Estaba entre los brazos de uno de los hombres más guapos que nunca he conocido, y él me miraba a los ojos.
—Piensa en… Brad Pitt —susurré mientras sus ojos marrón oscuro me seguían mirando con remoto interés.
Vale, iba mal encaminada.
Visualicé al último amante de Claude, un portero de un club de striptease.
—Piensa en Charles Bronson —sugerí—. O, eh, en Edward James Olmos.
Obtuve la recompensa de un cálido brillo en esos ojos de largas pestañas.
De primeras, cualquiera hubiera pensado que Claude me subiría mi larga y espumosa falda, me arrancaría el corpiño de corte bajo que me reafirmaba los pechos y me violaría hasta que le pidiera clemencia. Por desgracia para mí, y las demás mujeres de Luisiana, Claude era de los que transitaban por la acera de enfrente. Las rubias de pechos grandes no eran el ideal erótico de Claude. Los jovenzuelos duros y ásperos, quizá con una sombra de incipiente barba, eran los que encendían su fuego.
—María Estrella, vuelve a poner esa mata de pelo en su sitio —ordenó Alfred Cumberland desde detrás de la cámara. El fotógrafo era un hombre negro de gran envergadura, pelo canoso y barba. María Estrella Cooper penetró rauda en el plano de la cámara para arreglar una mecha rebelde de mi rubia cabellera. Estaba inclinada hacia atrás, sostenida por el brazo derecho de Claude, mientras que mi invisible mano izquierda (al menos para la cámara) se aferraba desesperadamente a la espalda de su largo abrigo negro, y mi brazo derecho se alzaba para permanecer suavemente posado sobre su hombro izquierdo. Su mano izquierda estaba sobre mi cintura. Supongo que la pose pretendía sugerir que me estaba echando al suelo para disponer de mí.
Claude vestía un abrigo negro largo, unos pantalones pirata, medias blancas y una espumosa camisa blanca. Yo llevaba un vestido azul largo con una ondulante falda y unas enaguas. Como he dicho, el vestido era generoso en el escote, y más aún con las diminutas mangas caídas sobre los hombros. Me alegraba de que la temperatura del estudio fuese moderadamente alta. El gran foco (que me apuntaba a los ojos como una parabólica) no daba tanto calor como me había esperado.
Al Cumberland empezó a hacer fotografías con su cámara mientras Claude se encendía sobre mí. Hice todo lo que pude para corresponder ese ardor. Mi vida personal había sido de lo más, digamos, árida durante las últimas semanas, así que tenía la mecha más que dispuesta. De hecho, estaba a punto de estallar en llamas.
María Estrella, una morena de piel dorada y unos preciosos rizos negros, estaba lista con su caja de maquillaje, peines y brochas para ejecutar los arreglos de última hora que fueran necesarios. Al llegar al estudio, me sorprendió conocer a la joven asistente del fotógrafo. No había visto a María Estrella desde que el líder de la manada de Shreveport fuera elegido unas semanas atrás. Entonces no tuve posibilidad de observarla, porque la competición por el puesto de líder de la manada había sido tan aterradora como sangrienta. Hoy había dispuesto del tiempo libre suficiente para comprobar que María Estrella se había recuperado por completo del accidente en el que un coche la había atropellado en el pasado mes de enero. Los licántropos se curan deprisa.
María Estrella también me reconoció, y sentí un gran alivio cuando me devolvió la sonrisa. Mi situación actual en la manada de Shreveport era, por así decirlo, incierta. Sin que mediara premeditación alguna, me había alineado involuntariamente con el bando perdedor de la disputa. El hijo del contendiente, Alcide Herveaux, a quien contaba como algo más que un amigo, sintió que lo había dejado tirado durante la disputa, y el nuevo líder de la manada, Patrick Fuman, sabía que me relacionaba con la familia Herveaux. Me sorprendió que María Estrella se pusiera a charlar conmigo como si tal cosa mientras me abrochaba el disfraz y me cepillaba el pelo. Me puso más maquillaje del que yo había usado en la vida, pero tuve que agradecérselo cuando me miré al espejo. Tenía un aspecto estupendo, aunque en nada me parecía a Sookie Stackhouse.
