SEGUNDA PARTE

LAS SOMBRAS. La tierra tibia aún guarda los últimos secretos.

VICENTE HUIDOBRO

Desde que trabajaba en la revista, Francisco sentía que su existencia transcurría en un constante sobresalto. La ciudad estaba dividida por una invisible frontera que debía atravesar con frecuencia. El mismo día fotografiaba primorosos vestidos de muselina y encaje, atendía una niña violada por su padre en la población de su hermano José y llevaba al aeropuerto la última lista de víctimas para entregarla a un mensajero desconocido, después de recitar la contraseña. Tenía un pie en ilusión obligada y otro en la realidad secreta. En cada ocasión debía acomodar su estado de ánimo a las exigencias del momento, pero al terminar la jornada, en el silencio de su habitación, pasaba revista a los acontecimientos y concluía que en medio del diario desafío lo más conveniente era no pensar demasiado para evitar que el miedo o la ira lo paralizaran. A esa hora la imagen de Irene crecía en la sombra hasta ocupar todo el espacio a su alrededor.

La noche del miércoles soñó con un campo de margaritas. Normalmente no recordaba los sueños, pero eran tan frescas las flores que despertó con la seguridad de haber corrido al aire libre. A media mañana tropezó en la editorial con la astróloga, aquella señora de cabellos retintos color obstinada que adivinó su fortuna.

—Lo puedo leer en tus ojos: vienes de una noche de amor —le dijo apenas lo cruzó en la escalera del quinto piso.

Francisco la invitó a tomar una cerveza y a falta de otros signos cósmicos para ayudarla en sus predicciones, le contó su sueño. Ella le informó que las margaritas son señal de buena suerte, así forzosamente algo agradable le ocurriría las próximas horas.

—Porque tú estás apuntado por el dedo de la muerte —agregó, pero ya lo había dicho tantas veces que al mal agüero se le había gastado la facultad de asustarlo.

Tuvo más respeto por la astróloga cuando a poco andar se cumplió el buen presagio e Irene lo llamó a su casa para pedirle que la invitara a cenar, porque deseaba ver a los Leal.

Apenas habían estado juntos en la semana. La editora de moda quiso tomar una serie de fotografías en la Academia de Guerra y eso mantuvo a Francisco muy atareado. Esa temporada se llevaron los vestidos románticos de lazos y vuelos y ella pretendía contrastarlos con la pesada maquinaria de batalla y los hombres de uniforme. Por su parte, el Comandante pensó sacar partido de esa ocasión para mostrar un aspecto más benigno de las Fuerzas Armadas y abrió sus puertas después de multiplicar las medidas de seguridad. Francisco y el resto del equipo pasaron varios días en el recinto militar, al cabo de los cuales él ya no sabía si le repugnaban más los himnos patrióticos y las ceremonias marciales o las tres reinas de belleza que posaban para sus lentes. Al entrar y salir eran sometidos a una revisión minuciosa. En medio de una confusión de terremoto les volteaban las valijas hurgando entre los trajes, los zapatos y las pelucas, metían las manos por todas partes buscando con máquinas electrónicas cualquier indicio sospechoso. Las modelos iniciaban la jornada con cara de fastidio y pasaban las horas rezongando. Mario, el elegante y discreto peluquero siempre vestido de blanco, tenía la misión de transformarlas para cada foto. Lo secundaban dos ayudantes recién iniciados en la mariconería, que revoloteaban como luciérnagas a su alrededor. Francisco se ocupaba de las cámaras y las películas, esforzándose por mantener la serenidad si en algún registro le velaban el rollo arruinando el trabajo del día.

Esa comparsa ambulante causaba algunos desajustes en la disciplina de la Academia, desquiciando a quienes no estaban habituados a ese espectáculo. Los soldados que no se excitaron con las reinas, lo hicieron con los ayudantes que les coqueteaban sin tregua, ante el sofoco del maestro peluquero. Mario no tenía humor para la chabacanería y había superado hacía años cualquier tendencia a la promiscuidad.

Pertenecía a la familia de once hijos de un minero del carbón. Nació y creció en un pueblo gris donde el polvillo de la mina cubría cuanto había con una impalpable y mortal pátina de fealdad y se pegaba en los pulmones de los habitantes convirtiéndolos en sombras de sí mismos. Estaba destinado a seguir los pasos de su padre, su abuelo y sus hermanos, pero no sentía fuerzas para arrastrarse en las entrañas de la tierra picando la roca viva, ni para enfrentar la rudeza de los trabajos mineros. Poseía dedos delicados y un espíritu inclinado a la fantasía, que le combatieron con duras azotainas, pero esos remedios drásticos no curaron sus modales afeminados ni torcieron el rumbo de su naturaleza. El niño aprovechaba cualquier descuido para complacerse en goces solitarios que provocaban la burla despiadada de su medio, juntaba piedras de río para pulirlas por el placer de ver brillar sus colores; recorría el triste paisaje buscando hojas secas para arreglarlas en artísticas composiciones; se conmovía hasta las lágrimas ante una puesta de sol, deseando inmovilizarla para siempre en una frase poética o en una pintura que podía imaginar, pero se sentía incapaz de realizar. Sólo su madre aceptaba esas rarezas sin ver en ellas signos de perversión, sino la evidencia de un alma diferente. Para salvarlo de las inmisericordes palizas de su padre, lo llevó a la parroquia como ayudante del sacristán, con la esperanza de disimular su dulzura de mujer entre los pollerines de la misa y las ofrendas de incienso. Pero el niño olvidaba los latinajos distraído con las partículas doradas flotando en el haz de luz de los ventanales. El cura pasó por alto estas divagaciones y le enseñó aritmética, a leer y escribir y algunos rudimentos indispensables de cultura. A los quince años conocía prácticamente de memoria los escasos libros de la sacristía y otros prestados por el turco del almacén con el fin de atraerlo a su trastienda y revelarle los mecanismos del placer entre varones. Cuando su padre se enteró de estas visitas, lo llevó de viva fuerza al prostíbulo del campamento acompañado por sus dos hermanos mayores. Esperaron turno junto a una docena de hombres impacientes por gastar su salario del viernes. Sólo Mario percibió las cortinas inmundas y desteñidas, el olor de orines y creolina, el aire de infinito abandono de aquel lugar. Sólo él se conmovió ante la tristeza de esas mujeres agotadas por el uso y la carencia de amor. Amenazado por sus hermanos intentó comportarse como un macho con la prostituta que le tocó en suerte pero a ella le bastó una mirada para adivinar que a ese muchacho lo aguardaba una vida de escarnio y soledad. Sintió compasión al verlo temblar de repugnancia a la vista de sus carnes desnudas y pidió los dejaran a solas para realizar su trabajo en paz. Cuando los otros salieron cerró la puerta con pestillo, se sentó a su lado sobre la cama y le tomó la mano.

—Esto no se puede hacer a la fuerza —dijo a Mario que lloraba aterrado—. Andate lejos, hijo, donde nadie te conozca porque aquí acabarán matándote.

En toda su vida no recibió mejor consejo. Se secó el llanto y prometió no volver a verterlo por una hombría que en el fondo no deseaba.

—Si no te enamoras, puedes llegar lejos —se despidió la mujer después de tranquilizar al padre, salvando así al muchacho de una zurra más.

Esa noche Mario habló con su madre y le contó lo sucedido.

Ella buscó en lo más profundo de su armario, sustrajo un atadito de billetes arrugados y lo puso en la mano de su hijo. Con ese dinero él tomó un tren a la capital, donde consiguió emplearse haciendo el aseo en una peluquería a cambio de la comida y un jergón para pasar la noche en el mismo local. Estaba deslumbrado. No imaginaba la existencia de un mundo así: tonos claros, perfumes delicados, voces risueñas, frivolidad, calor, ocio. Miraba en los espejos las manos de las profesionales sobre las cabelleras y se maravillaba.

Aprendió a conocer el alma femenina viendo a las mujeres sin tapujos. En las noches, al quedar solo en el salón, ensayaba peinados con las pelucas y probaba sombras, polvos, lápices en su propia cara para adiestrarse en el arte del maquillaje y así descubrió cómo mejorar un rostro mediante colores y pinceles. Pronto le permitieron ensayar con algunas clientes nuevas y a los pocos meses cortaba el cabello como nadie y las damas más exigentes reclamaban sus servicios. Era capaz de transformar a una mujer de aspecto insignificante, valiéndose del marco de un pelo vaporoso y el artificio de los cosméticos sabiamente aplicados, pero, sobre todo, podía dar a cada una la certeza de su atractivo, porque en última instancia la hermosura no es sino una actitud. Empezó a estudiar sin tregua y a practicar con audacia, ayudado por un instinto infalible capaz de conducirlo siempre a la mejor solución. Era solicitado por novias, modelos, actrices y embajadoras de ultramar. Algunas señoras ricas e influyentes de la ciudad abrieron sus casas para él y por primera vez el hijo del minero puso el pie sobre alfombras persas, bebió té en porcelana transparente y apreció el brillo de la plata labrada, las maderas pulidas, los delicados cristales. Con rapidez aprendió a distinguir los objetos de verdadero valor y decidió que no se conformaría con menos, porque su espíritu sufría con cualquier forma de vulgaridad. Al internarse en el círculo del arte y la cultura supo que no podría retroceder jamás. Dejó en libertad su caudal creativo y su visión para los negocios y en pocos años era el dueño del salón de belleza más prestigioso de la capital y de una pequeña tienda de antigüedades, pantalla de tráficos discretos. Se convirtió en experto en obras de arte, muebles finos, artículos de lujo, consultado por la gente de mejor posición.

Siempre estaba ocupado y de prisa, pero nunca olvidó que la primera oportunidad para triunfar se la brindó la revista donde trabajaba Irene Beltrán, por eso cuando lo reclamaban para un desfile o reportaje de moda y belleza, abandonaba sus otras labores y se presentaba equipado con su célebre maletín de las transformaciones donde guardaba los elementos de su trabajo. Llegó a tener tanta influencia que en las grandes fiestas de sociedad las damas más atrevidas maquilladas por él, lucían con orgullo su firma en la mejilla izquierda como un tatuaje de beduina.

Cuando conoció a Francisco Leal, Mario era un hombre de edad mediana, con nariz fina y recta fruto de una operación plástica, delgado y erguido a fuerza de dietas, ejercicios y masajes, bronceado con luz ultravioleta, impecablemente vestido con la mejor ropa inglesa e italiana, culto, refinado y famoso. Se movía en ambientes exclusivos y con el pretexto de adquirir antigüedades viajaba a remotas regiones. Vivía como un aristócrata, pero no repudiaba sus modestos orígenes y siempre que se presentaba la ocasión de hablar de su pasado en el pueblo minero, lo hacía con altura y buen humor. Esa sencillez captaba la simpatía de quienes no le hubieran perdonado fingir una alcurnia inexistente. En el medio más cerrado, al cual sólo se accedía por apellidos linajudos o mucho dinero, él se impuso con su gusto exquisito y su capacidad de relacionarse con la gente adecuada. Ninguna reunión importante se consideraba un éxito sin su presencia. Jamás regresó a la casa familiar ni volvió a ver a su padre o sus hermanos, pero todos los meses enviaba un cheque a su madre para proporcionarle cierto bienestar y ayudar a sus hermanas a estudiar una profesión, instalar un negocio o casarse con una dote. Sus inclinaciones sentimentales eran discretas, sin estridencias, como todo en su vida. Cuando Irene le presentó a Francisco Leal, sólo un brillo leve en sus pupilas delató su impresión. Ella lo notó y después bromeaba con su amigo diciéndole que se cuidara de los avances del peluquero si no quería terminar con un zarcillo en la oreja y hablando con voz de soprano. Dos semanas después estaban en el estudio trabajando con los nuevos maquillajes de la temporada, cuando apareció el capitán Gustavo Morante en busca de Irene. Al ver a Mario cambió la expresión de su rostro. El oficial sentía un repudio violento por los afeminados y le molestaba que su novia se moviera en un medio donde se rozaba con quienes calificaba de degenerados. Abstraído pegando escarcha dorada en los pómulos de una hermosa modelo, a Mario le falló su instinto para captar el rechazo ajeno y con una sonrisa tendió la mano al Capitán. Gustavo cruzó los brazos sobre el pecho mirándolo con infinito desprecio y le dijo que él no se involucraba con maricones. Un silencio glacial reinó en el estudio. Irene, los ayudantes, las modelos, todos quedaron suspendidos en el desconcierto. Mario palideció y una sombra desolada pareció velar sus pupilas. Entonces Francisco Leal dejó la cámara, avanzó con lentitud y colocó una mano sobre el hombro del peluquero.

—¿Sabe por qué no quiere tocarlo, Capitán? Porque usted teme sus propios sentimientos. Tal vez en la ruda camaradería de sus cuarteles hay mucha homosexualidad —dijo en su habitual tono pausado y amable.

Antes que Gustavo Morante alcanzara a darse cuenta de la gravedad de la afirmación y reaccionar de acuerdo a sus antecedentes, Irene se interpuso tomando a su novio del brazo y arrastrándolo fuera de la sala. Mario nunca olvidó ese incidente. A los pocos días invitó a Francisco a cenar. Vivía en el último piso de un edificio de lujo. Su departamento estaba decorado en blanco y negro, en un estilo sobrio, moderno, original. Entre las líneas geométricas del acero y el cristal, había tres o cuatro muebles barrocos muy antiguos y tapices de seda china. Sobre la mullida alfombra que cubría parte del piso ronroneaban dos gatos de Angora y cerca de la chimenea encendida con leños de espino dormitaba un perro negro y lustroso. Adoro los animales, dijo Mario al darle la bienvenida, Francisco vio un balde de plata con hielo donde se enfriaba una botella de champaña junto a dos copas, notó la suave penumbra, olió el aroma de la madera y el incienso quemándose en un pebetero de bronce, escuchó el jazz en los parlantes y comprendió que era el único invitado. Por un instante tuvo la tentación de dar media vuelta y salir, para no alentar ninguna esperanza en su anfitrión, pero luego predominó el deseo de no herirlo y de ganar su amistad. Se miraron a los ojos y lo invadió una mezcla de compasión y simpatía.

Francisco buscó entre sus mejores sentimientos el más adecuado para brindar a ese hombre que le ofrecía su amor con timidez. Se sentó a su lado sobre el sofá de seda cruda y aceptó la copa de champaña apelando a su experiencia profesional para navegar en esas aguas desconocidas sin cometer un desatino. Fue una noche inolvidable para ambos. Mario le contó su vida y en la forma más delicada insinuó la pasión que se estaba instalando en su alma. Presentía una negativa, pero estaba demasiado conmovido para callar sus emociones, porque nunca antes un hombre lo había cautivado de ese modo. Francisco combinaba la fuerza y la seguridad viriles con la rara cualidad de la dulzura. Para Mario no era fácil enamorarse y desconfiaba de los arrebatos tumultosos, causantes en el pasado de tantos sinsabores, pero en esta oportunidad estaba dispuesto a jugarse entero. Francisco también habló de sí mismo y sin necesidad de expresarlo abiertamente, le dio a entender la posibilidad de compartir una sólida y profunda amistad, pero jamás un amor. A lo largo de esa noche descubrieron intereses comunes, se rieron, escucharon música y bebieron toda la botella de champaña. En un arrebato de confianza prohibido por las más elementales normas de prudencia, Mario habló de su horror por la dictadura y su voluntad para combatirla. Su nuevo amigo, capaz de descubrir la verdad en los ojos ajenos, le contó entonces su secreto. Al despedirse, poco antes del toque de queda, se estrecharon las manos con firmeza, sellando así un pacto solidario.

A partir de esa cena, Mario y Francisco no sólo compartieron el trabajo en la revista, sino también la acción furtiva. El peluquero no volvió a insinuar ninguna inquietud que empañara la camaradería. Tenía una actitud transparente y Francisco llegó a dudar de que hablara como lo hizo esa noche memorable. Irene se integró al pequeño grupo, aunque la dejaron al margen de toda labor clandestina, porque pertenecía por nacimiento y educación al bando contrario, nunca manifestó inclinaciones por la política y además era la novia de un militar.

Ese día en la Academia de Guerra a Mario se le agotó la tolerancia. A las medidas de seguridad, el calor y el mal humor colectivo, se sumaban los contorneos de sus dos ayudantes ante la tropa.

—Los despediré, Francisco. Estos dos idiotas no tienen clase ni sabrán adquirirla. Debí echarlos a la calle cuando los sorprendí abrazados en el baño de la editorial.

Francisco Leal también estaba harto, principalmente porque no había visto a Irene en varios días. Durante toda la semana sus horarios no coincidieron, por eso cuando ella llamó para anunciar su visita a cenar, él desesperaba por verla.

En casa de los Leal prepararon la recepción con esmero.

Hilda cocinó uno de sus guisos predilectos y el Profesor compró una botella de vino y un ramo de las primeras flores de la temporada, porque apreciaba a la muchacha y sentía su presencia como una limpia brisa que barría el tedio y las preocupaciones. Invitaron también a sus otros hijos, José y Javier con su familia, porque les gustaba reunirlos al menos una vez por semana.

Francisco terminaba de revelar un rollo de películas en el baño que le servía de laboratorio, cuando escuchó llegar a Irene. Colgó las tiras de prueba, se secó las manos, salió cerrando la puerta con llave para preservar su trabajo de la curiosidad de sus sobrinos y se apresuró a recibirla. El olor de la cocina lo invadió como una caricia. Escuchó claras voces infantiles y supuso a todos en el comedor. Entonces divisó a su amiga y se sintió tocado por la fortuna, porque la tela de su vestido llevaba margaritas impresas y en el cabello recogido en una trenza se había prendido las mismas flores. Era la síntesis de su sueño y de todos los buenos presagios de la astróloga.

Hilda entró al comedor con una humeante fuente en las manos y un coro de exclamaciones le dio la bienvenida.

—¡Mondongo! —suspiró Francisco sin vacilar, pues habría reconocido ese aroma de tomate y laurel hasta en las profundidades del mar.

—¡Odio el mondongo! ¡Parece toalla! —gruñó uno de los niños.

Francisco tomó un trozo de pan lo untó en la apetitosa salsa y se lo llevó a la boca mientras la madre servía los platos ayudada por su nuera. Sólo Javier parecía ajeno al tumulto. El hermano mayor permanecía callado y ausente jugando con una cuerda. En los últimos tiempos se distraía haciendo nudos.

Nudos de marinero, de pescador, de vaquero, nudos de guía, de sedal, de estribo, nudos de gancho, de llave, de obenque que armaba y desarmaba con una tenacidad incomprensible. Al comienzo sus hijos lo observaban fascinados, pero después aprendieron a imitarlo y la cuerda perdió todo interés para ellos. Se acostumbraron a ver a su padre ocupado en su manía, un vicio apacible que en nada molestaba a los demás. La única queja provenía de su mujer, que soportaba sus manos encallecidas por el roce y la maldita cuerda enrollada junto a la cama por la noche como una serpiente doméstica.

—¡No me gusta el mondongo! —repitió el niño.

—Come sardinas entonces —sugirió su abuela.

—¡No! ¡Tienen ojos!

El cura dio un golpe con el puño sobre la mesa remeciendo la vajilla. Todos se inmovilizaron.

—¡Basta! Comerás lo que te sirvan. ¿Sabes cuánta gente sólo tiene una taza de té y un pan duro al día? ¡En mi barrio los niños se desmayan de hambre en la escuela! —exclamó José.

Hilda le tocó el brazo en gesto de súplica para calmarlo y pedirle se abstuviera de mencionar a los hambrientos de su parroquia, porque corría el riesgo de arruinar la comida familiar y el hígado de su padre. José inclinó la cabeza, confundido ante su propia furia. Años de experiencia no habían calmado por completo sus arrebatos ni su obsesión por la igualdad entre sus semejantes. Irene rompió la tensión brindando por el guisado y todos la acompañaron celebrando su olor, su textura y sabor, pero sobre todo su origen proletario.

—Lástima que Neruda no tenga una oda al mondongo —observó Francisco.

—Pero tiene una al caldillo de congrio, ¿queréis oírla? —ofreció su padre entusiasmo. Fue acallado por una silbatina cerrada.

El Profesor Leal ya no se ofendía por esas bromas. Sus hijos crecieron oyéndolo recitar de memoria y leyendo en alta voz a los clásicos, pero sólo el menor se contagió de su exaltación literaria. Francisco era de temperamento menos exuberante y prefería canalizar sus gustos a través de la lectura disciplinada y la composición de versos secretos, dejando a su padre el privilegio de declamar cuanto le viniera en gana. Pero ni sus hijos ni sus nietos lo toleraban ya. Sólo Hilda en la intimidad de algún atardecer le pedía hacerlo. En esas ocasiones dejaba el tejido para escuchar atentamente las palabras con la misma expresión maravillada de su primer encuentro y calculaba los muchos años de amor compartidos con ese hombre. Cuando estalló la Guerra Civil en España eran jóvenes, estaban enamorados. A pesar de que el profesor Leal consideraba que la guerra era obscena, partió al frente de batalla con los republicanos. Su mujer tomó un atado de ropa, cerró la puerta de su morada sin mirar hacia atrás y se trasladó de aldea en aldea siguiendo sus huellas. Deseaban estar juntos cuando los sorprendiera la victoria, la derrota o la muerte. Un par de otoños después nació su hijo mayor en un refugio improvisado entre las ruinas de un convento. Su padre no pudo tenerlo en los brazos hasta tres semanas después. En diciembre del mismo año, para Navidad, una bomba destruyó el lugar donde Hilda y el niño se hospedaban. Al sentir el estrépito que precedió a la catástrofe, ella alcanzó a asegurar a la criatura en su regazo, se dobló como un libro cerrado y protegió así la vida de su niño, mientras el techo se desplomaba aplastándola. Rescataron al bebé intacto, pero la madre tenía una profunda fractura de cráneo y un brazo roto. Por algún tiempo su marido perdió sus señas, pero de tanto buscarla dio con ella en un hospital de campaña, donde yacía postrada sin recordar su nombre, la memoria borrada sin pasado ni futuro, con el niño prendido al pecho. Al terminar la guerra el Profesor Leal decidió partir rumbo a Francia, pero no le permitieron sacar a la enferma del asilo donde se recuperaba y tuvo que robársela durante la noche. La montó sobre dos tablones en cuatro ruedas, colocó al recién nacido en su brazo sano, los ató con una manta y los llevó a la rastra por esos caminos de pesadumbre que conducían al exilio. Cruzó la frontera con una mujer que no lo reconocía y cuya única señal de entendimiento era cantar para su criatura. Iba sin dinero, no contaba con amigos y cojeaba a causa de una herida de bala en el muslo, que no consiguió hacer más lento su paso cuando se trató de poner a salvo a los suyos. Como único objeto personal llevaba una vieja regla de cálculo heredada de su padre, que le había servido en la reconstrucción de edificios y trazado de trincheras en el campo de batalla. Al otro lado de la frontera la policía francesa aguardaba la interminable caravana de los derrotados. Separaron a los hombres y los llevaron detenidos.

El Profesor Leal se debatía como un demente tratando de explicar la situación y fue necesario conducirlo a culatazos con los demás a un recinto de concentración.

Un cartero francés encontró la carretilla en un camino. Se aproximó con recelo al oír el llanto de un niño, quitó la manta y vio a una joven con la cabeza vendada, un brazo en cabestrillo y en el otro un bebé de pocas semanas llorando de frío.

