El primer día de sol evaporó la humedad acumulada en la tierra por los meses de invierno y calentó los frágiles huesos de los ancianos, que pudieron pasear por los senderos ortopédicos del jardín. Sólo el melancólico permaneció en su lecho, porque era inútil sacarlo al aire puro si sus ojos sólo veían sus propias pesadillas y sus oídos estaban sordos al tumulto de los pájaros. Josefina Bianchi, la actriz, vestida con el largo traje de seda que medio siglo antes usara para declamar a Chejov y llevando una sombrilla para proteger su cutis de porcelana trizada, avanzaba lentamente entre los macizos que pronto se cubrirían de flores y abejorros.
—Pobres muchachos —sonrió la octogenaria al percibir un temblor sutil en el no me olvides y adivinar allí la presencia de sus adoradores, aquellos que la amaban en el anonimato y se ocultaban en la vegetación para espiar su paso.
El Coronel se desplazó algunos centímetros apoyado en el corral de aluminio que servía de soporte a sus piernas de algodón. Para festejar la naciente primavera y saludar al pabellón nacional, como era preciso hacerlo todas las mañanas, se había colocado en el pecho las medallas de cartón y lata fabricadas por Irene para él. Cuando la agitación de sus pulmones se lo permitía, gritaba instrucciones a la tropa y ordenaba a los bisabuelos temblorosos apartarse del Campo de Marte, donde los infantes podían aplastarlos con su gallardo paso de desfile y sus botas de charol. La bandera ondeó en el aire como un invisible gallinazo cerca del alambre telefónico y sus soldados se cuadraron rígidos, la mirada al frente, redoble de tambores, voces viriles entonando el sagrado himno que sólo sus oídos escuchaban. Fue interrumpido por una enfermera en uniforme de batalla, silenciosa y solapada como usualmente son esas mujeres, provista de una servilleta para limpiarle la baba que descendía por las comisuras de sus labios y mojaba su camisa.
Quiso ofrecerle una condecoración o ascenderla de grado, pero ella dio media vuelta y lo dejó plantado con sus intenciones en el aire, después de advertirle que si se ensuciaba en los calzones le daría tres nalgadas, porque estaba harta de limpiar caca ajena. ¿De quién habla esta insensata?, se preguntó el Coronel deduciendo que sin duda se refería a la viuda más rica del reino. Solo ella usaba pañales en el campamento a causa de una herida de cañón que hizo polvo su sistema digestivo y la tumbó para siempre en una silla de ruedas, pero ni aun por eso era respetada. Al menor descuido le hurtaban sus horquillas y sus cintas, el mundo está lleno de bellacos y truhanes.
—¡Ladrones! ¡Me robaron mis zapatillas! —gritó la viuda.
—Cállese, abuela, que pueden oírla los vecinos —le ordenó la cuidadora moviendo la silla para ponerla al sol.
La inválida siguió lanzando acusaciones hasta quedar sin aire y tuvo que callarse para no morir, pero le quedaron fuerzas para señalar con un dedo artrítico al sátiro que se abría furtivamente la bragueta para mostrar su lastimoso pene a las señoras. Ninguna se preocupaba por eso, excepto una menuda dama vestida de luto, quien observaba aquel higo seco con cierta ternura. Estaba enamorada de su dueño y por las noches dejaba abierta la puerta de su habitación para decidirlo.
—¡Ramera! —masculló la viuda acaudalada, pero no pudo evitar una sonrisa, porque de súbito recordó los tiempos más lejanos, cuando aún tenía marido y él pagaba con morocotas de oro el privilegio de ser acogido entre sus gruesos muslos, lo cual ocurría con bastante frecuencia. Llegó a tener una bolsa llena, tan pesada que ningún marinero podía echársela al hombro.
—¿Dónde están mis monedas de oro?
—¿De qué está hablando, abuela? —respondió distraída la empleada tras la silla de ruedas.
—¡Tú me las robaste! ¡Llamaré a la policía!
—No fastidie, vieja —replicó la otra sin alterarse.
Al hemipléjico lo habían acomodado en un banco con sus piernas arropadas en un chal, sereno y digno a pesar de la deformidad de su media cara, la mano inútil en el bolsillo y la pipa vacía en la otra, con su británica elegancia de chaqueta parchada con cuero en los codos. Esperaba el correo, por eso exigió que lo sentaran frente al portón, para ver entrar a Irene y saber a la primera mirada si traía carta para él.
A su lado tomaba el sol un anciano triste con el cual no hablaba porque eran enemigos, aunque ambos habían olvidado la causa de la discordia. Por error, a veces se dirigían la palabra sin recibir respuesta, más por sordera que por hostilidad.
En el balcón del segundo piso, donde la trinitaria aún no producía hojas ni flores, asomó Beatriz Alcántara de Beltrán. Vestía pantalón de gamuza color arveja y blusa francesa del mismo tono, haciendo juego con la sombra de sus párpados y su anillo de malaquita, maquillada para la mañana, fresca y tranquila después de su sesión de ejercicios orientales para relajar las tensiones y olvidar los sueños de la noche, con un vaso de jugo de frutas en la mano para mejorar la digestión y aclarar la piel. Respiró profundamente notando la nueva tibieza del aire y calculó los días que faltaban para su viaje de vacaciones. El invierno había sido muy duro y ella había perdido el bronceado. Observó con severidad el jardín a sus pies, embellecido por el despunte de la primavera, pero ignoró la luz en las piedras del muro y la fragancia de la tierra mojada. La hiedra perenne había sobrevivido a las últimas heladas, las tejas brillaban todavía con el rocío de la noche y el pabellón de los huéspedes, con sus artesonados y postigos de madera, lucía desteñido y triste. Decidió que haría pintar la casa. Sus ojos contaban a los ancianos y revisaban los menores detalles para asegurarse del cumplimiento de sus órdenes. Ninguno faltaba, excepto aquel infeliz depresivo que permanecía en su cama más muerto de pena que vivo. Se fijó también en las cuidadoras, notando los delantales limpios y planchados, los cabellos recogidos y las zapatillas de goma. Sonrió satisfecha, pues todo funcionaba bien y había pasado el peligro de las lluvias con su séquito de epidemias, sin arrebatarle a ningún cliente. Con algo de suerte tendría la renta asegurada por unos meses más, puesto que incluso el enfermo postrado podría sobrevivir todo el verano.
Desde su observatorio, Beatriz divisó a su hija Irene entrando al jardín de La Voluntad de Dios. Comprobó con fastidio que no utilizaba la puerta lateral de acceso al patio privado y a la escalera de la residencia del segundo piso, donde habían instalado su vivienda. Hizo construir especialmente una entrada separada para no pasar por el hogar geriátrico cuando llegaba o salía de su casa, porque la decrepitud la deprimía y prefería vigilarla de lejos. Su hija, en cambio, no perdía ocasión de visitar a los huéspedes como si sintiera placer en su compañía. Parecía haber descubierto un lenguaje para vencer la sordera y la mala memoria. Ahora circulaba entre ellos repartiendo golosinas blandas en consideración a las dentaduras postizas. La vio aproximarse al hemipléjico, mostrarle una carta, ayudarlo a abrirla porque él no podía hacerlo con su única mano inválida y permanecer a su lado cuchicheando. Después la muchacha dio un breve paseo con el otro caballero anciano y aunque desde el balcón la madre no oía sus palabras, supuso que hablaban del hijo, la nuera y el bebé, único tema que a él le interesaba. Irene dedicó a cada uno una sonrisa, una caricia, unos minutos de su tiempo, mientras Beatriz pensaba en el balcón que nunca acabaría de entender a esa joven estrafalaria con quien tenía tan poco en común. De pronto el abuelo erótico se acercó a Irene y le colocó ambas manos sobre los senos, oprimiéndolos con más curiosidad que lascivia. Ella se detuvo inmovilizada por unos instantes interminables para su madre, hasta que una de las cuidadoras se dio cuenta de la situación y corrió a intervenir. Pero Irene la detuvo con un gesto.
—Déjelo. No le hace mal a nadie —sonrió.
Beatriz abandonó su puesto de observación mordiéndose los labios. Se dirigió a la cocina donde Rosa, la empleada, picaba las verduras para el almuerzo arrullada por la novela de la radio. Tenía la cara redonda, morena, sin edad, vasto el regazo, muelle la barriga, enormes los muslos. Era tan gorda que no podía cruzar las piernas ni rascarse sola la espalda. ¿Cómo te limpias el trasero, Rosa?, le preguntaba Irene cuando pequeña, maravillada ante esa mole acogedora que cada año aumentaba un kilo. ¡Qué ideas tienes, criatura! La gordura es parte de la hermosura, replicaba Rosa inmutable, fiel a su costumbre de hablar en proverbios.
—Me preocupa Irene —dijo la patrona sentándose en un taburete y sorbiendo lentamente su jugo de frutas.
Rosa nada respondió, pero apagó la radio invitándola a las confidencias, la señora suspiró, tengo que hablar con mi hija, no sé en qué diablos anda metida, ni quiénes son esos pinganillas que la acompañan. ¿Por qué no va al Club a jugar tenis y de paso conoce a jóvenes de su misma clase? Con la disculpa de su trabajo hace lo que le da la gana, el periodismo siempre me ha parecido un asunto sospechoso, propio de gente de medio pelo; si su novio supiera las cosas que se le ocurren a Irene, no lo aguantaría, porque la futura esposa de un oficial del Ejército no puede darse esos lujos ¿cuántas veces se lo habré dicho? Y no me digan que cuidar la reputación está pasado de moda, los tiempos cambian, pero no tanto. Por otra parte, Rosa, ahora los militares pertenecen a la mejor sociedad, no son como antes. Estoy cansada de las extravagancias de Irene, tengo muchas preocupaciones, mi vida no es fácil, tú lo sabes de sobra. Desde que Eusebio se esfumó dejándome con las cuentas bancarias bloqueadas y un tren de gastos digno de una embajada, debo hacer milagros para flotar en un nivel decente; pero todo es muy difícil, los viejos son una carga, al final de cuentas creo que producen más gasto y cansancio que beneficio, cuesta mucho hacerles pagar la renta, sobre todo a esa maldita viuda, siempre atrasada con su mensualidad. Este negocio no ha resultado ninguna maravilla. No tengo ánimo para andar detrás de mi hija vigilando que se ponga una crema en la cara y se vista como Dios manda para no espantar al novio. Ya está en edad de cuidarse sola, ¿no te parece? Mírame a mí, si no fuera por mi propia tenacidad ¿cómo me vería? Estaría como tantas de mis amigas, con un mapa de surcos y patas de gallo en la cara, con rollos y bolsas por todas partes. En cambio conservo el talle de los veinte y la piel lisa. No, nadie puede decir que yo tenga una existencia ociosa, al contrario, los sobresaltos me están matando.
—Usted anda con la cara en gloria y el culo en pena, señora.
—¿Por qué no hablas con mi hija, Rosa? Creo que a ti te hace más caso que a mí.
Rosa dejó el cuchillo sobre la mesa y observó a su patrona sin simpatía. Por principio estaba siempre en desacuerdo con ella, sobre todo en lo concerniente a Irene. No aceptaba críticas a su niña, sin embargo admitió que en este caso la madre tenía razón. También a ella le gustaría verla ataviada con vaporoso velo y flores virginales, saliendo del brazo del capitán Gustavo Morante por la puerta de la iglesia entre dos filas de sables alzados, pero su conocimiento del mundo —adquirido a través de las novelas de la radio y la televisión— le indicaban cuánto se sufre en esta vida y cuántas peripecias es preciso soportar antes de alcanzar un final feliz.
—Mejor déjela en paz, señora. El que nace chicharra muere cantando. Además Irene no tendrá larga vida, eso se le nota en los ojos distraídos.
—¡Mujer, por Dios! ¡Qué tonterías dices!
Irene entró a la cocina envuelta en un remolino de amplias faldas de algodón y cabellos bravos. Besó a las dos mujeres en las mejillas y abrió la nevera para husmear en el interior.
Su madre estuvo a punto de soltarle un discurso improvisado, pero en un instante de lucidez comprendió que toda palabra era inútil, pues esa joven con una huella de dedos en su seno izquierdo estaba tan lejos de ella como un astrónomo.
—Empezó la primavera, Rosa, pronto florecerá el nomeolvides —dijo Irene con un guiño de complicidad que la otra supo interpretar, pues ambas estaban pensando en el recién nacido que cayó del tragaluz.
—¿Qué hay de nuevo? —preguntó Beatriz.
—Tengo que hacer un reportaje, mamá. Voy a entrevistar a una especie de santa. Dicen que hace milagros.
—¿Qué clase de milagros?
—Quita verrugas, cura el insomnio y el hipo, reconforta la desesperanza y hace llover —rió ella.
Beatriz suspiró sin dar muestras de apreciar el humor de su hija. Rosa volvió a la tarea de picar zanahorias y sufrir con la novela de la radio, mientras mascullaba que cuando hay santos vivos los santos muertos no hacen milagros. Irene partió a cambiarse de ropa y buscar su grabadora a la espera de Francisco Leal, quien siempre la acompañaba en su trabajo para tomar las fotografías.
Digna Ranquileo observó el campo y notó los signos anunciando el cambio de la estación.
—Pronto entrarán en celo los animales y se irá Hipólito con el circo —murmuró entre dos oraciones.
Tenía el hábito de hablar con Dios. Ese día, mientras se afanaba con el desayuno, se perdía en largos rezos y confesiones. Sus hijos le dijeron muchas veces que esa costumbre evangélica provocaba la burla de todo el mundo. ¿No podía hacerlo en silencio y sin mover los labios? Ella no les hacía caso. Sentía al Señor como una presencia física en su vida, más próxima y útil que su marido, a quien sólo veía durante el invierno. Procuraba solicitarle pocos favores, porque había comprobado que las peticiones acaban por fastidiar a los seres celestiales. Se limitaba a pedir consejo en sus infinitas dudas y perdón por los pecados propios y ajenos, agradeciendo de paso cualquier pequeño acontecimiento beneficioso: paró la lluvia, pasó la fiebre de Jacinto, maduraron los tomates en el huerto. Sin embargo, desde hacía algunas semanas importunaba a menudo al Redentor clamando por Evangelina.
—Cúrala —rogaba esa mañana mientras atizaba el fuego de la cocina y acomodaba cuatro ladrillos para sostener la parrilla sobre los leños encendidos—. Cúrala, mi Dios, antes que se la lleven al manicomio.
Nunca, ni siquiera ante la procesión de suplicantes rogando por un milagro, pensó que los ataques de su hija eran síntomas de santidad. Menos aún creía en demonios provocadores, como aseguraban las comadres deslenguadas después de ver una película sobre exorcismos en el pueblo, donde la espuma en la boca y los ojos perdidos eran signos de Satanás.
Su sentido común, el contacto con la naturaleza y su larga experiencia de madre de muchos hijos, le permitían deducir que aquello era una enfermedad física y mental, sin nada maléfico o divino. Lo atribuía a las vacunas de la infancia o a la llegada de la menstruación. Siempre se opuso al Servicio de Salud, que iba de casa en casa atrapando a los niños escondidos entre las matas del huerto y bajo las camas. Aunque patalearan y ella jurara que ya habían sido tratados, de todos modos les daban caza y los inyectaban sin piedad. Estaba segura que esos líquidos se acumulaban en la sangre provocando alteraciones del organismo. Por otra parte, la menstruación era un acontecimiento natural en la vida de toda mujer, pero a algunas les calentaba los humores y les ponía ideas perversas en la mente. Cualquiera de esas dos cosas podía ser la causa del terrible mal, pero de algo estaba cierta: su hija se debilitaría, como ocurre con las peores enfermedades, y si no sanaba en un plazo prudente, acabaría desquiciada o en la tumba.
Otros hijos suyos murieron en la niñez atacados por epidemias o sorprendidos por accidentes irremediables. Así sucedía en todas las familias. Si la criatura era pequeña no la lloraban, porque se elevaba directamente a las nubes con los ángeles, donde intercedía por los rezagados en la tierra. Pero perder a Evangelina le resultaba más doloroso, ya que debía responder por ella ante su verdadera madre. No quería dar la impresión de haberla descuidado, porque la gente murmuraría a sus espaldas.
En su casa, Digna era la primera en levantarse y la última en ir a la cama. Con el canto del gallo ya estaba en la cocina acomodando la leña sobre las brasas aún tibias de la noche anterior. Desde el momento en que ponía a hervir el agua para el desayuno, no volvía a sentarse, siempre ocupada con los niños, el lavado, la comida, el huerto, los animales. Sus jornadas eran todas iguales, como un rosario de cuentas idénticas determinando su existencia. No conocía el descanso y las únicas veces que guardó reposo fue cuando dio a luz a otro hijo. Su vida estaba hecha de rutinas encadenadas sin variantes, salvo aquellas marcadas por las estaciones. Sólo existía trabajo y cansancio para ella. El momento más apacible del día era al atardecer, cuando tomaba la costura acompañada por una radio a pilas y se transportaba a un universo lejano del cual poco entendía. Su destino no parecía mejor ni peor que otros. A veces concluía que era mujer de suerte, porque al menos Hipólito no se comportaba como un campesino bruto, trabajaba en el circo, era un artista, corría caminos, veía mundo y a su vuelta narraba hechos asombrosos. Se toma sus tragos de vino, no lo niego, pero en el fondo es bueno, pensaba Digna. Era grande su desamparo en la época de preparar los potreros, sembrar, cosechar, pero ese marido transhumante tenía cualidades que compensaban. Sólo borracho se atrevía a pegarle y sólo si Pradelio, el hijo mayor, no andaba cerca, porque delante del muchacho Hipólito Ranquileo no le levantaba la mano. Gozaba de mayor libertad que otras mujeres, visitaba a las comadres sin pedir permiso, podía asistir a los servicios religiosos de la Verdadera Iglesia Evangélica y había criado a sus hijos conforme a su moral. Estaba acostumbrada a tomar decisiones y solamente en invierno, cuando él regresaba al hogar, ella inclinaba la cabeza, bajaba la voz y lo consultaba antes de actuar, por respeto. Pero también esa temporada tenía sus ventajas, aunque a menudo la lluvia y la pobreza parecían eternizarse sobre la tierra. Era un periodo de reposo, descansaban los campos, los días parecían más cortos, amanecía más tarde. Se acostaban a las cinco para ahorrar velas y en la tibieza de las mantas se podía apreciar cuánto vale un hombre.
