Los hombres de la reina levantaron la pira en el prado de la aldea.
A decir verdad, era más bien el ventisquero de la aldea. La nieve llegaba por la rodilla en todos los lugares que no habían despejado a golpe de pala, hacha y pico para cavar hoyos en el terreno helado. Desde el oeste soplaban remolinos de viento que lanzaban aún más nieve sobre los lagos congelados.
—No tenéis por qué mirar —dijo Aly Mormont.
—Lo prefiero. —Asha Greyjoy era la hija del kraken, no una niña consentida que no soportase las cosas desagradables.
Había sido un día oscuro, frío, un día de hambre, igual que el anterior y los anteriores. Habían pasado casi todo el tiempo en el hielo, tiritando junto a un par de agujeros que habían abierto en la superficie del lago menor, tratando de sujetar el sedal con las manos entorpecidas por las manoplas. Jornadas atrás, todavía podían atrapar uno o dos peces por cabeza, y los hombres del bosque de los Lobos, más expertos en pescar en el hielo, conseguían hasta cuatro o cinco. Lo único que había logrado pescar Asha en toda la jornada era un frío que la caló hasta los huesos, y Aly no había tenido mejor suerte; llevaban tres días sin capturar un pez.
—Pues a mí no me hace ninguna falta verlo —insistió la Osa.
«No es a ti a quien pretenden quemar los hombres de la reina».
—Pues marchaos. Os doy mi palabra de que no escaparé. ¿Adónde iba a ir? ¿A Invernalia? —Asha soltó una carcajada—. Tengo entendido que solo son tres días a caballo.
Seis hombres de la reina se afanaban en introducir dos enormes postes de madera de pino en los hoyos que otros seis habían cavado. Asha no tuvo que preguntarles para qué; ya lo sabía.
«Estacas. —Pronto sería completamente de noche y había que alimentar al dios rojo—. Una ofrenda de sangre y fuego. —Así la llamaban los hombres de la reina—. “Para que el Señor de Luz vuelva hacia nosotros su ardiente mirada y nos libre de esta nieve tres veces maldita”».
—Incluso en este lugar de miedo y oscuridad, el Señor de Luz nos protege —sermoneaba ser Godry Farring a los hombres congregados para contemplar como clavaban las estacas a martillazos.
—¿Qué tiene que ver vuestro dios sureño con la nieve? —quiso saber Artos Flint, cuya barba negra era una costra de hielo—. Es la ira de los antiguos dioses la que cae sobre nosotros; a ellos deberíamos apaciguar.
—Sí —dijo Wull Cubo Grande—. R’hllor el Rojo no pinta nada aquí. Lo único que conseguiréis es enfadar a los antiguos dioses, que observan desde su isla.
La aldea de campesinos se encontraba entre dos lagos, y el mayor de ellos estaba salpicado de pequeñas islas boscosas que asomaban en el hielo como los puños helados de un gigante ahogado. En una de ellas se alzaba un arciano viejo y retorcido, con el tronco y las ramas tan blancos como la nieve que lo rodeaba. Ocho días atrás, Asha se había acercado con Aly Mormont para ver mejor los ojos rojos hendidos y la boca ensangrentada.
«No es más que savia —se había dicho—, la savia roja que fluye por los arcianos». Pero sus ojos no acababan de convencerle; había que ver para creer, y lo que veía era sangre congelada.
—Los norteños sois los que habéis provocado estas nieves —replicó Corliss Penny—. Vosotros y vuestros árboles demoníacos. R’hllor nos salvará.
—R’hllor nos condenará —insistió Artos Flint.
«Mal rayo parta a todos vuestros dioses», pensó Asha Greyjoy.
Ser Godry Masacragigantes inspeccionó las estacas y empujó una para comprobar su firmeza.
—Bien, bien, nos valen. Adelante con el sacrificio, ser Clayton.
Ser Clayton Suggs era la mano derecha o, mejor dicho, el brazo atrofiado de Godry. A Asha le disgustaba profundamente. Así como Farring mostraba una intensa devoción por su dios rojo, lo de Suggs era simple crueldad. Lo había visto junto a las hogueras nocturnas, donde observaba boquiabierto y con ojos ávidos.
«No ama al dios, sino las llamas». Cuando le preguntó a ser Justin si Suggs siempre había sido así, respondió con un rictus de desagrado.
—En Rocadragón se juntaba con los torturadores, y le gustaba echar una mano en los interrogatorios, sobre todo los de mujeres jóvenes.
Asha no se sorprendió; no le cabía ninguna duda de que Suggs disfrutaría mucho quemándola.
