Aquella noche soñó con salvajes que aullaban en el bosque y avanzaban al son del lamento de los cuernos de guerra y del redoble de los tambores. El sonido llegaba, BUM dum BUM dum BUM dum, como mil corazones que latieran al unísono. Algunos llevaban lanzas; otros, arcos, y otros, hachas. Muchos iban en carros de huesos, tirados por manadas de perros grandes como ponis. Había gigantes de quince varas de altura que avanzaban con paso torpe y mazas del tamaño de robles.
—¡Firmes! —ordenó Jon—. Que no avancen. —Estaba en la cima del Muro, solo—. ¡Prendedles fuego! —gritó. Pero nadie lo escuchaba.
«Se han ido todos. Me han abandonado».
Ascendían saetas encendidas entre siseos, dejando un rastro de fuego a su paso. Los hermanos espantapájaros se derrumbaban, con las capas negras en llamas.
—¡Nieve! —gritó un águila, mientras los enemigos trepaban por el hielo como arañas. Jon vestía una armadura de hielo negro, pero en su puño ardía una espada al rojo vivo. A medida que los muertos alcanzaban la cima del Muro, los enviaba abajo a morir de nuevo. Mató a un anciano, a un muchacho imberbe, a un gigante, a un hombre demacrado de dientes afilados y a una chica con una espesa melena pelirroja. Ya era tarde cuando se dio cuenta de que era Ygritte. Desapareció tan deprisa como había aparecido.
El mundo se desvaneció en una neblina roja. Jon lanzaba estocadas, tajos y golpes de espada. Hizo caer a Donal Noye y le rajó las tripas a Dick Follard el Sordo. Qhorin Mediamano cayó de rodillas, intentando en vano contener el chorro de sangre que le brotaba del cuello.
—¡Soy el señor de Invernalia! —gritó Jon. Robb estaba ante él, con el pelo húmedo de nieve derretida. Garra le cortó la cabeza. Una mano nudosa lo agarró con fuerza por el hombro. Dio la vuelta y…
…y se despertó, con un cuervo picoteándole el pecho.
—Nieve —graznó el pájaro. Jon lo espantó. El cuervo chilló disgustado, revoloteó hasta el poste de la cama y desde allí le dirigió una mirada tétrica a través de la penumbra previa al amanecer.
Había llegado el día. Era la hora del lobo. Muy pronto, el sol se levantaría y cuatro mil salvajes cruzarían el Muro en avalancha.
«Es una locura. —Jon se pasó la mano quemada por el pelo y se preguntó otra vez qué estaba haciendo. Cuando abrieran la puerta, ya no habría vuelta atrás—. Tendría que haber sido el Viejo Oso el que negociara con Tormund. Tendría que haber sido Jaremy Rykker, o Qhorin Mediamano, o Denys Mallister, o cualquier otro hombre con experiencia. Tendría que haber sido mi tío».
Pero ya era tarde para tales dudas. Toda elección conllevaba sus riesgos; toda elección acarreaba sus consecuencias. Jugaría hasta el final.
Se levantó y se vistió a oscuras, mientras el cuervo de Mormont murmuraba por la habitación.
—Maíz —decía—. Rey. Nieve, Jon Nieve, Jon Nieve. —Era extraño; Jon no recordaba que el pájaro hubiera pronunciado nunca su nombre completo.
Desayunó en el sótano con sus oficiales. La comida consistió en pan frito, huevos fritos, morcillas y gachas de cebada, todo regado con cerveza rubia. Mientras comían repasaron los preparativos.
—Todo está listo —aseguró Bowen Marsh—. Si los salvajes mantienen su parte del trato, todo irá como habéis dispuesto.
«Y si no, se convertirá en una carnicería sangrienta».
—Recordad —dijo Jon—. La gente de Tormund tiene hambre, frío y miedo. Algunos nos odian tanto como vosotros a ellos. Pisamos un hielo muy quebradizo, tanto unos como otros. Si se abre una grieta, nos ahogaremos todos. Si hoy tiene que derramarse sangre, que no sea uno de los nuestros quien aseste el primer golpe, o juro por los dioses antiguos y nuevos que le cortaré la cabeza.
Le respondieron con afirmaciones y susurros.
—Como ordenéis.
—Así será.
—De acuerdo, mi señor.
Uno a uno, se levantaron de la mesa, se colgaron la espada al cinto y, envueltos en cálidas capas negras, salieron al frío.
El último en abandonar la mesa fue Edd Tollett el Penas, que durante la noche había regresado con seis carromatos de Túmulo Largo, más conocido entre los hermanos negros como Túmulo de las Putas. Habían enviado a Edd a recoger a tantas mujeres de las lanzas como fuera posible para llevarlas con sus hermanas.
Jon lo observó mientras mojaba pan en la yema del huevo. Le resultaba extrañamente reconfortante ver de nuevo el semblante austero de Edd.
—¿Cómo van los trabajos de restauración? —preguntó a su antiguo mayordomo.