Gracias a su profesión de artista, Hipólito no participó en los sindicatos agrícolas ni en otras novedades del gobierno anterior, de modo que cuando todo volvió a ser como en tiempos de los abuelos, lo dejaron en paz y no hubo nada funesto que lamentar. Hija y nieta de campesinos, Digna era prudente y desconfiada. Nunca creyó en las palabras de los asesores y supo desde el comienzo que la reforma agraria acabaría mal. Siempre lo dijo, pero nadie le prestó atención. Su familia tuvo más suerte que los Flores, los verdaderos padres de Evangelina, y que muchos otros trabajadores de la tierra que dejaron las esperanzas y el pellejo en esa aventura de promesas y confusiones.
Hipólito Ranquileo tenía virtudes de buen marido, era tranquilo, nada revoltoso o violento, ella no le conocía otras mujeres ni vicios mayores. Cada año traía algo de dinero al hogar, además de algún regalo a menudo inservible, pero siempre bienvenido, porque lo importante es la intención. Tenía un carácter galante. Nunca se le quitó esa virtud como otros hombres que apenas se casan tratan a su mujer como a las bestias, decía Digna, por eso ella le dio hijos con alegría y hasta con cierto placer. Al pensar en sus caricias se ruborizaba. Su marido nunca la vio desnuda, el pudor es lo primero, sostenía, pero eso no le restaba encanto a su intimidad. Se enamoró de las cosas lindas que él sabía decir y decidió ser su esposa ante Dios y el Registro Civil, por eso no lo dejó tocarla y llegó virgen al matrimonio, tal como deseaba que hicieran sus hijas, así las respetarían y nadie podría criticarlas por livianas de cascos; pero aquellos eran otros tiempos y ahora resulta cada vez más difícil cuidar a las muchachas, una vuelve la cara y se van al río, las mando al pueblo a comprar azúcar y se pierden por horas, me preocupo de vestirlas con decencia, pero ellas se arremangan las faldas, se abren los botones de la blusa y se colorean la cara. Ay, Señor, ayúdame a criarlas hasta el matrimonio y entonces podré descansar, no vaya a repetirse la desgracia de la mayor, perdónala, era muy joven y casi no se dio cuenta de lo que hacía, fue tan rápido para la pobrecita, ni tiempo le dio de acostarse como los humanos, lo hizo de pie contra el sauce del fondo como los perros; cuida de las otras niñas para que no venga un fresco a sobrepasarse con ellas, porque esta vez el Pradelio lo mata y caería la desgracia en esta casa; con el Jacinto ya tuve mi parte de vergüenza y sufrimiento, pobre niño, él no tiene la culpa de su mancha.
Jacinto, el menor de la familia, era en realidad su nieto fruto bastardo de su hija mayor y un forastero que llegó en otoño a pedir que lo dejaran pasar la noche en la cocina. Tuvo el buen tino de nacer cuando Hipólito recorría los pueblos con el circo y Pradelio cumplía con el servicio militar. Así las cosas, no hubo un hombre para tomar venganza, como era debido. Digna supo lo que debía hacer: arropó al recién nacido, lo alimentó con leche de yegua y mandó a la madre a la ciudad a emplearse como sirvienta. Al volver los hombres el hecho estaba consumado y debieron aceptarlo. Después se acostumbraron a la presencia de la criatura y acabaron tratándola como un hijo más. No fue el único ajeno criado en el hogar de los Ranquileo, antes de Jacinto otros fueron acogidos: huérfanos perdidos que alguna vez golpearon su puerta. Con el transcurso de los años olvidaron el parentesco y sólo quedó la costumbre y el cariño.
Como cada mañana cuando el alba asomaba detrás de los montes, Digna llenó el mate con la yerba para su marido y colocó su silla en el rincón cercano a la puerta, donde el aire corría más puro. Quemó unos terrones de azúcar y distribuyó dos en cada tazón de lata para preparar la infusión de poleo para los hijos mayores. Humedeció el pan del día anterior y lo puso sobre las brasas, coló la leche de los niños y en una sartén de hierro, negro por el uso, mezcló un revoltillo de huevos y cebolla.
Quince años habían transcurrido desde el día en que Evangelina nació en el hospital de Los Riscos, pero Digna podía recordarlo como si hubiera ocurrido recién. Habiendo parido tantas veces, dio a luz con rapidez y, tal como siempre hacia, se alzó sobre los codos para ver salir al bebé de su vientre, comprobando la semejanza con sus otros hijos: el pelo tieso y oscuro del padre y la piel blanca de la cual ella se sentía orgullosa. Por eso, cuando le llevaron una criatura envuelta en trapos y notó una pelusa rubia cubriendo su cráneo casi calvo, supo sin lugar a dudas que no era la suya. Su primer impulso fue rechazarla y protestar, pero la enfermera tenía prisa, se negó a escuchar razones, le puso el bulto en los brazos y se fué, la niña empezó a llorar y Digna, con un gesto antiguo como la historia, abrió su camisón y se la puso al pecho, mientras comentaba con sus vecinas en la sala común de la maternidad, que seguramente había un error: ésa no era su hija. Al terminar de amamantarla, se levantó con alguna dificultad y fue a explicar el problema a la matrona del piso, pero ésta le respondió que estaba equivocada, nunca había sucedido algo así en el hospital, atentaba contra el reglamento eso de andar cambiando a los niños. Agregó que seguramente estaba mal de los nervios y sin más trámite le inyectó un líquido en el brazo. Luego la envió de regreso a su cama. Horas después Digna Ranquileo despertó con la bulla de otra parturienta en el extremo opuesto de la sala.
—¡Me cambiaron a la niña! —gritaba.
Alarmados por el escándalo acudieron enfermeras, médicos y hasta el director del hospital. Digna aprovechó para plantear también su problema en la forma más delicada posible, porque no deseaba ofender. Explicó que había traído al mundo a una criatura morena y le entregaron otra de pelo amarillo sin el menor parecido con sus hijos. ¿Qué pensaría su marido al verla?
El director del establecimiento se indignó: ignorantes, desconsideradas, en vez de agradecer que las atiendan me arman un alboroto. Las dos mujeres optaron por callarse y esperar una mejor ocasión. Digna estaba arrepentida de haber ido al hospital y se acusaba de lo ocurrido. Hasta entonces todos sus hijos nacieron en la casa, con ayuda de Mamita Encarnación, quien controlaba el embarazo desde los primeros meses y aparecía la víspera del alumbramiento, quedándose hasta que la madre pudiera ocuparse de sus quehaceres. Llegaba con sus yerbas para parir rápido, sus tijeras benditas por el obispo, sus trapos limpios y hervidos, sus compresas cicatrizantes, sus bálsamos para los pezones, las estrías y los desgarros, su hilo de coser y su incuestionable sabiduría. Mientras preparaba el ambiente para la criatura en camino, charlaba sin cesar entreteniendo a la enferma con los chismes locales y otras historias de su invención, cuya finalidad era hacer el tiempo más corto y el sufrimiento menor. Esa mujer pequeña, ágil, envuelta en un aroma inmutable de humo y espliego, ayudaba a nacer a casi todos los críos de la zona desde hacía más de veinte años.
Nada exigía por sus servicios, pero vivía de su oficio, porque los agradecidos pasaban frente a su rancho dejando huevos, fruta, leña, aves, una liebre o una perdiz de la última cacería.
Aun en los peores tiempos de miseria, cuando se arruinaban las cosechas y se secaba el vientre de las bestias, no faltaba lo necesario en el hogar de Mamita Encarnación. Conocía todos los secretos de la naturaleza en torno al hecho de nacer y también algunos infalibles sistemas para abortar con yerbas o cabo de vela, que sólo usaba en casos de reconocida justicia. Si fallaban sus conocimientos, empleaba su intuición.
Cuando al fin la criatura se abría paso hasta la luz, cortaba el cordón umbilical con las tijeras milagrosas para darle fuerza y salud, en seguida la revisaba de pies a cabeza para cerciorarse de que nada extraño aparecía en su constitución. Si descubría una falla, anticipo de una vida de sufrimiento o de una carga para los demás, abandonaba al recién nacido a su suerte, pero si todo estaba en el orden de Dios, daba gracias al cielo y procedía a iniciarlo en el trajín de la vida con un par de palmadas. A la madre daba borraja para expulsar la sangre negra y los malos humores, aceite de ricino para limpiar la tripa y cerveza con yemas crudas para garantizar abundancia de leche. Se quedaba tres o cuatro días a cargo de la casa, cocinaba, barría, servía la comida a la familia y se ocupaba de la parvada de niños. Así había sido en todos los partos de Digna Ranquileo, pero cuando nació Evangelina la comadrona estaba en la cárcel por ejercicio ilegal de la medicina y no pudo atenderla. Por esa razón y no por otra, Digna acudió al hospital de Los Riscos, donde se sintió tratada peor que un condenado. Al entrar le pusieron un parche con un número en la muñeca, le afeitaron sus partes pudorosas, la bañaron con agua fría y desinfectante, sin considerar la posibilidad de secarle la leche para siempre y la colocaron en una cama sin sábanas con otra mujer en sus mismas condiciones. Después de hurgar sin pedirle permiso en todos los orificios de su cuerpo, la hicieron dar a luz debajo de una lámpara a la vista de quien quisiera curiosear. Todo lo soportó sin un suspiro, pero cuando salió de allí con una hija que no era la suya en los brazos y sus vergüenzas pintadas de rojo como una bandera, juró no volver a poner los pies en un hospital en los días de su vida.
Digna terminó de freír el revoltillo de huevos con cebolla y llamó a la familia a la cocina. Cada uno apareció con su silla.
Cuando los niños empezaban a caminar, ella les asignaba un asiento propio, íntimo e inviolable, única posesión en la pobreza comunitaria de los Ranquileo. Incluso la cama se compartía y la ropa se guardaba en grandes canastos de mimbre donde cada mañana la familia retiraba lo necesario. Nada tenía dueño.
Hipólito Ranquileo sorbía su mate ruidosamente y masticaba el pan con lentitud, debido a los dientes ausentes y a otros que bailaban en sus encías. Parecía sano, aunque nunca se vio fuerte, pero ahora estaba envejeciendo, los años se dejaron caer de golpe sobre él. Su mujer lo atribuía a la vida errante del circo, siempre deambulando sin rumbo fijo, comiendo mal, pintándose la cara con esos impúdicos mejunjes permitidos por Dios a las perdidas de la calle, pero dañinos para una persona decente. En pocos años el gallardo mozo que aceptó por novio se convirtió en ese hombrecito encogido con un rostro acartonado a fuerza de hacer morisquetas, donde la nariz parecía un porrón, que tosía demasiado y se quedaba dormido en la mitad de una conversación. Durante los meses de frío y de forzada inactividad solía divertir a los niños vistiendo sus atuendos de payaso. Bajo la máscara blanca y la enorme boca roja abierta en una risotada perenne, su mujer veía los surcos del cansancio. Como ya estaba algo decrépito, le resultaba cada vez más difícil conseguir trabajo y ella cultivaba la esperanza de verlo afincado en el campo y ayudándola en las faenas. Ahora se imponía el progreso a la fuerza y las nuevas disposiciones pesaban como fardos en los hombros de Digna. También los campesinos debían adecuarse a la economía de mercado. La tierra y sus productos entraban en competencia libre, cada uno prosperaba de acuerdo a su rendimiento, iniciativa y eficiencia empresarial y hasta los indios iletrados sufrían el mismo destino, con grandes ventajas para quienes poseían dinero, pues podían comprar por unos centavos o alquilar por noventa y nueve años las propiedades de los agricultores pobres, como los Ranquileo. Pero ella no deseaba abandonar el lugar donde nació y crió a sus hijos para habitar uno de los novedosos villorrios agrícolas. Allí los patrones recogían cada mañana la mano de obra necesaria ahorrándose problemas con los inquilinos. Eso representaba la pobreza dentro de la pobreza. Ella quería que su familia trabajara las seis cuadras de su herencia, pero cada vez resultaba más difícil defenderse de las grandes empresas, especialmente sin el respaldo de un hombre para ayudarla en tantas penalidades.
Digna Ranquileo sintió compasión por su marido. Para él reservaba la mejor porción de cazuela, los huevos más grandes, la lana más suave para tejer sus chalecos y calcetas. Le preparaba yerbas para los riñones, para despejar las ideas, para aclarar la sangre y ayudar al sueño, pero era evidente que a pesar de sus cuidados Hipólito envejecía. En ese momento dos niños peleaban por los restos del revoltillo y él los observaba indiferente. En tiempos normales habría intervenido a manotazos para separarlos, pero ahora sólo tenía ojos para Evangelina, la seguía con la mirada como si temiera verla transformada en un monstruo similar a los del circo. A esa hora la muchacha era uno más del montón de chiquillos friolentos y despeinados. Nada en su aspecto anunciaba lo que sucedería dentro de algunas horas, exactamente al mediodía.
—Cúrala, Dios mío —repitió Digna cubriéndose la cara con el delantal para que no la vieran hablando sola.
La mañana se anunciaba tan mansa, que Hilda sugirió tomar el desayuno en la cocina abrigada sólo por la tibieza de las hornillas, pero su marido le recordó que no podía descuidarse con los resfríos, pues de niña padeció de los pulmones. Según el calendario era invierno todavía, pero por el color de las madrugadas y el canto de las alondras se adivinaba la llegada de la primavera. Debían ahorrar combustible. Eran tiempos de carestía, pero en consideración a la fragilidad de su mujer, el Profesor Leal insistía en encender la estufa a kerosén. El viejo artefacto circulaba por las habitaciones de día y de noche acompañando el tránsito de quienes allí vivían.
Mientras Hilda ordenaba los chales, el Profesor Leal con abrigo, bufanda y pantuflas, se asomó al patio para colocar granos en los comederos y agua fresca en los tiestos. Notó los minúsculos brotes en el árbol y calculó que dentro de poco las ramas se llenarían de hojas, como una verde ciudadela para albergar a los pájaros migratorios. Le gustaba verlos volar libremente tanto como odiaba las jaulas, porque consideraba imperdonable aprisionarlos solo para darse el lujo de tenerlos ante la vista. También en los detalles era consecuente con sus principios anarquistas: si la libertad es el primer derecho del hombre, con mayor razón debía serlo de aquellas criaturas nacidas con alas en los costados.
Su hijo Francisco lo llamó desde la cocina anunciando que el té estaba servido y que José había llegado de visita. El Profesor apresuro el paso, porque no era usual recibirlo tan temprano un día sábado, requerido siempre por su inacabable tarea de socorrer al prójimo. Lo vio sentado ante la mesa y notó por primera vez que empezaba perder pelo en la nuca.
—¿Qué hay, hijo? ¿Pasa algo? —preguntó dándole una palmada en el hombro.
—Nada, viejo. Tengo ganas de tomar un desayuno decente preparado por mamá.
Era el más fornido y tosco de la familia, el único sin los huesos largos y la nariz aguileña de los Leal. Parecía un pescador y nada en su apariencia delataba la delicadeza de su alma. Entró al Seminario tan pronto salió del liceo, la decisión no sorprendió a nadie, excepto a su padre, porque desde niño tuvo actitudes de jesuita y pasó la infancia disfrazándose de obispo con las toallas del baño y jugando a decir misa. No había explicación para esas inclinaciones, porque en su casa nadie practicaba abiertamente la religión y su madre aunque se confesaba católica, no iba a misa desde que se casó. El consuelo del Profesor Leal ante la decisión de su hijo, era que no usaba sotana sino braga de obrero, no vivía en un convento sino en una población proletaria y estaba más cerca de los trágicos sobresaltos de este mundo que de los misterios eucarísticos. José vestía un pantalón heredado de su hermano mayor, una camisa desteñida y un chaleco de gruesa lana tejido por su madre. Tenía las manos callosas por las herramientas de plomero con que sufragaba los gastos de su asistencia.
—Estoy organizando unos cursillos de cristiandad —dijo en tono socarrón.
—Ya veo —respondió Francisco con conocimiento de causa, porque trabajaban juntos en un consultorio gratuito de la parroquia y estaba informado de las actividades de su hermano.
—Ay, José, no te metas en política —suplicó Hilda—. ¿Quieres ir preso de nuevo, hijo?
La última preocupación de José Leal era su propia seguridad. No le alcanzaba el ánimo para llevar la cuenta de los infortunios ajenos. Cargaba sobre la espalda un peso inaguantable de dolor e injusticia. A menudo reprochaba al Creador que pusiera a prueba tan duramente su fe: si existía el amor divino, tanto sufrimiento humano parecía una burla. En aquella ímproba tarea de alimentar pobres y amparar huérfanos, perdió el barniz eclesiástico adquirido en el Seminario, transformándose definitivamente en un ser hosco, dividido entre la impaciencia y la piedad. Su padre lo distinguió entre todos sus hijos, porque podía ver la similitud entre sus propios ideales filosóficos y lo que calificaba de bárbara superstición cristiana de su hijo. Eso alivió su pena, acabó perdonando la vocación religiosa de José y dejó de lamentarse por las noches con la cabeza hundida en la almohada para no preocupar a su padre de la vergüenza de tener un cura en la familia.
—Vine a buscarte, hermano —dijo José Debes ver a una niña en la población. La violaron hace una semana y desde entonces se quedó muda. Ve con tus conocimientos de psicología, porque Dios no da abasto con tantos problemas.
—Hoy es imposible, tengo que ir con Irene a tomar unas fotografías, pero mañana veré a la criatura. ¿Cuántos años tiene?
—Diez.
—¡Por Dios! ¿Qué monstruo puede hacer eso a una pobre inocente? —exclamó Hilda.