Los llevó a su casa y con su mujer se afanaron en prestarles auxilio. A través de una organización de cuaqueros ingleses dedicada a la beneficencia y protección de los refugiados, ubicó al marido en una playa cercada de alambres, donde los hombres pasaban el día inactivos oteando el horizonte y dormían por la noche enterrados en la arena a la espera de tiempos mejores. Leal estaba a punto de volverse loco de angustia pensando en Hilda y su hijo, por eso cuando oyó de labios del cartero que se encontraban a salvo, inclinó la cabeza y por vez primera en su vida adulta lloró largamente. El francés aguardó mirando el mar, sin hallar una palabra o un gesto adecuado para ofrecerle consuelo. Al despedirse notó que temblaba, se quitó el abrigo, se lo pasó ruborizado y así iniciaron una amistad que habría de durar medio siglo. Lo ayudó a adquirir un pasaporte, arreglar su situación legal y salir del campo de refugiados. Entretanto su mujer brindó a Hilda toda suerte de cuidados. Era una persona práctica y combatió la amnesia con un método de su propia invención. Como no sabía español, utilizaba un diccionario para nombrarle los objetos y sentimientos uno por uno. Sentada durante horas a su lado, tuvo la paciencia de recorrerlo completo de la A a la Z, repitiendo cada palabra hasta ver brillar la comprensión en los ojos de la enferma. Poco a poco Hilda recuperó la memoria perdida. El primer rostro que se dibujó en la niebla fue el de su marido, luego recordó el nombre de su hijo y por fin, como un torrente vertiginoso, acudieron a su mente los acontecimientos del pasado, la belleza, el valor, los amores, la risa. Tal vez fue en ese momento cuando tomó la decisión de seleccionar sus recuerdos y borrar todo lastre en la nueva etapa que iniciaba, porque intuyó la necesidad de emplear toda su fuerza en la construcción de su destino de emigrante. Era mejor eliminar las nostalgias dolorosas, la patria, los parientes y amigos rezagados y no habló más de ellos. Pareció olvidar la casa de piedra y en los años siguientes fue inútil que su marido la mencionara. Daba la impresión de haberla suprimido por completo junto a muchas otras evocaciones. En cambio nunca fue más lúcida para percibir el presente y planificar el futuro, encarando su nueva vida con una certeza plena de entusiasmo.

El día en que los Leal se embarcaron rumbo a otros confines de la tierra, el cartero y su mujer, luciendo su ropa de domingo, acudieron al muelle a despedirlos. Sus pequeñas figuras fueron lo último en divisar cuando el barco se alejó en el mar abierto. Hasta que la costa de Europa se esfumó en la distancia, todos los viajeros permanecieron en la popa cantando canciones republicanas con la voz quebrada por el llanto, menos Hilda, firme en la proa, con el niño en el regazo, escudriñando el futuro.

Los Leal recorrieron los caminos del destierro, se adaptaron a la pobreza, buscaron trabajo, hicieron amigos y se instalaron en el otro extremo del mundo venciendo la parálisis inicial de quienes pierden sus raíces. Dieron a luz una nueva fortaleza, nacida del sufrimiento y la necesidad. Para sostenerse en las dificultades contaron con un amor a toda prueba, tanto más de lo que otros poseen. Cuarenta años más tarde aún mantenían correspondencia con el cartero francés y su mujer, porque los cuatro conservaron el corazón generoso y la mente despejada.

Esa noche en la mesa, el Profesor estaba en plena euforia.

La presencia de Irene Beltrán estimulaba su elocuencia. La joven lo escuchaba hablar sobre la solidaridad con la fascinación de un niño frente a un teatro de títeres, porque aquellos discursos exaltados estaban muy lejos de su mundo. Mientras él apostaba a los mejores valores de la humanidad, ignorando miles de años de historia que demuestran lo contrario, seguro de que una generación basta para crear una conciencia superior y una sociedad mejor si se establecen las condiciones indispensables, ella embobada dejaba enfriar la comida en su plato. El Profesor sostenía que el poder es perverso y lo detenta la hez de la Humanidad, porque en la arrebatiña sólo triunfan los más violentos y sanguinarios. Es necesario, por lo mismo, combatir toda forma de gobierno y dejar a los hombres libres en un sistema igualitario.

—Los gobiernos son intrínsecamente corruptos y deben suprimirse. Garantizan la libertad de los ricos basada en la propiedad y esclavizan a los demás en la miseria —peroraba ante la asombrada Irene.

—Para quien huyó de una dictadura y ahora vive en otra, el odio a la autoridad es un inconveniente grave —anotó José algo fastidiado porque llevaba años oyendo la misma flamígera oratoria.

Con el tiempo sus hijos dejaron de tomar en serio al Profesor Leal y se ocuparon solamente de evitar que cometiera locuras. Durante su infancia debieron secundarlo más de una vez, pero apenas alcanzaron la edad adulta lo abandonaron con sus discursos y no volvieron a manipular la imprenta de la cocina ni a pisar las reuniones políticas. Después de la invasión soviética de Hungría en 1956, tampoco el padre regresó al Partido, porque la desilusión por poco lo mata. Durante unos días cayó en una depresión alarmante, pero pronto la confianza en el destino de la humanidad volvió a su espíritu, llevándolo a superar el desencanto y a acomodar las dudas que lo martirizaban. Sin renunciar a sus ideales de justicia e igualdad, decidió que la libertad es el primer derecho, sacó los retratos de Lenin y Marx de la sala y colocó uno de Mijaíl Bakunin.

Desde ahora soy anarquista, anunció. Ninguno de sus hijos supo lo que quiso significar y por un tiempo creyeron que se trataba de una secta religiosa o una agrupación de chiflados.

Esa ideología, pasada de moda y barrida por los vientos de la posguerra, los tenía sin cuidado. Lo acusaban de ser el único anarquista del país y posiblemente tenían razón. Después del Golpe Militar, para cuidarlo de sus propios excesos, Francisco quitó una pieza indispensable de la imprenta. Era necesario impedirle por cualquier medio que continuara reproduciendo sus opiniones y repartiéndolas por la ciudad, como hizo en ocasiones anteriores. Más tarde José lo convenció de que era mejor deshacerse de ese vejestorio inservible y se llevó la máquina a su población, donde una vez reparada, limpia y engrasada sirvió para copiar los apuntes de la escuela durante el día y los boletines de solidaridad durante la noche.

Esa feliz precaución salvó al Profesor Leal cuando en una redada la policía política allanó su barrio casa por casa. Habría sido difícil explicar la presencia de una imprenta en la cocina.

Los hijos procuraban razonar con su padre explicándole que las acciones solitarias y disparatadas aportaban más daño que beneficio a la causa de la democracia, pero al menor descuido él regresaba al peligro, impulsado por sus ardientes ideales.

—Ten cuidado, papá —le suplicaban al enterarse de las consignas lanzadas contra la Junta Militar desde los balcones del edificio de Correo.

—Estoy muy viejo para andar con la cola entre las piernas —replicaba impasible el Profesor.

—Si algo te pasa, yo meto la cabeza en el horno y muero asfixiada —le advertía Hilda sin levantar la voz ni soltar el cucharón de la sopa. Su marido sospechaba que cumpliría lo dicho y eso le daba un mínimo de prudencia, pero nunca suficiente.

Hilda, por su parte, combatía la dictadura con métodos singulares. Su acción se concentraba directamente en el General, poseído según ella por Satanás, encarnación misma del mal.

Pensaba que era posible derrocarlo mediante la plegaria sistemática y la fe al servicio de su causa. Con este fin asistía a veladas místicas dos veces por semana. Allí se encontraba con un grupo cada vez mayor de almas piadosas y firmes en su propósito de acabar con el tirano. Era un movimiento nacional para rezar en cadena. El día fijado a la misma hora, se reunían los creyentes de todas las ciudades del país, de los pueblos más apartados, de las aldeas olvidadas por el progreso, de las prisiones y hasta de los botes en alta mar, para realizar un tremendo esfuerzo espiritual. La energía así canalizada aplastaría estrepitosamente al General y sus secuaces.

José no estaba de acuerdo con esos desvaríos peligrosos y teológicamente errados, pero Francisco no descartaba la posibilidad de que este original recurso diera buen resultado, porque la sugestión obra prodigios y si el General se enteraba de esta arma formidable para eliminarlo, tal vez sufriera un síncope y pasara a peor vida. Comparaba la actividad de su madre con los extraños acontecimientos en casa de los Ranquileo y concluía que en tiempos de represión surgen soluciones fantásticas para los problemas más ramplones.

—Deja las oraciones, Hilda, y dedícate al vudú, que tiene más base científica —bromeaba el Profesor Leal.

Tanto se burló de ella su familia, que optó por ir a las reuniones con zapatillas de goma y pantalones deportivos, llevando el libro de oraciones escondido bajo la ropa. Decía que partía a trotar al parque, mientras continuaba imperturbable en su ímproba tarea de combatir a la autoridad con golpes de rosario.

En la mesa de los Leal, Irene seguía con atención las palabras del dueño de casa, fascinada por su sonoro acento español que muchos años de vida americana no habían suavizado.

Al verlo gesticular apasionado, con los ojos brillantes y sacudido por sus convicciones, se sentía transportada al siglo pasado, a un oscuro sótano de anarquistas donde se preparaba una bomba rudimentaria para colocar al paso de una carroza real.

Entretanto Francisco y José hablaban aparte sobre el caso de la niña violada que se quedó muda, mientras Hilda y su nuera se ocupaban de la cena y de los muchachos. Javier comía muy poco y no participaba en la conversación. Se encontraba cesante desde hacía más de un año y en el transcurso de esos meses su carácter cambió tornándose sombrío, prisionero de su angustia. La familia se habituó a sus largos silencios, a sus ojos vacíos de toda curiosidad, a su barba mal afeitada y dejó de atosigarlo con muestras de simpatía y preocupación que él rechazaba. Sólo Hilda insistía en los gestos solícitos y en preguntarle a cada rato por dónde andan tus pensamientos, hijo.

Por fin Francisco consiguió interrumpir el monólogo de su padre y contó a la familia la escena de Los Riscos, cuando Evangelina sacudió al oficial como un plumero. Para efectuar una hazaña así, opinó Hilda, es necesario estar protegida por Dios o por el Diablo, pero el Profesor Leal sostuvo que la joven era sólo el producto anormal de esta sociedad desquiciada. La pobreza, el concepto del pecado, el deseo sexual reprimido y el aislamiento provocaban su mal. Irene rió, convencida de que la única acertada en su diagnóstico era Mamita Encarnación y lo más práctico sería buscarle una pareja y soltarlos en el monte para que hicieran como las liebres. José estuvo de acuerdo y cuando los niños preguntaron detalles sobre las liebres, Hilda desvió la atención hacia el postre, los primeros damascos de la estación, asegurando que en ningún país de la tierra se producían frutas tan sabrosas. Esa era la única forma de nacionalismo tolerada por los Leal y el Profesor no perdió la oportunidad de dejarlo en claro.

—La humanidad debe vivir en un mundo unido, donde se mezclen las razas, lenguas, costumbres y sueños de todos los hombres. El nacionalismo repugna a la razón. En nada beneficia a los pueblos. Sólo sirve para que en su nombre se cometan los peores abusos.

—¿Qué tiene que ver eso con los damascos? —preguntó Irene completamente perdida por el rumbo de la conversación.

Rieron a coro. Cualquier tema podía acabar en manifiesto ideológico, pero por fortuna los Leal aún no habían perdido la capacidad de burlarse de sí mismos. Después del postre sirvieron un aromático café traído por Irene. Al terminar la comida la joven recordó a Francisco la matanza del cerdo en casa de los Ranquileo al día siguiente. Se despidió dejando a su paso una estela de buen humor que los envolvió a todos menos al taciturno Javier, tan absorto en su desesperanza y en sus nudos, que no se había dado cuenta de su existencia.

—Cásate con ella, Francisco.

—Tiene novio, mamá.

—Seguro tu vales mucho más —replicó Hilda, incapaz de un juicio imparcial si se trataba de sus hijos.

Cuando conoció al Capitán Gustavo Morante, Francisco ya amaba tanto a Irene que apenas se cuidó de ocultar su disgusto. En aquella época ni él mismo reconocía esa emoción arrebatada como amor y al pensar en ella lo hacía en términos de pura amistad. Desde el primer encuentro con Morante se detestaron con cortesía, uno por el desprecio del intelectual hacia los uniformados y el otro por el mismo sentimiento a la inversa. El oficial lo saludó con una breve inclinación sin ofrecerle la mano y Francisco notó su tono altanero que de partida establecía distancia, sin embargo se dulcificaba al dirigirse a su novia. No existía otra mujer para el Capitán. Desde temprano la señaló para convertirla en su compañera, adornándola con todas las virtudes. Para él no contaban las emociones fugaces ni las aventuras de un día, inevitables durante los largos períodos de separación cuando las exigencias de su profesión lo mantenían alejado. Ninguna otra relación dejó sedimento en su espíritu o recuerdo en su carne. Amaba a Irene desde siempre, aun niños jugaban en casa de los abuelos despertando juntos a las primeras inquietudes de la pubertad. Francisco Leal temblaba al pensar en esos juegos de primos.

Morante tenía el hábito de referirse a las mujeres como damas, marcando así la diferencia entre esos seres etéreos y el rudo universo masculino. En su comportamiento social empleaba modales algo ceremoniosos en el límite de la pedantería, contrastando con la forma tosca y cordial de su trato con los compañeros de armas. Su aspecto de campeón de natación resultaba atrayente. La única vez que callaron las máquinas de escribir del quinto piso de la editorial, fue cuando él apareció en la sala de redacción en busca de Irene, bronceado, musculoso, soberbio. Encarnaba la esencia del guerrero. Las periodistas, las diagramadoras, las impasibles modelos y hasta los maricones levantaron los ojos de su trabajo y se inmovilizaron para mirarlo. Avanzó sin sonreír y con él marcharon los grandes soldados de todos los tiempos, Alejandro, Julio César, Napoleón y las huestes de celuloide de las películas bélicas. El aire se tensó en un hondo, denso y caliente suspiro. Esa fue la primera vez que Francisco lo vio y muy a pesar suyo se sintió impresionado por su poderosa estampa. De inmediato, sin embargo, lo invadió un malestar que atribuyó a su desagrado por los militares, porque no podía admitir que fueran celos vulgares. Normalmente lo habría disimulado, porque le avergonzaban los sentimientos mezquinos, pero no pudo resistir la tentación de sembrar inquietud en el espíritu de Irene y en los meses siguientes le manifestó a menudo su opinión sobre el estado catastrófico del país desde que las Fuerzas Armadas abandonaron sus cuarteles para usurpar el poder. Su amiga justificaba el Golpe con los argumentos que le había dado su novio; pero Francisco rebatía alegando que la dictadura no había resuelto ningún problema, sólo agravado los existente y creados otros, pero la represión impedía conocer la verdad.

Colocaron una tapa hermética sobre la realidad y dejaron que abajo fermentara un caldo atroz, juntando tanta presión que cuando estallara no habría máquinas de guerra ni soldado suficientes para controlarlo. Irene escuchaba distraída. Su dificultades con Gustavo eran de otro orden. Ella no se ajustaba al modelo de esposa de un oficial de alta graduación, estaba segura de no serlo nunca, aunque se diera vuelta al revés como un calcetín. Suponía que si no se conocieran desde la niñez, jamás se habría enamorado de él y posiblemente ni siquiera hubieran tenido ocasión de encontrarse, porque los militares viven en círculos cerrados y prefieren casarse con hijas de sus superiores o hermanas de sus compañeros, educadas para novias inocentes y esposas fieles, aunque no siempre las cosas resultaran así. Por algo se juramentaban para advertir al camarada si su mujer lo engañaba, obligándolo a tomar medidas antes de acusarlo al Alto Mando y arruinarle la carrera por cornudo. Ella consideraba monstruosa esa costumbre. Al principio Gustavo sostuvo que era inadmisible medir a hombres y mujeres con la misma vara, no sólo dentro de la moral del Ejército, sino en la de cualquier familia decente, porque existen diferencias biológicas innegables y una tradición histórica y religiosa que ningún movimiento de liberación femenina conseguiría borrar. Eso podría acarrear grandes perjuicios a la sociedad, decía. Pero Gustavo se vanagloriaba de no ser machista, como la mayoría de sus amigos. La convivencia con ella y un año recluido en el Polo Sur afinando sus ideas y puliendo asperezas de su formación acabaron por hacerle comprender la injusticia de esa doble moral. Ofreció a Irene la alternativa honesta de ser fiel a su vez, puesto que la libertad amorosa para ambos le parecía un invento descabellado de los pueblos nórdicos. Severo consigo mismo, tal como era con los demás riguroso en la palabra empeñada, enamorado y generalmente exhausto por el ejercicio físico, cumplía su parte del trato en circunstancias normales. Durante las separaciones prolongadas luchaba contra los apremios de su naturaleza empleando la fuerza de su espíritu, cautivo por una promesa. Sufría moralmente cuando cedía a la tentación de una aventura. No le era posible vivir mucho tiempo en castidad, pero su corazón permanecía intocado, como un tributo a su novia eterna.

Para Gustavo Morante el Ejército era una vocación absorbente. Entró a la carrera deslumbrado por la vida recia, la seguridad de un futuro estable, el gusto por el mando y la tradición familiar. Su padre y su abuelo fueron generales.

A los veintiún años se distinguió como el alumno de mejores calificaciones de su grado y fue campeón de esgrima y natación. Se especializó en artillería y cumplió su deseo de mandar a la tropa y formar reclutas. Cuando Francisco Leal lo conoció, acababa de regresar de la Antártida, donde pasó doce meses aislado bajo cielos inmutables, teniendo por horizonte la bóveda de un cielo mercurial, iluminado por un sol tenue durante seis meses sin noche y otro medio año viviendo en oscuridad perenne. Podía comunicarse por radio con Irene una vez por semana sólo quince minutos, que aprovechaba para pedirle cuenta de todos sus actos, enfermo de celos y soledad.

Seleccionado por el Alto Mando entre muchos candidatos por su fortaleza de carácter y condiciones físicas, vivió en ese inmenso territorio desolado con otros siete hombres, sorteando temporales que levantaban negras olas altas como montañas, defendiendo sus más preciosos tesoros: los perros esquimales y los depósitos de combustibles, a treinta grados bajo cero, moviéndose como una máquina para combatir el frío sideral y la nostalgia irremediable, con la única y sagrada misión de mantener ondeando el pabellón nacional en aquellos parajes olvidados. Trataba de no pensar en Irene, pero ni el cansancio, ni el hielo, ni las píldoras del enfermero para burlar la lujuria, conseguían borrar de su corazón el tibio recuerdo de ella. Se distraía cazando focas en los meses de verano para almacenarlas en la nieve hasta el invierno y engañaba las horas verificando observaciones meteorológicas, midiendo mareas, velocidad del viento, octavos de nubes, temperatura y humedad, pronosticando tempestades, elevando globos sonda para adivinar las intenciones de la naturaleza mediante cálculos trigonométricos. Pasó por momentos de euforia y otros de depresión, pero nunca cayó en los vicios del pánico y la desilusión. El aislamiento y el contacto con esa soberbia tierra helada templaron su carácter y su espíritu, tornándolo más reflexivo. Se aficionó a la lectura y al estudio de la historia, dando a su pensamiento una nueva dimensión. Cuando el amor lo abrumaba escribía cartas a Irene en un estilo diáfano como el paisaje blanco que lo rodeaba, pero no podía enviarlas porque el único medio de transporte era el barco que iría a recogerlo al cabo del año. Regresó por fin más delgado, con la piel casi negra por la reverberación de la nieve y las manos encallecidas, loco de ansiedad. Traía doscientos noventa sobres cerrados y enumerados en estricto orden cronológico, que puso sobre las rodillas de su novia, a quien encontró distraída y volátil, más interesada en su trabajo de periodista que en mitigar la impaciencia amorosa de su enamorado y en ningún caso proclive a leer aquel saco de correspondencia atrasada. De todos modos partieron por unos días a un discreto balneario, donde vivieron una pasión desaforada y el Capitán recuperó el tiempo perdido en tantos meses de obligada castidad. Toda esa ausencia tenía como único propósito reunir suficiente dinero para casarse con ella, porque en esas regiones inhóspitas ganaba seis veces el sueldo normal para su grado. Lo apremiaba el deseo de ofrecer a Irene casa propia, muebles modernos, máquinas domésticas, automóvil y una renta segura. Era inútil que ella manifestara desinterés por esas cosas y sugiriera que en vez de casarse realizaran una unión a prueba, a ver si la suma de sus afinidades era superior a la de sus diferencias. El no tenía intención de hacer experimentos perjudiciales para su carrera. La familia bien constituida era importante al momento de ser calificado para ascender a Mayor. Por otra parte, dentro de las Fuerzas Armadas, la soltería se observaba con sospecha después de cierta edad. Entretanto Beatriz Alcántara, haciendo caso omiso de las vacilaciones de su hija, preparaba el matrimonio plena de ardor. Recorría tiendas a la caza de vajillas inglesas pintadas a mano con motivos de pájaros, mantelerías holandesas de lino bordado, ropa interior de seda francesa y otros suntuosos artículos para el ajuar de su única hija. ¿Quién planchará estas cosas cuando me case, mamá?, se lamentaba Irene al ver los encajes de Bélgica, las sedas del Japón, lo hilos de Irlanda, las lanas de Escocia y otras impalpable telas traídas de apartadas regiones.

Durante toda su carrera Gustavo estuvo destinado en guarniciones de provincia, pero iba a la capital a ver a Irene cuando le era posible. En esas ocasiones ella no se comunicaba con Francisco aunque hubiera trabajo urgente en la revista. Se perdía con su novio bailando en la penumbra de las discotecas, de la mano en teatros y paseos, amartelados en hoteles discretos donde se resarcían de tantos anhelos. Esto ponía a Francisco de un humor tortuoso. Se encerraba en su habitación a escuchar sus sinfonías predilectas y deleitarse en su propia tristeza. Un día, sin alcanzar a atajar las palabras, cometió la tontería de preguntar a la joven los límites de su intimidad con el Novio de la Muerte. Ella rió a más no poder.

No pensarás que soy virgen a mi edad, respondió quitándole hasta el beneficio de la duda. Poco después, Gustavo Morante fue enviado a Panamá por varios meses a una escuela para oficiales. Su contacto con Irene se limitaba a cartas apasionadas, conversaciones telefónicas a larga distancia y regalos enviados en aviones militares. De algún modo el fantasma omnímodo de ese enamorado tenaz fue el culpable de que Francisco durmiera con Irene como un hermano.

Cuando lo recordaba se daba una palmada en la frente, asombrado de su proceder.

En cierta ocasión se quedaron en la editorial preparando un reportaje. Disponían del material y debían elaborarlo para el día siguiente. Las horas volaron, no se dieron cuenta de que los demás empleados partían y empezaban a apagarse las luces en todas las oficinas. Salieron a comprar una botella de vino y algo para cenar. Como les gustaba trabajar con música, pusieron un concierto en la grabadora y entre flautas y violines se les pasó el tiempo sin acordarse del reloj. Terminaron muy tarde y sólo entonces a través de la ventana les llegó el silencio y la oscuridad de la noche. No se percibía ni el menor signo de vida, semejaba una ciudad desierta, abandonada a causa de un cataclismo que hubiera borrado todo rastro humano, como en las historias de ciencia ficción. Hasta el aire parecía opaco e inmóvil. El toque de queda, murmuraron al unísono sintiéndose atrapados, porque era imposible circular por las calles a esa hora. Francisco bendijo su suerte que le permitía quedarse con ella más tiempo. Irene adivinó la angustia de su madre y de Rosa y corrió al teléfono a explicarles la situación. Después de beber el resto del vino, escuchar el concierto dos veces y hablar de mil cosas, estaban muertos de fatiga y ella sugirió descansar en el diván.

