Era casi la hora de cerrar de la noche siguiente cuando ocurrió otra cosa extraña. Justo cuando Sam nos dio la señal de decirles a nuestros clientes que aquélla sería la última copa, alguien a quien pensé que jamás volvería a ver entró en el Merlotte's.
Para ser un hombre de su envergadura, se movía en silencio. Se quedó en la puerta, oteando el bar en busca de una mesa libre, y me percaté de su presencia debido al brillo de la tenue luz en su cabeza afeitada. Era muy alto y corpulento, con una orgullosa nariz y unos grandes dientes níveos. Tenía labios carnosos y era de tez morena. Lucía una especie de chaqueta deportiva de color bronce sobre una camisa negra y unos pantalones amplios. Si bien habría parecido más natural con unas botas de motorista, llevaba unos mocasines repulidos.
—Quinn… —dijo Sam en voz baja. Se le quedaron las manos rígidas, a pesar de hallarse en plena mezcla de un Tom Collins—. ¿Qué estará haciendo aquí?
—No sabía que lo conocieras —contesté, sintiendo que mi cara se sonrojaba al darme cuenta de que había estado pensando en el hombre calvo tan sólo hacía una noche. Era el que me había limpiado la sangre de la pierna con la lengua; una interesante experiencia.
—Todo el mundo de mi entorno conoce a Quinn —dijo Sam con expresión neutral—. Pero me sorprende que lo conozcas tú, que no eres una cambiante. —A diferencia de Quinn, Sam no es un hombre grande, aunque sí muy fuerte, como suele ser el caso con los cambiantes, mientras que sus rizos rojizos dorados envuelven su cabeza con un halo angelical.
—Conocí a Quinn en la disputa por el puesto de líder de la manada —añadí—. Era, eh, el maestro de ceremonias. —Como era natural, Sam y yo ya habíamos hablado sobre el cambio en el liderazgo de la manada de Shreveport. Esa población no está muy lejos de Bon Temps, y todo lo que hagan los licántropos influye mucho a cualquier tipo de cambiante.
Un auténtico cambiante, como Sam, puede transformarse en cualquier cosa, si bien cada uno tiene un animal favorito. Para liar más el asunto, todos los que pueden cambiar de su forma humana a una animal se hacen llamar cambiantes, aunque son muy pocos los que gozan de la versatilidad de Sam. Los cambiantes que sólo pueden hacerlo en un animal son los que reciben el apelativo «hombre» por delante, incluidos los licántropos: hombres tigre (como Quinn), hombres oso, hombres lobo… Estos últimos se envisten a sí mismos con un apelativo que difiere de los demás, «licántropos», y se consideran superiores en fortaleza y cultura a todos los demás cambiantes.
Los licántropos son también la subespecie más numerosa dentro de los cambiantes, aunque, si bien son comparables en número a los vampiros, son en realidad escasos. Hay varias razones para explicarlo. Su tasa de natalidad es muy baja, la mortalidad infantil supera a la de los niños humanos normales, y sólo el primogénito nacido de una pareja de licántropos puros se convierte plenamente en otro. Eso ocurre durante la pubertad… Como si una pubertad normal no fuese ya lo suficientemente problemática de por sí.
Los cambiantes son muy reservados. Es una costumbre muy difícil de romper, incluso delante de una humana simpatizante y extraña como yo. Aún no han salido a la luz pública, y yo voy aprendiendo cosas sobre su mundo en pequeñas dosis.
Incluso Sam guarda muchos secretos que no conozco, y eso que lo considero mi amigo. Sam se transforma en collie, y a menudo me visita con esa forma. A veces incluso duerme sobre la alfombra que hay junto a mi cama.
Sólo había visto a Quinn en su forma humana.
No lo mencioné cuando le conté a Sam lo de la lucha entre Jackson Herveaux y Patrick Furnan por el liderazgo de la manada de Shreveport. Y ahora Sam me estaba dedicando su mejor ceño fruncido, disgustado porque se lo hubiese ocultado, pero no lo hice adrede. Volví a mirar a Quinn. Había alzado un poco su nariz. Estaba palpando el aire, siguiendo un rastro de olor. ¿A quién rastreaba?