—Su padre.
—¡Basta, por favor! —ordenó el Profesor Leal—. ¿Queréis enfermar a mamá?
Francisco asintió por todos y por un rato guardaron silencio, buscando un tema de conversación para borrar la congoja de Hilda. Única mujer en una familia de varones, consiguió imponer su dulzura y discreción. No recordaban haberla visto exasperada. En su presencia no había riñas de muchachos, chistes picantes o groserías. En la niñez, Francisco solía angustiarse con la sospecha de que su madre, usada por la rudeza de la vida, podría ir desapareciendo imperceptiblemente, hasta esfumarse del todo, como la niebla. Entonces corría a su lado, la abrazaba, la sujetaba por la ropa en un desesperado intento de retener su presencia, su calor, el olor de su delantal, el sonido de su voz. Había transcurrido mucho tiempo desde entonces, pero todavía la ternura por ella era su sentimiento más inconmovible.
Sólo Francisco quedó en la casa de sus padres después que Javier se casó y José partió al Seminario. Ocupaba la misma habitación de su infancia, con muebles de pino v estanterías atiborradas de libros. Alguna vez tuvo la intención de alquilar una vivienda independiente, pero en el fondo le gustaba la compañía de su familia y por otra parte no deseaba causar un dolor innecesario a sus padres. Para ellos existían sólo tres excusas para que un hijo saliera de su casa: la guerra, el matrimonio o el sacerdocio. Después agregarían otra: huir de la policía.
La casa de los Leal era pequeña, antigua, modesta, con pintura y remiendos. De noche crujía suavemente, como anciana cansada y reumática. Fue diseñada por el Profesor Leal muchos años antes, pensando que lo único indispensable era una amplia cocina donde transcurriera la vida y donde instalar una imprenta clandestina, un patio para colgar la ropa y sentarse a mirar los pájaros y suficientes cuartos para poner las camas de sus hijos. Lo demás dependía de la amplitud del espíritu y la viveza del intelecto, decía cuando alguien reclamaba por la estrechez o la modestia. Allí se acomodaron y hubo espacio y buena voluntad para acoger a los amigos en desgracia y a los parientes llegados de Europa escapando de la guerra. Era una familia afectuosa. En plena adolescencia, cuando ya se afeitaban los bigotes, todavía los muchachos se introducían a la cama de los padres para leer el periódico por la mañana y pedir a Hilda que les rascara la espalda. Al irse los hijos mayores, los Leal sintieron que la casa les quedaba grande, veían sombras en los rincones y oían ecos en el corredor, pero luego nacieron los nietos y volvió el bullicio habitual.
—Es necesario arreglar los techos y cambiar las tuberías —decía Hilda cada vez que llovía o aparecía una nueva gotera.
—¿Para qué? Aún tenemos nuestra casa en Teruel y cuando muera Franco volveremos a España —replicaba su marido.
El Profesor Leal soñaba con el regreso a la patria desde el día en que el barco lo alejó de las costas europeas. Indignado contra el Caudillo, juró no usar calcetines hasta saberlo enterrado, sin imaginar cuántas décadas tardaría en cumplir su deseo. Su promesa le produjo escamas en los pies y le acarreó algunos sinsabores en el tráfico profesional. En ciertas ocasiones se entrevistó con personajes importantes o fue comisionado a tomar exámenes en colegios y liceos y sus pies desnudos dentro de sus grandes zapatos de suela de goma, removían los prejuicios ajenos. Pero era demasiado orgulloso, y antes de dar explicaciones prefería ser considerado como un extranjero extravagante o un miserable cuyos ingresos no alcanzaban para comprar medias. La única oportunidad en que pudo ir con su familia a la montaña para gozar la nieve de cerca, permaneció en el hotel con los pies azules y helados como arenques.
—Vamos, hombre. ¿No ves que Franco ni sabe de ti? —le suplicó Hilda.
Culminó con una mirada llena de dignidad y se mantuvo solitario junto a la chimenea. Una vez muerto su gran enemigo, se colocó un par de rojos y brillantes calcetines que mantenían en sí mismos toda su filosofía existencial, pero antes de media hora se vio obligado a quitárselos. Había pasado mucho tiempo sin ellos y ya no los toleraba. Entonces, para disimular, hizo el juramento de seguir sin usarlos hasta la caída del General que gobernaba con mano de hierro su patria adoptiva.
—Me los ponen cuando muera, carajo —decía—. ¡Quiero irme al infierno con calcetas rojas!
No creía en la prolongación de la vida después de la muerte, pero toda precaución en ese sentido era poca para su hidalgo temperamento. La democracia en España no le devolvió el uso de los calcetines ni lo hizo regresar, porque sus hijos, sus nietos y las raíces americanas lo retuvieron. La casa tampoco recibió las reparaciones necesarias. Después del Golpe Militar otras urgencias ocuparon a la familia. A causa de sus ideas políticas, el Profesor Leal fue colocado en la lista de los indeseables y obligado a jubilar. No perdió el optimismo al verse sin trabajo y con una pensión reducida, más bien imprimió en la cocina un volante para ofrecer clases de literatura y lo distribuyó donde pudo. Sus escasos alumnos consiguieron equilibrar un poco el presupuesto y así pudieron vivir con sencillez y ayudar a Javier. El hijo mayor se encontraba en serias dificultades económicas para mantener mujer y tres niños. Descendió el nivel de vida de los Leal, como ocurrió a tantos en su medio. Prescindieron de los abonos a los conciertos, el teatro, los libros, los discos y otros refinamientos que alegraban sus días. Más tarde, cuando fue evidente que tampoco Javier podría encontrar un empleo, su padre decidió construir un par de habitaciones y un baño en el patio para acogerlo con su familia. Los tres hermanos se juntaban los fines de semana para pegar ladrillos bajo las órdenes del Profesor Leal, quien obtenía sus conocimientos de un manual de construcción comprado en un remate de libros viejos. Como ninguno tenía experiencia en ese oficio y al manual le faltaban varias hojas, el resultado predecible, una vez la obra concluida, sería una edificación de paredes torcidas que pensaban disimular cubriéndola con hiedra. Javier se opuso hasta el final a la idea de vivir a expensas de sus padres. Por herencia tenía un carácter orgulloso.
—Donde comen tres, comen ocho —dijo Hilda sin alterar el hábito de su parsimonia. Cuando tomaba una decisión era por lo general inapelable.
—Son tiempos muy malos, hijo, tenemos que ayudarnos —agregó el Profesor Leal.
A pesar de los problemas, se sentía satisfecho de su vida y habría sido completamente feliz si no lo atormentara desde su primera juventud la devastadora pasión revolucionaria que determinó su carácter y su existencia. Dedicó buena parte de su energía, su tiempo y sus ingresos a divulgar sus principios ideológicos. Formó a sus tres hijos en su doctrina, les enseñó desde pequeños a manejar la imprenta clandestina de la cocina y fue con ellos a repartir volantes panfletarios en las puertas de las fábricas a espaldas de la policía. Hilda estaba siempre a su lado en las reuniones sindicales, con sus palillos incansables en las manos y la lana dentro de una bolsa sobre sus rodillas. Mientras su marido arengaba a los camaradas, ella se perdía en un mundo secreto, saboreando sus recuerdos, bordando afectos, recreando sus mejores nostalgias, ajena por completo al bullicio de las discusiones políticas. Mediante un largo y suave proceso de depuración, consiguió borrar la mayor parte de las penurias pasadas y sólo guardaba las evocaciones felices. Jamás hablaba de la guerra, los muertos que enterró, su accidente o la larga marcha hacia el exilio. Quienes la conocían atribuían esa memoria selectiva al golpe que le partió la cabeza en su juventud, pero el Profesor Leal podía interpretar los pequeños signos y sospechaba que ella nada había olvidado.
Simplemente no deseaba cargar con antiguos pesares, por eso no los mencionaba, anulándolos mediante el silencio. Su mujer lo había acompañado por todos los caminos durante tanto tiempo, que no podía recordar la vida sin ella. Marchaba a su lado con paso firme en las manifestaciones callejeras. En íntima colaboración criaron a sus hijos. Ayudó a otros más necesitados, acampó a la intemperie en las noches de huelga y amaneció cosiendo ropa ajena por encargo cuando no alcanzaba su sueldo para mantener a la familia. Con el mismo entusiasmo lo siguió a la guerra y al exilio, le llevó comida caliente a la cárcel cuando fue detenido y no perdió la calma el día en que les embargaron los muebles, ni el buen humor cuando dormían temblando de frío en la cubierta de tercera clase de un barco de refugiados. Hilda aceptaba todas las extravagancias de su marido —y no eran pocas— sin alterar su paz, porque en tanta vida compartida no había hecho sino aumentar su amor por él.
Mucho tiempo atrás, en una pequeña aldea de España, entre cerros abruptos y viñedos, él la requirió en matrimonio.
Ella respondió que era católica y pensaba continuar siéndolo, que no tenía nada personal contra Marx, pero no soportaría su retrato en la cabecera de la cama y que sus hijos serían bautizados para evitar el riesgo de que murieran moros y fueran parar al limbo. El Profesor de Lógica y Literatura era comunista ferviente y ateo, pero no carecía de intuición y comprendió que nada haría cambiar de opinión a esa joven sonrosada y frágil con ojos iluminados, de quien se había enamorado con certeza, por lo tanto era preferible negociar un pacto.
Acordaron en casarse por la Iglesia, única forma legal de hacerlo en esa época, que los hijos recibirían los sacramentos pero irían a escuelas laicas, que él pondría su acento en el nombre de los varones y ella en el de las niñas v que serían enterrados en una tumba sin cruz con un epitafio de contenido pragmático redactado por él. Hilda aceptó porque ese hombre enjuto con manos de pianista y fuego en las venas era lo que siempre quiso por compañero. El cumplió su parte del cuerdo con la escrupulosa honestidad que lo caracterizaba, pero Hilda no tuvo la misma rectitud. El día del nacimiento del primogénito, su marido estaba sumido en la guerra y cuando pudo ir a visitarlos, el niño había sido bautizado Javier, como su abuelo. La madre estaba en lastimosa condición y no era el momento de iniciar una pelea, pero él decidió apodarlo Vladimir, primer nombre de Lenin. Nunca pudo hacerlo, porque cuando lo llamaba así su mujer le preguntaba a quién diablos se refería, por otra parte, la criatura lo miraba con expresión asombrada y no respondía. Poco antes del parto siguiente, Hilda despertó una mañana contando un sueño: daba a luz un varón y debían llamarlo José. Discutieron frenéticamente durante algunas semanas, hasta llegar a una solución justa: José Ilich. Después lanzaron una moneda al aire para decidir cuál nombre usarían y ganó Hilda, pero eso ya no era culpa de ella, sino de la suerte a quien no complacía el segundo nombre del líder revolucionario. Años más tarde nació el ultimo hijo y para entonces el Profesor Leal había perdido parte de su entusiasmo por los soviéticos, de modo que se salvó de llamarse Ulianov. Hilda le puso Francisco en honor al santo de Asís, poeta de pobres y animales. Tal vez por eso, por ser el menor y tan parecido a su padre, lo favoreció con una ternura especial. El niño retribuyó el amor total de su madre con un perfecto complejo de Edipo que le duró hasta la adolescencia, cuando la perturbación de sus hormonas le hizo comprender que existían otras mujeres en este mundo.
Ese sábado por la mañana Francisco terminó el té, se echó al hombro el maletín con su equipo fotográfico y se despidió de la familia.
—Abrígate, el viento de la moto es fatal —dijo su madre.
—Déjalo, mujer, ya no es un chiquillo —reclamó su marido y los hijos sonrieron.
Los primeros meses después del nacimiento de Evangelina, Digna Ranquileo lamentó su infortunio y pensó en un castigo del cielo por acudir al hospital en vez de quedarse en su casa. Parirás con dolor, decía claramente la Biblia y así se lo había recordado el Reverendo. Pero luego comprendió cuán insondables son los designios del Señor. Esa criatura rubia de ojos claros tal vez significaba algo en su destino. Con la ayuda espiritual de la Verdadera Iglesia Evangélica, aceptó la prueba y se dispuso a querer a esa niña, a pesar de sus mañas. A menudo recordaba a la otra, la que se llevó la comadre Flores y que en justicia le pertenecía. Su marido la consolaba diciendo que parecía más sana y fuerte y seguro se criaría mejor con la otra familia.
—Los Flores son propietarios de un buen pedazo de terreno. Por allí dicen que se comprarán un tractor. Son más cultivados, pertenecen al Sindicato Agrícola —razonaba Hipólito años atrás, antes que la desgracia se abatiera sobre la casa de los Flores.
Después del parto, las dos madres intentaron reclamar a sus hijas, asegurando que las vieron nacer y se dieron cuenta del error por el color de sus cabellos, pero el director del hospital no quiso oír hablar de ese tema y amenazó con enviarlas a la cárcel por levantar calumnias contra la institución. Los padres sugirieron simplemente cambiar a las niñas y quedarse en paz, pero ellas no deseaban hacerlo sin legalidad. Decidieron quedarse provisoriamente con la que tenían en brazos hasta aclarar el embrollo ante la autoridad, pero después de una huelga del Servicio de Salud y un incendio del Registro Civil, donde el personal fue remplazado y desaparecieron los archivos, se les acabó la esperanza de obtener justicia. Optaron por criar a las niñas ajenas como si fueran propias. Aunque vivían a escasa distancia tenían pocas ocasiones de encontrarse, pues sus vidas eran muy aisladas. Desde el comienzo acordaron llamarse mutuamente comadre y dar a las criaturas el mismo nombre de pila, por si alguna vez recuperaban el apellido legítimo no tuviesen necesidad de habituarse a un nuevo apodo. También les contaron la verdad apenas alcanzaron la edad de comprender, porque de todos modos tarde o temprano iban a enterarse. Todo el mundo en la región conocía la historia de las Evangelinas cambiadas y no faltaría quien fuera con el chisme donde las muchachas.
Evangelina Flores resultó una típica campesina morena, de ojos vivaces, amplias caderas y senos opulentos, bien plantada en sus gruesas y torneadas piernas. Era fuerte y de temperamento alegre. A los Ranquileo les tocó una criatura llorona, lunática, frágil y difícil de cuidar. Hipólito le otorgaba un trato especial, con respeto y admiración por su piel sonrosada y su claro pelo, tan raros en su familia. Cuando él estaba en la casa vigilaba estrechamente a los varones, no fueran a propasarse con esa niña que no era de su misma sangre. En un par de ocasiones sorprendió a Pradelio haciéndole cosquillas, manoseándola con disimulo, besuqueándola, y para quitarle el afán de sobarla le propinó unas zurras que por poco lo despachan a otra vida, porque ante Dios y los humanos Evangelina debía ser como una hermana. Pero Hipólito sólo permanecía en el hogar durante algunos meses y el resto del año no podía hacer respetar todas sus órdenes.
Desde que escapó con un circo a los trece años, Hipólito Ranquileo ejerció ese oficio y jamás le interesó otro. Su mujer y sus hijos lo despedían cuando comenzaba el buen tiempo y florecían las carpas remendadas. Iba de pueblo en pueblo recorriendo el país para lucir sus habilidades en agotadoras giras de carnaval de pobres. Cumplía múltiples ocupaciones bajo la tienda. Primero fue trapecista y saltimbanqui, pero con los años perdió el equilibrio y la destreza. Luego realizó una corta incursión como domador de unas fieras lamentables, que removían su piedad y acabaron con sus nervios. Por fin se conformó con hacer de payaso. Su vida, igual a la de cualquier campesino, se regía por el estado de las lluvias y la luz del sol.
Durante los meses fríos y húmedos, a los circos pobres no les sonríe la fortuna y él hibernaba en su hogar, pero con el despertar de la primavera decía adiós a los suyos y partía sin escrúpulos, dejando a su mujer a cargo de los hijos y las faenas del campo. Ella dirigía mejor esos asuntos, porque llevaba en sus venas la experiencia de varias generaciones. La única vez que él fue al pueblo con el dinero de la cosecha a comprar ropa y provisiones para el año, se emborrachó y le robaron todo. Durante meses faltó el azúcar en la mesa de los Ranquileo y ninguno tuvo zapatos nuevos, de ahí su confianza para delegar las actividades comerciales en su esposa. Ella también lo prefería así. Desde el comienzo de su existencia de casada se echó encima la responsabilidad de la familia y la labranza.
Era usual verla inclinada en la artesa o en el surco del arado rodeada de un enjambre de chiquillos de diversas edades colgando de sus faldas. Después creció Pradelio y ella pensó que la auxiliaría en tanto quehacer, pero su hijo a los quince años era el mocetón más alto y fornido jamás visto por allí, por eso a todos pareció natural que luego de cumplir el servicio militar ingresara en la policía.
Cuando caían las primeras lluvias, Digna Ranquileo movía su silla al corredor y se instalaba a otear el recodo del camino.
Sus manos siempre ocupadas tejían cestos de mimbre o ajustaban la ropa de los niños, mientras sus ojos atentos se distraían de vez en cuando para observar el sendero. De pronto, un día cualquiera aparecía la pequeña figura de Hipólito con su maleta de cartón. Ahí estaba el mismo de sus nostalgias, materializado al fin, aproximándose a pasos cada año más lentos, pero siempre tierno y burlón. El corazón de Digna daba un vuelco, tal como le ocurrió la primera vez muchos años antes, cuando lo conoció en la boletería de un circo ambulante, con su raída librea verde y oro y la exaltada expresión de sus ojos negros, incitando al público a entrar al espectáculo. Tenía entonces un rostro agradable, porque no se había fijado aún la máscara de payaso en su piel. Su mujer nunca pudo recibirlo con naturalidad. Una vehemencia de adolescente oprimía su pecho y la impulsaba a saltar a su cuello para ocultar las lágrimas, pero los meses de separación exacerbaban su pudor y lo saludaba con gesto contenido, los ojos bajos, ruborizada.