El baño del quinto piso de la editorial era un cuarto amplio de múltiples funciones, servía de vestuario para el cambio de ropa de las modelos, de sala de maquillaje porque tenía un gran espejo bien iluminado y hasta de cafetería gracias a una hornilla donde se calentaba agua. Era el único sitio privado e íntimo de la revista. En un rincón había un diván olvidado desde épocas lejanas. Se trataba de un mueble grande, forrado en brocado rojo, saturado de heridas por donde aparecían sus resortes oxidados desentonando con su dignidad de fin de siglo. Lo utilizaban en caso de jaqueca, para llorar males de amor y otras penas menores o simplemente para descansar si aumentaba demasiado la presión del trabajo. Allí estuvo a punto de desangrarse una secretaria a causa de un malhadado aborto, allí se declararon su pasión los ayudantes de Mario y allí mismo éste los sorprendió sin pantalones sobre el desteñido tapiz obispal. En ese diván se recostaron Irene y Francisco cubiertos por sus abrigos. Ella se durmió de inmediato, pero él estuvo despierto hasta la mañana, atormentado por emociones contradictorias. No deseaba aventurarse en una relación que sin duda sacudiría los cimientos de su vida con una mujer que se encontraba al otro lado del cerco. Se sentía irremediablemente atraído hacia ella, en su presencia se exacerbaban todos sus sentidos y su espíritu se llenaba de alegría. Irene lo divertía, lo fascinaba. Bajo su apariencia voluble, inconsciente y hasta candorosa, se encontraba su esencia sin mácula como el corazón de un fruto aguardando su tiempo de maduración. Pensó también en Gustavo Morante y su papel en el destino de Irene. Temió que la joven lo rechazara y no quiso arriesgar su amistad. Las palabras una vez dichas no pueden borrarse. Recordando más tarde sus sentimientos durante aquella noche inolvidable, llegó a la conclusión de que no se atrevió a insinuar su amor pues Irene no compartía su zozobra. Se durmió tranquila en sus brazos y no pasó por su mente la sospecha de haber conmovido profundamente a Francisco.

Ella vivía su amistad con frescura, sin asomo de atracción amorosa y él prefirió no violentarla a la espera de que el amor la ocupara suavemente, tal como le había ocurrido a él. La sentía enrollada sobre el diván, respirando apaciblemente en el sueño, la larga cabellera como un arabesco oscuro cubriendo su cara y sus hombros. Permaneció inmóvil controlando hasta el aire que inhalaba para ocultarle su palpitante y terrible excitación. Por una parte lamentaba haber aceptado ese tácito pacto de hermandad que ataba sus manos desde hacía meses y quería lanzarse como un desesperado a la conquista de su cuerpo, y por otro reconocía la necesidad de controlar una emoción que podría apartarlo de los propósitos que gobernaba esa etapa de su vida. Acalambrado por la tensión y la ansiedad, pero dispuesto a prolongar ese instante para siempre, se quedó a su lado hasta oír los primeros ruidos de la calle y ver la luz del alba en la ventana. Irene despertó sobresaltada y por un momento no recordó dónde se encontraba, pero luego se levantó de un solo impulso se mojó la cara con agua fría y salió disparada hacia su casa, dejando a Francisco olvidado como un huérfano. Desde ese día le contaba a quien quisiera oír que habían dormido juntos lo cual pensaba Francisco, en el sentido figurado de la expresión era desgraciadamente falso.

El domingo amaneció el cielo pesado de luz y el aire turbado y espeso, como un adelanto del verano. En la violencia hay pocos progresos y para matar cerdos se empleaba el mismo método desde tiempos bárbaros. Irene calificó aquello de ceremonia pintoresca, porque nunca había visto morir ni a una gallina y apenas conocía a los puercos en su estado natural.

Iba dispuesta a realizar un reportaje para la revista, tan entusiasmada con su proyecto, que no mencionó a Evangelina y sus ataques estrepitosos, como si los hubiera olvidado a Francisco le pareció cruzar un paraje desconocido. En esa semana se desató la primavera, se afirmó el verde de los campos, florecieron los aromos, esos árboles encantados que de lejos parecen cubiertos de abejas y de cerca marean con su fragancia imposible de racimos amarillos, los espinos y las moras se poblaron de pájaros y el aire vibraba con el zumbido de los insectos. Al llegar a la propiedad de los Ranquileo la faena comenzaba. Los dueños de casa y los visitantes se activaban alrededor de una fogata y los niños corrían gritando, riendo y tosiendo por el humo, los perros montaban guardia impacientes y alegres cerca de las cacerolas, presintiendo los despojos del festín. Los Ranquileo recibieron a los recién llegados con muestras de cortesía, pero Irene notó al punto un hálito de tristeza en sus rostros. Bajo la apariencia cordial percibió la congoja, pero no tuvo tiempo de indagar ni de comentarlo con Francisco, porque en ese momento trajeron el cerdo a la rastra. Era un enorme animal criado para el consumo de la familia, todos los demás se vendían en el mercado. Un experto lo seleccionaba a los pocos días de nacido, introduciendo la mano en su garganta para comprobar la ausencia de granos, garantizando así la calidad de la carne. Fue alimentado durante meses con cereales y verduras, a diferencia de los otros, nutridos con desperdicios. Aislado, prisionero e inmóvil aguardó su destino mientras desarrollaba abundante grasa y tiernos jamones. Ese día la bestia recorrió por primera vez los doscientos metros que separaban su cochinera del altar de su sacrificio, tambaleándose sobre sus cortas patas de desahuciado, ciego a la luz, sordo de pavor. Al verlo Irene no pudo imaginar cómo le darían muerte a esa mole de carne tan pesada como tres hombres fornidos.

Junto a la fogata habían colocado gruesos tablones sobre dos barriles para formar un mesón. Al llegar la víctima, Hipólito Ranquileo se aproximó con un hacha en alto y le propinó un golpe seco en la frente con la parte posterior de la herramienta. El cerdo cayó al suelo aturdido, pero no lo suficiente porque sus berridos se perdieron en el eco de los montes, estremeciendo los belfos de los perros que jadeaban de impaciencia. Varios hombres lo ataron de patas y con gran dificultad lo izaron sobre la mesa. Entonces actuó el experto. Era un hombre nacido con el don de matar, rara condición que casi nunca se da en las mujeres. Podía acertar al corazón de un solo movimiento aún con los ojos cerrados, pues no lo guiaba el conocimiento anatómico, sino la intuición del verdugo.

Para sacrificar al animal había hecho el viaje de lejos, especialmente invitado, porque si no se hacía con pericia sus lamentos de agonía podían romper los nervios de todos los habitantes de la región. Tomó un enorme cuchillo con cacha de hueso y afilada hoja de acero, lo empuñó con ambas manos, como un sacerdote azteca y lo clavó en el cuello, llevándolo sin vacilar al centro de la vida. El cochino bramó con desesperación y un chorro de sangre caliente brotó de la herida salpicando a los que estaban cerca, formando un charco que los perros lamieron. Digna acercó un balde para recogerla y en pocos segundos se llenó. Flotaba en el aire un olor dulzón de sangre y de miedo.

En ese instante Francisco notó que Irene no se encontraba a su lado y al buscarla con la mirada la descubrió inerte en el suelo. Los demás también la vieron y un coro de carcajadas celebró el desmayo. Se inclinó sobre ella y la sacudió para obligarla a abrir los ojos. Quiero irme de aquí, suplicó apenas pudo sacar la voz, pero su amigo insistió en quedarse hasta el final. A eso habían ido. Le recomendó aprender a controlar sus nervios o cambiar de oficio, eso de perder la compostura podía transformarse en hábito y le recordó la casa embrujada donde bastó el crujido de una puerta para que ella se desplomara lívida en sus brazos. Estaba burlándose de Irene cuando cesaron los gemidos del animal y al comprobar que estaba bien muerto, pudo ella ponerse de pie.

Pero la faena continuaba. Vertieron agua hirviendo sobre el cadáver y le rasparon el pelo con un hierro, dejando su piel brillante, rosada y limpia como la de un recién nacido, luego lo abrieron en canal y procedieron a vaciar sus vísceras y cortar el tocino ante los ojos fascinados de los niños y de lo perros mojados de sangre. Las mujeres lavaron en la acequia muchos metros de tripas, después las rellenaron para fabricar morcillas y del caldo donde se cocinaban sacaron un tazón para reanimar a Irene. La joven vaciló ante aquella sopa de vampiros donde flotaban coágulos oscuros, pero se la tomó para no hacer un desaire a sus anfitriones. Resultó deliciosa y con evidentes propiedades terapéuticas, porque a los pocos minutos recuperó el color de sus mejillas y el buen ánimo. Pasaron el resto del día tomando fotografías, comiendo y bebiendo vino de una garrafa, mientras en grandes tambores de lata se derretía la grasa. El tocino flotaba achicharrado en la manteca, lo extraían con grandes coladores y lo servían con pan. Cocinaron el hígado y el corazón y también los ofrecieron a sus invitados. Al atardecer todos cabeceaban, los hombres por el alcohol, las mujeres de cansancio, los niños de sueño y lo perros ahítos por vez primera en sus vidas. Entonces Irene y Francisco recordaron que Evangelina no había sido vista en todo el día.

—¿Dónde está Evangelina? —preguntaron a Digna Ranquileo. Ella bajó la cabeza sin responder.

—Su hijo, el guardia, ¿cómo se llama? —inquirió Irene intuyendo que algo anormal ocurría.

—Pradelio del Carmen Ranquileo —replicó la madre y la taza tembló en sus manos.

Irene la tomó del brazo y la condujo con suavidad hacia un rincón apartado del patio, a esa hora envuelto en sombras Francisco quiso seguirlas, pero ella lo detuvo con una señal segura de que a solas con Digna tendría ocasión de establecer esa sólida complicidad femenina. Se sentaron en dos sillas de paja frente a frente. En la tenue luz del crepúsculo Digna Ranquileo vio el pálido rostro devorado por unos ojos extraños delineados con lápiz negro, el cabello revuelto por la brisa, esa ropa rescatada de otras épocas y los abalorios ruidosos en sus muñecas. Supo que a pesar del aparente abismo que las separaba, podía contarle la verdad, porque en esencia eran hermanas, como finalmente lo son todas las mujeres.

El domingo anterior durante la noche, cuando todos dormían en la casa, regresaron el Teniente Juan de Dios Ramírez y su subalterno, el que veló las películas de Francisco.

—El Sargento es Faustino Rivera, hijo de mi compadre Manuel Rivera, el del labio leporino —explicó Digna a Irene.

Rivera permaneció en el umbral manteniendo a raya a los perros, mientras el Teniente entraba al dormitorio pateando los muebles y profiriendo amenazas con el arma en la mano.

Colocó a la familia, aún no despierta del todo, alineada contra el muro y en seguida arrastró a Evangelina hacia el jeep. Lo último que vieron de ella sus padres fue la rápida luz de su enagua blanca agitada en la oscuridad, cuando la forzaban a subir al vehículo. Por un tiempo escucharon sus gritos llamándolos. Esperaron hasta el amanecer con el pecho oprimido y al oír el canto de los primeros gallos cabalgaron hasta la Tenencia. Los recibió el Cabo de guardia después de una larga antesala y les comunicó que su hija había pasado la noche en una celda, pero temprano en la mañana salió en libertad.

Preguntaron por Pradelio y fueron informados de su traslado a otra zona.

—Desde entonces nada sabemos de la niña y tampoco tenemos noticias del Pradelio —dijo la madre.

Buscaron a Evangelina en el pueblo, recorrieron una a una las casas de los campesinos de la región, detuvieron los autobuses en la carretera para preguntar a los choferes si la habían visto, interrogaron al pastor protestante, al párroco, al curandero, a la comadrona y a cuantos encontraron a su paso, pero nadie pudo darles una pista. Anduvieron por todos lados, desde el río hasta la cima de los montes sin dar con ella, el viento arrastró su nombre por quebradas y caminos y al cabo de cinco días de inútil peregrinaje comprendieron que había sido tragada por la violencia. Entonces se pusieron ropa de luto y fueron a casa de los Flores a contar la triste nueva. Iban avergonzados porque en su hogar Evangelina no había conocido sino el infortunio y mejor hubiera sido para ella criarse con su verdadera madre.

—No diga eso comadre —replicó la señora Flores—. ¿No ve que la desgracia no perdona a nadie? Acuérdese que hace años perdí a mi marido y a mis cuatro hijos, se los llevaron, me los quitaron, tal como hicieron con Evangelina. Era su destino, comadre. No es suya la culpa sino mía, porque lleva en la sangre la mala suerte.

Evangelina Flores, de quince años, fornida y saludable, escuchó a las dos mujeres de pie tras la silla de su madre adoptiva. Tenía el mismo rostro sereno y oscuro de Digna Ranquileo, sus manos cuadradas y las caderas amplias, pero no se sentía su hija, porque la acunaron en la infancia los brazos de la otra y sus senos la amamantaron al nacer. Sin embargo, por alguna razón supo que la desaparecida era más que una hermana, era ella misma cambiada, era su vida que la otra estaba viviendo y sería su propia muerte la que Evangelina Ranquileo muriera. Tal vez en ese instante de lucidez Evangelina Flores asumió la carga que después la llevaría por el mundo pidiendo justicia.

Todo esto compartió Digna con Irene y cuando terminó de hablar se apagaban las últimas chispas de la fogata y la noche ocupaba el horizonte. Era hora de partir. Irene Beltrán le prometió buscar a su hija en la capital y le dio la dirección de su casa, para comunicarse si había noticias. Se despidieron abrasándose.

Esa noche Francisco notó algo diferente en los ojos de la joven, no encontró la risa ni el asombro de siempre. Sus pupilas se habían tornado oscuras y tristes, del tono de las hojas secas del eucalipto. Entonces él comprendió que estaba perdiendo la inocencia y ya nada podría evitar que se asomara a la verdad.

Los dos amigos recorrieron los sitios habituales preguntando por Evangelina Ranquileo con más tenacidad que esperanza. No eran los únicos en esos trámites. En los centros de prisioneros, en los retenes de policía, en el sector prohibido del Hospital Psiquiátrico donde sólo ingresaban los torturados irrecuperables en camisa de locos y los médicos de los Cuerpos de Seguridad, Irene Beltrán y Francisco Leal fueron acompañados por muchos otros que conocían mejor la ruta del calvario y los guiaban. Allí, como en todas partes donde se acumula el sufrimiento, estaba presente la solidaridad humana como un bálsamo para sobrellevar el infortunio.

—¿Y usted a quién busca señora? —preguntó Irene en la puerta.

—A nadie, hija. Pasé tres años tras la huella de mi marido, pero ahora sé que descansa en paz.

—¿Por qué viene entonces?

—Para ayudar a una amiga —replicó señalando a otra mujer.

Se habían conocido varios años atrás y juntas anduvieron todos los lugares posibles tocando puertas, suplicando a los funcionarios, sobornando a los soldados. Una tuvo mejor suerte y supo al menos que su esposo ya no la necesitaba, pero la otra continuaba su peregrinaje, ¿cómo dejarla sola? Además estaba acostumbraba a esperar y pasar humillaciones, dijo, toda su vida giraba en torno a las horas de visita y los formularios, conocía los derroteros para comunicarse con los presos y obtener información.

—Evangelina Ranquileo Sánchez, quince años, detenida para interrogatorio en Los Riscos, nunca más apareció.

—No la busquen más, seguro se les pasó la mano con ella.

—Vayan al Ministerio de Defensa, allá hay nuevas listas.

—Vuelvan la próxima semana a esta misma hora.

—A las cinco hay cambio de guardia, pregunten por Antonio, él es buena persona y puede darles información.

—Lo mejor es empezar por la Morgue, así no pierden tiempo.

José Leal tenía experiencia porque gran parte de su energía se agotaba en esos trajines. Usó sus contactos de cura para introducirlos donde nunca hubieran ingresado solos. Los acompañó a la Morgue, un viejo edificio gris con aire de abandono y mal presagio, adecuado para la casa de los muertos. Allí iban a parar los indigentes, los cadáveres anónimos de los hospitales, los muertos en riñas de borrachos o asesinados a mansalva, las víctimas de accidentes del tránsito y en los últimos años hombres y mujeres con los dedos cortados a la altura de las falanges, atados con alambres y con el rostro quemado con soplete o desfigurado a golpes, imposibles de identificar, cuyo destino final era una tumba sin nombre en el patio 29 del Cementerio General. Para entrar se necesitaba una autorización de la Comandancia, pero José iba a menudo y los empleados lo conocían. Su trabajo en la Vicaría consistía en averiguar la ruta de los desaparecidos. Mientras los abogados voluntarios intentaban sin éxito un recurso legal para protegerlos en caso que estuvieran aún vivos, él y otros sacerdotes cumplían con la macabra burocracia de hurgar entre los muertos llevando sus fotografías en la mano para reconocerlos. Muy rara vez se conseguía rescatar alguno con vida, pero con ayuda divina los curas confiaban poder entregar a las familias un despojo para darle sepultura.

Advertido por su hermano de lo que iban a ver en la Morgue, Francisco rogó a Irene que se quedara afuera, pero encontró en ella una nueva determinación, surgida del deseo de conocer la verdad, que la impulsó a cruzar el umbral. Francisco era hombre resistente ante el horror debido a sus prácticas en hospitales y manicomios, pero al salir de ese lugar se sintió descompuesto y siguió estándolo por mucho tiempo; así supo cómo se sentía su amiga. Las cámaras refrigeradas no daban abasto para tantos cuerpos y al no poder acomodarlos sobre las mesas, los amontonaban en bodegas antes destinadas a otros usos. El aire olía a formol y humedad. Las amplias salas sucias, con paredes manchadas, permanecían en sombra. Sólo un bombillo de vez en cuando alumbraba los pasillos, las oficinas decrépitas y los amplios depósitos. La desesperanza reinaba en el lugar y quienes allí pasaban su jornada estaban contagiados por la indiferencia, agotada ya su capacidad de lástima. Cada cual cumplía sus funciones manipulando la muerte como mercancía banal, conviviendo tan estrechamente con ella que olvidaban la vida. Vieron empleados mascar su merienda sobre las mesas de autopsia, otros escuchaban programas deportivos de la radio indiferentes a los despojos tumefactos o jugaban baraja en los depósitos del sótano donde aguardaban los cadáveres del día.

Revisaron una por una las dependencias, deteniéndose en las mujeres, que eran pocas y estaban desnudas. Francisco sentía la boca llena de saliva y la mano de Irene temblando en la suya. La joven estaba pálida, con los ojos desencajados, deslizándose muda, helada, como en una inacabable pesadilla, tan impresionada que le parecía flotar en una neblina pestilente.

No acababa de comprender esa visión de infierno y ni siquiera su imaginación desenfrenada podía medir el alcance de tantos espantos.

Francisco no retrocedía en el momento de enfrentar la violencia, era un eslabón de esa larga cadena humana moviéndose en la clandestinidad y conocía los entretelones de la dictadura.

Nadie sospechaba su tráfico de asilados, de mensajes, de dinero proveniente de misteriosas fuentes, de nombres, datos y pruebas acumuladas para enviar al exterior por si algún día alguien decidía escribir la historia. Pero la represión no lo había tocado aún, conseguía deslizarse rozándola apenas, siempre al borde del abismo. Sólo una vez, por casualidad, le echaron el guante y lo raparon. Al regresar de su consultorio, en la época en que todavía trabajaba en su oficio de psicólogo, tropezó con una patrulla que detenía a los transeúntes. Pensó en una revisión rutinaria y extendió sus documentos, pero dos manos como garras lo bajaron de la moto y una metralleta le clavó el pecho.

—¡Bájate, maricón!

No era el único en ese trance. Un par de muchachos en edad escolar estaban de rodillas en el suelo y junto a ellos lo obligaron a postrarse. Dos soldados lo apuntaron con sus armas y otro lo agarró por el cabello, y se lo cortó, todavía le resultaba imposible no sentir un espasmo de impotencia e indignación. Trató de hablar con los dos, pero sólo ganó un culatazo en la cabeza, y una herida en el cuero cabelludo. Esa noche regresó lleno de rabia, tan humillado como nunca lo había estado.

—Te advertí que andaban cortando el cabello —dijo su madre.

—Desde este mismo momento te cortas la melena, Francisco, porque hay que causar los menos problemas posibles —masculló su padre furioso, seguro de que volverían a trasquilarlo, pues no dejaban en paz a los peludos.

Irene Beltrán vivió hasta entonces en una ignorancia angélical, no por desidia sino porque ésa era la norma en su medio. Como los demás de su clase social, se refugiaba en el barrio alto, los balnearios exclusivos, el esquí, los veranos en el campo.

La verdad, las evidencias desfavorables, iban descartándolas. Le tocó ver alguna vez a varios hombres abalanzarse sobre un peatón y a viva fuerza meterlo en el vehículo; de lejos o quemando libros prohibidos; un cuerpo humano flotando en las turbulentas aguas, algunas noches oía el paso de las patrullas y los helicópteros zumbando en el cielo.

Ver en la calle a alguien desmayado de hambre, el odio la rondaba pero no llegaba a entrar en el alto muro tras el cual la criaron, estaba alerta y cuando tomó la entrada a la Morgue dio un paso que afectaría su vida, nunca había visto un muerto de cerca, había suficientes imágenes para poblar sus peores pesadillas.

Frente a una enorme cava refrigerada apareció una niña de pelo claro colgada de un gancho, se parecía a Evangelina Ranquileo, no la reconoció. Aterrada, notó profundas huellas en su cuerpo, el rostro chamuscado, las manos amputadas.

—No es Evangelina, no la mires —rogó Francisco apartando a su amiga, abrazándola, arrastrándola hacia la puerta, descompuesto como ella.

Aunque el recorrido por la Morgue duró sólo media hora al salir Irene Beltrán ya no era la misma, algo se había roto en su alma. Francisco lo adivinó antes de oírle la primera palabra y buscó ansiosamente una forma de ofrecerle consuelo La invitó a subir a la motocicleta y enfiló a toda velocidad hacia el cerro.

A menudo iban juntos a merendar a ese lugar. El almuerzo campestre resolvió sus discusiones a la hora de pagar la cuenta en el restaurante y ambos disfrutaban al aire libre en el esplendor de ese parque. A veces pasaban por casa de Irene para recoger a Cleo. La joven temía que de tanto convivir con los ancianos y vagar por los senderos de la residencia geriátrica, la perra perdiera el instinto y se tornara idiota, por eso le parecía conveniente hacerla correr un poco. En las primeras salidas el pobre animal viajaba aterrado, con las orejas gachas y los ojos despavoridos, agazapada entre los dos sobre la moto, pero con el tiempo llegó a gustarle y enloquecía de entusiasmo al ruido de cualquier motor. Era una bestia sin estirpe de nobleza, manchada de varios colores, heredera de la viveza y la astucia legadas por sus antepasados bastardos. Estaba unida a su ama por una tranquila lealtad. Los tres sobre el vehículo parecían una entretención de feria, Irene con sus faldas arremolinadas, sus chales, sus flecos, su largo pelo al viento, la perra al centro y Francisco sosteniendo en equilibrio la cesta con la comida.

Ese enorme parque natural, enclavado al centro de la ciudad, tenía acceso fácil, pero pocos lo frecuentaban y muchos ni siquiera percibían su existencia. Francisco se sentía dueño del lugar y lo utilizaba cuando deseaba fotografiar paisajes: dulces colinas sedientas en verano, dorados canelos y robles salvajes donde anidaban las ardillas en otoño, vasto silencio de ramas desnudas en invierno. En primavera el parque despertaba palpitante iluminado de mil verdes diferentes, con racimos de insectos entre las flores, todas sus vertientes grávidas, sus raíces ansiosas, la savia rebosando las venas ocultas de la naturaleza. Cruzaban un puente sobre el arroyo y comenzaban a ascender por un sinuoso camino rodeado de jardines plantados con especies exóticas. A medida que subían se enmarañaban los arbustos, se borraban los senderos y empezaba el desbordamiento de los suaves abedules con las primeras hojas del año, los macizos pinos siempre verdes, los esbeltos eucaliptos, las hayas rojas. El calor del mediodía evaporaba el rocío de la mañana y se desprendía del suelo una ligera bruma velando el paisaje. En la cumbre tenían la sensación de ser los únicos habitantes de ese sitio encantado. Conocían rincones ocultos, sabían ubicar los lugares para observar la ciudad a sus pies. A veces, cuando abajo espesaba la niebla, la base del cerro se perdía en una firme espuma y podían imaginar que estaban en una isla rodeados de harina. En cambio en los días claros divisaban la interminable cinta plateada del tráfico y les llegaba el bullicio como un lejano torrente. En ciertas partes el follaje era tan tupido y tan intenso el perfume vegetal, que les producía una turbia embriaguez. Ambos ocultaban esas escapadas al cerro como un secreto precioso. Sin haberse pues todavía previamente de acuerdo evitaban mencionarlo, para preservar su intimidad.