—Terminaremos en diez años o así —respondió Tollett con su tono lúgubre habitual—. Cuando llegamos, todo estaba infestado de ratas. Las mujeres de las lanzas acabaron con esos bichos asquerosos, y ahora son ellas las que infestan el lugar. A veces desearía que volviesen las ratas.
—¿Qué tal es estar a las órdenes de Férreo Emmett? —preguntó Jon.
—En realidad, Maris la Negra es la que está a sus órdenes la mayor parte del tiempo. Yo me encargo de las mulas. Ortigas dice que estoy emparentado con ellas y es cierto que tenemos el mismo rostro alargado, pero yo no soy ni la mitad de cabezota. De todas formas, juro por mi honor que nunca conocí a sus madres. —Acabó el último huevo y suspiró—. Me gustan los huevos poco hechos. Por favor, mi señor, no dejéis que los salvajes se coman todas nuestras gallinas.
Fuera, en el patio, el cielo del este había empezado a iluminarse. No había ni rastro de nubes.
—Parece que hará un buen día —dijo Jon—. Un día luminoso, cálido y soleado.
—El Muro llorará, y eso que tenemos el invierno casi encima. No es natural, mi señor. De hecho, creo que es una mala señal.
—¿Y si nieva? —dijo Jon, con una sonrisa.
—Peor todavía.
—¿Qué tiempo te gustaría que hiciera?
—El mismo que junto a la chimenea. Si no os importa, debería regresar con mis mulas. Cuando no estoy con ellas me echan de menos, que ya es más de lo que puedo decir de las mujeres de las lanzas.
Se separaron allí mismo: Tollett fue por el camino del este en busca de los carromatos, y Jon, hacia los establos. Seda ya estaba esperándolo con el caballo ensillado y aparejado: un fogoso corcel gris de crines brillantes y negras como tinta de maestre. No era el tipo de montura que Jon escogería para una expedición, pero aquella mañana le convenía tener un aspecto imponente, y aquel semental era la elección perfecta.
Su escolta también estaba esperándolo. A Jon no le había gustado nunca estar rodeado de guardias pero, aquel día, tener cerca a un buen puñado de hombres parecía lo más sensato. Formaban una estampa lúgubre, todos con cota de malla, casco de hierro y capa negra, y llevaban lanzas altas en las manos y espadas, y puñales en los cinturones. Para la ocasión, Jon desestimó a los reclutas y ancianos que tenía a su cargo y escogió a ocho hombres en la flor de la vida: Ty, Mully, Lew el Zurdo, el Gran Liddle, Rory, Fulk el Pulga, Garrett Lanzaverde y Pieles, el nuevo maestro de armas del Castillo Negro, para mostrar al pueblo libre que incluso un Hombre que había luchado por Mance bajo el Muro podía optar a un puesto de honor en la Guardia de la Noche.
Cuando se reunieron junto a la puerta, un fulgor rojo intenso iluminaba ya el este.
«Se están apagando las estrellas», pensó. Cuando reaparecieran brillarían sobre un mundo cambiado para siempre. Unos cuantos hombres de la reina observaban junto a las ascuas de los fuegos nocturnos de Melisandre. Cuando Jon miró hacia la Torre del Rey divisó de reojo un destello rojo tras una ventana. De la reina Selyse no vio ni rastro.
Había llegado el momento.
—Abrid la puerta —dijo Jon Nieve con voz queda.
—¡Abrid la puerta! —gritó el Gran Liddle. Su voz era como un trueno. Doscientas cincuenta varas más arriba, los centinelas lo oyeron y se llevaron el cuerno de guerra a la boca. El sonido retumbó por todo el Muro y a lo largo del mundo. Aaauuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu…
Un toque largo. Durante más de mil años, aquel sonido había indicado que los exploradores volvían a casa. Aquel día adquirió un nuevo significado. Aquel día convocaba a los salvajes a su nuevo hogar.
A ambos lados del largo túnel, las puertas se abrieron y las barras de hierro se levantaron. La luz del amanecer brillaba sobre el hielo del Muro y despedía destellos rosados, dorados y violeta. A Edd el Penas no le faltaba razón: el Muro lloraría pronto.
«Quieran los dioses que sea el único que llore».
Seda los guió bajo el hielo con un farol de hierro para iluminar el camino que atravesaba el túnel. Jon lo siguió a pie, con el caballo de la brida. Tras ellos iba la guardia, y más atrás, Bowen Marsh y veinte mayordomos, cada uno con una tarea asignada. Mucho más arriba, Ulmer del Bosque Real había quedado al mando del Muro. Lo acompañaban los cuarenta mejores arqueros del Castillo Negro, listos para responder ante cualquier problema que surgiera abajo con un diluvio de flechas.
Al norte del Muro esperaba Tormund Matagigantes a lomos de una pequeña montura que apenas podía soportar su peso. Junto a él estaban Toregg el Alto y el joven Dryn, los dos hijos que le quedaban, además de sesenta guerreros.