Si Claude no hubiese sido gay, puede que él también se hubiera quedado impresionado. Es el hermano de mi amiga Claudine, y se gana la vida desnudándose durante las noches exclusivas para mujeres en el club Hooligans, que ahora es de su propiedad. Claude es sencillamente despampanante; más de 1,80 de altura, pelo negro ondulado, enormes ojos marrones, nariz perfecta y labios ideales. Se deja el pelo largo para taparse las orejas: se las ha operado para redondearlas y que tengan aspecto humano, no puntiagudas como eran originalmente. Quien esté al tanto de la realidad sobrenatural, enseguida se percatará del porqué de esta cirugía y sabrá que Claude es un duende. No empleo el término con ninguna intención peyorativa. Hablo literalmente; Claude es un duende.
—Y ahora, el ventilador —ordenó Al a María Estrella, quien, tras un leve momento de reubicación, encendió el gran ventilador. Ahora parecía que nos encontrábamos en pleno vendaval. Mi pelo se onduló en una mata amarilla, mientras que el de Claude, aferrado en una coleta, permanecía inalterado. Tras unas cuantas tomas para captar el momento, María Estrella desató el pelo de Claude y se lo derramó sobre un hombro, para que se proyectara hacia delante formando un telón de fondo a su perfecto perfil.
—Maravilloso —dijo Al, y sacó unas cuantas fotos más. María Estrella movió el aparato un par de veces, haciendo que el vendaval nos atacara desde varias posiciones. Al final, Al me dijo que podía incorporarme. Y así lo hice, agradecida.
—Espero no haberte pesado demasiado —le dije a Claude, que volvía a parecer fresco y tranquilo.
—Qué va, tranquila. No tendrás un zumo de frutas, ¿verdad? —le preguntó a María Estrella. Claude no era precisamente un maestro del tacto social.
La bella licántropo señaló la pequeña nevera que había en un rincón del estudio.
—Los vasos están en la parte de arriba —dijo. Suspiró mientras lo seguía con la mirada. Las mujeres solían hacer eso después de hablar con Claude. El suspiro era una forma de decir: «Qué desperdicio».
Tras cerciorarse de que su jefe aún estaba enfrascado con sus cámaras, María Estrella me lanzó una amplia sonrisa. A pesar de tratarse de una licántropo, lo cual hacía que costara leer sus pensamientos, pude entrever que quería contarme algo… y no estaba segura de cómo me lo iba a tomar.
La telepatía no es algo divertido. La opinión que una tiene de sí misma se ve afectada por lo que piensan los demás. Y además hace que sea prácticamente imposible salir con chicos normales. Pensad en ello (y recordad que sabré si lo hacéis o no).
—Alcide lo ha pasado mal desde que derrotaron a su padre —dijo María Estrella, sin levantar demasiado la voz. Claude estaba ocupado estudiándose a sí mismo en un espejo mientras se bebía su zumo. Al Cumberland recibió una llamada al móvil y se encerró en su despacho para atenderla.
—No me cabe duda —dije. Desde que el contrincante de Jackson Herveaux lo matara, era de esperar que su hijo tuviera sus altibajos—. Envié mis condolencias a la ASPCA, y sé que se lo harán saber a Alcide y a Janice —dije. Janice era la hermana menor de Alcide, lo que la convertía en una no licántropo. Me preguntaba cómo le habría explicado Alcide a su hermana la muerte de su padre. A cambio, recibí una nota de agradecimiento, de esas que emite la funeraria sin una sola palabra personal.
—Bueno… —Parecía que le costaba soltarlo, fuese lo que fuese lo que le taponaba la garganta. Percibí un atisbo de su forma. El dolor me atravesó como un cuchillo, y lo bloqueé mientras me envolvía en mi orgullo. Aprendí a hacerlo en mi más tierna juventud.