Cuando Quinn se dirigió directamente a una de las mesas de mi zona, a pesar de que había muchas otras libres en la de Arlene, que estaban más cerca, supe que me buscaba a mí.
Vale, eso me inspiraba sensaciones encontradas.
Miré de reojo á Sam para ver cómo reaccionaba. Hacía cinco años que confiaba en él, y nunca me había fallado.
Sam me hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Pero no parecía muy contento.
—Ve a ver lo que quiere —dijo con un tono de voz tan grave que rayaba con el gruñido.
Mis nervios fueron en aumento a medida que me acercaba al nuevo cliente. Pude sentir cómo se me enrojecían las mejillas. ¿Por qué estaba tan azorada?
—Hola, señor Quinn —dije. Hubiese sido una estupidez fingir que no lo conocía—. ¿Qué te pongo? Me temo que estamos a punto de cerrar, pero hay tiempo para una cerveza o cualquier otra bebida.
Cerró los ojos e inspiró profundamente, como si me estuviese inhalando.
—Podría reconocerte en un cuarto a oscuras —dijo, y me sonrió. Era una sonrisa amplia y preciosa.
Aparté la mirada, reprimiendo la mueca involuntaria que pretendía asomar en mis labios. Estaba un poco… tímida. Yo nunca actuaba de esa forma. O quizá puede que «recatada» sea un término más apropiado, pero tampoco me gustaba.
—Supongo que debería tomármelo como un halago —aventuré con cautela—. ¿Es así?
—Ésa es la intención. ¿Quién es el perro de detrás de la barra que me mira como si quisiera echarme de aquí?
Dijo perro de manera literal, no como insulto.
—Es mi jefe, Sam Merlotte.
—Está interesado en ti.
—Eso espero. Llevo cinco años trabajando para él.
—Hmmm, ¿qué tal si me pones una cerveza?
—Claro. ¿Qué marca?
—Bud.
—Marchando —dije, y me volví. Sabía que no me estaba quitando el ojo de camino a la barra, podía sentir su mirada. Y supe por sus pensamientos, a pesar de que él tenía la guardia alta característica de los cambiantes, que lo hacía con admiración.
—¿Qué quiere? —Sam parecía casi… hirsuto. De haber estado en su forma canina, el pelo de su lomo se habría puesto tieso.
—Una Bud —dije.
Sam me miró, con el entrecejo aún fruncido.
—No me refería a eso, y lo sabes.
Me encogí de hombros. No tenía la menor idea de lo que quería Quinn.
Sam puso una jarra sobre la barra de una forma tan brusca que me hizo respingar. Me quedé mirándolo para cerciorarme de que supiera que me había disgustado, y luego le llevé la cerveza a Quinn.
Quinn me la pagó y me dio una buena propina (si bien no ridículamente alta, lo cual me hubiera hecho sentir comprada) que me metí en el bolsillo del pantalón. Comencé con la ronda de mis otras mesas.
—¿Visitando a alguien por la zona? —le pregunté a Quinn cuando pasé a su lado, después de limpiar otra mesa. La mayoría de los parroquianos estaban pagando sus cuentas y emprendiendo la marcha del Merlotte's. Había un local que abría más allá del horario normal, del que Sam fingía no saber nada, que estaba más hacia el interior, pero la mayoría de los clientes habituales del Merlotte's se irían a la cama. Si un bar podía considerarse familiar, ése era el Merlotte's.
—Sí —dijo—. A ti.
Aquello me dejó sin muchas opciones de seguir la conversación.
Seguí mi camino y descargué los vasos de la bandeja tan ida que casi tiré uno. No era capaz de recordar cuándo me había sentido tan azorada.
—¿Por negocios o placer? —pregunté la siguiente vez que pasé a su lado.
—Ambas cosas —dijo.
