DULCE PATRIA. Yo viajo con nuestro territorio y siguen viviendo conmigo, allá lejos, las esencias longitudinales de mi patria.
PABLO NERUDA
Tiempo después Irene y Francisco se preguntarían en qué exacto momento se torció el rumbo de sus vidas y señalarían ese lunes funesto cuando entraron a la mina abandonada de Los Riscos. Pero tal vez fuera antes, ese domingo en que conocieron a Evangelina Ranquileo, o la tarde aquella cuando prometieron a Digna ayudarla en la búsqueda de la muchacha perdida, o bien sus caminos estaban trazados desde el principio y no pudieron sino recorrerlos.
Partieron a la mina en la motocicleta —más práctica en terrenos escarpados que el automóvil— llevando algunas herramientas, un termo con café caliente y el equipo fotográfico, sin mencionar a nadie el propósito del viaje, dominados ambos por la sensación de estar cometiendo una insensatez. Desde que tomaron la decisión de introducirse durante la noche en un campo desconocido para abrir la mina, los dos sabían que la temeridad podía costarles la vida.
Estudiaron el plano hasta conocerlo de memoria y tener la certeza de que podían llegar a destino sin hacer preguntas que levantaran sospechas. Nada había de peligroso en esa campiña de suaves colinas, pero al internarse en los escarpados senderos de los cerros, donde caían a pique las sombras mucho antes de la puesta del sol, el paisaje se tornó agreste y solitario y el eco devolvió sus pensamientos agrandados por el grito lejano del águila. Inquieto, Francisco midió la imprudencia de arrastrar a su amiga en una aventura cuyo puerto ignoraba.
—No me llevas a ninguna parte. Soy yo quien te lleva a ti —se burló ella y tal vez tenía razón.
Un letrero roído por el óxido, pero aún legible, anunciaba que la zona era recinto custodiado y el paso estaba prohibido.
Unas líneas de alambre de púas cercaba el acceso con aire amenazante y por un momento los jóvenes tuvieron la tentación de aferrarse a ese pretexto para retroceder, pero en seguida depusieron los subterfugios y buscaron una rotura en la telaraña de alambres para pasar con la moto. El aviso y el cerco contribuyeron a confirmarles la corazonada de que allí algo había por descubrir. Tal como planearon, la noche se les echó encima justo cuando llegaron a su destino, facilitando el secreto de sus idas y venidas. La entrada de la mina era un hoyo asomado en el cerro como una boca muda gritando sin voz. Estaba tapado con piedras, tierra apisonada y una mezcla de albañilería. Tuvieron la impresión de que nadie circulaba por esos parajes desde hacía años. La soledad se había instalado para quedarse, borrando las huellas del sendero y el recuerdo de la vida. Escondieron la motocicleta bajo unos matorrales y en seguida recorrieron el lugar en todas direcciones para cerciorarse de que no había vigilancia. La inspección los tranquilizó, porque no vieron rastros humanos en los alrededores, sólo una choza de lástima abandonada al viento y a la maleza, a unos cien metros de la mina. Media techumbre se la había llevado el viento, una pared yacía en el suelo y la vegetación invadía el interior, cubriendo todo con una alfombra de pasto silvestre. Tanto desierto y olvido en un sitio cercano a Los Riscos y a la carretera, les pareció bastante extraño.
—Tengo miedo —susurró Irene.
—Yo también.
Abrieron el termo y bebieron un largo trago de café, que les reconfortó el cuerpo y el alma. Bromearon con la idea de que todo eso era un juego y trataron de contagiarse uno a otro con la creencia de que nada malo podía ocurrirles, protegidos como estaban por algún espíritu benefactor. Era una clara noche de luna y pronto se acostumbraron a la penumbra.
Tomaron el pico y la linterna y se dirigieron al socavón. No habían visto jamás una mina por dentro y la imaginaban como una caverna hundida en la tierra a tremenda profundidad. Francisco recordó que la tradición prohibía la presencia de mujeres en las minas, porque acarrean desastres subterráneos, pero Irene se burló de esa superstición, decidida a seguir adelante de todos modos.
Francisco atacó la entrada con su herramienta. Tenía escasa habilidad para los trabajos rudos, apenas sabía usar el pico y comprendió que la labor sería más larga de lo previsto. Su amiga no intentó ayudarlo, sino que se sentó en una roca, arropada en su chaleco, defendiéndose de la brisa que corría entre los cerros encajonados. Cualquier sonido extraño la sobresaltaba. Temía la presencia de alimañas o, peor aún de soldados acechando en las cercanías. Al principio procuraron no hacer ni el menor ruido, pero pronto se resignaron a lo inevitable, porque el golpe del hierro contra las piedras se difundía por los montes cercanos, lo atrapaba el eco y lo repetía mil veces. Si hubiera patrullaje en la zona, como indicaba el aviso, no tendrían escapatoria. Antes de media hora, Francisco tenía los dedos agarrotados y las palmas llenas de ampollas, pero su esfuerzo dio como resultado una abertura a partir de la cual pudieron remover a mano el material suelto. Irene lo ayudó y pronto lograron abrir un boquete amplio para deslizarse al interior.
—Las damas primero —bromeó Francisco señalando el hueco.
Por toda respuesta ella le entregó la linterna y retrocedió un par de pasos. El joven introdujo la cabeza y los brazos en el agujero iluminando la cavidad. Una ráfaga de aire fétido golpeó sus narices. Estuvo a punto de desistir, pero pensó que no había llegado hasta allí para abandonar la empresa antes de empezarla. El haz de luz recortó un círculo en las tinieblas y apareció una bóveda estrecha. No se parecía en nada a lo imaginado: era una cámara cavada en las duras entraña del monte, de la cual partían dos túneles angostos, bloqueado con escombros. Aún existían los andamiajes de madera para evitar los derrumbes en la época de explotación del mineral pero el tiempo los había carcomido y estaban tan podrida que algunos se sostenían en su sitio por milagro y bastaría un soplo para romper su delicado equilibro. Iluminó el interior para reconocer el terreno antes de introducir el resto del cuerpo. De pronto un bulto fugaz rozó sus brazos a pocos centímetros de su cara. Dio un grito, más sorprendido que asustado y la linterna rodó de sus manos. Desde afuera Irene lo escuchó y temiendo algo atroz, lo tomó de las piernas y comenzó a tirar de él.
—¿Qué pasó? —exclamó con el alma en la boca.
—Nada, sólo una rata.
—¡Vámonos de aquí! Esto no me gusta nada…
—Espera, daré un vistazo adentro.
Francisco pasó a través del agujero deslizando el cuerpo con precaución para evitar las piedras filudas y desapareció tragado por la boca del cerro. Irene vio al negro socavón envolver a su amigo y tuvo un sobresalto de angustia, a pesar de que la razón le advertía que los peligros no estaban dentro de la mina, sino afuera. Si eran sorprendidos podían esperar una bala en la nuca y una discreta sepultura allí mismo. Por motivos menores moría la gente. Recordó los cuentos de aparecidos relatados por Rosa en su infancia: el diablo instalado en los espejos para asustar a las vanidosas; el Coco cargando un saco repleto de criaturas secuestradas; los perros con escamas de cocodrilo en el lomo y pezuñas de macho cabrío; hombres de dos cabezas acechando en los rincones para atrapar a las muchachas que duermen con las manos debajo de las sábanas. Historias truculentas para provocar sus pesadillas, pero cuya fascinación era tal, que no podía dejar de escucharlas y se las pedía a Rosa, temblando de miedo, deseosa de taparse los oídos y cerrar los ojos para no saber y al mismo tiempo urgida de averiguar los menores detalles: si el demonio va desnudo, si el Coco huele mal, si los perritos falderos también se convierten en bestias pavorosas, si los bicéfalos entran en los cuartos protegidos por la imagen de la Virgen. Esa noche ante el boquete de la mina, Irene volvió a sufrir esa mezcla de espanto y atracción de la época remota cuando la nana la aterrorizaba con sus fábulas. Por fin decidió seguir a Francisco y se metió a través del hueco con facilidad, porque era pequeña y ágil. Necesitó apenas unos segundos para habituarse a la penumbra. El olor le pareció insoportable, como si aspirara un veneno mortal. Se quitó el pañuelo de gitana que llevaba atado a la cintura y se cubrió media cara.
Los amigos recorrieron la caverna descubriendo dos pasajes. El de la derecha parecía sellado sólo con escombros y tierra suelta, en cambio el otro estaba tapiado con un trabajo de albañilería. Optaron por lo más simple y comenzaron a mover los peñascos y apartar la tierra del primero. Mientras sacaban material, la pestilencia iba en aumento y a menudo debían asomar la cabeza al exterior por el orificio de la entrada para respirar una bocanada de aire puro, que les llegaba limpio y sano como un chorro de agua fresca.
—¿Qué buscamos exactamente? —preguntó Irene cuando sintió arder las manos desolladas.
—No lo sé —replicó Francisco y siguieron trabajando en silencio, porque la vibración de sus voces movía los andamiajes podridos.
La aprensión se apoderó de ambos. Miraban por encima del hombro el espacio negro a sus espaldas, imaginaban ojos observándolos, sombras movedizas, susurros provenientes de las profundidades.
Oían crujir las viejas maderas y sentían entre sus pies las carreras furtivas de los roedores. El aire era denso y pesado.
Irene tomó una roca y la movió con todas sus fuerzas para desprenderla. Forcejeó un poco, consiguió quitarla y rodó a sus pies, apareciendo una brecha oscura junto a la luz de la linterna. Sin pensarlo metió la mano para tantear el interior y en ese instante un grito terrible brotó de sus entrañas y sacudió la bóveda, rebotando contra las paredes en un eco sordo y extraño que no reconoció como su propia voz. Se estrechó contra Francisco, quien la protegió arrinconándola contra el muro en el momento en que una viga se desprendía del techo cayendo con estrépito. Permanecieron abrazados, con los ojos cerrados, casi sin respirar por un tiempo eterno, y cuando por fin retornó el silencio y se aplacó el polvo levantado por el derrumbe, pudieron recuperar la linterna y comprobar que la salida estaba libre. Sin soltar a Irene, Francisco dirigió la luz hacia el lugar donde había removido la roca y surgió el primer hallazgo de esa cueva llena de espantos. Era una mano humana, o más bien lo que quedaba de ella.
Arrastró a la muchacha fuera de la mina y la apretó contra su pecho, obligándola a respirar a bocanadas el aire puro de la noche. Cuando la sintió algo más tranquila trajo el termo y le sirvió café. Estaba descompuesta, muda, temblando, incapaz de sostener la taza en sus dedos. El le dio de beber como a un enfermo, le acarició el cabello, trató de calmarla explicándole que habían encontrado lo que buscaban, seguramente se trataba de Evangelina Ranquileo y si bien era macabro, no encerraba amenaza alguna, se trataba sólo de un cadáver. Aunque las palabras carecían de significado para ella, demasiado impresionada para reconocerlas como su propio idioma, la cadencia de la voz la arrulló consolándola un poco. Mucho después, cuando estuvo más serena, Francisco decidió terminar su trabajo.
—Espérame aquí. Vuelvo a la mina por unos minutos, ¿puedes quedarte sola?
La joven asintió en silencio y recogiendo las piernas como un niño hundió la cara entre las rodillas, procurando no pensar, no oír, no ver, ni siquiera respirar, suspendida en la mayor angustia, mientras él regresaba a la sepultura llevando la cámara fotográfica y el pañuelo atado en la cara.
Francisco acabó de quitar piedras y remover la tierra, hasta descubrir el cuerpo completo de Evangelina Ranquileo Sánchez. La reconoció por el claro tono de su pelo. Un poncho la envolvía a medias, iba descalza y vestía algo similar a una enagua o una camisa de dormir. Se encontraba en tal estado de deterioro, pudriéndose en caldos donde los gusanos se nutrían, fermentando en su propia desolación, que él debió recurrir a un portentoso esfuerzo para controlar las náuseas y seguir adelante. No era hombre de perder el control con facilidad, había hecho prácticas profesionales con cadáveres y podía dominar su estómago, pero hasta entonces nunca estuvo frente a un espectáculo semejante. La sordidez del entorno, la penetrante fetidez y el temor acumulado contribuían a descomponerlo. No podía respirar. A toda prisa tomó varias fotografías sin ocuparse del encuadre ni medir la distancia, apurado porque en cada chispazo de luz blanca iluminando la escena, una arcada se atravesaba en su garganta. Se apresuró en terminar lo antes posible y escapó de ese sepulcro.
Al aire libre soltó la máquina y la linterna y se dejó caer por tierra de rodillas, con la cabeza gacha, procurando relajarse y controlar las sacudidas de su estómago. Tenía el olor adherido a su piel como una peste y trabada en su retina la imagen de Evangelina cocinándose en su última consternación.
Irene tuvo que ayudarlo a ponerse de pie.
—¿Qué haremos ahora?
—Cerrar la mina, después veremos —decidió él apenas consiguió librar la voz de la garra ardiente que le oprimía el pecho.
Acumularon las mismas piedras en el boquete, trabajando de prisa, atolondrados y nerviosos, como si al clausurarlo pudieran borrar su contenido y retroceder en el tiempo hasta el momento en que aún ignoraban la verdad y podían permanecer inocentes en el lado luminoso de la realidad, lejos de aquel descubrimiento. Francisco tomó a su amiga de la mano y la condujo hacia la choza en ruinas, único refugio visible en la colina.
La noche era apacible. En la luz virginal se esfumaba el paisaje, se perdían los perfiles de los cerros y de los grandes eucaliptos envueltos en sombra. La choza se levantaba sobre la colina apenas visible en la suave penumbra, brotada del suelo como un fruto natural. En comparación con la mina, su interior pareció a los jóvenes tan acogedor como un nido. Se acomodaron en un rincón sobre la hierba salvaje mirando el cielo estrellado en cuya bóveda infinita brillaba una luna de leche. Irene colocó la cabeza sobre el hombro de Francisco y lloró toda su congoja. El la rodeó con un brazo y así estuvieron mucho tiempo, horas quizás, buscando en la quietud y el silencio, alivio para lo que habían descubierto, fuerzas para lo que deberían soportar. Descansaron juntos escuchando el leve rumor de las hojas de los arbustos movidas por la brisa, el grito cercano de las aves nocturnas y el sigiloso tráfico de las liebres en los pastizales.
Poco a poco se aflojó el nudo que oprimía el espíritu de Francisco. Percibió la belleza del cielo, la suavidad de la tierra, el olor intenso del campo, el roce de Irene contra su cuerpo.
Adivinó sus contornos y tomó conciencia del peso de su cabeza en su brazo, la curva de su cadera contra la suya, los rizos acariciándole el cuello, la impalpable delicadeza de su blusa de seda casi tan fina como la textura de su piel. Recordó el día en que la conoció, cuando su sonrisa lo deslumbró. Desde entonces la amaba y todas las locuras que lo condujeron a esa caverna eran sólo pretextos para llegar finalmente a ese instante precioso en que la tenía para él, próxima, abandonada, vulnerable. Sintió el deseo como una oleada apremiante y poderosa. El aire se atascó en su pecho y su corazón se disparó en frenético galope. Olvidó al novio tenaz, a Beatriz Alcántara, su incierto destino y todos los obstáculos entre los dos. Irene sería suya porque así estaba escrito desde el comienzo del mundo.
Ella notó el cambio en su respiración, levantó la cara y lo miró. En la tenue claridad de la luna cada uno adivinó el amor en los ojos del otro. La tibia proximidad de Irene envolvió a Francisco como un manto misericordioso. Cerró los párpados y la atrajo buscando sus labios, abriéndolos en un beso absoluto cargado de promesas, síntesis de todas las esperanzas, largo, húmedo, cálido beso, desafío a la muerte, caricia, fuego, suspiro, lamento, sollozo de amor. Recorrió su boca, bebió su saliva, aspiró su aliento, dispuesto a prolongar aquel momento hasta el fin de sus días, sacudido por el huracán de sus sentidos, seguro de haber vivido hasta entonces nada más que para esa noche prodigiosa en la cual se hundiría para siempre en la más profunda intimidad de esa mujer. Irene miel y sombra, Irene papel de arroz, durazno, espuma, ay Irene la espiral de tus orejas, el olor de tu cuello, las palomas de tus manos, Irene, sentir este amor, esta pasión que nos quema en la misma hoguera, soñándote despierto, deseándote dormido, vida mía, mujer mía, Irene mía. No supo cuánto más le dijo ni qué susurró ella en ese murmullo sin pausa, ese manantial de palabras al oído, ese río de gemidos y sofocos de quienes hacen el amor amando.
En un destello de cordura él comprendió que no debía ceder al impulso de rodar con ella sobre la tierra quitándole la ropa con violencia y reventando sus costuras en la urgencia de su delirio. Temía que la noche fuera muy corta y la vida también para agotar ese vendaval. Con lentitud y cierta torpeza, porque le temblaban las manos, abrió uno por uno los botones de su blusa y descubrió el hueco tibio de sus axilas, la curva de sus hombros, los senos pequeños y la nuez de sus pezones, tal como los había intuido al sentir su roce en la espalda cuando viajaban en la moto, al verla inclinada sobre la mesa de diagramación, al estrecharla en el abrazo de un beso inolvidable. En la concavidad de sus palmas anidaron dos golondrinas tibias y secretas nacidas a la medida de sus manos y la piel de la joven, azul de luna, se estremeció al contacto. La levantó por la cintura, ella de pie y él arrodillado, buscó el calor oculto entre sus pechos, fragancia de madera, almendra y canela; desató las cintas de sus sandalias y aparecieron sus pies de niña, que acarició reconociéndolos, porque los había soñado inocentes y leves. Le abrió el cierre del pantalón y lo bajó revelando el terso camino de su vientre, la sombra de su ombligo, la larga línea de la espalda que recorrió con dedos fervorosos, sus muslos firmes cubiertos de una impalpable pelusa dorada. La vio desnuda contra el infinito y con los labios trazó sus caminos, cavó sus túneles, subió sus colinas, anduvo sus valles y así dibujó los mapas necesarios de su geografía. Ella se arrodilló también y al mover la cabeza bailaron los oscuros mechones sobre sus hombros, perdidos en el color de la noche. Cuando Francisco se quitó la ropa fueron como el primer hombre y la primera mujer antes del secreto original. No había espacio para otros, lejos se encontraba la fealdad del mundo o la inminencia del fin, sólo existía la luz de ese encuentro.
Irene no había amado así, ignoraba aquella entrega sin barreras, temores ni reservas, no recordaba haber sentido tanto gozo, comunicación profunda, reciprocidad. Maravillada, descubría la forma nueva y sorprendente del cuerpo de su amigo, su calor, su sabor, su aroma, lo exploraba conquistándolo palmo a palmo, sembrándolo de caricias recién inventadas. Nunca había disfrutado con tanta alegría la fiesta de los sentidos, tómame, poséeme, recíbeme, porque así, del mismo modo, te tomo, te poseo, te recibo yo. Ocultó el rostro en su pecho aspirando la tibieza de su piel, pero él la apartó levemente para mirarla. El espejo negro y brillante de sus ojos devolvió su propia imagen embellecida por el amor compartido. Paso a paso iniciaron las etapas de un rito imperecedero. Ella lo acogió y él se abandonó, sumergiéndose en sus más privados jardines, anticipándose cada uno al ritmo del otro, avanzando hacia el mismo fin. Francisco sonrió en completa dicha, porque había encontrado a la mujer perseguida en sus fantasías desde la adolescencia y buscada en cada cuerpo a lo largo de muchos años: la amiga, la hermana, la amante, la compañera.
Largamente, sin apuro, en la paz de la noche habitó en ella deteniéndose en el umbral de cada sensación, saludando al placer, tomando posesión al tiempo que se entregaba. Mucho después, cuando sintió vibrar el cuerpo de ella como un delicado instrumento y un hondo suspiro salió de su boca para alimentar la suya, una formidable represa estalló en su vientre y la fuerza de ese torrente lo sacudió, inundando a Irene de aguas felices.
Permanecieron estrechamente unidos en tranquilo reposo, descubriendo el amor en plenitud, respirando y palpitando al unísono hasta que la intimidad renovó su deseo. Ella lo sintió crecer de nuevo en su interior y buscó sus labios en interminable beso. Con el cielo por testigo, arañados por los guijarros, cubiertos de polvo y hojas secas aplastadas en el desorden del amor, premiados por un inagotable ardor, una desaforada pasión, retozaron bajo la luna hasta que el alma se les fue en suspiros y sudores y murieron, por último, abrazados, con los labios juntos, soñando el mismo sueño. Habían iniciado una inexorable travesía.
Despertaron con las primeras luces de la mañana y el alboroto de los gorriones, deslumbrados por el encuentro de los cuerpos y la complicidad del espíritu. Entonces recordaron el cadáver de la mina y recuperaron el sentido de la realidad.
Con la arrogancia del amor compartido, pero aún temblorosos y asombrados, se vistieron, subieron a la motocicleta y recorrieron el camino a casa de los Ranquileo. Inclinada sobre la artesa de madera, la mujer lavaba la ropa restregándola con cepillo de cerdas. Sus anchos pies firmemente plantados sobre una tabla para no pisar el barrial, las manos pesadas trabajando con energía, frotaba, estrujaba y luego colocaba los trapos en un balde, donde se amontonaban para después enjuagarlos en el agua corriente de la acequia.
Estaba sola, porque a esa hora los hijos iban a la escuela. El verano se insinuaba en las frutas pintonas, el escándalo de las flores, las siestas sofocadas y las mariposas blancas volando en todas direcciones como pañuelos arrastrados por la brisa. Bandadas de pájaros invadían los campos uniendo sus trinos al rumor continuo de las abejas y los tábanos. Nada de eso percibía Digna, con los brazos hundidos en la lavaza, ajena a todo lo que no fuera su dura labor.
El rugido de la moto y el coro de los perros llamaron su atención y levantó la vista.
Vio a la periodista y su inseparable compañero, el de la cámara fotográfica, avanzar por el patio ignorando los ladridos.
Se secó las manos en el delantal y les salió al encuentro sin sonreír, porque aun antes de mirarlos a los ojos adivinó las malas noticias. Irene Beltrán la estrechó en un abrazo tímido, única fórmula de condolencia que se le ocurrió. La madre entendió de inmediato. No hubo lágrimas en sus ojos, acostumbrados a tan diversas penas. Apretó la boca en gesto desolado y un ronco suspiro se escapó de su pecho antes de que pudiera atajarlo. Tosió para ocultar esa debilidad y apartando un mechón de su frente, señaló a los jóvenes que la siguieran al interior de la casa. Se sentaron los tres alrededor de la mesa y durante unos minutos estuvieron en silencio, hasta que Irene reunió las palabras para decírselo.
—Creo que la encontramos… —murmuró.
Y le contó lo que vieron en la mina, sin detenerse en los detalles atroces y dejando en el aire la duda de que esos restos pudieran ser de otra persona. Pero Digna descartó esa esperanza, porque desde hacía muchos días aguardaba las pruebas de la muerte de su hija. Lo sabía por el duelo que se instaló en su corazón desde la noche en que se la llevaron y por el conocimiento acumulado en tantos años de dictadura.
—Nunca devuelven a los que se llevan —dijo.
—Esto no tiene nada que ver con la política, señora, es un crimen vulgar —replicó Francisco.
—Es lo mismo. La mató el Teniente Ramírez y él es dueño de la ley ¿qué puedo hacer yo?
También Irene y Francisco sospechaban del oficial. Pensaban que detuvo a Evangelina para cobrarle de alguna manera la humillación que le hizo pasar ante los ojos de tantos testigos. Tal vez intentaba retenerla sólo un par de días, pero no calculó la fragilidad de su prisionera y se le pasó la mano en el castigo. Cuando vio los estragos cambió de idea y decidió esconder su cuerpo en la mina y falsear el Libro de Guardia para protegerse de cualquier investigación. Pero aquellas eran sólo conjeturas. Había un largo camino por andar hasta llegar al fondo de ese secreto. Mientras los jóvenes se lavaban en la acequia, Digna Ranquileo preparó desayuno. Ocupada en los gestos rituales de avivar el fuego, hervir agua y acomodar platos y tazas, disimulaba su tristeza. Sentía un gran pudor de sus emociones.
Al oler el pan caliente, Irene y Francisco comprendieron cuánto apetito sentían, porque no habían probado alimento desde el día anterior. Comieron con lentitud. Se miraban reconociéndose, sonreían recordando la fiesta recién vivida, se tocaban las manos en mutua promesa. A pesar de la tragedia que los envolvía, estaban plenos de una paz egoísta, como si hubieran encajado las piezas del rompecabezas de sus vidas y pudieran por fin vislumbrar sus destinos. Se creían a salvo de todo mal, amparados por el encanto de ese nuevo amor.
—Hay que avisar a Pradelio para que no siga buscando a su hermana —sugirió Irene.
—Yo subiré a la montaña. Espérame aquí, para que descanses un poco y acompañes a la señora Digna —decidió Francisco.
Después de comer besó a su amiga y partió en la moto.
Recordaba el camino y llegó sin tropiezos al mismo lugar donde antes dejaron los caballos, cuando fueron con Jacinto la primera vez. Allí colocó la moto entre los árboles y empezó a subir a pie. Confiaba en su sentido de orientación para encontrar el refugio sin muchos rodeos, pero pronto se dio cuenta de que no sería tan fácil, porque en esos días el aspecto del paisaje había cambiado. Los primeros calores del verano golpeaban las laderas de los cerros quemando la vegetación y anticipando la sed de la tierra. Los colores se tornaban pálidos, deslucidos. Francisco no reconoció los puntos de referencia que había fijado en su memoria y se dejó guiar por el instinto.