Su hombre estaba allí, había regresado, todo sería diferente por un tiempo, porque él se esmeraba en suplir ausencias. En los meses siguientes ella invocaría a los espíritus benéficos de su Biblia para que la lluvia no cesara inmovilizando el calendario en un invierno sin fin.
En cambio, para los hijos la vuelta del padre era un acontecimiento menor. Al llegar un día de la escuela o del trabajo en los potreros, lo encontraban sentado en su sillón de mimbre junto a la puerta, con su mate en la mano, mimetizado en el color del otoño, como si jamás se hubiera desprendido de esos campos, de esa casa, de las parras con sus racimos secándose en los ganchos, de los perros echados en el patio. Los niños percibían los ojos turbados de impaciencia de su madre, la viveza de sus gestos para atender a su marido, vigilando con inquietud esos encuentros para evitar impertinencias. El respeto por el padre es el pilar de la familia, así lo dice el Antiguo Testamento, por eso está prohibido llamarlo Tony Chalupa y tampoco se puede hablar de su trabajo de payaso, no hagan preguntas, esperen que él les cuente cuando tenga ganas. Durante su juventud, cuando Hipólito era disparado con un cañón de un extremo a otro de la carpa, aterrizando sobre la red con fragor de pólvora y sonrisa inquieta, pasado el espanto los hijos podían sentirse orgullosos de él, porque volaba como un gavilán. Posteriormente Digna no les permitía ir al circo para ver al padre declinar en sus tristes piruetas, prefería que conservaran en la memoria esa airosa imagen y no se avergonzaran de sus grotescos ropajes de payaso viejo, golpeado, humilde, expulsando vientos, hablando en falsete y riendo sin causa. Cuando el circo pasó por Los Riscos arrastrando a un oso despelucado y llamando a los vecinos a bocinazos para presenciar el grandioso espectáculo internacional aclamado por todos los públicos, ella se negó a llevar a los niños por temor a los payasos, todos iguales en apariencia y todos como Hipólito. Sin embargo, en la intimidad del hogar, él se colocaba su disfraz y se pintaba el rostro, pero no para hacer cabriolas indignas o contar chistes groseros, sino para deleitarlos con sus historias de esperpentos: la mujer barbuda, el hombre gorila tan forzudo que podía arrastrar un camión con un alambre sujeto por los dientes, el tragafuego capaz de engullir una antorcha encendida con petróleo pero no podía apagar una vela con los dedos, la enana albina al galope sobre las ancas de una cabra, el trapecista que se cayó de cabeza desde el palo más alto y salpicó al respetable público con sus sesos.
—El cerebro de los cristianos es igual al de las vacas —explicaba Hipólito al finalizar la trágica anécdota.
Sus hijos no se cansaban de oír una y otra vez los mismos cuentos, sentados en un círculo alrededor del padre. Ante los ojos maravillados de la familia, que escuchaba sus palabras suspendida en el tiempo, Hipólito Ranquileo recuperaba toda la dignidad perdida en funciones de pacotilla, donde era blanco de burlas.
Algunas noches de invierno, cuando los niños dormían, Digna sacaba la maleta de cartón oculta bajo la cama y a la luz de una vela repasaba la ropa de trabajo de su marido, recosía los enormes botones rojos, zurcía roturas por aquí y pegaba parches estratégicos por allá, lustraba con cera de abeja los descomunales zapatos amarillos y tejía en secreto las medias listadas del disfraz. Había en su acción la misma ternura absorta de sus breves encuentros amorosos. En el silencio nocturno los pequeños sonidos se agrandaban, la lluvia golpeaba sobre las tejas y la respiración de sus hijos en las camas vecinas era tan nítida, que la madre podía adivinar sus sueños. Los esposos se abrazaban bajo las mantas, conteniendo los suspiros, envueltos en el calor de su discreta conspiración amorosa. A diferencia de otros campesinos, se casaron enamorados y por amor engendraron hijos. Por eso ni aun en los tiempos más difíciles de sequía, terremoto o inundación, cuando la marmita estaba vacía, lamentaron la llegada de otra criatura. Los niños son como las flores y el pan, decían, una bendición de Dios.
Hipólito Ranquileo aprovechaba su permanencia en la casa para levantar cercos, juntar leña, reparar herramientas, parchar los techos cuando amainaba la lluvia. Con el ahorro de sus giras circenses, la venta de miel y cerdos, se mantenía la familia gracias a una estricta economía. En los años buenos no faltaba el alimento, pero aun en las mejores épocas el dinero resultaba muy escaso. Nada se botaba ni perdía. Los menores recibían la ropa de los más grandes y seguían usándola hasta que las abrumadas telas no soportaban más remiendos y éstos se desprendían como costras secas. Los chalecos se deshacían hasta la última hebra, se lavaba la lana y se volvía a tejer. El padre fabricaba alpargatas para todos y la madre no daba descanso a los palillos y la máquina de coser. No se sentían pobres, como otros campesinos, porque eran dueños de la tierra heredada de los abuelos, tenían sus animales y herramientas de labranza. Alguna vez en el pasado recibieron créditos agrícolas y por un tiempo creyeron en la prosperidad pero luego las cosas retornaron al antiguo ritmo. Vivían margen del espejismo de progreso que afectaba al resto del país.
—Oiga, Hipólito, deje de mirar a Evangelina —susurró Digna a su marido.
—Tal vez hoy no le venga el ataque —dijo él.
—Siempre le viene. Nada podemos hacer.
La familia terminó el desayuno y se dispersó, retirando cada uno su silla. De lunes a viernes los menores caminaban hasta la escuela una media hora de marcha rápida. Cuando hacía frío la madre entregaba a cada niño una piedra calentada al fuego para que la pusiera en el bolsillo, así mantenía las manos tibias. También les daba un pan y dos terrones de azúcar. Antes, cuando repartían leche en la escuela, utilizaban el azúcar para endulzarla, pero desde hacía algunos años la chupaban como caramelos en el recreo. Esa media hora de camino resultaba una bendición, porque volvían a casa cuando la crisis de su hermana había pasado y los peregrinos se retiraban. Pero ese día era sábado, por lo tanto estarían presentes y en la noche Jacinto mojaría la cama en la angustia de sus pesadillas. Evangelina no iba a la escuela desde que empezaron los primeros signos de su alteración. Su madre recordaba con exactitud el comienzo de la desgracia. Fue el mismo día de la convención de ranas, pero ella estaba segura de que ese episodio no guardaba relación alguna con la enfermedad de la niña.
Una mañana las descubrieron muy temprano, dos gordas y soberbias ranas observando el paisaje cerca del cruce del ferrocarril. A poco llegaron muchas más provenientes de todas direcciones, pequeñas de estanque, medianas de pozo, blancas de acequia, grises de río. Alguien dio la voz de alarma y acudió todo el mundo a mirarlas. Entretanto los batracios formaron filas compactas y emprendieron marcha ordenadamente. Por el camino se sumaron otras y pronto hubo una verde multitud dirigiéndose hacia la carretera. La noticia se regó y llegaron los curiosos a pie, a caballo, en autobús, comentando aquel prodigio nunca antes visto. El enorme mosaico viviente ocupó el asfalto de la ruta principal a Los Riscos, deteniendo a los vehículos que a esa hora circulaban. Un camión imprudente intentó avanzar, resbalando sobre los cadáveres destripados y volcándose en medio del entusiasmo de los niños, que se apoderaron con avidez de la mercancía dispersa entre los matorrales. La policía sobrevoló la zona en un helicóptero comprobando que había doscientos setenta metros de camino cubierto de ranas, tan cerca unas de otras que semejaba una brillante alfombra de musgo. La noticia fue lanzada por radio y en corto tiempo llegaron los periodistas de la capital acompañados por un experto chino de Naciones Unidas, quien aseguraba haber visto un fenómeno parecido durante su infancia en Pekín. El extranjero descendió de un automóvil oscuro con placas oficiales, saludó a izquierda y derecha y el gentío lo aplaudió, confundiéndolo naturalmente con el director del orfeón. Después de observar por algunos minutos aquella gelatinosa multitud, el oriental concluyó que no había motivo de alarma, pues se trataba sólo de una convención de ranas. Así lo llamó la prensa y como era época de pobreza y cesantía, hicieron burla diciendo que a falta de maná, Dios enviaba del cielo ranas para que su pueblo escogido las cocinara con ajo y cilantro.
Cuando Evangelina tuvo el ataque, los participantes en la convención se habían dispersado y los camarógrafos de la Televisión estaban bajando sus equipos de los árboles. Eran las doce del mediodía, el aire lucía limpio, lavado por la lluvia.
Dentro de la vivienda Evangelina permanecía sola y en el patio Digna y su nieto Jacinto alimentaban a los cerdos con los desperdicios de la cocina. Después de dar una mirada al espectáculo, comprendieron que no había más que ver, pues tan sólo se trataba de una asquerosa asamblea de bichos, por eso regresaron a sus tareas. Un grito agudo y el estrépito de loza quebrada les advirtieron que algo ocurría dentro de la casa.
Encontraron a Evangelina de espaldas en el suelo, apoyada en los talones y la nuca, doblada hacia atrás como un arco, echando espumarajos por la boca y rodeada de tazas y platos rotos.
La madre, espantada, recurrió al primer remedio que se le ocurrió: le vació encima un balde de agua fría, pero eso, lejos de calmarla, aumentó los signos alarmantes. La espuma se tornó en una baba rosácea cuando la joven se mordió la lengua, sus ojos se volvieron hacia atrás perdiéndose en el infinito, se estremeció convulsionada y la habitación se impregnó de angustia y de olor a excremento. Tan violenta fue la tensión, que las gruesas paredes de adobe parecían vibrar como si un secreto temblor recorriera sus entrañas. Digna Ranquileo abrazó a Jacinto tapándole los ojos para que no viera aquel maleficio.
La crisis duró pocos minutos y dejó a Evangelina extenuada, a la madre y al hermano aterrorizados y la casa vuelta a revés. Cuando llegaron Hipólito y los otros hijos que andaban en la convención de ranas, ya todo había pasado, la niña descansaba en su silla y la madre recogía la vajilla rota.
—La picó una araña colorada —diagnosticó el padre cuando se lo contaron.
—Ya la revisé de pies a cabeza. Picadura no es…
—Entonces ha de ser epilepsia.
Pero Digna conocía la índole de esa enfermedad y sabía que no produce estragos en el mobiliario. Esa misma tarde tomó la decisión de llevar a Evangelina donde don Simón, el curandero.
—Mejor la lleva donde un médico —aconsejó Hipólito.
—Usted sabe mi opinión sobre los hospitales y los doctores —replicó su mujer, segura de que si había remedio para la niña, don Simón lo conocería.
Ese sábado se cumplían cinco semanas del primer ataque y hasta entonces nada pudieron hacer para aliviarla. Allí estaba Evangelina ayudando a su madre a lavar los cacharros mientras transcurría la mañana y se acercaba el temido mediodía.
—Prepara los jarros para el agua con harina, hija —ordenó Digna.
Evangelina comenzó a cantar mientras alineaba los recipientes de aluminio y hierro enlozado sobre la mesa. En cada uno vertió un par de cucharadas de harina tostada y un poco de miel. Más tarde agregaría agua fría para ofrecer a los visitantes que llegaban a la hora del trance, con la esperanza de beneficiarse con algún milagro de menor consideración.
—Desde mañana no les doy ni una cosa —rezongó Digna—. Nos vamos a arruinar.
—No hable así, mujer, mire que la gente viene por cariño.
—Un poco de harina no nos hace más pobres —replicó Hipólito y ella bajó la cabeza, porque él era el hombre y siempre tenía razón.
Digna estaba a punto de llorar, comprendió que comenzaban a fallarle los nervios y fue a buscar unas flores de tilo para prepararse una infusión calmante. Las últimas semanas habían sido un calvario. Esa mujer fuerte y resignada, que acumuló penas y soportó tantas penurias, trabajos y afanes de la maternidad sin una queja, se sentía en el límite de la zozobra ante ese embrujo que agobiaba su hogar. Estaba segura de haber intentado todo para curar a su hija, incluso la llevó al hospital rompiendo su juramento de nunca más poner allí los pies. Pero todo había sido en vano.
Al tocar el timbre de la casa, Francisco deseó que Beatriz Alcántara no apareciera. En su presencia se sentía repudiado.
—Este es Francisco Leal, mamá, un compañero —lo presentó Irene la primera vez, varios meses atrás.
—Colega ¿eh? —replicó la señora incapaz de soportar las implicaciones revolucionarias de la palabra compañero.
Desde ese encuentro ambos supieron cuánto podían esperar del otro, sin embargo hacían esfuerzos por ser amables, un tanto por agradarse como por el hábito de las buenas maneras. Beatriz averiguó sin tardanza que Francisco descendía de emigrantes españoles sin fortuna, pertenecientes a esa casta de intelectuales a sueldo de los barrios de la clase media. Sospechó de inmediato que su oficio de fotógrafo, su morral y su motocicleta no eran indicios de bohemia. El joven parecía tener las ideas claras y éstas no coincidían con las suyas. Su hija Irene frecuentaba gente bastante extraña y ella no lo objetaba, puesto que resultaba de todos modos inútil hacerlo, sin embargo se opuso como pudo a la amistad con Francisco. No le gustaba ver a Irene en feliz camaradería con él, unidos por los fuertes lazos del trabajo compartido y, mucho menos imaginar sus consecuencias para el noviazgo con el Capitán. Lo consideraba peligroso porque incluso ella misma se sentía atraída por los oscuros ojos, sus largas manos y la voz serena del fotógrafo.
Por su parte, Francisco advirtió a la primera mirada los prejuicios de clase y la ideología de Beatriz. Se limitó a darle un trato cortés y distante, lamentando que fuera la madre de su mejor amiga.
Al ver la casa se sintió una vez más cautivado por el ancho muro que cercaba la propiedad, construido con piedras redondas de río, orilladas por esa vegetación enana nacida en la humedad del invierno. Una discreta placa de metal anunciaba Hogar de Ancianos y más abajo agregaba un nombre adecuado al sentido del humor de Irene: La Voluntad de Dios. Siempre lo maravillaba el contraste entre el jardín bien cuidado donde pronto florecerían dalias, glicinas, rosas y gladiolos en una explosión de perfume y color, y la decrepitud de los habitantes del primer piso de la mansión convertida en residencia geriátrica. En la planta alta todo era armonía y buen gusto. Allí estaban las alfombras orientales, los exquisitos muebles, las obras de arte adquiridas por Eusebio Beltrán antes de desaparecer. La casa era similar a otras del mismo sector, pero a causa de la necesidad, Beatriz le hizo algunas modificaciones, manteniendo dentro de lo posible la misma fachada para que desde la calle se viera tan señorial como las residencias vecinas. En ese sentido era muy cuidadosa, no deseaba aparecer negociando con ancianos, sino más bien ejerciendo un papel de benefactora, pobrecitos ¿a dónde irían a parar si no los cuidáramos?
Usaba igual prudencia para referirse a su marido. Prefería acusarlo de haber partido sin rumbo conocido en compañía de alguna mujerzuela, que manifestar dudas en otro sentido. En realidad sospechaba que su ausencia no se debía a una aventura amorosa, más bien las fuerzas del orden lo habían eliminado por descuido o lo tenían por error secándose en alguna prisión, tal como se rumoreaba de tantos casos en los últimos años. No fue la única en albergar esos negros pensamientos. Al principio sus amistades la observaron con suspicacia y cuchichearon a sus espaldas que Eusebio Beltrán había caído en manos de la autoridad, en cuyo caso sin duda escondía algún pecado: podría ser un comunista mezclado con la gente decente como otros por allí. Beatriz no quería acordarse de las amenazas y las burlas telefónicas, los mensajes anónimos deslizados por debajo de la puerta, ni la ocasión inolvidable cuando vaciaron pilas de basura sobre su cama.
Esa noche nadie se encontraba en la casa, porque también Rosa había salido. Cuando ella y su hija regresaron del teatro todo estaba en orden y sólo les extraño el silencio de la perra.
Irene comenzó a buscarla llamándola por las habitaciones y Beatriz iba tras ella encendiendo las luces. Estupefactas, vieron entonces sobre las camas cerros de desperdicios, latas, vacías, cáscaras inmundas, papeles manchados con excrementos. Encontraron a Cleo encerrada en un armario con aspecto de muerta y así permaneció quince horas hasta recuperarse del somnífero. Esa noche Beatriz se sentó a mirar el desparrame y la mierda sobre su lecho sin comprender el significado de esa provocación. No pudo adivinar quién había llevado bolsas de porquería hasta su casa, abierto la puerta con una ganzúa, narcotizado a la perra y envilecido todo de ese modo. En aquella época todavía no existía el hogar de ancianos del primer piso y aparte de Rosa y el jardinero, no disponían de más personal de servicio.
—No lo comentes con nadie, hijita. Es un insulto, una deshonra —lloró Beatriz.
—No pienses más en esto, mamá. ¿No ves que es obra de un loco? No te preocupes.
Beatriz Alcántara sabía que de alguna forma ese ultraje se relacionaba con su marido y una vez más lo maldijo. Recordó con precisión la tarde en que Eusebio Beltrán la abandonó. En esos días andaba obsesionado con el negocio de las mantas para los musulmanes y la carnicería filantrópica que lo condujo a la ruina. Habían cumplido más de veinte años casados y la paciencia de Beatriz estaba agotada. Ya no soportaba su indiferencia, sus múltiples infidelidades, su manera escandalosa de gastar el dinero en avionetas plateadas, potros de carrera, esculturas eróticas, banquetes en restaurantes, mesas de juego y regalos dispendiosos para otras mujeres. Al entrar en la edad madura su marido no se tranquilizó, por el contrario, se acentuaron sus defectos y junto con adquirir canas en las sienes y arrugas alrededor de los ojos, se acrecentaron sus impulsos aventureros. Arriesgaba su capital en empresas insensatas, se perdía durante semanas en viajes exóticos, desde seguir a los límites del continente a una ecologista nórdica, hasta embarcarse en solitaria travesía por el océano en una balsa impulsada por vientos impredecibles. Su simpatía cautivaba a todo el mundo menos a su esposa. En una de sus tremendas discusiones, ella perdió el freno y lo agobió con una andanada de insultos y reproches. Eusebio Beltrán era hombre de buenos modales y aborrecía toda forma de violencia. Levantó la mano pidiendo tregua y con una sonrisa anunció que iba a buscar cigarrillos. Partió discretamente y nunca más supieron de él.