Algo del placer que sentía se desvaneció cuando escuché que también venía por negocios, pero puse en él toda mi atención… y eso era bueno. Hay que tener todas las alertas encendidas cuando se trata con un ser sobrenatural. Estas criaturas albergan objetivos y deseos insondables para la gente normal. Lo sabía porque me había pasado la vida siendo el depósito involuntario de todos los objetivos y deseos de los seres humanos «normales».
Cuando Quinn fue una de las últimas personas que quedaron en el bar (aparte de las otras camareras y Sam), se levantó y me miró con expectación. Me acerqué con una amplia sonrisa, que es lo que suelo hacer cuando estoy tensa. Me resultó interesante comprobar que Quinn estaba casi igual de tenso que yo. Podía sentir la rigidez de su patrón mental.
—Te veré en tu casa, si no te molesta. —Me lanzó una mirada seria—. Si te importuna, podemos vernos en otro sitio. Pero quiero hablar contigo esta noche, a menos que te encuentres exhausta.
Lo había dicho con la suficiente cortesía. Arlene y Danielle hacían todo lo que estaba en su mano para no mirar en nuestra dirección (con el mismo ahínco con el que miraban a Quinn cuando estaba distraído), pero Sam se había dado la vuelta para hacer algo detrás de la barra, pasando completamente del otro cambiante. Se estaba comportando fatal.
Procesé rápidamente la petición de Quinn. Si dejaba que fuese a mi casa, quedaría a su merced. Vivo en un sitio muy apartado. Mi vecino más cercano es mi ex, Bill, y vive al otro lado del cementerio. Por otra parte, si Quinn hubiese sido una típica cita, habría dejado que me llevara a casa sin pensármelo dos veces. Por lo que pude captar en sus pensamientos, no quería hacerme daño.
—Está bien —dije finalmente. Se relajó y volvió a esbozar esa gran sonrisa suya.
Retiré su vaso vacío y me di cuenta de que tres pares de ojos me observaban con desaprobación. Sam estaba contrariado, y Danielle y Arlene no podían comprender por qué nadie iba a preferirme a mí con respecto a ellas, a pesar de que Quinn dedicó una pausa a las dos veteranas camareras. Quinn lanzó un bufido cuya naturaleza extraña no habría pasado desapercibida ni para el más prosaico de los humanos.
—Termino en un momento —dije.
—Tómate tu tiempo.
Acabé de rellenar los platos de porcelana de cada mesa con sobres de azúcar y edulcorante. Me aseguré de que los servilleteros estaban llenos y comprobé saleros y pimenteros. Terminé pronto. Cogí mi bolso del despacho de Sam y me despedí de él.
Quinn me siguió en la noche con una camioneta verde. Bajo las luces del aparcamiento, la camioneta parecía recién salida de la fábrica, con sus ruedas y tapacubos brillantes, una cabina extendida y un compartimiento de carga cubierto, que podía servir de cama. Apostaría todo mi dinero a que estaba llena de grandes posibilidades. La camioneta de Quinn era el vehículo con más estilo que había visto en mucho tiempo. A mi hermano Jason se le habría caído la baba, y eso que él lleva la suya con remolinos azules y rosas pintados en los laterales.
Me dirigí al sur por Hummingbird Road y giré a la izquierda para tomar mi camino particular. Tras recorrerlo a lo largo de dos acres de bosque, llegué al claro donde se encontraba nuestra vieja casa familiar. Había encendido las luces exteriores antes de marcharme, y disponía de una luz de seguridad en el poste eléctrico que se encendía automáticamente, por lo que el claro se encontraba bien iluminado. Aparqué detrás de la casa, y Quinn lo hizo justo a mi lado.
Salió de su camioneta y miró a su alrededor. La luz de seguridad le permitía ver un jardín muy pulcro. El camino estaba en perfectas condiciones, y hacía poco que había repasado la pintura del cobertizo de las herramientas de la parte de atrás. Había un tanque de propano que ningún ajardinamiento sería capaz de disimular, pero mi abuela había plantado muchos parterres para sumarlos a los innumerables que la familia ya había dispuesto a lo largo de los ciento cincuenta extraños años que había vivido allí. Yo llevaba en esas tierras, en esa casa, desde los siete años, y me encantaba.