A mitad del camino se detuvo angustiado, seguro de haber perdido el rumbo, porque le parecía pasar y volver a pasar por el mismo sitio. Si no fuera porque iba subiendo, habría jurado que giraba en círculos. Estaba agotado por la tensión acumulada en los últimos días y por la noche anterior en la mina. Evitaba, siempre que fuera posible, poner a prueba sus nervios con acciones impulsivas. En su trabajo en la clandestinidad debía sortear peligros y correr riesgos; pero prefería hacer planes meticulosos y ceñirse a ellos. No le gustaban los sobresaltos. Sin embargo, sentía que ya era inútil hacer cálculos, porque la vida se le estaba volviendo un caos. Estaba acostumbrado a sentir la violencia suspendida en el aire como un gas solapado, al cual un chispazo podía hacer estallar en inagotable incendio, pero como tantos otros en la misma situación, no pensaba en ello. Trataba de organizar su existencia dentro de cierta normalidad. Pero allí, en la soledad de la montaña, comprendió que había cruzado una frontera invisible y entrado en una nueva y terrible dimensión.
Al acercarse el mediodía, el calor se tornó de lava. No había alguna vegetación misericordiosa donde buscar amparo.
Aprovechó una saliente en las rocas y se acomodó para descansar un poco, buscando recuperar el ritmo de su corazón.
Carajo, sería mejor volver antes de caerme aquí extenuado.
Se secó el sudor de la cara y siguió subiendo cada vez con más lentitud y mayores pausas. Por fin divisó una vertiente insignificante que descendía turbia entre las piedras y lanzó un suspiro de alivio, porque estaba seguro de que el rastro de agua lo llevaría hasta el refugio de Pradelio Ranquileo. Se mojó el cuello y la cabeza, sintiendo el ardor del sol en la piel. Trepó los últimos metros, encontró el nacimiento del arroyo y buscó la cueva entre los matorrales, llamado a gritos a Pradelio. Nadie respondió. El lugar estaba seco, la tierra agrietada y los arbustos cubiertos de un polvo que daba a todo el paisaje un color de arcilla vieja. Apartando unas ramas apareció el boquete de la gruta y no tuvo necesidad de entrar para saber que estaba desierta. Recorrió los alrededores sin encontrar huellas del fugitivo y supuso que debió partir varios días antes, porque no quedaban rastros de comida ni marcas en el suelo barrido por el viento. Dentro de la cueva halló latas vacías y unos libros de vaqueros con las páginas amarillas y sobadas, como únicos indicios de que por allí hubiera pasado alguien. Cuanto dejó el hermano de Evangelina estaba en cuidadoso orden, como corresponde a una persona habituada a la disciplina militar. Revisó esas pobres pertenencias en busca de algún signo, algún mensaje. No había señales de violencia y dedujo que los soldados no habían dado con él; sin duda alcanzó a marcharse a tiempo, tal vez bajó al valle y procuró alejarse de la zona o se aventuró a través de la cordillera en un intento por alcanzar la frontera.
Francisco Leal se sentó en la gruta y hojeó los libros. Eran ediciones populares de bolsillo, con burdas ilustraciones, adquiridas en tiendas de libros usados o en kioscos de revistas.
Sonrió ante el alimento intelectual de Pradelio Ranquileo: el Llanero Solitario, Hopalong Cassidy y otros héroes del oeste norteamericano defensores míticos de la justicia, protectores del desvalido contra los malvados. Recordó su conversación durante el encuentro anterior, el orgullo de ese hombre por el arma que llevaba al cinto. El revólver, los correajes, las botas, eran los mismos de los valientes de sus historietas, los elementos mágicos que pueden convertir a un tipo insignificante en el dueño de la vida y de la muerte, que pueden darle un lugar en este mundo. Tan importantes eran para ti, Pradelio, que cuando te los quitaron, sólo la certeza de tu inocencia y la esperanza de recuperarlos te permitieron seguir viviendo.
Te hicieron creer que tenías poder, te martillaron el cerebro con el ruido de altoparlantes en el cuartel, te lo ordenaron en nombre de la patria y así te dieron tu dosis de culpa, para que no puedas lavarte las manos y permanezcas atado para siempre por eslabones de sangre, pobre Ranquileo.
Sentado en la gruta, Francisco Leal recordó su propia emoción la única vez que tuvo un arma en la mano. Pasó por la adolescencia sin mayores perturbaciones, más interesado en la lectura que en la militancia política, como una reacción contra la imprenta clandestina y los inflamados discursos libertarios de su padre. Sin embargo, al terminar el bachillerato lo reclutó un grupúsculo extremista, atrayéndolo con el sueño de una revolución. Muchas veces volvió atrás en la memoria para preguntarse sobre la fascinación de la violencia, ese vértigo irresistible hacia la guerra y la muerte. Tenía dieciséis años cuando partió al sur con unos guerrilleros novatos, a entrenarse en una incierta insurrección y una Gran Marcha a alguna parte. Siete u ocho muchachos más necesitados de una niñera que de un fusil, formaban aquella escuálida tropa, al mando de un jefe tres años mayor, único conocedor de las reglas del juego. A Francisco no lo impulsaba el deseo de implantar las teorías de Mao en América Latina, porque ni siquiera se había dado el trabajo de leerlas, sino una simple y pedestre ansia de aventura. Quería alejarse de la tutela de sus padres. Dispuesto a probar que ya era un hombre, abandonó una noche su casa sin decir adiós, llevando en su morral sólo un cuchillo de explorador, un par de medias de lana y un cuaderno para escribir versos. Su familia lo buscó hasta con la policía y cuando por fin logró averiguar sus pasos, no pudo consolarse de semejante desgracia. El Profesor Leal cerró la boca y se sumió en la melancolía, herido en el alma por la ingratitud de ese hijo que partió sin explicaciones. Su madre vistió hábito de la Virgen de Lourdes, clamando al cielo la devolución de su preferido. Para ella, cuidadosa de su apariencia y pendiente de la moda para subir o bajar los ruedos de las faldas, agregar pinzas o quitar alforzas, aquello debió significar un enorme sacrificio. Su marido, quien al principio se dispuso a poner en práctica su experiencia pedagógica y esperar sin perder la calma el retorno espontáneo de Francisco, al ver a su mujer con la blanca túnica y el cordón celeste de Lourdes, perdió la paciencia. En un impulso incontrolable se los arrancó a tirones del cuerpo, vociferando contra la barbarie y amenazando con marcharse de la casa, del país y de América si volvía a presentarse con ese adefesio. Luego, sacudió su reconcomio, echó mano a su exaltado carácter y partió en busca del hijo perdido. Durante días recorrió los senderos de los burros, indagando a cada sombra que cruzó en su camino y mientras marchaba de aldea en aldea, de cerro en cerro, acumulaba furia y hacía planes para propinar al muchacho la única paliza de su vida. Por fin alguien le indicó que en los bosques se oían de vez en cuando tiros de fusil y solían surgir de allí unos jóvenes mugrientos a mendigar comida y robar gallinas, pero en verdad nadie pensaba que fueran el primer esbozo de un proyecto revolucionario para todo el continente, sino tan sólo una secta de religión hereje inspirada en la India, como otras ya vistas en esos parajes. Esos datos bastaron al Profesor Leal para dar con el campamento de los guerrilleros. Al verlos cubiertos de harapos, sucios y melenudos, comiendo porotos en lata y sardinas añejas, ejercitándose con un rifle de la Primera Guerra Mundial, picados por las avispas y otros bichos del monte, se le pasó de golpe toda la rabia y lo invadió la compasión siempre presente en su ánimo. Una disciplinada militancia política lo inducía a considerar la violencia y el terrorismo como un error estratégico, sobre todo en un país donde se podía alcanzar el cambio social por otros medios. Estaba convencido de que los grupúsculos armados no tenían la menor oportunidad de éxito.
Esos jóvenes sólo lograrían la intervención del ejército regular para masacrarlos. La revolución, decía, debe provenir de un pueblo que despierta, toma conciencia de sus derechos y de su fuerza, asume la libertad y se pone en marcha, pero jamás de siete niños burgueses jugando a la guerra.
Francisco estaba en cuclillas junto a una pequeña fogata calentando agua, cuando vio aparecer entre los árboles una figura irreconocible. Era un viejo vestido de traje oscuro y corbata, lleno de polvo y abrojos, con una barba crecida de tres días y el pelo revuelto, llevando un pequeño maletín negro en una mano y en la otra una rama seca para apoyarse. El muchacho se puso de pie, sorprendido, y a su alrededor sus compañeros lo imitaron. Entonces cayó en cuenta de quién era.
Recordaba a su padre como un hombronazo formidable con ojos apasionados y vozarrón de orador, pero en ningún caso como ese ser gastado y triste que avanzaba cojeando, la espalda encorvada, los zapatos entierrados.
—¡Papá! —alcanzó a decir antes que el sollozo le cortara la voz.
El Profesor Leal, soltando el rústico bastón y la pequeña maleta, abrió los brazos. Su hijo saltó por encima de la hoguera, pasó corriendo delante de sus asombrados camaradas y se estrechó contra su padre, comprobando de paso que ya no podía refugiarse en su pecho, porque medía media cabeza más y era mucho más fornido.
—Tu madre te espera.
—Voy.
Mientras el muchacho buscaba sus cosas, el Profesor aprovechó la ocasión para endilgar un discurso a los demás, argumentando que si querían una revolución debían proceder dentro de ciertas normas y jamás mediante la improvisación.
—No improvisamos, somos pekinistas —dijo uno.
—Estáis locos. Lo que sirve para los chinos no funciona aquí —replicó el Profesor categóricamente.
Mucho más tarde esos mismos jóvenes irían por montes, sierras y selvas repartiendo balas y consignas asiáticas en pueblos olvidados por la historia americana. Pero eso no lo podía sospechar el Profesor cuando se llevó a su hijo del campamento. Los muchachos los vieron alejarse abrazados y se encogieron de hombros.
Durante el viaje en tren de vuelta a casa, el padre se mantuvo silencioso observando a Francisco. Al llegar a la estación le zampó en pocas palabras todo el contenido de su corazón.
—Espero que no se repita. En el futuro te daré un correazo por cada lágrima de tu madre, ¿te parece justo?
—Sí, papá.
En el fondo Francisco estaba satisfecho de encontrarse de vuelta en su hogar. Poco después, curado definitivamente de la tentación guerrillera, se sumergió en los textos de psicología fascinado por aquel juego de ilusionismo, de ideas contenidas dentro de otras y éstas a su vez en otras, en un desafío sin fin.
Lo absorbió también la literatura y se perdió seducido en la obra de los escritores latinoamericanos, dándose cuenta de que vivía en un país en miniatura, una mancha en el mapa, inmerso en un vasto y prodigioso continente donde el progreso llega con centurias de atraso: tierra de huracanes, terremotos, ríos anchos como mares, selvas tan tupidas que no penetra la luz del sol; un suelo en cuyo humus eterno se arrastran animales mitológicos y viven seres humanos inmutables desde el origen del mundo; una desquiciada geografía donde se nace con una estrella en la frente, signo de lo maravilloso, región encantada de tremendas cordilleras donde el aire es delgado como un velo, desiertos absolutos, umbrosos bosques y serenos valles. Allí se mezclan todas las razas en el crisol de la violencia: indios emplumados, viajeros de lejanas repúblicas, negros caminantes, chinos llegados de contrabando en cajones de manzanas, turcos confundidos, muchachas de fuego, frailes, profetas y tiranos, todos codo a codo, los vivos y los fantasmas de aquellos que a lo largo de siglos pisaron esa tierra bendita por tantas pasiones. En todas partes están los hombres y mujeres americanos, padeciendo en los cañaverales, temblando de fiebre en las minas de estaño y plata, perdidos bajo las aguas mariscando perlas y sobreviviendo, a pesar de todo, en las prisiones.
En busca de otras vivencias, cuando Francisco terminó su carrera decidió perfeccionarla con estudios en el extranjero, lo cual desconcertó un poco a sus padres, pero aceptaron financiarlo y tuvieron la delicadeza de callar sus advertencias sobre la perversidad que acecha a los jóvenes cuando viajan solos. Pasó algunos años fuera, al término de los cuales obtuvo un doctorado y un aceptable dominio del inglés. Para subsistir lavaba platos en un restaurante y fotografiaba parrandas de poca monta en los barrios de inmigrantes.
Entretanto su país estaba en plena ebullición política y para el año de su regreso ganaba las elecciones un candidato socialista. A pesar de los pronósticos pesimistas y las conspiraciones para impedirlo, se sentó en el sillón de los presidentes ante el estupor de la embajada norteamericana. Francisco nunca había visto a su padre tan dichoso.
—¿Ves, hijo? No era necesario tu fusil.
—Tú eres anarquista, viejo. Tu partido no está en el gobierno —se burlaba Francisco.
—¡Esas son sutilezas! Lo importante es que el pueblo tiene el poder y jamás podrán arrebatárselo.
Como siempre, estaba en la luna. El día del Golpe Militar creyó que se trataba de un grupo de sublevados a quienes las Fuerzas Armadas leales a la constitución y la república dominarían rápidamente. Varios años después seguía esperando lo mismo. Combatía a la dictadura con métodos estrafalarios. En pleno auge de la represión, cuando habilitaron hasta los estadios y las escuelas para encerrar millares de prisioneros políticos, el Profesor Leal imprimió unos volantes en su cocina, subió al último piso del edificio del Correo y los lanzó a la calle. Soplaba viento favorable y su misión fue exitosa, porque algunos ejemplares aterrizaron en el Ministerio de Defensa. El texto contenía ciertas opiniones que le parecieron apropiadas al momento histórico.
La educación de los militares, desde el soldado raso hasta las más altas jerarquías, los convierte necesariamente en los enemigos de la sociedad civil y el pueblo. Incluso su uniforme, con todos esos adornos ridículos que distinguen los regimientos y los grados, todas esas tonterías infantiles que ocupan buena parte de su existencia y les haría parecer payasos si no estuvieran siempre amenazantes, todo ello les separa de la sociedad. Ese atavío y sus mil ceremonias pueriles, entre las que transcurre su vida sin más objetivo que entrenarse para la matanza y la destrucción, serían humillantes para hombres que no hubieran perdido el sentimiento de la dignidad humana. Morirían de vergüenza si no hubieran llegado, mediante una sistemática perversión de las ideas, a hacerlo fuente de vanidad. La obediencia pasiva es su mayor virtud.
Sometidos a una disciplina despótica, acaban sintiendo horror de cualquiera que se mueva libremente. Quieren imponer a la fuerza la disciplina brutal, el orden estúpido del que ellos mismos son víctimas.
No se puede amar el servicio militar sin detestar al pueblo.
BAKUNIN.
Si le hubiera dado un segundo pensamiento o consultado una opinión más experta, el Profesor Leal se habría dado cuenta de que era un texto demasiado extenso para lanzarlo al aire, porque antes de que alguien alcanzara a leer la mitad sería detenido. Pero era tanta su admiración por el padre del anarquismo, que nada dijo de sus planes. Su mujer y sus hijos se enteraron a las veinticuatro horas, cuando la prensa, la radio y la televisión difundieron un bando militar y él lo recortó para conservarlo en su álbum.
BANDO N° 19:
1. Se advierte a la ciudadanía que las Fuerzas Armadas no tolerarán manifestaciones públicas de ningún tipo.
2. El ciudadano Bakunin, firmante de un panfleto lesivo al sagrado honor de las Fuerzas Armadas, deberá presentarse voluntariamente hasta las 16,30 horas de hoy en el Ministerio de Defensa.
3. La no presentación significará que se pone al margen de lo dispuesto por la Junta de Comandantes en Jefe, con las consecuencias fáciles de prever.
Ese mismo día los tres hermanos Leal decidieron sacar la imprenta de la cocina para evitar que su padre cayera en las trampas de su apasionado idealismo. A partir de entonces procuraron darle pocos motivos de inquietud. Ninguno le contó sus actividades en la oposición, pero no pudieron impedir que cuando se llevaron detenido a José con varios curas y monjas de la Vicaría, el Profesor Leal se sentara en la Plaza de Armas con una pancarta en las manos: En este momento están torturando a mi hijo. Si Javier y Francisco no llegan a tiempo para cogerlo de los brazos y llevárselo de allí, se hubiera empapado de gasolina y prendido fuego como un bonzo ante los ojos de quienes se habían juntado a compadecerlo.
Francisco entró en contacto con grupos organizados para sacar prófugos por una frontera e introducir miembros de la oposición por otra. Movilizaba dinero para ayudar a los sobrevivientes escondidos y comprar alimentos y medicinas, recopilaba información para enviar al extranjero oculta en suela de frailes y pelucas de muñecas. Cumplió algunas misiones casi imposibles: fotografió parte de los archivos confidenciales de la Policía Política y puso en microfilm las cédulas de identidad de los torturadores, pensando que algún día ese material contribuiría a hacer justicia. Sólo compartió ese secreto con José, quien no deseaba escuchar nombres, lugares ni otros detalles, porque ya había comprobado cuán difícil es callar ante ciertos apremios.
Por estar unidos en la complicidad de tareas similares, Francisco pensó en su hermano cuando estaba en la gruta de Pradelio Ranquileo. Lamentó no haber solicitado antes su ayuda.
Si el fugitivo se había internado en la región silenciosa de las montañas, no encontrarían su pista, y si había bajado al valle a cumplir su venganza y era arrestado, sería imposible prestarle socorro.
Francisco se sacudió el cansancio, empapó su ropa para refrescarse y empezó el descenso con el calor de la siesta pesando como un fardo sobre su cabeza, cegándolo por momentos con puntos multicolores que bailaban ante sus pupilas. Por fin alcanzó el sitio donde dejó la motocicleta y allí encontró a Irene aguardándolo. Su amiga, demasiado impaciente para esperarlo en casa de los Ranquileo, atajó al primer carretón de verduras que atinó a pasar y le pidió que la encaminara. Se abrazaron ansiosos. Ella lo condujo hacia la sombra benéfica de los árboles, donde había emparejado el suelo quitando los guijarros. Lo ayudó a recostarse y mientras él descansaba tratando de dominar el temblor de sus piernas, ella le limpió el sudor con un pañuelo, partió un melón que le había regalado Digna y le dio a comer, desprendiendo los trozos con los dientes y colocándolos en su boca con un beso. La fruta estaba tibia y demasiado dulce, pero a él le pareció que cada bocado era un remedio prodigioso, capaz de anular la fatiga y combatir el desaliento. Cuando del melón no quedaron sino las cáscaras mordidas, Irene empapó el pañuelo en un charco y se limpiaron. Bajo el sol inmisericorde de las tres renovaron las promesas susurradas la noche anterior, acariciándose con una sabiduría recién aprendida.
A pesar de la dicha de ese amor apenas estrenado, Irene no apartaba de su memoria la visión de la mina.
—¿Cómo supo Pradelio dónde estaba el cuerpo de su hermana? —se preguntaba.
En realidad Francisco no había pensado en ello ni le pareció el momento adecuado para hacerlo. Se sentía extenuado y su único deseo era dormir unos minutos para sacudir el mareo, pero ella no le dio tiempo. Sentada, con las piernas cruzadas como un faquir, hablaba de prisa, saltando de una idea a otra, como siempre hacía. En ese preciso detalle, creía ella, se encontraba la clave de algunos misterios fundamentales.
Mientras su amigo reunía fuerzas e intentaba despejar la mente, ella navegaba por el tema sorteando dudas y buscando respuestas, hasta concluir enfáticamente que Pradelio Ranquileo conocía la mina de Los Riscos porque antes estuvo allí con el Teniente Juan de Dios Ramírez. Debieron utilizarla para esconder algo. El guardia sabía que era un sitio seguro y suponía que su superior volvería a usarlo en caso de necesidad.
—No entiendo nada —dijo Francisco con la mirada de un sonámbulo sorprendido en plena marcha.
—Es muy simple. Vamos a la mina y cavamos el otro túnel. Tal vez encontremos una sorpresa.
Después Francisco recordaría ese momento con una sonrisa, porque mientras el círculo del terror se cerraba sobre ellos, su sentimiento dominante era el deseo de abrazar a Irene.
Olvidando los muertos que empezaban a brotar del suelo como matas silvestres y el miedo a ser detenidos o asesinados, su mente estaba ocupada en el inagotable afán de hacer el amor.
Más importante que aclarar la maraña por donde avanzaban a tientas, le parecía buscar un sitio cómodo para jugar con ella; mas poderosa que el cansancio, el calor y la sed, era la urgencia de estrecharla entre sus brazos, rodearla, aspirarla, sentirla dentro de su propia piel, poseerla entre los árboles allí mismo junto al camino, a la vista de quien atinara a pasar. Por fortuna Irene tenía las ideas más lúcidas. Tienes fiebre, le dijo cuando intentó tenderla sobre la yerba. Tirándolo por la ropa lo condujo hasta la moto y lo convenció de partir, trepándose detrás, abrazada a su cintura, soplándole órdenes perentorias y palabras de intimidad al oído, hasta que las sacudidas del vehículo y la luz blanca del sol atenuaron los ímpetus pasionales de su amigo y le devolvieron su calma habitual.
Y así enfilaron de nuevo hacia la mina de Los Riscos.
Era de noche cuando Irene y Francisco llegaron a casa de los Leal. Hilda terminaba de preparar una tortilla de papas y el intenso aroma del café recién colado impregnaba la cocina. Al quitar la imprenta, esa amplia habitación lució por vez primera sus proporciones reales y todos pudieron apreciar su encanto: los viejos muebles de madera con cubierta de mármol, la nevera anticuada y al centro la mesa de mil usos donde se reunía la familia. En invierno constituía el lugar más tibio y acogedor del mundo. Allí, junto a la máquina de coser, la radio y la televisión, encontraban la luz y el calor de una estufa a kerosén, del horno y de la plancha. Para Francisco no existía otro sitio mejor. Los más gratos recuerdos de su infancia transcurrieron en ese cuarto jugando, estudiando, hablando horas por teléfono con alguna novia de trenzas escolares, mientras su madre, entonces joven y muy hermosa, se ocupaba de sus quehaceres canturreando aires de su España lejana. El ambiente siempre olía a yerbas frescas y especias para sazonar guisados y fritangas. Se mezclaban en deliciosa armonía ramos de romero, hojas de laurel, dientes de ajo, bulbos de cebolla con las fragancias más sutiles de la canela, el clavo de olor y la vainilla, el anís y el chocolate para hornear panes y bizcochuelos.
Esa noche Hilda colaba unas cucharadas de auténtico café regalo de Irene Beltrán. Esa ocasión merecía sacar de la alacena las pequeñas tazas de porcelana de su colección, toda diferentes y tan delicadas como suspiros. El olor de la cafetera fue lo primero que percibieron los jóvenes al abrir la puerta y los guió al corazón de la casa.
Al entrar, Francisco se sintió envuelto por la tibieza del ambiente, la misma de su infancia, cuando era un niño delgado y débil, víctima de los juegos bruscos de otras criaturas más fuertes y despiadadas. Operado a los pocos meses de nacido por una malformación congénita en una pierna, su madre fue el pilar de su niñez, criándolo a la sombra de sus faldas, amamantándolo hasta más allá del plazo normal y cargándolo en la espalda, en brazos o apoyado en su cadera como un apéndice de su propio cuerpo, hasta que sus huesos sanaron del todo y pudo valerse solo. Llegaba del colegio arrastrando el pesado bolsón de sus útiles y anticipándose al encuentro con su madre en la cocina, donde lo aguardaba con la merienda y su tranquila sonrisa de bienvenida. Ese recuerdo dejó una huella imperecedera en su espíritu y a lo largo de su existencia, cada vez que necesitaba recuperar la certeza de la infancia, reconstruía en su memoria los detalles precisos de esa habitación, símbolo de la presencia totalitaria del amor materno. Esa noche tuvo la misma sensación al verla moviendo la sartén con la tortilla y tarareando a media voz. Su padre estaba inclinado sobre sus cuadernos corrigiendo exámenes, iluminado por la lámpara del techo.
El aspecto de los recién llegados alarmó a los esposos Leal.
Los jóvenes estaban demacrados, con la ropa arrugada y sucia, una extraña expresión en la mirada.
—¿Qué os pasa? —preguntó el Profesor.
—Encontramos una tumba clandestina. Hay muchos cadáveres adentro —replicó Francisco.
—¡Coño! —exclamó su padre, primera palabrota en su vida delante de su mujer.
Hilda se llevó el paño de cocina a la boca y abrió sus redondos ojos azules con espanto, pasando por alto la grosería de su marido.
—¡Virgen Santísima! —fue lo único que atinó a balbucear.
—Creo que son víctimas de la policía —dijo Irene.
—¿Desaparecidos?
—Puede ser —dijo Francisco sacando de su bolsa unos rollos de película y poniéndolos sobre la mesa—. Tomé algunas fotografías…
Hilda se persignó con gesto automático. Irene se desplomó sobre una silla en el límite de su resistencia, mientras el Profesor Leal se paseaba a grandes trancos sin encontrar en su amplio y exaltado vocabulario palabras adecuadas. Tenía predisposición a la grandilocuencia, pero aquello tuvo el efecto de dejarlo mudo.