—¡Ja! —exclamó Tormund—. ¿Son guardias lo que veo? ¿Qué ha sido de la confianza, cuervo?
—Tú has traído más hombres que yo.
—Es cierto. Ven aquí, muchacho. Quiero que te vea mi pueblo. Aquí hay miles de personas que no han visto nunca a un lord comandante; hombres hechos y derechos a los que decían de niños que tus exploradores se los comerían si se portaban mal. Necesitan ver cómo eres en realidad: un muchacho de cara larga con una capa negra y vieja. Necesitan saber que no tienen nada que temer de la Guardia de la Noche.
«Preferiría que no lo supieran». Jon se quitó el guante de la mano quemada, se llevó dos dedos a la boca y silbó. Fantasma llegó corriendo desde la puerta. El caballo de Tormund respingó tanto que estuvo a punto de derribarlo.
—¿Nada que temer? Fantasma, quieto.
—Eres un bastardo de corazón podrido, lord Cuervo. —Tormund, el Soplador del Cuerno, se llevó el cuerno de guerra a los labios. El sonido retumbó por el hielo como un trueno, y el pueblo libre empezó a avanzar hacia la puerta.
Desde el amanecer hasta que cayó el sol, Jon los observó pasar.
Los primeros fueron los rehenes: cien muchachos de entre ocho y dieciséis años.
—Tu precio de sangre, lord Cuervo —declaró Tormund—. Espero que el llanto de sus pobres madres no te provoque pesadillas. —Algunos chicos llegaron a la puerta de la mano de sus padres; otros, con sus hermanos mayores. Muchos caminaban solos. Los chicos de quince y dieciséis años eran casi adultos y no querían que los vieran colgados de las faldas de una mujer.
Dos mayordomos se encargaron de contar a los chicos según pasaban y apuntar todos los nombres en pergaminos de piel de oveja. Un tercero recogió sus objetos de valor como peaje y también los enumeró. Los jóvenes se dirigían a un lugar donde no habían estado nunca, para servir a una orden que había sido enemiga de su pueblo durante miles de años, pero aun así, Jon no vio lágrimas ni oyó los lamentos de ninguna madre.
«Es la gente del invierno —recordó—. En el lugar del que vienen, las lágrimas se congelan en las mejillas». Ni un solo rehén retrocedió ni intentó huir cuando le llegó el turno de pasar por el túnel sombrío.
Casi todos estaban delgados y algunos hasta demacrados, con piernas flacas y brazos finos como ramitas. Jon no esperaba otra cosa. Por lo demás, eran de mil formas, tamaños y colores: vio a chicos altos y bajos, castaños, morenos, rubios como la miel, rubios color fresa y pelirrojos besados por el fuego, como Ygritte. Vio a chicos con cicatrices, chicos cojos y chicos con marcas de viruelas. Muchos de los mayores tenían vello en las mejillas o bigotes ralos, aunque uno lucía una barba tan frondosa como la de Tormund. Algunos vestían pieles suaves y de buena calidad, y otros, cuero endurecido y piezas de armadura; muchos llevaban lana y piel de foca, y unos cuantos iban en harapos. Ninguno estaba desnudo. Los había que portaban armas: lanzas afiladas, mazos de cabeza de piedra, cuchillos de hueso, piedra o vidriagón, garrotes con pinchos y redes, e incluso vio alguna vieja espada roída por el óxido aquí y allá. Los pies de cuerno caminaban por la nieve despreocupados y descalzos. Otros llevaban zarpas de oso y pisaban los ventisqueros sin hundirse. Seis llegaron a lomos de caballos, y dos, a lomos de mulas. Dos hermanos aparecieron con una cabra. El rehén más corpulento medía dos varas y media, aunque tenía cara de niño; y el menor era un chico menudo que afirmó tener nueve años aunque no aparentaba más de seis.
Los hijos de hombres de prestigio fueron de especial interés. Tormund se ocupó de señalarlos según pasaban.
—Ese de ahí es el hijo de Soren Rompescudos —dijo de un joven alto—. Aquel pelirrojo es el de Gerrick Sangrerreal. Afirma descender del linaje de Raymun Barbarroja, pero en realidad es descendiente de su hermano pequeño. —Había dos muchachos que se asemejaban lo bastante como para ser gemelos, pero Tormund insistió en que eran primos, nacidos con un año de diferencia—. A uno lo crió Harle el Cazador, y al otro, Harle el Bello, pero son hijos de la misma mujer. Sus padres se odian, así que yo en tu lugar mandaría uno a Guardiaoriente y el otro a la Torre Sombría.
Presentó a otros rehenes como hijos de Howd el Trotamundos, Brogg, Devyn Desollafocas, Kyleg de la Oreja de Madera, Moma Máscara Blanca, el Gran Morsa…
—¿El Gran Morsa? ¿De veras?
—En la Costa Helada tienen nombres muy raros.
Tres rehenes eran hijos de Alfyn Matacuervos, un infame saqueador abatido por Qhorin Mediamano, o eso decía Tormund.