—Huyó de sus deudas —especulaba Beatriz cuando le resultaba insuficiente el argumento de que se hubiera encaprichado con otra mujer.
No dejó rastro alguno de su paso. Tampoco se encontró su cadáver. En los años siguientes ella se adaptó a su nuevo estado haciendo esfuerzos desproporcionados para fingir ante sus amistades una vida normal. Silenciosa y solitaria recorrió hospitales, retenes y consulados inquiriendo por él. Se acercó a algunos amigos de las altas esferas e inició averiguaciones secretas con una agencia de detectives, pero nadie pudo ubicarlo. Por último, cansada de deambular por diversas oficinas tomó la decisión de acudir a la Vicaría. En su medio social aquello era muy mal visto y no se atrevió a comentarlo ni con Irene. Se consideraba a esa dependencia del Arzobispado como un antro de curas marxistas y laicos peligrosos dedicados a ayudar a los enemigos del régimen. Era la única organización en pie de guerra contra el Gobierno, dirigida por el Cardenal, quien ponía el invencible poder de la Iglesia al servicio de los perseguidos sin detenerse a preguntar su color político. Hasta ese día en que necesitó ayuda, Beatriz dictaminaba con soberbia que las autoridades debían borrar del mapa a esa institución y encarcelar al Cardenal y a sus satélites insurrectos.
Pero su gestión fue en vano, porque tampoco en la Vicaría pudieron darle noticias del ausente. Su marido parecía arrebatado por un ventarrón de olvido.
La incertidumbre estropeó el sistema nervioso de Beatriz.
Sus amigas le recomendaron cursos de yoga y de meditación oriental para apaciguar su constante sobresalto. Al colocarse con dificultad cabeza abajo y los pies hacia el techo, respirando por el ombligo y poniendo la mente en el Nirvana, lograba olvidar sus problemas, pero no podía permanecer en esa posición todo el día y en los momentos en que pensaba en sí misma se pasmaba ante la ironía de su suerte. Estaba convertida en la esposa de un desaparecido. Dijo muchas veces que nadie se perdía en el país y ésos eran embustes antipatrióticos.
Cuando veía a las mujeres desencajadas desfilando todos los jueves en la plaza, con los retratos de sus familiares prendidos al pecho, decía que eran pagadas por el oro de Moscú.
Jamás imaginó encontrarse en la misma situación de esas madres y esposas en busca de los suyos. Legalmente no era viuda ni lo sería antes de diez años, cuando la ley le diera un certificado de defunción de su marido. No pudo disponer de los bienes dejados por Eusebio Beltrán ni echar el guante a los socios escurridizos que se hicieron humo con las acciones de sus empresas. Permaneció en su mansión simulando aires de duquesa, pero sin dinero para mantener su rutina de señora del barrio alto. Acosada por los gastos, estuvo a punto de rociar la casa con gasolina para que la consumieran las llamas y cobrar el seguro, cuando a Irene se le ocurrió la sutil idea de sacarle renta a la planta baja.
—Ahora que tantas familias parten al extranjero y no pueden llevarse a los abuelos, creo que les haríamos un favor haciéndonos cargo de ellos. Además, podríamos reunir un pequeño ingreso —sugirió Irene.
Así lo hicieron. El primer piso fue dividido en compartimientos para adecuar varias habitaciones, instalaron nuevos baños y pasarelas en los corredores para dar apoyo a la vejez y certeza a las piernas flojas, cubrieron las gradas con plataformas para deslizar las sillas de ruedas y distribuyeron parlantes con música ambiental para apaciguar el disgusto y aliviar el desánimo, sin considerar la posibilidad de que cayera en oídos sordos.
Beatriz y su hija se acomodaron en el piso superior con Rosa, quien estaba a su servicio desde tiempos inmemoriales.
La madre decoró el hogar con sus mejores posesiones descartando toda vulgaridad y comenzó a vivir de las rentas pagadas por los pacientes de La Voluntad de Dios. Si las dificultades golpeaban a la puerta con demasiada insistencia, se movía dentro de los límites de la máxima discreción para vender un cuadro, un objeto de plata o alguna joya de las muchas adquiridas para resarcirse de los regalos que su marido hacía a sus amantes.
Irene lamentaba las aflicciones de su madre por esos problemas pedestres. Era partidaria de vivir en un lugar más modesto y habilitar toda la casa para albergar más huéspedes con lo cual podrían cubrir sus gastos con holgura, pero Beatriz prefería matarse trabajando y hacer toda suerte de malabarismos con tal de no mostrar su deterioro. Dejar la casa habría sido un reconocimiento público de pobreza. Madre e hija diferían mucho en su apreciación de la vida. Tampoco estaban de acuerdo respecto a Eusebio Beltrán. Beatriz lo consideraba un pillo capaz de cometer estafa, bigamia u otra felonía que lo obligara a escabullirse con el rabo entre las piernas, pero cuando emitía esas opiniones Irene le hacía frente como una fiera. La joven adoraba a su padre, rehusaba creerlo muerto y menos aceptar sus defectos. No le importaban sus razones para desaparecer del mundo conocido. Su afecto por él era incondicional. Atesoraba en la memoria su imagen de hombre elegante, su perfil patricio, su formidable carácter mezcla de buenos sentimientos y exaltadas pasiones que lo colocaba al filo de la truhanería. Aquellos rasgos excéntricos horrorizaban a Beatriz, pero eran los que Irene recordaba con mayor ternura.
Eusebio Beltrán fue el menor de una familia de agricultores con dinero, tratado por sus hermanos como un irresponsable sin remedio, debido a su tendencia al despilfarro y su inmensa alegría de vivir, en contraste con la avaricia y melancolía de su parentela. Tan pronto murieron los padres, los hermanos repartieron la herencia, le dieron su parte y no quisieron saber más de él. Eusebio vendió sus tierras y partió al extranjero donde por varios años despilfarró hasta el último centavo en diversiones principescas, de acuerdo a su vocación de tarambana. Regresó repatriado en un barco de carga, lo cual bastaba para desacreditarlo definitivamente a los ojos de cualquier muchacha casadera, pero Beatriz Alcántara se enamoró de su porte aristocrático, su apellido y el ambiente que lo rodeaba. Ella pertenecía a una familia de clase media y desde niña su única ambición fue ascender en la escala social. Su capital consistía en la belleza de sus rasgos, el artificio de sus maneras y algunas frases chapuceadas en inglés y francés con tanto desparpajo que parecía dominar esas lenguas. Un barniz de cultura le permitía hacer buen papel en los salones y su habilidad para el cuidado de su persona le dieron prestigio de mujer elegante. Eusebio Beltrán estaba prácticamente arruinado y había tocado fondo en muchos aspectos de su vida, pero confiaba en que eso sólo sería una crisis pasajera, pues tenía la idea de que la gente con linaje siempre sale a flote.
Además era radical. La ideología de los radicales en aquella época podía resumirse en pocas palabras: ayudar a los amigos, fregar a los enemigos y hacer justicia en los demás casos. Sus amigos lo ayudaron y a poco andar jugaba golf en el club más exclusivo, disponía de un abono en el Teatro Municipal y un palco en el Hipódromo. Con el respaldo de su encanto y su aire de noble británico, consiguió socios para toda suerte de empresas. Empezó a vivir con opulencia porque le parecía estúpido hacerlo de otro modo y se casó con Beatriz Alcántara porque tenía debilidad por las mujeres hermosas. La segunda vez que la invitó a salir ella le preguntó sin preámbulos cuáles eran sus intenciones, porque no deseaba perder su tiempo. Había cumplido veinticinco años y no podía gastar meses en coqueteos inútiles, puesto que sólo le interesaba obtener un marido. Esta franqueza divirtió mucho a Eusebio, pero cuando ella se negó a mostrarse de nuevo en su compañía, comprendió que estaba hablando en serio. Le tomó un minuto ceder al impulso de ofrecerle matrimonio y no le alcanzó la vida para lamentarlo. Tuvieron una hija, Irene, hereditaria de la distracción angélica de su abuela paterna y el constante buen humor del padre. Mientras la niña crecía, Eusebio Beltrán emprendió diversos negocios, alguno rentables y otros francamente descabellados. Era hombre provisto de imaginación sin frontera y la mejor prueba de ello fue su máquina tumbacocos. Un día leyó en una revista que la recolección manual aumentaba mucho el costo de esa fruta. El nativo de turno debía trepar a la palmera, sacar el coa y volver a bajar. Subiendo y bajando se perdía tiempo y algunos caían desde lo alto ocasionando gastos imprevistos. Estaba decidido a encontrar una solución. Pasó tres días encerrado en su oficina atormentado por el problema de los cocos, que dicho sea de paso, él no conocía ni de cerca, porque en sus viajes había descartado el trópico y en su casa no se consumían alimentos exóticos. Pero se informó. Estudió el diámetro y peso del fruto, el clima y terreno adecuados para su cultivo, la época de la cosecha, el tiempo de maduración y otros detalles. Luego lo vieron muchas horas trazando planos y el resultado de tanto desvelo fue la invención de una máquina capaz de recolectar un número sorprendente de cocos por hora.
Fue al Registro y patentó aquella torre rampante provista de un brazo retráctil, en medio de las risotadas de sus familiares y amigos, quienes tampoco conocían los cocos en su estado primitivo y sólo los habían visto coronando el sombrero de las bailadoras de mambo o rallados sobre los pasteles de boda.
Eusebio Beltrán profetizó que un día su máquina tumbacocos serviría para algo y el tiempo le dio la razón.
Ese período fue un calvario para Beatriz y su marido. Eusebio quiso cortar por lo sano y separarse para siempre de esa esposa que lo hostigaba y perseguía con una cantinela agobiante, pero ella se negó sin tener más razón que el deseo de atormentarlo e impedirle realizar una nueva alianza con cualquiera de sus rivales. Su argumento era la necesidad de dar a Irene un hogar bien constituido. Antes de causar a mi hija ese dolor, pasarán sobre mi cadáver, decía. Su marido estuvo a punto de hacerlo, pero prefirió comprar su libertad. En tres ocasiones ofreció una suma elevada de dinero para que le permitiera irse en paz y otras tantas ella aceptó, pero en el último momento, cuando los abogados tenían todo preparado y sólo faltaba la firma compromitente, se arrepentía. Sus abundantes batallas fortalecieron el odio. Por ésta y mil razones de sentimiento, Irene no lloraba a su padre. Sin duda había huido para liberarse de sus ataduras, sus deudas y su mujer.
Cuando Francisco Leal llamó a la puerta de la casa, salió Irene a recibirlo acompañada por Cleo que ladraba a sus pies.
La joven se había preparado para el viaje con un chaleco en los hombros, un pañuelo en la cabeza y su grabadora.
—¿Sabes dónde vive la santa? —preguntó él.
—En Los Riscos, a una hora de aquí.
Dejaron la perra en la casa, subieron en la motocicleta y partieron. La mañana estaba luminosa, tibia y sin nubes.
Atravesaron toda la ciudad, las umbrosas calles del barrio entre árboles opulentos y mansiones señoriales, la zona gris y ruidosa de la clase media y los anchos cordones de miseria. Mientras el vehículo volaba, Francisco Leal sentía a Irene apoyada en su espalda y pensaba en ella. La primera vez que la vio, once meses antes de esa primavera fatídica, creyó que había escapado de un cuento de bucaneros y princesas, pareciéndole en verdad un prodigio que nadie más lo percibiera. Por esos días él buscaba trabajo fuera de los confines de su profesión. Su consultorio privado estaba siempre vacío, produciendo mucho gasto y ninguna ganancia. También lo habían suspendido de su cargo en la Universidad, porque cerraron la Escuela de Psicología, considerada un semillero de ideas perniciosas. Pasó meses recorriendo liceos, hospitales e industrias sin más resultado que un creciente desánimo, hasta convencerse de que sus años de estudio y su doctorado en el extranjero de nada servían en la nueva sociedad. Y no era que de pronto se hubiesen resuelto las penurias humanas y el país estuviera poblado de gente feliz, sino que los ricos no sufrían problemas existenciales y los demás, aunque lo necesitaran con desesperación, no podían pagar el lujo de un tratamiento psicológico. Apretaban los dientes y aguantaban callados.
La vida de Francisco Leal, plena de buenos augurios en la adolescencia, al terminar la veintena parecía un fracaso a los ojos de cualquier observador imparcial y con mayor razón los suyos. Por un tiempo obtuvo consuelo y fortaleza de su trabajo en la clandestinidad, pero pronto fue indispensable contribuir al presupuesto de su familia. La estrechez en casa de los Leal se estaba convirtiendo en pobreza. Mantuvo el control de sus nervios hasta comprobar que todas las puertas parecían cerradas para él; pero una noche perdió la serenidad y se desmoronó en la cocina, donde su madre preparaba la cena. Al verlo en ese estado, ella se secó las manos en el delantal, retiró la salsa de la hornilla y lo abrazó como hacía cuando era muchacho.
—La psicología no es lo único, hijo. Límpiate la nariz y busca por otro lado —dijo.
Hasta entonces Francisco no había pensado en cambiar de oficio, pero las palabras de Hilda le señalaron nuevos derroteros. Rápidamente hizo a un lado la compasión de sí mismo y revisó sus habilidades para seleccionar alguna productiva y también de cierto agrado. Para empezar optó por la fotografía, donde tendría poca competencia. Había comprado años atrás un aparato japonés con todos sus accesorios y consideró que había llegado el momento de quitarle el polvo y usarlo. Metió dentro de una carpeta algunos trabajos realizados, hurgó en la guía telefónica para ver dónde ofrecerse y así llegó a una revista femenina.
La redacción ocupaba el último piso de un vetusto edificio con el nombre del fundador de la editorial grabado en el pórtico con letras doradas. En la época del auge cultural, cuando se intentó incorporar a todos en la fiesta del conocimiento y el vicio de la información y se vendía más papel impreso que hogazas de pan, los dueños decidieron decorar el local para estar a tono con el delirante entusiasmo que sacudía al país.
Comenzaron por la planta baja, alfombrando de muro a muro, colocando zócalos de finas maderas, remplazando el destartalado mobiliario por escritorios de aluminio y cristal, quitando ventanas para abrir claraboyas, clausurando escaleras para cavar huecos donde empotrar las cajas fuertes, colocando ojos electrónicos que abrían y cerraban las puertas por obra de magia. Los planos del edificio estaban convertidos en un laberinto, cuando cambiaron súbitamente las reglas de los negocios. Los decoradores nunca llegaron al quinto piso, que conservó sus muebles de color indefinido, sus máquinas prehistóricas, sus cajones del archivo y sus inconsolables goteras del techo. Estas modestas instalaciones guardaban poca relación con el semanario de lujo allí editado. Usaban todos los colores del arcoiris sobre papel satinado, portadas donde sonreían reinas de belleza ligeras de ropa y atrevidos reportajes feministas. Sin embargo, debido a la censura de los últimos años, ponían parches negros sobre los senos desnudos y empleaban ismos para designar conceptos prohibidos, como aborto, y libertad.
Francisco Leal conocía la revista porque alguna vez se la compró a su madre. Sólo recordaba el nombre de Irene Beltrán, periodista que escribía allí con bastante audacia, mérito inmenso en aquellos tiempos. Por eso, al llegar a la recepción quiso hablar con ella. Lo condujeron a una amplia habitación dominada por un ventanal, desde el cual se veía a la distancia la mole imponente del cerro, soberbio guardián de la ciudad.
Había cuatro mesas de trabajo donde funcionaban otras tantas máquinas de escribir y al fondo un perchero con trajes de brillantes telas. Un marica vestido de blanco peinaba a una muchacha, mientras otra aguardaba su turno, sentada inmóvil como un ídolo, sumida en la contemplación de su propia belleza. Le señalaron a Irene Beltrán y apenas la vio de lejos se sintió atraído por la expresión de su rostro y la extraña cabellera revuelta sobre sus hombros. Ella lo llamó con una sonrisa coqueta, último requisito para concluir que esa joven podía robarle hasta los pensamientos, porque la había vislumbrado tal cual era en sus lecturas de la infancia y en los sueños de la adolescencia. Cuando se aproximó había perdido todo desplante y quedó de pie frente a ella, turbado, incapaz de apartar la vista de esos ojos acentuados por el maquillaje.
Sacó por fin la voz y se presentó.
—Busco trabajo —dijo de sopetón, poniendo sobre la mesa la carpeta con sus muestras fotográficas.
—¿Estás en la Lista Negra? —preguntó ella abiertamente, sin bajar la voz.
—Entonces podremos hablar. Espérame afuera y cuando termine aquí me reúno contigo.
Francisco salió sorteando escritorios y maletas abiertas en el suelo donde yacían estolas y abrigos de pieles como el botín de un reciente safari. Tropezó con Mario, el peluquero, que se deslizó por su lado cepillando una peluca de cabellos pálidos, informándole al pasar que ese año estaban de moda las rubias. Esperó en la recepción por un tiempo que le pareció muy breve porque se distrajo con el desfile desusado de modelos en ropa interior, niños llevando cuentos para un concurso infantil, un inventor decidido a dar a conocer su uroflujómetro, novedoso instrumento para medir la dirección e intensidad del chorro de orina, una pareja aquejada por disturbios pasionales en busca del Consultorio del Amor y una señora de pelo azabache quien se presentó como fabricante de horóscopos y profecías. Al verlo se detuvo sorprendida, como si lo hubiera visto en una premonición.
—¡Lo leo en tu frente: vivirás una gran pasión! —exclamó.
