Tyrion (12)

Había una verdadera torre de pergaminos. Tyrion suspiró al verla.

—¿No éramos como hermanos? ¿Y este es el amor que los hermanos se profesan entre sí? ¿Dónde ha quedado la confianza? ¿Qué ha sido de la amistad, del profundo afecto, de la viril camaradería que solo pueden sentir aquellos que han luchado juntos, y juntos han derramado su sangre?

—Cada cosa a su tiempo —replicó Ben Plumm el Moreno.

—Firma antes —añadió Tintas al tiempo que afilaba una pluma.

—Pero si quieres empezar a derramar tu sangre, yo estaré encantado. —Kasporio el Astuto se llevó la mano al puño de la espada.

—Qué oferta más amable, pero no, gracias —replicó Tyrion.

El jefe de cuentas le puso delante los pergaminos y le tendió la pluma.

—Esta tinta es de la Antigua Volantis, tan duradera como la de maestre. Solo tienes que firmar las notas e ir pasándomelas. Yo me encargo de lo demás.

—¿Puedo leerlas primero? —preguntó Tyrion con una sonrisa aviesa.

—Si quieres… Pero en todas pone casi lo mismo. Excepto en las últimas, claro, pero ya llegaremos a eso.

«No me cabe duda». La mayoría de los hombres no tenía que pagar precio alguno por unirse a una compañía, pero él no era como la mayoría de los hombres. Mojó la pluma en el tintero, se inclinó sobre el primer pergamino, se detuvo y alzó la vista.

—¿Cómo quieres que firme? ¿Como Yollo o como Hugor Colina?

—¿Qué prefieres tú? ¿Qué te devuelva a los herederos de Yezzan o que te corte la cabeza directamente? —respondió Ben el Moreno con los ojos entrecerrados en un mar de arrugas.

El enano se echó a reír y firmó el pergamino con su nombre, Tyrion de la casa Lannister. Se lo pasó a Tintas, a su izquierda, y examinó la pila que quedaba.

—¿Cuántos hay? ¿Cincuenta? ¿Sesenta? Tenía entendido que hay quinientos hombres en los Segundos Hijos.

—A día de hoy, quinientos trece —respondió Tintas—. Cuando firmes en el libro seremos quinientos catorce.

—Entonces, ¿solo uno de cada diez recibe una nota? No es justo; yo creía que, en las compañías libres, todos los hombres tienen el mismo peso. —Firmó otra hoja.

—Todos tenemos peso, desde luego. —Ben el Moreno dejó escapar una risita—. Pero no el mismo. En cierto modo, los Segundos Hijos somos como una familia…

—… y en ninguna familia faltan los primos tontos. —Tyrion firmó otra nota. El pergamino crujió cuando se lo pasó al jefe de cuentas—. En lo más profundo de Roca Casterly, hay unas celdas donde mi padre nos encerraba a los peores. —Mojó la pluma en el tintero. «Tyrion de la casa Lannister», garabateó bajo la promesa de pagar cien dragones de oro al portador de la nota. «Cada trazo me deja más pobre…, o me dejaría, si no estuviera ya en la ruina». Tal vez llegara un día en que lamentase haber firmado aquellos documentos, pero en cualquier caso faltaba mucho para eso. Sopló la tinta húmeda, pasó el pergamino al jefe de cuentas y firmó el siguiente. Así una vez, y otra, y otra, y otra—. Que sepáis que esto me ofende mucho —comentó entre firma y firma—. En Poniente, la palabra de un Lannister vale tanto como el oro.

—No estamos en Poniente —replicó Tintas, encogiéndose de hombros—. A este lado del mar Angosto, las promesas las escribimos. —Cada vez que Tyrion le pasaba un pergamino, espolvoreaba la tinta con arena fina para secarla, lo sacudía y lo dejaba a un lado—. Las deudas que se escriben en el aire se olvidan con facilidad.

—No en nuestro caso. —Tyrion firmó otra nota, y otra; ya iba a buen ritmo—. Un Lannister siempre paga sus deudas.

—Sí, pero la palabra de un mercenario no vale nada —replicó Plumm con una risita.