—No parecen hermanos —observó Jon.
—Son de madres distintas. Alfyn la tenía muy pequeña, más que tú, pero nunca dudó a la hora de meterla donde fuera. Ese tenía un hijo en cada aldea. —Luego apareció un chico escuálido con cara de rata—. Ese es cachorro de Varamyr Seispieles. ¿Recuerdas a Varamyr, lord Cuervo?
—El cambiapieles. —Jon se acordaba perfectamente.
—Sí, cambiapieles, hijoputa y cruel. Es probable que haya muerto. Nadie ha vuelto a verlo desde la batalla.
Dos chicos eran en realidad chicas disfrazadas. En cuanto las vio, Jon pidió a Rory y al Gran Liddle que las llevasen ante él. Una acudió mansamente, y la otra, dando mordiscos y patadas.
«Esto puede acabar mal».
—¿También tienen padres famosos?
—¿Estas criaturas escuálidas? No creo, estarán escogidas a suerte.
—Son chicas.
—¿Sí? —Tormund las miró desde la silla con los ojos entornados—. Lord Cuervo y yo hemos hecho una apuesta para ver cuál de los dos tiene el miembro más grande. Bajaos los calzones y dejadnos echar un ojo.
Una chica se puso roja; la otra lo miró desafiante.
—Déjanos en paz, Tormund Matapestes.
—¡Ja! Tú ganas, cuervo. Entre las dos no juntan una polla, pero la pequeña tiene un buen par de huevos. Una mujer de las lanzas en potencia. —Llamó a sus hombres—. Traedles ropa de mujer antes de que lord Nieve se mee en los calzones.
—Faltan dos chicos que las reemplacen.
—¿Por qué? Un rehén es un rehén. Esa espada enorme que llevas puede cortar tanto la cabeza de una chica como la de un chico. Los padres también quieren a sus hijas. Bueno, la mayoría de los padres.
«No me preocupan sus padres».
—¿Alguna vez oíste a Mance cantar la historia de Danny Flint el Valiente?
—No, que yo recuerde. ¿Quién era?
—Una chica que se disfrazó de chico para vestir el negro. La canción es triste y muy bonita; lo que le pasó ya no lo fue tanto. —En algunas versiones de la canción, el fantasma de la chica aún vagaba por el Fuerte de la Noche—. Mandaré a las chicas a Túmulo Largo. —Los únicos hombres que había allí eran Férreo Emmett y Edd el Penas, y confiaba en ambos, algo que no podía decir de todos sus hermanos.
—Los cuervos sois unos pájaros repugnantes. —Escupió el salvaje, que lo había entendido—. De acuerdo, te traeré a otros dos chicos.
Cuando ya habían cruzado el Muro noventa y nueve rehenes, Tormund Matagigantes presentó al último.
—Mi hijo Dryn. Asegúrate de que lo cuidan bien, cuervo, o te arrancaré ese hígado negro y me lo comeré.
Jon inspeccionó de cerca al muchacho.
«Tiene la edad de Bran, o la que tendría si Theon no lo hubiese matado».
Sin embargo, Dryn carecía de la dulzura de Bran. Era un muchacho fornido, de piernas cortas, brazos gruesos y rostro ancho y enrojecido: una versión en miniatura de su padre, con una mata de pelo castaño.
—Será mi propio paje —prometió Jon a Tormund.
—¿Has oído eso, Dryn? Procura que no se te suba a la cabeza. —Se volvió hacia Jon—. Tendrás que darle una buena azotaina de vez en cuando. Y ten cuidado con sus dientes, que muerde.
Agarró de nuevo el cuerno, lo alzó y dio otro toque. Se adelantaron los guerreros, pero eran más de ciento.
«Casi quinientos —calculó Jon cuando los vio salir de entre los árboles—, puede que incluso mil». Uno de cada diez iba a caballo, pero todos estaban armados. De la espalda les colgaban escudos de mimbre redondos cubiertos de piel y cuero endurecido, que exhibían pinturas de serpientes, arañas, cabezas cortadas, martillos sangrientos, calaveras rotas y demonios. Unos cuantos llevaban acero robado: restos abollados de armaduras saqueadas a cadáveres de exploradores. Otros llevaban armaduras de hueso, como Casaca de Matraca. Todos vestían piel y cuero.
Con ellos iban las mujeres de las lanzas, de largas melenas que ondeaban al viento. Jon no podía mirarlas sin acordarse de Ygritte: el reflejo del fuego en su pelo, su mirada cuando se había desnudado ante él en la gruta, el sonido de su voz. «No sabes nada, Jon Nieve», le había dicho cientos de veces.
«Ni lo sabía ni lo sé».
—Podrías haber traído antes a las mujeres —le dijo a Tormund—. A las madres y las doncellas.