«A menos que amaine la tormenta. —Llevaban diecinueve días a tres jornadas de Invernalia—. “Cien leguas de Bosquespeso a Invernalia, algo menos a vuelo de cuervo”». Pero ellos no eran cuervos, y la tormenta no cesaba. Por las mañanas, Asha se despertaba con la esperanza de ver el sol, solo para encontrarse con otro día de nieve. Todas las chozas y casuchas estaban enterradas bajo un manto cochambroso, y los ventisqueros tardarían poco en sepultar la construcción principal.
Para colmo, no tenían más comida que los caballos que sucumbían, los peces que sacaban de los lagos, cada día más escasos, y los exiguos alimentos que encontraban los forrajeadores en aquel bosque frío y muerto. Los caballeros y los señores del rey reclamaban la mayor parte de cada caballo que perdían, con lo que apenas quedaba nada para los demás; no era extraño que hubiesen empezado a comerse a los muertos.
Asha se había quedado tan horrorizada como los demás cuando la Osa le dijo que habían sorprendido a cuatro hombres de Peasebury descuartizando a un lord Fell difunto, trinchando la carne de los muslos y las nalgas mientras un antebrazo daba vueltas en un espetón; pero en el fondo, no se sorprendió. Se habría jugado cualquier cosa a que esos cuatro no habían sido los primeros en probar la carne humana durante aquella fatigosa marcha; solo eran los primeros a los que habían pillado.
El rey había decretado que los cuatro de Peasebury pagasen el banquete con la vida… y, según aseguraban los hombres de la reina, su sacrificio haría amainar la tormenta. Asha Greyjoy no tenía ninguna fe en el dios rojo, pero rezaba por que tuvieran razón; en caso contrario habría otras piras, y tal vez ser Clayton Suggs obtuviese lo que tanto anhelaba.
Ser Clayton regresó con los cuatro caníbales, que iban desnudos y con las muñecas atadas a la espalda con cintas de cuero. El más joven lloraba al avanzar a trompicones por la nieve; otros dos caminaban como si ya estuviesen muertos, con los ojos fijos en el suelo. A Asha le llamó la atención lo normal de su aspecto.
«No son monstruos —comprendió—, solo hombres».
El mayor de los cuatro era su sargento. Solo él se mantenía desafiante, y escupía palabras cargadas de veneno a los hombres de la reina que lo hacían avanzar a punta de lanza.
—¡Que os jodan a todos, y a vuestro dios rojo también! —gritaba—. ¿Me oyes, Farring Masacragigantes? Me reí de tu puto primo cuando murió, Godry. Tendríamos que habérnoslo comido también; olía de maravilla cuando lo asaron. Seguro que el crío estaba tierno y delicioso, de lo más jugoso. —El golpe del asta de una lanza lo hizo caer de rodillas, pero ni así se calló. Al levantarse, escupió una flema de sangre y dientes rotos y continuó—. La polla es lo más rico, si se dora en el espetón hasta que queda bien crujiente; una salchicha gordita. —Siguió lanzando pullas mientras lo envolvían en cadenas—. Ven aquí, Corliss Penny. ¿Qué clase de apellido es ese? ¿Es lo que cobra tu madre, un penique? Y tú, Suggs, maldito bastardo…
Ser Clayton no se molestó en abrir la boca; le rebanó el cuello de un tajo rápido que le dejó el pecho bañado de sangre.
El más joven sollozaba cada vez con más fuerza, y su cuerpo se agitaba. Estaba tan delgado que se le podían contar las costillas.
—No —rogaba—, por favor, estaba muerto, estaba muerto, y teníamos hambre, por favor…
—El sargento ha sido el más listo —comentó Asha a Aly Mormont—. Ha provocado a Suggs hasta que ha conseguido que lo mate. —¿Volvería a funcionar si le tocaba el turno a ella?
Ataron a las cuatro víctimas, los tres vivos y el muerto, espalda contra espalda, dos en cada estaca, y los devotos del Señor de Luz se pusieron a apilar troncos y ramas a sus pies, para después rociar las piras con aceite de lámpara. Tenían que darse prisa, porque la nevada no había aminorado y pronto empaparía la madera.
—¿Dónde está el rey? —preguntó ser Corliss Penny.
Cuatro días atrás, un escudero del rey había sucumbido al hambre y al frío; era un joven llamado Bryen Farring, pariente de ser Godry. Stannis Baratheon había permanecido junto a la pira funeraria, con el rostro sombrío, mientras entregaban el cuerpo a las llamas; después se había retirado a su atalaya y no había vuelto a salir, aunque de vez en cuando veían su silueta en el tejado de la torre, recortada contra el fuego de la almenara, encendida día y noche.
«Habla con el dios rojo», decían algunos. «Llama a lady Melisandre», aseguraban otros. Fuera lo que fuera, a Asha Greyjoy le parecía que el rey se sentía perdido e imploraba ayuda.