«La tuya no, desde luego —pensó Tyrion—, gracias a los dioses».

—Cierto, pero no seré mercenario hasta que haya firmado vuestro libro.

—Enseguida. Primero, las notas.

—Bailo tan deprisa como puedo. —Habría querido echarse a reír, pero eso lo habría delatado. Plumm se lo estaba pasando en grande, y no tenía la menor intención de estropearle la diversión.

«Mejor que siga pensando que me ha puesto de espaldas y me está dando por culo; mientras, yo seguiré comprando espadas de acero con dragones de pergamino. —Si alguna vez volvía a Poniente y podía reclamar su herencia, dispondría de todo el oro de Roca Casterly para cumplir sus promesas. Si no, seguramente estaría muerto, y sus nuevos hermanos podrían limpiarse el culo con los pergaminos. Tal vez alguno se presentara en Desembarco del Rey con la nota en la mano para pedirle a su querida hermana que pagara la deuda—. Quién fuera cucaracha para verlo desde la basura».

Por la mitad de la pila cambiaba el texto de los pergaminos. Las notas de cien dragones eran para los sargentos; luego aumentaban las cantidades de repente, y Tyrion empezó a prometer pagos al portador por un millar de dragones de oro. Sacudió la cabeza, se echó a reír y firmó. Firmó, firmó y firmó.

—Bueno —preguntó por pasar el rato—, ¿cuáles serán mis obligaciones en la compañía?

—Eres muy feo para ponerle el culo a Bokkoko, pero te podemos usar de carne de flecha, para ir en primera línea de combate.

—Y mejor de lo que crees —replicó Tyrion, negándose a morder el anzuelo—. Un hombre pequeño con un escudo grande vuelve locos a los arqueros. Me lo dijo alguien más listo que tú.

—Trabajarás con Tintas —replicó Ben Plumm el Moreno.

—Trabajarás para Tintas —corrigió el interesado—. Me ayudarás a llevar los libros, a contar monedas, a escribir cartas y contratos…

—Encantado. Me gustan los libros.

—¿Qué otra cosa puedes hacer? —se burló Kasporio—. Luchar, no, desde luego.

—Cuando era joven me pusieron al cargo de los desagües de Roca Casterly —comentó Tyrion como quien no quiere la cosa—. Algunos llevaban años atascados, pero los desatranqué. —Volvió a mojar la pluma; doce notas más y habría terminado—. Podría supervisar a las vivanderas del campamento, para que ningún hombre se encuentre una atascada, ¿no?

Ben el Moreno no le rió la gracia.

—Ni te acerques a las putas —le advirtió—. Casi todas tienen la sífilis, y hablan demasiado. No eres el primer esclavo fugado que se alista en la compañía, pero tampoco tenemos que proclamarlo. No te quiero a la vista de todo el mundo. Dentro de lo posible, no salgas de la tienda, y si tienes que cagar, que sea en el cubo. En las letrinas te vería todo el mundo. No se te ocurra salir del campamento sin mi permiso. Podemos darte una armadura de escudero y hacer creer que le pones el culo a Jorah, pero habrá quien no se lo crea. En cuanto tomemos Meereen y emprendamos la marcha hacia Poniente, puedes pavonearte lo que te dé la gana vestido de rojo y dorado, pero mientras…

—… me esconderé bajo una piedra y no haré el menor ruido. Te doy mi palabra. —«Tyrion de la casa Lannister», firmó una vez más con una rúbrica florida. Era el último pergamino. Quedaban tres notas que, a diferencia de las demás, eran nominales y estaban escritas en vitela fina. Diez mil dragones para Kasporio el Astuto y la misma cantidad para Tintas, cuyo verdadero nombre era, por lo visto, Tybero Istarion—. ¿Tybero? Suena a Lannister. ¿Somos primos lejanos, o qué?

—Puede. Yo también pago siempre mis deudas; es lo que se espera de un jefe de cuentas. Firma.

Firmó.

La nota de Ben el Moreno era la última, y estaba escrita en un rollo de badana.

«Cien mil dragones de oro, cincuenta fanegas de tierra fértil, un castillo y el título de señor. Vaya, vaya, el amigo Plumm no se vende barato».