Irene y Francisco contaron lo ocurrido. Llegaron a la mina de Los Riscos a media tarde, fatigados y hambrientos, pero dispuestos a investigar a fondo, aferrados a la esperanza de que una vez resueltos los enigmas podrían regresar a la normalidad y amarse tranquilos. A plena luz del día el sitio nada tenía de siniestro, pero el recuerdo de Evangelina los obligó a aproximarse con reticencia. Francisco quiso entrar solo, pero Irene estaba decidida a vencer la repugnancia y ayudarlo a abrir un segundo pasaje para acabar pronto y salir de allí lo antes posible. Removieron con facilidad los escombros y las piedras de la entrada, partieron el pañuelo en dos pedazos, los ataron sus rostros para protegerse del insoportable hedor y se introdujeron en la primera cámara. No fue necesario encender linterna. El sol entraba por el boquete alumbrando con luz difusa el cuerpo de Evangelina Ranquileo, que Francisco cubrió con el poncho para sustraerlo a la vista de su amiga.
Irene necesitó apoyarse en la pared para mantener el equilibrio. Le fallaban las piernas. Trató de pensar en el jardín de su casa cuando florecía el nomeolvides sobre la tumba del recién nacido que cayó del tragaluz, o en las frutas madura apiladas en grandes canastos los días del mercado. Francisco le rogó que saliera, pero ella logró dominar su estómago tomando del suelo un trozo de hierro, atacó la delgada capa de cemento que tapaba el túnel. El la secundó en la tarea con el pico. La mezcla de albañilería debió ser hecha por manos inexpertas, porque al menor esfuerzo se desprendía en finas partículas. A la pestilencia se sumó el aire enrarecido por el polvo y el cemento suspendidos en una nube densa, pero no retrocedieron, porque con cada golpe adquirían mayor certeza de que tras ese obstáculo algo aguardaba por ellos, una verdad escondida por muy largo tiempo. Diez minutos más tarde desenterraron unos pedazos de tela y unas osamentas. Era un tórax de hombre cubierto con una camisa de color claro y un chaleco azul. Mientras se asentaba un poco el tierral, encendieron la linterna para examinar esos huesos y comprobar sin lugar a dudas su procedencia humana. Bastó picar un poco más escombro y entonces rodó a sus pies un cráneo con un mechón de pelo adherido aún en la frente. Irene no pudo resistir más y salió trastabillando de la mina, mientras Francisco seguía cavando sin pensar, como una silenciosa máquina. Fueron surgiendo nuevos restos y entonces comprendió que habían dado con una tumba llena de cadáveres, enterrados desde hacía quién sabía cuánto tiempo, a juzgar por el estado en que estaban. Los pedazos brotaban de la tierra entremezclados con ropa en jirones y manchada con una sustancia oscura y aceitosa. Antes de retirarse, Francisco tomó algunas fotos, con toda tranquilidad y precisión, como si se moviera en sueños, porque había traspasado la frontera de su propio asombro. Lo extraordinario acabó por parecerle natural y descubrió cierta lógica en la situación, como si la violencia hubiera estado allí esperándolo siempre. Esos muertos surgidos de la tierra con las manos descarnadas y la frente perforada por una bala, aguardaban desde hacía mucho, llamándolo sin cesar, pero hasta entonces no tuvo oídos para escucharlos. Trastornado, se sorprendió hablando en alta voz para explicarles su retraso, con el sentimiento de haber fallado a una cita. Desde el exterior Irene lo llamó, devolviéndole el sentido de la realidad. Salió de la mina arrastrando el alma.
Entre los dos cerraron la entrada dejándola en apariencia tal como estaba cuando la encontraron. Durante unos minutos descansaron aspirando el aire puro a todo pulmón, estrechándose la mano y oyendo los latidos desenfrenados de sus corazones. La respiración agitada y el temblor de sus cuerpos les recordaban que al menos ellos seguían con vida. El sol se escondió en los cerros y el cielo se tornó color petróleo. Subieron a la motocicleta y partieron rumbo a la ciudad.
—¿Y ahora qué haremos? —preguntó el Profesor Leal cuando terminaron el relato.
Largamente discutieron la mejor forma de encarar el asunto, descartando la idea de recurrir a la ley, que habría sido como poner el cuello en un lazo corredizo. Suponían que Pradelio Ranquileo sabía que su hermana estaba en la mina, porque él mismo había utilizado ese sitio para esconder los otros crímenes. Avisar a las autoridades podía significar que también Irene y Francisco desaparecieran en pocas horas y la mina de Los Riscos se cubriera de nuevas paletadas de tierra.
Justicia era sólo un término olvidado del lenguaje que ya casi no se empleaba, porque tenía visos subversivos, como la palabra libertad. Los militares tenían impunidad para todos sus trajines, lo cual ocasionaba contratiempos al mismo gobierno, porque cada rama de las Fuerzas Armadas disponía de su propio sistema de seguridad, además de la Policía Política, convertida en máximo poder del Estado, al margen de todo control. El celo profesional de quienes se ocupaban de esos oficios producía errores lamentables y pérdida de eficiencia. Ocurría con cierta frecuencia que dos o tres grupos se disputaran al mismo prisionero para interrogarlo por causas opuestas, o que se confundieran los agentes infiltrados y acabaran los del mismo bando liquidándose entre ellos.
—¡Dios mío! ¿Cómo se os ocurrió meteros en aquella mina? —suspiró Hilda.
—Habéis hecho lo correcto. Ahora hay que ver cómo saldréis de este lío —replicó el Profesor.
—Lo único que se me ocurre es denunciarlo por la prensa —sugirió Irene pensando en las escasas revistas de oposición que aún circulaban.
—Iré mañana con las fotografías decidió Francisco.
—No llegaréis lejos. Os matarán en la primera esquina —aseguró el Profesor Leal.
Sin embargo, todos estuvieron de acuerdo en que la idea no era descabellada. La mejor solución consistía en gritar la noticia al viento, mandarla a recorrer el mundo remeciendo conciencias y sacudiendo hasta los mismos cimientos de la patria. Entonces Hilda, usando su incontestable sentido común, les recordó que la Iglesia era la única entidad en pie, todas las demás organizaciones habían sido disueltas y barridas por la represión. Con su ayuda existía una oportunidad ante lo imposible, de destapar la mina sin perder la vida en el intento. Acordaron colocar ese secreto en las manos del Cardenal.
Francisco consiguió un taxi para llevar a Irene a su casa antes del toque de queda, a la joven ya no le quedaban fuerzas para sujetarse en el asiento trasero de la moto. El se acostó tarde, porque tuvo que revelar las películas. Durmió mal, dando vueltas desesperadas en su cama, viendo en las sombras el rostro de Evangelina rodeada de huesos amarillos sonando como castañuelas. Gritó en sueños y despertó con Hilda a su lado.
—Te preparé tilo, hijo, bébelo.
—Creo que me hace falta algo más fuerte…
—Tú calla y obedece, que para eso tienes madre —le ordenó ella sonriendo.
Francisco se sentó en la cama, sopló la infusión y empezó a beberla a sorbos lentos, mientras ella lo observaba sin disimulo.
—¿Qué me miras tanto, mamá?
—No me has contado todo lo que pasó ayer. Irene y tú habéis hecho el amor, ¿no es cierto?
—¡Caramba! ¿Tienes que meterte en todo?
—Tengo derecho a saberlo.
—Ya estoy viejo para rendirte cuentas —rió Francisco.
—Mira, quiero advertirte que ésa es una joven decente. Espero que tengas buenas intenciones con ella o vamos a pelear mucho tú y yo. ¿Me has entendido? Y ahora acaba tu tilo y si tienes la conciencia limpia dormirás como un bendito —concluyó Hilda mientras le acomodaba las cobijas.
Francisco la vio salir, después de dejar la puerta abierta para oírlo si la llamaba, y sintió la misma ternura de su infancia cuando esa mujer se sentaba en su cama para acariciarlo con mano leve hasta que se dormía. Habían transcurrido muchos años desde entonces, pero seguía tratándolo con la misma impertinente solicitud, ignorando que a menudo él debía afeitarse dos veces al día, su doctorado en psicología y el hecho de que podía levantarla del suelo con un solo brazo. Se burlaba de ella, pero no hacía nada por cambiar el hábito de ese cariño desfachatado. Se sentía dueño de un privilegio y esperaba gozarlo mientras fuera posible. La relación de ambos, iniciada en el instante de la gestación y fortalecida por el reconocimiento de los mutuos defectos y virtudes, era un precioso don que esperaban prolongar más allá de la muerte de cualquiera de los dos. El resto de la noche durmió profundamente y al despertar no recordó sus sueños. Se dio una larga lucha caliente, tomó el desayuno preparado con los últimos vestigios del café importado y partió con las fotos en su bolso rumbo a la población donde vivía su hermano.
José Leal era plomero. Cuando no estaba trabajando con el soplete y la llave inglesa, se mantenía ocupado en múltiples actividades para la comunidad de pobres donde escogió vivir, de acuerdo a su incurable vocación de servir al prójimo. Vivía en un barrio populoso y extenso, invisible desde el camino, tapado por murallas y una hilera de álamos apuntando al cielo con sus ramas desnudas, porque ni la vegetación crecía sana en ese sector. Detrás de aquella discreta pantalla había calles de polvo y tórrido calor en verano, de lodo y lluvia en invierno, viviendas construidas con material de desecho, basura, ropa tendida, peleas de perros. Agrupados en las esquinas, los hombres ociosos dejaban pasar las horas, mientras los niños jugaban con la chatarra y las mujeres se afanaban por combatir el deterioro. Era un mundo de escasez y penuria, donde el único consuelo seguro era la solidaridad. Aquí nadie se muere de hambre, porque al pisar el límite del desaliento, siempre se tiende una mano amiga, decía José Leal para explicar las ollas comunes en las que un grupo de vecinos echaba lo que cada quien podía aportar a la sopa de todos. Los allegados vivían adheridos a las familias, porque eran más pobres que los pobres y no poseían ni siquiera un techo.
En los comedores de los niños, la Iglesia repartía una porción de comida diaria a los más pequeños. Tantos años viendo lo mismo, no habían endurecido los sentimientos del cura ante la fila de criaturas recién lavadas y peinadas esperando turno para ingresar al galpón, donde aguardaban los platos de aluminio colocados sobre largos mesones, mientras sus hermanos mayores, para quienes no alcanzaba la caridad, merodeaban esperando alguna sobra. Dos o tres mujeres se encargaban de cocinar los alimentos conseguidos por los curas a punta de súplicas y amenazas espirituales. Además de servir las raciones, ellas vigilaban que los niños comieran su parte, porque muchos ocultaban la comida y el pan para llevarlos a sus casas, donde el resto de la familia no tenía para el puchero, sino algunas verduras recogidas en los botaderos del mercado y un hueso hervido varias veces para dar al caldo un ligero sabor.
José vivía en un rancho de madera similar a muchos otros, aunque más amplio porque también prestaba servicios de oficina para atender los problemas temporales y espirituales de ese rebaño desolado. Francisco se turnaba allí con un abogado y un médico para asesorar a los pobladores en sus conflictos, enfermedades y desesperanzas, sintiéndose a menudo inútiles, porque no había solución para el cúmulo de tragedias que debían afrontar.
Francisco encontró a su hermano listo para salir, vestido con bragas de obrero y un pesado maletín con sus herramientas. Después de cerciorarse de que se encontraban solos, Francisco abrió su bolso. Mientras el cura observaba las fotografías, tornándose por instantes más pálido, procedió a contarle la historia, empezando por Evangelina Ranquileo y sus ataques de santidad, que él conocía a medias cuando ayudó a buscarla en la Morgue, y terminando en el momento cuando rodaron a sus pies los restos cuyas imágenes tenía en la mano. Sólo omitió el nombre de Irene Beltrán para mantenerla al margen de las consecuencias.
José Leal escuchó hasta el final y luego permaneció largo rato en silencio, la vista fija en el suelo, en actitud de meditación. Su hermano adivinó que intentaba controlarse. En su juventud cualquier forma de abuso, injusticia o maldad, le producía un corrientazo eléctrico, cegándolo de ira. Los años de sacerdocio y el temple de su carácter le dieron fuerzas para dominar esos arrebatos y con un metódico ejercicio de humildad aceptar el mundo como una obra imperfecta en la cual Dios pone a prueba las almas. Por fin levantó la cara. Su rostro había recuperado la serenidad y su voz sonó tranquila.
—Hablaré con el Cardenal —dijo.
—Dios nos ampare en la batalla que debemos emprender —dijo el Cardenal.
—Así sea —añadió José Leal.
El prelado sostuvo una vez más las fotografías con las puntas de los de dos, observando los trapos sucios, las cuencas sin ojos, las manos agarrotadas. Para quien no lo conocía, el Cardenal resultaba siempre una sorpresa. A la distancia en los actos públicos, en las pantallas de televisión y cuando oficiaba misa en la Catedral, con sus paramentos bordados en oro y plata y su corte de acólitos, parecía esbelto y elegante.
Pero en realidad era un hombre bajo, fornido, tosco, con pesadas manos de campesino, que hablaba muy poco y casi siempre en tono brusco, más por timidez que por descortesía. Su temperamento silencioso era notorio en presencia de mujeres y en reuniones sociales, en cambio en el ejercicio de su trabajo no daba muestras de ello. Tenía pocos amigos, pues la experiencia le había enseñado que en su cargo la reserva es una virtud indispensable. Los pocos que lograban penetrar en el círculo de su intimidad, aseguraban que poseía un carácter afable, propio de la gente del campo. Provenía de una numerosa familia provinciana. De la casa de sus padres guardaba el recuerdo de los espléndidos almuerzos, la enorme mesa donde se sentaban una docena de hermanos, los vinos añejos embotellados en el patio y guardados durante años en las bodegas. Le quedó para siempre la afición por las suculentas sopas de verdura, los pasteles de maíz, los hervidos de gallina, las cazuelas de mariscos y sobre todo los dulces caseros. Las monjas que atendían su residencia se esmeraban en copiar las recetas de su madre y mandarle al comedor los mismos platos de su niñez. Aunque no se jactaba de haber ganado su amistad, José Leal lo conocía a través de su trabajo en la Vicaría, donde a menudo estuvieron en contacto, unidos por el mismo deseo compasivo de llevar solidaridad humana allá donde el amor divino parecía ausente. En su presencia experimentaba cada vez el desconcierto del primer encuentro, porque en su mente conservaba la imagen de un hombre de porte distinguido, diferente a ese anciano macizo con más aspecto de aldeano que de príncipe de la Iglesia. Sentía por él una gran admiración, pero se cuidaba de manifestarla, porque el Cardenal no toleraba ninguna forma de halago. Mucho antes que el resto del país pudiera apreciarlo en su verdadera dimensión, José Leal tenía pruebas del coraje, la voluntad y la astucia que más tarde demostró al enfrentarse a la dictadura. Ni la campaña de hostilidades, ni los curas y monjas en prisión, ni las advertencias de Roma, consiguieron desviarlo de sus propósitos.
El jefe de la Iglesia se echó al hombro la carga de defender a las víctimas del nuevo orden, colocando su formidable organización al servicio de los perseguidos. Si la situación se ponía peligrosa, cambiaba su estrategia, respaldado por dos mil años de prudencia y conocimiento del poder. Así evitaba un enfrentamiento abierto entre los representantes de Cristo y los del General. En algunas ocasiones daba la impresión de retroceder, pero pronto se advertía que era sólo una maniobra política de emergencia. No se desviaba un ápice de su tarea de amparar viudas y huérfanos, socorrer presos, contar muertos y remplazar la justicia por caridad, donde era necesario. Por ésas y muchas otras razones, José lo consideró la única esperanza para desenterrar el secreto de Los Riscos.
En ese momento se encontraban en la oficina del Cardenal.
Sobre la pesada mesa de madera antigua se destacaban las fotografías bañadas por la luz que a raudales entraba a través de los vidrios. Desde su silla, el visitante podía apreciar en la ventana el límpido cielo de primavera y las copas de los árboles centenarios de la calle. La habitación estaba decorada con muebles oscuros y anaqueles con libros. En las paredes desnudas sólo había una cruz de alambres de púas, enviada de regalo por los detenidos de un campo de concentración. Sobre una mesa con ruedas estaba servido el té en grandes tazas de loza blanca, acompañado por masas de hojaldre y mermelada provenientes del convento de las carmelitas. José Leal bebió el último sorbo de té y recogió las fotografías, colocándolas dentro de su maletín de plomero. El Cardenal presionó un timbre y de inmediato apareció su secretario.
—Por favor, cite hoy mismo a las personas de esta lista —ordenó entregándole una hoja donde su perfecta caligrafía había anotado una serie de nombres. El secretario salió y el sacerdote se volvió hacia José—. ¿Cómo supo esta historia, padre Leal?
—Ya se lo dije, Eminencia. Es un secreto de confesión —sonrió José dando a entender que no deseaba hablar de ello.
—Si la policía decide interrogarlo, no aceptará esa respuesta.
—Correré ese riesgo.
—Espero que no sea necesario. Entiendo que usted ha sido detenido un par de veces, ¿no es así?
—Sí, Eminencia.
—No debe llamar la atención. Prefiero que por el momento no se de a notar.
—Estoy muy interesado en esto y deseo llegar hasta el final si usted me lo permite —replicó José enrojeciendo.
El anciano lo miró inquisitivamente durante algunos segundos, buscando sus motivos más profundos. Había trabajado con él por años y lo consideraba un elemento valioso dentro de la Vicaría, donde se requería gente fuerte, valiente y de corazón generoso como ese hombre vestido de obrero que sostenía sobre las rodillas una maleta llena de maldad. La recta mirada del sacerdote lo convenció de que no actuaba impulsado por la curiosidad o la soberbia, sino por el afán de encontrar la verdad.
—Tenga cuidado, Padre Leal, no sólo por usted, sino también por la posición de la Iglesia. No deseamos una guerra con el gobierno, ¿comprende?
—Perfectamente, Eminencia.
—Venga esta tarde a la reunión que he convocado. Si Dios lo permite, mañana usted abrirá esa mina.
El Cardenal se levantó de su sillón y acompañó al visitante hasta la puerta, caminando lentamente con una mano apoyada en el brazo musculoso de ese hombre que, como él, había elegido la dura misión de amar al prójimo más que a sí mismo.
—Vaya con Dios —lo despidió el anciano, estrechando su mano con energía, antes de que José iniciara el gesto de besarle el anillo.
Al anochecer se reunió en la oficina del Cardenal un grupo de personas escogidas. El hecho no pasó inadvertido a los ojos de la Policía Política y de los Cuerpos de Seguridad del Estado, quienes informaron al General en persona, pero no se atrevieron a impedirlo por instrucciones precisas de evitar conflictos con la Iglesia, carajo, estos curas malditos se meten donde nadie los manda, ¿por qué no se ocupan del alma y nos dejan a nosotros el gobierno? Pero déjenlos, no sea cosa que tengamos otro lío, dijo el General furioso, y averigüen qué diablos están tramando para ponernos el parche antes de la herida, antes que esos desgraciados empiecen a disparar pastorales desde el púlpito para joder a la patria y no quede más remedio que darles una lección, aunque eso no me haría ninguna gracia, yo soy católico, apostólico, romano y observante. No pienso pelearme con Dios.
No supieron lo hablado esa noche, a pesar de los micrófonos comprados en tierras bíblicas, que al ser colocados a tres cuadras de distancia, podían captar hasta los suspiros y jadeos de las parejas enamoradas en los hoteles lejanos; a pesar de los teléfonos intervenidos de todo el mundo para escuchar hasta la última intención murmurada en la vasta prisión del territorio nacional; a pesar de los agentes infiltrados en la misma residencia episcopal vestidos de exterminadores de cucarachas, repartidores de almacén, jardineros y hasta cojos, ciegos y epilépticos apostados en la puerta pidiendo limosna y bendición al paso de las sotanas. Se esmeraron los Cuerpos de Seguridad, pero sólo averiguaron que durante muchas horas permanecieron tras la puerta cerrada las personas de esta lista, mi General, y luego salieron de la oficina para entrar al comedor, donde se sirvió caldillo marino, ternera asada con papas al perejil y de postre una… ¡vaya al grano, Coronel, no me dé recetas de cocina sino lo que hablaron! Ni la menor idea, mi General, pero si le parece podemos interrogar al secretario. ¡No sea imbécil, Coronel!
A medianoche se despidieron en la puerta de la residencia del Cardenal las personas citadas, ante la mirada atenta de la policía apostada sin disimulo en la calle. Todos sabían que a partir de ese momento sus vidas corrían peligro, pero ninguno vaciló, estaban habituados a caminar al borde de un abismo. Desde hacía años trabajaban para la Iglesia. Menos José Leal, todos eran laicos y algunos tan descreídos que nunca tuvieron contacto con la religión hasta el Golpe Militar, cuando se unieron en el inevitable compromiso de resistir en la sombra. Al quedar solo, el Cardenal apagó las luces y se dirigió a su habitación. Había despachado temprano a su secretario y a todo el personal de servicio, porque no le gustaba que trasnochara. Los años le había acortado el sueño y prefería recogerse tarde, pasando sus veladas en la oficina dedicado al trabajo. Recorrió la casa verificando que las puertas estuvieran cerradas y los postigos corridos, porque desde el último estallido de bomba en su jardín tomaba algunas precauciones. Rechazó de plano la oferta del General de ponerle un equipo de guardaespaldas y tampoco aceptó un grupo de jóvenes voluntarios católicos para velar por su seguridad. Estaba convencido de que se vive hasta la hora señalada y ni un instante menos o más. Por otra parte, decía, los representantes de la Iglesia no pueden ir por el mundo en carros blindados y con chalecos antibala como los políticos, los jefes de la mafia y los tiranos. Si tenía éxito cualquiera de los atentados contra su persona, pronto otro sacerdote ocuparía su lugar para continuar su obra. Eso le daba una gran tranquilidad.
Entró en su dormitorio, cerró la gruesa puerta de madera, se quitó la ropa y se colocó el camisón de dormir. Recién en ese momento sintió el cansancio y el peso de la responsabilidad asumida, pero no se permitió ninguna duda. Se arrodilló en su reclinatorio, hundió la cara entre las manos y habló con Dios tal como hacía en cada instante de su vida, con la certeza profunda de ser escuchado y encontrar respuesta a sus interrogantes. Nunca le falló. A veces la voz de su Creador tardaba en hacerse oír o se manifestaba a través de tortuosos senderos, pero jamás enmudecía del todo. Durante largo rato estuvo sumido en la oración hasta que sintió los pies de hielo y la carga de los años abrumándole la espalda. Recordó que ya no estaba en edad de exigir tanto esfuerzo a sus huesos y se sumió en la cama con un suspiro satisfecho, porque el Señor había aprobado sus decisiones.
Amaneció un miércoles asoleado como día de pleno verano.
La comisión llegó a Los Riscos en tres automóviles, dirigida por el Obispo Auxiliar y guiados por José Leal, quien había marcado la ruta en un mapa según las instrucciones de su hermano. Los periodistas, los representantes de organismos internacionales y los abogados eran observados a la distancia por los agentes del General que desde la noche anterior no les perdían el rastro.
Irene quiso ser de la partida a nombre de su revista, pero Francisco se lo impidió. Ellos no contaban con protección, como era el caso del resto de la comitiva, cuya posición ofrecía cierta seguridad. Si eran relacionados con el descubrimiento de los cadáveres, no habría esperanza de salir con vida y eso podía ocurrirles, porque ambos estuvieron presentes cuando Evangelina levantó por los aires al Teniente Ramírez, los vieron rondar preguntando por la joven desaparecida y mantuvieron contacto con la familia Ranquileo.
En las cercanías de la mina se detuvieron los coches. José Leal fue el primero en arremeter contra los escombros de la entrada, aprovechando sus brazos de oso y su entrenamiento en labores pesadas. Los otros lo imitaron y en pocos minutos hicieron un hueco mientras a lo lejos los Cuerpos de Seguridad se comunicaban por radio para informarle que los sospechosos se encuentran violando la mina clausurada a pesar de los letreros de advertencia, esperamos instrucciones mi General, cambio y fuera. Limítense a observar, tal como les ordené y no se les ocurra intervenir, pase lo que pase no se metan con ellos, cambio y fuera.
Decidido a tomar la iniciativa, el Obispo Auxiliar fue el primero en entrar a la mina. No era ágil, pero logró contorsionarse como una mangosta para introducir las piernas y luego deslizar el resto del cuerpo al interior. La pestilencia lo golpeó como un mazazo, pero no fue hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra y divisó los restos de Evangelina Ranquileo, que lanzó la exclamación que atrajo a los demás. Le ayudaron a salir, lo pusieron en pie y lo condujeron a la sombra de los árboles para que recuperara el aliento. Entretanto José Leal improvisó antorchas de papel de periódico enrollado, sugirió a todos cubrirse la cara con pañuelos y los condujo uno por uno a la sepultura, donde semiarrodillados cada uno de los presentes pudo ver el cuerpo en descomposición de la muchacha y el surtidero de huesos entrelazados, cabellos, harapos. Bastaba remover un poco las piedras y rodaban nuevos restos humanos. Al salir nadie se sintió capaz de hablar, temblorosos, lívidos, se miraban tratando de comprender la magnitud del hallazgo. José Leal fue el único con ánimo suficiente para cerrar la entrada, pensando en los perros que podrían husmear entre los huesos o que, advertidos por el boquete abierto, los autores de esos crímenes se supieran descubiertos e hicieran desaparecer las pruebas, precaución inútil, porque a doscientos metros, dentro de un furgón, la policía los espiaba con catalejos traídos de Europa y máquinas de rayos infrarrojos llegadas de los Estados del Norte lo cual permitió al Coronel enterarse del contenido de la mina casi al mismo tiempo que el Obispo Auxiliar; pero las instrucciones de mi General son clarísimas: no se metan con los curas, esperen que den el próximo paso a ver qué mierda se proponen, después de todo no son sino unos pocos muertos desconocidos.