—Canty, vete a decirle al rey que ya está listo —ordenó ser Godry al soldado que tenía más cerca.
—El rey está aquí —dijo Richard Horpe.
Sobre la armadura y la cota de malla, ser Richard llevaba un jubón acolchado blasonado con tres esfinges de calavera sobre campo de ceniza y marfil; el rey Stannis caminaba a su lado. Tras ellos, esforzándose por seguirles el paso, Arnolf Karstark cojeaba apoyado en su bastón de endrino. Lord Arnolf los había localizado hacía ocho días; el norteño iba acompañado de un hijo, tres nietos, cuatrocientos lanceros, de los cuales una docena iba a caballo, dos veintenas de arqueros, un maestre y una jaula de cuervos. Pero solo llevaba provisiones suficientes para su propio sustento.
Asha se había enterado de que Karstark no era un verdadero señor; solo ejercía de castellano de Bastión Kar mientras el legítimo señor siguiera cautivo de los Lannister. Demacrado y encorvado, con el hombro izquierdo un palmo y medio más alto que el derecho, tenía el cuello enjuto, los ojos grises y estrábicos, y los dientes amarillos; estaba casi calvo, salvo por unos cuantos cabellos blancos; llevaba la barba, blanca y salpimentada a partes iguales, separada en dos puntas, aunque siempre desgreñada. A Asha, su sonrisa le resultaba un tanto avinagrada. Pero si se podía prestar oído a las habladurías, sería Karstark quien se hiciera cargo de Invernalia si lograban tomarla. La casa Karstark había surgido de la casa Stark en tiempos remotos, y lord Arnolf había sido el primer señor vasallo de Eddard Stark en apoyar a Stannis.
Que Asha supiera, los dioses de los Karstark eran los antiguos dioses del norte, los mismos que adoraban los Wull, los Norrey, los Flint y los demás clanes de las colinas. Se preguntó si lord Arnolf habría ido a presenciar la quema porque el rey se lo había pedido, para que presenciara el poder del dios rojo.
Al ver a Stannis, dos de los hombres atados a las estacas suplicaron clemencia. El rey los escuchó en silencio, con los dientes apretados.
—Podéis empezar —le dijo a Godry Farring.
—Señor de Luz, escúchanos —dijo el Masacragigantes con los brazos levantados.
—Señor de Luz, defiéndenos —entonaron los hombres de la reina—, porque la noche es oscura y alberga horrores.
—Te damos gracias por el sol que nos calienta, y rogamos que nos lo devuelvas, oh Señor, para que nos ilumine en la búsqueda de tus enemigos —salmodió ser Godry con la mirada vuelta hacia el cielo oscuro, mientras los copos de nieve se derretían en su rostro—. Te damos gracias por las estrellas que velan por nosotros de noche, y te rogamos que arranques el velo que las oculta para que podamos regocijarnos de nuevo en su contemplación.
—Señor de Luz, protégenos —suplicaron los hombres de la reina—, y aleja de nosotros esta noche despiadada.
Ser Corliss Penny se adelantó, con la antorcha asida con las dos manos, y la hizo girar por encima de su cabeza para avivar las llamas. Un cautivo se puso a gemir.
—R’hllor —entonó ser Godry—, te entregamos cuatro hombres malvados. Con alegría y rectitud en el corazón, los encomendamos a tu fuego purificador, para que consuma la oscuridad de sus almas. Abrasa y consume su carne vil, para que su espíritu pueda ascender libre y puro hacia la luz. Acepta su sangre, oh Señor, y derrite las cadenas de hielo que atan a tus siervos. Escucha su dolor y concede a nuestras espadas fuerza para derramar la sangre de tus enemigos. Acepta este sacrificio y muéstranos el camino de Invernalia, para que podamos derrotar a los impíos.
—Señor de Luz, acepta este sacrificio —repitieron cien voces como un eco. Ser Corliss encendió la primera pira y clavó la antorcha al pie de la segunda. Comenzaron a brotar volutas de humo; los cautivos se echaron a toser. Aparecieron las primeras llamas, tímidas como doncellas, danzando y saltando de los troncos a las piernas de los atados. Un momento después, las lenguas de fuego envolvían las estacas.
—Estaba muerto —gritó el chico llorón cuando las llamas le lamieron las piernas—. Lo encontramos muerto…, por favor…, teníamos hambre… —El fuego ya le llegaba por las pelotas; cuando prendió en el vello que le rodeaba la polla, sus súplicas se fundieron en un chillido prolongado e inarticulado.
Asha Greyjoy notaba un regusto de bilis en el fondo de la garganta. En las Islas del Hierro había visto a los sacerdotes de su pueblo degollar a esclavos y entregar sus cadáveres al mar para honrar al Dios Ahogado; una costumbre brutal, pero aquello era peor.