Tyrion se rascó la cicatriz y sopesó la posibilidad de fingir indignación. Cuando dan por culo a un hombre, lo normal es que chille un poco. Tal vez debería soltar unos cuantos tacos y maldiciones, protestar por el robo y negarse a firmar, para luego acceder de mala gana, rezongando. Pero estaba harto de tanta palabrería, así que hizo un gesto de dolor, firmó y entregó la nota a Ben el Moreno.

—Tienes la polla tan grande como dicen —comentó—. Me doy por jodido y bien jodido, lord Plumm.

Ben el Moreno sopló en la firma.

—No hay de qué, Gnomo. Ahora viene cuando te conviertes en uno de los nuestros. Tintas, trae el libro.

El libro, de cuero con bisagras de hierro, era tan grande como una mesa. Los nombres y fechas que había entre su pesadas cubiertas de madera se remontaban a hacía más de un siglo.

—Los Segundos Hijos somos una de las compañías libres más antiguas —comentó Tintas mientras pasaba las páginas—. Este es el cuarto libro. Aquí figuran el nombre y otros datos de todos los que han formado nuestras filas: cuándo se alistaron, dónde lucharon, cuánto tiempo sirvieron, cómo murieron… Todo está en el libro. Verás nombres famosos, algunos de tus Siete Reinos. Aegor Ríos sirvió un año con nosotros antes de crear la Compañía Dorada. Tú lo conoces como Aceroamargo. Aerion Targaryen, el Príncipe Luminoso, también fue segundo hijo, igual que Rodrik Stark, el Lobo Errante. No, con esa tinta no. Para esto se usa otra.

Abrió otro frasco y se lo puso delante. Tyrion ladeó la cabeza.

—¿Tinta roja?

—Es una tradición de la compañía —le explicó el jefe de cuentas—. En los primeros tiempos, cada vez que se alistaba un hombre, firmaba con su propia sangre, pero a la larga nos dimos cuenta de que la sangre, como tinta, no vale una mierda.

—A los Lannister nos encantan las tradiciones. Déjame ese cuchillo.

Tintas levantó una ceja, se encogió de hombros, desenvainó el puñal y se lo tendió por el puño.

«Por cierto, Mediomaestre, muchas gracias, pero todavía me duele —pensó Tyrion al tiempo que se pinchaba la yema del pulgar. Se apretó la herida para que una gruesa gota cayera en el tintero, cambió el puñal por una pluma limpia y escribió: “Tyrion de la casa Lannister, señor de Roca Casterly” con letra grande, decidida, justo debajo de la firma mucho más modesta de Jorah Mormont—. Y ya está».

—¿Qué más queréis que haga? —El enano se balanceó en el taburete—. ¿Tengo que recitar un juramento? ¿Tengo que matar a un bebé? ¿Tengo que chuparle la polla al capitán?

—Por mí, chupa lo que quieras. —Tintas dio la vuelta al libro y espolvoreó la página con arena fina—. A casi todos los demás nos basta con la firma, pero oye, no queremos coartar a nuestro nuevo hermano de armas. Bienvenido a los Segundos Hijos, lord Tyrion.

«Lord Tyrion». La verdad era que sonaba bien. Los Segundos Hijos no tenían la deslumbrante reputación de la Compañía Dorada, pero a lo largo de los siglos habían conseguido un puñado de victorias famosas.

—¿Han servido otros señores en la compañía?

—Señores sin tierras —dijo Ben el Moreno—. Igual que tú, Gnomo.

Tyrion se bajó del taburete de un salto.

—Acabé muy descontento con mi hermano anterior, así que espero más de los nuevos. ¿Cómo hago para que me den armas y armadura?

—¿También quieres una cerda para montar? —preguntó Kasporio.

—Ah, no sabía que tu mujer estuviera en la compañía —replicó Tyrion—. Te agradezco el ofrecimiento, pero prefiero un caballo.

El jaque se puso rojo, pero Tintas soltó una sonora carcajada, y hasta Ben el Moreno dejó escapar una risita.