Al salir de la Morgue Francisco pensó que sólo la espesa vegetación del parque, la humedad de la tierra y la fragancia del humus podrían distraer a su amiga del clamor de tantos muertos. La condujo hasta la cumbre y buscó un rincón apartado y en sombra. Se sentaron bajo un sauce cerca del arroyo que descendía brincando entre las piedras. Las mechas, de un árbol caían a su alrededor formando una choza de ramas.

Apoyados en el nudoso tronco se quedaron en silencio sin tocarse, pero tan cercanos en su emoción que parecían habitar un mismo vientre. Impregnados de consternación, cada uno sumido en sus pensamientos, sentían la proximidad del otro como un consuelo. El paso de las horas, la brisa del Sur, el rumor del agua, los pájaros amarillos y él aroma de la tierra les devolvieron lentamente el sentido de la realidad.

—Deberíamos regresar a la editorial —dijo por fin Irene.

—Deberíamos.

Pero no se movieron. Ella cogió unas briznas de pasto y se las llevó a la boca, mordiéndolas para chupar la savia. Se volvió a mirar a su amigo y él se hundió en sus brumosas pupilas. Sin pensarlo, Francisco la atrajo y buscó su boca. Fue un beso casto, tibio, leve, sin embargo tuvo el efecto de una sacudida telúrica en sus sentidos. Ambos percibieron la piel del otro nunca antes tan precisa y cercana, la presión de sus manos, la intimidad de un contacto anhelado desde el comienzo de los tiempos. Los invadió un calor palpitante en los huesos, en las venas, en el alma, algo que no conocían o habían olvidado por completo, pues la memoria de la carne es frágil. Todo desapareció a su alrededor y sólo tuvieron conciencia de sus labios unidos tomando y recibiendo. En verdad apenas fue un beso, la sugerencia de un contacto esperado e inevitable pero ambos estaban seguros de que ése sería el único beso qué pudieran recordar hasta el fin de sus días y de todas las caricias la única en dejar una huella certera en sus nostalgias. Supieron que dentro de años todavía podrían evocar con presión el contacto húmedo y cálido de sus labios, el olor de pasto fresco y la tormentosa sensación en sus espíritus. Aquel beso duró como un suspiro. Cuando Francisco abrió los ojo la joven estaba de pie recortada contra el precipicio con los brazos cruzados sobre el pecho. Ambos respiraban agitados, ardientes, suspendidos en su propio espacio, en su propio tiempo. El no se movió, conmovido por una emoción nueva y total hacia esa mujer, ya para siempre ligada a su destino.

Escuchó un levísimo sollozo y comprendió la lucha en el corazón de Irene, amor, lealtad, dudas. Vaciló en el deseo de abrazarla y el temor a ejercer presión sobre ella. Así pasaron largos instantes de silencio. Irene se calmó y aproximándose con lentitud se arrodilló a su lado, la rodeó por la cintura y aspiró el perfume de su blusa y la profunda sugerencia de su cuerpo.

—Gustavo me ha esperado toda la vida. Me casaré con él.

—No lo creo —susurró Francisco.

La tensión se aflojó poco a poco. Ella tomó entre sus manos la oscura cabeza de su amigo y lo miró. Sonrieron aliviados, divertidos, temblorosos, seguros de que no intentarían una aventura fugaz porque estaban hechos para compartir su existencia en su totalidad y emprender juntos la audacia de irse para siempre.

La tarde culminaba y la verde catedral del parque estaba sombría. Era la hora del regreso. Descendieron como una ráfaga de viento montados en la motocicleta. La tenebrosa visión los cadáveres no se les borraría jamás del alma, pero en esos momento se sentían felices.

El ardor de ese beso no los abandonó en muchos días y pobló de fantasmas delicados sus noches, dejando su recuerdo en la piel, como una quemadura. La alegría de ese encuentro los transportaba levitando por la calle, los impulsaba a reír sin causa aparente, los despertaba sobresaltados en la mitad del sueño. Se tocaban los labios con las puntas de los dedos y evocaban exactamente la forma de la boca del otro. Irene pensaba en Gustavo y en las nuevas verdades recién aprendidas. Sospechaba que como todo oficial de las Fuerzas Armadas participaba en el ejercicio del poder, una vida secreta jamás con ella compartida. Había dos seres diferentes en el cuerpo atlético tan conocido. Por primera vez tuvo miedo de él y deseó que no regresara jamás.

Javier se ahorcó el jueves. Esa tarde salió como todos los días a buscar trabajo y no regresó. Temprano, su mujer tuvo el presentimiento de la desgracia, mucho antes de que fuera hora de empezar a preocuparse. Cuando cayó la noche se instaló a esperarlo en el umbral de la puerta con los ojos fijos en la calle. Entonces el clamor de la tragedia se le hizo insoportable y tomó el teléfono para llamar a sus suegros y a cuanto amigo conocía, pero no obtuvo la menor noticia de su marido. Acechando las sombras durante un tiempo infinito, evocándolo con el pensamiento, la sorprendió el toque de queda, pasaron las horas más oscuras y así vio el amanecer del viernes. Aún no despertaban los niños cuando la patrulla policial frenó ante la puerta de la casa. Habían encontrado a Javier Leal colgando de un árbol en el parque infantil. Nunca había hablado de suicidio, de nadie se despidió, no dejó notas de adiós, sin embargo ella supo sin duda alguna que se había matado y comprendió por fin los nudos de la cuerda que manipulaba sin cesar.

Fue Francisco quien retiró el cadáver y se hizo cargo de los funerales de su hermano. Mientras realizaba la ardua burocracia de la muerte llevaba consigo la visión de Javier tal como apareció ante sus ojos sobre una mesa del Instituto Médico, reposando bajo la luz helada de las lámparas fluorescentes.

Procuraba analizar las razones de ese fin brutal y adaptarse a la idea de que el compañero de toda su vida, el amigo incondicional, el protector, ya no estaría más en este mundo. Recordó las lecciones de su padre: el trabajo como fuente de orgullo. Ni aún durante las vacaciones existía el ocio para ellos. En el hogar de los Leal hasta los días festivos se utilizaban de manera provechosa. La familia vivió momentos difíciles, pero jamás tuvo la idea de aceptar caridad, aunque ella viniera de quienes habían previamente socorrido. Al ver sus caminos cortados, a Javier sólo le quedó aceptar ayuda de su padre y sus hermanos, entonces prefirió irse calladamente.

Francisco se remontó a los recuerdos lejanos, cuando su hermano mayor era un muchacho justiciero como el padre y sentimental como la madre. Unidos y solidarios crecieron los tres niños Leal, tres contra el mundo, tres del mismo clan, respetados en el patio del colegio porque cada uno estaba protegido por los otros y cualquier ofensa se cobraba de inmediato. José, el segundo, era el más fuerte y pesado, pero el más temido era Javier por su coraje y la destreza de sus puños. Tuvo una adolescencia tumultuosa hasta enamorarse de la primera mujer que captó su atención. Se casó con ella y le fue fiel hasta su noche fatal. Hizo honor a su apellido: Leal con ella, con su familia, con los amigos. Amaba su trabajo de biólogo y pensaba dedicarse a la docencia, pero las circunstancias lo encaminaron a un laboratorio comercial, donde en pocos años ocupó altos cargos, porque su sentido de responsabilidad iba aparejado a una fértil imaginación que le permitía adelantarse a los más atrevidos proyectos de la ciencia. Sin embargo, estas condiciones de nada le sirvieron cuando se elaboraron las listas de las personas proscritas por la Junta Militar. Su actividad en el sindicato pesó como un estigma a los ojos de las nuevas autoridades. Primero lo vigilaron, luego lo hostilizaron y por fin lo despidieron. Al quedar sin empleo y perder la ilusión de conseguir otro, comenzó su deterioro. Vagaba demacrado por las noches de insomnio y los días de humillaciones. Había golpeado muchas puertas, hecho antesalas, acudido a los avisos de los periódicos y al final del camino se encontraba abrumado por la desesperanza. Sin trabajo, perdió poco a poco su identidad. Estaba dispuesto a aceptar cualquier ofrecimiento, aunque la paga resultara ínfima, pues necesitaba con urgencia sentirse útil. Como cesante era un marginado, un ser anónimo, ignorado por todos porque ya no producía y ésa era la medida del valor humano en el mundo en que le tocó vivir. En los últimos meses abandonó sus sueños, renunció a sus metas, acabó considerándose un paria. Sus hijos no comprendían su mal humor y su melancolía permanentes, también ellos buscaban ocupación lavando automóviles, cargando bolsas en el mercado o realizando cualquier tarea para aliviar el presupuesto familiar. El día que su hijo menor colocó sobre la mesa de la cocina unas monedas ganadas paseando perros de ricos por el parque, Javier Leal se encogió como un animal acosado. Desde ese momento no volvió a mirar a nadie a los ojos y se hundió en la desesperanza. Carecía de ánimo para vestirse y a menudo pasaba buena parte de la jornada echado sobre la cama. Le temblaban las manos porque comenzó a beber a escondidas, sintiéndose culpable por gastar así un dinero esencial en su hogar. Los sábados realizaba el esfuerzo de presentarse en casa de sus padres limpio y arreglado para no angustiar más a su familia, pero no podía borrar de su mirada aquella desolada expresión. La relación con su mujer se estropeó, porque en esas circunstancias el amor se cansa. Necesitaba consuelo, pero al mismo tiempo acechaba cualquier asomo de lástima para reaccionar con furia. Al comienzo ella no creyó que no existiera algún empleo disponible, pero luego, al saber de los miles de desocupados, cerró la boca y duplicó los turnos en su trabajo. El cansancio de esos meses agotó la juventud y la belleza que atesoraba como sus únicas posesiones, pero no alcanzó a lamentarlo porque corría ocupada de evitar el hambre de sus hijos y el desamparo de su marido.

No pudo impedir que Javier se extraviara en la soledad. La apatía lo envolvió como un manto, eliminando la noción del tiempo presente, desmigajando sus fuerzas y despojándolo de su valor. Actuaba como una sombra. Dejó de sentirse un hombre cuando vio desmoronarse su hogar y percibió que se apagaba el amor en los ojos de su mujer. En algún momento que su familia no pudo prever por estar demasiado cerca, su voluntad se quebró en forma definitiva. Desechó el deseo de vivir y tomó la decisión de dormir su muerte.

La tragedia impactó a los Leal como un hachazo. Hilda y el Profesor envejecieron de súbito y su casa fue ocupada por el silencio. Hasta los pájaros bullangueros parecieron callar en el patio. A pesar de la rígida condena de la Iglesia Católica a los suicidas, José ofició misa por el descanso del alma de su hermano. Por segunda vez el Profesor puso los pies en un templo, la primera fue al casarse y en esa ocasión estaba lleno de alegría, pero este trance fue diferente. Durante toda la ceremonia permaneció de pie, con los brazos cruzados y la boca apretada en una delgada línea, ebrio de aflicción. Su mujer rezaba entregada, aceptando la muerte de su hijo como otra prueba del destino.

Irene asistió a las exequias desconcertada, sin acabar de entender la causa de tanta desdicha. Se mantuvo quieta junto a Francisco, agobiada por la pesadumbre de esa familia que había llegado a amar como propia. Los conocía joviales y exultantes, risueños. Ignoraba que vivían el dolor privada y dignamente. Tal vez debido a su ancestro castellano, el Profesor Leal podía expresar todas las pasiones menos ésa que le desgarraba el alma. Los hombres no lloran sino por amor, decía. Los ojos de Hilda, en cambio, se humedecían ante cualquier emoción: ternura, risa, nostalgia, pero el sufrimiento la endurecía como un cristal. Hubo pocas lágrimas en el funeral de su hijo mayor.

Lo sepultaron en un pequeño lote de terreno adquirido a última hora. Los ritos resultaron improvisados y confusos, por que hasta ese día no habían pensado en las exigencias de la muerte. Como todos los que aman la vida, se sentían inmortales.

—No volveremos a España, mujer —decidió el Profesor Leal cuando las últimas paletadas de tierra cubrieron la urna. Por primera vez en cuarenta años aceptó que pertenecía a ese suelo.

La viuda de Javier Leal regresó del cementerio a su departamento, colocó sus escasas pertenencias en unas cajas de cartón, tomó a sus hijos de la mano y se despidió. Partían al Sur, a la provincia donde ella nació, porque en ese lugar la vida era menos dura y contaba con el apoyo de sus hermanos. No deseaba que sus niños crecieran a la sombra del padre ausente. Los Leal despidieron a su nuera y a sus nietos, los acompañaron abatidos a la estación, los vieron subir al tren y alejarse, sin creer que en tan pocos días perdían también a esas criaturas que ayudaron a crecer. No valoraban ningún bien material, su confianza en el porvenir estaba puesta en la familia. Jamás imaginaron envejecer lejos de los suyos.

De la estación el Profesor regresó a su hogar y sin quitarse la chaqueta ni la corbata de luto, se sentó en una silla bajo el cerezo del patio, con los ojos perdidos. Tenía en las manos su vieja regla de cálculo, único objeto salvado del naufragio de la guerra y traído a América. Siempre la tuvo cerca sobre la mesa de noche y sólo permitía a los niños jugar con ella cuando deseaba premiarlos. Los tres aprendieron a usarla deslizando sus piezas para calzar los números y se negó a remplazarla cuando fue sobrepasada por los adelantos electrónicos. Era un tubo telescópico de bronce con minúsculos números pintados en la superficie, obra de artesanos del siglo pasado. Allí sentado bajo el árbol, mirando las paredes de ladrillo que él mismo levantara para albergar a su hijo Javier, el Profesor Leal permaneció muchas horas. Esa noche Francisco lo condujo casi a la fuerza a su cama, pero no pudo obligarlo a comer. El día siguiente fue igual. Al tercero Hilda se secó las lágrimas y reunió la fortaleza siempre presente en su interior, y se dispuso a luchar por los suyos una vez más.

—Lo malo con tu padre es que no cree en el alma, Francisco. Por eso siente que ha perdido a Javier —dijo.

Desde la cocina podían ver a través de la ventana al Profesor en su silla girando la regla de cálculo. Con un suspiro Hilda guardó el almuerzo en la nevera sin probarlo, llevó otra silla al patio y se sentó bajo el cerezo con las manos sobre la falda, por vez primera desde tiempos inmemoriales sin ocuparlas en un tejido o una costura y así estuvo inmóvil durante horas. Al anochecer Francisco les suplicó que comieran algo, pero no obtuvo respuesta. Con gran dificultad los llevó a su dormitorio y los puso en la cama, donde quedaron en silencio, con los ojos abiertos, desolados, como dos viejos perdidos. Los besó en la frente, apagó la luz y deseó con toda el alma que un sueño profundo les aliviara la angustia. Al levantarse a la mañana siguiente los vio instalados bajo el árbol en la misma posición, con la ropa arrugada, sin lavarse ni comer, mudos. Tuvo que echar mano de todos sus conocimientos para controlar el impulso de remecerlos. Paciente, se sentó a vigilar dispuesto a dejarlos llegar al fondo de su dolor.

A media tarde el Profesor Leal levantó los ojos y miró a Hilda.

—¿Qué te pasa, mujer? —preguntó con la voz cascada por cuatro días de silencio.

—Lo mismo que a ti.

El Profesor comprendió. La conocía bien y supo que se dejaría morir en la misma medida en que él lo hiciera, porque después de amarlo sin pausa durante tantos años, no le permitiría partir solo.

—Está bien —dijo levantándose con dificultad y tendiéndole una mano.

Entraron con lentitud a la casa, apoyándose mutuamente.

Francisco calentó la sopa y la vida volvió a su rutina.

Marginada del duelo de los Leal, Irene Beltrán tomó el automóvil de su madre y partió sola a Los Riscos, decidida a encontrar por su cuenta a Evangelina. Había prometido a Digna ayudarla en la búsqueda y no quería dar la impresión de ligereza. Su primera parada fue en casa de los Ranquileo.

—No siga buscando, señorita. Se la tragó la tierra —dijo la madre con la resignación de quien ha soportado muchos quebrantos.

Pero Irene estaba dispuesta a remover también la tierra, si fuera necesario, hasta dar con la muchacha. Más tarde, al volver atrás en el recuerdo de esos días, se preguntaba qué la empujó a la zona de las sombras. Sospechó desde el principio que tenía en los dedos la punta de un hilo y al tirarlo desenredaría una interminable madeja de consternación. Intuía que esa santa de dudosos milagros era la frontera entre su mundo ordenado y la región oscura nunca antes pisada. Pensando en ello, concluyó que no sólo la impulsó la curiosidad propia de su carácter y su oficio, sino algo similar al vértigo. Se asomó a un pozo insondable y no pudo resistir la tentación del abismo.

El Teniente Juan de Dios Ramírez la recibió sin demora en su oficina. A ella le pareció menos fornido que cuando lo conoció ese domingo fatídico en casa de los Ranquileo y dedujo que el tamaño de un hombre depende de su actitud. Ramírez se mostró casi amable. Llevaba la guerrera sin correaje, la cabeza descubierta y no cargaba armas. Sus manos estaban hinchadas, rojas, llenas de sabañones, mal de pobres. Resultaba difícil no reconocer a Irene, pues con ver tan sólo una vez su cabello desordenado y sus vestidos extravagantes, cualquiera la recordaría, por eso no intentó engañarlo y le manifestó sin preámbulos su interés por Evangelina Ranquileo.

—Fue detenida para un breve interrogatorio de rutina —dijo el oficial—. Pasó esa noche aquí y al otro día se fue temprano.

Ramírez se secó el sudor de la frente. Hacía calor en su oficina.

—¿La enviaron a la calle sin ropa?

—La ciudadana Ranquileo tenía zapatos y un poncho.

—Ustedes la sacaron de su cama durante la noche. Es menor de edad, ¿por qué no la devolvieron a sus padres?

—No tengo que discutir los procedimientos de la policía con usted —replicó secamente el Teniente.

—¿Prefiere hacerlo con mi novio, el Capitán del Ejército Gustavo Morante?

—¿Qué se ha imaginado? ¡Yo sólo rindo cuentas a mi superior inmediato!

Pero Ramírez vaciló. Entre la piel y los huesos tenía inculcado el principio de fraternidad militar; por encima de las pequeñas rivalidades entre los cuerpos armados, estaban los intereses sagrados de la patria y los no menos sagrados del uniforme; debían defenderse del cáncer solapado que crecía y se multiplicaba en el seno mismo del pueblo; por eso había que desconfiar siempre de los civiles, como medida de precaución, y ser leal a los camaradas de armas como medida estratégica. Las Fuerzas Armadas deben ser monolíticas, le habían repetido mil veces. También influyó en su ánimo la evidente superioridad de clase social de la joven, porque estaba habituado a respetar la más alta autoridad del dinero y de poder y ella debía poseer ambos si osaba interrogarlo con tal desparpajo, tratándolo como si fuera su sirviente. Buscó en el Libro de Guardia y se lo mostró. Allí aparecía el ingreso a cuartel de Evangelina Ranquileo Sánchez, quince años, detenida con motivo de prestar declaración sobre un evento no autarizado en la propiedad de su familia y agravios físicos en la persona del oficial Juan de Dios Ramírez. Al pie agregaban que debido a una crisis de llanto decidieron cancelar el interrogatorio. Firmaba el cabo de guardia Ignacio Bravo.

—Yo diría que se fue a la capital. Quería emplearse de doméstica, como su hermana mayor —dijo Ramírez.

—¿Sin dinero y medio desnuda, Teniente? ¿No le parece algo extrano?

—Esa mocosa estaba medio loca.

—¿Puedo hablar con su hermano, Pradelio Ranquileo?

—No. Ha sido trasladado a otra zona.

—¿Dónde?

—Esa información es confidencial. Estamos en estado de guerra interna.

Ella comprendió que no obtendría más por ese conducto y como aún era temprano, partió al pueblo a dar una vuelta con el propósito de hablar con algunas personas. Quería averiguar lo que pensaban de los militares en general y del Teniente Ramírez en particular, pero al oír tales preguntas la gente volteaba la cabeza sin decir palabra y se retiraba lo más aprisa posible. Años de régimen autoritario impusieron la discreción como norma de sobrevivencia. Mientras aguardaba que un mecánico parchara la rueda del automóvil, Irene se instaló en un parador cerca de la plaza. La primavera se manifestaba en el vuelo nupcial de los zorzales, el paso orondo de las gallinas con su séquito de polluelos, el temblor de las muchachas bajo los vestidos de percal. Una gata preñada entró a la posada y con dignidad se instaló bajo su mesa.

En algunos momentos de su vida Irene se sintió golpeada por la fuerza de la intuición. Creía escuchar las señales del futuro y suponía que el poder de la mente podía determinar ciertos acontecimientos. Así se explicó la aparición del Sargento Faustino Rivera en el mismo sitio escogido por ella para comer. Cuando más tarde se lo contó a Francisco, él expuso una teoría más sencilla: era el único restaurante en Los Riscos y a esa hora el Sargento estaba con sed. Irene lo vio entrar sudando, aproximarse al mesón para pedir una cerveza y reconoció al punto su cara indígena, pómulos altos, ojos oblicuos, pelo tieso, dientes grandes y parejos. Vestía el uniforme y llevaba la gorra de servicio en la mano. Recordó lo poco que sabía de él por boca de Digna Ranquileo y decidió emplearlo a su favor.

—¿Es usted el Sargento Rivera? —saludó.

—A sus órdenes.

—¿Hijo de Manuel Rivera, el del labio leporino?

—El mismo, para servirla.

De allí en adelante la conversación siguió un curso fácil. La joven lo invitó a beber a su mesa y apenas lo tuvo instalado con otra cerveza en la mano, hizo presa de él. Al tercer vaso era evidente que el guardia soportaba mal el alcohol y ella condujo el tema por los senderos de su interés. Empezó por halagarlo diciéndole que había nacido para ocupar cargos de responsabilidad, cualquiera podía ver eso, ella misma lo advirtió en casa de los Ranquileo, cuando controló la situación con la autoridad y sangre fría de un verdadero jefe, enérgico y eficiente, no como el oficial Ramírez.

—¿Es siempre tan atolondrado su Teniente? ¡Mire que ponerse a disparar! Yo me asusté mucho…

—Antes no era así. No era un mal hombre, se lo aseguro —replicó el Sargento.

Lo conocía como la palma de su mano, porque trabajaba a sus órdenes desde hacía años. Recién regresado de la Escuela de Oficiales, Ramírez reunía las virtudes de un buen militar: pulcro, intransigente, cumplidor. Conocía de memoria los códigos y reglamentos, no admitía fallas, revisaba el brillo del calzado, tironeaba los botones para comprobar su firmeza, exigía a sus subalternos mucha seriedad en el servicio y era obsesivo con la higiene. Personalmente vigilaba la limpieza de las letrinas y cada semana formaba a los hombres desnudos para detectar las enfermedades venéreas y los piojos. Con lupa les miraba sus partes privadas y los contaminados debían soportar drásticos remedios y múltiples humillaciones.

—Pero no lo hacía por maldad, señorita, sino para enseñarnos a ser gente. Creo que en esa época mi Teniente tenía buen corazón.

Rivera recordaba el primer fusilamiento como si lo estuviera viendo. Ocurrió cinco años atrás, a los pocos días del Pronunciamiento Militar. Todavía hacía frío y esa noche llovió sin pausa, una catarata bajó del cielo para bañar al mundo y dejó el cuartel limpio, oloroso a musgo y humedad. Al amanecer cesó la lluvia, pero el paisaje parecía velado por su recuerdo y entre las piedras brillaban los charcos como trozos de cristal. Al fondo del patio se encontraba el pelotón y el Teniente Ramírez, muy pálido, dos pasos al frente. Llevaron al prisionero entre dos guardias, sosteniéndolo por los brazos porque no podía tenerse en pie. Al principio Rivera no se dio cuenta de las malas condiciones en que se encontraba y lo creyó acobardado, como otros que después de andar por allí practicando la subversión para joder a la patria, se desmayaban en el momento de pagar sus culpas, pero en seguida se fijo mejor y vio que se trataba del tipo aquel al cual le aplastaron las piernas. Debían levantarlo en vilo para evitar el rebote de sus pies contra el empedrado. Faustino Rivera miró a su superior y adivinó su pensamiento, porque en algunas noches de guardia pudieron hablar de hombre a hombre, saltándose las Jerarquías para analizar las causas del alzamiento militar y sus consecuencias. El país estaba dividido por los políticos antipatrióticos que debilitaron a la nación convirtiéndola en fácil presa para los enemigos externos, decía el Teniente Ramírez. El primer deber de un soldado es velar por la seguridad, por eso tomaron el poder, para devolver su fortaleza a la patria, barriendo de paso con sus adversarios internos. Rivera repudiaba la tortura, la consideraba lo peor de esa guerra sucia en la cual estaban sumergidos, no formaba parte de su profesión, no se la habían enseñado, le revolvía las tripas. Resultaba muy distinto dar un par de patadas a un delincuente común como parte de la rutina, que martirizar a un prisionero sistemáticamente. ¿Por qué callaban esos desgraciados? ¿Por que no hablaban al primer interrogatorio y se ahorraban tanto sufrimiento inútil? Al final todos confesaban o morían, como ése que iban a fusilar.