«Cierra los ojos —se dijo—. No escuches. Ponte de espaldas. No tienes por qué verlo». Los hombres de la reina cantaban un himno de alabanza a R’hllor el Rojo, pero los alaridos le impedían entender la letra. Se estremeció, pese al calor de las llamas que le azotaba el rostro. El aire estaba cargado de humo y del hedor de la carne quemada, y un hombre seguía tirando de las cadenas al rojo vivo que lo sujetaban a la estaca.
Al cabo de un rato, los gritos cesaron. Sin pronunciar palabra, el rey Stannis se alejó en dirección a la soledad de su atalaya.
«Regresa a su almenara —comprendió Asha—, a buscar respuestas en las llamas». Arnold Karstark hizo ademán de salir renqueando tras él, pero ser Richard Horpe lo tomó del brazo y lo condujo a la cabaña principal. Los observadores comenzaron a dispersarse, cada uno rumbo a su hoguera, a dar cuenta de la mísera cena.
—¿Disfrutas del espectáculo, puta del hierro? —le preguntó Clayton Suggs, que se le había acercado sigilosamente. El aliento le olía a cebolla y cerveza.
«Tiene ojos de cerdo». Asha lo juzgó muy apropiado: hacía juego con el cerdo alado que le adornaba el escudo y la sobrevesta.
—Espera a ver la multitud que se congregará cuando te llegue el turno de retorcerte en la estaca —prometió Suggs, con la cara tan cerca que Asha pudo contarle los puntos negros de la nariz.
No iba desencaminado. Los lobos no le tenían el menor cariño; era hija del hierro y debía responder por los crímenes de su pueblo: por Foso Cailin, Bosquespeso y la Ciudadela de Torrhen; por siglos de rapiña a lo largo de la Costa Pedregosa; por lo que había hecho Theon en Invernalia.
—Soltadme, caballero. —Siempre que Suggs se dirigía a ella, Asha echaba de menos sus hachas. Bailaba la danza del dedo tan bien como cualquier hombre de las islas, y tenía diez que lo demostraban.
«¡Cómo me gustaría bailarla contigo!». Igual que algunos rostros pedían a gritos una barba, el de ser Clayton estaba hecho para estamparle un hacha entre los ojos. Pero claro, no llevaba ninguna encima, de modo que tuvo que conformarse con tratar de escabullirse, con lo que solo consiguió que la agarrase con más fuerza, clavándole los dedos enguantados en el brazo como si fueran de hierro.
—Mi señora os ha dicho que la soltéis —intervino Aly Mormont—. Será mejor que le hagáis caso; lady Asha no está destinada a la hoguera.
—Ya veremos —se empeñó Suggs—. Ya hemos acogido demasiado tiempo a esta adoradora de demonios. —Pero soltó el brazo de Asha; no convenía provocar a la Osa si se podía evitar.
—El rey tiene otros planes para su trofeo. —Justin Massey apareció de repente, con su característica sonrisa fácil en los labios. Tenía las mejillas rojas de frío.
—¿El rey o vos? —Suggs resopló con desdén—. No importan vuestros planes, Massey; irá a parar a la hoguera, con toda su sangre real. La mujer roja dice que la sangre de los reyes tiene poder; un poder que será del agrado de nuestro señor.
—Que R’hllor se conforme con los cuatro que acabamos de mandarle.
—Cuatro patanes de baja cuna; una ofrenda propia de mendigos. Con esa escoria no conseguiremos nunca aplacar la nieve, pero con ella…
—Y si la quemáis y sigue nevando, ¿qué? —atajó la Osa—. ¿A quién quemaréis a continuación? ¿A mí?
—¿Por qué no a ser Clayton? —propuso Asha, que ya no podía contener más la lengua—. A lo mejor a R’hllor le gustaría tener a uno de los suyos, un hombre de fe que cantase sus alabanzas cuando las llamas le lamiesen la polla.
Ser Justin soltó una carcajada.
—Disfruta de tus risitas, Massey. —Suggs no lo consideraba nada divertido—. Si sigue nevando, ya veremos quién ríe. —Echó una mirada a los cadáveres atados a las estacas, sonrió y fue a reunirse con ser Godry y los demás hombres de la reina.
—¡Mi campeón! —dijo Asha a Justin Massey. Cualesquiera que fueran sus motivos, se lo había ganado—. Muchas gracias por el rescate.
—Así no conseguiréis amigos entre los hombres de la reina —advirtió la Osa—. ¿Habéis perdido la fe en R’hllor el Rojo?
—He perdido la fe en muchas cosas —respondió Massey, cuyo aliento se condensaba en el aire—, pero sigo creyendo en la cena. ¿Me acompañarán mis señoras?