Francisco había terminado con su última novia varios meses atrás y estaba decidido a mantenerse alejado de toda incertidumbre amorosa. Se quedó allí sentado como un escolar en penitencia, sin saber qué decir y sintiéndose ridículo. Ella le palpó la cabeza con dedos expertos, le examinó las palmas de las manos y naturalmente lo declaró Sagitario, aunque debía tener ascendente Escorpión porque estaba marcado por los signos del sexo y de la muerte. Sobre todo de la muerte.
Por fin desapareció la pitonisa para alivio de Francisco, quien nada entendía del zodíaco y desconfiaba de la quiromancia, la adivinación y otros desvaríos. Poco después apareció Irene Beltrán y pudo verla de cuerpo entero. Resultó tal como la imaginaba. Vestía una falda demasiado larga de tela artesanal, blusa de algodón crudo, faja tejida de varios colores apretando su cintura y una bolsa de cuero atiborrada como el morral de un cartero. Le tendió una mano pequeña de uñas cortas, con anillos en todos los dedos y una sonajera de pulseras de bronce y plata en la muñeca.
—¿Te gusta la comida vegetariana? —preguntó y sin aguardar respuesta lo tomó del brazo y lo condujo escaleras abajo, porque los ascensores se habían atascado, como muchas otras cosas en la editorial.
Al salir a la calle dio el sol de lleno sobre el cabello de Irene y Francisco pensó que nunca había visto nada tan extraordinario. No pudo evitar el impulso de estirar los dedos para tocarlo. Ella sonrió, habituada a producir asombro en una latitud geográfica donde el pelo de ese color era inusitado.
Al llegar a la esquina se detuvo, sacó un sobre con estampilla y lo puso en un buzón del correo.
—Es para alguien que no tiene quien le escriba —dijo enigmática.
Dos cuadras más lejos encontraron un pequeño restaurante, lugar de reunión de macrobióticos, espiritistas, bohemios, estudiantes y enfermos de úlcera gástrica. A esa hora estaba repleto, pero ella era cliente habitual. El mesonero la saludó por su nombre, los condujo a un rincón y los acomodó en una mesa de madera con mantel a cuadros. Les sirvió el almuerzo sin tardanza acompañado de jugos de frutas y un oscuro pan salpicado de pasas y nueces. Irene y Francisco saborearon los alimentos con lentitud, estudiándose con la mirada. Pronto entraron en confianza y ella habló de su trabajo en la revista, donde escribía sobre hormonas portentosas disparadas como balas en el brazo para evitar la concepción, máscaras de algas marinas para borrar las huellas de la edad sobre la piel, amores de príncipes y princesas de las casas reales de Europa, desfiles de moda extraterrestre o pastoril, según los caprichos de cada temporada en París y otros temas de diverso interés.
De sí misma dijo que vivía con su madre, una antigua empleada y su perra Cleo. Agregó que su padre salió cuatro años antes a comprar cigarrillos, desapareciendo para siempre de sus vidas. A su novio, el capitán del Ejército Gustavo Morante, no lo mencionó. De su existencia se enteraría Francisco mucho después.
Les sirvieron de postre papayas en almíbar cosechadas en las tibias regiones norteñas. Ella las acarició con la vista y la cuchara, gozando la espera. Francisco comprendió que la joven, tal como él, respetaba ciertos placeres terrenales. Irene no terminó el postre, dejando un trozo en el plato.
—Así más tarde lo saboreo con el recuerdo —explicó—. Y ahora háblame de ti…
En pocas palabras, porque su inclinación natural y los requisitos de su profesión lo inducían a ser lacónico y, en cambio, a escuchar con atención, le contó que llevaba algún tiempo sin encontrar empleo de psicólogo y necesitaba trabajar en cualquier oficio digno. La fotografía parecía una buena posibilidad, pero no deseaba convertirse en uno de esos aficionados mendicantes que se ofrecen en bodas, bautizos y onomásticos, por eso acudía a la revista.
—Mañana entrevistaré a unas prostitutas, ¿quieres hacer una prueba conmigo? —preguntó Irene.
Francisco aceptó de inmediato, apartando una sombra de tristeza en su espíritu al comprobar cuánto más fácil era ganarse la vida apretando un obturador, que poniendo al servicio del prójimo su experiencia y los conocimientos duramente obtenidos en años de estudio.
Cuando les llevaron la cuenta, ella abrió el bolso para sacar dinero, pero Francisco había recibido lo que su padre llamaba una estricta educación de caballero, porque lo cortés no quita lo revolucionario. Se adelantó a tomar la factura pasando por alto los avances de las liberacionistas en sus campañas de igualdad, sorprendiendo desfavorablemente a la joven periodista.
—No tienes trabajo, déjame pagar —alegó. En los meses siguientes ése sería uno de sus pocos motivos de discusión.
Pronto Francisco Leal tuvo el primer indicio de los inconvenientes de su nueva ocupación. Al otro día acompañó a Irene a la zona roja de la ciudad, convencido de que ella había realizado contactos previos. Pero no fue así. Llegaron al barrio de los burdeles al anochecer y se dedicaron a recorrer las calles con tal aire de perdidos, que muchos clientes potenciales abordaron a la muchacha preguntándole su tarifa. Después de observar un poco, Irene se acercó a una morena plantada en una esquina bajo las luces multicolores de los avisos de neón.
—Permiso, señorita, ¿usted es puta?
Francisco se aprontó para defenderla en el caso justificado que la otra le propinara un carterazo, pero nada de eso ocurrió, al contrario, la morena infló sus pechos como dos globos prisioneros en su blusa a punto de estallar y sonrió alegrando la noche con el brillo de un diente de oro.
—A tus órdenes, hija —replicó.
Irene procedió a explicarle las razones por las cuales se encontraban allí y ella ofreció su colaboración con esa buena voluntad de la gente hacia la prensa. Eso atrajo la curiosidad de sus compañeras y de algunos transeúntes. En pocos minutos se formó un grupo causando cierta congestión urbana.
Francisco sugirió despejar la vía antes que llegara una patrulla, como ocurría cuando más de tres personas se juntaban sin autorización de la Comandancia. La morena los condujo hasta el Mandarín Chino, donde prosiguió la amena conversación con la matrona y las otras mujeres de la casa, mientras los clientes aguardaban con paciencia y hasta aceptaban participar en la entrevista, siempre que respetaran su anonimato.
Francisco no tenía el hábito de formular preguntas íntimas fuera de su consultorio y sin fines terapéuticos, por eso se sorprendió cuando Irene Beltrán llevó a cabo un extenso interrogatorio: cuántos hombres por noche, cuál era el monto de ingresos, las tarifas especiales para escolares y ancianos, tristezas y atropellos, la edad de retiro y a cuánto asendía el porcentaje de los cafiches y policías. En sus labios la investigación adquiría una alba pátina de inocencia. Al concluir su trabajo estaba en muy buenos términos con las damas de la noche y su amigo temió que decidiera trasladarse a vivir al Mandarín Chino. Más tarde supo que siempre actuaba así, poniendo el alma en todo lo que hacía. En los meses siguientes la vio a punto de adoptar una criatura cuando hizo una encuesta sobre huérfanos, lanzarse desde un avión siguiendo a unos paracaidistas y desmayarse de terror en una mansión espirituada donde anteriormente padecieran horas de espanto.
Desde esa noche la acompañó en casi todos sus pasos como periodista. Las fotografías ayudaron al presupuesto de los Leal y significaron un cambio en la existencia de Francisco, que se enriqueció con nuevas andanzas. En contraste con la frivolidad y el brillo efímero de la revista, estaba la áspera realidad del consultorio en la población de su hermano José, donde atendía tres veces por semana a los más desesperados, con la sensación de ayudar muy poco, porque no existía consuelo para tanta miseria. Nadie en la editorial sospechó del nuevo fotógrafo. Parecía un hombre tranquilo. Ni siquiera Irene supo de su vida secreta, aunque algunos indicios leves estimulaban su curiosidad. Sería mucho más tarde, al cruzar la frontera de las sombras, cuando descubrió la otra cara de ese amigo suave y de pocas palabras. En los meses siguientes se estrechó su relación. No podían prescindir uno del otro, se habituaron a estar juntos en el trabajo y en el tiempo libre, inventando diversos pretextos para no separarse. Compartían los días sorprendidos de la suma de sus encuentros. Amaban la misma música, leían los mismos poetas, preferían el vino blanco seco, reían al unísono, se conmovían por iguales injusticias y se sonrojaban ante los mismos bochornos. A Irene le extrañaba que Francisco desapareciera a veces por uno o más días, pero él eludió las explicaciones y ella tuvo que aceptar el hecho sin hacer preguntas. Ese sentimiento era semejante al de Francisco cuando ella estaba con su novio, pero ninguno de los dos sabía reconocer los celos.
Digna Ranquileo consultó a don Simón, conocido en todo el ámbito de la región por sus aciertos medicinales, muy superiores a los del hospital. Las enfermedades, decía, son de dos tipos: se curan solas o no tienen remedio. En el primer caso podía aliviar los síntomas y abreviar la convalecencia, pero si le tocaba un paciente incurable, lo enviaba al doctor de Los Riscos, salvando así su prestigio y de paso salpicando de dudas a la medicina tradicional. La madre lo encontró descansando en una silla de paja en la puerta de su casa, a tres cuadras de la plaza del pueblo. Se rascaba la barriga con mansedumbre y conversaba en voz alta con un loro que se balanceaba sobre el respaldo.
—Aquí le traigo a mi chiquilla —dijo Digna sonrojándose.
—¿No es ésta la Evangelina cambiada? —saludó impávido el curandero.
Digna asintió. El hombre se puso lentamente de pie y las invitó al interior de su morada. Entraron en una amplia habitación en penumbra, atiborrada de frascos, ramajes secos, yerbas colgando del techo y oraciones impresas enmarcadas en la pared; mucho más parecía la covacha de un náufrago que el consultorio de un científico, como a él le gustaba designarlo. Aseguraba ser médico graduado en Brasil y a quien lo dudara le mostraba un mugroso diploma con firmas floridas y ribetes de ángeles dorados. Una cortina de hule aislaba un rincón del cuarto. Mientras la madre relataba los pormenores de su desgracia, él escuchaba con los ojos entornados sumido en concentración. De soslayo echaba unas miradas a Evangelina, detallando las huellas de rasguños en su piel, la palidez de su rostro, a pesar de las mejillas partidas por el frío y las sombras violáceas bajo sus ojos. Conocía esos síntomas, pero para estar completamente seguro le ordenó cruzar la cortina y quitarse toda la ropa.
—Voy a examinar a la mocosa, señora Ranquileo —dijo depositando al loro sobre la mesa y siguiendo a Evangelina.
Después de revisarla minuciosamente y hacerla orinar en una bacinica para estudiar la naturaleza de sus fluidos, don Simón corroboró sus sospechas.
—Le hicieron un mal de ojo.
—¿Eso tiene cura, don? —preguntó Digna Ranquileo espantada.
—Sí la tiene, pero debemos descubrir quién lo hizo para combatir el daño, ¿comprende? Averigüe quién odia a la chiquilla y me avisa para que yo pueda mejorarla.
—Nadie odia a Evangelina, don Simón. Es una niña inocente. ¿Quién puede hacerle ese perjuicio?
—Algún hombre despechado o una mujer celosa —sugirió el curandero atisbando los senos minúsculos de la paciente.
Evangelina se echó a llorar con desconsuelo y su madre dio un respingo colérico, pues vigilaba a su hija de cerca, estaba segura de que no mantenía relaciones amorosas y menos podía imaginar a alguien interesado en hacerle daño. Además, Digna había perdido parte de la confianza en don Simón, desde que supo cómo lo engañaba su mujer, porque concluyó con razón que no debía ser tanta su sabiduría si era la única persona del pueblo en ignorar sus propios cuernos. Dudó del diagnóstico, pero no quiso ser descortés. Con muchos rodeos pidió algún medicamento para no irse de allí con las manos vacías.
—Recétele a la niña unas vitaminas, don, a ver si se le pasa. Puede ser que junto al mal de ojo tenga la peste inglesa…
Don Simón le entregó un puñado de píldoras de fabricación casera y unas hojas machacadas en un mortero y reducidas a polvo.
—Disuelva esto en vino y se lo da a tomar dos veces al día. También tiene que ponerle compresas de mostaza y meterla en agua fría. No se olvide de las infusiones de castaño dulce. Siempre sirven para estos casos.
—¿Y con eso se le pasarán los ataques?
—Le bajará la calentura del vientre, pero mientras esté ojeada no se mejorará. Si le da otro ataque me la trae para hacerle un ensalmo.
Tres días más tarde, madre e hija se encontraban de regreso para intensificar el tratamiento, porque Evangelina sufría una crisis diaria siempre alrededor del mediodía. En esta ocasión el curandero procedió enérgicamente. Se llevó a la paciente detrás del hule, la desnudó con sus propias manos y la lavó de pies a cabeza con una mixtura compuesta de alcanfor, azul de metileno y agua bendita en partes iguales, deteniéndose con especial atención en las zonas más afectadas por el mal: talones, senos, espalda y ombligo. La fricción, el susto y el roce de aquellas pesadas palmas, tiñeron la piel de la joven de un tenue color celeste y le produjeron una violenta agitación nerviosa que por poco la conduce a un patatús. Por fortuna, él disponía de un jarabe de agrimonia para tranquilizar a la enferma, dejándola desfalleciente y temblorosa. Después del ensalmo entregó a la madre una larga lista de recomendaciones y varias yerbas medicinales: álamo temblón contra la inquietud y la ansiedad, achicoria para la autocompasión, genciana para evitar el desánimo, aulaga contra el suicidio y el llanto, acebo para prevenir el odio y la envidia, pino para curar el remordimiento y el pánico. Le indicó llenar una fuente con agua de manantial, echar dentro las hojas y flores y dejarlas reposar a la luz diurna durante cuatro horas antes de hacerlas hervir a fuego lento. Le recordó que para la impaciencia amorosa de los inocentes se debe poner piedra alumbre en su alimento y evitar que comparta la cama con otros miembros de la familia, porque la calentura se contagia, como el sarampión. Finalmente le dio un frasco de pastillas de calcio y un jabón desinfectante para su baño diario.
A la semana la muchacha había adelgazado, tenía turbia la mirada y trémulas las manos, andaba con el estómago revuelto y los ataques continuaban. Entonces, venciendo su natural resistencia, Digna Ranquileo la llevó al hospital de Los Riscos, donde un joven facultativo recién llegado de la capital, que se expresaba en términos científicos y nunca había oído del empacho, la lipiria calambre y mucho menos del mal de ojo, le aseguró que Evangelina padecía histeria. Dictaminó ignorarla y esperar que el término de la adolescencia apaciguara sus nervios.
Le recetó un tranquilizante capaz de tumbar a un toro y le advirtió que si esas pataletas de loca no se le pasaban, tendrían que remitirla al Hospital Psiquiátrico de la capital, donde le devolverían el buen juicio con golpes de electricidad.
Digna quiso saber si la histeria causaba el baile de las tazas en las estanterías, el lúgubre aullido de los perros, la ruidosa lluvia de piedras invisibles en el techo y la vibración de los muebles, pero el doctor prefirió no entrar en tales honduras y se limitó a recomendarle que pusiera la vajilla en un lugar seguro y atara a las bestias en el patio.
Al comienzo el medicamento sumió a Evangelina en un sopor profundo, parecido a la muerte. A duras penas podían hacerla abrir los ojos para alimentarla. Le introducían un bocado entre los labios y luego le salpicaban la cara con agua fría para que se acordara de masticar y tragar. Debían acompañarla a la letrina, pues temían verla caer dentro vencida por el sueño. Permanecía acostada y cuando sus padres la ponían de pie daba un par de pasos de borracho y caía al suelo roncando. Esta ensoñación se interrumpía sólo al mediodía para su trance acostumbrado, único momento en que se despabilaba dando muestras de alguna vitalidad. Antes de una semana las pastillas recetadas en el hospital dejaron de producirle efecto y entró en una etapa de mutismo y tristeza que la mantenía quieta e insomne tanto de día como de noche. Entonces la madre tomó la iniciativa de enterrar las píldoras en un hoyo profundo del huerto donde no pudieran ser encontradas por ningún ser viviente.
Desesperada, Digna Ranquileo acudió a Mamita Encarnación, quien después de establecer claramente que su especialidad eran los partos y embarazos y en ningún caso los arrebatos provocados por otras causas, aceptó examinar a la joven.
Llegó a la casa una mañana y pudo presenciar el trance lunático y comprobar con sus propios ojos que la tembladera de los muebles y el comportamiento alterado de los animales no eran habladurías, sino la verdad misma.
—A esta niña le falta un hombre —dictaminó.
Semejante afirmación ofendió a los Ranquileo. No podían aceptar que una muchacha decente, criada como hija propia, a quien habían cuidado con especial esmero y preservado del roce hasta de sus hermanos, se alborotara como las perras. La partera movió la cabeza ignorando estos argumentos e insistió en su diagnóstico. Recomendó mantenerla siempre ocupada con mucho trabajo, para así prevenir males mayores.
—El ocio y la castidad producen melancolía. De todos modos tienen que aparearla, porque este torbellino no se le va a pasar sin un macho.
Escandalizada, la madre no siguió el consejo, pero cumplió la recomendación de tener a la muchacha afanada, con lo cual le devolvió la alegría y el sueño, pero no logró disminuir la intensidad de sus crisis.
Pronto los vecinos se enteraron de esas extravagancias y empezaron a fisgonear alrededor de la casa. Los más atrevidos merodeaban desde temprano para ver el fenómeno de cerca y trataron de buscarle alguna aplicación práctica. Algunos sugirieron a Evangelina comunicarse con las ánimas del Purgatorio durante el ataque, adivinar el futuro o calmar la lluvia.