—Sí, claro.—El salvaje le dedicó una mirada taimada—. Y vosotros podríais haber cerrado la puerta. Pero con unos cuantos guerreros al otro lado, la puerta se mantendrá abierta, ¿verdad? —Sonrió—. Te he comprado el puto caballo, Jon Nieve, pero no creas que no voy a mirarle los dientes. Y no vayas por ahí diciendo que no confío en vosotros. Confío en vosotros tanto como tú en nosotros. —Resopló—. Querías guerreros, ¿no? Ahí los tienes. Cada uno de ellos vale tanto como seis de tus cuervos.
Jon no tuvo más remedio que sonreír.
—Mientras reserven esas armas para nuestro enemigo común, todo va bien.
—Te di mi palabra, ¿no? La palabra de Tormund Matagigantes. Es tan fuerte como el hierro. —Se volvió para escupir.
En el río de guerreros estaban los padres de muchos de los rehenes de Jon. Al pasar a su lado, algunos se quedaron mirándolo con ojos fríos y muertos, y se llevaron la mano a la empuñadura de la espada. Otros le sonrieron como si fuese un familiar lejano y perdido hacía tiempo, aunque aquellas sonrisas le resultaron más incómodas que cualquier mirada. Ninguno se arrodilló, pero muchos le hicieron juramentos.
—Los juramentos de Tormund son los míos —declaró Brogg, un hombre de pelo negro y pocas palabras.
—El hacha de Soren es tuya, Jon Nieve, si la necesitas alguna vez —rugió Soren Rompescudos tras agachar ligeramente la cabeza.
Gerrick Sangrerreal, de barba pelirroja, llegó con tres hijas.
—Serán unas esposas excelentes y les darán a sus maridos hijos fuertes de sangre real —presumió—. Al igual que su padre, descienden de Raymun Barbarroja, que fue Rey-más-allá-del-Muro.
Jon sabía por Ygritte que la sangre significaba menos que nada para el pueblo libre. Las hijas de Gerrick eran tan pelirrojas como ella, aunque el pelo de Ygritte era una maraña de rizos, y ellas lo tenían lacio.
«Besadas por el fuego».
—Tres princesas, a cual más bella —dijo a su padre—. Me encargaré de que las presenten ante la reina. —Sospechaba que Selyse Baratheon se llevaría con ellas mejor que con Val: eran más jóvenes y mucho más recatadas.
«Son hermosas, aunque su padre parece idiota».
Howd el Trotamundos juró por su espada, el trozo de hierro con más muescas y abolladuras que Jon había visto en su vida. Devyn Desollafocas le regaló un gorro de piel del animal que le daba su nombre, y Harle el Cazador, un collar de uñas de oso. La bruja guerrera Moma se quitó la máscara de arciano el tiempo justo para besarle la mano enguantada y jurar ser su hombre o su mujer, lo que él prefiriese. Y así, siguieron pasando uno tras otro.
Al cruzar, todos los guerreros se desprendían de sus tesoros y los depositaban en el carro que los mayordomos habían colocado junto a la puerta. Pendientes de ámbar, torques dorados, puñales enjoyados, broches de plata decorados con piedras preciosas, pulseras, anillos, copas nieladas, cálices dorados, cuernos de guerra y de cerveza, un cepillo de jade verde, un collar de perlas de agua dulce… Bowen Marsh lo anotó todo meticulosamente. Un hombre entregó una camisa de lamas de plata que sin duda había pertenecido a un gran señor. Otro cedió una espada rota con tres zafiros en la empuñadura.
Había objetos de lo más extraño: un mamut de juguete hecho con pelo de mamut auténtico, un falo de marfil, un yelmo fabricado con la cabeza de un unicornio, con cuerno y todo… Jon no tenía ni idea de cuánta comida se podría comprar con todo aquello en las Ciudades Libres.
Tras los jinetes llegaron los hombres de la Costa Helada. Jon vio como desfilaba a su lado una docena de enormes carros de huesos, que repiqueteaban igual que Casaca de Matraca. La mitad iba sobre ruedas, pero el resto las había reemplazado por patines y se deslizaba con suavidad por los ventisqueros, mientras que los otros zozobraban y se hundían.
Los perros que tiraban de los carros eran bestias aterradoras, grandes como huargos. Las mujeres vestían pieles de foca, y algunas llevaban niños de pecho. Los niños mayores iban a rastras tras sus madres y miraban a Jon con ojos tan negros y duros como las piedras que llevaban en las manos. Algunos hombres lucían gorros con astas de ciervo, y otros, con colmillos de morsa. Jon se dio cuenta enseguida de que no se llevaban bien entre sí. En la retaguardia iba un puñado de renos flacos, y unos perros enormes ladraban a los más rezagados.
—Ten cuidado con estos, Jon Nieve —le advirtió Tormund—. Son unos animales. Los hombres son malos, y las mujeres, peores. —Cogió un pellejo de la silla y se lo ofreció a Jon—. Toma, con esto te parecerán menos fieros, y de paso te dará calor esta noche. No, no, quédatelo. Echa un buen trago.
El hidromiel que contenía era tan fuerte que a Jon se le saltaron las lágrimas y le bajaron serpientes de fuego por el pecho. Bebió con ganas.