Mi hogar no tenía nada del otro mundo. Empezó siendo una casa de granja y ha sufrido continuas ampliaciones y remodelaciones a lo largo de los años. La mantengo limpia, y trato de tener el jardín aseado. Las grandes reparaciones están más allá de mis habilidades, pero Jason me ayuda de vez en cuando. No le gustó mucho que la abuela me legara la casa y las tierras a mí sola, pero él se había mudado a la vivienda de nuestros padres cuando cumplió los veintiún años, y yo nunca le exigí el pago de la mitad de la propiedad. El testamento de la abuela me pareció justo. A Jason le llevó un tiempo admitir que había sido lo correcto.
Nuestra relación había mejorado considerablemente a lo largo de los últimos meses.
Abrí la puerta trasera e hice pasar a Quinn a la cocina. Miró en derredor con curiosidad mientras yo colgaba la chaqueta en el respaldo de una de las sillas que había encajonadas bajo la mesa del centro de la cocina, donde suelo comer.
—Esto no está acabado —dijo.
Los armarios pequeños estaban en el suelo, listos para que alguien los montara. Después, habría que pintar toda la habitación e instalar las encimeras. Luego podría descansar tranquila.
—Se me quemó la vieja cocina hace unas semanas —expliqué—. El fabricante tuvo una cancelación y consiguió tener ésta lista en tiempo récord. Pero cuando los armarios no llegaron a tiempo, envió a su gente a ocuparse de otro trabajo. Cuando llegaron los armarios, casi habían terminado en el otro sitio. Supongo que volverán un día de éstos. —Mientras tanto, al menos podía disfrutar de volver a mi propia casa. Sam fue tremendamente amable al dejarme vivir en uno de sus pisos de alquiler (y vaya si disfruté de los suelos nivelados, la nueva fontanería y los vecinos), pero no hay nada como el propio hogar.
La nueva cocina también había llegado, por lo que podía cocinar. También había puesto una cubierta de hule sobre los armarios para usarlos como encimeras mientras cocinaba. La nueva nevera brillaba y zumbaba quedamente, nada que ver con la que mi abuela conservó durante treinta años. La nueva cocina siempre me dejaba atontada cada vez que cruzaba el porche trasero (que ahora era más grande y estaba tapiado) para abrir la puerta trasera, que también era nueva y más pesada, con su mirilla y su pestillo.
—Aquí es donde empieza la vieja casa —dije, pasando de la cocina al pasillo. Sólo hizo falta cambiar unas tablas en el resto de la casa, y estaba toda impoluta y recién pintada. No es sólo que las paredes y el techo estuvieran manchados de humo, sino que fue necesario erradicar el olor a quemado. Cambié las cortinas, tiré una o dos alfombrillas y limpié, limpié y limpié. Esta tarea había ocupado cada uno de mis momentos de vigilia durante un buen trecho.
—Un buen trabajo —comentó Quinn, estudiando ahora las dos partes que se habían unido.
—Pasa al salón —dije, satisfecha. Disfrutaba enseñando la casa, ahora que sabía que la tapicería de la pared estaba limpia, que no había pelusas y el cristal de los marcos de fotos brillaba como nunca. Había cambiado las cortinas del salón, algo que llevaba todo el año pasado deseando hacer.
Que Dios bendiga al seguro y al dinero que gané ocultando a Eric de un enemigo. Le había hecho un buen agujero a mi cuenta de ahorros, pero pude disponer del dinero cuando lo necesité, una buena razón por la que estar agradecida.
La chimenea estaba lista para encender un fuego, pero hacía demasiado calor para hacerlo. Quinn se sentó en un sillón y yo hice lo propio frente a él.
—¿Te apetece beber algo? ¿Una cerveza, o un té o café, quizá? —pregunté, consciente de mi papel de anfitriona.