—No tengo apetito —replicó Aly Mormont con un gesto de rechazo.
—Ni yo. Pero será mejor que os forcéis a comer un poco de carne de caballo, o pronto os arrepentiréis. Salimos de Bosquespeso con ochocientas monturas, pero anoche solo quedaban sesenta y cuatro.
La noticia no la cogió desprevenida. Habían perdido casi todos los caballos de guerra, incluido el de Massey, además de la mayoría de los palafrenes; hasta los robustos rocines de los norteños flaqueaban por falta de forraje. Pero ¿para qué necesitaban monturas? Stannis ya no iba a ningún lado. Hacía tanto que no veían el sol, la luna ni las estrellas, que Asha empezaba a creer que eran fruto de su imaginación.
—Yo sí quiero comer.
—Yo no —Aly volvió a negarse.
—En ese caso, yo cuidaré de lady Asha —ofreció ser Justin—. Tenéis mi palabra de que no la dejaré escapar.
La Osa accedió a regañadientes, haciendo oídos sordos a la burla de su tono, y regresó a la tienda, y Asha y Justin Massey se dirigieron a la construcción principal. No estaba lejos, pero los ventisqueros eran profundos; el viento, inclemente; los pies de Asha, bloques de hielo, y cada paso, una puñalada en el tobillo.
La cabaña, aunque pequeña y humilde, era el mayor edificio de la aldea, así que los señores y capitanes se la habían apropiado, mientras que Stannis se había instalado en la atalaya de piedra de la orilla del lago. Dos guardias flanqueaban la puerta, apoyados en lanzas largas. Uno levantó la cortina engrasada que hacía de puerta para que pasara Massey, y ser Justin escoltó a Asha hacia la acogedora calidez del interior.
Los bancos y mesas de caballetes situados a ambos lados ofrecían espacio para cincuenta hombres, aunque se había conseguido encajar el doble. El suelo de tierra estaba dividido en dos por una zanja para el fuego, bajo la hilera de tragaderas de humo del techo. Los lobos se habían sentado a un lado, y los caballeros y señores sureños, al otro.
A Asha le pareció que los sureños ofrecían un aspecto lamentable, demacrados y con las mejillas hundidas, algunos pálidos y enfermos, otros con la cara enrojecida y cortada por el viento. En contraste, los norteños parecían robustos y saludables: hombretones rubicundos con la barba más frondosa que un arbusto, cubiertos de pieles y hierro. Ellos también tenían frío y hambre, pero habían resistido mejor la marcha, con sus rocines y sus zarpas de oso.
Asha se quitó las manoplas de piel y se crispó al flexionar los dedos. El dolor se le fue extendiendo por las piernas a medida que la sangre volvía a circularle por los pies medio congelados. Al huir, los aldeanos habían dejado una buena reserva de turba, de modo que el aire estaba impregnado de humo, además de un fuerte olor terroso. Se sacudió la nieve de la capa y la colgó en un gancho de la puerta.
Ser Justin consiguió sitio en el banco y llevó la cena para ambos: cerveza y filetes de caballo, carbonizados por fuera y rojos por dentro. Asha bebió un trago de cerveza y se abalanzó sobre la comida. La ración era más escasa que la última, pero el olor le hizo rugir las tripas.
—Muchas gracias, caballero —dijo, con la barbilla chorreante de sangre y grasa.
—Justin, por favor. —Massey troceó la carne de su plato y pinchó un pedazo con el cuchillo.
Un poco más allá, Will Foxglove explicaba a los que lo rodeaban que Stannis reanudaría la marcha sobre Invernalia al cabo de tres días; lo había oído de boca de un mozo de cuadra que cuidaba los caballos del rey.
—Su alteza ha visto la victoria en sus fuegos —relató Foxglove—, una victoria que se cantará durante mil años, desde los castillos de los señores hasta las cabañas de los campesinos.
—Anoche, el frío se cobró ochenta vidas. —Ser Justin Massey levantó la mirada de la carne de caballo, se sacó un cartílago de entre los dientes y se lo lanzó al perro que tenía más cerca—. Si proseguimos la marcha, moriremos a cientos.
—Si nos quedamos, moriremos a miles —repuso ser Humfrey Clifton—. Proseguir o morir, es lo que digo yo.
—Proseguir y morir, es lo que yo os respondo. Y ¿qué pasará si llegamos a Invernalia? ¿Cómo nos apoderaremos del castillo? Muchos de nuestros hombres están tan débiles que a duras penas pueden dar un paso. ¿Vais a ponerlos a escalar murallas? ¿A construir torres de asedio?