—Eres un buen hombre, Tormund Matagigantes. Hasta para ser un salvaje.
—Puede que sea mejor que la mayoría. No tanto como unos pocos.
Los salvajes seguían llegando a medida que el sol se arrastraba por el cielo despejado y azul. Poco antes del mediodía hubo un parón, cuando un carro de bueyes se quedó atascado en un recoveco del túnel. Jon Nieve fue en persona para echar un vistazo. El carro estaba totalmente aprisionado. Los hombres que iban detrás amenazaban con hacerlo pedazos y despiezar al buey allí mismo, mientras que el conductor y su familia juraban matarlos a todos si lo intentaban. Pero con la ayuda de Tormund y su hijo Toregg, Jon se las arregló para evitar que los salvajes llegaran a la sangre, aunque tardaron casi una hora en reabrir el camino.
—Aquí hace falta una puerta más grande —protestó Tormund mientras miraba con preocupación el cielo, donde empezaban a juntarse las nubes—. Este camino es demasiado lento. Es como intentar beberse el Agualechosa con una caña. ¡Ja! Si tuviera el cuerno de Joramun, le daría un buen soplido y treparíamos por los escombros.
—Melisandre quemó el cuerno de Joramun.
—¿En serio? —Tormund se palmeó el muslo y silbó—. Vaya, quemó ese cuerno tan grande y bonito. Me parece un puto pecado. Tenía mil años. Lo encontramos en la tumba de un gigante; ninguno había visto nunca un cuerno tan grande. Sería por eso por lo que a Mance se le ocurrió lo de deciros que era el de Joramun. Quería que los cuervos pensarais que era capaz de dejaros vuestro puto Muro a la altura de las rodillas. Pero la verdad es que nunca encontramos el cuerno auténtico, y eso que excavamos muchísimo. Si lo tuviéramos, todos los arrodillados de los Siete Reinos tendrían hielo de sobra para enfriar el vino el verano entero.
Jon giró su montura con el ceño fruncido.
«Y Joramun hizo sonar el Cuerno del Invierno y despertó a los gigantes de la tierra. —Aquel cuerno enorme con bandas de oro viejo, tallado con runas antiguas… ¿Le había mentido Mance Rayder? ¿O era Tormund quien mentía?—. Si el cuerno de Mance era falso, ¿dónde está el verdadero?».
Por la tarde, el sol desapareció de la vista y el día se volvió gris y ventoso.
—Cielo de nieve —anunció Tormund, sombrío.
No fueron los únicos que vieron aquel presagio en las nubes blancas. Parecía instarlos a ir más deprisa, y los ánimos empezaron a caldearse. Hubo un apuñalamiento cuando un hombre intentó adelantarse a otros que llevaban horas en la columna. Toregg arrebató el cuchillo al atacante, arrastró a los dos rivales lejos del tumulto y los envió al campamento salvaje para que empezasen de nuevo el recorrido.
—Tormund —dijo Jon, mientras observaban a cuatro ancianas que empujaban un carro lleno de niños hacia la puerta—, háblame de nuestro enemigo. Quiero saber todo lo posible sobre los Otros.
—Aquí no —murmuró Tormund tras frotarse la boca—. A este lado de tu Muro, no. —Echó una mirada rápida e insegura hacia los árboles cubiertos de un manto blanco—. Nunca andan muy lejos, ¿sabes? No salen de día, ni cuando brilla ese viejo sol, pero no creas que se han ido. Las sombras nunca se van. Puede que no las veas, pero siempre están pisándonos los talones.
—¿Os dieron problemas cuando veníais hacia el sur?
—Nunca atacaron en gran número, si te refieres a eso, pero estaban ahí, en los alrededores. Nos desaparecieron tantos oteadores que perdí la cuenta, y cualquiera que se quedase atrás o se extraviase podía perder la vida. Todas las noches, trazábamos un círculo de fuego alrededor del campamento. El fuego no les gusta nada. Pero luego empezó a nevar… Nieve, aguanieve, lluvia helada… Estaba jodido encontrar madera seca o encender un fuego, y el frío… Algunas noches las hogueras se encogían y morían, así, sin más. En noches como esas, siempre nos encontrábamos algún muerto al amanecer. A no ser que ellos te encontraran antes. La noche en que Torwynd…, mi chico… se… —Tormund apartó la mirada.
—Lo sé —dijo Jon Nieve.
—No sabes nada. —Tormund se volvió de nuevo hacia él—. Sí, ya sé que mataste a un muerto. Mance mató a cientos. Se puede luchar contra los muertos, pero cuando llegan sus amos, cuando empieza a levantarse esa neblina blanca… ¿Cómo se lucha contra la niebla, cuervo? Sombras con dientes… Un aire tan frío que duele hasta respirar, como un cuchillo que atraviesa el pecho… No sabes nada, no puedes saberlo. ¿Tu espada puede atravesar el frío?