La comisión regresó a la ciudad temprano y después de jurar no hacer comentarios, se dispersó hasta la tarde, cuando debía reunirse de nuevo con el Cardenal para rendirle cuentas de su gestión.
Esa noche la luz del Arzobispado permaneció encendida hasta el amanecer, ante el desconcierto de los soplones trepados en los árboles de la calle con sus aparatos adquiridos en el Lejano Oriente para ver en la oscuridad a través de las paredes, pero aún no sabemos qué se proponen, mi General, ya empezó el toque de queda y siguen hablando y tomando café, si usted lo ordena entramos, allanamos y detenemos a todo el mundo, ¿qué dice? ¡Hombres, no sean huevones!
Al amanecer se dispersaron los visitantes y el prelado los despidió en la puerta. Sólo él se veía impertérrito porque su alma estaba en paz y no conocía el temor. Se acostó un rato y después del desayuno llamó por teléfono al presidente de la Corte Suprema para solicitarle que recibiera en la mayor brevedad posible a tres enviados suyos, portadores de una carta de gran importancia. Una hora después el sobre estaba en manos del juez, quien deseaba encontrarse en otro extremo del mundo, lejos de esa bomba de tiempo que inevitablemente explotaría:
Señor Presidente de la Corte Suprema Presente.
Señor Presidente: Días atrás una persona comunicó a un sacerdote, bajo secreto de confesión, tener conocimiento y haber comprobado la existencia de varios cadáveres que se encuentran en un lugar cuya ubicación le proporcionó. Ese sacerdote, autorizado por quien le informaba, puso los antecedentes en conocimiento de las autoridades eclesiásticas.
Con el objeto de verificar la información, en el día de ayer una comisión integrada por quienes suscriben, los señores directores de las revistas Acontecer y Semana, respectivamente, así como funcionarios de la Oficina de Derechos Humanos, alcanzamos hasta el lugar señalado por el informante. Se trata de una antigua mina, actualmente abandonada, en los faldeos de los cerros próximos a la localidad de Los Riscos.
Llegados al lugar, después de remover material árido que tapaba la boca de la mina, hemos comprobado la existencia de restos humanos que corresponderían a un número indeterminado de personas. Verificada esta circunstancia hemos interrumpido nuestra inspección del sitio, pues nuestro objetivo consistió solamente en apreciar la seriedad de la denuncia recibida y no podemos avanzar más en una tarea propia de investigación judicial.
Sin embargo, estimamos que las características del lugar y la ubicación de los restos cuya existencia hemos constatado, hacen verosímil la información sobre la eventual existencia de alto número de víctimas.
La alarma pública que pueden provocar estos antecedentes, nos ha inducido a ponerlos directamente en conocimiento de la más alta autoridad judicial del país, a fin de que el Excmo. Tribunal adopte las medidas para una rápida y exhaustiva investigación.
Saludan atentamente al Sr. Presidente,
Alvaro Urbaneja (Obispo Auxiliar)
Jesús Valdovinos (Vicario Episcopal)
Eulogio García de la Rosa (Abogado)
El juez conocía al Cardenal. Adivinó que no se trataba de una escaramuza, sino que estaba dispuesto a dar la batalla de frente. En ese caso debía contar con todos los ases en la manga, pues era demasiado astuto como para no ponerle ese montón de huesos entre las manos y emplazarlo a aplicar la ley sin estar muy seguro. No se requería gran experiencia para concluir que los autores de esos crímenes actuaron amparados por el sistema represivo y por eso la Iglesia intervenía sin confiar en la Justicia. Se secó el sudor de la frente y el cuello, echó mano de sus píldoras para el sofoco y la taquicardia temiendo que había llegado su hora de la verdad después de tantos años de sortear la justicia de acuerdo a las instrucciones del General, de tantos años perdiendo expedientes y enredando a los abogados de la Vicaría en una maraña burocrática, de tantos años fabricando leyes con efecto retroactivo para delitos recién inventados; hubiera sido mejor retirarme a tiempo, jubilarme cuando todavía resultaba posible hacerlo con dignidad, irme a cultivar mis rosas en paz y pasar a la historia sin esta carga de culpas y vergüenzas que no me dejan dormir y me asedian durante el día en cada descuido, a pesar de que no lo hice por ambición personal, sino por servir a la patria tal como me lo pidió el General a pocos días de asumir el mando; pero ahora es tarde, esa maldita mina se abre ante mis pies como mi propia tumba y esos muertos no podrán ser callados como tantos otros si el Cardenal decidió intervenir; debí retirarme el día del Pronunciamiento Militar, cuando bombardearon el Palacio de los Presidentes, encarcelaron a los ministros, disolvieron el Congreso y los ojos del mundo esperaban que alguien diera la cara para defender la Constitución; ese mismo día debí irme a la casa alegando que estaba viejo y enfermo, eso debí hacer en vez de ponerme a las órdenes de la Junta de Comandantes y empezar la purga en mis propios tribunales.
El primer impulso del Presidente de la Corte Suprema fue llamar al Cardenal y proponerle un acuerdo, pero en seguida comprendió que el asunto sobrepasaba su capacidad de negociación. Tomó el teléfono, marcó el número secreto y se comunicó directamente con el General.
Trazaron un círculo de hierro, cascos y botas alrededor de la mina de Los Riscos, pero no pudieron impedir que el rumor volara incontrolable de boca en boca, de casa en casa, de valle en valle, hasta que se supo en todas partes y un hondo estremecimiento sacudió a la patria. Los soldados mantuvieron alejados a los curiosos, pero no se atrevieron a cortar el paso al Cardenal y su comitiva, como hicieron con los periodistas y los observadores de las potencias extranjeras, atraídos por el escándalo de aquella masacre. A las ocho de la mañana del viernes el personal del Departamento de Investigaciones, con mascarillas y guantes de goma, procedió a la extracción de las terribles pruebas, por instrucciones de la Corte Suprema, que a su vez las recibió del General: abran la maldita mina saquen el montón de muertos y aseguren a la opinión pública que castigaremos a los culpables, después veremos, la gente tiene mala memoria. Llegaron en una camioneta con grandes bolsas de plástico amarillo y un equipo de albañiles para remover los escombros. Anotaron todo en estricto orden y concierto: un cuerpo humano de sexo femenino en avanzado estado de descomposición, cubierto con una manta oscura, un zapato, restos de pelo, huesos de una extremidad inferior, un omóplato, húmero vértebras, un tronco con ambas extremidades superiores, un pantalón, dos cráneos, uno completo y otro sin mandíbula, una pieza dentaria con tapaduras de metal, más vértebras restos de costillas, un tronco con trozos de ropa, camisa y medias de diversos colores, una cresta ilíaca y varias osamentas más, todo lo cual completó treinta y ocho bolsas debidamente selladas, numeradas y transportadas a la camioneta. Tuvieron que realizar varios viajes para llevarlas al Instituto Médico. El Ministro en Visita contó al ojo catorce cadáveres a juzgar por el número de cabezas encontradas, pero no descartó la atrocidad de que al cavar con mayor esmero aparecieran otros cuerpos ocultos bajo capas sucesivas de tiempo tierra. Alguien hizo la broma macabra de que si escarbaban un poco más surgirían esqueletos de conquistadores, momias de incas y fósiles de Cromagnon, pero nadie sonrió porque la pesadumbre se había instalado en todos los ánimos.
Desde temprano empezó a llegar la gente, acercándose hasta el límite marcado por los fusiles y se apostaron detrás los soldados. Primero fueron las viudas y los huérfanos de la región, cada uno con un trapo negro atado al brazo izquierdo en señal de duelo, más tarde acudieron los demás, casi todos campesinos de la localidad de Los Riscos. Cerca del mediodía llegaron autobuses de los barrios marginales de la capital. La aflicción flotaba en el aire como un anticipo de tormenta, inmovilizando a los pájaros en su vuelo. Muchas horas aguardaron bajo un sol lívido que esfumaba los contornos de las cosas y los colores del mundo, mientras las bolsas iban llenándose. A la distancia intentaban reconocer un zapato, una camisa, un mechón de cabellos. Los que poseían mejor vista pasaban el dato a los demás: apareció otro cráneo, éste tiene pelo canoso, podría ser del compadre Flores, ¿se acuerdan de él? Ahora cierran otro bulto, pero no han terminado, están sacando más, dicen que se llevarán los restos a la Morgue y allá podremos mirarlos de cerca, ¿y eso cuánto cuesta? No lo sé, algo tendremos que pagar, ¿cobran por reconocer a sus propios muertos? No, hombre, eso debe ser gratis. Toda la tarde se fue juntando gente hasta formar una muchedumbre sobre la colina, oyendo el sonido de las palas y los picos hurgando la tierra, el ir y venir de la camioneta oficial, el tráfico de policías, funcionarios y abogados, los motines de los periodistas que no tuvieron permiso para acercarse. Al ponerse el sol se elevó un coro de voces para cantar una oración fúnebre. Hubo quien armó una improvisada tienda de mantas, dispuesto a quedarse allí por tiempo indefinido, pero los guardias lo corrieron a culatazos antes que otros imitaran su idea. Eso fue poco antes de la aparición del Cardenal, quien cruzó la barrera de soldados en el coche del arzobispado haciendo caso omiso de las señales de detenerse, bajó del vehículo y echó a andar a grandes trancos para colocarse frente a la camioneta, donde estuvo contando las bolsas con ojos implacables mientras el Ministro en Visita improvisaba explicaciones. Cuando partió la última carga de bultos de plástico amarillo y la policía ordenó desalojar la zona, ya había caído la noche y la gente echó a andar en la oscuridad emprendiendo el regreso. Unos a otros se contaban su drama particular, comprobando que todas las desgracias eran similares.
Al día siguiente en las oficinas del Instituto Médico se agolpaban los viajeros de todas partes del país con la esperanza de identificar a sus muertos, pero les impidieron el paso hasta nueva orden, como indicó el General, porque una cosa es desenterrar cadáveres y otra muy distinta exhibirlos para que todo el mundo los vea como si esto fuera una feria, qué se han imaginado estos pendejos, échele tierra a este asunto, Coronel, antes que se me acabe la paciencia.
—¿Y qué hacemos con la opinión pública, los diplomáticos y la prensa, mi General?
—Lo de siempre, Coronel. En la guerra no se cambia de estrategia. Hay que aprender de los emperadores romanos…
En la calle de la Vicaría se sentaron cientos de personas con los retratos de sus seres perdidos en la mano, murmurando incansables, ¿dónde están? Mientras, un grupo de curas obreros y monjas en pantalones ayunaban en la Catedral apoyando el clamor de todos. El domingo en los púlpitos se leyó la pastoral redactada por el Cardenal y por primera vez en tan largo y sombrío tiempo, la gente se atrevió a volverse hacia el vecino para llorar en compañía. Se llamaban para comentar los casos multiplicados hasta perder la cuenta. Organizaron una procesión para rezar por las víctimas y antes que las autoridades alcanzaran a darse cuenta de lo ocurrido, una muchedumbre incontenible avanzó por las calles llevando banderas y carteles donde pedían libertad, pan y justicia. Comenzó como tenues hilos humanos brotando de las poblaciones marginales. Se juntaron poco a poco, se engrosaron las filas, se apretaron en compacta masa y fueron cantando a toda voz los himnos religiosos y las consignas políticas calladas por tantos años que ya las creían para siempre olvidadas. Se aglomeró el pueblo en iglesias y cementerios, únicos sitios donde hasta entonces la policía no entraba con sus equipos de guerra.
—¿Qué hacemos con ellos, mi General?
—Lo de siempre, Coronel —replicó desde las profundidades del búnker.
Entretanto la televisión porfiaba con sus programas habituales de música ligera, concursos, sorteos y películas de amor y risa. Los periódicos entregaban los resultados de los juegos de pelota y el noticiario mostraba al Jefe Supremo de la nación cortando la cinta de una nueva sede bancaria.
Pero en pocos días el anuncio del hallazgo en la mina y las fotografías de los cadáveres circulaban por el mundo a través de los teletipos. Las agencias de prensa se apoderaron de ellas y las enviaron de vuelta a su país de origen, donde fue imposible sofocar por más tiempo el escándalo, a pesar de la censura y de las explicaciones fantásticas de las autoridades. Todos vieron en sus pantallas al engolado locutor leyendo la versión oficial: eran terroristas ejecutados por sus propios secuaces; pero nadie dudó que se trataba de prisioneros políticos asesinados. El horror se comentó entre pilas de verduras y frutas en los mercados, entre alumnos y maestros en las escuelas, entre los obreros en las fábricas y hasta en los cerrados salones de la burguesía, donde para algunos fue una sorpresa des cubrir que algo marchaba muy mal en el país. El murmullo temeroso que durante tantos años anduvo escondiéndose detrás de las puertas y los postigos cerrados, por primera vez salió a la calle gritando a voces y ese lamento, aumentado por mil casos nuevos surgidos a la luz, sacudió a todos los espíritus. Sólo los más indolentes pudieron, una vez más, ignorar los signos y continuar impasibles. Beatriz Alcántara fue una de ellos.
El lunes a la hora del desayuno, Beatriz encontró a su hija leyendo el periódico en la cocina y notó sus brazos cubiertos de ronchas.
—¡Tienes peste!
—Es alergia, mamá.
—¿Cómo lo sabes?
—Me lo dijo Francisco.
—¡Ahora los fotógrafos diagnostican! ¿Dónde iremos a parar?
Irene no respondió y su madre observó de cerca las ronchas comprobando que en verdad no parecían contagiosas y posiblemente el tipo ése tuviera razón, era sólo una erupción provocada por la primavera. Tranquilizada, tomó una parte de la prensa para darle un vistazo y sus ojos tropezaron con el enorme titular encabezando la primera página: Desaparecidos ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Sorbió su jugo de naranja algo sorprendida, porque incluso para una persona como ella, eso resultaba chocante. Sin embargo, estaba harta de escuchar por todos lados el cuento de Los Riscos y aprovechó la oportunidad para comentarlo con Rosa y su hija: hechos como aquél eran lógicos en una guerra como la librada por los patrióticos militares contra el cáncer marxista, en todas las batallas existen bajas, lo mejor es olvidar el pasado y construir el futuro, hacer borrón y cuenta nueva, no hablar más de desaparecidos, darlos simplemente por muertos y resolver de una vez los problemas legales.
—¿Por qué no haces lo mismo con papá? —preguntó Irene rascándose a dos manos.
Beatriz ignoró el sarcasmo. Estaba leyendo el artículo en voz alta: Lo importante es avanzar en el camino del progreso procurando cicatrizar las heridas y superar animosidades, para lo cual no ayuda la rebusca de cadáveres. Gracias a las acciones emprendidas por las Fuerzas Armadas, fue posible programar la nueva etapa que vive la nación. El período de emergencia felizmente superado se caracterizó por el ejercicio de amplísimas facultades de la autoridad establecida, que actuaba en diversos niveles con todo el poder necesario para imponer el orden y restablecer la convivencia cívica.
—Estoy totalmente de acuerdo —agregó Beatriz—. ¿Cuál es el afán de identificar esos cuerpos de la mina y buscar culpables? Eso ocurrió hace varios años, son muertos añejos.
Por fin gozaban de bienestar, podían comprar a su regalado antojo, no como antes que debían hacer cola hasta para un miserable pollo, ahora resultaba fácil conseguir servicio doméstico y se acabó la efervescencia socialista, tan perjudicial en el pasado. El pueblo debiera trabajar más y hablar menos de política. Tal como dijo brillantemente el Coronel Espinoza y ella memorizó: Luchemos juntos por este país tan lindo, que tiene un sol tan lindo, cosas tan lindas y una libertad tan linda.
Rosa se encogió de hombros en el lavaplatos e Irene sintió aumentar el escozor en todo su cuerpo.
—No te rasques, te harás daño y cuando llegue Gustavo parecerás una leprosa.
—Gustavo volvió anoche, mamá.
—¡Ah! ¿Y por qué no me lo habías dicho? ¿Cuándo se casan?
—Nunca —respondió Irene.
Beatriz se quedó con la taza a media altura entre el platillo y los labios. Conocía a su hija lo suficiente como para saber cuándo sus decisiones eran irrevocables. El brillo de sus ojos y el tono de su voz le indicaron que la causa de esa alergia no era un problema amoroso, sino de otra índole. Pasó revista a los últimos días y dedujo que algo anormal acontecía en la vida de Irene. No tenía los horarios habituales, desaparecía durante el día y regresaba descompuesta de fatiga y con el automóvil cubierto de polvo, había abandonado sus faldas gitanas y sus abalorios de pitonisa para vestirse como un muchacho, comía poco y en las noches despertaba gritando; sin embargo, Beatriz estuvo lejos de relacionar esos signos con la mina de Los Riscos. Quiso averiguar más, pero la joven terminó de pie su café y partió diciendo que realizaría un reportaje fuera de la ciudad y no regresaría hasta el anochecer.
—¡El fotógrafo tiene la culpa, estoy segura! —exclamó Beatriz cuando su hija salió.
—Adonde el corazón se inclina, el pie camina —replicó Rosa.
—Le compré un ajuar de lujo y ahora me sale con esta novedad. ¡Tantos años de amores con Gustavo para pelearse a última hora!
—No hay mal que por bien no venga, señora.
—¡Ya no te aguanto, Rosa! —salió Beatriz con un portazo.
Nada dijo Rosa de cuanto había visto la noche anterior, cuando regresó el Capitán después de tantos meses de ausencia y la niña Irene lo recibió como a un desconocido, me bastó ver su cara para saber que lo mejor sería despedirme del vestido de novia y mis planes de criar niños rubios de ojos azules en los días de mi vejez. El hombre propone y Dios dispone. Si una mujer ofrece la mejilla para que su novio no la bese en la boca, hasta un ciego puede ver que que ya no siente amor; si lo lleva al salón, se sienta lo más lejos posible y lo queda mirando en silencio, es que piensa decírselo allí mismo sin rodeos, tal como tuvo que oírlo el Capitán: lo siento mucho, pero no me casaré contigo porque estoy amando a otro; así se lo dijo y él nada respondió, pobre, me da lástima, se sonrojó mucho y le temblaba la barbilla como una criatura a punto de echarse a llorar, yo lo vi por el resquicio de la puerta entreabierta y no lo hice por curiosidad, Dios me libre, sino porque tengo derecho a conocer los problemas de mi chiquilla, si no, ¿cómo la podré ayudar? No en balde la he cuidado y querido mucho más que su propia madre. Se me encogió el corazón cuando vi a ese muchacho sentado en el borde del sofá con los paquetes envueltos en papel de regalo, su pelo recién cortado, sin saber dónde meter ese amor que anduvo juntando todos estos años para Irene; buenmozo me pareció, alto y elegante como un príncipe, bien vestido como siempre anda él, tieso como un palo de escoba, un verdadero caballero, pero de poco le vale su pinta de galán, porque la niña no se fija en esas cosas y menos ahora que está enamorada del fotógrafo; camarón que se duerme se lo lleva la corriente, no debió irse Gustavo dejándola sola por tantos meses. Yo no entiendo a estas parejas modernas, en mis tiempos no había tanta libertad y todo funcionaba como es debido: la mujer callada en su casa. Las novias esperaban bordando sábanas y no andaban encaramadas al anca de las motocicletas de otros hombres; eso debió prevenirlo el Capitán en vez de partir de viaje tan tranquilo, yo lo vi desde el principio y se lo dije ausencias causan olvidos; pero nadie me hizo caso, me miraron con lástima, como si yo fuera una estúpida, pero no tengo ni un pelo de tonta, más sabe el diablo por viejo que por diablo. Creo que Gustavo adivinó que estaba frito, no había nada que hacer, ese amor estaba muerto y enterrado. Le sudaba las manos cuando puso sus paquetes sobre la mesa de la sala preguntó si aquella decisión era definitiva, escuchó la respuesta y se marchó sin mirar hacia atrás y sin averiguar el nombre de su rival, como si en el fondo supiera que no podía ser sino Francisco Leal. Estoy amando a otro, fue todo lo que dijo Irene y debe haber sido suficiente, porque bastó para hacer trizas un noviazgo que duraba no me acuerdo cuántos años. Estoy amando a otro, dijo mi niña, y sus ojos brillaron con una luz que nunca antes vi en ellos.
Al cabo de una semana la noticia de Los Riscos había cedido su lugar a otras, barrida por el afán de alimentar la curiosidad del público con tragedias nuevas. Tal como pronosticó el General, el escándalo empezaba a olvidarse, ya no ocupaba la primera página de los periódicos y sólo aparecía en algunas revistas opositoras de circulación restringida. Así las cosas, Irene decidió buscar pruebas y agregar detalles al caso para mantener vivo el interés con la esperanza de que el clamor popular fuera más fuerte que el miedo. Señalar a los asesinos y encontrar los nombres de los cadáveres se convirtió para ella en una obsesión. Sabía que un paso en falso o un revés de la suerte bastarían para acabar con su vida, pero estaba resuelta a impedir que los crímenes fueran borrados por el silencio de la censura y la complicidad de los jueces. A pesar de la promesa hecha a Francisco de permanecer en la sombra, se sintió atrapada en su propia exaltación.
Cuando Irene llamó al Sargento Faustino Rivera para invitarlo a almorzar con el pretexto de un reportaje sobre accidentes en las carreteras, conocía sus riesgos, por lo mismo partió sin advertir a nadie, con la sensación de dar un paso temerario, pero ineludible. La larga pausa del Sargento al responder en el teléfono, puso en claro que sospechaba que era sólo una excusa para abordar otros temas, pero también para él los muertos de la mina constituían una pesadilla y deseaba compartirla.
Se citaron a dos cuadras de la plaza del pueblo, en el mismo parador donde antes se encontraran. El olor a carbón y carne asada invadía las calles adyacentes. En la puerta, amparado bajo un alero de tejas, el Sargento esperaba vestido de civil. Irene tuvo alguna dificultad en reconocerlo, pero él la recordaba con precisión e hizo el primer gesto de saludo. Se jactaba de ser hombre observador, acostumbrado a retener los más pequeños detalles, indispensable virtud en su profesión de policía. Notó los cambios en la apariencia de la joven y se preguntó dónde quedaron sus pulseras escandalosas, sus faldas de vuelos y el dramático maquillaje de sus ojos que tanto lo impactaron cuando la conoció. La mujer que tenía delante, con el cabello recogido en una trenza, pantalón de dril y un enorme bolso colgando al hombro, apenas guardaba alguna semejanza con la imagen anterior. Se instalaron en una discreta mesa al fondo del patio, bajo la sombra de tupidas trinitarias.
Durante la sopa, que Irene Beltrán no probó, el Sargento mencionó algunas estadísticas sobre las víctimas del tránsito en esa región, sin dejar de examinar a su anfitriona con rabillo del ojo. Notó su impaciencia, pero no le dio pie para derivar la conversación por el sendero deseado hasta estar bien seguro de sus intenciones. La aparición de un cochino dorado y crujiente, reposando en un lecho de papas con una zanahoria en el hocico y ramas de perejil en las orejas, trajo a la memoria de Irene el cerdo faenado en casa de los Ranquileo y una oleada de náusea subió por su garganta. Los sobresaltos de su estómago la atormentaban desde el día que entró a la mina. Apenas se llevaba algo a la boca volvía a ver el cuerpo en descomposición, a percibir el inolvidable hedor, a estremecerse con el mismo espanto de aquella noche.
Agradeció ese momento de silencio y procuró apartar la vista de los bigotes manchados de grasa tibia y los grandes dientes de su invitado.
—Supongo que está enterado de los muertos en la mina Los Riscos —dijo por último buscando una forma directa de empezar el tema.
—Afirmativo, señorita.
—Dicen que uno de ellos es Evangelina Ranquileo.
El hombre se sirvió otro vaso de vino y se echó a la boca un nuevo trozo de lechón. Ella presintió que tenía la situación bajo control, porque si Faustino Rivera no tuviese intenciones de hablar, habría rechazado la entrevista. El hecho de estar allí era prueba suficiente de su buena disposición. Le dio tiempo de tragar algunos bocados y en seguida puso a funcionar sus trucos de periodista y su coquetería natural, para obligarlo a soltar la lengua.
—A los revoltosos hay que joderlos, con perdón de la palabra, señorita. Esa misión nos corresponde a nosotros y un alto honor cumplirla. Los civiles se sublevan con cualquier pretexto, hay que desconfiar de ellos y aplicarles mano dura como dice mi Teniente Ramírez. Pero tampoco se trata de matar sin legalidad, porque esto sería una carnicería.
—¿Y no lo ha sido, Sargento?