—¡Pelotón! ¡Ateeeen. . . !

—Mi Teniente —susurró a su lado Faustino Rivera, entonces sólo Cabo Primero.

—¡Ponga al prisionero contra el muro, Primero!

—Pero mi Teniente, no puede sostenerse.

—¡Siéntelo entonces!

—¿Dónde, mi Teniente?

—Traigan una silla, carajo —y la voz se le quebró.

Faustino Rivera se volvió al hombre a su izquierda, repitió la orden y el otro partió. ¿Por qué no lo tiran al suelo y lo matan como a un perro antes que aclare y podamos vernos las caras? ¿Para qué tanta demora? pensó inquieto pues cada momento había más luz en el patio. El prisionero levantó la vista y los miró uno por uno con ojos asombrados de agonizante, deteniéndose en Faustino. Lo reconoció, sin duda, porque alguna vez jugaron a la pelota en la misma cancha y allá estaba el otro de pie sobre los charcos helados con un fusil en las manos que le pesaba como un yugo, mientras él estaba acá esperando. En eso llegó la silla y el Teniente ordenó atarlo al respaldo, porque se tambaleaba como un espantajo. El cabo se acercó con un pañuelo.

—No me vende los ojos, soldado —dijo el prisionero y el otro bajó la cabeza avergonzado, deseando que el oficial diera la orden pronto, que esa guerra acabara de una vez, se normalizaran los tiempos y él pudiera ir por la calle en paz saludando a los paisanos.

—¡Apunteeen! ¡Arrr…! —gritó el Teniente.

Por fin, pensó el Cabo Primero. El que iba a morir cerró los párpados por un segundo, pero volvió a abrirlos para ver el cielo. Ya no tenía miedo. El Teniente vaciló. Desde que supo lo del fusilamiento andaba demacrado, le martillaba en la mente una voz antigua proveniente de su infancia, tal vez de algún maestro o de su confesor en el colegio de curas: todos los hombres son hermanos. Pero eso no es verdad, no es hermano quien siembra la violencia y la patria está primero, lo demás son pendejadas y si no los matamos, ellos nos matarán a nosotros, así dicen los coroneles, o matas o mueres, es la guerra, estas cosas hay que hacerlas, amárrate los pantalones y no tiembles, no pienses, no sientas y sobre todo no lo mires a la cara, porque si lo haces estás jodido.

—¡Fuego!

La descarga sacudió el aire y quedó vibrando en el ámbito helado. Un gorrión matutino voló aturdido. El olor a pólvora y el ruido parecieron eternizarse, pero lentamente se instaló otra vez el silencio. El Teniente abrió los ojos: el prisionero estaba en la silla mirándolo erguido, sereno. Había sangre fresca en la masa informe de sus pantalones, pero estaba vivo y su rostro era diáfano en la luz del amanecer. Estaba vivo y esperaba.

—¿Qué pasa, Primero? —preguntó en voz baja el oficial.

—Disparan a las patas, mi Teniente —replicó Faustino Rivera—. Los muchachos son de la región, se conocen, ¿cómo van a matar a un amigo?

—¿Y ahora?

—Ahora le toca a usted, mi Teniente.

Mudo, el oficial terminó de comprender, mientras el pelotón aguardaba observando el rocío que se evaporaba entre las piedras. También el fusilado esperaba al otro extremo del patio, desangrándose sin prisa.

—¿No le habían contado, mi Teniente? Todos lo saben.

No. No se lo habían contado. En la Escuela de Oficiales los prepararon para pelear contra los países vecinos o contra cualquier hijo de puta que invadiera el territorio nacional. También lo entrenaron para combatir a los maleantes, perseguirlos sin piedad, darles caza sin tregua, para permitir a los hombres decentes, las mujeres y los niños caminar tranquilos por la calle. Esa era su misión. Pero nadie le dijo que tendría que destrozar a un hombre amarrado para hacerlo hablar, no le enseñaron nada de eso y ahora el mundo se volvía al revés y debía ir y darle el tiro de gracia a ese infeliz que ni siquiera se quejaba. No. Nadie se lo había dicho.

Con disimulo el Cabo Primero le rozó el brazo para que el pelotón no viera la vacilación de su jefe.

—El revólver, mi Teniente —susurró.

Sacó el arma y cruzó el patio. El eco sordo de las botas sobre el pavimento retumbó en las entrañas de los hombres.

Quedaron frente a frente el Teniente y el prisionero, mirándose a los ojos. Tenían la misma edad. El oficial levantó el brazo apuntando a la sien y sostuvo el revólver con las dos manos para dominar su temblor. El cielo ya claro fue lo último que vio el condenado cuando la descarga le perforó la cabeza.

La sangre cubrió su cara y su pecho y salpicó el uniforme limpio del oficial.

El sollozo del Teniente quedó en el aire, vibrando con el balazo, pero sólo Faustino Rivera lo escuchó.

—Animo, mi Teniente. Dicen que esto es como la guerra. Cuesta la primera vez, pero después uno se acostumbra.

—¡Váyase al carajo, Primero!

El Cabo tenía razón y con el transcurso de los días y las semanas les sería mucho más fácil matar por la patria que morir por ella.

El Sargento Faustino Rivera terminó de hablar y se secó el sudor del cuello. En la neblina de la embriaguez apenas distinguía las facciones de Irene Beltrán, pero podía apreciar la armonía de sus rasgos. Miró la hora en su reloj y se sobresaltó. Llevaba dos horas hablando con esa mujer y si no fuera porque estaba atrasado para su turno, le diría unas cuantas cosas más. Sabía escuchar con atención y se interesaba por sus anécdotas, no como esas señoritas fruncidas que voltean la nariz cuando un macho se mete unos tragos entre pecho y espalda, no señor, una real hembra es lo que parece, bien plantada y con ideas en la cabeza, aunque un poco escasa, no le veo grandes tetas y buenas ancas, no tiene donde agarrarse a la hora de la verdad.

—No era un mal hombre mi Teniente, señorita. Cambió después, cuando le dieron poder y no tuvo que rendir cuentas a nadie —concluyó acomodándose el uniforme y poniéndose pie.

Irene esperó que diera media vuelta y apagó la grabadora disimulada en su bolso sobre la silla. Arrojó los últimos trozos de carne a la gata, pensando en Gustavo Morante y preguntándose si alguna vez su novio habría tenido que cruzar un patio con el arma en la mano para dar un tiro de gracia a un prisionero. Rechazó esas imágenes con desesperación, tratando de evocar el rostro rasurado y los claros ojos de Gustavo, pero sólo acudió a su mente el perfil de Francisco Leal cuando inclinaba a su lado en la mesa de trabajo su negra mirada brillando de comprensión, el rictus infantil de su boca al sonreír y el otro gesto, apretado y duro, cuando lo golpeaba la evidencia de la maldad ajena.

La Voluntad de Dios estaba profusamente iluminada, las cortinas de los salones abiertas y música en el aire, porque era día de visita y acudían los parientes y amigos de los ancianos a cumplir con una cita misericordiosa. De lejos la planta baja parecía un transatlántico anclado por error entre jardines. Los huéspedes y sus visitantes paseaban por cubierta tomando el fresco de la noche o descansando en las poltronas de la terraza cual fantasmas deslucidos, almas de otro tiempo, hablando solos, algunos masticando el aire, otros tal vez recordando años lejanos o buscando en su memoria los nombres de sus contertulios y de los hijos y nietos ausentes. A esa edad el recuento del pasado es como internarse en un laberinto y a veces no se consigue reconocer un lugar, un suceso, un ser querido y situarlo en la niebla. Las cuidadoras uniformadas circulaban silenciosas arropando piernas lacias, distribuyendo píldoras nocturnas, sirviendo tisanas a los pensionistas y refrescos a los demás. De invisibles parlantes escapaban los acordes juveniles de una mazurca de Chopin sin relación alguna con el lento ritmo interior de los habitantes de la casa.

La perra saltó con alegría cuando Francisco e Irene entraron al jardín.

—Cuidado, no pises la mata de nomeolvides —recomendó ella invitando a su amigo a abordar la nave y conduciéndolo hacia los viajeros del pasado.

La muchacha llevaba el cabello recogido en un moño que descubría la curva de su nuca, vestía larga túnica de algodón, ausentes por primera vez sus ruidosas pulseras de cobre y bronce. Algo en su actitud extrañó a Francisco, pero no supo precisarlo. La observó mientras paseaba entre los ancianos, risueña y cortés con todos, especialmente con aquellos que estaban enamorados de ella. Cada uno vivía un presente envuelto en la nostalgia. Irene señaló al hemipléjico, incapaz de sujetar una lapicera entre sus dedos rígidos y por eso le dictaba sus misivas. Escribía a sus camaradas de la infancia, a novias de muy antiguo, a parientes enterrados desde hacía varias décadas, pero ella no enviaba esa correspondencia de lástima, para no sufrir el desencanto de recibirla devuelta por el correo a falta de destinatario. Inventaba respuestas y se las remitía al anciano para evitarle la pena de saberse solo en esta tierra. También le presentó a Francisco un abuelo demente que jamás recibía visitas. El viejo tenía los bolsillos llenos de calientes tesoros que cuidaba con celo: imágenes desteñidas de muchachas en flor, tarjetas color sepia donde se insinuaban un seno apenas velado, una pierna atrevida luciendo una liga de cintas y encajes. Se aproximaron a la silla de ruedas de la viuda más rica del reino. La mujer vestía un traje ajado, un chal comido de tiempo y polilla, un solo guante de Primera Comunión. Colgando de la silla había bolsas plásticas repletas de chucherías y sobre sus rodillas descansaba una caja con botones, que ella contaba y volvía a contar para comprobar que ninguno faltara. Se interpuso un coronel con medallas de latón para decirles con susurros asmáticos que una bala de cañón pulverizó medio cuerpo de esa heroica mujer. ¿Sabe que apiñó un saco de monedas de oro limpiamente ganadas por ser dócil con su marido? Imagínese joven qué bruto sería para pagar por lo que podía tener gratis; yo aconsejo a mis reclutas que no gasten su paga en putas, porque las mujeres abren las piernas gustosas a la vista de un uniforme, lo digo por experiencia propia; a mí todavía me sobran. Antes que Francisco pudiera dilucidar aquellos misterios, se acercó un hombre alto y muy delgado, con trágica expresión en su rostro, a preguntar por su hijo, su nuera y el bebé. Irene le habló aparte en secreto, luego lo condujo hacia un grupo animado y permaneció a su lado hasta verlo más sereno. La joven explicó a su amigo que el viejo tenía dos hijos. Uno estaba exilado al otro lado del planeta y sólo podía comunicarse con su padre a través de cartas cada vez más distantes y frías, porque la ausencia es tan adversa como el paso del tiempo. El otro desapareció con su mujer y una criatura de meses. El abuelo no tuvo la suerte de perder la razón y al primer descuido se escapaba a la calle en su anhelo por buscarlos. Irene quiso cambiar las suposiciones atroces por un dolor más certero y le aseguró tener pruebas de que ya ninguno existía. Sin embargo, el no descartaba la posibilidad de ver aparecer un día al niño, porque se murmuraba de criaturas salvadas mediante el tráfico de huérfanos. Algunos ya dados por muertos surgían de pronto en países remotos adoptados por familias de otras razas, o eran ubicados en instituciones de caridad después de tantos años, que ni siquiera recordaban haber tenido padres.

A fuerza de mentiras piadosas Irene consiguió evitar que huyera cada vez que el jardín quedaba sin vigilancia, pero no pudo impedirle gastar los sueños en tormentos irremediables y la vida inquiriendo detalles y deseando visitar las tumbas de los suyos. Señaló también a Francisco dos ancianos de pergamino y marfil meciéndose en un sillón de hierro forjado, que apenas conocían sus propios nombres, pero habían tenido el acierto de enamorarse, a pesar de la oposición tenaz de Beatriz Alcántara, quien consideraba aquello un relajo intolerable de las costumbres, ¿dónde se ha visto que un par de viejos chochos anden besándose a escondidas? Irene, en cambio, defendía el derecho a esa última felicidad y deseaba a todos los huéspedes la misma suerte, porque el amor los salvaría de la soledad, la peor condena de la vejez, así es que déjalos en paz, mamá, no mires la puerta que ella deja abierta por la noche, ni pongas esa cara cuando los encuentras juntos por la mañana, hacen el amor, cómo no, aunque el médico diga que a su edad es imposible.

Y por último mostró a su amigo una señora tomando el fresco en la terraza, mírala bien, es Josefina Bianchi, la actriz, ¿has oído hablar de ella? Francisco divisó a una dama menuda que sin duda fue una belleza y en cierta forma seguía siéndolo.

Iba en bata de levantarse y zapatillas de raso, porque se regía por los horarios de París, con una diferencia de varias horas y dos estaciones. Sobre sus hombros descansaba una capa de zorros raídos, provistos de patéticos ojos de vidrio y colas mustias.

—Una vez Cleo atrapó la estola y cuando la rescatamos parecía arrollada por un tren —dijo Irene sujetando a la perra.

La actriz guardaba baúles con ropajes antiguos de sus obras favoritas, prendas sin uso desde medio siglo atrás, que desempolvaba con frecuencia para lucirlas ante los ojos estupefactos de sus amigos del hogar geriátrico. Estaba en plena posesión de todas sus facultades, incluso de la coquetería y no había mermado su interés por el mundo, leía los periódicos y de vez en cuando iba al cine. Irene la distinguía entre los demás y las cuidadoras la trataban con deferencia, llamándola doña en vez de abuela. Para consuelo de sus últimos días nunca perdió su inagotable imaginación, entretenida en sus propias fantasías carecía de tiempo y ánimo para ocuparse de las pequeñeces de la existencia. En sus recuerdos no había caos, los almacenaba en perfecto orden y era feliz hurgándolos. En ese aspecto tenía mejor suerte que el resto de los ancianos, a quienes la falta de memoria borraba episodios del pasado y creaba el pánico de no haberlos vivido. Josefina Bianchi tenía a su haber una vida colmada y su dicha mayor consistía en recordarla con precisión de notario. Sólo lamentaba las ocasiones desechadas, la mano que no tendió, las lágrimas retenidas, las bocas que no alcanzó a besar. Tuvo varios maridos y muchos amantes, corrió aventuras sin medir las consecuencias, derrochó su tiempo con alegría, pues siempre dijo que moriría de cien años. Preparó su futuro con sentido práctico, seleccionando ella misma el hogar de ancianos cuando comprendió que no podría vivir sola y encargó a un abogado la tarea de administrar sus ahorros para asegurarle bienestar hasta el fin de sus días. Sentía por Irene Beltrán un entrañable afecto, porque en su juventud tuvo el cabello de ese mismo color fogoso y se recreaba imaginando que la joven era su biznieta o ella misma en la época de su esplendor. Abría sus baúles repletos de tesoros, le mostraba el álbum de la fama y le daba a leer cartas de enamorados que por ella perdieron la paz del alma y el sosiego de los sentidos. Habían hecho un pacto secreto: el día en que me ensucie en los calzones o ya no pueda pintarme los labios, me ayudarás a morir, hija, rogó Josefina Bianchi. Como es natural, Irene se lo prometió.

—Mi madre anda de viaje, así es que cenaremos solos —dijo Irene conduciendo a Francisco al segundo piso por la escalera interior.

La planta alta se encontraba en penumbra y silenciosa porque hasta allí no llegaban las luces del primer piso. Y ya no se oían los parlantes de La Voluntad de Dios. A esa hora los visitantes se retiraban, los huéspedes volvían a sus habitaciones y el sosiego de la noche se instalaba en la casa con sus sombras peculiares. Rosa, gorda y magnífica, los recibió en el vestíbulo con su ancha sonrisa. Sentía debilidad por ese joven moreno que la saludaba con entusiasmo, le hacía bromas y era capaz de rodar por el suelo abrazado a la perra. Lo sentía mucho más próximo y familiar que Gustavo Morante, aunque sin duda no era un buen partido para su niña. En los meses que lo conocía nunca le vio otro pantalón que ese gris de pana y los mismos zapatos con suela de goma, una lástima. Bien vestido bien recibido, pensaba, pero en seguida corregía con el proverbio contrario: el hábito no hace al monje.

—Enciende las luces, Irene —recomendó antes de zambullirse en la cocina.

La sala estaba decorada con sobriedad, tapices persas, cuadros modernos y algunos libros de arte en estratégico desorden. Los muebles parecían cómodos y la profusión de plantas daban frescura al ambiente. Francisco se instaló en el sofá pensando en la casa de sus padres, donde el único lujo era un aparato de música, mientras Irene descorchaba una botella de vino rosado.

—¿Qué celebramos? —preguntó él.

—La suerte de estar vivos —replicó su amiga sin sonreír.

La observó en silencio confirmando que algo había cambiado en ella. La vio servir las copas con mano vacilante, un gesto triste en el rostro desnudo de maquillaje. Con la intención de ganar tiempo e indagar en su ánimo, Francisco hurgo entre los discos y seleccionó un viejo tango. Lo colocó en el tocadiscos y la voz inconfundible de Gardel les llegó a través de cincuenta años de historia. Escucharon en silencio, tomados de la mano, hasta que entró Rosa anunciando que la cena estaba servida en el comedor.

—Espera aquí, no te muevas —pidió Irene y salió apagando las luces.

Regresó a los pocos instantes con un candelabro de cinco velas, una aparición surgida de otro siglo con su larga túnica blanca y el resplandor de las bujías poniendo pinceladas metálicas en su pelo. Solemne guió a Francisco por el pasillo hasta una habitación que antes fuera un amplio dormitorio, ahora transformada en comedor. Los muebles eran demasiado grandes para las dimensiones del cuarto, pero el gusto certero de Beatriz Alcántara salvó el obstáculo pintando las paredes de rojo pompeyano en dramático contraste con el cristal de la mesa y los tapices blancos de las sillas. El único cuadro representaba una naturaleza muerta de la escuela flamenca: cebollas, ajos, una escopeta apoyada en un rincón y tres faisanes deplorables colgando de las patas.

—No lo mires mucho o tendrás pesadillas —recomendó Irene.

Francisco brindó silenciosamente por la ausencia de Beatriz y del Novio de la Muerte, satisfecho de encontrarse a solas con Irene.

—Y ahora, amiga, cuéntame por qué estás triste.

—Porque hasta ahora he vivido soñando y temo despertar.

Irene Beltrán fue una niña consentida, única hija de padres adinerados, protegida del roce con el mundo y hasta de las inquietudes de su propio corazón. Halagos, mimos, caricias, colegio inglés para señoritas, universidad católica, mucho cuidado con las noticias de prensa y televisión, hay tanta maldad y violencia, es mejor tenerla al margen de esas cosas, ya sufrirá más tarde, es inevitable, pero dejemos que pase una infancia dichosa, duérmete mi niña que tu mamá está velando. Perros de raza, jardines, caballo en el club, esquí en invierno y playa todo el verano, clases de danza para que aprenda a moverse con gracia porque camina a brincos y se desmorona como un contorsionista sobre los muebles; déjala en paz, Beatriz, no la atormentes. Es necesario, debemos formarla: radiografía de columna, limpieza de cutis, psicólogo porque el martes soñó con ciénagas movedizas y despertó gritando. Es tu culpa, Eusebio, la malcrías con regalos de mantenida, perfumes franceses, camisas de encaje, joyas inapropiadas para una chiquilla de su edad. La culpable eres tú, Beatriz, por ser tan frívola y corta de entendimiento, Irene se viste con trapos para agredirte, ya lo dijo su analista. Tanto esmero para educarla, digo yo, y mira lo que nos resulta, una criatura estrafalaria que se burla de todo y abandona la pintura y la música para dedicarse al periodismo, esa ocupación no me gusta, es un oficio de tunantes, sin futuro y hasta peligroso. Bueno, mujer, pero al menos hemos conseguido que sea feliz; tiene la risa fácil y el corazón generoso, con un poco de suerte vivirá contenta hasta que se case y después, cuando deba hacer frente a la tarea de vivir, podrá decir al menos que sus padres le dieron muchos años dichosos. Pero te fuiste, Eusebio, maldito seas, nos abandonaste antes que ella acabara de crecer y ahora estoy perdida, se me filtra la desgracia por todos los resquicios, gotea, me inunda, ya no puedo detenerla y cada día es más difícil preservar a Irene de todo mal, amén. ¿Ves sus ojos? Siempre los tuvo errantes, por eso Rosa cree que no vivirá mucho, parece estar despidiéndose. Míralos, Eusebio, ya no son los de antes, se han llenado de sombras como si se asomaran a un pozo, ¿dónde estás, Eusebio?

Irene midió el odio inmenso de sus padres antes que ellos mismos lo sospecharan. En las noches de su niñez permanecía despierta escuchando sus interminables reproches, con la mirada fija en la techumbre de su habitación y una indescriptible ansiedad en los huesos. La desvelaba el murmullo interminable de su madre lloriqueando en largas confidencias por teléfono con sus amigas. El sonido le llegaba deformado por las puertas cerradas y su propia angustia. No penetraba el sentido de las palabras, pero su imaginación les daba significado. Sabía que hablaba de su padre. No dormía hasta sentir su automóvil entrar al garaje y su llave en la cerradura, entonces se desvanecía su pesadumbre, respiraba satisfecha, cerraba los párpados y se sumergía en el sueño. Al entrar a su habitación para darle el último beso de la jornada, Eusebio Beltrán encontraba a su hija dormida y se retiraba tranquilo creyéndola feliz. Cuando la niña pudo descifrar los pequeños signos, supo que algún día él acabaría por partir, como finalmente sucedió.

Su padre era un transeúnte de la vida, siempre de paso permanecía de pie balanceándose de quietud, su vista se perdía en la lejanía, cambiaba de tema bruscamente en medio de la conversación, preguntaba y no oía las respuestas. Sólo frente a ella adquiría contornos fijos.

Irene era el único ser que en verdad amaba y sólo ella lo retuvo algunos años. Estuvo a su lado en los momentos memorables de su sino de mujer, le compró el primer sostén, las medias nylon, los zapatos con tacón y le contó cómo se gestan las criaturas, sorprendente historia, pues Irene no podía imaginar a dos personas que se odiaban como sus padres haciendo aquello para traerla al mundo.

Con el tiempo se dio cuenta de que ese hombre a quien adoraba podía ser déspota y cruel. A su mujer la fustigaba sin tregua, señalándole la huella de cada arruga, el kilo de sobra en su cintura, ¿has notado cómo te mira el chofer, Beatriz?

Eres gusto de proletario, querida. Colocada entre ambos, Irene servía de árbitro en sus inacabables agresiones. ¿Por qué no hacen las paces y lo celebramos comiendo pasteles?, imploraba. Su corazón se inclinaba en favor del padre, porque la relación con su madre estaba teñida de rivalidades. Beatriz la observaba en sus formas femeninas y sacaba la cuenta regresiva de su propia edad. ¡Qué no crezca, por Dios!

La muchacha despertó temprano a los afanes de la vida. A los doce años parecía menor, pero ya estaba sacudida por turbulencias interiores, ansias de aventura. Estas emociones borrascosas perturbaban a menudo su sueño y afiebraban sus días. Lectora ávida e indiscriminada, a pesar del ojo avizor de su madre censurándola, echaba mano de cualquier libro a su alcance y los que no podía exhibir ante Beatriz, los leía a medianoche bajo las sábanas, alumbrándose con una linterna. Fue así como obtuvo más información de la usual en una criatura de su medio y suplía con fantasías románticas, lo que la experiencia le negaba.