«Ya lo veremos —pensó Jon, mientras recordaba todo lo que le había contado Sam y lo que había averiguado en sus viejos libros. Garra había sido forjada en los fuegos de la antigua Valyria, en llama de dragón, y protegida con hechizos—, Sam lo llamaba acerodragón. Es más fuerte que el acero común, más ligero, más duro, más afilado…». Pero una cosa era lo que dijeran los libros, y otra, la verdadera prueba que tendría lugar en la batalla.
—No te equivocas —dijo Jon—. No sé nada. Y, si los dioses son benevolentes, no lo sabré nunca.
—Los dioses rara vez son benevolentes, Jon Nieve. —Tormund señaló hacia arriba—. El cielo se está oscureciendo y cubriendo de nubes, y cada vez hace más frío. Mira, tu Muro ya no llora. —Se giró y llamó a su hijo Toregg—. Vuelve al campamento y diles que se apresuren. Los enfermos, los débiles, los holgazanes y los cobardes, que muevan los putos pies. Prende fuego a las tiendas si hace falta. La puerta tiene que estar cerrada antes de que caiga la noche. Cualquier hombre que no haya pasado al otro lado para entonces, que rece para que los Otros lo cojan antes que yo. ¿Me has oído?
—Te he oído. —Toregg azuzó al caballo y se dirigió al galope hacia el final de la columna.
Los salvajes siguieron llegando. Tal como había señalado Tormund, el cielo se iba oscureciendo. Las nubes lo cubrieron de horizonte a horizonte, y todo rastro de calidez se disipó. En la puerta comenzaron los empellones: hombres, cabras y bueyes se empujaban unos a otros para abrirse paso.
«Es más que impaciencia —comprendió Jon—. Están asustados. Los guerreros, las mujeres de las lanzas, los saqueadores: todos temen ese bosque y las sombras que se mueven entre los árboles. Quieren tener el Muro de por medio antes de que caiga la noche. —Un copo de nieve bailó en el aire; luego, otro—. Baila conmigo, Jon Nieve. Pronto bailarás conmigo».
Los salvajes siguieron llegando. Ya iban algo más deprisa y cruzaban el campo de batalla con presteza, aunque los más ancianos, jóvenes o débiles casi no podían moverse. Por la mañana, el suelo estaba cubierto por un grueso manto de nieve vieja que refulgía blanca a la luz del sol, pero al caer la noche ya estaba marrón, negruzca y cenagosa. El paso continuo de los salvajes había convertido el suelo en barro y mugre. Todos habían ido dejando sus huellas: las ruedas de madera y las herraduras de los caballos; los patines de hueso, cuerno y hierro; las botas pesadas; las pezuñas de cerdos, vacas y bueyes; los pies negros y descalzos de los pies de cuerno. El terreno resbaladizo hacía que avanzasen aún más lentos.
—Aquí hace falta una puerta mucho más grande —volvió a protestar Tormund.
Ya entrada la tarde, la nieve caía de manera constante, pero el río de salvajes se había reducido a un arroyo. De los campamentos recién abandonados salían columnas de humo que se alzaban sobre los árboles.
—Es Toregg —explicó Tormund—. Está quemando a los muertos. Siempre hay alguien que se duerme y no despierta. Están dentro de las tiendas, al menos los que las tienen, acurrucados y congelados. Toregg ya sabe qué tiene que hacer.
El flujo constante ya no era más que un goteo cuando Toregg emergió del bosque. Lo acompañaban doce guerreros a caballo, armados con lanzas y espadas.
—Mi retaguardia —dijo Tormund con una sonrisa en la que faltaban varios dientes—. Los cuervos tenéis exploradores. Nosotros también. Los dejé en el campamento por si nos atacaban antes de que saliera todo el mundo.
—Tus mejores hombres.
—O los peores. Todos han matado algún cuervo.
Entre los jinetes había un hombre que iba a pie, con una gran bestia pisándole los talones.
«Un jabalí —vio Jon—. Un jabalí monstruoso».
La criatura era el doble de grande que Fantasma, estaba cubierta de pelaje negro e hirsuto, y tenía unos colmillos del tamaño del brazo de un hombre. Jon no había visto nunca un jabalí tan grande ni tan feo. El hombre que iba con él tampoco era ninguna belleza: musculoso, de cejas negras, nariz chata, mandíbula oscurecida por una barba incipiente, y ojos pequeños y juntos.
—Borroq. —Tormund volvió la cabeza y escupió.
—Un cambiapieles. —No era una pregunta. Sin saber cómo, se había dado cuenta.
Fantasma volvió la cabeza. Hasta entonces, la nieve había enmascarado el olor del jabalí, pero en aquel momento lo percibió. Se adelantó a Jon y enseñó los dientes con un gruñido silencioso.
—¡No! —espetó Jon—. Fantasma, tranquilo. Quieto. ¡Quieto!
—Jabalíes y lobos —dijo Tormund—. Será mejor que dejes a tu bestia encerrada esta noche. Me ocuparé de que Borroq haga lo mismo con su cerdo. —Levantó la vista hacia el cielo oscuro—. Son los últimos, y en buena hora. Seguro que nieva toda la noche. Ya va siendo hora de que eche un vistazo al otro lado de todo este hielo.