No, él no está de acuerdo, son calumnias de los traidores a la patria, infamias de los soviéticos para desprestigiar al gobierno de mi General, es el colmo prestar atención a esos rumores; unos pocos cadáveres hallados en el fondo de una mina no significa que todos los uniformados sean asesinos; él no niega la existencia de algunos fanáticos, pero no es justo echar la culpa a todos y, además, es preferible algunos abusos a que las Fuerzas Armadas vuelvan a los cuarteles, abandonando al país en manos de los políticos.
—¿Sabe lo que pasaría si mi General cayera, ni Dios lo permita? Se levantarían los marxistas y pasarían a cuchillo a todos los soldados con sus mujeres y niños. Nos tienen señalados. A todos nos matarían. Ese es el pago por cumplir con nuestro deber.
Irene lo escuchaba en silencio, pero al cabo de un rato se le agotó la paciencia y decidió acorralarlo de una vez por toda.
—Oiga, Sargento, déjese de rodeos. ¿Por qué no me dice lo que tiene en mente?
Y entonces el hombre, como si hubiera estado esperando esa señal, bajó sus defensas y le repitió lo que antes contara a Pradelio Ranquileo sobre la suerte de su hermana y le habló de sus sospechas, nunca antes formuladas en voz alta. Volvió a esa madrugada fatídica, cuando el Teniente Juan de Dios Ramírez regresó al retén después de llevarse a la prisionera. Ese día faltaba una bala en su revólver. Era obligación informar al cabo de guardia cuando disparaban las armas de servicio, para dejar constancia en un libro especial de armamento. Durante los primeros meses después del Pronunciamiento Militar, explicó el Sargento, hubo desorden en los registros, pues resultaba imposible llevar la cuenta de cada munición disparada por los fusiles, las carabinas y los revólveres de la Tenencia, pero apenas las cosas se normalizaron, volvieron a las antiguas rutinas. Por eso cuando el Teniente tuvo que dar una explicación, dijo que había matado a un perro rabioso. También escribió en el Libro de Guardia que la muchacha fue puesta en libertad a las siete de la mañana, retirándose por su voluntad.
—Lo cual no es cierto, señorita, según consta en mi libreta de anotaciones —agregó el Sargento con la boca llena de comida, pasándole una pequeña agenda de sobadas tapas—. Mire aquí está todo, también puse que nos veríamos hoy y escribí nuestra conversación hace un par de semanas, ¿se acuerda? Yo no olvido nada, todo se puede leer aquí.
Al tomar la libreta Irene tuvo la impresión de que pesaba como una piedra. La observó aterrada, sintiendo con nitidez el impacto del presentimiento. Estuvo a punto de rogarle que la destruyera, pero apartó esa idea de su mente, esforzándose por actuar en forma razonable. Durante los últimos días había tenido con frecuencia esos inexplicables impulsos que la inducían a dudar de su cordura.
El Sargento le contó que el Teniente Ramírez firmó su declaración y ordenó al Cabo Ignacio Bravo hacer lo mismo. Nada dijo de haberse llevado a Evangelina Ranquileo durante la noche ni sus hombres se lo preguntaron, porque conocían de sobra su mala disposición y no deseaban ir a parar a la celda de los incomunicados, como Pradelio.
—Era un buen muchacho, Ranquileo —dijo el Sargento.
—¿Era?
—Dicen que murió.
Irene Beltrán ahogó una exclamación de desaliento. La noticia desbarataba sus planes. Su paso siguiente era encontrar a Pradelio Ranquileo y convencerlo de presentarse ante los tribunales. Era tal vez el único testigo de lo ocurrido en Los Riscos dispuesto a declarar contra el Teniente y a explicar los asesinatos, porque su deseo de vengar a su hermana podría vencer el miedo a las consecuencias. El Sargento repitió el rumor de que Pradelio había caído por un barranco en la montaña, aunque en honor a la verdad él no estaba seguro, pues nadie vio su cadáver. Al comenzar la segunda botella de vino, Rivera ya había depuesto toda prudencia y empezó a enhebrar sus sospechas, lo primero es la patria, pero en este caso no está en juego y la justicia pasa antes, digo yo, aunque a mí me amenacen, pierda mi carrera y acabe arando la tierra como mis hermanos. Estoy decidido a llegar hasta el fin, iré a la Corte, juraré sobre la bandera y la Biblia, le contaré la verdad a la prensa. Por eso anoté todo en mi libreta: la fecha, la hora, todos los pormenores. Siempre la llevo debajo de la camiseta, me gusta sentirla contra el pecho y hasta duermo con ella porque una vez me la quisieron robar. Estas anotaciones valen oro, señorita, son las pruebas que otros quisieran borrar, pero ya se lo dije, yo nunca olvido. Se la mostraré al juez si es necesario, porque Pradelio y Evangelina merecen justicia, eran mis parientes.
El Sargento puede imaginar lo ocurrido la noche de la desaparición de Evangelina como si lo viera en una película. El Teniente Ramírez condujo por la carretera silbando, siempre silba cuando está nervioso; iría pensando en el camino, aunque conoce bien la región y sabe que a esa hora no encontraría otros vehículos. Es un conductor prudente. Calcula que cuatro o cinco minutos después de cruzar el portón y despedirse con un gesto del Cabo Ignacio Bravo, de guardia en la puerta, llegó a la carretera principal y tomó la dirección al Norte. Algunos kilómetros más allá se desvió por el camino a la mina, una ruta mala, sin pavimento y llena de huecos, por eso regresó con la camioneta mugrienta y las ruedas embarradas. Supone que el oficial eligió un sitio apropiado para detenerse lo más cerca posible de la mina. No apagó las luces porque necesitaba las dos manos libres y la linterna le resultaba incómoda.
Fue a la parte trasera, quitó la lona y vio la silueta de la muchacha. Debe haber sonreído con ese gesto torcido que sus subalternos conocen y temen. Apartó el pelo del rostro de Evangelina y pudo apreciar su perfil, el cuello, los hombros, los senos de colegiala. Le pareció que a pesar de los hematomas y las costras se veía hermosa, como todas las jóvenes bajo las estrellas. Sintió un calor conocido entre las piernas y respiró agitadamente, se rió socarrón, qué bestia soy murmuró.
—Disculpe mi franqueza, señorita —se interrumpió Faustino Rivera chupando los últimos huesos del almuerzo.
El Teniente Juan de Dios Ramírez tocó el pecho de la joven y tal vez comprobó que aún respiraba. Tanto mejor para él, tanto peor para ella. El Sargento parece estar viendo con sus propios ojos cuando su superior, maldito sea, sacó el arma y la colocó sobre la caja de herramientas junto a la linterna, se abrió el cinturón de cuero y el cierre de los pantalones y se abalanzó sobre ella con una violencia inútil, pues no encontró resistencia. La penetró apresuradamente, aplastándola contra el piso metálico de la camioneta, estrujando, arañando, mordiendo a la niña perdida bajo la mole de sus ochenta kilos, los correajes del uniforme, las pesadas botas, recuperando así el orgullo de macho que ella le arrebató ese domingo en el patio de su casa. Piensa en ello el Sargento Rivera y se descompone, porque tiene una hija de la misma edad de Evangelina. Cuando terminó debe haber descansado sobre la prisionera hasta notar que ella no hacía el menor movimiento, no se quejaba y tenía los ojos abiertos fijos en el cielo, asombrados de su propia muerte. Entonces se acomodó la ropa, la tomó por los pies y la haló hasta el suelo. Buscó la linterna y el arma, dirigió el haz de luz hacia la cabeza, acercó el cañón del revólver y después de quitar el seguro disparó a quemarropa, recordando aquella mañana lejana en que con un gesto similar dio el tiro de gracia a su primer fusilado. Con el chuzo y la pala despejó la entrada de la mina, llevó el cadáver envuelto en el poncho, lo introdujo de cualquier manera arrastrándolo hasta el túnel de la derecha, lo tapó con escombros y piedras y luego se retiró.
Antes de irse volvió a cerrar la entrada de la mina, con el pie emparejó la tierra para cubrir la mancha oscura y los pedazos de materia blanda salpicados en el sitio del disparo y recorrió cuidadosamente el lugar hasta encontrar el casquillo de la bala, que guardó en el bolsillo de su guerrera para dar cuenta al control de municiones, de acuerdo al reglamento. En ese instante debió inventar el cuento del perro rabioso. Plegó la lona, la puso en la parte posterior de la camioneta, juntó las herramientas, se acomodó el revólver en la cartuchera y echó una última mirada a su alrededor para verificar que no había rastros de su acción. Subió al vehículo y enfiló por la carretera rumbo a la Tenencia. Iba silbando.
—Como le dije, señorita, siempre silba cuando está nervioso —terminó el Sargento Rivera—. Admito no tener pruebas de cuanto le he contado, pero podría jurar por la memoria de mi santa madre, que en paz descanse, que las cosas ocurrieron más o menos así.
—¿Quienes son los otros muertos de la mina? ¿Quién los mató?
—No sé. Pregunte a los campesinos de la zona. Por aquí desaparecieron muchos. Vaya donde la familia Flores…
—¿Está seguro de que se atreve a repetir en un juicio todo esto que ha dicho?
—Sí. Estoy seguro. El peritaje balístico y la autopsia de Evangelina probarán que tengo razón.
Irene pagó la cuenta, con disimulo colocó la grabadora en su bolso y se despidió de su invitado. Al estrechar su mano sintió el mismo malestar irracional que la invadiera al tomar la libreta. No pudo mirarlo a los ojos.
El Sargento Faustino Rivera no alcanzó a prestar declaración ante el juez, porque esa misma noche lo arrolló una camioneta blanca que se dio a la fuga, matándolo en forma instantánea. El único testigo presencial, el Cabo Ignacio Bravo, aseguró que todo sucedió muy rápido y no alcanzó a fijarse en la placa del vehículo ni en el conductor. La libreta nunca apareció.
Irene buscó la casa de los Flores. Era de madera y planchas de cinc, igual a todas las demás de por allí. La propiedad formaba parte de un asentamiento de agricultores pobres que se beneficiaron con algunas hectáreas de tierra durante la reforma agraria, pero a quienes después se las quitaron, dejándoles sólo los pequeños huertos familiares. El largo camino que cruzaba el valle uniendo las parcelas, fue trazado por los campesinos con el trabajo de toda la comunidad, incluso de los ancianos y los niños, que contribuyeron acarreando piedras.
Por allí entraron los vehículos militares allanando una por una todas las viviendas. Alinearon a los hombres en una fila interminable, seleccionaron uno de cada cinco al azar y lo fusilaron como escarmiento, dispararon contra los animales, incendiaron los potreros y se fueron dejando atrás un reguero de sangre y estropicio. En ese lugar escaseaban las criaturas porque en muchos hogares faltaba el hombre desde hacía varios años. Los pocos nacimientos eran celebrados con emoción y los niños recibían los nombres de los muertos, para que nadie pudiera olvidarlos.
Al llegar, Irene creyó que la casa se encontraba deshabitada, tal era su aspecto de desolación y tristeza. Estuvo un rato llamando sin oír siquiera el ladrido de un perro. Iba a dar media vuelta y marcharse, cuando surgió entre los árboles un mujer gris, apenas visible en el paisaje y le informó que la señora Flores y su hija estaban en el mercado, donde vendían hortalizas.
A pocos pasos de la plaza de Los Riscos se alzaba el mercado como una explosión de bullicio y color. Irene buscó entre las pilas de frutas de la estación, duraznos, melones, sandías, atravesó laberintos de verduras frescas, montañas de papa y maíz tierno, mesones de espuelas, estribos, monturas y sombreros de paja, hileras de alfarería roja y negra, jaulas de gallinas y conejos, en medio del escándalo de pregones y regateos, más adentro estaban los puestos de carne, fiambres, pescados, mariscos, toda suerte de quesos, un desenfreno de aromas y sabores. Lo recorrió lentamente en todas direcciones gustándolo con la mirada, husmeando esas fragancias de la tierra y del mar, deteniéndose para probar una de las primeras uvas, una fresa madura, una almeja viva en su concha de madreperla, un suave pastel de hojaldre preparado por la mismas manos que lo vendían. Fascinada, pensó que nada terrible cabía en un mundo donde florecía una abundancia como aquélla. Pero entonces dio por fin con Evangelina Flores y recordó por qué se encontraba allí.
Era tanto el parecido entre la muchacha y Digna Ranquilea que Irene se sintió de inmediato a sus anchas con ella, como si la conociera de antes y hubiese tenido ocasión de estimarla como a su madre y todos sus hermanos, tenía el pelo liso y negro, la piel clara y los ojos grandes muy oscuros. Corta de piernas, de contextura robusta, enérgica y saludable, se movía con vitalidad y hablaba con certeza y sencillez, acentuando sus palabras con amplios gestos de las manos. Se diferenciaba de su madre, Digna Ranquileo, en el carácter jovial y el aplomo para emitir opiniones sin temor. Parecía mayor, mucho más madura y desarrollada que la otra Evangelina, la que ocupó su destino por error y murió en su lugar. El sufrimiento acumulado en sus quince años de vida, lejos de marcarla con la resignación, la dotó de bríos. Al sonreír, su rostro de facciones toscas se transformaba y resplandecía. Era suave y cariñosa con su madre adoptiva, a quien trataba con aire protector, como si deseara preservarla de nuevas penas. Atendían juntas un minúsculo local donde vendían los productos de su huerto.
Sentada en un taburete de mimbre, Evangelina contó su historia. Su familia fue más castigada que otras, porque poco después del primer allanamiento les cayó encima la policía.
En los años posteriores los hijos sobrevivientes comprobaron cuán inútil resultaba buscar a los que se llevaron y cuán peligroso era hablar de ellos. Pero la niña poseía un alma indómita.
Al saber del descubrimiento de los cuerpos en la mina de Los Riscos, tuvo la esperanza de conseguir noticias de su padre y sus hermanos adoptivos, por eso recibió a la periodista desconocida y se dispuso a hablar. Su madre, en cambio, se mantuvo apartada y en silencio, observando a Irene con desconfianza.
—Los Flores no son mis padres, pero me criaron, por eso los quiero como si lo fueran —explicó la joven.
Podía poner fecha a la aparición de la desdicha en su vida. Un día de octubre, cinco años atrás, entró por el camino del asentamiento un jeep de la guardia y se detuvo ante la casa. Iban a detener a Antonio Flores. A Pradelio Ranquileo le tocó cumplir la orden. Golpeó la puerta sonrojado de vergüenza, porque a esa familia lo unían lazos del destino, tan fuertes como los de sangre. Respetuosamente explicó que se trataba de un interrogatorio de rutina, permitió al prisionero abrigarse con un chaleco y lo condujo sin tocarlo hasta el vehículo. La señora Flores y sus hijos pudieron ver al patrón de la viña Los Aromos sentado junto al asiento del chofer y se extrañaron, porque nunca tuvieron problemas con él, ni siquiera durante la época tumultuosa de la reforma agraria, por eso no podían imaginar la causa de esa delación. Después que se llevaron a Antonio Flores, acudieron los vecinos a consolar a la familia y la casa se atestó de gente. Hubo muchos testigos cuando media hora más tarde apareció una camioneta repleta de guardias armados. Descendieron con maniobras de combate y gritos de abordaje, para apresar a los cuatro hermanos mayores. Golpeados, medio aturdidos, a la rastra, los subieron en el vehículo y de ellos no quedó sino una polvareda en el camino.
Los que observaron lo sucedido quedaron atónitos ante esas muestras de brutalidad, porque ninguno de los hermanos tenía antecedentes políticos y su único error conocido consistía en haberse afiliado al sindicato. Uno de ellos ni siquiera vivía en la zona, trabajaba como obrero de la construcción en la capital y ese día visitaba a sus padres. Los campesinos pensaron en una equivocación y se sentaron a esperar que los devolvieran. Podían identificar a los guardias, los conocían a todos por sus nombres, habían nacido en la región y asistido a la misma escuela. Pradelio Ranquileo no formaba parte del segundo grupo y especularon que lo habían dejado vigilando a Antonio Flores en la Tenencia. A él se dirigieron más tarde para hacerle algunas preguntas, fuera de sus horas de servicio, pero no pudieron aclarar nada, porque al hijo mayor de los Ranquileo era imposible sacarle una palabra.
—Hasta entonces nuestra vida fue tranquila. Éramos gente de trabajo y nada nos faltaba. Mi padre tenía un buen caballo y estaba ahorrando para comprar un tractor. Pero nos cayó encima la autoridad y todo eso cambió —dijo Evangelina Flores.
—La desgracia se lleva en la sangre —murmuró la señora Flores pensando en esa mina maldita donde tal vez había servido de sepulcro a los suyos.
Los buscaron. Durante meses hicieron la peregrinación obligada de quienes seguían el rastro de sus desaparecidos. Fueron de una parte a otra preguntando inútilmente y sólo recibieron el consejo de considerarlos muertos y firmar una declaración legal, así tendrían derecho a subsidio de orfandad y de viudez.
Puede encontrar otro marido, señora, usted todavía es bien parecida, le decían. Los trámites eran largos, engorrosos y caros. Consumieron todos sus ahorros y se endeudaron. Los papeles se perdían en las oficinas de la capital y con el paso del tiempo su esperanza iba esfumándose como un diseño antiguo. Los hijos que quedaron vivos debieron abandonar la escuela y buscar trabajo en los fundos vecinos, pero no los aceptaron porque estaban señalados. Hicieron paquetes con sus míseros bienes y partieron por diversos caminos en busca de otros lugares donde nadie conociera su infortunio. La familia se dispersó y a la vuelta de los años sólo quedó con la señora Flores una niña cambiada. Evangelina tenía diez años cuando detuvieron a su padre y a sus hermanos adoptivos. Cada vez que cerraba los ojos volvía a ver ese instante cuando los arrastraban sangrando. Perdió el pelo, adelgazó, caminaba dormida y parecía flotar idiotizada cuando estaba despierta, atrayendo la burla de otros niños en la escuela. Pensando en la conveniencia de sacarla de ese sitio lleno de tan malos recuerdos, la señora Flores la envió a otro pueblo a casa de un tío, próspero comerciante en leña y carbón, quien podía ofrecerle mejor forma de vida, pero la muchacha no pudo soportar la falta de amor y su estado empeoró. La llevaron de regreso a lo que quedaba de su hogar. Por un tiempo largo nada pudo consolarla, pero cuando cumplió doce años y tuvo su primera menstruación, sacudió definitivamente la tristeza, maduró de súbito y amaneció una mañana transformada en mujer.
Suya fue la idea de vender el caballo y poner un puesto de verduras en el mercado de Los Riscos y suya también la decisión de no seguir enviando comida, ropa y dinero por intermedio de los militares a sus parientes perdidos, ya que en todo ese tiempo no hubo pruebas de que se encontraran vivos.
La joven trabajaba diez horas diarias vendiendo y transportando hortalizas y frutas y en las seis restantes antes de caer extenuada a la cama, estudiaba en los cuadernos preparados por la maestra como un favor especial. No volvió a llorar y comenzó a hablar en pasado de su padre y sus hermanos, para habituar poco a poco a su madre a la idea de no verlos nunca más.
Cuando abrieron la mina ella estaba detrás de los soldados con su cinta negra atada al brazo, perdida en la multitud. Vio de lejos las grandes bolsas amarillas y afinó los ojos para distinguir algún indicio. Alguien le habló de la imposibilidad de identificar los restos sin un estudio de las piezas dentarias y de cada trozo de hueso o de ropa encontrados, pero ella estaba segura que si podía verlos de cerca su corazón le indicaría si eran ellos.
—¿Puede llevarme donde los tienen ahora? —pidió a Irene Beltrán.
—Haré lo posible, pero no es fácil.
—¿Por qué no nos devuelven a los nuestros? Sólo queremos una tumba para que descansen tranquilos, para ponerles flores, rezarles, acompañarlos el día de todos los muertos…
—¿Sabes quién detuvo a tu padre y tus hermanos? —preguntó Irene.
—El Teniente Juan de Dios Ramírez y nueve hombres de su dotación —replicó sin vacilar Evangelina Flores.
Treinta horas después de la muerte del Sargento Faustino Rivera, Irene fue baleada en la puerta de la editorial. Salía de su trabajo, tarde ya, cuando un automóvil estacionado en la acera de enfrente puso el motor en marcha, aceleró y pasó por su lado como un viento fatídico disparando una ráfaga de metralla antes de perderse en el tráfico. Irene sintió un golpe formidable en el centro de su vida y no supo lo que había ocurrido. Se desplomó sin un grito. Todo el aire se vació de su alma y el dolor la ocupó enteramente. Tuvo un instante de lucidez en el cual alcanzó a palpar la sangre creciendo a su alrededor en un charco incontenible y en seguida se hundió en el sueño.
El portero y otros testigos del hecho tampoco se dieron cuenta de lo sucedido. Oyeron los disparos y no supieron identificarlos, pensando en una explosión de motor o el paso de un avión, pero al verla caer corrieron a socorrerla. Diez minutos más tarde Irene iba en una ambulancia con ruido de sirenas y luces encendidas. Llevaba innumerables perforaciones de bala en el vientre por donde se le escapaba la vida a borbotones.
Francisco Leal se enteró por casualidad un par de horas más tarde, cuando llamó a su casa para invitarla a cenar, porque habían pasado varios días sin encontrarse a solas y el amor ya lo ahogaba. Llorando en el teléfono, Rosa le comunicó la noticia. Esa fue la noche más larga de su existencia. La pasó sentado junto a Beatriz en un banco del pasillo de la clínica frente a la puerta de Terapia Intensiva, donde su amada deambulaba perdida en las sombras de la agonía. Después de varias horas en el quirófano, nadie pensaba que sobreviviría. Conectada a media docena de tubos y cables aguardaba su muerte.
Los cirujanos la habían abierto en canal y recorrido sus vísceras descubriendo después de cada puntada un nuevo orificio para remendar. Le colocaron litros de sangre y suero, la atosigaron de antibióticos y por último la crucificaron sobre una cama con el suplicio permanente de las sondas, manteniéndola sumida en la niebla de la inconsciencia para que soportara su martirio. Con la complicidad del médico de turno, compadecido de tanto dolor, Francisco pudo verla por algunos minutos. Estaba desnuda, transparente, flotando en la luz difusa y blanca de la sala, con un respirador conectado a un tubo traqueal, cables que la unían a un monitor cardíaco donde una señal apenas perceptible conservaba la esperanza, varias agujas en sus venas, tan pálida como la sábana, con dos lunas moradas en los ojos y una masa compacta de vendajes en el vientre por donde surgían los tentáculos de los drenajes abdominales. Un grito mudo se atravesó en el pecho de Francisco y allí permaneció por mucho tiempo.
—¡Es tu culpa! ¡Desde que apareciste en la vida de mi hija empezaron los problemas! —lo acusó Beatriz apenas lo vio.
Estaba destrozada, fuera de control. Francisco tuvo hacia ella un impulso de simpatía, porque por primera vez la veía sin artificios, en carne viva, humana, dolida, cercana. La señora se dejó caer en un banco y lloró hasta vaciar todas sus lágrimas. No entendía lo ocurrido. Deseaba creer que era un acto de delincuencia común, como aseguró la policía, porque no soportaba la idea de que a su hija pudieran perseguirla por razones políticas. No tenía la menor idea de su participación en el hallazgo de los cuerpos en la mina y no quería imaginarla mezclada en turbios asuntos contra la autoridad. Francisco fue a buscar un par de tazas de té y se sentaron juntos a beberlas en silencio, unidos por la misma sensación de naufragio.
Como muchos otros durante el gobierno anterior, Beatriz Alcántara había salido a la calle golpeando cacerolas en señal de protesta. Propició el Golpe Militar porque le parecía mil veces preferible a un régimen socialista y cuando bombardearon desde el aire el antiguo Palacio de los Presidentes, ella descorchó una botella de champaña para celebrarlo. Ardía de fervor patriótico, pero su entusiasmo no le alcanzó para donar sus joyas al fondo de reconstrucción nacional, pues temió verlas adornando a las esposas de coroneles, como rumoreaban las malas lenguas. Se acomodó al nuevo sistema como si hubiera nacido en él y aprendió a no mencionar lo que era mejor no saber. La ignorancia le resultaba indispensable para la paz del alma. Esa noche nefasta en la clínica, Francisco estuvo a punto de hablarle de Evangelina Ranquileo, los muertos de Los Riscos, los millares de víctimas y su propia hija, pero tuvo lástima. No quiso aprovechar ese momento en el cual se encontraba convulsionada, para destrozarle los esquemas que hasta entonces la sostuvieron. Se limitó a preguntar por Irene por sus años de infancia y adolescencia, complaciéndose en las pequeñas anécdotas, solicitando detalles mínimos, con la curiosidad de los enamorados por todo lo que atañe al escogido.
Hablaron del pasado y entre confidencias y lágrimas transcurrieron las horas.