Cogí un álbum de muestras del trabajo de Alfred y empecé a hojearlo, apenas prestando atención a las fotos de novios, bar mitzvahs, primeras comuniones y bodas de plata. Cerré el álbum y lo dejé donde estaba. Traté de aparentar normalidad, pero no creo que funcionara.
Con una amplia sonrisa que imitaba la expresión de la propia María Estrella, dije:
—Alcide y yo jamás fuimos pareja de verdad. —Puede que hubiera albergado anhelos y esperanzas, pero jamás tuvieron la oportunidad de madurar. El momento siempre era el equivocado.
Los ojos de María Estrella, de un marrón mucho más claro que los de Claude, se abrieron como platos. ¿Era asombro, o miedo?
—Sabía que podías hacer eso —dijo—, pero me sigue costando creerlo.
—Sí —añadí fatigadamente—. En fin, que me alegro de que Alcide y tú estéis saliendo; no tendría derecho a reprocharos nada, incluso aunque nosotros hubiéramos estado juntos. Que no es el caso. —La frase me salió un poco farfullada (y no era del todo verdad), pero creo que María Estrella captó mi intención: salvar la cara.
Cuando, durante las semanas siguientes a la muerte de su padre, no supe nada de Alcide, me convencí de que cualesquiera que hubieran sido sus sentimientos hacia mí, se habían apagado. Había sido todo un golpe, pero no fatal. Siendo realista, no había esperado nada más por parte de Alcide. Pero, caramba, era todo un fastidio. Me gustaba, y siempre escuece cuando descubres que te han sustituido con tan aparente facilidad. Después de todo, antes de la muerte de su padre, Alcide me sugirió que viviéramos juntos. Ahora se pasaba todo el tiempo con esa joven licántropo, quién sabe si planeando tener cachorros con ella.
Detuve en seco esa línea de pensamiento. ¡Debería avergonzarme! De nada servía comportarme como una zorra (cosa que, bien pensado, María Estrella sí que era, al menos tres noches al mes).
Debería avergonzarme por partida doble.
—Espero que seáis muy felices —le dije.
Me tendió otro álbum sin decir palabra. En la tapa ponía ALTO SECRETO. Cuando lo abrí, supe que el secreto era sobrenatural. Había fotos de ceremonias a las que los humanos nunca podían asistir… Una pareja de vampiros ataviada con trajes enrevesados posaba delante de un ankh gigante; un joven en plena transformación en oso, presumiblemente por primera vez; una instantánea de una manada de licántropos, todos ellos en forma de lobo. Al Cumberland, fotógrafo de lo extraño. No me sorprendía que hubiera sido la primera opción de Claude para sus fotos, quien había depositado en ellas todas sus esperanzas para lanzarse como modelo de portadas.
—Hay que seguir —dijo Al, saliendo a toda prisa de su despacho mientras apagaba el móvil con una mano—. Acaban de contratarnos para una boda doble en la zona del bosque donde vive la señorita Stackhouse.
Me pregunté si se trataría de un encargo sobrenatural o de un trabajo normal, pero consideré que habría sido un poco brusco hacerlo en voz alta.
Claude y yo recuperamos la postura íntima y personal. Siguiendo las instrucciones de Al, me subí la falda para mostrar mis piernas. En la época que daba a entender mi vestido, no creía que las mujeres tomaran mucho el sol o se depilaran las piernas, y yo estaba muy morena y suave como el culito de un bebé. Pero qué demonios. Probablemente los hombres tampoco se pasearan por ahí con la camisa desabrochada y el pecho al aire.
—Levanta la pierna como si lo fueses a rodear con ella —ordenó Alfred—. Bien, Claude, ésta es tu oportunidad para brillar. Hazme creer que te vas a quitar los pantalones de un momento a otro. ¡Queremos que las lectoras jadeen cuando te miren!
Claude usaría su book cuando se presentara al concurso de Míster Romántico, organizado todos los años por la revista Romantic Times Book Reviews.