Eusebio Beltrán y su esposa estaban de viaje el día en que el recién nacido cayó del tragaluz. De eso hacía años ya, pero tanto Rosa como Irene no lo olvidaron jamás. El chofer fue a buscar a la niña al colegio y la dejó en la puerta del jardín, porque él tenía otras obligaciones. Había llovido todo el día y a esa hora el cielo de invierno tenía color de plomo fundido y comenzaban a encenderse los faroles de la calle. Irene se sobresaltó al ver su casa en penumbra, ninguna luz brillaba, todo estaba en silencio. Abrió con su llave y le extrañó que Rosa no estuviera aguardándola como siempre hacía, ni atronara por la radio la novela de las seis. Dejó sus libros sobre la mesa de la entrada y avanzó por el pasillo sin prender las lámparas. Un vago y tenebroso presentimiento la impulsaba hacia delante. Se deslizó pegada a las paredes en puntillas, llamando a Rosa con toda la fuerza de su pensamiento. La sala estaba vacía, también el comedor y la cocina. Sin atreverse a continuar, se quedó de pie escuchando el ruido de tambor en su pecho, tentada de permanecer inmóvil sin respirar siquiera, hasta el regreso del chofer. Trató de razonar diciendo que nada podía temer, tal vez su nana estuviera afuera o hubiera bajado al sótano. Como nunca antes se había encontrado sola en la casa, el desconcierto le impedía pensar con claridad. A medida que transcurrían los minutos fue agachándose hasta encogerse por completo en un rincón. Al sentir frío en los pies se dio cuenta de que no estaba encendida la calefacción y entonces anticipó algo grave, porque Rosa jamás descuidaba sus deberes. Decidida a averiguarlo, avanzó poco a poco hasta escuchar el primer gemido. Todas sus fibras se tensaron, desapareció el miedo y la curiosidad guió sus pasos rumbo al sector de los empleados, donde tenía prohibición de poner los pies.

Allí se encontraban las máquinas del agua caliente, los cuartos del lavado y planchado, la bodega de los licores y la despensa. Al final del corredor estaba la habitación de Rosa, de donde provenía un llanto sofocado. Hacia allá se encaminó con los ojos muy abiertos y la ansiedad golpeando sus sienes. No vio luz en la ranura de la puerta y su fantasía visualizó escenas de horror. Las lecturas prohibidas acudieron a su mente con una carga de espanto y violencia: bandoleros dentro de la casa y Rosa botada sobre la cama con el cuello abierto en largo tajo; ratas carnívoras escapadas del sótano la estaban devorando; Rosa atada de pies y manos era ultrajada por un loco, tal como leyera en un folletín que le prestó el chofer. Jamás imaginó lo que encontró al entrar.

Irene movió el picaporte con cautela y empujó la hoja de la puerta lentamente. Introdujo la mano, palpó el muro en busca del interruptor y encendió la luz. Ante sus ojos encandilados por el súbito resplandor, apareció Rosa, su inmensa y amada Rosa, desplomada sobre una silla con los vestidos recogidos en la cintura y sus gruesas y morenas piernas enfundadas en medias de lana hasta las rodillas manchadas de sangre. Su cabeza estaba echada hacia atrás y el rostro descompuesto de sufrimiento. En el suelo, entre sus pies, yacía una masa rojiza enrollada por una larga tripa azul retorcida.

Al verla, Rosa hizo ademán de bajarse la ropa para cubrir su vientre y trató en vano de incorporarse.

—¡Rosa! ¿Qué te pasa?

—¡Andate niña! ¡Sal de aquí!

—¿Qué es eso? —preguntó Irene señalando el suelo.

La niña se aproximó a su nana, la rodeó con sus brazos, le limpió el sudor de la frente con su delantal del colegio y cubrió sus mejillas de besos.

—¿De dónde salió este bebé? —preguntó por fin.

—Cayó de arriba, del tragaluz —replicó Rosa mostrando una toma de aire en el techo—. Cayó de cabeza y murió, por eso está lleno de sangre.

Irene se inclinó a observarlo y comprobó que no respiraba.

No le pareció necesario explicar que algo sabía de eso y podía determinar con precisión que se trataba de un feto de seis o siete meses, de aproximadamente un kilo y medio de peso, de sexo masculino, coloreado de azul debido a la falta de oxígeno, probablemente muerto antes de nacer. Lo único que le sorprendió fue no haberse percatado antes del embarazo, pero lo atribuyó a la abundancia de las carnes de su nana, donde bien podía disimularse una hinchazón entre tantos rollos.

—¿Qué haremos, Rosa?

—¡Ay, niña! Nadie debe saberlo, ¿Me juras que nunca lo dirás?

—Te lo juro.

—Vamos a tirarlo a la basura.

—Es una lástima acabar así, Rosa. El pobre no tiene la culpa de haberse caído del tragaluz. ¿Por qué no lo enterramos?

Así lo hicieron. Apenas la mujer pudo ponerse de pie, lavarse y cambiarse de ropa, colocaron a la criatura dentro de una bolsa del mercado, que sellaron con tela adhesiva. Ocultaron la pequeña urna de plástico hasta la noche y después de asegurarse de que el chofer dormía, la llevaron hasta el jardín para darle sepultura. Cavaron un hueco profundo, colocaron al fondo el paquete con su triste contenido, lo cubrieron cuidadosamente, apisonaron la tierra y le rezaron una oración. Dos días después Irene compró una mata de nomeolvides y la plantó en el sitio donde dormía el recién nacido que cayó del tragaluz.

A partir de entonces se sintieron unidas por una entrañable complicidad, un secreto que ninguna divulgó durante muchos años, hasta serles tan natural que empezó a asomar por casualidad en sus conversaciones. Nadie en la casa se preocupó de averiguar de qué se trataba. Cada nuevo jardinero tenía el encargo de la niña de cuidar el nomeolvides y en las primaveras, cuando aparecían sus pequeñas flores, las cortaba para hacer un ramo y dejarlo en el cuarto de su nana.

Jugando con su primo Gustavo, Irene descubrió poco después que los besos saben a fruta y que las más torpes e inexpertas caricias puedan incendiar los sentidos. Se ocultaban para besarse, despertando el deseo dormido. Demoraron algunos veranos en alcanzar la máxima intimidad, por temor a las consecuencias y frenados por la rigidez del muchacho, a quien le habían inculcado que hay dos clases de mujeres: las decentes para casarse y las otras para acostarse. Su prima pertenecía a las primeras. No sabían evitar un embarazo y sólo más tarde, cuando la ruda vida del cuartel instruyó al joven en los oficios de los hombres y su moral adquirió cierta flexibilidad, pudieron amarse sin miedo. Durante los años siguientes maduraron juntos. El matrimonio sería sólo una formalidad para quienes ya habían comprometido el futuro.

A pesar de su novio y del prodigioso encuentro con el amor, para ella el centro del universo siguió siendo su padre. Conocía sus virtudes y sus grandes defectos. Lo sorprendió en innumerables traiciones y mentiras, lo vio cobarde y perdedor, notó cuándo seguía con ojos de perro en celo a otras mujeres. No cultivaba ilusión respecto a él, pero lo amaba profundamente.

Una tarde Irene leía en su habitación cuando lo sintió cerca y antes de levantar la vista supo que era una despedida. Lo vio de pie en el umbral y tuvo la impresión de que era sólo su fantasma, pues ya no estaba allí, se había borrado, como siempre temió que sucediera.

—Salgo un momento, hija —dijo Eusebio besándola en la frente.

—Adiós, papá —replicó la muchacha segura de que no regresaría.

Así fue. Pasaron cuatro años, pero mediante un sutil mecanismo de consuelo ella no lo dio por muerto, como los demás.

Lo sabía vivo y eso le otorgaba cierta tranquilidad, porque también podía imaginarlo feliz en una nueva vida, sin embargo, los vientos de violencia que ahora sacudían su mundo la llenaban de dudas. Temía por él.

Los dos amigos terminaron de cenar. Sus figuras se recortaban contra las paredes de la habitación proyectando altas sombras que oscilaban movidas por la luz temblorosa de las velas. Hablaban casi en susurros para preservar la intimidad de ese momento. Irene contó a Francisco el triste negocio de la carnicería filantrópica y él concluyó que ya nada de esa familia podía sorprenderlo.

—Todo comenzó cuando mi padre conoció al enviado de Arabia —dijo.

El hombre tenía por misión de su gobierno comprar ganado ovejuno. Le presentaron a Eusebio Beltrán en una recepción de su embajada y al punto se hicieron amigos, porque ambos vivían fustigados por el mismo ímpetu hacia las mujeres hermosas y las fiestas placenteras. Después del ágape, el padre de Irene lo invitó a continuar la parranda en casa de una doña, donde siguieron celebrando con champaña y muchachas mercenarias hasta culminar en una bacanal estrepitosa que a otros con menos fortaleza habría despachado al infierno. Despertaron al día siguiente con el estómago revuelto y el pensamiento confuso, pero después de una ducha y una espesa sopa picante de almejas, empezaron a resucitar. Abstemio, como buen musulmán, el árabe soportó mal la resaca del alcohol y durante horas hubo que darle compañía y consuelo con remedios naturales, friegas de alcanfor y paños fríos en la frente. Al atardecer eran hermanos, habían vaciado en confidencias el secreto de sus vidas. Entonces el extranjero sugirió a Eusebio que se hiciera cargo de la explotación de los corderos, porque allí había toneladas de dinero para quien supiera ganarlo.

—Nunca vi una oveja en su estado natural, pero si se parecen a las vacas o a las gallinas, no tendré dificultad —rió Beltrán.

Ese fue el comienzo de un negocio que lo llevaría a la ruina y al olvido de sí mismo, como vaticinó su mujer mucho antes que tuviera elementos de juicio para suponerlo. Partió al extremo sur del continente, donde proliferan esos animales y procedió a instalar un matadero y un frigorífico, invirtiendo en el proyecto gran parte de su fortuna. Cuando todo estuvo a punto, del corazón de los países árabes fue enviado un religioso musulmán destinado a vigilar la faena, para que se realizara de acuerdo a las estrictas leyes del Corán. Debía rezar una oración mirando a La Meca por cada oveja muerta y comprobar que fuese degollada de un solo tajo y desangrada en la forma higiénica prescrita por Mahoma. Una vez santificados, limpios y congelados, los cadáveres eran expedidos por vía aérea a su último destino. En las primeras semanas el procedimiento se llevó a cabo con el rigor correspondiente, pero pronto el Imán perdió su entusiasmo inicial. Carecía de estímulos. Nadie a su alrededor comprendía la importancia de sus funciones, nadie siquiera hablaba su lengua o había leído el Libro Santo. En cambio, estaba rodeado de rufianes extranjeros que mientras él salmodiaba en árabe, se reían en sus barbas y hacían gestos obscenos en interminable candonga. Debilitado por el clima austral, la nostalgia y la incomprensión cultural, no tardó en quebrantarse. Eusebio Beltrán, siempre práctico, le sugirió que para no detener el trabajo grabara sus oraciones en un aparato a pilas. A partir de ese momento el deterioro de Imán fue a ojos vista. Su malestar tomó proporciones alarmantes, dejó de asistir al matadero, lo venció el ocio, el juego, el sueño y el vicio del licor, todo ello prohibido por su religión, pero nadie es perfecto, como decía su patrón para consolarlo cuando lo encontraba lamentando su humana miseria.

Las ovejas partían tiesas y frías como piedras lunares, si que nadie supiera que no perdían sus impurezas por la yugular y que el grabador entonaba boleros y rancheras en vez de la obligadas oraciones musulmanas. El asunto no habría tenido mayores consecuencias, si el gobierno árabe no envía, sin previo aviso, un comisionado para controlar al socio sudamericano. El mismo día que éste visitó el lugar de los hechos y comprobó la forma cómo eran burlados los preceptos del Corán se puso término al flamante negocio de los corderos y Eusebio Beltrán se encontró con un místico mahometano en plena crisis de arrepentimiento, pero sin ningún deseo de regresar a su patria por el momento, y con un cerro de ovejas congeladas sin mercado para la venta porque su carne no era apreciada en el país. Fue entonces cuando funcionó aquel aspecto espléndido de su personalidad. Se trasladó con la mercadería a la capital y recorrió los barrios pobres en un camión regalándola a la gente más necesitada. Estaba seguro de que su iniciativa sería imitada por otros mayoristas que tocados en su generosidad, donarían también parte de sus productos a los desvalidos. Llegó a soñar con una cadena solidaria formada por panaderos, verduleros, propietarios de pescaderías y abastos, empresarios de pastas, arroz y caramelos, importadores de té, café y chocolate, fabricantes de conservas, licores y quesos, en una palabra, cuanto industrial y comerciante existiera cedería parte de sus ganancias para mitigar el hambre evidente de los marginados, las viudas, los huérfanos, los cesantes y otros desventurados. Pero nada de eso sucedió. Los carniceros calificaron el gesto de payasada y los demás simplemente lo ignoraron. Como a pesar de todo continuó su cruzada con entusiasmo, fue amenazado de muerte por arruinarles el negocio y su prestigio de honrados mercaderes. Lo tildaron de comunista, lo cual acentuó el descalabro nervioso de Beatriz Alcántara, quien tuvo suficiente fortaleza para soportar las extravagancias de su marido, pero no para resistir el impacto de esa peligrosa acusación. Eusebio Beltrán repartía personalmente piernas y espaldillas de carnero en un vehículo con grandes avisos impresos en los costados y un altoparlante anunciando su iniciativa. Pronto se vio asediado por la policía y por matones a contrata. Los empresarios de la competencia estaban decididos a acabar con él. Fue acosado por advertencias de burla y de muerte y a su mujer le enviaron anónimos de increíble vileza. Cuando el transporte de la Carnicería Filantrópica apareció en la televisión y la cola de miserables se convirtió en una muchedumbre imposible de controlar por los guardianes del orden público, Beatriz Alcántara perdió su última brizna de paciencia y le lanzó todo lo acumulado en una vida de rencores. Eusebio se fue para no volver.

—Nunca me preocupé por mi padre, Francisco. Estaba segura de que había huido de mi madre, de sus acreedores y de las malditas ovejas que empezaron a podrirse sin encontrar destino, pero ahora dudo de todo —dijo Irene.

Sentía miedo por las noches, cuando en sueños se le aparecían los cuerpos lívidos de la Morgue, Javier Leal colgando como un fruto grotesco en la acacia del parque infantil, las filas interminables de mujeres preguntando por sus desaparecidos, Evangelina Ranquileo en camisa de dormir y descalza llamando desde las sombras y entre tantos fantasmas ajenos veía también a su padre sumergido en pantanos de odio.

—Tal vez no huyó, sino que lo mataron o está preso, como cree mi madre —suspiró Irene.

—No hay razón para que un hombre de su posición sea víctima de la policía.

—La razón nada tiene que ver con mis pesadillas ni con el mundo en que vivimos.

En eso estaban cuando entró Rosa anunciando que una mujer preguntaba por Irene. Su nombre era Digna Ranquileo.

Digna llevaba el peso del tiempo en la espalda y sus ojos se habían aclarado de tanto mirar el camino y esperar. Se excusó por presentarse a hora tan tardía y explicó que actuaba impulsada por la desesperación, pues no sabía a quién acudir. Como no podía dejar solos a sus niños, le era imposible viajar durante el día, pero esa noche Mamita Encarnación ofreció acompañarlos. La buena voluntad de la comadrona le permitió tomar el autobús a la capital. Irene le dio la bienvenida, la condujo a la sala y le ofreció algo de cenar, pero ella sólo aceptó una taza de té. Se sentó al borde de la silla con los párpados bajos, estrujando contra su regazo un bolso negro muy gastado. Usaba un chal sobre los hombros y su angosta falda de lana apenas cubría las medias enrolladas a la altura de las rodillas. Eran evidentes sus esfuerzos por vencer la timidez.

—¿Ha sabido de Evangelina, señora?

La madre negó con la cabeza y después de una larga pausa dijo que la daba por perdida, todo el mundo sabía que buscar a los desaparecidos era tarea de nunca acabar. No venía por ella, sino por Pradelio, el hijo mayor. Bajó la voz a un susurro casi inaudible.

—Está escondido —confesó.

Se había fugado de la Tenencia. Debido al estado de guerra la deserción podía pagarse con la vida. En otros tiempos para abandonar la policía sólo se requería de algún trámite burocrático, pero ahora los guardias formaban parte de las Fuerzas Armadas y tenían el mismo compromiso de los soldados en el campo de batalla. La situación de Pradelio Ranquileo era peligrosa, si le daban caza lo pasaría mal, así lo entendió su madre al verlo como animal acosado. Hipólito, su marido, era quien tomaba las decisiones importantes en la familia, pero se había enganchado en el primer circo que levantó su carpa en la región. Le bastó escuchar el llamado del bombo anunciando el espectáculo, para rescatar la maleta con los enseres de su profesión, incorporarse a la farándula y partir en giras por pueblos y aldeas donde era difícil ubicarlo. Digna tampoco se atrevió a hablar de su problema con otras personas. Estuvo unos días debatiéndose en la incertidumbre, hasta que recordó su conversación con Irene Beltrán y el interés de la periodista por el infortunio que abatía el hogar de los Ranquileo.

Pensó en ella como en el único ser a quien podía acudir.

—Tengo que sacar al Pradelio del país —murmuró.

—¿Por qué desertó?

La madre no lo sabía. Una noche lo vio llegar pálido, desencajado, con el uniforme en piltrafas y la mirada de un loco.

Se negó a hablar. Venía muy hambriento y durante largo rato estuvo comiendo con voracidad, llenándose la boca con cuanto encontró en la cocina: cebollas crudas, trozos enormes de pan, carne seca, fruta y té. Cuando se sintió satisfecho apoyó los brazos sobre la mesa, ocultó entre ellos la cabeza y, extenuado, se durmió como una criatura. Digna vigiló su sueño. Por más de una hora permaneció a su lado observándolo para adivinar el largo trayecto que lo condujo a ese punto de agotamiento y miedo. Al despertar, Pradelio no quiso ver a sus hermanos para evitar que en un descuido pudieran delatarlo. Su intención era huir hacia la cordillera donde ni los buitres dieran con él. Esa visita tenía como único propósito despedirse de su madre y decirle que no volverían a verse, porque tenía una misión y pensaba llevarla a cabo aunque le costara la vida.

Después aprovecharía el verano para atravesar la frontera por un paso de montaña. Digna Ranquileo no hizo preguntas, pues conocía a su hijo: no compartiría su secreto con ella ni con nadie. Se limitó a recordarle que intentar el cruce sin guía por esos cerros infinitos aun con buen clima era una locura, porque muchos se pierden en los vericuetos hasta ser sorprendidos por la muerte. Después los cubre la nieve y desaparecen hasta el verano siguiente, cuando algún viajero tropieza con sus restos. Le sugirió aguardar escondido hasta que se cansaran de buscarlo o marchar al Sur, donde sería más fácil escapar por las montañas bajas.

—Déjeme en paz, madre. Haré lo que tengo que hacer y después me escapo como pueda —la interrumpió Pradelio.

Partió a la montaña guiado por Jacinto, su hermano menor quien conocía esos cerros como nadie. En la cima se escondió alimentándose de lagartijas, roedores, raíces y las pocas viandas que de vez en cuando le llevaba el niño. Digna se resignó a verlo cumplir su destino, pero cuando el Teniente Ramírez recorrió la región casa por casa buscándolo, amenazando a quienes lo encubrieran y ofreciendo recompensa por su captura, y cuando el Sargento Faustino Rivera apareció una noche calladamente en su hogar, vestido de civil, para advertirle entre susurros que si conocía el paradero del fugitivo le indicara que peinarían los cerros con rastrillo hasta dar con su paradero, la madre decidió no esperar más.

—El Sargento Rivera es casi de la familia, por eso tenía la obligación de pasarme el aviso —aclaró Digna.

Para una campesina cuya existencia transcurrió siempre en el sitio donde había nacido y sólo conocía los pueblos más próximos, la idea de que un hijo suyo fuera a dar a otro país le resultaba tan irrealizable como esconderlo en el fondo del mar. No podía imaginar el tamaño del mundo más allá de los confines de los montes delineados en el horizonte, pero sospechaba que la tierra se extendía hacia regiones donde se hablaban otras lenguas, vivían gentes de diversas razas en climas sorprendentes. Allí era fácil perder el rumbo recto y ser tragado por la mala suerte, pero irse era mejor que morir. Había oído de los exilados, tema frecuente en los últimos años y esperaba que Irene pudiera asilar a Pradelio. La joven trató de explicarle las insuperables dificultades de esta idea. Estaba descartada la audacia de burlar a la guardia armada, saltar una reja y meterse a mansalva en una embajada, y ningún diplomático daría protección a un desertor de las Fuerzas Armadas, huyendo por oscuras razones. La única solución consistía en ponerse en contacto con los hombres del Cardenal.

—Puedo recurrir a mi hermano José —ofreció por último Francisco, poco dispuesto a arriesgar su organización introduciendo a un militar en el secreto, aunque fuera un pobre guardia perseguido por sus propios compañeros—. La Iglesia tiene misteriosos caminos de salvación, pero exigiré saber la verdad, señora. Necesito hablar con su hijo.

Digna le explicó que estaba sumido en un hoyo de la cordillera, a una altura donde costaba respirar y para llegar a él había que trepar por un despeñadero de cabras buscando pie entre piedras y arbustos. No era una excursión fácil, el camino sería largo y duro para alguien no acostumbrado a escalar.

—Lo intentaré —dijo Francisco.

—Si tú vas, también iré yo —decidió Irene.

Esa noche la mujer se acostó tímidamente en la cama que Irene improvisó para ella y gastó las horas mirando el cielo raso con ojos aturdidos. Al día siguiente partieron los tres a Los Riscos en el automóvil de Beatriz, después que la muchacha sustrajo de la despensa una bolsa de provisiones para Pradelio. Francisco insinuó que sería difícil trepar la montaña cargando ese tremendo bulto, pero ella lo miró burlona y él no insistió.

Por el camino la madre les contó cuanto sabía de la suerte nefasta de Evangelina, desde el instante en que el Teniente y el Sargento la condujeron al jeep la misma noche del domingo inolvidable. Los gritos de la muchacha se dispersaron por el campo advirtiendo a las sombras hasta que un bofetón le cerró la boca y detuvo su pataleo. En la Tenencia el cabo de guardia los vio llegar y no se atrevió a hacer preguntas sobre la prisionera, limitándose a mirar para otro lado. En el último instante, cuando de un manotazo el Teniente Ramírez la elevó en el aire y la llevó en vilo hasta su oficina, el Sargento sintió lástima y se atrevió a pedirle que tuviera consideración con ella, porque estaba enferma y era la hermana de un hombre de la dotación, pero su superior no le dio tiempo de continuar y cerró la puerta, atrapando la punta de la enagua blanca de la niña, que quedó allí prendida como una paloma herida. Un llanto se escuchó por un rato y después hubo silencio.

Esa fue una interminable noche para el Sargento Faustino Rivera. No se acostó porque sentía el corazón agobiado. Se entretuvo conversando con el cabo de guardia, dio unas vueltas para asegurarse de que todo estaba en orden y luego fue a sentarse bajo el alero de las caballerizas a fumar sus ásperos cigarrillos negros, percibiendo la brisa tibia de la estación, el olor lejano de los espinos en flor y el otro dominante del estiércol fresco de los caballos. Era una noche estrellada y clara, arropada por un silencio amplio. Sin saber con certeza lo que aguardaba, permaneció allí varias horas hasta ver aparecer los primeros signos del alba, perceptibles para los nacidos en contacto con la Naturaleza y acostumbrados a madrugar. Exactamente a las cuatro y tres minutos, como dijo a Digna Ranquileo y repitió más tarde sin que las amenazas pudieran cerrarle la boca, vio salir al Teniente Juan de Dios Ramírez con una carga en los brazos. A pesar de la distancia y la penumbra no dudó de que se trataba de Evangelina. Tambaleaba un poco el oficial, pero no de borracho, puesto que nunca bebía en horas de servicio. El pelo de la joven colgaba casi hasta el suelo y al pasar por el sendero de gravilla que conducía al estacionamiento, las puntas arrastraron los guijarros. Desde su lugar Rivera oyó la respiración agitada del oficial y adivinó que no era a causa del esfuerzo, porque el delgado cuerpo de la prisionera pesaba poco para él, grande, musculoso, habituado al ejercicio. Respiraba como un fuelle porque estaba nervioso. Lo vio dejar a la niña sobre la plataforma de cemento usada para descargar los bultos y provisiones. Las luces de seguridad giraban toda la noche en lo alto de la torre en previsión de posibles ataques, iluminando al pasar el rostro infantil de Evangelina. Tenía los ojos cerrados, pero tal vez vivía, porque al Sargento le pareció que se quejaba.