—No, gracias —me dijo con una sonrisa—. Tenía ganas de volver a verte desde que te conocí en Shreveport.
Traté de mantener la mirada. El impulso de bajarla a los pies o las manos era abrumador. Sus ojos eran verdaderamente del profundo púrpura que recordaba.
—Fue un día difícil para los Herveaux —dije.
—Saliste con Alcide durante un tiempo —observó con tono neutral.
Se me ocurrió un par de posibles respuestas. Opté por:
—No lo he visto desde la disputa por el liderazgo de la manada.
De nuevo su amplia sonrisa.
—¿Entonces no estáis juntos?
Negué con la cabeza.
—¿Eso quiere decir que estás libre?
—Sí.
—¿No le estaría pisando el terreno a nadie?
Traté de sonreír, pero no por sentirme contenta.
—Yo no he dicho eso. —Siempre habría alguien a quien no le iba a hacer gracia, pero no tenía derecho a entorpecer el camino.
—Creo que podré lidiar con algún que otro ex descontento. ¿Saldrás conmigo?
Me lo quedé mirando durante un par de segundos, buscando ideas en cada rincón de mi mente. De la suya sólo recibía optimismo; no vi engaño o interés. Cuando repasé las reservas que tenía, se disolvieron hasta convertirse en nada.
—Sí —dije—. Saldré contigo. —Su preciosa sonrisa me impelió a devolverle el gesto, y esta vez la mía era genuina.
—Bien —dijo—. Hemos cerrado la parte de placer. Vamos ahora con la de negocios, que no tiene nada que ver.
—Vale —contesté, borrando la sonrisa. Esperaba tener la ocasión de volver a sacarla más tarde, pero cualquier tema serio que fuera a tratar conmigo estaría relacionado con lo sobrenatural y, por lo tanto, sería causa de ansiedad.
—¿Has oído hablar de la cumbre regional?
La cumbre de los vampiros, donde los reyes y las reinas de varios Estados se reúnen para tratar… cosas de vampiros.
—Algo me contó Eric.
—¿Te ha contratado ya para que trabajes allí?
—Dijo que quizá me necesitaría.
—Lo digo porque la reina de Luisiana ha sabido que estoy por la zona y me ha pedido que solicite tus servicios. Su puja debería anular la de Eric.
—Eso se lo tendrás que preguntar a él.
—Creo que sería mejor que se lo dijeras tú. Los deseos de la reina son órdenes para Eric.
Se me caería el alma a los pies. No me apetecía decirle nada a Eric, el sheriff de la Zona Cinco de Luisiana. Sus sentimientos hacia mí eran confusos. Y os puedo asegurar que a los vampiros no les gusta sentirse confusos. El sheriff había perdido la memoria del corto periodo que pasó oculto en mi casa. Esa laguna le había vuelto loco; le gustaba mantener el control, y eso incluía ser consciente de sus acciones durante cada segundo de cada noche. Así que esperó a poder hacer algo por mí, y a cambio exigió que le relatara lo ocurrido mientras estuvo en mi compañía.
Puede que llevara la franqueza un poco lejos. A Eric no le sorprendió precisamente que nos acostáramos, pero se quedó pasmado cuando le dije que me ofreció renunciar a su duramente obtenida posición en la jerarquía vampírica para vivir conmigo.
Cuando uno conoce a Eric, sabes que eso es algo bastante intolerable para él.
Dejó de hablarme. Cuando nos encontrábamos, me miraba como si tratara de resucitar sus recuerdos de aquel tiempo y así demostrarme que me equivocaba. Me entristecía ver que la relación que tuvimos (no la secreta felicidad de los pocos días que pasamos juntos, sino la divertida relación entre un hombre y una mujer que poco tenían en común, salvo el sentido del humor) parecía haber dejado de existir.
Sabía que era yo quien debía decirle que su reina había pasado por encima de su autoridad, pero era lo que menos me apetecía.
—Se te ha borrado la sonrisa —observó Quinn. Él también parecía serio.
