Prólogo a la edición de 1867

Tal como señalé en el primer prólogo de este libro, no me resultaba fácil distanciarme lo suficiente, en medio de las emociones que me embargaban después de haberlo terminado, para hablar de él con la frialdad que un encabezamiento tan formal parecía exigir. Mi interés por él era tan reciente y tan intenso, y mi ánimo se encontraba tan dividido entre la alegría y la pena –alegría por culminar una larga aspiración, pena por separarme de tantos compañeros– que corría peligro de aburrir al lector con confidencias personales y sentimientos íntimos.

Además, todo lo que hubiera podido decir sobre esta historia, con cualquier propósito, había procurado decirlo en ella.

Es posible que al lector le interese muy poco saber con cuánta tristeza se abandona la pluma después de una labor creadora de dos años; o cómo se siente el autor al arrojar una parte de sí mismo en el reino de las sombras, cuando una multitud de criaturas de su imaginación se separan de él para siempre. Y, sin embargo, no tenía nada más que contar; a menos que confesara (lo que quizá sea aún menos relevante) que a nadie podría parecerle más real esta narración, al leerla, de lo que me había parecido a mí al escribirla.

Tan ciertas son estas afirmaciones, todavía hoy, que sólo me queda algo nuevo que confiar al lector. De todos mis libros, éste es el que prefiero. Nadie pondrá en duda que soy un padre afectuoso con todos los hijos de mi imaginación, y que ningún otro progenitor puede querer a su familia con tanta ternura. Pero, como muchos padres afectuosos, tengo un hijo favorito en el fondo de mi corazón. Y su nombre es David Copperfield.