Dos veces durante aquella noche de tormentos estuvo Irene tan cerca de la muerte, que devolverla al mundo de los vivos fue una proeza. Mientras los médicos se afanaban a su alrededor para reactivar su corazón con descargas eléctricas, Francisco Leal sintió que se le iba la razón y retrocedía a la edad más antigua, la caverna, la oscuridad, la ignorancia, el terror. Vio fuerzas maléficas arrastrando a Irene hacia las sombras y pensó, desesperado, que sólo la magia, el azar o una intervención divina impedirían su muerte. Deseó rezar, pero las palabras aprendidas en la infancia de boca de su madre no acudieron a su memoria. Desquiciado, intentó rescatarla mediante la fuerza de su pasión. Exorcizó a la fatalidad con el recuerdo de su goce, oponiendo a las tinieblas de la agonía la luz de su encuentro. Rogó por un milagro, para que su propia salud, su sangre y su alma pasaran a ella y la ayudaran a vivir. Repitió su nombre mil veces suplicándole no darse por vencida y seguir luchando, le habló en secreto desde el banco del pasillo, lloró abiertamente y se sintió agobiado por el peso de siglos esperándola, buscándola, deseándola, amándola, recordando sus pecas, sus pies inocentes, el humo de sus pupilas, el aroma de su ropa, la seda de su piel, la línea de su cintura, el cristal de su risa y el tranquilo abandono con que reposaba en sus brazos después del placer. Y así estuvo como un insensato murmurando entre dientes y sufriendo sin consuelo, hasta que aparecieron las luces del alba, despertó la clínica, oyó los ruidos de las puertas al batirse, los ascensores, las pisadas de las zapatillas, los instrumentos golpeando sobre las bandejas metálicas y el sonido de su propio corazón desbocado; sintió entonces la mano de Beatriz Alcántara en la suya y recordó su presencia. Se miraron extenuados. Habían pasado esas horas en condiciones similares. Ella tenía la cara estragada, nada quedaba de su maquillaje y eran visibles las finas cicatrices de su cirugía plástica, sus ojos estaban hinchados, el pelo lacio de sudor y la blusa arrugada.
—¿La amas, hijo? —preguntó.
—Mucho —respondió Francisco Leal.
Entonces se abrazaron. Por fin descubrían un lenguaje común.
Tres días anduvo Irene Beltrán por las fronteras de la muerte, al cabo de los cuales emergió de la inconsciencia suplicando con la mirada que la dejaran luchar por sus propios medios o morir con dignidad. Le quitaron el respirador y poco a poco se estabilizaron el aire en sus pulmones y el ritmo de la sangre en sus venas, entonces la trasladaron a una habitación donde Francisco Leal pudo quedarse a su lado. La joven se encontraba sumida en el sopor de las drogas, perdida en la bruma de sus pesadillas, pero reconocía su presencia y cuando él se alejaba lo llamaba con voz débil y desvalida como un recién nacido.
Esa tarde apareció Gustavo Morante en la clínica. Se había enterado al leer la crónica policial, donde fue publicada la noticia con mucho atraso, entre otros hechos de sangre, atribuyendo el atentado a delincuentes comunes. Sólo Beatriz Alcántara se aferró a esa versión de lo sucedido, igual como consideró que el allanamiento de su casa era una extravagancia de la policía. El Capitán, sin embargo, no tuvo dudas. Consiguió permiso para viajar desde la guarnición donde estaba destinado, para visitar a su antigua novia. Se presentó vestido de civil, obediente a una recomendación del Alto Mando, que no deseaba uniformes en la calle para evitar la impresión de un país ocupado. Tocó la puerta de la habitación y Francisco le abrió, sorprendido de verlo. Se midieron con los ojos, averiguando cada uno las intenciones del otro, hasta que un suspiro de la enferma los atrajo precipitadamente a su lado. Irene se encontraba inmóvil sobre la alta cama, como una doncella de mármol blanco esculpida en su propio sarcófago. Sólo el follaje vivo de su cabello conservaba la luz. Sus brazos estaban marcados por las agujas y las sondas, respiraba apenas, tenía los ojos cerrados y a través de sus párpados se traslucían sombras oscuras. Gustavo Morante sintió una descarga de horror que lo recorrió entero y lo dejó tembloroso, al ver a esa mujer, cuya frescura lo enamorara, reducida a un pobre cuerpo lacerado a punto de evaporarse en el aire irreal del cuarto.
—¿Vivirá? —balbuceó .
Hacía varios días con sus noches que Francisco Leal la vigilaba y se había habituado a descifrar los más leves signos de mejoría, llevaba la cuenta de sus suspiros, medía sus sueños, observaba sus gestos fugaces. Estaba eufórico porque ella respiraba sin ayuda de una máquina y podía mover con liviandad las puntas de los dedos, pero se dio cuenta que para el Capitán —ausente cuando ella agonizaba— esa visión era un golpe despiadado. Olvidó por completo que el otro era un oficial del Ejército y sólo pudo verlo como un hombre sufriendo por la mujer que él también amaba.
—Quiero saber lo que pasó —pidió Morante inclinando la cabeza, descompuesto.
Y Francisco Leal se lo contó, sin omitir su propia participación en el descubrimiento de los cadáveres, esperando que el amor por Irene superase la lealtad al uniforme. El mismo día del atentado varios hombres armados irrumpieron en la casa de la joven dando vueltas a todo cuanto encontraron a su paso, desde los colchones que destriparon a cuchillo, hasta los frascos de cosméticos y los recipientes de la cocina vaciados sobre el piso. Se llevaron su grabadora, sus apuntes, su agenda y su libreta de direcciones. Antes de partir dieron un balazo gratuito a Cleo, abandonándola agónica en un charco de sangre. Beatriz no se encontraba allí, porque en ese momento velaba en el pasillo de la clínica a su hija moribunda. Rosa intentó detenerlos, pero recibió un culatazo en el pecho que la dejó sin voz y sin aire hasta que partieron, entonces acogió a la perra en su delantal y la acunó para que muriera acompañada. Los hombres dieron un vistazo rápido en La Voluntad de Dios sembrando el pánico entre los huéspedes y las cuidadoras, pero se retiraron de prisa al comprender que esos ancianos aterrados estaban al margen de la vida y por lo tanto también de la política. A la mañana siguiente allanaron el local de la revista y requisaron cuanto se hallaba en el escritorio de Irene Beltrán, incluso la cinta de su vieja máquina de escribir y el papel carbón usado. Francisco también contó al Capitán de Evangelina Ranquileo, la muerte inoportuna del Sargento Rivera, la desaparición de Pradelio y la familia Flores, las masacres de campesinos, el Teniente Juan de Dios Ramírez y todo lo demás que acudió a su mente, poniendo de lado la prudencia que llevó como una segunda piel durante varios años. Vació la rabia acumulada en tanto tiempo de silencio y le mostró la otra cara del gobierno —la que el oficial no veía porque se hallaba fuera del cerco— sin olvidar a los torturados, a los muertos, a los pobres de solemnidad y a los ricos repartiéndose la patria como un negocio más, mientras el Capitán, pálido y mudo, escuchaba lo que jamás habría tolerado que se dijera en su presencia.
En la mente de Morante se estrellaban las palabras de Francisco con otras aprendidas en sus cursos de guerra. Por vez primera se encontraba junto a las víctimas del régimen, no entre quienes ejercían el poder absoluto, y le tocaba sufrirlo donde más lo hería, en esa muchacha adorada, inmóvil entre la sábanas, cuya imagen estremecía su alma como una campana repicando a muerto. No había dejado de quererla ni un solo instante a lo largo de su vida y jamás la amó tanto como en ese momento, cuando ya la había perdido. Recordó esos año creciendo juntos y sus planes de casarse y hacerla feliz. Silenciosamente le fue diciendo todo aquello que no tuvieron ocasión de hablar antes. Le reprochó su falta de confianza en él, ¿por qué no se lo contó? La habría ayudado y con sus propias manos hubiera abierto la maldita tumba, no sólo por acompañarla, sino también por el honor de las Fuerzas Armadas. Esos crímenes no podían quedar impunes, porque entonces la sociedad se iba al diablo y no tendría sentido haber tomado las armas para derrocar al gobierno anterior acusándolo de ilegalidad, si ellos mismos ejercían el poder fuera de toda ley y moral. Los responsables de esas irregularidades son unos cuantos oficiales que debían ser castigados, Pero la pureza de la Institución está intacta Irene, en nuestras fila hay muchos hombres como yo, dispuestos a luchar por la verdad, a remover escombros hasta sacar toda la basura y dejar el pellejo por la patria si fuera necesario. Me has traicionado, amor, tal vez nunca me quisiste como yo a ti y por eso me dejaste sin darme oportunidad de probar que no soy cómplice de esas barbaridades, tengo las manos limpias, siempre actué con buena intención, tú me conoces; estuve en el Polo Sur durante el Pronunciamiento, mi trabajo son las computadoras, las pizarras, los archivos confidenciales, la estrategia, no he disparado el arma de reglamento excepto en las prácticas de tiro. Creía que el país necesitaba un receso político, orden y disciplina para vencer la miseria. ¿Cómo iba a imaginar que el pueblo nos odia? Te lo he dicho muchas veces, Irene, este proceso es duro, pero superaremos la crisis.
Aunque ya no estoy tan seguro, tal vez ya es hora de volver a los cuarteles y restituir la democracia. ¿Dónde estaba yo que no vi la realidad? ¿Cómo no me lo dijiste a tiempo? No era necesario recibir una ráfaga de balas para abrirme los ojos, no tenías que irte dejándome este amor desmesurado y la vida por delante para vivirla sin ti. Desde niña perseguías la verdad, por eso te amo tanto y por eso mismo ahora estás aquí muriéndote callada.
El Capitán estuvo largo rato observando a Irene. La luz de la ventana se esfumó y el cuarto se hundió suavemente en la penumbra, desdibujando el contorno de las cosas y transformando a la joven en una mancha leve sobre la cama. Morante estaba despidiéndose, convencido de que nunca amaría a nadie como a ella, y reuniendo fuerzas para la tarea a enfrentar. Se inclinó para besar sus labios agrietados, deteniéndose en la caricia, grabando en su recuerdo ese rostro atormentado, aspirando el olor a medicamentos de su piel, adivinando la forma delicada de su cuerpo, rozando esos cabellos insurrectos. Cuando salió, el Novio de la Muerte tenía los ojos secos, la mirada dura y el corazón resuelto. La amaría para siempre y no volvería a verla nunca más.
—No la dejen sola, porque vendrán a rematarla. Yo no puedo protegerla. Hay que sacarla de aquí y esconderla —fue todo lo que dijo.
—Está bien —replicó Francisco.
Se estrecharon las manos con firmeza, largamente.
Los progresos de Irene fueron muy lentos, parecía que jamás se restablecería del todo, sufría grandes dolores. Francisco se adueñó de su cuerpo para cuidarlo con el mismo esmero puesto antes en darle placer. No se movía de su lado durante el día y por las noches se acostaba en un sofá junto a su cama. Normalmente tenía el sueño tranquilo y pesado, pero en ese tiempo afinó el oído como animal furtivo. Despertaba alerta al escuchar un cambio en su respiración, un movimiento, un quejido.
Esa semana dejaron de alimentarla por las venas y tomó un plato de caldo. Francisco se lo dio a cucharadas con el alma torcida. Al notar su ansiedad, ella sonrió como no lo había hecho en mucho tiempo, con ese gesto coqueto que lo cautivara desde el instante mismo de conocerla. Enloquecido de alegría, salió brincando por los pasillos de la clínica, se lanzó a la calle, cruzó zigzagueando entre los automóviles y se dejó caer sobre el césped de la plaza. Roto el dique de la emoción contenida por tantos días, reía y lloraba sin disimulo ante la vista asombrada de niñeras y jubilados que a esa hora paseaban al sol. Hasta allá fue a buscarlo su madre para compartir su gozo. Hilda pasaba muchas horas tejiendo silenciosa junto a la enferma y acomodando poco a poco su espíritu a la idea de que también su hijo menor partiría, porque nunca más sería igual la vida para él ni para la mujer que amaba. Por su parte, el Profesor Leal llevó a Irene sus conciertos para llenarle el cuarto de música y devolverle el contentamiento de vivir. La visitaba todos los días y se sentaba a contarle historias felices, sin mencionar jamás la guerra de España, su paso por el campo de concentración, la rudeza del exilio ni otros temas penosos. Su cariño por ella le alcanzaba incluso para tolera a Beatriz Alcántara sin perder el buen humor.
Poco después Irene dio algunos pasos, sostenida por Francisco. La palidez de su rostro daba la medida de su malestar pero pidió que le redujeran los calmantes, porque necesitaba recuperar la claridad del pensamiento y el interés por el mundo.
Francisco llegó a conocer a Irene tanto como a sí mismo.
En esas largas noches de insomnio, se contaron sus vidas. No les quedó ni un recuerdo del pasado, ni un sueño del presente, ni un plan para el futuro, sin compartir. Hicieron entrega de todos sus secretos, se abandonaron más allá de los límites físicos, entregándose también el espíritu. El la lavaba con una esponja, la friccionaba con agua de colonia, cepillaba sus cabellos para desenredar los rizos rebeldes, la movía para cambiarle las sábanas, le daba de comer, adivinaba sus menores urgencias. En cada pequeño servicio, en cada gesto, en cada mirada la recibía y la hacía suya. Nunca percibió en ella un resquicio de pudor, le daba sin reservas su cuerpo atormentado por las miserias de la enfermedad. Irene lo necesitaba como el aire y la luz, lo reclamaba, le parecía natural tenerlo a su lado día y noche. Si él salía de la habitación, ella fijaba los ojos en la puerta esperándolo. Si un dolor la agobiaba, buscaba su mano y murmuraba su nombre pidiendo ayuda. Abrieron todas sus compuertas y eso creó entre ambos un vínculo indisoluble, que los ayudaba a soportar el miedo, instalado en sus vidas como una presencia maldita.
Tan pronto Irene tuvo autorización para recibir visitas, aparecieron sus amigos de la revista. Llegó la astróloga envuelta en una túnica teatral, con sus negras mechas colgando a la espalda y un misterioso frasco de regalo.
—Frótenla de pies a cabeza con este ungüento. Es un remedio infalible contra la debilidad del cuerpo —recomendó.
Fue inútil explicarle que la causa de esa postración eran balas de metralla. Insistió en culpar al zodíaco: Escorpión llama a la muerte. Tampoco sirvió recordarle que Irene no pertenecía a ese signo.
En la clínica se hicieron presentes periodistas, diagramadores, dibujantes, reinas de belleza y también la señora del aseo provista de unas bolsas de té y un paquete de azúcar para la enferma. Nunca antes había puesto los pies en una clínica privada y creyó necesario cooperar con algún alimento, pensando que allí los pacientes sufrían hambre, como en los hospitales de los pobres.
—Así da gusto morirse, señorita Irene exclamó la mujer deslumbrada ante el cuarto asoleado, las flores sobre la mesa y la televisión.
Los huéspedes de La Voluntad de Dios en estado de movilizarse, se turnaron para acudir a verla, acompañados por las cuidadoras. La ausencia de la joven se sintió en la residencia geriátrica como un prolongado apagón de luz. Los ancianos languidecieron esperando sus bombones, sus cartas, sus bromas. Se enteraron de su desgracia, pero algunos la olvidaron al instante, porque no podían retener las malas nuevas en sus mentes huidizas. Josefina Bianchi fue la única en comprender exactamente lo ocurrido. Insistió en ir a menudo a la clínica, llevando siempre un obsequio para Irene: una flor del jardín, un antiguo chal de sus baúles, un verso escrito con su elegante letra inglesa. Aparecía flotando envuelta en tules pálidos o en encajes añejos, perfumada a rosas, diáfana como un fantasma de otro tiempo. Sorprendidos, los médicos y enfermeras se detenían en sus trajines para verla pasar.
Al día siguiente que Irene fue baleada, antes de que fuera publicada en la prensa, la noticia llegó por secretos conducto a oídos de Mario. De inmediato se presentó para ofrecer su ayuda. Fue el primero en darse cuenta de que la clínica estaba vigilada. Día y noche un automóvil de vidrios oscuros se apostaba en la calle y cerca de la entrada del edificio rondaban impasibles los agentes de la policía secreta, inconfundibles en sus nuevas pintas de bluyin, camisa deportiva y chaqueta de falso cuero abultada por las armas. A pesar de su presencia, Francisco atribuyó el atentado a grupos paramilitares o al mismo Teniente Ramírez, porque si hubiera una orden oficial de eliminar a Irene, simplemente habrían entrado pateando puertas hasta el mismo quirófano para rematarla. En cambio esa vigilancia disimulada indicaba que no podían darse el lujo de actuar con escándalo y preferían aguardar el momento oportuno para dar fin a su trabajo. Mario había adquirido experiencia en esos asuntos durantes sus trabajos clandestinos y se ocupó de elaborar un plan de fuga para Irene en el instante mismo en que ella pudiera ponerse de pie.
Entretanto Beatriz Alcántara porfiaba que la metralla que estuvo a punto de acabar con su hija, iba destinada a otra persona.
—Son cosas del hampa —decía—. Quisieron matar a un delincuente y las balas hirieron a Irene.
Pasó días llamando por teléfono a sus amistades para contarles su versión de los hechos. No deseaba que hubiera la menor duda sobre su hija. De paso les dio noticias de su marido, a quien por fin, después de varios años de búsqueda y tantos tormentos íntimos, los detectives consiguieron ubicar en la vasta extensión del mundo. Eusebio Beltrán, fastidiado de la enorme mansión, los reproches de su mujer, la carne de oveja y el apremio de sus acreedores, partió esa tarde y a poco andar comprendió que aún le quedaban muchos años de existencia y no era tarde para comenzar de nuevo. Siguiendo el impulso de su espíritu aventurero, partió al Caribe con un llamativo seudónimo y escaso dinero en el bolsillo, pero con el cerebro lleno de magníficas ideas. Por un tiempo vivió como gitano y en algunos momentos llegó a temer que se lo tragara la fiebre del olvido. Sin embargo, su buen olfato para detectar fortuna lo transformó en hombre adinerado mediante su máquina para cosechar cocos. Ese aparato estrafalario, que tan poco tenía de científico cuando lo diseñó, produjo entusiasmo en un millonario local. Al poco tiempo las regiones tropicales estaban pobladas de tumbacocos sacudiendo palmeras con sus tentáculos articulados y Beltrán pudo darse otra vez aquellos lujos perturbadores a los cuales estaba acostumbrado y que sólo los ricos pueden comprar. Era feliz. Se amancebó con una muchacha treinta años menor, morena y culona, siempre dispuesta al placer y la risa.
—Legalmente este desgraciado sigue siendo mi marido. Le quitaré hasta el aire que respira, para eso existen buenos abogados —aseguraba Beatriz Alcántara a sus amigas, más preocupada por la forma de echarle el guante a ese enemigo escurridizo, que de la salud de su hija. Se sentía satisfecha de probar que Eusebio Beltrán era un sinvergüenza pero de ningún modo un izquierdista, como afirmaban sus calumniadores.
Beatriz no se enteró de los sucesos del país porque en la prensa sólo leía las noticias agradables. No tuvo idea que identificaron los cadáveres de la mina de Los Riscos mediante el estudio de las dentaduras y otras señas particulares. Pertenecían a campesinos de la región, detenidos por el Teniente Ramírez poco después del Golpe Militar, y a Evangelina Ranquileo, a quien se le atribuían pequeños milagros. Ignoró el clamor público que sacudió a la nación a pesar de la censura y que recorrió ambos hemisferios poniendo otra vez en primer plano el tema de los desaparecidos bajo las dictaduras latinoamericanas. Fue la única que al escuchar de nuevo el golpeteo de las cacerolas resonando en diferentes barrios de la ciudad, creyó que apoyaban la acción de los militares, como en tiempos del gobierno anterior, incapaz de comprender que el puebla se valía del mismo recurso contra quienes lo inventaron. Cuando oyó comentar que un grupo de juristas respaldaba a los familiares de los muertos en una querella contra el Teniente Ramírez y sus hombres por delitos de allanamiento, secuestro, apremios ilegítimos y homicidios calificados, señaló al Cardenal como responsable de esa monstruosidad y opinó que el Papa debiera destituirlo, porque el campo de acción de la Iglesia debe ser sólo espiritual y en ningún caso los sórdidos acontecimientos terrenales.
—Acusan a ese pobre Teniente de los asesinatos, Rosa, pero nadie piensa que ayudó a librarnos del comunismo —comentó la señora esa mañana en la cocina.
—Tarde o temprano el que la hace la paga —replicó Rosa imperturbable mientras observaba por la ventana las primeras flores del nomeolvides.
Llevaron ante los tribunales al Teniente Juan de Dios Ramírez y a varios hombres de su tropa. Nuevamente los crímenes de Los Riscos hicieron noticia en los periódicos, porque por primera vez desde el Golpe Militar comparecían ante un juez miembros de las Fuerzas Armadas. Un soplo de alivio recorrió al país a lo largo y a lo ancho, la gente imaginó una fisura en la monolítica organización que ejercía el poder y soñaron con el fin de la dictadura. Entretanto, el General, imperturbable, colocaba la piedra inaugural al monumento a Los Salvadores de La Patria, sin que asomaran sus intenciones ocultas tras los lentes oscuros. No respondía a las cautelosas preguntas de los reporteros y hacía un gesto despectivo si el tema era mencionado en su presencia. Quince cadáveres en una mina no justificaban tanta bulla y cuando surgieron otras denuncias y aparecieron nuevas tumbas, fosas comunes en los cementerios, entierros en los caminos, bolsas en la costa arrastradas por las olas, cenizas, esqueletos, trozos humanos y hasta cuerpos de niños con una bala entre los ojos acusados de mamar en el pecho materno doctrinas exóticas, lesivas a la soberanía nacional y a los más altos valores de la familia, la propiedad y la tradición, se encogió de hombros tranquilamente, porque lo primero es la patria y a mí que me juzgue la Historia.
—¿Y qué hacemos con el lío que se está armando, mi General?
—Lo de siempre, Coronel —respondió desde su sauna, tres pisos por debajo de la tierra.
La declaración del Teniente en el juicio fue publicada en grandes titulares y sirvió a Irene Beltrán para recuperar de golpe los deseos de vivir y de luchar.
El Jefe de la Tenencia de Los Riscos manifestó ante la Corte que poco después del Pronunciamiento, el patrón del fundo Los Aromos acusó a la familia Flores de constituir un peligro para la seguridad nacional, porque estaba vinculada a un partido de izquierda.
Eran activistas y planeaban un ataque al cuartel, por eso procedí a detenerlos, Su Señoría. Arresté a cinco miembros de esa casa y a nueve sujetos más por diversas culpas, desde la posesión de armas hasta el uso de marihuana. Me guié por una lista encontrada en poder de Antonio Flores. También hallé un plano de la Tenencia, prueba de sus malas intenciones. Los interrogamos de acuerdo a los procedimientos usuales y obtuvimos su confesión: habían recibido instrucción terrorista de agentes extranjeros infiltrados en el país por las fronteras del mar, pero fueron incapaces de dar detalles y sus testimonios me parecieron contradictorios, usted sabe cómo es esa gente, Señoría. Terminamos con ellos pasada la medianoche y entonces ordené remitirlos al estadio en la capital, usado para esa fecha como campo de prisioneros.
En el último momento uno de los presos pidió hablar conmigo y así me enteré de que los sospechosos habían incurrido en el delito de ocultar armas en una mina abandonada. Los monté en un camión y los llevé al sitio señalado. Cuando el camino se tornó intransitable, descendimos con los activistas atados con ligaduras en los brazos, bajo estricta vigilancia y emprendimos la marcha a pie. Al avanzar en la oscuridad fuimos víctimas de un repentino ataque con armas de fuego proveniente de distintos puntos, no teniendo otra alternativa que dar orden a mis hombres de defenderse. No puedo darle muchos detalles porque estaba oscuro. Sólo le puedo asegurar que hubo un nutrido intercambio de disparos por varios minutos, al cabo de los cuales cesó la balacera y pude reorganizar a mi tropa. Iniciamos la búsqueda de los detenidos pensando que habrían escapado, pero los vimos en tierra, todos muertos, dispersos por aquí y por allá. No puedo precisar si murieron a causa de los proyectiles nuestros o de los atacantes. Después de meditar resolví hacer lo más atinado, a fin de evitar represalias contra mis hombres y sus familias. Ocultamos los cuerpos en la mina y acto seguido cerramos la entrada con escombros, piedras y tierra. No efectuamos obra de albañilería, de modo que sobre ese punto no puedo declarar. Una vez cerrado el boquete, nos juramentamos para guardar el secreto. Acepto mi responsabilidad como jefe del grupo y debo aclarar que no hubo heridos entre el personal a mi cargo, tan sólo arañazos de menor cuantía por arrastrarnos en terreno abrupto. Ordené registrar los alrededores en busca de los atacantes, pero no encontramos sus rastros y tampoco vainillas de las balas. Admito haber faltado a la verdad al escribir en mi informe que los prisioneros fueron remitidos a la capital, pero le repito que lo hice para proteger a mis hombres de una eventual venganza. Esa noche fallecieron catorce sujetos. Me ha sorprendido que mencionen también a una ciudadana presuntamente llamada Evangelina Ranquileo Sánchez. Ella estuvo detenida en la Tenencia de Los Riscos durante algunas horas, pero fue puesta en libertad como consta en el Libro de Guardia. Es todo cuanto puedo decir, Señor Juez.
Esta versión de lo ocurrido produjo en la Corte la misma incredulidad que en la opinión pública. Como le resultaba imposible aceptarla sin ponerse en ridículo, el juez se declaró incompetente y el juicio pasó a un tribunal militar.
Entre sus sábanas de convaleciente, Irene Beltrán vio alejarse las posibilidades de castigar a los culpables y pidió a Francisco ir de inmediato a La Voluntad de Dios.
—Llévale esta nota mía a Josefina Bianchi —suplicó la joven—. Ella me guarda algo importante y si se salvó del allanamiento, te lo entregará.