Digna comprendió que si el asunto pasaba a dominio público, llegaría gente de todas partes a pisotear su huerto, ensuciar su patio y burlarse de su hija. En esas condiciones Evangelina nunca encontraría a un hombre con suficiente valor para desposarla y darle los niños que tanto necesitaba. Como nada podía esperar de la ciencia, visitó a su pastor evangélico en el galpón pintado de añil que servía de templo a los seguidores de Jehová. Ella era miembro activo de la pequeña congregación protestante y el ministro la recibió con amabilidad. Le contó sin omitir detalles la desdicha que abrumaba su hogar, aclarando haber evitado a su hija todo contacto pecaminoso, incluso las miradas de sus hermanos y de su padre adoptivo.
El Reverendo escuchó el relato con gran atención. Puso ambas rodillas por tierra y durante largos minutos se sumió en meditación pidiendo una luz al Señor. Luego abrió la Biblia al azar y leyó el primer versículo que cayó ante sus ojos:
Holofernes estuvo muy alegre a causa de ella y bebió vino sin medida, más de lo que nunca en su vida había tomado (Jud. 12:20).
Satisfecho, interpretó la respuesta de Dios al problema de su sierva Ranquileo.
—¿Abandonó su marido el alcohol, hermana?
—Usted sabe que eso es imposible.
—¿Cuántos años llevo predicándole la abstinencia?
—No puede dejarlo, tiene el vino metido en la sangre.
—Dígale que se acerque a la Verdadera Iglesia Evangélica, podemos ayudarlo. ¿Ha visto algún borracho entre nosotros?
Digna le dio las razones tantas veces repetidas para justificar la debilidad de su esposo. El asunto remontaba a su tercer hijo, muerto al nacer. Sin dinero para comprar una urna, Hipólito colocó al angelito en una caja de zapatos, se la puso bajo el brazo y partió rumbo al cementerio. Por el camino se empeñó en matar la pena con unos tragos hasta perder la noción de sí mismo. Tiempo después recuperó el sentido tirado en un barrial. La caja había desaparecido y aunque recorrió toda la región buscándola, nunca pudo ser hallada.
—Imagínese sus pesadillas, Reverendo. Todavía sueña con eso mi pobre Hipólito. Despierta gritando porque su hijo lo llama desde el Limbo. Cada vez que se acuerda recurre a la botella. Por eso se emborracha y no por vicio o por maldad.
—El alcohólico siempre tiene una disculpa a flor de labios. Evangelina es una trompeta de Dios. Mediante su enfermedad el llama a su marido para reformarlo antes de que sea tarde.
—Con todo respeto, Reverendo, si el Señor me da a elegir, prefiero ver a Hipólito borracho de solemnidad y no a mi niña aullando como perro y hablando con voz de macho.
—¡Pecado de soberbia, hermana! ¿Quién eres tú para indicar a Jehová la forma de conducir nuestros miserables destinos?
Llevado por su celo, a partir de ese día el pastor acudió con frecuencia a casa de los Ranquileo, acompañado por algunos devotos miembros de su congregación, para ayudar a la joven con el poder de la oración comunitaria. Pero transcurrió otra semana y Evangelina no daba muestras de mejoría.
Uno de los intrusos deambulando inquieto a la hora del ataque, descubrió la forma de beneficiarse. Tropezó con una silla y se apoyó accidentalmente en la cama donde la muchacha se contorsionaba. Al día siguiente habían desaparecido las verrugas que empedraban su mano. Se corrió de inmediato la voz del prodigio y los visitantes aumentaron en forma alarmante, seguros de obtener curaciones durante el trance. Alguien desempolvó la historia de las Evangelinas cambiadas en el hospital y eso contribuyó al prestigio del milagro. Entonces el Reverendo consideró la cuestión fuera del alcance de sus conocimientos y sugirió llevar a la enferma donde el cura católico, cuya Iglesia, por ser más antigua, poseía mayor experiencia con los santos y sus obras.
En la parroquia, el Padre Cirilo escuchó la historia de labios de los Ranquileo y recordó a Evangelina como la única de su curso que no hizo la Primera Comunión en la escuela porque su madre pertenecía a las filas herejes del protestante. Era una de las ovejas de su rebaño arrebatada por la fanfarria de bombo y platillo de los evangélicos, pero de todos modos él no podía negarle su consejo.
—Rezaré por la criatura. La misericordia del Señor es infinita y tal vez nos ayude, a pesar de que ustedes están alejados de la Santa Iglesia.
—Gracias, Padre, pero además de las oraciones, ¿no me la podría exorcizar? —sugirió Digna.
El sacerdote se persignó alarmado. Esa idea debía provenir de su rival protestante, pues aquella campesina no podía ser versada en tales materias. En los últimos tiempos, el Vaticano no veía con buenos ojos esos ritos y hasta evitaba mencionar al demonio, como si fuera mejor ignorarlo. El tenía pruebas irrefutables de la existencia de Satanás, el devorador de almas, y por lo mismo no se sentía inclinado a hacerle frente con ceremonias improvisadas. Por otra parte, si semejantes prácticas llegaban a oídos de su superior, el manto del escándalo oscurecería definitivamente su vejez. Sin embargo, el sentido común le advertía que a menudo la sugestión realiza proezas inexplicables y tal vez unos padrenuestros y unas asperciones de agua bendita calmarían a la enferma. Dijo a la madre que eso sería suficiente, descontando como poco probable la posesión demoníaca. El exorcismo no podía aplicarse a ese caso. Consistía en vencer al mismo Diablo y un párroco achacoso y solitario, perdido en una aldea rural, no representaba un rival apropiado para las fuerzas del Maligno, suponiendo que ésa fuera la causa de los sufrimientos de Evangelina. Les ordenó reconciliarse con la Santa Iglesia Católica, porque esas desgracias solían ocurrir a quienes desafiaban a Nuestro Señor con sectas impías. Pero Digna había visto a los patrones en contubernio con el cura dentro del confesionario de la parroquia, entre mea culpa y cuchicheos, espiando a los campesinos y delatándolos en sus pequeños hurtos, por eso desconfiaba del catolicismo, considerándolo aliado de los ricos y enemigo de los pobres en abierta rebelión contra los mandatos de Jesucristo, quien predicó lo contrario.
Desde entonces también el Padre Cirilo acudía al hogar de los Ranquileo cuando se lo permitían sus múltiples ocupaciones y sus cansadas piernas. En la primera ocasión temblaron sus firmes convicciones ante el espectáculo de la joven fustigada por ese extraño mal. El agua bendita y los sacramentos no aliviaban los síntomas, pero como tampoco los agravaban, dedujo naturalmente que el Diablo estaba al margen de ese escándalo. Se unió al Reverendo protestante en el mismo empeño espiritual. Estuvieron de acuerdo en tratarlo como una enfermedad mental y en ningún caso como expresión divina, porque los burdos milagros atribuidos a la niña resultaban indignos de ser considerados. Juntos combatieron la superstición y después de estudiar el caso concluyeron que la desaparición de algunas verrugas que casi siempre se curan solas, el mejoramiento del clima, normal en esa época y la dudosa suerte en los juegos de azar, no bastaban para justificar ese halo de santidad. Pero estos enérgicos razonamientos del párroco y del pastor no detuvieron la romería. Entre los visitantes que acudían a pedir favores se dividieron las opiniones.
Mientras unos sostenían el origen místico de la crisis, otros la atribuían a un simple maleficio satánico. Es histeria, alegaban en coro el protestante, el cura, la comadrona y el médico del hospital de Los Riscos, pero nadie quiso escucharlos, entusiasmados como estaban con aquella feria de prodigios insignificantes.
Abrazada a la cintura de Francisco, con la cara aplastada contra la rugosa textura de su chaqueta y el pelo alborotado por el viento, Irene imaginaba volar sobre un dragón alado.
Atrás quedaban las últimas casas de la ciudad. La carretera avanzaba entre campos orillados de álamos translúcidos y a lo lejos se divisaban los cerros envueltos en la neblina azul de la distancia. Cabalgaba a horcajadas en la grupa, perdida en fantasías rescatadas de su infancia, a galope tendido por las dunas de un cuento oriental. Disfrutaba la velocidad, el estremecimiento sísmico entre las piernas, el rugido tremendo atravesando su piel. Pensaba en la santa que iba a visitar, en el título de su reportaje, la diagramación a cuatro páginas con fotografías a color. Desde la aparición del Iluminado, varios años atrás, que iba de norte a sur mejorando llagas y resucitando muertos, no se oía hablar de milagreros. Poseídos, espirituados, malditos y desquiciados había por montones, como la muchacha que escupía renacuajos, el viejo agorero de terremotos y el sordomudo que paralizaba las máquinas con la vista, tal como ella misma pudo comprobar cuando lo entrevistó por señas y después no hubo forma de poner en marcha su reloj.
Pero aparte de ese luminoso personaje, nadie se ocupó en mucho tiempo de prodigios benéficos para la humanidad. Cada día resultaba más difícil encontrar noticias atrayentes para la revista. Parecía que nada interesante pasaba en el país y cuando ocurría, la censura impedía su publicación. Irene metió las manos bajo la chaqueta de Francisco para entibiar sus dedos entumecidos. Palpó su pecho delgado, nervios y huesos, tan diferente a Gustavo, una masa compacta de músculos ejercitados por la esgrima, el judo, la gimnasia y las cincuenta planchas que hacía cada mañana con su tropa, porque no exigía a sus hombres nada que él mismo no fuera capaz de realizar. Soy como un padre para ellos, un padre severo, pero justo, decía. Al hacer el amor en la penumbra de los hoteles, se quitaba la ropa orgulloso de su porte y se exhibía por la habitación desnudo. Ella amaba ese cuerpo tostado por la sal y el viento, curtido por el esfuerzo físico, elástico, duro, armonioso. Lo observaba complacida y lo acariciaba algo distraída, pero con admiración. ¿Dónde se encontraría en ese momento?
Tal vez en los brazos de otra mujer. Aunque por carta él jurara fidelidad, Irene conocía los apremios de su naturaleza y podía visualizar oscuras mulatas disfrutando con él. Cuando estuvo en el Polo la situación fue diferente, porque en medio de aquel frío glacial y sin más compañía que los pingüinos y siete hombres entrenados para olvidar el amor, la castidad era obligatoria. Pero la joven estaba segura de que en el trópico la existencia del Capitán transcurría de manera diferente. Sonrió al comprobar cuán poco le importaba todo eso y trató de recordar sin conseguirlo cuándo sintió celos de su novio por última vez.
El ruido del motor llevó a su mente una canción de la Legión Española que Gustavo Morante tarareaba a menudo: Soy un hombre a quien la suerte hirió con zarpa fiera, Soy el novio de la Muerte que estreché con brazo fuerte y su amor fue mi bandera.
Mala idea fue cantarla delante de Francisco, porque a partir de entonces apodó a Gustavo el Novio de la Muerte. Irene no se ofendió por eso. En realidad pensaba poco en el amor y no cuestionaba su larga relación con el oficial, la aceptaba como una condición natural escrita en su destino desde la infancia. Tantas veces oyó decir que Gustavo Morante era su pareja ideal, que acabó por creerlo sin detenerse a juzgar sus sentimientos. Era sólido, estable, viril, firmemente plantado en su realidad. Ella se consideraba a sí misma como un cometa navegando en el viento y, asustada de su propio motín interior, cedía a veces a la tentación de pensar en alguien que pusiera freno a sus impulsos; pero esos estados de ánimo le duraban poco. Cuando meditaba en su futuro se tornaba melancólica, por eso prefería vivir desaforada mientras le fuera posible.
Para Francisco la relación de Irene con su novio era apenas la suma de dos soledades y de muchas ausencias. Decía que cuando tuvieran ocasión de permanecer juntos durante un tiempo, ambos comprenderían que sólo los unía la fuerza del hábito. No había urgencia alguna en ese amor, sus encuentros eran apacibles y demasiado largas sus separaciones. Creía que en el fondo Irene deseaba prolongar ese noviazgo hasta el fin de sus días, para vivir en libertad condicionada juntándose con él de vez en cuando y retozar como cachorros. Resultaba claro que el matrimonio la espantaba y por eso discurría pretextos de postergación, como si adivinara que una vez desposada con aquel príncipe destinado al generalato, debería renunciar a su revuelo de trapos, sus pulseras ruidosas y su agitada existencia.
Esa mañana, mientras la motocicleta tragaba potreros y cerros en dirección a Los Riscos, Francisco calculaba cuán poco faltaba para el regreso del Novio de la Muerte. Con su llegada todo cambiaría. Desaparecería la dicha de los últimos meses cuando tuvo a Irene para sí, adiós a los sueños turbulentos, las sorpresas cotidianas, la ansiedad de esperarla y la risa de verla acometer empresas desmesuradas. Debería ser mucho más cuidadoso, hablar sólo lo intrascendente y evitar toda acción sospechosa. Hasta entonces compartieron una serena complicidad. Su amiga parecía ambular por el mundo en estado de inocencia sin detectar los pequeños signos de su doble vida, al menos jamás hacía preguntas. En su presencia era indispensable tomar medidas de precaución, pero la llegada de Gustavo Morante lo obligaba a ser más prudente. Su relación con Irene le resultaba tan preciosa, que deseaba mantenerla intacta. No quería sembrar su amistad de omisiones y mentiras, pero comprendía que pronto sería inevitable. Mientras conducía el vehículo quiso prolongar ese paseo hasta el límite del horizonte, donde no los alcanzara la sombra de Capitán, atravesar el país, el continente y otros mares con Irene abrazada a su cintura. El viaje le pareció breve. Al desviarse por un angosto sendero aparecieron extensos trigales que en esa época lucían como una verde pelusa sobre los campos. Suspiró con cierta tristeza, porque habían llegado a su destino. Dieron sin dificultad con el lugar donde vivía la santa extrañados de tanta soledad y silencio, porque esperaban al menos una romería de incautos para ver el fenómeno.
—¿Estás segura de que es aquí?
—Segura.
—Entonces debe ser una santa de pacotilla, porque no se ve a nadie.
Ante sus ojos surgió una vivienda de campesinos pobres, con paredes de adobe blanqueadas a la cal, cubierta de tejas desteñidas, un corredor delante de la puerta y una sola ventana en toda la construcción. Al frente se extendía un amplio patio limitado por un parrón sin hojas, como un arabesco de ramas secas y torcidas, donde asomaban los primeros brotes presagiando la sombra del verano. Divisaron un pozo, una caseta de tablas que parecía una letrina y poco más allá una sencilla edificación cuadrada destinada a la cocina.
Varios perros de diferentes tamaños y pelajes acudieron a recibir a los visitantes ladrando furiosos. Irene, habituada al trato con los animales, caminaba en medio de la jauría hablando a las bestias como si las conociera de siempre.
Francisco, en cambio, se sorprendió recitando para sus adentros el verso mágico aprendido en su infancia para conjurar esos peligros: detente animal feroz, echa tu rabo en el suelo, que primero nació Dios, que tú grandísimo perro; pero era evidente que el sistema de su amiga funcionaba mejor, porque mientras ella avanzaba tranquila, a él lo rodearon mostrando los colmillos. Estaba dispuesto a repartir patadas entre los calientes hocicos, cuando apareció un niño de cortos años provisto de una varilla, quien a gritos espantó a los guardianes. Al bochinche surgieron de la casa otras personas: una mujer gruesa de aspecto tosco y resignado, un hombre con surcos en el rostro semejante a una castaña de invierno y varios niños de diversas edades.
—¿Aquí vive Evangelina Ranquileo? —preguntó Irene.
—Sí, pero los milagros son al mediodía.
Ella explicó que eran periodistas atraídos por la magnitud de los rumores. La familia, venciendo la timidez, los invitó a entrar en su vivienda de acuerdo a la inalterable tradición hospitalaria de los habitantes de esa tierra.
Pronto llegaron los primeros visitantes y se instalaron en el patio de los Ranquileo. En la luz de la mañana Francisco enfocó a Irene mientras hablaba con la familia, para captarla en un descuido, porque no le gustaba posar para la cámara Las fotografías engañan al tiempo, suspendiéndolo en un trozo de cartón donde el alma queda bocabajo, decía. El aire limpio y el entusiasmo daban a la joven el aspecto de una criatura del bosque. Circulaba en la propiedad de los Ranquileo con la libertad y la confianza de quien hubiera nacido allí, hablando, riendo, ayudando a servir los refrescos, sorteando a los perros que movían la cola entre sus piernas. Los niños la seguían asombrados por su extraño cabello, su ropa extravagante, su risa perenne y el encanto de sus pequeños gestos.
Llegaron algunos evangelistas con sus guitarras, flautas y bombos y comenzaron a entonar salmos bajo la dirección del Reverendo, quien resultó ser un hombrecillo de chaqueta lustrosa y sombrero de funeral. El coro y los instrumentos desafinaban plañideramente, pero nadie, excepto Irene y Francisco, parecía notarlo. Llevaban varias semanas oyéndolo y se le había acostumbrado el oído.
También apareció el Padre Cirilo acezando por el enorme esfuerzo de pedalear en bicicleta desde la Iglesia hasta la casa de los Ranquileo. Sentado bajo el parrón, perdido en divagaciones melancólicas o en oraciones aprendidas de memoria, se mecía la barba blanca que de lejos parecía un rama de azucenas prendido a su pecho. Tal vez había comprendido que el rosario de Santa Gemita tocado por las manos del Papa resultaba tan ineficaz en ese caso como los cánticos de su colega protestante o las píldoras multicolores del médico de Los Riscos. De vez en cuando consultaba su reloj de bolsillo para verificar la puntualidad del trance. Otras personas atraídas por la posibilidad de los milagros se mantenían silenciosas bajo el alero de la casa, en sillas dispersas a la sombra. Algunos conversaban pausadamente de la próxima siembra o de algún lejano partido de fútbol escuchado por radio, sin mencionar en ningún momento el interés que los había conducido hasta allí, por respeto a los dueños de casa o por pudor.
Evangelina y su madre atendían a las visitas ofreciendo agua fresca con harina tostada y miel. Nada en el aspecto de la muchacha lucía anormal, se veía tranquila, con las mejillas arreboladas y una sonrisa bobalicona en su cara de manzana Estaba contenta de ser el centro de atracción de esa pequeña concurrencia.