Cuando compartió con Al sus ambiciones (di por sentado que se conocieron en una fiesta), éste recomendó al primero que se hiciera algunas fotos con el tipo de mujer que suele aparecer en la portada de las novelas románticas; le dijo que sus rasgos morenos se verían potenciados con una rubia de ojos azules. Resulté ser la única rubia bien dotada que conocía Claude dispuesta a ayudarle gratis. Por supuesto, Claude conocía a algunas strippers que lo hubieran hecho, pero a un precio. Con su tacto habitual, fue lo que Claude me dijo de camino al estudio. Se podría haber guardado esos detalles, lo cual me habría hecho sentirme bien por ayudar al hermano de mi amiga. Pero, a su peculiar manera, Claude no hizo sino compartirlos conmigo.
—Vale, Claude, ahora quítate la camisa —dijo Alfred.
Claude estaba acostumbrado a que le pidiesen que se quitara la ropa. Tenía un ancho pecho lampiño con una impresionante musculatura. Tenía un aspecto estupendo. No me sentí especialmente turbada. Puede que me estuviera volviendo inmune.
—Falda, pierna —me recordó Alfred, y me dije que era un trabajo. Al y María Estrella eran muy profesionales e impersonales, y no se podía ser más frío que Claude. Pero yo no estaba acostumbrada a subirme las faldas delante de la gente, y eso sí que se me hizo personal. A pesar de que mostraba la misma cantidad de piernas cuando me ponía shorts y no me sonrojaba lo más mínimo, de alguna manera el gesto de subirse la larga falda estaba más cargado de sexualidad. Apreté los dientes y me la fui subiendo, agarrándola a intervalos para mantenerla en posición.
—Señorita Stackhouse, tienes que dar la sensación de que estás disfrutando con esto —dijo Al. Me miró sacando el ojo del visor de su cámara, arrugando la frente en un gesto que definitivamente nada tenía que ver con la satisfacción.
Traté de no contrariarme. Le había dicho a Claude que le haría un favor, y los favores hay que cumplirlos de buen grado. Levanté la pierna para que mi muslo permaneciera paralelo al suelo, hacia donde apuntaba con mis dedos de los pies desnudos en lo que esperaba fuese una grácil postura. Posé ambas manos en los hombros desnudos de Claude y lo miré. Su piel era suave y cálida al tacto (no erótica o incitadora).
—Pareces aburrida, señorita Stackhouse —dijo Alfred—. Se supone que estás deseando saltarle encima. María Estrella, haz que parezca más…, más. —María Estrella vino hacia nosotros a la carrera para bajarme un poco más las vaporosas mangas. Puede que lo hiciera con demasiado entusiasmo. Menos mal que el corpiño estaba bien ajustado.
El caso es que Claude podía pasarse el día atractivo y desnudo, que yo no me sentiría atraída por él. Era gruñón y tenía malos modales. Aunque hubiese sido heterosexual, no habría sido mi tipo…, al menos después de diez minutos de conversación.
Como lo hiciera Claude antes, yo tendría que recurrir a la fantasía.
Pensé en el vampiro Bill, mi primer amor en todos los sentidos. Pero, en vez de lujuria, sentí ira. Bill llevaba varias semanas saliendo con otra.
Bueno, y ¿qué tal con Eric, el jefe de Bill y antiguo vikingo? El vampiro Eric compartió mi lecho y mi casa durante varios días de enero. No, ése es un camino peligroso. Eric conocía un secreto que quería mantener oculto durante el resto de mis días; aunque, dado que había sufrido amnesia durante su estancia en mi casa, no era consciente de que dicho secreto estaba en alguna parte de su mente.
Se me pasaron unas cuantas caras por la cabeza: mi jefe Sam Merlotte, propietario del Merlotte's. No, no sigas por ahí, pensar en tu jefe desnudo es malo. Vale, ¿y Alcide Herveaux? No, ése era un camino sin salida, sobre todo habida cuenta de que estaba en compañía de su actual novia… Vale, me había quedado sin material de fantasía, y tendría que volver a alguno de mis actores favoritos.