El Teniente se dirigió a la camioneta blanca, subió al asiento del chófer y puso el motor en marcha, retrocediendo con lentitud hacia el sitio donde dejara a la muchacha. Bajó, la levantó en sus brazos y la acomodó en la parte posterior del vehículo, justo cuando el aletazo del reflector barría la escena.

Antes de que el oficial la tapara con una lona, Faustino Rivera observó a Evangelina echada de lado, con la cara cubierta por sus cabellos y los pies desnudos asomados entre los flecos del poncho. Su superior trotó hacia el edificio, desapareció tras la puerta de la cocina y un minuto más tarde regresó con una pala y un chuzo que colocó junto a la joven. Luego subió a la camioneta y enfiló hacia la salida. El guardia del portón reconoció a su jefe, lo saludó con rigidez y abrió las pesadas puertas. El vehículo se alejó por la carretera en dirección al Norte.

El Sargento Faustino Rivera esperó consultando su reloj entre dos cigarrillos, acuclillado en la sombra de la caballeriza. A ratos se movía para desentumecer las piernas y en un momento, vencido por el sueño, cabeceó apoyado contra la pared. Desde allí podía ver la caseta del guardia, donde el cabo Ignacio Bravo espantaba el aburrimiento masturbándose, sin sospechar su presencia cercana. Al amanecer bajó la temperatura y el frío despabiló su somnolencia. Eran las seis y el horizonte ya estaba teñido por la aurora, cuando regresó la camioneta.

El Sargento Faustino Rivera escribió cuanto había presenciado en la mugrosa libreta que siempre llevaba consigo. Tenía la manía de anotar los hechos importantes y los triviales, sin imaginar que eso le costaría la vida pocas semanas más tarde.

Observó desde su escondite al oficial que descendía del vehículo acomodándose las correas y la cartuchera del arma y se dirigía al edificio. El Sargento se aproximó a la camioneta, palpó las herramientas y comprobó que había tierra fresca adherida en los cantos. No supo el significado de aquello ni cuáles fueron las actividades del oficial durante su ausencia, así se lo dijo claramente a Digna Ranquileo, pero cualquiera podía adivinar.

El automóvil conducido por Francisco Leal se detuvo en la propiedad de los Ranquileo. Salieron todos los niños a saludar a su madre y a los visitantes, porque ese día ninguno asistió a la escuela. Detrás de ellos surgió Mamita Encarnación con su pecho de paloma, su moño oscuro atravesado con horquillas y las cortas piernas jaspeadas de varices, una vieja formidable que había atravesado impávida los desastres de la vida.

—Entren y descansen, les serviré té —dijo.

Jacinto los condujo donde Pradelio. Era el único que conocía el escondite de su hermano y había comprendido la necesidad de guardar ese secreto a costa de su propia vida. Ensillaron el par de caballos de los Ranquileo, el niño e Irene montaron una yegua y Francisco otra bestia dura de hocico y bastante nerviosa. Hacía mucho tiempo que no subía a un caballo y se sentía inseguro. Podía cabalgar sin estilo, pero con firmeza, gracias a que en su infancia iba al fundo de un amigo donde se familiarizó con la equitación. Irene, en cambio, resultó experta amazona, porque en la época de la bonanza económica de sus padres tuvo su propia jaca.

Partieron en dirección a la cordillera, subiendo por un sendero adusto y solitario. Nadie pasaba por allí en tiempos normales y la maleza casi lo había borrado. A poco andar Jacinto les indicó que no podrían seguir con los animales, deberían subir entre las piedras buscando las salientes del cerro para afirmarse. Ataron las bestias a unos árboles y comenzaron la ascensión a pie, ayudándose unos a otros por las escarpadas laderas. La mochila con las latas de conserva pesaba como un cañón en los hombros de Francisco. Estuvo a punto de exigir a Irene que la cargara unos metros en vista de su porfía en traerla, pero tuvo lástima al verla acezando como moribunda.

Tenía las palmas de las manos heridas por las rocas y el pantalón roto en una rodilla, transpiraba y a cada instante preguntaba cuánto faltaba para llegar. El niño siempre respondía lo mismo: ahí no más, a la vuelta de la loma. Y así continuaron por mucho tiempo bajo un sol despiadado, cansados y sedientos, hasta que Irene se declaró incapaz de dar un solo paso mas.

—La subida no es nada. Espere que le toque bajar —observó Jacinto.

Miraron hacia abajo y ella lanzó un grito. Habían trepado como chivos por una quebrada cortada a pique, sujetándose de cualquier matorral que brotara entre las irregularidades del terreno. Muy lejos se adivinaban las manchas oscuras de los árboles donde dejaron las cabalgaduras.

—Jamás podré bajar de aquí. Tengo vértigo… —murmuró Irene inclinándose seducida por el precipicio que se extendía a sus pies.

—Si pudiste subir, también puedes bajar —la sujetó Francisco.

—Animo, señorita, es ahí no más, a la vuelta de la loma —añadió el niño.

Irene se vio a sí misma balanceándose en lo alto de un cerro, gimiendo de pavor, y entonces triunfó su capacidad para burlarse de todo. Hizo acopio de fuerzas, tomó a su amigo de la mano y anunció que estaba dispuesta a seguir. Pensando en recogerla más tarde, dejaron la bolsa con las provisiones y Francisco, libre de un peso que le agarrotaba los músculos, pudo ayudar a Irene. Veinte minutos después llegaron a un recodo del cerro de donde surgieron de pronto las sombras de unos altos matorrales y el alivio de un mísero hilo de agua descendiendo entre las piedras. Comprendieron que Pradelio escogió ese refugio a causa del manantial, sin el cual sería imposible sobrevivir en esos áridos montes. Se inclinaron en la vertiente para mojarse la cara, el pelo, la ropa. Al levantar la vista, Francisco vio primero las botas rotas, luego los pantalones de paño verde y en seguida el torso desnudo enrojecido por el sol. Por último enfrentó el rostro moreno de Pradelio del Carmen Ranquileo que los apuntaba con su arma de servicio. Le había crecido la barba y, como algas planetarias se le erizaba el cabello apelmazado por el polvo y el sudor.

—Los mandó mi mamá. Vienen a ayudarte —dijo Jacinto.

Ranquileo bajó el revólver y ayudó a Irene a ponerse de pie. Los condujo a una cueva sombreada y fresca, cuya entrada se disimulaba con arbustos y rocas. Allí se tiraron de bruces al suelo, mientras el niño conducía a su hermano en busca de la mochila rezagada. A pesar de sus cortos años y su escuálida figura, Jacinto se veía tan animado como al empezar la excursión. Durante largo rato Irene y Francisco quedaron solos. Ella se durmió al instante. Tenía el cabello húmedo y la piel quemada. Un insecto se posó en su cuello y avanzó hasta su mejilla, pero no lo sintió. Francisco movió la mano para espantarlo y rozó su cara, suave y caliente como una fruta de verano. Admiró la armonía de sus rasgos, los reflejos de su pelo, el abandono de su cuerpo en el sueño. Deseó tocarla, inclinarse para sentir su aliento, acunarla en sus brazos y protegerla de los presentimientos que lo atormentaban desde el inicio de esa aventura, pero también lo venció la fatiga y se durmió. No oyó llegar a los hermanos Ranquileo y cuando le tocaron el hombro despertó sobresaltado.

Pradelio era un gigante. Llamaba la atención su enorme esqueleto inexplicable en una familia de gente más bien pequeña como la suya. Sentado en la cueva, abriendo reverente la mochila para extraer sus tesoros, acariciando un paquete de cigarrillos para anticipar el placer del tabaco, se veía como una criatura desproporcionada. Había adelgazado mucho, tenía las mejillas hundidas y profundas ojeras enmarcaban sus ojos dándole un aspecto de vejez prematura. La piel estaba curtida por el sol de la montaña, los labios agrietados y los hombros heridos con peladuras y ampollas. Encorvado en esa pequeña bóveda abierta en la roca viva, parecía un bucanero extraviado. Con gran precaución, usaba sus manos, dos zarpas de uñas roídas y sucias, como si temiera destrozar lo que tocaba. Incómodo en su envoltura, parecía haber crecido de pronto, sin tiempo para habituarse a sus propias dimensiones, incapaz de calcular el largo y el peso de sus extremidades, chocaba contra el mundo en permanente búsqueda de una postura adecuada. Vivió en esa estrecha guarida durante muchos días, alimentándose de liebres y ratones que cazaba a pedradas. La única visita era Jacinto, enlace entre su solitario confinamiento y la región de los vivos. Ocupaba las horas en la caza, sin emplear el arma porque debía reservarla para las emergencias. Fabricó una honda y el hambre le afinó la puntería para matar pajaros y roedores a la distancia. Un tufillo agrio en un rincón de la caverna mostraba el sitio donde amontonaba las plumas y los pellejos secos de sus víctimas, para no dejar rastros en el exterior. Para engañar el aburrimiento disponía de algunas novelas de vaqueros enviadas por su madre, que hacía durar lo más posible pues constituían la única diversión en sus lentos días. Se sentía como el sobreviviente de algún cataclismo, tan solo y desesperado que a ratos añoraba los trabajos del cuartel.

—No debió desertar —dijo Irene sacudiéndose la modorra que se le había metido en el alma.

—Si me agarran me fusilan. Tengo que asilarme, señorita.

—Entréguese y no lo fusilarán…

—Estoy jodido de todos modos.

Francisco le explicó las dificultades de obtener asilo en su caso. Al cabo de tantos años de dictadura ya nadie salía del país por esa vía. Le sugirió ocultarse por un tiempo, mientras él trataba de obtener documentos falsos para enviarlo a otra provincia donde pudiera empezar una nueva vida. Irene creyó haber escuchado mal, porque no podía imaginar a su amigo traficando con papeles de mentira. Pradelio abrió los brazos en un gesto sin esperanza y comprendieron que con esa estatura de ciprés y esa cara de tránsfugo era imposible que pasara inadvertido a los ojos de la policía.

—Díganos por qué desertó —insistió Irene.

—Por Evangelina, mi hermana.

Y entonces, poco a poco, buscando las palabras en el agua quieta de su silencio habitual, interrumpiéndose con largas pausas, fue desenrollando su historia. Lo que el gigante no dijo, Irene se lo preguntó mirándolo a los ojos y lo que calló pudieron adivinarlo por su rubor, por el brillo de sus lágrimas y por el temblor de sus grandes manos.

Cuando empezaron a circular los rumores sobre Evangelina y el extraño mal que atraía a los curiosos y hacía trizas su buen nombre, colocándola en la misma categoría de los locos del hospicio, Pradelio Ranquileo perdió el sueño. De todos los miembros de su familia ella fue desde el principio la más querida y ese sentimiento creció con el tiempo. Nada conmovía tanto su corazón como enseñar los primeros pasos a esa criatura delgada, pequeña, con el pelo rubio, tan diferente a los Ranquileo. Cuando nació, él era un muchacho de cortos años, demasiado alto y fornido para su edad, acostumbrado a las labores de un adulto y a asumir las responsabilidades del padre ausente. No conocía el relajo ni la ternura. Digna pasaba la vida embarazada o amamantando al último recién nacido lo cual no le impedía trabajar la tierra y hacer las labores del hogar, pero necesitaba alguien en quien apoyarse. Confiaba en su hijo mayor y le otorgaba autoridad frente a los demás niños. En muchos aspectos Pradelio actuaba como dueño de casa. Siendo aún muy joven cumplía ese papel y ni siquiera cuando regresaba el padre dejaba de ejercerlo del todo. Una vez se atrevió a enfrentarlo durante una borrachera para impedir que se propasara con Digna y eso acabó de hacerlo hombre. El joven estaba dormido y despertó al escuchar un llanto tenue, saltó de la cama y se asomó tras la cortina que separaba el rincón donde dormían sus padres. Vio a Hipólito con la mano en alto y a su madre encogida como un ovillo en el suelo, tapándose la boca para no despertar a los niños con sus gemidos. Había presenciado escenas similares algunas veces y en el fondo consideraba a los hombres con facultad para castigar a la mujer y a los hijos, pero en esa ocasión no pudo resistirlo y un velo de ira lo encegueció. Sin pensarlo se abalanzó sobre su padre golpeándolo e insultándolo hasta que Digna le suplicó que se detuviera, porque la mano levantada contra sus propios padres se convierte en piedra. Al día siguiente amaneció Hipólito con el cuerpo sembrado de moretones.

Su hijo estaba adolorido por el esfuerzo, pero ninguna de sus extremidades se había petrificado, como aseguraba la tradición popular. Fue la última vez que Hipólito usó la violencia con su familia.

Pradelio del Carmen Ranquileo siempre tuvo presente que Evangelina no era su hermana. Todos la trataban como si lo fuera, pero él la vio con ojos diferentes desde pequeña. Con el pretexto de ayudar a su madre la bañaba, la mecía, le daba de comer. La niña lo adoraba, aprovechando cualquier ocasión para colgarse de su cuello, introducirse en su cama, acurrucarse en sus brazos. Como un perro faldero lo seguía a todas partes, lo acosaba con sus preguntas, quería oír sus cuentos y sólo se dormía mecida por sus canciones. Para Pradelio los juegos con Evangelina estaban cargados de ansiedad. Resistió múltiples palizas por manosearla, pagando así la culpa.

Culpa por los sueños húmedos donde ella lo llamaba con gestos obscenos, culpa por observarla escondido cuando se agachaba a orinar entre las matas, culpa por seguirla a la acequia a la hora del baño, culpa por inventar juegos prohibidos en los que se escondían lejos de los demás acariciándose hasta la fatiga. Mediante ese instinto de seducción de todas las mujeres, la niña aceptaba el secreto compartido con su hermano mayor y también actuaba con sigilo. Empleaba una mezcla de inocencia e impudicia, de coquetería y recato, para enloquecerlo, para mantener sus sentidos en carne viva y conservarlo prisionero. La represión y vigilancia de los padres no hicieron sino alimentar la calentura que abrasaba la sangre de Pradelio adolescente. Eso lo indujo a buscar prostitutas demasiado pronto, porque no encontraba consuelo en los solitarios placeres de los muchachos. Evangelina aún jugaba con muñecas cuando él ya soñaba con poseerla, calculando que el ímpetu de su masculinidad podía atravesarla como una espada. La sentaba en sus piernas para ayudarla con sus tareas de la escuela y mientras buscaba la respuesta a los problemas del cuaderno, sentía sus huesos derretidos y algo caliente y viscoso ardiendo en sus venas; las fuerzas lo abandonaban, perdía el entendimiento y hasta la vida se le iba a causa de ese olor a humo de su pelo y de lejía de su ropa, del sudor de su cuello, del peso de su cuerpo encima del suyo; creía no poder resistirlos sin aullar como perro en celo, sin saltarle encima para devorarla, sin correr a los álamos y colgarse del cuello en una rama para pagar con la muerte el crimen de amar a su hermana con esa pasión de infierno. La niña lo presentía y se agitaba sobre sus rodillas presionando, restregando, frotando, hasta sentirlo gemir ahogado, apretar los nudillos contra el borde de la mesa, ponerse rígido y un picante y dulce aroma los envolvía a ambos. Esos juegos continuaron durante toda su infancia.

Pradelio Ranquileo salió de su casa a los dieciocho año para hacer el servicio militar y no regresó.

—Me fui para no mancharme las manos con mi hermana —confesó a Irene y Francisco en la cueva de la montaña.

Al terminar el servicio se enroló de inmediato en la policía. Evangelina quedó frustrada, perdida, sin comprender la causa de ese abandono, abrumada por inquietudes que no sabía nombrar y que estuvieron en su corazón mucho antes del despertar de sus glándulas. Fue así como Pradelio huyó de su destino de agricultor pobre, de una niña que empezaba a hacerse mujer y de los recuerdos de una infancia afligida por el incesto. En los años siguientes su cuerpo alcanzó dimensiones definitivas y su alma encontró cierta paz. Los cambios políticos acabaron de hacerlo madurar y mitigaron la tentación de Evangelina, porque de un día para otro dejó de ser un insignificante guardia rural y asumió el poder. Vio temor en los ojos ajenos y eso le gustó. Se sintió importante, fuerte, autoritario. La noche anterior al Golpe Militar le informaron que el enemigo tenía intención de eliminar a los soldados para instaurar una tiranía soviética. Sin duda eran adversarios peligrosos y hábiles, porque hasta ese día nadie se había dado cuenta de esos planes sangrientos, excepto los Comandantes de las Fuerzas Armadas, siempre vigilantes de los intereses nacionales. Si ellos no se adelantan, el país estaría hundido en una guerra civil o habría sido ocupado por los rusos, le explicó el Teniente Juan de Dios Ramírez. La acción oportuna y valiente de cada soldado, Ranquileo entre ellos, salvó al pueblo de un destino fatal. Por eso me siento orgulloso de llevar el uniforme, aunque algunas cosas no me gustan, cumplo las órdenes sin hacer preguntas, porque si cada soldado empieza a discutir las decisiones de los superiores, todo se vuelve un despelote y la patria se va al carajo. Me tocó detener a mucha gente, no lo puedo negar, incluso conocidos y amigos como los Flores. Mala cosa los Flores metidos en el Sindicato Agrícola.

Parecían buenas personas y nadie hubiera imaginado que pensaban asaltar el cuartel, una idea absurda, ¿cómo se les ocurrió esa locura a Antonio Flores y sus hijos? Eran gente inteligente y con instrucción. Por suerte a mi Teniente Ramírez le avisaron los patrones de los fundos vecinos y pudo actuar a tiempo. Fue muy duro para mí detener a los Flores. Todavía me acuerdo de los gritos de la Evangelina cambiada cuando nos llevamos a los hombres de su familia. Me dolió porque es mi verdadera hermana, tan Ranquileo como yo. Sí, hubo muchos prisioneros en esa época. Hice hablar a varios metiéndolos en las caballerizas amarrados de pies y manos y golpeándolos sin compasión, fusilamos también y otras cosas que no puedo decir porque son secretos militares. El Teniente tenía confianza en mí, me trataba como a un hijo; yo lo respetaba y admiraba, era un buen jefe y me encargaba misiones especiales donde no sirven los débiles ni los bocones como el Sargento Faustino Rivera, que a la primera cerveza pierde la cabeza y empieza a hablar como una vieja. Me lo dijo muchas veces mi Teniente: Ranquileo, llegarás muy lejos porque eres tan callado como una tumba. Y valiente también. Callado y valiente, las mejores virtudes de un soldado.

En el ejercicio de la autoridad Pradelio perdió el terror de sus propios pecados y pudo eludir el fantasma de Evangelina, excepto durante las visitas a su casa. Entonces volvía la muchacha a agitar su sangre con caricias de niña boba, pero ya no parecía una criatura, tenía la actitud inequívoca de una mujer. El día en que la vio arqueada hacia atrás, convulsionada, gimiendo en una parodia grotesca del acto sexual, le volvieron de golpe los calientes tormentos casi olvidados. Para apartarla de su mente intentó recursos desesperados, baños prolongados de agua helada al amanecer y hiel de pollo con vinagre, para ver si el frío en los huesos y el ardor en las tripas le devolvían la cordura, pero todo fue inútil. Por fin se lo contó todo al Teniente Juan de Dios Ramírez, a quien lo unía una antigua complicidad.

—Yo me encargo de este problema, Ranquileo —le aseguró el oficial después de oír la extravagante historia—. Me gusta que mis hombres me cuenten sus preocupaciones. Haces bien en confiar en mí.

El mismo día del escándalo en casa de los Ranquileo, el Teniente Ramírez ordenó la detención de Pradelio en la celda de los incomunicados. No le dio explicaciones. Allí estuvo el guardia varios días a pan y agua sin conocer la causa de su castigo, aunque supuso que guardaba relación con el comportamiento tan poco delicado de su hermana. Al pensar en ello no podía evitar la sonrisa. Le parecía increíble que esa chiquilla insignificante como un gusano, esmirriada, sin senos como las mujeres, sino apenas dos ciruelas apuntando entre sus costillas, hubiera levantado al Teniente por el aire y lo sacudiera como un estropajo delante de sus subalternos. Creyó haberlo soñado; tal vez el hambre, la soledad y la desesperación lo estaban trastornando y en realidad aquello jamás sucedió. Pero entonces se preguntaba la causa de su confinamiento.

Era la primera vez que eso le ocurría, ni siquiera durante el servicio militar sufrió una humillación semejante. Fue un recluta ejemplar y había sido un buen policía durante muchos años. Ranquileo, le decía su Teniente, el uniforme debe ser tu único ideal, tienes que defenderlo y confiar en tus superiores. Así lo hizo siempre. El oficial le enseñó a conducir los vehículos de la Tenencia y lo convirtió en su chofer. A veces iban juntos a tomar unas cervezas y a visitar las putas de Los Riscos, como dos buenos amigos. Por eso se atrevió a contarle los ataques de su hermana, las piedras cayendo sobre el techo, el baile de las tazas y el desconcierto de los animales. Todo se lo dijo sin imaginar que iría con una docena de hombres armados a allanar la casa de sus padres y Evangelina lo pondría en ridículo, revolcándolo en el tierral del patio.

Ranquileo se sentía a gusto en su trabajo. Era un alma simple y le costaba tomar decisiones, prefería obedecer callado y le resultaba más fácil poner la responsabilidad de sus actos en manos ajenas. Tartamudeaba al hablar y se comía las uñas hasta la raíz, dejando sus dedos como muñones ensangrentados.

—Antes no me las comía —se disculpó ante Irene y Francisco.