—Ve tú delante —dijo Jon—. Quiero ser el último en pasar. Nos vemos en el banquete.
—¿Banquete? ¡Ja! Me gusta cómo suena esa palabra. —El salvaje giró a su montura hacia el Muro y le palmeó el lomo. Lo siguieron Toregg y el resto de los jinetes, que descabalgaron al llegar a la puerta para guiar a sus caballos por las riendas a través del túnel. Bowen Marsh se quedó un rato más para supervisar a sus mayordomos, que tiraban de los últimos carros. Solo quedaron Jon Nieve y su guardia.
El cambiapieles se detuvo a diez pasos. Su monstruo revolvió el barro con las patas, entre resoplidos. Una fina capa de nieve le cubría el lomo jorobado y negro. De repente gruñó con la cabeza gacha y, durante un momento, Jon pensó que estaba a punto de atacar. Los hombres que lo flanqueaban bajaron las lanzas.
—Hermano —saludó Borroq.
—Será mejor que continúes. Estamos a punto de cerrar la puerta.
—Sí, ciérrala. Y más vale que la cierres a conciencia. Ya vienen, cuervo. —Le dedicó la sonrisa más fea que Jon había visto nunca, y empezó a caminar hacia la puerta. El jabalí lo siguió. Tras ellos, la nieve cubrió las huellas que dejaban.
—Bueno, se acabó —dijo Rory cuando ya no quedaba nadie.
«No —pensó Jon Nieve—. Acaba de empezar».
Bowen Marsh lo esperaba al sur del Muro, con una pizarra de mano llena de números.
—Hoy han cruzado la puerta tres mil ciento diecinueve salvajes —le comentó el lord mayordomo—. Hemos enviado sesenta rehenes a Torre Sombría y a Guardiaoriente, después de darles de comer. Edd Tollett ha regresado a Túmulo Largo con seis carromatos de mujeres; el resto sigue aquí.
—No estarán aquí mucho tiempo —prometió Jon—. Tormund quiere guiar a su gente hasta el Escudo de Roble dentro de uno o dos días. Los demás irán en cuanto decidamos dónde alojarlos.
—Como digáis, lord Nieve. —Hablaba con un tono rígido que dejaba entrever que Bowen Marsh tenía una idea muy precisa de dónde los alojaría él.
Jon regresó a un castillo que no tenía nada que ver con el que había dejado aquella mañana. Desde que lo conocía, el Castillo Negro había sido un lugar de silencio y sombras, donde unos pocos hombres de negro se movían como fantasmas entre las ruinas de una fortaleza que otrora albergara a diez veces más hombres que entonces. Se veía luz en ventanas que Jon siempre había visto oscuras. Por los patios resonaban voces extrañas, y el pueblo libre iba y venía por caminos de hielo que durante años solo habían conocido las botas negras de los cuervos. Delante de los Barracones de Pedernal se encontró con una docena de hombres que se lanzaban bolas de nieve.
«Están jugando —pensó, asombrado—. Adultos que juegan como niños y se tiran bolas de nieve, como hacían Bran y Arya, y Robb y yo antes que ellos».
La vieja armería de Donal Noye, sin embargo, permanecía oscura y en silencio, y las habitaciones de Jon, en la parte de atrás de la vieja forja, estaban todavía más oscuras. Pero aún no había tenido tiempo de quitarse la capa cuando Dannel asomó la cabeza por la puerta para anunciar que Clydas le llevaba un mensaje.
—Que pase. —Jon encendió un cirio en el brasero y prendió tres velas con él.
Clydas entró parpadeando, con el rostro congestionado y un pergamino agarrado firmemente.
—Disculpad, lord comandante. Sé que debéis de estar muy cansado, pero me pareció que querríais ver esto enseguida.
—Bien hecho. —Jon leyó:
En Casa Austera, con seis barcos. Mar bravía. Perdidos el Pájaro Negro y su tripulación; dos barcos lysenos encallados en Skane; la Garra hace agua. Nada marcha bien. Los salvajes se comen los cadáveres de los suyos. Cosas muertas en el bosque. Los capitanes braavosi solo quieren llevar mujeres y niños en sus barcos. Las brujas nos llaman esclavistas. Renunciamos a hacernos con la Cuervo de Tormenta; seis tripulantes y muchos salvajes muertos. Quedan ocho cuervos. Cosas muertas en el agua. Enviad ayuda por tierra; mar azotado por las tormentas. Desde la Garra, por la mano del maestre Harmune.
Bajo el texto figuraba la furiosa firma de Cotter Pyke.
—¿Es grave, mi señor? —preguntó Clydas.
—Bastante grave.
«Cosas muertas en el bosque. Cosas muertas en el agua. Quedan seis barcos de los once que zarparon. —Jon enrolló el pergamino con el ceño fruncido—. Cae la noche y comienza mi guerra».