—Deberíamos quedarnos aquí hasta que mejore el tiempo —propuso ser Ormund Wylde, un viejo caballero de aspecto cadavérico. Por los rumores que había oído Asha, los soldados cruzaban apuestas sobre cuál sería el siguiente señor o caballero en morir, y ser Ormund se mostraba como el claro favorito.
«¿Cuánto habrán apostado por mí? A lo mejor estoy a tiempo de jugarme algo».
—Aquí, al menos, tenemos cierto refugio —insistió Wylde—, y hay peces en los lagos.
—Poco pescado para muchos pescadores —dijo lord Peasebury con voz sombría. Tenía buenos motivos para el humor lúgubre: los hombres que acababa de quemar ser Godry eran de los suyos, y en aquella misma sala había gente a la que se había oído afirmar que el propio Peasebury estaba al corriente y hasta podía haber participado en los banquetes.
—Tiene razón —rezongó Ned Woods, un explorador de Bosquespeso. Lo llamaban Ned el Desnarigado, porque había perdido la punta de la nariz en una helada, dos inviernos atrás. Nadie podía jactarse de conocer el bosque de los Lobos mejor que él, e incluso los caballeros del rey más altaneros habían aprendido a hacerle caso—. Conozco esos lagos. Os habéis abalanzado sobre ellos por centenares, como los gusanos sobre un cadáver; habéis abierto tantos agujeros en el hielo que me extraña que no os hayáis hundido todos. Cerca de la isla hay sitios que parecen quesos tras el paso de las ratas. —Sacudió la cabeza—. Los lagos están esquilmados. Habéis acabado con la pesca.
—Razón de más para marchar —se empecinó Humfrey Clifton—. Si nuestro destino es morir, que sea con la espada en la mano.
«Proseguir y morir, quedarse y morir, dar marcha atrás y morir». La misma discusión que la noche pasada y la anterior.
—Sois libre de perecer como os plazca, Humfrey —concedió Justin Massey—. Yo, por mi parte, preferiría vivir para ver una nueva primavera.
—Hay quien os tacharía de cobarde —replicó lord Peasebury.
—Mejor cobarde que caníbal.
—Hijo de… —comenzó a decir Peasebury, con el semblante desencajado por la cólera.
—La muerte forma parte de la guerra, Justin. —Ser Richard Horpe estaba junto a la puerta, con el pelo oscuro empapado de nieve derretida—. Quienes marchéis con nosotros tendréis una parte del botín que saqueemos a Bolton y a su bastardo, y una parte aún mayor de gloria imperecedera. Los que estéis demasiado débiles para soportar la marcha quedáis en la mano del dios, pero tenéis mi palabra de que os enviaremos provisiones en cuanto tomemos Invernalia.
—¡No vais a tomar Invernalia!
—Desde luego que sí —dijo una voz chirriante desde la mesa principal, ocupada por Arnolf Karstark, con su hijo Arthor y sus tres nietos. Lord Arnolf se puso en pie como un buitre que acechase a una presa, apoyando una mano llena de manchas en el hombro de su hijo—. La tomaremos por Ned y por su hija. Y también por el Joven Lobo, que tan cruelmente fue asesinado. Los míos y yo os mostraremos el camino si es necesario. Así se lo he dicho a su bondadosa alteza el rey: «Marchemos, y antes de que cambie la luna nos bañaremos en sangre Frey y Bolton».
Los hombres se pusieron a patear el suelo y golpear las mesas con los puños. Asha observó que casi todos eran norteños; al otro lado de la zanja, los señores sureños seguían sentados en silencio.
Justin Massey aguardó a que se apaciguara el bullicio para hablar:
—Vuestro valor es admirable, lord Karstark, pero eso no basta para abrir una brecha en los muros de Invernalia. Decidme, ¿cómo pensáis tomar el castillo? ¿Con bolas de nieve?
—Talaremos árboles para construir arietes y poder derribar las puertas —respondió un nieto de lord Arnolf.
—Y moriréis.
—Haremos escalas para trepar por la muralla —intervino otro nieto.
—Y moriréis.
—Levantaremos torres de asedio. —Quien alzó la voz fue Arthor Karstark, el hijo menor de lord Arnolf.
—Y moriréis, y moriréis, y moriréis. —Ser Justin puso los ojos en blanco—. Dioses misericordiosos, ¿todos los Karstark estáis locos?
—¿Dioses? —le espetó Richard Horpe—. Olvidáis una cosa, Justin: solo tenemos un dios. No habléis aquí de demonios; ahora, solo el Señor de Luz puede salvarnos, ¿no os parece? —Acentuó sus palabras llevándose la mano al puño de la espada, pero no apartó los ojos del rostro de Justin Massey, que pareció encogerse bajo su mirada.
—El Señor de Luz, claro. Mi fe es tan sincera como la vuestra, ya lo sabéis.
