Difícilmente podré distanciarme lo suficiente de este libro, en medio de las emociones que me embargan después de terminarlo, para hablar de él con la frialdad que un encabezamiento tan formal parece exigir. Mi interés por él es tan reciente y tan intenso, y mi ánimo se encuentra tan dividido entre la alegría y la pena –alegría por culminar una larga aspiración, pena por separarme de tantos compañeros– que corro peligro de aburrir al lector, a quien aprecio, con confidencias personales y sentimientos íntimos.
Además, todo lo que podría decir sobre esta historia, con cualquier propósito, he procurado decirlo en ella.
Es posible que al lector le interese muy poco saber con cuánta tristeza se abandona la pluma después de una labor creadora de dos años; o cómo se siente el autor al arrojar una parte de sí mismo en el reino de las sombras, cuando una multitud de criaturas de su imaginación se separan de él para siempre. Y, sin embargo, no tengo nada más que contar; a menos que confiese (lo que quizá sea aún menos relevante) que a nadie podrá parecerle más real esta narración, al leerla, de lo que me ha parecido a mí al escribirla.
Por ese motivo, en lugar de volver la vista atrás, miraré al futuro. No puedo cerrar este volumen de un modo más grato para mí que con una mirada esperanzadora al día en que vuelvan a publicarse mis dos hojas verdes una vez al mes, y con un recuerdo agradecido al sol y a la lluvia que han caído sobre estas páginas de David Copperfield, llenándome de felicidad.
Londres, octubre de 1850