Pero las estrellas del cine se me antojaban poca cosa después del mundo sobrenatural que había tenido la ocasión de catar desde que Bill se dejó caer por el Merlotte's. La última experiencia remotamente erótica que había tenido, por raro que parezca, estaba relacionada con que alguien me lamiera mi pierna ensangrentada. Aquello fue… desconcertante. Pero incluso a pesar de las circunstancias, había conseguido que algo en lo más profundo de mí se estremeciera. Recuerdo cómo se movía la cabeza calva de Quinn mientras me limpiaba la herida de un modo muy personal y me sujetaba firmemente con sus grandes y cálidos dedos…
—Servirá —dijo Alfred, y empezó a disparar. Claude puso la mano sobre mi muslo desnudo cuando notó que mis músculos empezaban a temblar debido al esfuerzo de mantener la postura. Una vez más, un hombre me sujetaba de la pierna. Claude me la cogió de modo que pudiera apoyarme. Aquello me ayudó considerablemente, pero no tuvo nada de erótico.
—Ahora algunas en la cama —dijo Al, justo cuando decidí que ya no podía mantenerme.
—No —dijimos Claude y yo al unísono.
—Pero forma parte del paquete —insistió Al—. No hace falta que os desnudéis. No me va ese tipo de fotografía. Mi mujer me mataría. Tumbaos en la cama tal como estáis. Claude se apoya sobre el codo y te mira hacia abajo, señorita Stackhouse.
—No —dije con firmeza—. Hazle algunas fotos a solas en el agua. Eso será mejor. —Había un estanque falso en un rincón, y unas cuantas fotos de Claude, presuntamente desnudo y con el pecho mojado, resultarían de lo más atractivo (para cualquier mujer que aún no lo hubiera conocido).
—¿Qué opinas de eso, Claude? —preguntó Al.
Y el narcisismo de Claude irrumpió en escena.
—Creo que sería genial, Al —dijo, tratando de no sonar demasiado emocionado.
Me dispuse a enfilar el camino hacia el vestuario, ansiosa por deshacerme del disfraz y volver a ponerme mis vaqueros. Miré en derredor en busca de un reloj. Tenía que estar en el trabajo a las cinco y media, y antes tenía que volver a Bon Temps y recoger mi uniforme del Merlotte's.
—Gracias, Sookie. —Oí que decía Claude.
—De nada, Claude. Buena suerte con los contratos. —Pero ya había vuelto su atención al espejo frente al cual se estaba admirando.
María Estrella vio que me marchaba.
—Hasta pronto, Sookie. Me alegra haberte vuelto a ver.
—Lo mismo digo —mentí. Incluso a través de los retorcidos pasadizos rojizos de la mente de un licántropo, pude ver que María Estrella no podía comprender cómo pude dejar pasar a Alcide. A fin de cuentas, los licántropos eran atractivos, si bien desde un punto de vista algo tosco, eran compañeros divertidos y machos de sangre caliente para la persuasión heterosexual. Además, ahora era propietario de su propia empresa de peritajes y era un hombre adinerado por derecho propio.
La respuesta afloró en mi mente y hablé antes de pensármelo.
—¿Sigue alguien buscando a Debbie Pelt? —pregunté, más o menos como quien hinca un diente dolorido. Debbie había sido la eterna novia intermitente de Alcide. Era toda una pieza.
—No la misma gente —dijo María Estrella. Su expresión se ensombreció. A María Estrella no le gustaba pensar en Debbie más de lo que me gustaba a mí, aunque, sin duda, por razones diferentes—. Los detectives que contrató la familia Pelt tiraron la toalla, aduciendo que sangrarían a la familia si seguían adelante. Eso es lo que he oído. La policía no lo ha admitido, pero también ha dado con un callejón sin salida. Sólo he visto a los Pelt una vez, cuando se pasaron por Shreveport al desaparecer Debbie. Una pareja de lo más salvaje —parpadeé. Era toda una afirmación, viniendo de una licántropo—. Sandra, su hija, es la peor. Adoraba con locura a Debbie, y por ella siguen visitando a cierta gente, gente muy curiosa. Yo, personalmente, creo que la han secuestrado. O quizá se haya suicidado. Puede que perdiera los papeles cuando Alcide la rechazó.