—Que lo lleven a los carromatos, Tintas. Que elija lo que quiera del acero de la compañía. Y que vaya también la chica; debería ponerse un yelmo, una cota de malla, algo para que la tomen por un muchacho.

—Sígueme, lord Tyrion. —Tintas le abrió la cortina de la tienda—. Le diré a Snatch que te lleve a los carromatos. Ve a buscar a tu mujer y reuníos con él en la cocina.

—No es mi mujer. ¿Por qué no te la quedas tú? Últimamente no hace más que dormir y lanzarme miradas torvas.

—Deberías pegarle más fuerte y follártela más —le aconsejó el jefe de cuentas—. Tráela o no la traigas; a mí no me importa, y a Snatch, menos. Cuando tengas la armadura, ven a verme y te explicaré cómo llevamos los libros de cuentas.

—A tus órdenes.

Tyrion volvió a su tienda, donde Penny dormía en un rincón, acurrucada en un delgado lecho de paja y cubierta con unas mantas sucias. La tocó con la puntera de la bota y la chica dio media vuelta, lo miró entre parpadeos y bostezó.

—¿Hugor? ¿Qué pasa?

—Vaya, al parecer vuelves a tener lengua. —Aquello era mejor que el hosco silencio habitual. «Y todo por un perro y una cerda que tuvimos que abandonar. La salvé de la esclavitud; ya podría darme las gracias»—. Como sigas durmiendo, te vas a perder la guerra.

—Estoy triste. —Volvió a bostezar—. Y cansada, muy cansada.

«¿Cansada o enferma?». Se arrodilló junto a ella.

—Estás pálida. —Le tocó la frente.

«¿Aquí dentro hace calor, o tiene un poco de fiebre? —No se atrevió a formular la pregunta en voz alta. Hasta los hombres curtidos como los segundos hijos sentían pánico ante la idea de montar en la yegua clara. Si se les pasaba por la cabeza la posibilidad de que Penny estuviera enferma, la echarían sin pensárselo dos veces—. Hasta puede que nos devolvieran a los herederos de Yezzan, con notas o sin ellas. He firmado en su libro, y a la antigua usanza, con sangre. Ahora soy un segundo hijo».

Penny se incorporó y se frotó los ojos somnolientos.

—¿Y yo? ¿También puedo firmar?

—Me parece que no. Hay compañías libres que aceptan mujeres, pero… Bueno, no parece que tengan segundas hijas.

—Tenemos —corrigió Penny—. Si eres uno de ellos, debes decir tenemos, no tienen. ¿Alguien ha visto a Cerdita Bonita? Tintas dijo que preguntaría por ella. ¿Y Crujo? ¿Se sabe algo de Crujo?

«Solo si te crees lo que dice Kasporio». El segundo al mando de Plumm, que no destacaba por su astucia, aseguraba que tres yunkios cazadores de esclavos recorrían los campamentos preguntando por un par de enanos fugados. Por lo que decía Kaspo, uno de ellos portaba una lanza con una cabeza de perro clavada en la punta. Pero con eso no iba a conseguir que Penny saliera de la cama.

—Aún no se sabe nada —mintió—. Vamos, tenemos que buscarte una armadura.

—¿Una armadura? —La chica lo miró con desconfianza—. ¿Por qué?

—Por una cosa que me dijo mi viejo maestro de armas: «No vayas desnudo a la batalla, chico». Siempre le he hecho caso. Ahora que he decidido convertirme en mercenario y vender mi espada al mejor postor, más me vale tener esa espada. —Ni aun así consiguió que se moviera. La agarró por la muñeca, la obligó a ponerse en pie y le tiró la ropa a la cara—. Vístete. Cúbrete con la capucha y agacha la cabeza. Tenemos que parecer un par de niños, por si vienen a buscarnos los cazadores de esclavos.

Cuando los enanos llegaron, Snatch estaba en la carpa que servía de cocina mascando hojamarga, con la capucha calada.

—Me han dicho que vais a luchar en nuestro bando —comentó el sargento—. Seguro que en Meereen se cagan de miedo. ¿Alguno de los dos ha matado alguna vez a alguien?