Hipólito Ranquileo demoró un largo tiempo en reunir a los perros para atarlos a los árboles. Ladraban demasiado. Luego se aproximó a Francisco para explicarle la necesidad de matar a una de las perras, porque había parido el día anterior y devoró a las crías, hecho tan grave como una gallina cantando con voz de gallo. Ciertos vicios de la naturaleza deben eliminarse de raíz para evitar contagios a otras criaturas. En esta materia él era muy delicado.
En eso estaban cuando el Reverendo se plantó al centro del patio e inició a todo pulmón un apasionado discurso. Los presentes lo atendieron para no desairarlo, aunque era evidente que todos menos los evangelistas se sentían desconcertados.
“¡Alza de precios! ¡Carestía de la vida! Este es un problema conocido. Para detenerlo hay muchos medios: cárcel, multa, huelga, etc. ¿Cuál es el meollo del problema? ¿Cuál es la causa?
¿Cómo es la bola de fuego que inflama la codicia del hombre? Hay detrás de esto una tendencia peligrosa al pecado de la concupiscencia, el apetito desordenado por los placeres terrenales. Ello aleja al hombre del Santo Dios, produce desequilibrio humano, moral, económico y espiritual, desata la ira del Señor Todopoderoso. Nuestros tiempos son como los de Sodoma y Gomorra, el hombre ha caído en las tinieblas del error y ahora cosecha su celemín de castigos por haberle dado la espalda al Creador. Jehová nos manda sus advertencias para que recapacitemos y tengamos arrepentimiento de nuestros asquerosos pecados…”
—Disculpe, Reverendo, ¿le sirvo un refresco? —lo interrumpió Evangelina dejándolo con la inspiración en un hilo para enumerar nuevas faltas.
Una de las discípulas protestantes, bizca y paticorta, se acercó a Irene para explicarle su teoría sobre la hija de los Ranquileo: Belcebú, príncipe de los demonios, se le ha metido en el cuerpo, escriba eso en su revista, señorita. Le gusta fregar a los cristianos, pero el Ejército de Salvación es más fuerte y lo vencerá. Póngalo en su revista, no se olvide.
El Padre Cirilo escuchó las últimas palabras, tomó a Irene por el brazo y la llevó aparte.
—No le haga caso. Estos evangélicos son muy ignorantes, hija. No están en la verdadera fe, pero tienen algunas buenas cualidades, eso no se puede negar. ¿Sabe que son abstemios? Hasta los alcohólicos consuetudinarios dejan de beber en es secta, por eso yo los respeto. Pero el Diablo nada tiene qué ver con esto. La niña está chiflada, eso es todo.
—¿Y los milagros?
—¿De cuáles milagros me habla? No creerá esas patrañas.
Minutos antes del mediodía Evangelina Ranquileo abandonó el patio para entrar en la casa. Se quitó el chaleco se soltó la trenza de su cabello y se sentó en una de las tres camas del cuarto. Afuera todos callaron, acercándose al corredor par mirar a través de la puerta y de la ventana. Irene y Francisco siguieron a la muchacha al interior de la vivienda y mientras él acomodaba su cámara a la penumbra, ella preparaba la grabadora.
El hogar de los Ranquileo tenía suelo de tierra, tan pisado, mojado y vuelto a pisar, que había adquirido la consistencia del cemento. Los escasos muebles eran de madera ordinaria sin pulir, había algunas sillas y taburetes de paja una mesa rústica de fabricación casera y como único adornó una imagen de Jesús con el corazón en llamas. Una cortina separaba el dormitorio de las niñas. Los muchachos disponían de algunos colchones en el suelo en un cuarto anexo con entrada independiente, así evitaban la promiscuidad entre hermanos. Todo estaba escrupulosamente limpio, olía a menta y tomillo, un ramo de cardenales rojos en un tarro daba alegría a la ventana y sobre la mesa se extendía un mantel verde de lienzo. Francisco encontró en esos sencillos elementos un profundo sentido estético y decidió que más tarde tomaría algunas fotografías para su colección. Nunca pudo hacerlo.
A las doce del mediodía Evangelina cayó sobre la cama. Su cuerpo se estremeció y un hondo, largo, terrible gemido la recorrió entera, como una llamada de amor. Comenzó a agitarse convulsivamente y se arqueó hacia atrás en un esfuerzo sobrehumano. En su rostro desfigurado se borró la expresión de niña simple que tenía poco antes y envejeció de súbito varios años. Una mueca de éxtasis, dolor o lujuria marcó sus facciones. La cama se remeció e Irene, aterrada, percibió que también la mesa a dos metros de distancia adquiría movimiento propio sin mediar fuerza alguna conocida. El susto venció su curiosidad y se acercó a Francisco en busca de protección, lo tomó de un brazo y se estrechó a él sin quitar la vista del espectáculo demencial que se desarrollaba sobre el lecho, pero su amigo la apartó con suavidad para manipular la cámara. Afuera los perros aullaban en un interminable lamento de catástrofe, coreando las voces de cánticos y rezos. Las jarras de latón bailaban en la alacena y extraños golpes azotaban el tejado como una granizada de guijarros. Un temblor continuo sacudía un entablado sobre las vigas del alero, donde la familia guardaba las provisiones, las semillas y las herramientas de labranza.
De arriba cayó una lluvia de maíz escapado de los sacos, aumentando la sensación de pesadilla. Sobre la cama Evangelina Ranquileo se contorsionaba, víctima de impenetrables alucinaciones y urgencias misteriosas. El padre, oscuro, desdentado, con su patética expresión de payaso triste, observaba abatido desde el umbral, sin acercarse. La madre permanecía al lado de la cama con los ojos entornados, intentando tal vez escuchar el silencio de Dios. Dentro y fuera de la casa la esperanza se apoderaba de los peregrinos. Uno a uno se aproximaron a Evangelina en demanda de su pequeño, humilde milagro.
—Sécame los furúnculos, santita.
—Haz que no se lleven a mi Juan a la conscripción.
—Dios te salve, Evangelina, llena eres de gracia, sánale las almorranas a mi marido.
—Hazme una seña, ¿qué número juego en la lotería?
—Para la lluvia, sierva de Dios, antes de que las siembras se vayan al carajo.
Los que habían acudido estimulados por la fe o simplemente como recurso desesperado, desfilaban en orden deteniéndose un instante junto a la joven para hacer su petición y después se alejaban transfigurados por la confianza de que por su intermedio la Divina Providencia los beneficiaría.
Nadie escuchó llegar el camión de la guardia.
Oyeron órdenes y antes que pudieran reaccionar, los militares invadieron en tropel, ocupando el patio y metiéndose a la casa con las armas en la mano. Apartaron a la gente a empujones, corrieron a los niños a gritos, golpearon con las culatas a quienes se pusieron por delante y llenaron el aire con sus voces de mando.
—¡Cara a la pared! ¡Manos a la nuca! —gritó el hombre macizo con cuello de toro, que dirigía al grupo.
Todos obedecieron, menos Evangelina Ranquileo imperturbable en su trance e Irene Beltrán inmovilizada en su sitio tan sorprendida que no atinó a moverse.
—¡Los documentos! —bramó un sargento con cara de indígena.
—Soy periodista y él es fotógrafo —dijo Irene con voz firme señalando a su amigo.
Cachearon a Francisco bruscamente en los costados, las axilas, la entrepierna y los zapatos.
—¡Vuélvete! —le ordenaron.
El oficial, a quien más tarde conocerían como el Teniente Juan de Dios Ramírez, se aproximó y le puso el cañón de la metralleta en las costillas.
—¡Tu nombre!
—Francisco Leal.
—¿Qué mierda hacen aquí?
—Ninguna mierda, un reportaje —interrumpió Irene.
—¡No te hablo a ti!
—Pero yo sí, mi Capitán —sonrió ella subiéndolo de grado con ironía.
El hombre vaciló, poco acostumbrado a la impertinencia de un civil.
—¡Ranquileo! —llamó.
Al punto se destacó entre la tropa un gigante moreno, de expresión alelada, armado con un rifle, y se cuadró frente a su superior.
—¿Esta es tu hermana? —señaló el Teniente a Evangelina, que estaba en otro mundo, perdida en turbia cópula con los espíritus.
—¡Afirmativo, mi Teniente! —respondió el otro rígido, los talones juntos, el pecho erguido, la vista al frente, el rostro de granito.
En ese instante una nueva y más violenta lluvia de piedras invisibles remeció el techo. El oficial se lanzó de bruces al suelo y sus hombres lo imitaron. Estupefactos, los demás los vieron reptar sobre codos y rodillas hasta el patio, donde se pusieron de pie apresuradamente y corrieron zigzagueando a ocupar sus posiciones. Desde la artesa del lavado, el Teniente comenzó a disparar en dirección a la casa. Era la señal esperada. Los guardias enloquecidos, excitados por una incontrolable violencia, apretaron sus gatillos y en unos segundos el cielo se llenó de ruido, gritos, llantos, ladridos, cacareos, una ventolera de pólvora. Los que estaban en el patio se tiraron a tierra y algunos buscaron refugio en la acequia y detrás de los árboles. Los evangélicos intentaron poner a salvo sus instrumentos musicales y el Padre Cirilo se metió bajo la mesa estrechando el rosario de Santa Gemita y clamando en voz alta la protección del Señor de los Ejércitos.
Francisco Leal advirtió que los proyectiles pasaban cerca de la ventana y algunos impactaban contra las gruesas paredes de adobe como una ráfaga de tenebrosos presagios. Tomó a Irene por la cintura y la echó al piso, cubriéndola con su cuerpo. La sintió estremecerse entre sus brazos y no supo si se ahogaba con su peso o estaba aterrorizada. Apenas se disipó el griterío y el espanto, se puso de pie y corrió a la puerta, seguro de encontrar media docena de muertos por la balacera, pero el único cadáver con que tropezaron sus ojos fue el de una gallina destripada por las municiones. Los guardias estaban sofocados, poseídos de locura, desbordados por la sensación del poder. Los vecinos y curiosos yacían por el suelo cubiertos de polvo y barro, los niños lloraban y los perros tiraban de sus amarras ladrando desesperados. Francisco sintió a Irene pasar por su lado como una exhalación y antes que pudiera detenerla se detuvo frente al Teniente con los brazos en jarra, gritando con una voz que no parecía la suya.
—¡Salvajes! ¡Bestias! ¿No tienen respeto? ¿No ven que pueden matar a alguien?
Francisco corrió hacia ella, convencido de que le meterían una bala entre los ojos, pero comprobó asombrado que el oficial se reía.
—No te pongas nerviosa, linda, disparamos al aire.
—¿Por qué me tutea? ¿Y en primer lugar qué hacen ustedes aquí? —lo increpó Irene sin poder controlar sus nervios.
—Ranquileo me contó lo de su hermana y yo le dije: allá donde fracasan los curas y los doctores, triunfan las Fuerzas Armadas. Eso le dije y por eso estamos aquí. ¡Ahora veremos si sigue pataleando cuando me la lleve presa, la chiquilla ésa!
Caminó a grandes zancadas en dirección a la casa. Irene y Francisco lo siguieron como autómatas. Lo que ocurrió a continuación quedaría para siempre grabado en sus memorias y lo recordarían como una sucesión de imágenes tormentosas e inconexas.
El Teniente Juan de Dios Ramírez se aproximó a la cama de Evangelina. La madre se movió para detenerlo, pero él la apartó. ¡No la toque! alcanzó a gritar la mujer, pero fue tarde, porque el oficial había estirado la mano y tomado a la enferma por un brazo.
Antes que nadie pudiera predecirlo, el puño de Evangelina salió disparado a estrellarse contra la rubicunda cara del militar, dándole en la nariz con tal fuerza, que lo lanzó de espaldas al suelo. Como una pelota inútil rodó su casco bajo la mesa. La joven perdió en seguida la rigidez, sus ojos ya no parecían extraviados ni echaba espumarajos por la boca. La que tomó al Teniente Ramírez por la guerrera sin el menor esfuerzo, lo levantó en vilo y lo sacó de la casa sacudiéndolo como un estropajo, era la suave muchacha de quince años y huesos frágiles que poco antes servía harina tostada con miel bajo el parrón. Sólo su fuerza portentosa delataba el estado anormal en que se encontraba. Irene reaccionó rápidamente. Arrebató a Francisco la cámara de las manos y comenzó a fotografiar sin cuidarse del enfoque, con la esperanza de que algunas tomas salieran bien, a pesar del brusco cambio en la intensidad de la luz entre las sombras del interior y la reverberación del mediodía afuera.
A través del lente Irene vio a Evangelina remolcar al Teniente hasta el centro del patio y lanzarlo con displicencia a pocos metros de los protestantes, quienes permanecían temblando agazapados en el suelo. El oficial intentó ponerse en pie, pero ella le propinó unos cuantos golpes certeros en la nuca y lo dejó allí sentado, le mandó algunas patadas sin rabia, ignorando a los guardias que la rodeaban apuntándola con sus armas pero sin atreverse a disparar, paralizados por el asombro. La muchacha agarró la metralleta que Ramírez mantenía abrazada contra el pecho y la tiró lejos. Cayó en un barrial donde se hundió frente al hocico impasible de un puerco, que la husmeó antes de verla desaparecer tragada por la porquería.
En ese momento Francisco Leal adquirió conciencia de la situación y recordó sus estudios de psicología. Se aproximó a Evangelina Ranquileo y con suavidad, pero también con firmeza, le dio un par de toques en el hombro llamándola por su nombre. La joven pareció volver de un largo viaje sonámbulo.
Bajó la cabeza, sonrió con timidez y fue a sentarse bajo el parrón, mientras los uniformados corrían a recuperar la metralleta, a limpiarle el barro, a buscar el casco, a socorrer a su superior, ponerlo de pie, sacudirle la ropa, ¿cómo se siente mi Teniente? Y el oficial pálido, trémulo, los apartó a manotazos, se colocó el casco y empuñó su arma, sin encontrar en todo su vasto repertorio de violencias la más adecuada para esa ocasión.
Inmóviles, aterrorizados, todos esperaron algo atroz, alguna tenebrosa locura o flagelo final que acabara con ellos, los alinearan contra la pared y los fusilaran sin más trámite o, por lo menos, los subieran a culatazos al camión y los hicieran desaparecer en algún barranco de las montañas. Pero después de una larguísima vacilación, el Teniente Juan de Dios Ramírez dio media vuelta y se dirigió a la salida.
—¡Retirarse, huevones! —gritó y sus hombres lo siguieron.
Pradelio Ranquileo, el hermano mayor de Evangelina, desencajado y con una expresión de estupor en su rostro moreno, fue el último en obedecer y sólo reaccionó al escuchar el motor del camión. Corriendo trepó en la parte trasera junto a sus compañeros. Entonces el oficial recordó las fotografías, impartió una orden y el sargento dio media vuelta y trotó en dirección a Irene, le arrebató la cámara, le quitó el rollo de película y lo expuso a la luz. En seguida lanzó la máquina por encima del hombro como si fuera una lata vacía de cerveza.
Partieron los guardias y reinó un silencio total en el patio de los Ranquileo. Estaban detenidos en sus intenciones, como sucede en los malos sueños. De pronto la voz de Evangelina rompió el hechizo.
—¿Le sirvo otro refresco, Reverendo?
Y entonces respiraron, pudieron moverse, recoger sus pertenencias y dispersarse con aire avergonzado.
—¡Dios nos proteja! —suspiró el Padre Cirilo sacudiendo su empolvada sotana.
—¡Y nos ampare! —agregó el pastor protestante pálido como un conejo.
Irene recuperó la cámara. Era la única que sonreía. Pasado el susto sólo recordaba el aspecto grotesco de lo sucedido, planeaba el título del reportaje y se preguntaba si la censura le permitiría mencionar el nombre del oficial que había recibido la golpiza.
—Mala idea tuvo mi hijo de traer a la guardia —opinó Hipólito Ranquileo.
—Muy mala —añadió su mujer.
Poco después, Irene y Francisco regresaron a la ciudad. La joven llevaba apretado contra el pecho un gran ramo de flores, regalo de los niños Ranquileo. Estaba de buen humor y parecía haber olvidado el incidente, como si no tuviera ni la menor conciencia del peligro pasado. Lo único que en apariencia le disgustaba era la pérdida de la película, sin la cual resultaba imposible publicar la información pues nadie creería semejante historia. Se consolaba pensando que podían volver al domingo siguiente para tomar otras fotografías de Evangelina durante su trance. La familia los había invitado a regresar, porque tenía planeado matar a un cerdo, lo cual era una fiesta anual que reunía a varios vecinos en una comilona bárbara.
Francisco, en cambio, pasó todo el viaje acumulando indignación y al dejar a Irene en la puerta de su casa apenas podía contenerse.
—¿Por qué te enojas tanto, Francisco? No pasó nada, sólo unas balas al aire y una gallina muerta, eso es todo —rió ella al despedirse.
Hasta entonces él había procurado mantenerla alejada de las miserias irreparables, la injusticia y la represión que a diario presenciaba y eran temas habituales de conversación entre los Leal. Consideraba extraordinario que Irene navegara inocente sobre ese mar de zozobras que anegaba al país, ocupada sólo de lo pintoresco y lo anecdótico. Se sorprendía al verla flotando incontaminada en el aire de sus buenas intenciones. Ese injustificado optimismo, esa limpia y fresca vitalidad de su amiga, resultaban balsámicas para los tormentos que él padecía por no poder cambiar las circunstancias. Ese día, sin embargo, tuvo la tentación de tomarla por los hombros y sacudirla hasta ponerle los pies en la tierra y abrirle los ojos a la verdad. Pero al contemplarla junto al muro de piedra de su casa, con los brazos cargados de flores silvestres para sus ancianos y el pelo revuelto por el viaje en la moto, intuyó que esa criatura no estaba hecha para las sórdidas realidades. La besó en la mejilla lo más cerca posible de la boca, deseando con pasión permanecer a su lado eternamente para preservarla de las sombras. Olía a yerbas y tenía la piel fría.
Supo que amarla era su destino inexorable.