—Puede —murmuré, aunque poco convencida.
—Es mejor así. Espero que siga desaparecida —afirmó María Estrella.
Mi opinión era la misma, pero, a diferencia de María Estrella, yo sabía perfectamente qué había sido de Debbie. Fue precisamente eso lo que ejerció de palanca para separarnos a Alcide y a mí.
—Espero que no vuelva a verla nunca —insistió María Estrella, con su bello rostro ensombrecido y mostrando una faceta de su lado más salvaje.
Puede que Alcide estuviera saliendo con María Estrella, pero no había confiado en ella plenamente. Alcide sabía que nunca volvería a ver a Debbie. Y que era culpa mía, ¿vale?
Le pegué un tiro.
Yo había hecho las paces conmigo misma, pero, de alguna forma, aquel hecho seguía volviéndome a la memoria. No hay modo de matar a alguien y salir de la experiencia inalterada. Las consecuencias siempre te cambian la vida.
Dos curas entraron en el bar.
Esto parece el comienzo de innumerables chistes. Pero esos curas no iban acompañados de un canguro, y no había en el bar un rabino, o una rubia. Personalmente, había visto muchas rubias, incluso un canguro en el zoo, pero nunca a un rabino. Con aquellos curas, sin embargo, había coincidido innumerables veces. Solían quedar para cenar cada dos semanas.
El padre Dan Riordan, pulcramente afeitado y rubicundo, era el sacerdote católico que acudía a la pequeña iglesia de Bon Temps todos los sábados para celebrar la misa, y el padre Kempton Littrell, pálido y barbudo, era el sacerdote episcopal que celebraba la sagrada eucaristía en la diminuta iglesia episcopal de Clarice cada dos semanas.
—Hola, Sookie —dijo el padre Riordan. Era irlandés, irlandés de verdad, no sólo de ascendencia. Me encantaba escucharle hablar. Llevaba unas densas gafas de montura negra y tenía unos cuarenta y pico.
—Buenas noches, padre. Hola, padre Littrell. ¿Qué les pongo?
—Yo quisiera un whisky escocés con hielo, señorita Sookie. ¿Y tú, Kempton?
—Oh, yo sólo una cerveza. Y una cesta de tiras de pollo, por favor. —El sacerdote episcopal lucía gafas de montura dorada y era más joven que el padre Riordan. Tenía buen corazón.
—Claro. —Les sonreí a los dos. Como podía leer sus pensamientos, sabía que ambos eran hombres genuinamente buenos, y aquello me puso contenta. Siempre es desconcertante escuchar el contenido de la mente de un sacerdote y no sólo descubrir que no es mejor que tú, sino que tampoco lo intenta.
Dada la absoluta oscuridad que reinaba fuera, no me sorprendió ver entrar a Bill Compton. Pero a los sacerdotes sí pareció hacerlo. Las iglesias de Estados Unidos aún no se habían hecho a la realidad de los vampiros. Decir que sus políticas eran confusas sería quedarse corta. La Iglesia católica se encontraba en pleno debate, intentando decidir si había que considerar a todos los vampiros como seres malditos y anticatólicos, o aceptarlos como potenciales conversos. La Iglesia episcopal había votado en contra de aceptar vampiros como sacerdotes, aunque sí se les permitía hacer la comunión, si bien buena parte de sus seglares decían que eso ocurriría por encima de sus cadáveres. Por desgracia, la mayoría de ellos no comprendía las posibilidades literales que encerraba esa idea.