—Yo —respondió Tyrion—. Caen como moscas.

—¿Con qué los matas?

—Con un hacha, un puñal, una observación certera… Pero soy más mortífero con la ballesta.

Snatch se rascó la barbilla con la punta del garfio.

—Mala cosa, las ballestas. ¿A cuántos hombres has matado con eso?

—A nueve. —Su padre valía por nueve como mínimo. Señor de Roca Casterly, Guardián del Oeste, Escudo de Lannisport, mano del rey, esposo, hermano, padre, padre, padre…

—Nueve —bufó Snatch, y escupió un salivazo de flema rojiza. Tal vez apuntara a los pies de Tyrion, pero le dio en la rodilla. Obviamente, eso era lo que pensaba de sus nueve. Se llevó a la boca dos dedos rojos de hojamarga y silbó—. ¡Kem! ¡Ven aquí, imbécil! —Kem acudió a toda prisa—. Lleva a lord y lady Gnomo a los carromatos, y que Martillo les ponga un poco de acero de la compañía.

—Martillo debe de estar durmiendo la mona —le advirtió Kem.

—Pues méale en la cara y seguro que se despierta. —Snatch se volvió hacia Tyrion y Penny—. Aquí nunca hemos tenido ni a un puto enano, pero sí muchos chavales; eso no falta nunca. Los hijos de tal o cual puta, críos que se escapan de casa para correr aventuras, mocosos que ponen el culo, escuderos… Puede que algunas de sus mierdas valgan para los enanos. Son las mierdas que llevaban cuando murieron, pero seguro que, a un par de cabrones tan valientes como vosotros, eso os da igual. Nueve, ¿eh? —Sacudió la cabeza y se alejó a zancadas.

Las armaduras de la compañía se guardaban en seis carromatos grandes, cerca del centro del campamento. Kem los llevó hasta ellos, dando vueltas a la lanza como si fuera un bastón.

—¿Cómo ha acabado en una compañía libre un chico de Desembarco del Rey? —le preguntó Tyrion.

El muchacho lo miró de reojo con desconfianza.

—¿Quién te ha dicho que soy de Desembarco?

—Nadie. —«Cada palabra que dices apesta al Lecho de Pulgas»—. Te ha traicionado el ingenio; se dice que no hay nadie más astuto que un desembarqueño.

—¿Quién lo dice? —se sobresaltó.

—Todo el mundo. —«Yo».

—¿Desde cuándo?

—Desde siempre. —«Desde que me lo he inventado hace solo un momento»—. Mi padre no paraba de repetirlo. ¿Llegaste a conocer a lord Tywin?

—¿A la mano? Lo vi una vez, subiendo a caballo por la colina. Sus hombres llevaban capa roja y un leoncito en el yelmo. Eran unos yelmos estupendos. —Apretó los labios—. Pero nunca me gustó. Saqueó la ciudad y luego nos aplastó en el Aguasnegras.

—¿Estuviste en aquella batalla?

—Con Stannis. Lord Tywin se presentó con el fantasma de Renly y nos atacó por el flanco. Yo solté la lanza y salí corriendo, pero luego, en los barcos, va un puto caballero y me suelta: «¿Dónde está tu lanza, chico? Aquí no queremos cobardes». Y se largaron y me dejaron plantado, como a varios millares de hombres. Luego me enteré de que tu padre los mandaba al Muro, a luchar contra Stannis, de modo que crucé el mar Angosto y me alisté en los Segundos Hijos.

—¿Echas de menos Desembarco del Rey?

—Un poco. Echo de menos a un chico; éramos… amigos. Y a mi hermano Kennet, pero murió en el puente de barcos.

—Demasiados hombres buenos murieron aquel día. —A Tyrion le picaba la cicatriz de manera insoportable, y se la hurgó con una uña.

—También echo de menos la comida —añadió Kem, pensativo.

—¿La que preparaba tu madre?

—La de mi madre no se la comían ni las ratas. Pero había un tenderete de calderos donde preparaban un guiso gordo increíble, tan espeso que la cuchara se tenía en pie, con trozos de muchas cosas. ¿Probaste el guiso gordo, Mediohombre?

