primera vez que me encontré con el sheriff de la Zona Cinco, salía con Bill. Eric quiso utilizar mi inusual talento. Se limitó a amenazarme con hacerle daño a Bill si no me plegaba a sus exigencias. Cuando rompí con Bill, Eric se quedó sin ningún método de coerción hasta que necesité un favor suyo, y entonces le suministré la munición más potente de todas: el saber que yo había disparado a Debbie Pelt. No importaba que él hubiese escondido el cuerpo y su coche, y que fuese incapaz de recordar dónde; la acusación bastaría para arruinarme el resto de mi vida, aunque no se demostrara nunca. Incluso si yo lo negaba.
Mientras seguía con mi trabajo aquella noche, me sorprendí preguntándome si de verdad Eric revelaría mi secreto. Si él decía lo que yo había hecho, tendría que admitir que participó, ¿no?
Fui abordada por el detective Andy Bellefleur cuando me dirigía al bar. Los conozco a él y a su hermana Portia de toda la vida. Son unos cuantos años mayores que yo, pero hemos ido a las mismas escuelas y hemos crecido en el mismo pueblo. Al igual que a mí, prácticamente los ha criado su abuela. El detective y yo hemos tenido nuestros más y nuestros menos. Andy llevaba varios meses saliendo con una joven maestra de escuela llamada Halleigh Robinson.
Esta noche tenía un secreto que compartir conmigo y un favor que pedirme.
—Escucha, va a pedir la cesta de pollo —dijo sin preámbulos. Miré hacia su mesa para asegurarme de que Halleigh estaba sentada dándonos la espalda. Así era—. Cuando nos traigas la comida, asegúrate de que lleva esto dentro, escondido. —Sacó un pequeño estuche de terciopelo y me lo puso en la mano. Había una propina de diez dólares debajo.
—Claro, Andy. Sin problema —dije sonriendo.
—Gracias, Sookie —contestó y, por una vez, devolvió la sonrisa, una sonrisa sencilla y sin complicaciones a la par que aterrada.
Andy había dado en el clavo. Halleigh pidió la cesta de pollo cuando me acerqué a tomarles nota.
—Ponle extra de patatas —le dije a la cocinera cuando pasé la nota. Quería un camuflaje tupido. Ella se volvió de los fogones para taladrarme con la mirada. Habíamos tenido muchos cocineros, de todas las edades, colores, géneros y preferencias sexuales. Una vez incluso tuvimos un vampiro. Nuestra cocinera actual era una mujer negra de mediana edad llamada Callie Collins. Callie era muy gruesa, tanto que no comprendía cómo era capaz de aguantar tantas horas de pie en una cocina tan calurosa.
—¿Extra de patatas? —preguntó Callie, como si nunca hubiese escuchado el concepto—. Eh, eh, la gente recibe extra de patatas cuando paga por ellas, no porque sean amigos tuyos.
Puede que Callie fuese tan directa porque ya era lo suficientemente mayor como para recordar los malos viejos tiempos, cuando los blancos y los negros tenían escuelas diferentes, salas de espera diferentes o fuentes diferentes para beber. Yo no recordaba nada de eso, y no me apetecía hacerme cargo de todo el bagaje vital de Callie cada vez que hablase con ella.
—Han pagado por el extra —mentí, poco dispuesta a tener que dar explicaciones por la ventanilla de servicio que cualquiera podría escuchar. En lugar de ello, puse un dólar de mi propina en la caja para que cuadraran las cuentas. A pesar de nuestras diferencias, no les deseaba ningún mal a Andy Bellefleur y a su maestra de escuela. Cualquiera que fuese a emparentarse con Caroline Bellefleur se merecía un momento romántico.
Cuando Callie anunció que la cesta estaba lista, acudí a la carrera para cogerla. Meter la pequeña caja entre las patatas fue más difícil de lo que pensé, y requirió de algunos arreglos clandestinos. Me preguntaba si Andy pensaría que el estuche quedaría lleno de grasa y sal. Qué demonios, no era mi gesto romántico, sino el suyo.
Llevé la cesta a la mesa con felices expectativas. De hecho, Andy tuvo que avisarme (con una severa mirada) para que adquiriera una expresión más neutral mientras servía la comida. Andy ya tenía una cerveza delante, y ella una copa de vino blanco. Halleigh no era una gran bebedora, como buena maestra de escuela. Me di la vuelta en cuanto la comida estuvo sobre la mesa, olvidando incluso preguntarles si deseaban algo más, como debería hacer una buena camarera.