Pero él no pensaba dejarla sola y ante su insistencia le contó que los vigilaban. Hasta ese momento se lo había ocultado para no asustarla más, pero se dio cuenta de que ella ya lo sabía, pues no dio señales de sorpresa. En su interior, Irene había aceptado la muerte como una cercana posibilidad y comprendía que eludirla sería difícil. Sólo cuando aparecieron Hilda y el Profesor Leal para remplazarlo junto a la enferma, Francisco partió a visitar a la anciana.
Rosa le dio la bienvenida moviéndose con mucha dificultad porque tenía tres costillas rotas. Había adelgazado y se veía cansada. Lo condujo a través del jardín y le señaló al pasar la tierra recién removida donde enterró a Cleo, cerca de la tumba del niño que cayó del tragaluz.
Josefina Bianchi se encontraba en su habitación recostada entre almohadones. Vestía una camisa de amplias mangas trabajadas a bolillo y festón, una mantilla primorosa en los hombros y una cinta en la nuca sosteniendo su moño de nieve. Al alcance de su mano había un espejo de plata labrada y una bandeja atiborrada de pomos con polvos de arroz, pinceles de pelo de marta, cremas de ceráficas tonalidades, hisopos de pluma de cisne, horquillas de hueso y carey. Estaba maquillándose, tarea delicada que cumplía desde hacía sesenta y tantos anos, sin faltar un solo día. En la clara luz de la mañana, su rostro surgía como una máscara japonesa en la cual un pulso vacilante estampó el trazo púrpura de la boca. Sus párpados temblaban, azules, verdes, plateados, sobre la alba superficie empolvada. Por breves instantes la vieja actriz no reconoció a Francisco, sumida en un sueño remoto, tal vez entre las bambalinas de un teatro antes de levantarse el telón en una noche de estreno. Vacilaron sus pupilas perdidas en el pasado y lentamente su espíritu regresó al presente. Sonrió y dos hileras de perfectos dientes de artificio rejuvenecieron su expresión.
Durante los meses de amistad con Irene, Francisco aprendió a conocer las peculiaridades de los ancianos y así descubrió que el afecto es la única clave para comunicarse con ellos porque la razón es un laberinto donde se extravían con facilidad.
Se sentó al borde de la cama y acarició la mano de Josefina Bianchi, acomodándose a su tiempo íntimo. Era inútil apurarla. Ella evocó la época espléndida de su existencia, cuando la platea se llenaba con sus admiradores y en su camerino resplandecían los ramos de flores, cuando recorría el continente en giras tumultuosas y se necesitaban cinco cargadores para subir y bajar su equipaje de los barcos y los trenes.
—¿Qué pasó, hijo? ¿Dónde están el vino, los besos, la risa? ¿Dónde los hombres que me amaron? ¿Y las multitudes que me aplaudieron?
—Todo está aquí, en su memoria, Josefina.
—Soy vieja, pero no idiota. Me doy cuenta de que estoy sola.
Notó el maletín de la cámara fotográfica y quiso posar para dejar un recuerdo suyo cuando hubiera muerto. Se adornó con collares de falsos diamantes, lazos de terciopelo, velos color malva, su abanico de plumas y una sonrisa de otro siglo. Mantuvo la postura por unos minutos, pero se cansó muy pronto, cerró los ojos y se recostó respirando con dificultad.
—¿Cuándo vuelve Irene?
—No lo sé. Le mandó esta nota. Dice que usted guarda algo para ella.
La anciana tomó el papel con sus dedos de encaje y lo apretó contra su pecho sin leerlo.
—¿Tú eres el marido de Irene?
—No, soy su enamorado —replicó Francisco.
—¡Menos mal! Entonces a ti te lo puedo decir. Irene es como un pájaro, no tiene sentido de permanencia.
—Yo tengo suficiente para los dos —rió Francisco.
Ella accedió a entregarle tres cintas grabadas que tenía ocultas en una cartera de baile bordada con mostacillas. Irene nunca pudo justificar el haberlas confiado a la actriz. La única razón para hacerlo fue un impulso de generosidad. No podía saber que intentarían asesinarla y allanarían su casa y su oficina buscándolas, pero sospechaba su valor como evidencia.
Se las pasó a la anciana para convertirla en cómplice de algo que aún no era un misterio y darle así un sentido a su vida.
Fue un gesto espontáneo como tantos otros hacia los huéspedes de La Voluntad de Dios, tal como celebraba cumpleaños inexistentes, organizaba juegos, inventaba representaciones teatrales, hacía regalos o escribía cartas de familiares imaginarios. Cierta noche visitó a Josefina Bianchi y la encontró triste, murmurando que prefería morir, pues ya no tenía amor y nadie la necesitaba. Su cuerpo se había deteriorado en el último invierno y al verse achacosa y gastada caía en frecuentes depresiones, aunque jamás le fallaron la prudencia y la memoria. Irene quiso darle algo que desviara su atención de la soledad y la proyectara hacia otros intereses, por eso le pasó las cintas advirtiéndole su importancia y pidiéndole que las escondiera. Esta misión encantó a la vieja dama. Se secó las lágrimas y prometió mantenerse viva y saludable para ayudarla. Creía que custodiaba un secreto de amor. Así, lo que empezó como un juego terminó cumpliendo un propósito y las grabaciones no sólo se salvaron de la curiosidad de Beatriz Alcántara, sino también de la requisición policial.
—Dile a Irene que venga. Prometió ayudarme en la hora de mi muerte —dijo Josefina Bianchi.
—No ha llegado aún ese momento. Usted puede vivir mucho más, está sana y fuerte.
—Escucha, muchacho, he vivido como una señora y así quiero morir. Me siento un poco cansada. Necesito a Irene.
—No podrá venir ahora.
—Lo malo con la vejez es que nadie nos respeta, nos tratan como niños porfiados. Hice mi vida a mi manera. Nada me faltó. ¿Por qué privarme de una muerte limpia?
Francisco le besó las manos con cariño y respeto. Al salir vio a los huéspedes en el jardín atendidos por las cuidadoras, decrépitos, solitarios en sus sillas de ruedas, con sus chales de lana y sus mezquindades, sordos, casi ciegos, momificados, sobreviviendo apenas muy lejos del presente y de la realidad.
Se aproximó para despedirse. El coronel, con sus medallas de latón prendidas al pecho saludaba como siempre al pabellón nacional flameando sólo para sus ojos. La viuda más pobre del reino apretaba en su regazo una caja de lata con algún mísero tesoro. El hemipléjico seguía esperando el correo por la fuerza de la costumbre, aunque en el fondo adivinó desde el principio que Irene inventaba las respuestas para darle alegría, mientras él fingía creer sus mentiras piadosas para no defraudarla. Cuando ella dejó de ir a La Voluntad de Dios, quedó sin nada para soñar. Otro anciano detuvo a Francisco en la puerta.
—Oiga, joven, ahora que están abriendo tumbas, ¿cree que aparecerán mi hijo, mi nuera y el bebé?
Francisco Leal no supo responder y huyó de ese mundo de abuelos patéticos.
Las cintas grabadas por Irene Beltrán contenían sus conversaciones con Digna y Pradelio Ranquileo, el Sargento Faustino Rivera y Evangelina Flores.
—Llévaselas al Cardenal para que las usen en el juicio de los guardias —pidió a Francisco.
—Tu voz está en ellas, Irene. Si te identifican será tu condena de muerte.
—A mí me matarán de todos modos, si pueden hacerlo. Debes entregarlas.
—Antes tengo que ponerte a salvo.
—Entonces llama a Mario, porque esta misma tarde salgo de aquí.
Al anochecer apareció el peluquero con su célebre maletín de las transformaciones y se encerró con ellos en la habitación de la clínica, donde procedió a cortarles y cambiarles de color los cabellos, modificarles el arco de las cejas, probarles lentes, maquillajes, bigotes y toda suerte de artificios de su profesión, hasta convertirlos en seres diferentes. Los jóvenes se miraron asombrados, sin reconocerse bajo esas máscaras, sonriendo incrédulos porque con ese nuevo aspecto casi deberían aprender a amarse desde el principio.
—¿Puedes caminar, Irene? —preguntó Mario.
—No lo sé.
—Tendrás que hacerlo sin ayuda. Vamos, niña, ponte de pie…
Irene se bajó lentamente de la cama sin aceptar el brazo de sus amigos. Mario le quitó la camisa de dormir reprimiendo una exclamación ante su vientre cubierto de vendajes y las manchas rojas del desinfectante en el pecho y los muslos. Extrajo de su prodigioso maletín un relleno de espuma plástica para simular un embarazo y lo sujetó a los hombros y la entrepierna, porque ella no habría resistido llevarlo atado a la cintura. En seguida la vistió con un traje maternal rosado, la calzó con sandalias de tacón bajo y con un beso de buena suerte se despidió.
Más tarde Irene y Francisco salieron de la clínica sin llamar la atención del personal que los había atendido durante ese tiempo, pasaron frente al vehículo de vidrios oscuros estacionado en la calle, caminaron sin prisa hasta la esquina y allí subieron al automóvil del peluquero.
—Se ocultarán en mi casa hasta que puedan viajar —determinó Mario.
Los condujo a su apartamento, abrió la puerta de bronce y cristal, apartó los gatos de Angora, ordenó al perro echarse en un rincón y se inclinó con graciosa reverencia para darles la bienvenida, pero no alcanzó a completar el gesto, porque Irene cayó sobre la alfombra sin un suspiro. Francisco la levantó en brazos y siguió a su anfitrión hacia el cuarto que les había asignado, donde una cama ancha con delicadas sábanas de hilo acogió a la enferma.
—Arriesgas la vida por nosotros —dijo Francisco conmovido.
—Prepararé café, a todos nos hace falta —replicó Mario saliendo.
Irene pasó varios días recuperando sus fuerzas en ese ambiente refinado y tranquilo, donde Mario y Francisco se turnaban para cuidarla. El dueño de casa quiso distraerla con lecturas frívolas, juegos de naipes y las interminables anécdotas acumuladas en su vida, historias del salón de belleza, de sus amores, sus viajes y sus tormentos en la época en que era sólo el hijo repudiado de un minero. Cuando notó que a ella le gustaban los animales, instaló en su habitación al perrazo negro y los gatos, cambiando el tema si ella preguntaba por Cleo, porque no deseaba darle a conocer su triste fin. Cocinó para su amiga dietas de enferma, veló su sueño y secundó a Francisco en las curaciones. Clausuró las ventanas del departamento, corrió las pesadas cortinas, sustrajo los periódicos y apagó la televisión para que el desorden del exterior no la perturbara. Si aullaban las sirenas de los carros policiales, pasaban zumbando los helicópteros como pájaros prehistóricos, sonaban a lo lejos las cacerolas golpeadas o el tableteo de las ametralladoras, aumentaba el volumen de la música para que no los oyera. Disolvía barbitúricos en su sopa para obligarla a descansar y se abstenía de mencionar en su presencia los acontecimientos que convulsionaban la paz de opereta de la dictadura.
Fue Mario quien llevó a Beatriz Alcántara la noticia de que su hija ya no estaba en la clínica. Tenía intención de explicarle la necesidad de sacarla del país para salvar su vida, pero en la primera frase vio su incapacidad para hacerse cargo de la situación. La señora habitaba un mundo irreal donde esas desgracias estaban anuladas por decreto. Prefirió decirle que Irene y Francisco habían viajado para disfrutar de unas breves vacaciones, historia inverosímil, dado el estado de salud de la muchacha, pero la madre la creyó porque cualquier pretexto le servía. Mario la observó sin piedad, irritado ante aquella mujer egoísta, indiferente, refugiada en una elegancia de ritos y fórmulas, en ese salón hermético donde no entraban los rumores del descontento. La imaginó a la deriva sobre una balsa con sus ancianos olvidados y decrépitos en un mar inmóvil. Como ellos, Beatriz estaba fuera de la realidad, había perdido su lugar en este mundo. Su ínfima seguridad podía desmoronarse en un instante, soplada por el huracán furioso de los nuevos tiempos. La imagen esbelta enfundada en seda y gamuza, le resultó engañosa, como reflejada en un espejo de feria. Salió de allí sin despedirse.
Fiel a su costumbre, afuera aguardaba Rosa escuchando la conversación a través de la puerta. Le hizo señas de seguirla a la cocina.
—¿Qué pasa con mi niña? ¿Dónde está?
—Se encuentra en peligro. Tendremos que ayudarla para que parta de aquí.
—¿Exilada?
—Sí.
—¡Dios me la cuide y me la proteja! ¿Volveré a verla algún día?
—Cuando se venga abajo esta dictadura, Irene regresará.
—Dele esto de mi parte —suplicó Rosa entregándole un pequeño envoltorio—. Es tierra de su jardín, para que la acompañe donde vaya. Y, por favor, dígale que floreció el nomeolvides…
José Leal acompañó a Evangelina Flores a reconocer los restos de su padre y sus hermanos. Irene le había hablado de ella y le pidió su ayuda, porque estaba segura de que la muchacha la necesitaría. Así fue. En el patio del Departamento de Investigaciones, sobre dos largos mesones de madera rústica, habían desplegado el contenido de las bolsas amarillas: ropa destrozada, pedazos de huesos, mechones de cabellos una llave oxidada, un peine. Evangelina Flores recorrió lentamente la terrible exposición, señalando en silencio cada despojo conocido: ese chaleco azul, ese zapato roto, esa cabeza con pocos dientes. Tres veces pasó delante de las mesas observando con cuidado, hasta encontrar algo de cada uno de los suyos y probar así que los cinco se encontraban allí, ninguno faltaba. Sólo el sudor que le empapaba la blusa delataba el tremendo esfuerzo que le costaba cada paso. A su lado caminaban el cura, sin atreverse a tocarla y dos funcionarios del Juzgado tomando notas. Por último la joven leyó y firmó la declaración con mano firme y salió del patio a grandes trancos, con la cabeza erguida. En la calle, después de oír el portón cerrarse a sus espaldas, recuperó por breves instantes su aspecto de niña campesina. José Leal la abrazó.
—Llora criatura, te hace bien —le dijo.
—¿Llorar? después, Padre. Ahora tengo mucho que hacer —replicó ella y sacudiéndose las lágrimas de un manotazo partió de prisa.
Dos días más tarde fue citada ante el Tribunal Militar para prestar testimonio sobre los presuntos asesinos. Se presentó con su ropa de trabajo y una cinta negra atada al brazo, la misma que usó cuando abrieron la mina de Los Riscos y su intuición le advirtió que había llegado la hora de vestir luto.
El juicio se llevó a cabo en privado. No le permitieron la compañía de su madre, de José Leal, ni del abogado de la Vicaría asignado por el Cardenal. Un soldado la condujo sola por un ancho pasillo donde el eco de las pisadas vibraba con sonido de campana, hasta la sala de sesiones de la Corte. Era una enorme habitación bien iluminada, sin más adorno que una bandera y un retrato en colores del General con la banda de los presidentes terciada en el pecho.
Evangelina avanzó sin muestras de temor hasta colocarse frente al alto estrado de los oficiales. Los miró uno por uno directamente a los ojos y con voz clara repitió la historia que antes contara a Irene Beltrán, sin que las intimidaciones consiguieran cambiar su versión. Señaló sin vacilar al Teniente Juan de Dios Ramírez y a cada hombre que participó en la detención de su familia, porque durante esos años los había llevado grabados a fuego en la memoria.
—Puede retirarse, ciudadana. Permanecer a disposición de este Tribunal. No puede abandonar la ciudad —ordenó un Coronel.
El mismo soldado la guió hasta la salida. Afuera la esperaba José Leal y juntos echaron a andar por la calle. El sacerdote se dio cuenta de que un automóvil los seguía y como estaba preparado para esa eventualidad, tomó a la joven de un brazo y corrió con ella empujándola, arrastrándola, mezclándose con la muchedumbre. Buscó refugio en la primera iglesia que surgió a su paso y desde allí se comunicó con el Cardenal.
Evangelina Flores fue sustraída del zarpazo de la represión y sacada del país en las sombras de la noche. Tenía una misión que cumplir. En los años siguientes olvidó el campo apacible donde nació, para ir por el mundo denunciando la tragedia de su patria. Se presentó en la asamblea de las Naciones Unidas, en ruedas de prensa, en foros de televisión, en congresos, en universidades, en todas partes, para hablar de los desaparecidos y para impedir que el olvido borrara a esos hombres, mujeres y niños tragados por la violencia.
Una vez identificados los cadáveres de Los Riscos, sus familiares rogaron que se los devolvieran para sepultarlos con decencia, pero se los negaron por temor al desorden público. No deseaban más disturbios. Entonces los deudos de ésas y otras víctimas surgidas de nuevas tumbas clandestinas, entraron en tropel a la Catedral, se instalaron frente al altar mayor y anunciaron una huelga de hambre desde ese mismo instante hasta que escucharan sus peticiones. Habían perdido el miedo y sin vacilaciones arriesgaban la vida, lo último que les quedaba, porque de todo lo demás habían sido despojados.
—¿Qué significa este despelote, Coronel?
—Preguntan por sus desaparecidos, mi General.
—Dígales que no están ni vivos ni muertos.
—¿Y qué hacemos con los huelguistas, mi General?
—Lo de siempre, Coronel, no me moleste con pendejadas.
La policía intentó sacarlos del templo con chorros de agua y gases lacrimógenos, pero el Cardenal se plantó en la puerta junto a otras personas que ayunaban en gesto solidario, mientras observadores de la Cruz Roja, de la Comisión de Derechos Humanos y de la prensa internacional fotografiaban la escena. A los tres días la presión se hizo insostenible y el rumor de la calle atravesó los muros del búnker presidencial. De muy mala gana el General ordenó la devolución de los cuerpos; sin embargo, en el último momento, cuando las familias aguardaban con guirnaldas de flores y cirios encendidos, por orden superior los carros funerarios desviaron la ruta, ingresaron solapados por la puerta trasera del cementerio y vaciaron las bolsas en una fosa común. Sólo el cadáver de Evangelina Ranquileo Sánchez, todavía en la Morgue en proceso de autopsia, pudo ser recuperado por sus padres. Lo llevaron a la parroquia del Padre Cirilo, donde recibió una modesta sepultura. La muchacha tuvo al menos una tumba y no le faltaron flores frescas, porque los campesinos de la zona confiaban en sus pequeños milagros.
La mina de Los Riscos se convirtió en lugar de peregrinación. Una interminable fila encabezada por José Leal acudía en romería. Iban a pie, cantando himnos de misa y consignas de rebelión, llevando cruces, antorchas y los retratos de sus muertos. Al día siguiente el Ejército cerró el sitio con una alta alambrada de púas y un portón de hierro, pero ni los cercos espinudos ni los soldados apostados con nidos de ametralladoras pudieron impedir las procesiones. Entonces usaron carga de dinamita para borrar la mina del paisaje, pretendiendo eliminarla también de la Historia.
Francisco y José Leal entregaron las grabaciones de Irene al Cardenal. Sabían que tan pronto llegaran a manos del Tribunal Militar, la joven sería identificada y detenida. Por esa debían ponerla en lugar seguro lo antes posible.
—¿Cuántos días necesitan para huir? —preguntó el prelado.
—Una semana hasta que pueda caminar sin ayuda.
Así lo acordaron. El Cardenal hizo reproducir las cintas y siete días después distribuyó las copias entre la prensa y entregó los originales al fiscal. Cuando quisieron eliminar las pruebas, ya era tarde, porque las entrevistas aparecían publicadas en los periódicos y daban la vuelta al mundo, levantando una oleada de repudio unánime. En el extranjero el nombre del General fue escarnecido y sus embajadores recibieron lluvia de tomates y huevos podridos cada vez que asomaban en público. Desafiada por tanto alboroto, la justicia militar declaró culpables de homicidio al Teniente Juan de Dios Ramírez y a los hombres de su tropa que participaron en la matanza, basándose en sus testimonios contradictorios, en las pruebas de laboratorio para determinar la forma como ocurrieron los hechos y en las grabaciones de Irene Beltrán. La periodista fue citada a declarar en repetidas oportunidades y la Policía Política la buscó con esmero, pero no pudo hallarla.
La satisfacción provocada por la sentencia duró sólo unas horas, hasta que los culpables fueron puestos en libertad, amparados por un decreto de amnistía improvisado en el último instante. El furor popular se tradujo en manifestaciones callejeras tan turbulentas, que ni siquiera los grupos de choque de la Policía y los equipos de guerra del Ejército pudieron controlar a la gente volcada en las calles. Ante el monumento en construcción de Los Salvadores de la Patria, el pueblo soltó un enorme cerdo adornado con escarapelas, banda terciada, capa de gala y gorra de general. La bestia corrió despavorida en medio de la muchedumbre que la escupía, la pateaba y la insultaba ante los ojos furibundos de los soldados, quienes emplearon toda su destreza para atajar al puerco y rescatar los sacros emblemas pisoteados y acabaron por fin matándolo a tiros entre gritos, palos y ulular de sirenas. Del animal no quedó sino su gran cadáver humillado en un charco de sangre negra donde navegaban sus insignias, su quepis y su capa de tirano.
El Teniente Ramírez fue ascendido a capitán. Circulaba satisfecho por todas partes con la conciencia quieta, hasta que se enteró de que por los caminos del sur vagaba un gigante cubierto de harapos, hambriento y con ojos extraviados, en busca del asesino de su hermana. Nadie le prestó atención, es un loco, decían. Pero el oficial conocía la venganza pendiente sobre su cabeza y perdió el sueño. No habría paz para él mientras Pradelio Ranquileo permaneciera con vida.
Lejos de la capital, en una guarnición de provincia, Gustavo Morante seguía atentamente los acontecimientos, se informaba y ponía en marcha su plan. Cuando tuvo todas las evidencias de la ilegitimidad del régimen, se movió en secreto entre sus compañeros de armas. Había perdido sus ilusiones, convencido de que la dictadura no era una etapa provisoria en el camino del desarrollo, sino la etapa final en el camino de la injusticia. No soportaba más la maquinaria represiva a la cual sirviera con lealtad pensando siempre en los intereses de la patria. El terror, lejos de propiciar el orden como le enseñaron en los cursos para oficiales, había sembrado un odio cuya cosecha sería fatalmente mayor violencia. Sus años de carrera militar le dieron un profundo conocimiento de la Institución y decidió emplearlo para derrocar al General. Consideraba que esa tarea correspondía a los oficiales jóvenes. Creía no ser el único en albergar esas inquietudes, porque el fracaso económico, la acentuada desigualdad social, la brutalidad del sistema y la corrupción de los jerarcas, hacían meditar a otros militares. Estaba convencido de que había otros como él, deseosos de lavar la imagen de las Fuerzas Armadas y sacarla del hoyo donde estaban metidas. Un hombre menos audaz y apasionado, tal vez habría conseguido su objetivo, pero Morante tenía tanta urgencia por obedecer los impulsos de su corazón, que cometió el error de subestimar al Servicio de Inteligencia, cuyos tentáculos conocía de sobra. Fue detenido y sobrevivió setenta y dos horas. Ni los más expertos pudieron obligarlo a delatar los nombres de otros implicados en la rebelión, en vista de lo cual lo degradaron y su cadáver fue simbólicamente fusilado por la espalda al amanecer, como escarmiento. A pesar de las precauciones, la historia se filtró. Cuando Francisco Leal se enteró de lo ocurrido, pensó con respeto en el Novio de la Muerte. Si en las filas existen hombres así comentó, aún hay esperanza. La insurrección no podrá ser siempre controlada, crecerá y se multiplicará dentro de los cuarteles, hasta que no alcancen las balas para aplastarla. Entonces los soldados se unirán a la gente de la calle y del dolor asumido y la violencia superada, podrá surgir una nueva patria.
—¡Sueñas, hijo! Aunque haya militares como ese Morante, en esencia las Fuerzas Armadas no cambian. El militarismo ya ha causado demasiados males a la humanidad. Debe ser eliminado —replicó el Profesor Leal.
Por fin Irene Beltrán estuvo en condiciones de movilizarse. José Leal obtuvo pasaportes falsos para ella y Francisco, a los cuales pegaron las fotografías de sus nuevas caras. Estaban irreconocibles. Ella llevaba el cabello corto, teñido, y lentes de contacto para cambiar el color de sus pupilas. El usaba un bigote tupido y anteojos. Al principio se miraron haciendo esfuerzos para reconocerse, pero muy pronto se acostumbraron a esos disfraces y ambos olvidaron los rostros de los cuales se enamoraron. Francisco se sorprendió tratando de recordar el tono del pelo de Irene, que tanto lo fascinara. Les había llegado el momento de abandonar el mundo conocido y formar parte de esa inmensa oleada transhumante propia de su tiempo: desterrados, emigrantes, exilados, refugiados.
La víspera de la partida, los Leal fueron a despedirse de los fugitivos. Mario preparó la cena encerrado en la cocina durante horas, sin permitir a nadie participar en sus afanes.
Arregló la mesa con flores y frutas, colocó su mejor mantel, dispuesto a mitigar un poco la tragedia que a todos envolvía.
Eligió música discreta, encendió velas, puso a helar el vino, fingiendo una euforia que estaba muy lejos de sentir. Pero era imposible eludir el tema de la próxima separación y de los peligros acechando a la pareja tan pronto pusiera los pies fuera de ese refugio.
—Cuando paséis la frontera, hijos, creo que debéis ir a nuestra casa en Teruel —dijo de pronto Hilda Leal, ante la sorpresa de todos, porque pensaban que ese recuerdo era uno de tantos borrados por la amnesia.