—Un par de veces. Yo lo llamo Guiso del Cantor.

—¿Por qué?

—Porque está tan bueno que me da ganas de cantar.

—Guiso del Cantor. —A Kem le gustó la explicación—. Cuando vuelva al Lecho de Pulgas, lo pediré. ¿Tú qué echas de menos, Mediohombre?

«A Jaime —pensó Tyrion—. A Shae. A Tysha. A mi esposa, echo de menos a mi esposa, a la esposa que casi no llegué a conocer».

—El vino, las putas y el dinero —respondió—. Sobre todo el dinero, porque con dinero se compran vino y putas. —«También se compran espadas, y Kems que las esgriman».

—¿Es verdad que los orinales de Roca Casterly son de oro macizo? —le preguntó el chico.

—No te creas todo lo que oyes, y menos si es sobre la casa Lannister.

—Se dice que todos los Lannister son serpientes venenosas.

—¿Serpientes? —Tyrion se echó a reír—. ¿Oyes eso? Es mi señor padre, silbando de rabia en su tumba. Somos leones, o al menos eso decimos siempre. Pero tampoco importa, Kem. Si le pisas la cola a un león o a una serpiente, acabas igual de muerto.

Ya habían llegado a lo que hacía las veces de armería. El herrero, el famoso Martillo, era una mole de aspecto bestial con el brazo izquierdo el doble de grueso que el derecho.

—Se pasa más tiempo borracho que sobrio —comentó Kem—. Ben el Moreno se lo deja pasar, pero algún día conseguiremos un herrero de verdad.

El aprendiz de Martillo era un joven enjuto y pelirrojo llamado Clavo.

«Claro, cómo si no», pensó Tyrion.

Tal como había profetizado Kem, Martillo estaba durmiendo la borrachera cuando llegaron a la forja, pero Clavo no puso ningún reparo a que los dos enanos rebuscaran en los carromatos.

—La mayor parte es chatarra —avisó—, pero si encontráis algo que os valga, quedáoslo.

Bajo las cubiertas de madera combada y cuero tirante, los carromatos estaban cargados de viejas armas y armaduras. Tyrion miró a su alrededor y no pudo contener un suspiro de nostalgia al recordar las deslumbrantes hileras de espadas, lanzas y alabardas de la armería de los Lannister, en las entrañas de Roca Casterly.

—Tenemos para rato —comentó.

—Ahí dentro hay buen acero, si eres capaz de encontrarlo —gruñó una voz ronca—. No queda bonito, pero sirve para parar una espada.

Un caballero corpulento saltó de un carromato, cubierto de los pies a la cabeza de acero de la compañía. La canillera izquierda era distinta de la derecha y el gorjal estaba oxidado, mientras que los avambrazos eran lujosos y ornamentados, con flores nieladas. En la mano derecha llevaba un guantelete de lamas de acero, y en la izquierda, un mitón de malla oxidada. Los pezones de la coraza musculada estaban atravesados por anillas de hierro, y uno de los dos cuernos de carnero que remataban el yelmo estaba roto.

Se lo quitó para revelar el maltratado rostro de Jorah Mormont.

«Parece un mercenario de los pies a la cabeza; no es ni de lejos el hombre destrozado que sacamos de la jaula de Yezzan», pensó Tyrion. Las magulladuras del rostro casi habían desaparecido, así como la hinchazón, con lo que volvía a parecer humano, aunque no acababa de parecerse a sí mismo. La máscara de demonio que le habían marcado a fuego en la mejilla derecha para identificarlo como esclavo peligroso y díscolo no desaparecería jamás. Nunca había sido atractivo, pero aquella marca lo convertía en un ser aterrador.

—Con estar más guapo que tú ya me conformo —respondió Tyrion con una sonrisa, y se volvió hacia Penny—. Empieza con ese carromato; yo me encargo de este.

—Acabaremos antes si buscamos juntos. —Cogió un yelmo de hierro oxidado, soltó una risita y se lo puso—. ¿Parezco peligrosa?

«Pareces una titiritera con un orinal en la cabeza».