Tratar de permanecer al margen después de aquello me superaba. Aunque traté de que no se me notara, me dediqué a observar a la pareja tan de cerca como pude. Andy estaba de los nervios, y pude escuchar su mente, sumida en la agitación. No estaba seguro de si sería aceptado, y su mente empezó a esbozar una lista por la que sería rechazado: el hecho de ser casi diez años mayor, su arriesgada profesión…
Lo supe en cuanto ella vio el estuche. Puede que no fuese adecuado por mi parte estar al tanto en cada momento especial, pero a decir verdad ni siquiera era consciente de que lo hacía en ese momento. Si bien normalmente me mantengo con las guardias altas, no suelo dejar pasar la oportunidad de dejarme caer en las mentes ajenas y espiar los momentos interesantes. También estoy acostumbrada a creer que mi habilidad es un defecto, no un don, así que supongo que me siento con derecho a sacarle toda la diversión posible.
Estaba de espaldas a ellos, despejando una mesa, tarea que debería haber dejado para el ayudante, así que me encontraba lo suficientemente cerca como para escuchar.
Ella se quedó helada durante un largo momento.
—Hay un estuche en mi comida —dijo finalmente, manteniendo el tono muy bajo porque pensaba que molestaría a Sam si montaba un jaleo.
—Lo sé —dijo él—. Es mío.
Entonces ella lo supo; todas las ideas de su cerebro empezaron a acelerarse, atropellándose casi entre sí debido a su ansia.
—Oh, Andy —susurró. Debió de abrir el estuche. Hice todo lo que pude por no volverme y mirar con ella el contenido.
—¿Te gusta?
—Sí, es precioso.
—¿Te lo vas a poner?
Hubo un silencio. Su mente estaba muy confusa. La mitad de ella estaba en plena celebración, mientras que la otra se sentía preocupada.
—Sí, con una condición —dijo ella lentamente.
Pude sentir el pasmo de Andy. Esperara lo que esperara, no era eso.
—¿Cuál? —preguntó, de repente, con un tono que sonaba más a poli que a enamorado.
—Cada uno debe seguir viviendo en su casa.
—¿Qué? —De nuevo había dejado pasmado a Andy.
—Siempre tuve la idea de que asumías que te quedarías en tu casa familiar, con tu abuela y tu hermana, incluso después de casarte. Es una casa antigua maravillosa, y tu abuela y Portia son dos mujeres extraordinarias.
Lo dijo con tacto. Bien por Halleigh.
—Pero me gustaría tener mi propia casa —añadió con dulzura, ganándose mi admiración.
Y entonces tuve que mover el trasero; había mesas que atender. Mientras rellenaba jarras de cerveza, quitaba platos vacíos y llevaba dinero a la caja registradora, no podía dejar de sentir el sobrecogimiento que me inspiraba la postura de Halleigh, dado que la mansión Bellefleur era la casa más notable de Bon Temps. La mayoría de las mujeres jóvenes darían uno o dos dedos por vivir allí, especialmente desde que la mansión había sido tan extensamente remodelada y renovada gracias al dinero facilitado por un misterioso forastero. Ese forastero era en realidad Bill, que había descubierto que los Bellefleur eran descendientes suyos. Sabía que no aceptarían dinero de un vampiro, así que organizó todo el tinglado de la «herencia misteriosa», y Caroline Bellefleur se lo gastó todo en la mansión con el mismo deleite que Andy lo habría hecho en una hamburguesa con queso.
Andy se me acercó unos minutos más tarde. Me interceptó cuando iba de camino a la mesa de Sid Matt Lancaster, por lo que el anciano abogado tuvo que esperar un poco más para recibir su hamburguesa con patatas.
—Sookie, tengo que saberlo —dijo con urgencia, pero en voz muy baja.
—¿El qué, Andy? —Me alarmaba su intensidad.
—¿Ella me quiere? —Su mente bordeaba la humillación por preguntarme eso. Andy era orgulloso y quería asegurarse de que Halleigh no quería agenciarse el nombre de su familia o su mansión, como había sido el caso de otras mujeres. Bueno, lo de la casa lo había descubierto por sí mismo. Halleigh no la quería, y tendría que mudarse con ella a alguna pequeña y humilde vivienda, si ella lo amaba de verdad.
Nunca antes me habían pedido nada parecido. Después de tantos años queriendo que la gente creyera en mí, que comprendiera mi extraño talento, había descubierto que no me gustaba que me tomaran en serio después de todo. Pero Andy esperaba una respuesta, y no podía negarme. Era uno de los hombres más testarudos que había conocido.
—Te quiere tanto como la quieres tú a ella —dije, y me soltó el brazo. Seguí mi camino hasta la mesa de Sid Matt. Cuando volví la cabeza, Andy seguía mirándome.
«Trágate eso, Andy Bellefleur», pensé. Luego me avergoncé un poco de mí misma. Pero, si no quería saber la respuesta, no debió preguntar.
Había algo en el bosque que rodeaba mi casa.