—No pongo en duda vuestra fe, sino vuestro valor. Habéis pregonado la derrota a cada paso desde que salimos de Bosquespeso. A veces no sé de qué lado estáis.
—No estoy dispuesto a dejarme insultar —respondió Massey, mientras el rubor le subía por el cuello. Descolgó la capa húmeda de la pared con un tirón tan brusco que Asha oyó como se desgarraba, pasó junto a Horpe y cruzó la puerta. La ráfaga de aire frío que cruzó la estancia levantó cenizas de la zanja y avivó las llamas.
«No hace falta gran cosa para que se venga abajo —pensó Asha—. Mi campeón tiene los pies de barro». Pese a todo, ser Justin era uno de los pocos que tal vez se opusieran a que los hombres de la reina la quemasen, así que se levantó, se puso la capa y se adentró en la ventisca para seguirlo. Ni había dado diez pasos que ya estaba perdida. Alcanzaba a ver el fuego que ardía en la atalaya, un débil resplandor anaranjado que flotaba en el aire, pero el resto de la aldea había desaparecido; estaba sola en un mundo blanco de silencio, abriéndose camino por una nieve que le llegaba a los muslos.
—¿Justin? —llamó. No obtuvo respuesta. A la izquierda oyó relinchar a un caballo.
«El pobre animal parece asustado; quizá sepa que va a convertirse en la cena de mañana». Asha se arrebujó en la capa.
Por casualidad fue a dar al prado de la aldea. Las estacas de pino carbonizadas seguían en pie; el fuego no las había consumido por completo. Vio que las cadenas ya se habían enfriado, pero seguían aprisionando los cadáveres con su abrazo de hierro. Un cuervo, posado en una de ellas, arrancaba jirones de carne quemada de un cráneo ennegrecido. La nieve había cubierto las cenizas de la base de la pira y trepaba por las piernas del hombre, hasta el tobillo.
«Los antiguos dioses quieren darle sepultura —se dijo—. Esto no ha sido obra suya».
—No te pierdas detalle, puta —dijo la voz grave de Clayton Suggs a su espalda—. Te quedarás igual de guapa cuando te asemos. Dime una cosa, ¿los calamares gritan?
«Dios de mis ancestros, si puedes oírme desde tus estancias acuosas, bajo las olas, dame tan solo un hacha pequeñita para que se la lance». El Dios Ahogado no respondió; no solía responder, como ningún dios.
—¿Habéis visto a ser Justin?
—¿Ese imbécil arrogante? ¿Qué quieres de él, puta? Si necesitas un polvo, yo soy más hombre que Massey.
«Y dale con puta. —No acababa de entender que los hombres como Suggs usasen esa palabra para degradar a las mujeres, cuando las putas eran las únicas que querrían tener algo que ver con ellos. Y Suggs era peor que Liddle el de Enmedio—. Pero me lo llama en serio».
—Vuestro rey castra a los violadores —le recordó.
—El rey se ha quedado medio ciego de tanto mirar al fuego —replicó ser Clayton con una risita—. Pero no tengas miedo, puta, no voy a violarte; después tendría que matarte, y prefiero verte arder.
—¿Habéis oído eso? —De nuevo le llegó el relincho del caballo.
—¿El qué?
—Un caballo. No, más de uno. —Inclinó la cabeza para escuchar. La nieve distorsionaba el sonido, y era difícil saber de dónde procedía.
—¿Es un truco de calamares? No oigo… —Suggs frunció el ceño—. ¡Maldita sea! ¡Jinetes! —Tanteó en busca de la espada, con manos torpes por culpa de los guantes de piel y cuero, hasta que consiguió arrancarla de la vaina.
Ya tenían encima a los jinetes.
Salieron de la tormenta como un escuadrón fantasmagórico: hombres corpulentos, que parecían aún más grandes por las gruesas pieles que vestían, montados en caballitos. Las espadas que llevaban al cinto cantaban la suave canción del acero al repiquetear en la vaina. Asha vio un hacha de guerra colgada de una silla de montar, y un hombre con un martillo a la espalda; también llevaban escudos, pero tan cubiertos de hielo y nieve que era imposible distinguir los blasones. Pese a todas las capas de lana, pieles y cuero endurecido, Asha se sintió desnuda.
«Un cuerno, necesito un cuerno para alertar al campamento».
—¡Corre, puta estúpida! —gritó ser Clayton—. ¡Corre a avisar al rey! ¡Lord Bolton se nos echa encima! —Por muy bruto que fuera, Suggs no andaba falto de valor. Espada en mano, avanzó por la nieve y se interpuso entre los jinetes y la atalaya del rey, cuya almenara resplandecía tras él como el ojo anaranjado de algún dios extraño—. ¿Quién vive? ¡Alto! ¡Alto!