—Necesitas un yelmo completo. —Cogió uno y se lo puso a la enana.

—Me queda grande. —La voz de Penny resonó en las paredes de acero—. Y no veo nada. —Se lo quitó y lo tiró a un lado—. ¿Qué tenía de malo el otro?

—Que te dejaba toda la cara al descubierto. —Tyrion le pellizcó la nariz—. Me gusta esa naricita y quiero que la conserves por mucho tiempo.

—¿Te gusta mi nariz? —preguntó Penny abriendo mucho los ojos.

«Ay, dioses, los Siete me protejan». Tyrion se volvió y se puso a hurgar en los montones de piezas de armadura del fondo del carromato.

—¿Te gusta alguna otra parte de mí? —insistió Penny.

Tal vez pretendiera parecer juguetona, pero sonó patética.

—Me gustan todas tus partes —replicó él con la esperanza de zanjar el tema—, y las mías me gustan más aún.

—¿Para qué necesitamos armaduras? No somos más que titiriteros; solo hacemos como que luchamos. Fingimos.

—Tú lo haces muy bien. —Examinó una pesada cota de malla tan llena de agujeros que parecía apolillada. «Pero las polillas no comen acero»—. Fingirse muerto es una manera de sobrevivir en la batalla. Hay otra manera, y es llevar una buena armadura. —«Aunque aquí de eso hay poco». En el Forca Verde había usado trozos dispares de armadura sacados de los carromatos de lord Lefford, con un yelmo cilíndrico que parecía un cubo. El acero de aquella compañía tenía un aspecto mucho peor. No solo era viejo y dispar, sino que también estaba mellado, agrietado y abollado.

—¿Esto es óxido o sangre seca? —Lo olisqueó, pero ni así habría sabido decirlo.

—Mira, una ballesta —señaló Penny.

Tyrion le echó un vistazo.

—No me vale, es de estribo. Tengo las piernas muy cortas. Una ballesta con cranequín me iría mejor.

Pero lo cierto era que no quería usar ballesta; se tardaba demasiado en recargarla. Aunque se apostara en una letrina y esperase a que un enemigo fuera a cagar, lo más probable era que solo consiguiera disparar una vez.

Cogió una maza, pero volvió a dejarla porque pesaba demasiado. Dejó de lado un martillo de guerra demasiado largo, una clava con púas, también muy pesada, y una docena de espadas largas, antes de dar con una daga que le gustó, un buen trozo de acero de hoja triangular.

—Esta está bien —dijo. Tenía un poco de óxido, pero eso la hacía más peligrosa. Dio con una vaina de madera y cuero, y la metió dentro.

—¿Una espada pequeña para un hombre pequeño? —bromeó Penny.

—Es una daga, y la hicieron para un hombre grande. —Tyrion le señaló una vieja espada larga—. Eso es una espada. Prueba a levantarla.

Penny la tomó, la blandió y frunció el ceño.

—Pesa demasiado.

—El acero pesa más que la madera, pero si le cortas el cuello a alguien con eso, no resultará que su cabeza era un melón. —Le cogió la espada y la examinó detenidamente—. Acero barato. Y mellado. Mira, aquí, ¿ves? Retiro lo dicho, para cortar cabezas hace falta una hoja mejor.

—Es que no quiero cortar cabezas.

—Ni tienes por qué. Lanza tajos por debajo de la rodilla: a la pantorrilla, a la corva, al tobillo… Cuando se les cortan los pies, hasta los gigantes caen, y cuando están en el suelo dejan de ser más altos que tú.

Penny parecía a punto de echarse a llorar.

—Anoche soñé que mi hermano seguía vivo. Estábamos justando ante un gran señor, con Crujo y Cerdita Bonita, y todos nos tiraban rosas. Éramos tan felices que…

Tyrion la abofeteó.

Fue un cachetito, un simple movimiento de muñeca, sin fuerza, y ni siquiera dejó marca, pero a la chica se le anegaron los ojos.