Ambos sacerdotes miraron con cara de pocos amigos mientras Bill me daba un rápido beso en la mejilla y se sentaba en su mesa favorita. Bill apenas les prestó atención. Abrió su periódico y se puso a leer. Siempre parecía serio, como si estuviese repasando la sección de economía o las noticias de Irak, pero yo sabía que siempre leía las columnas de opinión, y a continuación las viñetas humorísticas, a pesar de que casi nunca cogía los chistes.
Bill había venido solo, lo cual suponía un cambio agradable. Normalmente se traía a la adorable Selah Pumphrey. Yo la odiaba. Como Bill había sido mi primer amor y mi primer amante, cabía la posibilidad de que nunca llegara a superarlo. Quizá él tampoco quisiera que yo lo lograra. Parecía muy interesado en arrastrar a Selah al Merlotte's siempre que salían. Supuse que me la estaba restregando por la cara. Y no es exactamente lo que uno haría si alguien ya no te importa, ¿no?
Sin que necesitara pedirlo, le llevé su bebida favorita, una TrueBlood tipo 0. La puse limpiamente frente a él sobre una servilleta, y me volví para marcharme cuando una mano fría me tocó el brazo. Su tacto me estremecía, y puede que fuese a hacerlo siempre. Bill siempre había dejado claro que yo lo excitaba, y tras una vida entera sin relaciones o sexo, se me subió a la cabeza cuando él me dejó claro que me encontraba atractiva. Otros hombres también habían empezado a mirarme como si hubiese ganado en interés. Ahora comprendía por qué la gente pensaba tanto en el sexo; Bill me había proporcionado una exhaustiva educación al respecto.
—Sookie, quédate un momento. —Bajé la mirada hasta encontrarme con sus ojos marrones, que se antojaban aún más oscuros en contraste con la palidez de su cara. Era delgado y de hombros anchos, brazos musculosos, como los del granjero que una vez fue—. ¿Cómo te va?
—Estoy bien —dije, tratando de no sonar sorprendida. No era muy normal que Bill se pusiera a hablar del tiempo; la charla vacía no era su punto fuerte. Incluso cuando estuvimos juntos no era lo que suele decirse parlanchín. Y, del mismo modo que un vampiro puede volverse adicto al trabajo, Bill se había vuelto un obseso de los ordenadores—. ¿Y a ti te van bien las cosas?
—Sí. ¿Cuándo irás a Nueva Orleans a reclamar tu herencia?
Ahora sí que estaba anonadada (y eso me pasa porque no puedo leer la mente de los vampiros. Por eso me gustan tanto; es maravilloso estar con alguien que es todo un misterio para mí). Habían asesinado a mi prima hacía menos de seis semanas en Nueva Orleans, y Bill estaba conmigo cuando el emisario de la reina de Luisiana acudió a decírmelo… y a traer al asesino ante mí para que yo lo juzgara.
—Supongo que me pasaré por el apartamento de Hadley algún día del mes que viene. No he hablado con Sam sobre cogerme unos días libres.
—Lamento que hayas perdido a tu prima. ¿Has estado muy triste?
Hacía años que no veía a Hadley, y hubiera sido más extraño verla después de haberse convertido en vampira. Pero, como persona con muy pocas relaciones vivas, odiaba perder a cualquiera de los que tenía.
—Un poco —dije.
—¿No sabes cuándo irás?
—No lo he decidido. ¿Recuerdas a su abogado, el señor Cataliades? Dijo que me avisaría cuando acabara con los papeleos. Me prometió dejar el lugar intacto para mí, y cuando el consejero de la reina te dice que el lugar seguirá intacto, hay que creérselo. Para ser sincera, tampoco he hecho yo nada por localizarle.
—Podría ir contigo a Nueva Orleans, si no te importa llevar a un acompañante.
—Vaya —dije con un arranque de sarcasmo—. ¿No le molestará a Selah? ¿O es que también la pensabas traer? Eso sí que sería un viaje alegre.