—Bueno, Eric es… —No sabía cómo terminar la frase—. Es un tipo complicado —dije débilmente.
—¿Qué te apetece hacer en nuestra primera cita? —preguntó Quinn. Se le daba bien cambiar de tema.
—Podríamos ir al cine —dije, para echar a rodar la pelota.
—Sí, podríamos. Luego, podríamos cenar en Shreveport. Quizá en Ralph and Kacoo's —sugirió.
—Me han dicho que su arroz con cangrejo de río está muy bueno —dije, manteniendo la pelota en movimiento.
—¿Y a quién no le gusta el arroz con cangrejo? También podríamos ir a los bolos.
Mi bisabuelo había sido un ávido jugador de bolos. Podía ver sus pies enfundados en sus zapatos de bolos justo delante de mí. Me encogí de hombros.
—No sé jugar.
—Podríamos ir a ver un partido de hockey.
—Eso podría ser divertido.
—Podríamos cocinar juntos en tu cocina, y luego ver una película en tu DVD.
—Ésa mejor la dejamos para otra ocasión. —Sonaba un poco demasiado personal para la primera cita. No es que yo haya tenido demasiada experiencia en lo que a primeras citas se refiere, pero sé que la cercanía a un dormitorio nunca es buena a menos que estés segura de que no te molestaría que la noche derivara en esa dirección.
—Podríamos ir a ver Los productores. La están poniendo en el Strand.
—¿De verdad? —Vale, eso me había emocionado. El escenario del Strand, el teatro restaurado de Shreveport, había visto pasar producciones de todos los tipos, desde obras de teatro a ballets. Y yo nunca había visto una obra de verdad. ¿Sería muy caro? Está claro que no lo habría sugerido si no pudiera permitírselo—. ¿Podríamos?
Asintió, satisfecho por mi reacción.
—Puedo reservar para este fin de semana. ¿Qué me dices de tu horario?
—Libro el viernes por la noche —dije, contenta—. Y, eh, me gustaría contribuir con mi entrada.
—Te he invitado yo. Yo pago —dijo Quinn con firmeza. Pude leer en sus pensamientos la sorpresa por mi ofrecimiento. Era conmovedor. Hmmm, eso no me gustaba—. De acuerdo, arreglado. Reservaré las entradas por Internet desde mi portátil. Sé que quedan algunas buenas localidades porque miré las opciones antes de venir aquí.
Naturalmente, empecé a preguntarme sobre qué ropa sería la más adecuada. Pero lo dejé para más tarde.
—Quinn, ¿dónde vives exactamente?
—Tengo una casa a las afueras de Memphis.
—Oh —dije, pensando que era un poco lejos para una relación a distancia.
—Soy socio de una empresa llamada Special Events. Somos una especie de rama de Extreme(ly Elegant) Events. Has visto el logotipo, seguro, E(E)E. —Dibujó los paréntesis con los dedos—. Hay cuatro socios que trabajan a tiempo completo en Special Events, y cada uno de nosotros empleamos a gente a jornada completa o parcial. Como viajamos tanto, tenemos lugares donde descansar por todo el país; algunos no son más que habitaciones en casas de amigos o socios, mientras que otros son apartamentos de verdad. El lugar que ocupo en esta zona está en Shreveport; una casa de huéspedes en la parte de atrás de la mansión de un cambiante.
En apenas dos minutos había aprendido un montón de cosas sobre él.
—Así que te dedicas a organizar eventos en el mundo sobrenatural, como la competición por el liderazgo de una manada. —Aquél había sido un trabajo peligroso, y requirió mucha parafernalia—. Pero ¿qué más hacéis? Una competición de ese tipo sólo surgirá de vez en cuando. ¿Tienes que viajar mucho? ¿Qué otros eventos especiales organizas?
—Me encargo del sureste en general, de Georgia a Texas —se inclinó hacia delante sobre el sillón, con sus grandes manos reposando sobre las rodillas—, y de Tennessee hacia el sur, hasta Florida. En esos Estados, si quieres organizar una competición por el liderazgo de una manada, un rito de ascensión para una chamán o una bruja o una boda jerárquica vampírica (y lo quieres hacer bien, con todos sus adornos), es a mí a quien acudes.