En la ruda vida militar se sentía mucho más feliz que en la casa de sus padres. No deseaba regresar al campo. En las Fuerzas Armadas encontró una carrera, un destino y otra familia. Tenía resistencia de buey para los turnos, los más esforzados entrenamientos, las noches de guardia. Era buen camarada, capaz de ceder su ración a otro más hambriento y su cobija a otro con más frío. Aguantaba sin chistar las bromas pesadas, no perdía el buen humor, sonreía complaciente cuando se burlaban de su esqueleto de percherón y su abultada masculinidad. También se reían de su ansiedad por cumplir el trabajo, su respeto reverente por la sagrada institución militar, su sueño de dar la vida por la bandera, como un héroe. De pronto todo eso se desplomó. No sabía por qué se encontraba en esa celda, ni podía calcular el tiempo transcurrido. Su único contacto con el mundo exterior consistía en unas cuantas palabras susurradas por el hombre encargado de llevarle la comida. Un par de veces le regaló cigarrillos y le prometió una novela de vaqueros o unas revistas deportivas, aunque no tenía luz para leerlas. En esos días aprendió a vivir de murmullos, de esperanzas, de pequeños trucos para engañar el tedio. Alertando todos sus sentidos intentaba participar de la vida en el exterior; sin embargo, por momentos era tanta su soledad que se creía muerto. Escuchaba los ruidos de afuera, sabía cuándo cambiaban la guardia, contaba los vehículos entrando y saliendo del patio, afinó el oído para reconocer las voces y los pasos desfigurados por la distancia. Procuraba dormir para pasar el tiempo de prisa, pero la inactividad y la angustia le espantaron el sueño. Un hombre más pequeño habría podido estirarse y hacer algunos ejercicios en ese reducido espacio, pero Ranquileo estaba metido en una camisa de fuerza. Los piojos del colchón anidaron en su cabeza y se multiplicaron con rapidez. Las liendres le picaban en la axilas y el pubis obligándolo a rascarse hasta sangrar. Disponía de un balde para hacer sus necesidades y cuando se llenaba, la fetidez constituía su peor suplicio. Pensó que el Teniente Ramírez lo tenía a prueba. Tal vez quería confirmar su resistencia y el temple de su carácter antes de encargarle una misión especial, por eso no usó el recurso de apelación al cual tenía derecho en los tres primeros días. Trató de mantenerse calmado, no quebrarse, no llorar ni gritar como hacían casi todos los incomunicados. Quiso dar ejemplo de fortaleza física y moral, para que el oficial apreciara sus cualidades y demostrarle que aun en las situaciones más extremas no flaqueaba. Trataba de pasear en círculos para evitar los calambres y desentumecer los músculos, pero resultaba imposible porque su cabeza tocaba el techo y si estiraba los brazos golpeaba los muros. En esa celda habían confinado algunas veces hasta seis prisioneros, pero por muy pocos días, nunca tantos como llevaba él, y además no eran detenidos comunes, sino enemigos de la nación, agentes soviéticos, traidores, había dicho el Teniente con toda claridad. Habituado al ejercicio y al aire libre, esa forzada inmovilidad del cuerpo invadía también su mente, se mareaba, olvidaba nombres y lugares, veía sombras monstruosas. Para no enloquecer cantaba a media voz. Le complacía hacerlo, aunque en tiempos normales se lo impedía su timidez. A Evangelina le gustaba oírlo y permanecía en silencio, con los ojos cerrados, como si oyera voces de sirenas, cántame más, cántame más… Durante su cautiverio pudo pensar mucho en ella, recordar con precisión cada uno de sus gestos y la complicidad del deseo prohibido que compartieron desde niños. Echaba a volar la imaginación y ponía el rostro de su hermana al recuerdo de sus más atrevidas experiencias. Era ella quien se abría como una sandía madura, roja, jugosa, tibia, ella quien sudaba esa fragancia penetrante de mariscos, ella quien lo mordía, lo arañaba, lo chupaba, gemía, agonizaba de sofoco y de placer. Era en su carne compasiva donde se sumergía hasta perder el aliento y volverse esponja, medusa, estrella de altamar. Podía estar muchas horas acariciándose con el fantasma de Evangelina, pero siempre sobraban demasiadas. Entre esos muros el tiempo estaba detenido en un instante eterno. En algunos momentos llegó al límite de la locura y pensó estrellar la cabeza contra la pared hasta que el charco de sangre se deslizara por debajo de la puerta y alertara al guardia, a ver si al menos lo trasladaban a la enfermería. Una tarde estaba a punto de hacerlo, cuando apareció el Sargento Faustino Rivera. Abrió la trampa de la puerta de hierro, le pasó cigarrillos, fósforos, chocolate.

—Los muchachos te mandan saludos. Van a comprarte velas y revistas para entretenerte, están preocupados por ti y quieren hablar con el Teniente a ver si te levanta el castigo.

—¿Por qué me tienen aquí?

—No sé. Tal vez por tu hermana.

—Estoy bien jodido, Sargento.

—Así parece. Tu madre vino a preguntar por ti y también por Evangelina.

—¿Evangelina? ¿Qué pasa con ella?

—¿No lo sabes?

—¿Qué le pasa a mi hermana? —gritó Pradelio remeciendo la puerta como un enajenado.

—Yo no sé nada. No grites porque si me sorprenden aquí lo voy a pagar muy caro, Ranquileo. No te desesperes, soy tu pariente y voy a ayudarte. Volveré pronto —dijo el Sargento alejándose de prisa.

Ranquileo cayó al suelo y quien pasó por el patio pudo escuchar un llanto de hombre que remeció las conciencias durante horas. Sus amigos nombraron una comisión para interceder ante el oficial, pero no sacaron nada en limpio. El malestar cundió entre los guardias, murmuraban en los retretes, en los pasillos, en la sala de armas, pero el Teniente Juan de Dios Ramírez los ignoró. Entonces Faustino Rivera, el más advertido, decidió poner las cosas en su sitio. Un par de días más tarde aprovechó la complicidad de la noche y la ausencia temporal del oficial para acercarse a la celda de los incomunicados. El vigilante lo vio llegar, al punto adivinó sus intenciones y contribuyó haciéndose el dormido, porque también consideraba injusto ese castigo. Sin cuidarse de evitar el ruido o de ser visto, el Sargento tomó la llave que colgaba de un clavo en la pared y se dirigió a la puerta de hierro. Sacó a Ranquileo de su prisión, le pasó su ropa y su arma de reglamento con seis balas, lo condujo a la cocina y con su propia mano le sirvió doble ración de comida. Después le entregó un poco de dinero juntado por la tropa y fue a dejarlo lo más lejos posible en un jeep del cuartel. Quienes los vieron, miraron hacia otro lado y no quisieron saber los detalles. Un hombre tiene derecho a vengar a su hermana, dijeron.

Arrastrándose de noche y escondiéndose inmóvil en los campos durante el día, pasó Pradelio Ranquileo casi una semana, sin atreverse a pedir ayuda, porque imaginaba la rabia del Teniente al descubrir su fuga y sabía que los guardias no podrían desobedecer las órdenes de buscarlo por cielo y tierra. Agazapado en las sombras esperó hasta que la impaciencia y el hambre lo llevaron por fin a la casa de sus padres.

El Sargento Rivera había estado allí y le había contado a Digna lo mismo que a él, así es que no tuvieron necesidad de hablar de ello. La venganza es asunto de machos. Rivera le había dicho al despedirse que buscara a su hermana, pero en verdad quiso decir que la vengara, de eso estaba seguro Pradelio.

Tenía la certeza de su muerte. No disponía de pruebas, pero conocía a su superior lo bastante como para suponerlo.

—Me costará cumplir mi deber, porque si bajo de este cerro me matarán —dijo a Francisco e Irene en la gruta.

—¿Por qué?

—Guardo un secreto militar.

—Si quiere nuestra ayuda debe decirlo.

—Nunca lo diré.

Estaba muy agitado, transpiraba, se mordía las uñas, había en sus ojos un brillo despavorido, se pasaba las manos por la cara como si deseara espantar horrendos recuerdos. Sin duda tenía mucho más para decir, pero estaba atado por tremendos lazos de silencio. Balbuceó que sería mejor morir de una vez, pues no existía escapatoria para él. Irene intentó tranquilizarlo: no debía desesperarse, encontrarían la forma de ayudarlo, era cuestión de un poco de tiempo. Francisco vislumbraba en aquella historia varios aspectos oscuros y sentía una desconfianza instintiva; pero repasaba sus contactos buscando alguna solución para salvarle la vida.

—Si el Teniente Ramírez mató a mi hermana, yo sé dónde escondió su cuerpo —dijo Pradelio en el último instante—. ¿Conocen la mina abandonada de Los Riscos?

Se interrumpió bruscamente, arrepentido de lo dicho, sin embargo, por la expresión de su rostro y el tono de su voz, Francisco comprendió que no hablaba de una posibilidad, sino de una certidumbre. Les había dado una pista.

Era media tarde cuando se despidieron e iniciaron el descenso, dejando a Ranquileo abatido, mascullando ideas de muerte. Bajar el cerro resultó tan difícil como subirlo, especialmente para Irene, quien miraba el abismo estremecida, pero no se detuvo hasta llegar al sitio donde dejaron los caballos.

Allí respiró aliviada, miró hacia la cordillera y le pareció imposible haber trepado hasta esas cimas abruptas esfumadas en el color del cielo.

—Es suficiente por hoy. Volveré después con algunas herramientas para ver qué hay en esa mina —decidió Francisco.

—Y yo contigo —dijo Irene.

Se miraron y comprendieron que ambos aceptaban llegar al límite de esa aventura que podía conducirlos a la muerte y más allá.

Beatriz Alcántara avanzó taconeando con altanería sobre el pulido linóleo del aeropuerto, siguiendo al cargador que llevaba sus maletas azules. Vestía un traje escotado de lino color tomate y llevaba la melena recogida en la nuca, porque no le alcanzó el ánimo para un arreglo más esmerado. Dos grandes perlas barrocas en sus orejas resaltaban el tono de azúcar quemada de su piel y el brillo de sus ojos pardos iluminados por un nuevo bienestar. Varias horas de vuelo en un asiento incómodo, teniendo por vecina a una monja gallega no le quitaron la alegría de su último encuentro con Michel Se sentía otra mujer, rejuvenecida, liviana. El orgullo de quien se cree hermosa daba a su andar un ritmo insolente. A su paso se volvían los ojos de los hombres y ninguno sospechaba su verdadera edad. Todavía se podía escotar tranquila sin huellas delatoras en los pechos ni flacidez en los brazos, sus piernas tenían suaves contornos y la línea de la espalda mantenía su altivez. El soplo del mar había dado un aire festivo a su rostro, disimulando a pinceladas las finas arrugas de sus párpados y su boca. Sólo sus manos, manchadas y con surco a pesar de los ungüentos mágicos, delataban el paso del tiempo. Estaba satisfecha de su cuerpo. Lo consideraba obra suya y no de la naturaleza, porque era el producto acabado de su enorme fuerza de voluntad, el resultado de años de dieta, ejercicios, masajes, relajación yoga y avances de la cosmetología. En su maletín llevaba ampolletas de aceite para los senos, colágeno para el cuello, lociones y cremas de hormonas para el cutis, extracto de placenta y visón para el cabello, cápsulas de jalea real y polen de la eterna juventud, máquinas, cepillos y esponjas de crin para la elasticidad de sus tejidos. Es una pelea perdida, mamá, la edad es inexorable y lo único que puedes lograr es retrasar un poco las evidencias. ¿Vale la pena tanto esfuerzo? Cuando se tendía al sol en las arenas tibias de alguna playa tropical, sin más ropa que un triángulo de tela en el sexo y se comparaba con mujeres veinte, años menores, sonreía orgullosa. Sí, hija, vale la pena. A veces, al entrar en un salón, percibía el aire cargado de envidia y deseo, entonces sabía que sus afanes daban resultados. Pero era sobre todo en los brazos de Michel donde adquiría la certeza de que su cuerpo constituía un capital rentable, pues le proporcionaba el mayor deleite.

Michel encarnaba su lujo secreto, la confirmación de su propia estima, la causa de su más íntima vanidad. Era tanto menor que podía pasar por su hijo, alto, de anchas espaldas y angostas caderas de torero, el pelo desteñido por el exceso de sol, los ojos claros, un dulce acento al hablar y toda la sabiduría necesaria a la hora del amor. La vida ociosa, el deporte y la falta de ataduras imprimían una sonrisa perenne en su rostro y le daban una disposición juguetona para el placer.

Vegetariano, abstemio, enemigo del tabaco, carecía por completo de pretensiones intelectuales y obtenía sus mayores goces de las diversiones al aire libre y los encuentros amorosos.

Dulce, tierno, sencillo y siempre de buen humor, vivía en otra dimensión, como un arcángel caído a la tierra por error. Se ingeniaba para que su existencia transcurriera en eternas vacaciones. Se conocieron en una playa de cimbreantes palmeras y cuando se estrecharon para bailar la primera vez en la penumbra del hotel, comprendieron que era inevitable un encuentro más íntimo. Esa misma noche, Beatriz le abrió la puerta de su habitación sintiéndose como una adolescente. Estaba algo atemorizada porque temía que descubriera pequeños signos delatores de su edad escapados a su implacable vigilancia, pero Michel no le dio tiempo para esas inquietudes. Encendió la luz dispuesto a conocerla por completo, mientras la besaba con labios expertos y la despojaba de todos sus adornos: las perlas barrocas, las sortijas de brillantes, las pulseras de marfil, hasta dejarla desnuda y vulnerable. Entonces ella suspiró tranquila, porque en la expresión de los ojos de su amante tuvo la confirmación de su belleza. Olvidó el transcurso de los años, el desgaste de la lucha y el aburrimiento que otros hombres sembraron en su ánimo. Compartieron una alegre relación y no la llamaron amor.

La proximidad de Michel excitaba a Beatriz hasta el extremo de hacerla olvidar todas sus preocupaciones. Ese hombre tenía la facultad sobrenatural de borrar con sus besos a los ancianos decrépitos de La Voluntad de Dios, las extravagancias de su hija y las dificultades económicas. Junto a él sólo existía el presente. Aspiraba su aroma de animal joven, su limpio aliento, el sudor de su piel lisa, el rastro salobre de mar en su cabello. Palpaba su cuerpo, el vello áspero del pecho, la suavidad de sus mejillas recién afeitadas, la fuera de su abrazo, la firmeza renovada de su sexo. Nunca antes fue amada ni poseída así. La relación con su marido estuvo teñida de rencores acumulados y rechazos involuntarios y sus amantes ocasionales eran hombres mayores que suplían su falta de vigor con artes de simulación. No deseaba recordar sus cabellos ralos, sus cuerpos flácidos, sus olores pernicioso de tabaco y licor, sus penes esforzados, sus regalos mezquinos, sus promesas inútiles. Michel no mentía. Nunca le dijo te amo, sino me gustas, me siento bien a tu lado, quiero hacer el amor contigo. Era pródigo en la cama, ocupado de brindarle alegría, satisfacer sus caprichos, inventarle nuevas urgencias.

Michel representaba el lado oculto y más luminoso de su existencia. Era imposible compartir ese secreto, porque nadie habría comprendido su pasión por un hombre tanto menor. Podía imaginar los comentarios entre sus amistades: Beatriz perdió el juicio por un muchacho, un extranjero que seguramente la explota y la despojará de todo su dinero, debería sentir vergüenza a su edad. Nadie creería en la ternura y la risa compartidas, en su amistad, en que él jamás pedía nada y no aceptaba obsequios. Se reunían un par de veces al año en cualquier punto del mapa para vivir unos días de ilusión y regresar luego con el cuerpo agradecido y el alma alborozada. Beatriz Alcántara retomaba las riendas de su trabajo, asumía sus cargas y volvía a las relaciones elegantes con sus pretendientes habituales, viudos, divorciados, maridos infieles, seductores endémicos que la agasajaban con sus atenciones sin rozar su corazón.

Cruzó la puerta vidriada que separaba el sector restringido del aeropuerto y al otro lado vio a su hija confundida con la muchedumbre. La acompañaba ese fotógrafo que en los últimos meses no se separaba de ella, ¿cómo se llamaba? No pudo impedir una mueca de disgusto al ver a Irene tan descuidada en su apariencia. Al menos cuando usaba su ropa de gitana demostraba alguna originalidad, pero con esos pantalones arrugados y el cabello recogido en una cola parecía una maestra rural. Al acercarse advirtió otros signos inquietantes, pero no alcanzó a precisarlos. Había un aire de tristeza en sus ojos, un rictus ansioso en su boca, pero no pudo indagar más en el trajín de colocar las valijas en el automóvil y emprender el camino a casa.

—Traje ropa muy fina para tu ajuar, hija.

—Tal vez no llegue a usarla, mamá.

—¿Qué quieres decir? ¿Pasó algo con tu novio?

Beatriz observó a Francisco Leal de soslayo y estuvo a punto de lanzar un comentario mordaz, pero decidió callarse hasta el momento de estar a solas con Irene. Respiró a todo pulmón y luego exhaló el aire en seis tiempos, relajando los músculos del cuello y vaciando su espíritu de toda agresividad, para colocarse en sintonía positiva, como le enseñara su profesor de yoga. Tan pronto se sintió mejor pudo gozar del hermoso espectáculo de la ciudad en primavera, las calles limpias, las paredes recién pintadas, la gente cortés y disciplinada, eso había que agradecer a las autoridades, todo bajo control y muy bien vigilado. Observó los escaparates de las tiendas atiborradas de mercaderías exóticas nunca antes consumidas en el país, los lujosos edificios con piscinas rodeadas de palmeras enanas en las azoteas, caracoles de cemento albergando comercios de fantasía para los caprichos de los nuevos ricos y altas murallas ocultando la región de la pobreza, donde la vida transcurría fuera del orden del tiempo y las leyes de Dios.

Ante la imposibilidad de eliminar la miseria, se prohibió mencionarla. Las noticias de la prensa eran tranquilizadoras, vivían en un reino encantado. Eran completamente falsos los rumores de mujeres y niños asaltando panaderías impulsados por el hambre. Las malas nuevas provenían sólo del exterior, donde el mundo se debatía en problemas irremediables que no tocaban a la benemérita patria. Por las calles circulaban automóviles japoneses tan delicados que parecían desechables y las enormes motocicletas negras con tubos cromados de los ejecutivos, en todas las esquinas había avisos de publicidad ofreciendo departamentos exclusivos para gente especial, los viajes de Marco Polo a crédito y los últimos adelantos de la electrónica. Proliferaban los sitios de diversión con las luces encendidas y las puertas vigiladas hasta el toque de queda.

Se comentaba la opulencia, el milagro económico, los capitales extranjeros atraídos a raudales por las bondades del régimen. A los descontentos se les calificaba de antipatriotas pues la felicidad era obligatoria. Mediante una ley de segregación no escrita, pero conocida por todos, funcionaban dos países en el mismo territorio nacional, uno de la élite dorada y poderosa y otro de la masa marginada y silenciosa.

Es el costo social, determinaban los jóvenes economistas de la nueva escuela y así lo repetían los medios de comunicación.

El automóvil se detuvo en un semáforo y tres harapientas criaturas se aproximaron a limpiar el parabrisas, ofrecer estampas religiosas, paquetes de agujas o simplemente pedir limosna. Irene y Francisco intercambiaron una mirada, porque ambos estaban pensando lo mismo.

—Cada día hay más pobres —dijo Irene.

—¿Vas a comenzar también con esa cantinela? En todos lados hay mendigos. Lo que pasa es que aquí la gente no quiere trabajar, éste es un país de flojos —refutó Beatriz.

—No hay trabajo para todos, mamá.

—¿Qué quieres? ¿Qué no haya diferencia entre los pobres y la gente decente?

Irene se sonrojó sin atreverse a mirar a Francisco, pero su madre continuó imperturbable.

—Esta es una etapa de transición, pronto vendrán tiempos mejores. Al menos tenemos orden, ¿no? Por lo demás la democracia conduce al caos, así lo ha dicho mil veces el General.

Hicieron el resto del trayecto en silencio. Al llegar a la casa Francisco subió el equipaje al segundo piso, donde aguardaba Rosa con las luces encendidas. Agradecida por sus atenciones, Beatriz lo invitó a cenar con ellas. Era su primer gesto cordial y él aceptó de inmediato.

—Sirve la comida temprano, Rosa, porque tenemos una sorpresa en La Voluntad de Dios —dijo Irene.

A petición suya Beatriz había adquirido en el viaje pequeños regalos para los ancianos y el personal de servicio. Irene compró pasteles y preparó ponche de frutas para una celebración. Después de la cena bajaron al primer piso, donde los huéspedes esperaban vestidos con su mejor ropa, las cuida1doras lucían delantales almidonados y las primeras flores de la estación rebasaban los jarrones para dar la bienvenida a la patrona.

Josefina Bianchi, la actriz, anunció que los deleitaría con una representación teatral. Francisco captó un guiño de Irene, comprendió que participaba en el secreto y quiso retirarse antes de que fuera tarde, porque sufría con el ridículo ajeno, pero su amiga no le dio tiempo de improvisar una disculpa.

Lo obligó a tomar asiento junto a Rosa y su madre en las sillas de la terraza y desapareció con Josefina al interior de la casa.

Esperaron algunos minutos muy incómodos para Francisco.

Beatriz hacía comentarios banales sobre los sitios visitados en su viaje, mientras las cuidadoras ponían los asientos frente al ventanal del comedor. Los huéspedes se acomodaron arrebozados en chalecos y mantas, porque la edad avanzada hiela los huesos y ni siquiera la tibieza de una noche de primavera puede mitigar el frío senil. Se apagaron los focos del jardín, los acordes de una antigua sonata inundaron el aire y se desplazaron las cortinas. Por un instante Francisco vaciló entre el pudor que lo impulsaba a escapar y el hechizo de ese espectáculo inusitado. Ante sus ojos apareció un escenario bañado de luz, como un acuario en la oscuridad. El único mobiliario del amplio espacio vacío era un sillón de brocado amarillo junto a una lámpara de pedestal con pantalla de pergamino, que formaba un círculo de oro en el cual se destacaba una figura intacta del pasado, un espíritu decimonónico. Al principio no reconoció a Josefina Bianchi y creyó que era Irene, pues en aquel rostro se habían esfumado los estragos del tiempo. Languidez, seducción, armonía en cada uno de sus gestos.

Vestía un suntuoso ropaje de volantes plisados y encajes color marfil, desteñido, arrugado, pero aún espléndido a pesar de la ceniza de los años y la travesía por arcones y baúles. Desde la distancia se percibía el suave crujido de la seda. Más que sentada, la actriz parecía flotar con la ligereza de un insecto, desmayada, sensual, eternamente femenina. Y antes que Francisco alcanzara a reponerse de la sorpresa, calló la música en los parlantes y la Dama de las Camelias dejó oír su voz sin edad, entonces él perdió su resistencia y se abandonó a la magia de la representación. A sus oídos llegaba la tragedia de la cortesana, su largo lamento sin estridencias y por eso más conmovedor. Con una mano ella rechazaba al amado invisible y con el gesto de la otra lo llamaba, le suplicaba, su voz acariciaba. Los ancianos parecían inmovilizados en sus recuerdos, ausentes y silenciosos. Las empleadas desconcertadas por aquella mujer tan frágil y leve que un soplo podía transformar en polvo, sentían el pecho oprimido. Nadie pudo sustraerse al hechizo.

Francisco sintió en el hombro la mano de Irene, pero fue incapaz de volverse, seducido por el espectáculo. Cuando un acceso de tos, parte de la actuación o efecto de la decrepitud puso fin a las palabras de la inmortal enamorada, le ardían los ojos, a punto de llorar. Invadido por la melancolía, no pudo aplaudir con los demás. Dejó su silla y caminó hasta el fondo del jardín al lugar más sombrío, seguido por la perra trotando a sus pies. Desde allí observó el lento desplazamiento de los ancianos y sus cuidadoras que bebían ponche y abrían sus obsequios con dedos titubeantes, mientras Margarita Gautier, de golpe envejecida cien años, buscaba a su Armando Duval sosteniendo en una mano un abanico de plumas y en la otra un pastel de crema. Fantasmas que se deslizaban entre las sillas y vagaban por los senderos orillados de macrocarpa, el perfume intenso de los jazmines, el resplandor amarillo de las lámparas, todo contribuía a una sensación de ensueño. El aire de la noche parecía saturado de presagios.

Irene buscó a su amigo y al divisarlo se aproximó sonriendo. Entonces notó la expresión de su cara e intuyó las emociones que lo embargaban. Apoyó la frente en el pecho de Francisco y su cabello indómito le acarició la boca.

—¿Qué estás pensando?

El pensaba en sus padres. Dentro de algunos años alcanzarían la edad de los huéspedes de La Voluntad de Dios que como ellos, habían traído hijos al mundo y trabajado sin tregua para darles apoyo. Nunca soñaron terminar sus días y esperar la muerte atendidos por manos mercenarias. Los Leal vivían en tribu desde siempre, compartiendo pobreza, alegría sufrimiento y esperanza, ligados por lazos de sangre y de responsabilidad. Quedaban aún muchas familias así; tal vez los ancianos que esa noche presenciaron el acto de Josefina Bianchi no se diferenciaban de sus padres, sin embargo, estaban solos. Eran las víctimas olvidadas del viento que dispersó a las gentes en todas direcciones, los rezagados de la diáspora, los que quedaban atrás sin espacio propio, sin un sitio en los nuevos tiempos. No conservaban nietos cerca para cuidar o ver crecer, hijos para ayudar en la tarea de vivir, no tenían un jardín para plantar semillas ni un canario que cantara al atardecer. Su ocupación era evitar la muerte pensando siempre en ella, anticipándola, temiéndola.

Francisco juró para sus adentros que eso jamás ocurriría con sus padres. Repitió la promesa en voz alta con los labios ocultos en el cabello de Irene.