—No. —Y lo zanjó ahí. Era imposible sacarle nada a Bill cuando cerraba la boca así, lo sabía por experiencia. Vale, estaba confusa.
—Ya te diré —dije, tratando de discernir lo que pensaba. Si bien resultaba doloroso estar en compañía de Bill, confiaba en él. Bill jamás me haría daño. Tampoco dejaría que me lo hicieran otros. Pero existen muchos tipos de dolor.
—Sookie —llamó el padre Littrell. Fui a atenderlo inmediatamente.
Miré hacia atrás para ver la sonrisa de Bill. Era pequeña, y estaba repleta de satisfacción. No estaba segura de su significado, pero me alegraba verlo sonreír. ¿Acaso esperaba retomar nuestra relación?
—No estábamos seguros de si querías que te interrumpiésemos o no —dijo el padre Littrell. Lo miré, confundida.
—Nos preocupaba verte conversar tanto tiempo, y con tanta intención, con el vampiro —dijo el padre Riordan—. ¿Trataba ese impenitente del infierno de dominarte con su hechizo?
De repente, su acento irlandés dejó de ser del todo encantador. Contemplé al padre Riordan con perplejidad.
—Están bromeando, ¿verdad? Ya saben que Bill y yo salimos durante mucho tiempo. Está claro que no conocen mucho a los impenitentes del infierno si piensan que Bill es algo parecido. —Yo ya había visto cosas mucho más tenebrosas que Bill en nuestra simpática localidad de Bon Temps y sus alrededores. Algunas de ellas eran humanas—. Padre Riordan, soy capaz de arreglármelas sola. Y conozco la naturaleza de los vampiros mejor de lo que jamás podrán ustedes. Padre Littrell —dije—, ¿quiere mostaza a la miel o kétchup con sus tiras de pollo?
El padre Littrell se decantó por la mostaza a la miel de forma algo aturdida. Me marché, tratando de difuminar el pequeño incidente y preguntándome qué habrían hecho los dos sacerdotes de saber lo que ocurrió en ese mismo bar dos meses atrás, cuando la clientela del local aunó sus fuerzas para quitarme de encima a alguien que trataba de matarme.
Dado que esa persona era un vampiro, probablemente lo habrían aprobado.
Antes de marcharse, el padre Riordan se acercó para «tener unas palabras» conmigo.
—Sookie, sé que no estás precisamente contenta conmigo en este momento, pero tengo que preguntarte algo en nombre de otras personas. Si estás menos dispuesta a escucharme debido a mi comportamiento, por favor no lo tengas en cuenta y dales una oportunidad.
Suspiré. Al menos el padre Riordan trataba de ser un buen hombre. Asentí, reacia.
—Buena chica. Una familia de Jackson se ha puesto en contacto conmigo…
Todas mis alarmas saltaron. Debbie Pelt era de Jackson.
—Es la familia Pelt, me consta que la conoces. Siguen buscando a su hija, que desapareció en enero. Se llamaba Debbie. Me han llamado porque su sacerdote me conoce, sabe que sirvo en la congregación de Bon Temps. A los Pelt les gustaría venir a verte, Sookie. Quieren hablar con todos los que vieron a su hija la noche que desapareció, y temen que si se presentan en tu puerta sin más no quieras recibirlos. Temen que estés enfadada porque sus detectives privados se entrevistaron contigo, como la policía, y que puedas sentirte indignada por ello.
—No quiero verlos —dije—. Padre Riordan, ya he dicho todo lo que sé. —Y era verdad, salvo que no se lo había dicho a la policía o a los Pelt—. No quiero hablar más de Debbie. —Eso también era verdad, y mucho—. Dígales, con todo el respeto, que no hay nada más de qué hablar.
—Se lo diré —dijo—. Pero tengo que decirte, Sookie, que me siento decepcionado.
—Bueno, está claro que ha sido una mala noche para mí en todos los sentidos —dije—, sobre todo en el de perder su buena consideración.
Se marchó sin decir más, que era exactamente lo que yo deseaba.