Recordé las extraordinarias fotos de la galería de Alfred Cumberland.
—¿Entonces hay tantos eventos de ese tipo como para mantenerte ocupado?
—Oh, sí —dijo—. Por supuesto, algunos son estacionales. Los vampiros se casan en invierno, dado que las noches son mucho más largas. Organicé una boda jerárquica en enero, en Nueva Orleans, el año pasado. Otras veces, los eventos están relacionados con el calendario wiccano. O con la pubertad.
No podía hacerme una idea de las ceremonias que organizaba, pero la descripción tendría que esperar a otra ocasión.
—¿Y dices que tienes tres socios que también se dedican a esto a jornada completa? Lo siento, me parece que te estoy mareando con mis preguntas. Pero es que es una forma muy interesante de ganarse la vida.
—Me alegro de que lo veas así. Tienes que contar con la habilidad de muchas personas y estar dotado para los detalles y la organización.
—Tienes que ser muy, muy duro —murmuré, añadiendo mis propias ideas.
Esbozó una lenta sonrisa.
—No es para tanto.
Sí. No parecía que la dureza fuese un problema para Quinn.
—Y se te tiene que dar igualmente bien juzgar el trabajo de otros, para poder dirigir a los clientes en la dirección adecuada y dejarlos contentos con el trabajo realizado —dijo.
—¿Me puedes contar alguna anécdota? ¿O quizá tienes alguna cláusula de confidencialidad con respecto a los clientes que te contratan?
—Los clientes firman un contrato, pero ninguno de ellos ha solicitado que incluyamos cláusulas de confidencialidad —dijo—. En Special Events no se habla mucho de lo que hacemos, obviamente, puesto que la mayoría de los clientes aún recorren los sótanos del mundo normal. De hecho, resulta un alivio poder hablar de ello. Habitualmente tengo que decir a las chicas que soy asesor, o alguna mentira en ese plan.
—También es un alivio para mí poder hablar sin la preocupación de estar revelando secretos.
—Entonces es toda una suerte que nos hayamos encontrado, ¿eh? —De nuevo su sonrisa—. Será mejor que te deje descansar, que acabas de salir del trabajo. —Quinn se levantó y se estiró todo lo alto que era. Era un gesto de lo más impresionante, viniendo de alguien tan musculoso como él. Era muy probable que Quinn supiera el magnífico aspecto que tenía cada vez que se estiraba. Bajé la cabeza para ocultar la sonrisa. No me importaba lo más mínimo que tratara de impresionarme. Me cogió de la mano e hizo que me incorporara con un solo y sencillo movimiento. Podía sentir que tenía todas sus atenciones puestas en mí. Su mano era cálida y dura. Con ella podría partirme los huesos con facilidad.
Una mujer normal no cavilaría sobre lo rápido que su novio podría matarla, pero es que yo nunca seré una mujer normal. Me di cuenta de eso en cuanto tuve edad suficiente para comprender que no todas las niñas podían entender lo que su familia pensaba de ellas. No todas las niñas sabían cuándo les gustaban a sus profesores, cuándo éstos sentían desprecio por ellas o cuándo las comparaban con su hermano (Jason era encantador incluso entonces). No todas las niñas tenían un tío divertido que trataba de quedarse a solas con ellas en las reuniones familiares.
Así que dejé que Quinn me sostuviera la mano, y alcé la mirada hacia sus ojos violeta y púrpura. Durante un minuto, me permití que su admiración me bañara como un torrente de aprobación.
Sí, sabía que era un tigre. Y no me refiero en la cama, aunque estaba deseosa de creer que allí también era feroz y poderoso.
Cuando me dio el beso de buenas noches, sus labios rozaron mi mejilla y yo sonreí.
Me gustan los hombres que saben cuándo acelerar las cosas… y cuándo no hacerlo.