Me preparé para meterme en la cama en cuanto llegué, porque uno de mis momentos favoritos de cada veinticuatro horas es cuando me pongo el camisón. Hacía el calor suficiente como para no necesitar la bata, así que me movía por la casa con mi vieja camiseta azul, ésa que me llegaba hasta las rodillas. Estaba pensando en cerrar la ventana de la cocina, puesto que las noches de marzo eran un poco frescas. Había estado escuchando los sonidos de la noche mientras fregaba los platos; las ranas y los insectos habían llenado el aire con sus coros.
De repente, todos los sonidos que habían hecho la noche tan amigable y ocupada como el propio día se detuvieron, cortados de raíz.
Me quedé quieta, con las manos inmersas en el agua caliente y enjabonada. Otear en la oscuridad no sirvió de nada, y me di cuenta de lo visible que debía de ser en ese momento, en medio de una ventana abierta con las cortinas apartadas. El jardín estaba iluminado con la luz de seguridad, pero más allá de los árboles que marcaban el claro el bosque se mostraba oscuro y quieto.
Había algo ahí fuera. Cerré los ojos y traté de proyectar mi mente. Descubrí cierta actividad. Pero no era lo suficientemente clara como para definirla.
Pensé en llamar a Bill por teléfono, pero ya lo había hecho otras veces cuando había temido por mi seguridad. No podía convertirlo en una costumbre. Eh, quizá el vigilante del bosque era Bill. En ocasiones merodeaba por la noche y, de vez en cuando, se acercaba para ver cómo estaba. Miré ansiosamente el teléfono que había colgado de la pared al final de la encimera (bueno, donde estaría la encimera cuando todo estuviese acabado). El nuevo era inalámbrico. Podría cogerlo, meterme en el dormitorio y llamar a Bill en un abrir y cerrar de ojos, pues lo tenía en la lista de marcación rápida. Si respondía al teléfono, sabría si lo que rondaba el bosque sería algo de lo que preocuparse o no.
Y si se encontraba en casa, acudiría a la carrera. Oiría que le diría: «¡Oh, Bill, por favor, ven a salvarme! ¡No se me ocurre otra cosa que llamar a un vampiro grande y fuerte para venir en mi rescate!».
Me obligué a admitir que, fuese lo que fuese lo que rondaba por el bosque, no era Bill. Había recibido cierto tipo de señal cerebral. Si el merodeador hubiese sido un vampiro, yo no habría notado nada. Sólo había recibido atisbos de señales mentales vampíricas dos veces, y había sido como una descarga eléctrica.
Justo al lado del teléfono estaba la puerta trasera, que no estaba cerrada. Nada me podía mantener frente al fregadero después de caer en la cuenta de que no había echado el pestillo. Corrí. Salí al porche trasero, cerré con llave la puerta acristalada y volví de un salto a la cocina para hacer lo propio con la gran puerta de madera, que había equipado con pestillo y cerrojo. Me apoyé contra la puerta cuando la aseguré. Conocía mejor que nadie la futilidad de puertas y cerrojos. Para un vampiro, las barreras físicas no eran nada…, pero un vampiro tenía que recibir una invitación para entrar. Los licántropos tenían más problemas con las puertas, pero tampoco nada del otro mundo; dada su increíble fuerza, podían llegar adonde les viniera en gana. Y lo mismo podía decirse de otros cambiantes.
¿Por qué vivía en una casa tan accesible?
Aun así, me sentía infinitamente mejor con dos puertas bloqueadas entre mí y lo que fuera que hubiera en el bosque. Sabía que la puerta delantera tenía el pestillo echado porque hacía días que no la abría. No recibía tantas visitas, y solía entrar y salir por la puerta trasera. Cerré y bloqueé la ventana y eché las cortinas. Había hecho todo lo posible para aumentar mi seguridad. Volví a los platos. Había un círculo de humedad en mi camiseta de dormir porque había tenido que apoyarme contra el fregadero para contener mis temblorosas piernas. Pero me obligué a continuar hasta que los platos estuvieron a salvo en el escurridor y el fregadero quedó completamente despejado.
A continuación agudicé el oído. Por más que escuchara con cada sentido disponible, la débil señal no volvió a chocar con mi mente. Había desaparecido.
Me quedé sentada en la cocina un momento, con la mente aún a cien por hora, pero me obligué a seguir con mi rutina habitual. Mis palpitaciones habían vuelto a la normalidad para cuando me cepillé los dientes. Y cuando me metí en la cama, casi me había convencido de que no pasaba nada, allá en la silenciosa oscuridad. Pero procuro ser honesta conmigo misma. Sabía que algún tipo de criatura había estado merodeando por mis bosques, una criatura mayor y más aterradora que un mapache.
Poco después de apagar la lámpara de la mesilla, escuché cómo las ranas y los insectos reanudaban su concierto nocturno. Finalmente, cuando comprobé que no cesaba, me pude dormir.