Pero ella nada había olvidado. Les contó de la sombra inmensa del macizo de Albarracín recortado en el crepúsculo, similar a esos cerros al pie de los cuales se extendía la patria adoptiva; de los viñedos desnudos, tristes y retorcidos en invierno, juntando savia para el estallido de la uva en verano; de esa naturaleza seca y abrupta acordonada de montañas, y de la casa que un día dejara para seguir a su hombre a la guerra, noble y tosca morada de piedra, madera y tejas, pequeñas ventanas aherrojadas, una alta chimenea con platos de cerámica mudéjar incrustados en el muro como ojos observando a través de los años. Recordaba con precisión el olor de la leña al encender el fuego por las tardes, la fragancia de los jazmines y la hierbabuena bajo la ventana, la frescura del agua del pozo, el arcón de la lencería, las mantas de lana sobre las camas. A su evocación siguió un largo silencio, como si su espíritu se hubiera trasladado al antiguo hogar.
—La casa todavía es nuestra. Está esperando por vosotros —dijo por fin, suprimiendo con esas palabras el tiempo transcurrido y la distancia.
Francisco caviló en el destino caprichoso que obligó a sus padres a abandonar el lugar natal para ir al exilio y que tantos años más tarde tal vez se lo devolvía a él por igual motivo. Se imaginó abriendo la puerta, con el mismo gesto empleado por su madre casi medio siglo atrás para cerrarla, y sintió que en todo ese tiempo habían andado en círculos. Su padre le adivinó el pensamiento y habló del significado que tuvo para ellos dejar la tierra propia y buscar otros horizontes; necesitaron coraje para enfrentar los sufrimientos, para caer, sacar fuerzas del espíritu y volver a levantarse una y mil veces, para adaptarse y sobrevivir entre extraños. Se instalaron firmes y decididos en cada sitio que pisaron, aunque fuera por una semana o un mes, pues nada agota tanto la fortaleza interior como lo transitorio.
—Sólo tendréis el presente. No perdáis energía llorando por el ayer o soñando con el mañana. La nostalgia desgasta y aniquila, es el vicio de los desterrados. Debéis estableceros como si fuera para siempre, hay que tener sentido de permanencia —concluyó el Profesor Leal y su hijo recordó las mismas palabras en boca de la vieja actriz.
El Profesor llevó aparte a Francisco. Estaba muy conmovido, lo abrazó con ojos afligidos, temblando. Sacó del bolsillo un pequeño objeto y se lo pasó avergonzado: era su regla de cálculo, único tesoro para simbolizar el desamparo y el dolor de esa separación.
—Es sólo un recuerdo, hijo. No sirve para calcular la vida —dijo con voz ronca.
En verdad así lo sentía. Al final del largo camino de su existencia, se daba cuenta de la inutilidad de sus cálculos. Nunca imaginó encontrarse un día cansado y triste con un hijo en la tumba, otro en el exilio, los nietos distantes en un pueblo perdido y José, el único cercano, amenazado por la Policía Política. Francisco recordó a los viejos de La Voluntad de Dios y se inclinó a besar su frente, deseando con vehemencia poder torcer los designios de la fatalidad para que sus padres no murieran solitarios.
Al notar los ánimos decaídos, Mario decidió servir la cena.
De pie alrededor de la mesa, los ojos húmedos y las manos crispadas, levantaron juntos sus copas.
—Brindo por Irene y Francisco. La suerte os acompañe, hijos —dijo el Profesor Leal.
—Y yo brindo para que vuestro amor crezca día a día —agregó Hilda sin mirarlos, para no mostrar su pena.
Durante un rato hicieron el esfuerzo de parecer festivos, alabaron los refinados guisos y agradecieron las atenciones de ese noble amigo, pero pronto el desaliento se extendió como una sombra, cubriéndolos a todos. En el comedor sólo se oía el sonido de los cubiertos y el cristal.
Hilda, sentada junto a su hijo más querido, lo fijaba con la vista, grabando para siempre en su memoria los rasgos de su cara, la expresión de su mirada, las finas arrugas alrededor de los ojos, la forma alargada y firme de sus manos. Sostenía entre sus dedos el cuchillo y el tenedor, pero su plato estaba intacto. Severa con su propio dolor, contenía las lágrimas, pero no podía ocultar su aflicción. Francisco rodeó con un brazo los hombros de su madre y la besó en la sien, tan emocionado como ella.
—Si algo malo te sucede, hijo, no podré resistirlo —susurró Hilda a su oído.
—Nada malo ocurrirá, mamá, quédate tranquila.
—¿Cuándo nos veremos de nuevo?
—Pronto, estoy seguro. Hasta entonces estaremos juntos en espíritu, como siempre hemos estado…
La cena terminó sin ruido. Permanecieron sentados en la sala mirándose, sonriendo sin alegría, hasta que la proximidad del toque de queda marcó el instante de la despedida. Francisco los guió hasta la puerta. A esa hora la calle estaba vacía y silenciosa, los postigos cerrados, ninguna luz en las ventanas vecinas, sus voces y sus pasos producían un eco sordo que vibraba como un mal presagio en ese ámbito desolado. Debían apresurarse para llegar a tiempo a su casa. Tensos, callados, se estrecharon por última vez. Padre e hijo se unieron en largo y fuerte abrazo pleno de mudas promesas y advertencias. Luego Francisco sintió entre sus brazos a su madre, pequeña y frágil, su rostro adorado perdido en su pecho, el llanto por fin desbordado, sus manos delgadas estrujando convulsas la tela de su chaqueta, aferrada como un niño desesperado. José la separo, obligándola a dar media vuelta y a andar sin mirar hacia atrás. Francisco vio alejarse por la calle sombría las figuras de sus padres, vacilantes, vulnerables, encogidas. La de su hermano, en cambio, le pareció sólida y decidida, la de un hombre que conoce sus riesgos y asume su destino. Cuando se perdieron en la esquina, un ronco sollozo de adiós atravesó su pecho y todas las lágrimas contenidas en esa terrible noche acudieron de golpe a sus ojos. Se desplomó en el umbral de la puerta con la cara entre las manos, sacudido por la más honda tristeza. Allí lo encontró Irene y en silencio se sentó a su lado.
Francisco Leal nunca se ocupó de llevar la cuenta de los desesperados que ayudó durante esos años. Al comienzo actuaba solo, pero poco a poco se formó a su alrededor un grupo de amigos incondicionales, unidos todos en el mismo empeño de esconder perseguidos, asilarlos cuando fuera posible o llevarlos a través de la frontera por diversos caminos. Al principio aquello fue para él sólo una labor humanitaria y en cierta forma ineludible, pero con el tiempo se transformó en una pasión. Esquivaba los riesgos con una emoción confusa, mezcla de rabia y de feroz alegría. Sentía el vértigo de los jugadores, una provocación constante al destino, pero ni aún en los momentos de mayor audacia perdía de vista sus virtudes de hombre cauto, porque sabía que cualquier arrebato se pagaba con la vida. Planeaba cada acción hasta el menor detalle y procuraba llevarla a cabo sin sorpresa, eso le permitió sobrevivir al filo del abismo por más tiempo que otros. La Policía Política nada sospechaba de su pequeña organización. Mario y su hermano José trabajaban a menudo con él. En las ocasiones en que detuvieron al cura lo interrogaron sólo por sus actividades en la Vicaría y en su población, donde eran muy notorios sus reclamos de justicia y su valor para hacer frente a la autoridad.
Por su parte, el maestro peluquero poseía una formidable pantalla. A su salón de belleza acudían las esposas de los coroneles y con cierta frecuencia lo recogía una limusina blindada para conducirlo al palacio subterráneo, donde lo esperaba la Primera Dama en sus aposentos de fausto y oropel. La asesoraba en la elección de su vestuario y sus joyas, creaba nuevos peinados para acentuar la altivez del poder y daba su opinión sobre la raffia romana, el mármol faraónico y las lámparas de cristal cortado traídos del extranjero para decorar la mansión. A las recepciones de Mario acudían los personajes destacados del régimen y tras los biombos Coromandel de su tienda de antigüedades se realizaban negociaciones con jóvenes bien dotados para los placeres prohibidos. La Policía Política cumplía la orden de protegerlo en sus contrabandos, sus tratos, su surtidero de discretos vicios, sin imaginar que el distinguido estilista se burlaba de ella en sus narices.
Francisco había dirigido a su grupo en tareas difíciles, pero nunca pensó que un día lo utilizaría para salvar su propia vida y la de Irene.
Eran las ocho de la mañana cuando llegó una camioneta cargada de plantas exóticas y árboles enanos para las terraza de Mario. Tres empleados vestidos con bragas, cascos y mascarillas de fumigación, descargaron filodendros del trópico, camelias en flor y naranjos chinos, luego conectaron las mangueras a los tanques de insecticida y procedieron a desinfectar la matas cubriéndose los rostros con los protectores. Mientras uno se instaló de vigía en el pasillo, a una señal del dueño de la casa los otros dos se quitaron la ropa de trabajo. Irene y Francisco se vistieron con ellas y se taparon las caras con las máscaras, bajaron sin prisa a reunirse con el chofer y partieron sin que nadie les diera una segunda mirada. Gastaron un rato dando un par de vueltas por la ciudad, de un taxi en otro hasta ser recogidos en una esquina por una abuela con aspecto de sincera inocencia, quien les entregó las llaves y los documentos de un pequeño automóvil.
—Hasta aquí vamos bien. ¿Cómo te sientes? —preguntó Francisco acomodándose en el volante.
—Muy bien —replicó Irene, tan pálida que parecía a punto de convertirse en niebla.
Salieron de la ciudad por la carretera al Sur. Su plan consistía en localizar un paso de montaña y cruzar la frontera antes que el cerco de la represión se cerrara inexorable sobre ellos. El nombre y la descripción de Irene Beltrán ya estaba en manos de la autoridad a lo largo y ancho del territorio nacional y sabían que tampoco en las dictaduras vecinas estarían a salvo, porque intercambiaban información, presos y cadáveres. En esas transacciones a veces sobraban muertos por un lado y cédulas de identidad por el otro, produciendo confusión en el momento de reconocer a las víctimas. Así, hubo detenido en un país que aparecían asesinados en otro con nombre ajeno, y deudos que recibieron a un desconocido para sepultar. Aunque también al otro lado contaban con ayuda, Francisco sabía que deberían moverse de prisa hacia cualquier democracia del continente o alcanzar su objetivo final, la madre patria, como acabaron llamando a España los que huían de América.
Hicieron el camino en dos etapas, porque Irene estaba aún muy débil y no soportaría tantas horas inmóvil, mareada, adolorida, pobre amor mío, has adelgazado mucho durante las últimas semanas, perdiste el tono dorado de tus pecas al sol, pero estás tan linda como siempre, a pesar de que te cortaron tu largo pelo de reina. No sé cómo ayudarte, quisiera echarme al hombro tu sufrimiento, tus incertidumbres; maldita suerte, que nos lleva dando tumbos con el miedo prendido en las entrañas. Irene, cómo quisiera devolverte a los tiempos despreocupados cuando paseábamos con Cleo por el cerro, cuando nos sentábamos bajo los árboles a observar la ciudad a nuestros pies, mientras bebíamos vino en la cima del mundo sintiéndonos libres y eternos; entonces no imaginaba que hoy te llevaría por esta interminable ruta de pesadilla con todos los sentidos en ascuas, pendiente de cada ruido, viajando, sospechando. Desde el instante terrible en que esa ráfaga de balas estuvo a punto de partirte en dos, no encuentro reposo ni despierto ni dormido, Irene, tengo que ser fuerte, enorme, invencible, para que nada pueda dañarte, para mantenerte protegida del dolor y la violencia. Cuando te veo así, vencida por la fatiga, apoyada en el respaldo, abandonada a las sacudidas del coche, con los ojos cerrados, una ansiedad tremenda me oprime el pecho, ansias de cuidarte, temor de perderte, deseos de permanecer a tu lado para siempre y preservarte de todo mal, velar tu sueño, darte días felices…
Al anochecer se detuvieron en un pequeño hotel de provincia. La debilidad de la joven, sus pasos vacilantes y ese aire de sonámbula que se le había metido en los huesos, conmovieron al gerente, quien los acompañó hasta la habitación e insistió en servirles algún alimento. Francisco quitó la ropa a Irene, acomodó los vendajes ligeros que llevaba como protección y la ayudó a acostarse. Trajeron una sopa y un vaso de vino caliente con azúcar y canela, pero ella no pudo ni mirarlos, estaba extenuada. Francisco se tendió a su lado y ella echó los brazos alrededor de su cuerpo, puso la cabeza en su hombro, suspiró y de inmediato se hundió en el sueño. El no se movió, sonriendo en la oscuridad, dichoso como siempre cuando estaban juntos. Esa intimidad que compartían desde hacía algunas semanas, seguía pareciéndole un prodigio. Conocía a esa mujer en sus más sutiles secretos, no tenían misterio para él sus ojos de humo que se volvían salvajes en el placer y se humedecían agradecidos al realizar el inventario de su amor, tantas veces la había recorrido, que podía dibujarla de memoria y estaba seguro de que hasta el final de su vida podría evocar esa suave y firme geografía; pero cada vez que la tenía entre sus brazos, lo embargaba la misma emoción sofocada del primer encuentro.
Al día siguiente Irene amaneció de tan buen ánimo como si hubiera pasado la noche retozando, pero toda su buena voluntad no fue suficiente para disimular el color de cera de su piel y los círculos de enferma alrededor de los ojos. Francisco le sirvió un desayuno abundante, a ver si recuperaba un poco las fuerzas, pero ella casi no lo probó. Estaba mirando por la ventana y sacando la cuenta de que la primavera se había terminado. Después de haber estado tanto tiempo en los territorios de la muerte, la vida había adquirido para ella otro valor. Percibía maravillada los contornos del mundo y agradecía las pequeñas cosas de cada día.
Temprano, porque tendrían que hacer muchas horas de viaje, subieron al coche y partieron. Atravesaron un pueblo borracho de luz, cruzado por las carretas de verduras, los vendedores de chucherías, las bicicletas y los destartalados autobuses cargados hasta el techo. Sonaron las campanas de la parroquia y dos viejas ataviadas de negro avanzaron por la calle con sus velos póstumos y sus libros de viuda. Una fila de escolares pasó con su maestra rumbo a la plaza cantando caballito blanco llévame de aquí, llévame a mi tierra, donde yo nací. En el aire ondeaban un olor delicado de pan recién horneado y un coro de cigarras y zorzales. Todo se veía limpio, ordenado, tranquilo, las gentes ocupadas en sus labores cotidianas en un clima de paz. Por un momento dudaron de su cordura. Tal vez eran víctimas de un delirio, de una atroz fantasía y en realidad ningún peligro los amenazaba. Se preguntaron si no estarían huyendo de sus propias sombras. Pero entonces palparon los documentos falsos quemando en sus bolsillos, vieron sus rostros transformados y recordaron el clamor de la mina. No estaban dementes. Era el mundo el que se había trastornado.
Tantas horas rodaron por esos caminos eternos, que perdieron la capacidad de ver el paisaje y al final del día todo les parecía igual. Se sentían como un par de náufragos astrales.
Sólo los controles policiales en las alcabalas de la carretera interrumpieron su viaje. Cada vez al entregar los papeles sentían el miedo como una descarga eléctrica que los dejaba sudorosos y lacios. Los guardias ojeaban distraídos las fotografías y les hacían señas de seguir. Pero en un puesto los obligaron a descender, los retuvieron diez minutos contestando preguntas perentorias, revisaron el coche por todos lados y cuando Irene estaba a punto de gritar, segura de haber sido finalmente atrapados, el Sargento los autorizó para continuar.
—Tengan cuidado, en esta zona hay terroristas —les recomendó.
Por largo rato no pudieron hablar. Nunca habían sentido el peligro tan cercano y preciso.
—El pánico es más fuerte que el amor y el odio —concluyó Irene asombrada.
A partir de ese momento asumieron el miedo con ánimo burlón, bromeando para ahorrarse inquietudes inútiles. Francisco adivinó que ese era el único recato de Irene. Ella desconocía cualquier forma de timidez o vergüenza, se entregaba a sus emociones limpiamente, en pleno uso de su libertad. Pero en su interior existía un reducto de extremo pudor. Se sonrojaba ante aquellas flaquezas que le resultaban intolerables en los demás e inadmisibles en ella. Ese terror descubierto en su propio espíritu la llenaba de bochorno e intentaba ocultarlo también a los ojos de Francisco. Era un temor profundo, totalitario, que en nada semejaba al susto esencial que enfrentó algunas veces y del cual se defendía con la risa. No fingía valor ante aquellos espantos simples, como la masacre de un cerdo o el crujir de una puerta en una casa embrujada, sin embargo la avergonzaba ese sentimiento nuevo adherido a su piel, invadiéndola, haciéndola gritar dormida y temblar despierta. Por momentos era tan fuerte la impresión de pesadilla, que no estaba segura si vivía soñando o soñaba que estaba viviendo.
En esos instantes fugaces, cuando se asomaba al umbral de su pudor, de su miedo, era cuando Francisco más la amaba.
Abandonaron por último la carretera principal y se internaron por el camino de las montañas, hasta alcanzar un antiguo establecimiento termal, que en épocas pasadas fue célebre por sus aguas milagrosas, pero al que la farmacopea moderna había hundido en el olvido. El edificio conservaba el recuerdo de un pasado esplendoroso, cuando a principios de siglo acogía a las familias distinguidas y a los extranjeros llegados de lejos en busca de salud. El abandono no destruyó el encanto de sus amplios salones con balaustradas y frisos, de sus muebles antiguos, de sus lámparas de bronce y de sus cortinajes de fleco y pompón. Les asignaron una habitación provista de una cama enorme, un armario, una mesa y dos sillas elementales. La electricidad se cortaba a cierta hora y después había que circular con velas. Al ponerse el sol, descendía bruscamente la temperatura, como siempre sucede en esas alturas, y entonces encendían las chimeneas con aromáticos troncos de espino. Por las ventanas entraba un olor picante y áspero de hojas secas y estiércol quemados en el patio. Aparte de ellos mismos y del personal administrativo, los habitantes del lugar eran pacientes aquejados de diversos males o jubilados en tratamiento de consuelo. Todo allí era lento y suave, desde los pasos de los huéspedes deslizándose por los corredores, hasta el sonido rítmico de las máquinas bombeando agua y barro curativo hacia las grandes bañeras de mármol y hierro.
Durante el día, una fila de esperanzados trepaba por el borde de un despeñadero hasta las fumarolas, apoyándose en sus bastones, envueltos en sábanas pálidas, como remotos espíritus.
Más arriba, en los faldeos del volcán, brotaban charcas de agua caliente y columnas de espeso vapor sulfuroso, donde los enfermos se sentaban, perdidos en la bruma. Al atardecer sonaba una campana en el hotel y su vibrante llamado retumbaba en los parajes de montaña, en los precipicios, en las ocultas madrigueras. Era la señal de regreso para los reumáticos, los artríticos, los ulcerados, los hipocondríacos, los alérgicos y los viejos irremediables. Las comidas se servían en horarios exactos en un vasto comedor donde cantaban las corrientes de aire y se paseaban los olores de la cocina.
—Lo único malo es que no estamos de luna de miel —observó Irene encantada con el lugar, temiendo que apareciera demasiado pronto su contacto, para llevarlos a través de la frontera.
Agotados por la fatiga del viaje, se abrazaron estrechamente sobre el lecho fundamental que les tocó en suerte y perdieron de inmediato la noción del tiempo. Los despertó la primera luz de una madrugada radiante. Francisco comprobó aliviado que Irene se veía de mucho mejor aspecto y hasta anunció que tenía un hambre de marinero. Se vistieron después de hacer el amor con alegre parsimonia y salieron a tomar el aire de la cordillera. Muy temprano comenzaba el tráfico impasible de los huéspedes rumbo a las termas. Mientras los demás intentaban sanarse, los jóvenes ocuparon las horas disponibles en amarse con besos furtivos y promesas eternas. Se amaron paseando por los ásperos senderos del volcán, se amaron sentados sobre el humus fragante del bosque, se amaron en susurros entre las brumosas espirales amarillas de las fumarolas, hasta que al mediodía apareció un montañés con toscas botas de piel, poncho negro y sombrero alón, llevando tres cabalgaduras y una mala noticia.
—Encontraron su pista. Tienen que partir ahora mismo.
—¿A quién agarraron? —preguntó Francisco temiendo por su hermano, por Mario o por cualquier otro amigo.
—A ninguno. El gerente del hotel donde estuvieron anteanoche sospechó de ustedes y los delató.
—¿Podrás montar a caballo, Irene?
—Sí —sonrió ella.
Francisco enrolló una firme faja alrededor de la cintura de su amiga, para que soportara mejor el bamboleo de la cabalgata. Acomodaron el equipaje y emprendieron la marcha en fila india por un sendero apenas visible que conducía a un paso olvidado entre dos puestos fronterizos, antigua ruta de contrabandistas, ya olvidada. Cuando la huella desapareció del todo, tragada por esa naturaleza indómita, el baqueano se orientó por unas señales talladas en los árboles. No era la primera vez —ni sería la última— que usaba esa vía tortuosa para salvar perseguidos. Alerces, tepas, robles, mañíos, custodiaban el paso de los viajeros y en algunas partes su follaje se juntaba en lo alto formando una impenetrable cúpula verde.
Avanzaron durante horas sin detenerse. En todo el trayecto no se cruzaron con ningún ser humano; era una soledad húmeda, fría, sin márgenes, un laberinto vegetal por el cual iban como únicos andantes. Pronto pudieron tocar los grandes manchones de nieve rezagada del invierno. Penetraron las nubes bajas y por un tiempo los rodeó una espuma impalpable que borraba el mundo. Al salir apareció de súbito ante sus ojos el majestuoso espectáculo de la cordillera ondulando hasta el infinito con sus picachos morados, sus volcanes coronados de blancura, sus barrancos y quebradas, cuyas paredes de hielo se derretían en verano. De vez en cuando divisaban una cruz marcando el sitio donde algún viajero dejó la vida, abatido por la desolación y allí el montañés se persignaba, reverente, para consolar al ánima.
Adelante cabalgaba el guía, detrás iba Irene y cerraba la fila Francisco, sin quitar los ojos de su amada, alerta a cualquier signo de fatiga o de dolor, pero la joven no daba muestras de cansancio. Se dejaba llevar por el paso sereno de la mula, los ojos perdidos en la prodigiosa naturaleza que la rodeaba, el alma en lágrimas. Iba despidiéndose de su país. Junto a su pecho, bajo la ropa, tenía la pequeña bolsa con tierra de su jardín que Rosa le enviara para plantar un nomeolvides al otro lado del mar. Pensaba en la magnitud de su pérdida. No volvería a recorrer las calles de su infancia, ni a oír el dulce acento de su lengua criolla; no vería el perfil de sus montes al atardecer, no la arrullaría el canto de sus propios ríos, no tendría el aroma de albahaca en su cocina ni de la lluvia evaporándose en el techo de su casa. No sólo perdía a Rosa, su madre, los amigos, el trabajo y su pasado. Perdía su patria.
—Mi país…, mi país… —sollozó. Francisco apuró a su caballo y colocándose a su lado le tomó la mano.
Al caer la oscuridad decidieron acampar para pasar la noche, porque no se podía avanzar sin luz en aquel dédalo de cerros, de laderas escarpadas, de tremendos despeñaderos y honduras insondables. No se atrevieron a encender una fogata, temiendo que hubiera patrullas de vigilancia en las cercanías de la frontera. El guía compartió con ellos la carne salada y seca, la galleta dura y el aguardiente de sus alforjas. Se abrigaron lo mejor posible con los pesados ponchos y se acurrucaron entre los animales, abrazados como tres hermanos, pero de todos modos el frío se les introdujo en los huesos y en el alma. Toda la noche temblaron bajo un cielo de luto, de ceniza, de negro hielo, rodeados de susurros, de suaves silbidos, de las infinitas voces del bosque.
Por fin amaneció. Avanzó la aurora como una flor de fuego y retrocedió lentamente la oscuridad. El cielo se aclaró y la abrumadora belleza del paisaje surgió ante sus ojos como un mundo recién nacido. Se pusieron de pie, sacudieron la escarcha de sus mantas, movieron los miembros entumecidos y bebieron el resto del aguardiente para volver a la vida.
—Allí está la frontera —dijo el guía señalando un punto en la distancia.
—Entonces aquí nos separamos —decidió Francisco—. Al otro lado habrá amigos esperándonos.
—Deberán pasar a pie. Sigan las marcas de los árboles y no podrán perderse, es un camino seguro. Buena suerte, compañeros…
Se despidieron con un abrazo. El baqueano se volvió con las bestias y los jóvenes echaron a andar hacia la línea invisible que dividía esa inmensa cadena de montañas y volcanes. Se sentían pequeños, solos y vulnerables, dos navegantes desolados en un mar de cimas y nubes, en un silencio lunar; pero también sentían que su amor había adquirido una nueva y formidable dimensión y sería su única fuente de fortaleza en el exilio.
En la luz dorada del amanecer se detuvieron para ver su tierra por última vez.
—¿Volveremos? —murmuró Irene.
—Volveremos —replicó Francisco.
Y en los años que siguieron, esa palabra señalaría sus destinos: volveremos, volveremos…