El jinete que iba en cabeza detuvo el caballo ante él. Había otros detrás, quizá hasta una veintena. Asha no tenía tiempo de contarlos. Podía haber centenares ocultos por la tormenta, pisándoles los talones; podían ser todas las huestes de Roose Bolton agazapadas en la oscuridad y en los remolinos de nieve, a punto de caer sobre ellos. Pero…
«Son demasiados para ser exploradores y muy pocos para ser una avanzadilla. —Y dos iban de negro—. La Guardia de la Noche», comprendió de pronto.
—¿Quiénes sois? —preguntó.
—Amigos —respondió una voz vagamente conocida—. Estuvimos buscándoos en Invernalia, pero solo encontramos a Umber Carroña repicando tantos tambores y soplando tantos cuernos como podía. Nos ha llevado cierto tiempo encontraros. —El jinete saltó de la silla, se quitó la capucha e hizo una reverencia. Tenía la barba tan espesa y encostrada de hielo que Asha tardó un momento en reconocerlo.
—¿Tris? —dijo por fin.
—Mi señora. —Tristifer Botley se arrodilló—. He venido con la Doncella, Roggon, Lenguamarga, Dedos, Grajo… Somos seis, todos los que estábamos en condiciones de montar. Cromm murió de sus heridas.
—¿Qué pasa aquí? —exigió saber ser Clayton Suggs—. ¿Eres de los suyos? ¿Cómo has escapado de las mazmorras de Bosquespeso?
—Sybelle Glover recibió un generoso rescate por liberarnos, y decidió aceptarlo en nombre del rey. —Tris se levantó y se sacudió la nieve de las rodillas.
—¿De qué rescate hablas? ¿Quién iba a pagar nada por la escoria del mar?
—Yo, mi señor. —El que había hablado se adelantó a lomos de su caballo. Era muy alto y delgado, con las piernas tan largas que resultaba increíble que no le arrastraran los pies—. Necesitaba una escolta fuerte para llegar sano y salvo hasta el rey, y lady Sybelle necesitaba menos bocas que alimentar. —Las facciones del hombre alto quedaban ocultas tras el embozo, pero llevaba el sombrero más extraño que había visto Asha desde la última vez que visitó Tyrosh: sin ala, de una tela muy lisa, una torre formada por tres cilindros apilados—. Tengo entendido que el rey Stannis está aquí. Es muy urgente que hable con él de inmediato.
—Por el hedor de los siete infiernos, ¿quién sois vos?
—Tengo el privilegio de ser Tycho Nestoris, humilde servidor del Banco de Hierro de Braavos. —El hombre alto desmontó del caballo con un movimiento elegante, se quitó el peculiar sombrero e hizo una reverencia.
De todas las cosas raras que podían haber llegado a caballo en mitad de la noche, lo último que habría esperado Asha Greyjoy era un banquero braavosi; era tan absurdo que no tuvo más remedio que echarse a reír.
—El rey Stannis se ha asentado en la atalaya. Ser Clayton estará encantado de conduciros hasta él, estoy segura.
—Muy amable por su parte. El tiempo apremia. —El banquero la examinó con unos ojos oscuros y suspicaces—. La dama Asha de la casa Greyjoy, si no me equivoco.
—Sí, soy Asha de la casa Greyjoy, aunque en lo de dama no todos están de acuerdo.
—Os traemos un regalo —dijo el braavosi con una sonrisa, e hizo una seña a los hombres que lo seguían—. Esperábamos dar con el rey en Invernalia, pero por desgracia, el castillo se halla envuelto en esta misma tormenta. Al pie de la muralla nos encontramos con Mors Umber y una tropa de novatos que esperaban a su alteza, y nos dio esto.
«Una muchacha y un viejo», pensó Asha cuando los arrojaron de mala manera sobre la nieve, ante ella. La chica era presa de fuertes temblores, pese a las pieles que la arropaban; de no haber estado tan asustada, hasta podía ser bonita, aunque la punta de la nariz se le había ennegrecido por la congelación. En cuanto al viejo, daba un poco de repelús; había visto espantapájaros con más carne. La cara era una calavera cubierta de piel, y tenía el pelo blanco como el marfil, y mugriento. Y apestaba. Solo con verlo, a Asha se le revolvieron las tripas.
Entonces, el viejo levantó la mirada.
—Hermana. Ya ves, esta vez te he reconocido.
—¿Theon? —El corazón de Asha dio un vuelco.
Retrajo los labios para esbozar lo que tal vez fuera una sonrisa. Le faltaba la mitad de los dientes, y los que le quedaban estaban rotos y astillados.
—Theon —repitió—. Me llamo Theon. Tengo que recordarlo.