—Si quieres soñar, vuelve a dormirte —le dijo—. Pero cuando te despiertes seguiremos siendo esclavos fugados en mitad de un asedio. Crujo está muerto, y seguro que la cerda también. Ahora, empieza a buscar trozos de armadura y póntelos, y si te queda mal, me da lo mismo. Se ha acabado la función. Ahora tienes que luchar, esconderte o cagarte encima, lo que prefieras, pero con una armadura puesta.

Penny se rozó la mejilla, donde la había abofeteado.

—No tendríamos que haber escapado. No somos mercenarios, no sabemos luchar. Con Yezzan no estábamos tan mal. Nada de eso. Aya era cruel a veces, pero Yezzan no. Éramos sus favoritos, sus…, sus…

—Sus esclavos. La palabra que buscas es esclavos.

—Vale, esclavos. —La enana se sonrojó—. Pero éramos sus esclavos especiales, igual que Golosinas. Éramos sus tesoros.

«Sus juguetes —pensó Tyrion—, y nos quería tanto que nos mandó a la arena para que nos devoraran los leones».

Pero a Penny no le faltaba razón. Los esclavos de Yezzan comían mejor que muchos campesinos de los Siete Reinos, y serían menos propensos a morir de hambre en invierno. Los esclavos eran propiedades, sí. Se los podía comprar, vender, azotar y marcar; sus dueños podían utilizarlos para su placer y cruzarlos para conseguir más esclavos. En ese sentido eran como perros o caballos. Pero casi todos los señores trataban bien a sus perros y a sus caballos. Un hombre orgulloso podía gritar que prefería morir libre antes que vivir como esclavo, pero el orgullo era barato; a la hora de la verdad, los hombres capaces de mantener su palabra escaseaban más que los dientes de dragón. De lo contrario, el mundo no estaría lleno de esclavos.

«Nunca ha habido un esclavo que no eligiera serlo —reflexionó el enano—. Puede que tengan que elegir entre las cadenas y la muerte, pero el caso es que tienen elección».

Tyrion Lannister no se consideraba ninguna excepción. La lengua demasiado suelta le granjeó unos cuantos latigazos al principio, pero no había tardado en aprender a complacer a Aya y al noble Yezzan. Jorah Mormont se había resistido más tiempo, había opuesto más resistencia, pero había acabado igual que él.

«En cuanto a Penny… —Penny había estado buscando un nuevo amo desde el día en que murió su hermano Céntimo—. Quiere alguien que cuide de ella, que le diga qué hacer». Pero habría sido demasiado cruel decírselo así.

—Los esclavos especiales de Yezzan no escaparon de la yegua clara —le explicó—. Todos han muerto. Golosinas fue el primero. —Según le había dicho Ben Plumm el Moreno, su gigantesco amo había muerto el mismo día en que se fugaron. Ni él ni Kasporio ni ningún mercenario sabía qué había sido del resto de los esclavos de la colección de Yezzan, pero si Penny necesitaba mentiras para despertar, mentiras le daría—. Si quieres volver a ser esclava, te buscaré un buen amo en cuanto acabe la guerra, y te venderé por una buena cantidad de oro, suficiente para volver a casa —le prometió—. Seguro que algún yunkio amable te regala otra argolla dorada con campanitas que suenen a cada paso. Pero antes tendrás que sobrevivir a lo que se avecina. Nadie compra cómicas muertas.

—Ni enanos muertos —intervino Jorah Mormont—. Lo más probable es que, de aquí a que termine esto, todos seamos pasto de los gusanos. Los yunkios ya han perdido esta guerra, aunque puede que tarden cierto tiempo en enterarse. Meereen tiene un ejército de inmaculados, la mejor infantería del mundo. Y Meereen tiene dragones, tres, o los tendrá en cuanto vuelva la reina. Y volverá, tiene que volver. En nuestro bando hay tres docenas de señores menores yunkios, cada uno con su propio ejército de hombres mono mal entrenados: esclavos con zancos, esclavos encadenados… Puede que también tengan legiones de ciegos o de niños paralíticos, no lo descarto.

—Ya lo sé. Ya lo sé —replicó Tyrion—. Los Segundos Hijos están en el bando perdedor. Tienen que volver a cambiar de capa, y de inmediato. —Sonrió—. Yo me encargo de eso.