El aspirante del hierro

El Dolor apareció, solitario, al amanecer, con las lúgubres velas negras recortadas contra el cielo rosa claro de la mañana.

«Cincuenta y cuatro —pensó Victarion con amargura cuando lo despertaron—, y llega solo. —Maldijo para sus adentros la perversidad del Dios de la Tormenta; sentía la rabia como un nudo negro en las tripas—. ¿Dónde están mis barcos?».

Había zarpado de las Escudo con noventa y tres de los cien que habían llegado a componer la Flota de Hierro, una flota que no pertenecía a un solo señor, sino al Trono de Piedramar, capitaneada y tripulada por hombres de todas las islas. Eran navíos menores que los grandes dromones de las tierras verdes, sí, pero tres veces más grandes que ningún barcoluengo, con casco alto y contundente, perfectos para enfrentarse en batalla con los barcos del rey.

En los Peldaños de Piedra, tras el prolongado viaje a lo largo de la costa desolada y yerma de Dorne, llena de bajíos y remolinos, se habían abastecido de cereales, caza y agua dulce. Allí, el Victoria de Hierro había capturado un barco mercante, la gran coca Dama Noble, que se dirigía a Antigua pasando por Puerto Gaviota, Valle Oscuro y Desembarco del Rey, con un cargamento de bacalao en salazón, grasa de ballena y arenques en escabeche. Aquella comida pasó a engrosar sus despensas. Tres cocas, una galeaza y una galera, los otros cinco trofeos que consiguieron en los Estrechos de Redwyne y a lo largo de la costa dorniense elevaron el total a noventa y nueve barcos.

Noventa y nueve barcos habían zarpado de los Peldaños de Piedra en tres flamantes flotas, todas con orden de reagruparse al sur de la isla de los Cedros. Cuarenta y cinco habían llegado ya al otro extremo del mundo: veintitrés de Victarion, en grupos de tres o cuatro y algunos solos; catorce de Ralf el Cojo; tan solo nueve de los que habían zarpado con Ralf Stonehouse el Rojo, y el propio Ralf estaba entre los desaparecidos. Se habían sumado a la flota los nueve trofeos conseguidos en el mar, con lo que el número total ascendía a cincuenta y cuatro… Pero los barcos capturados eran cocas, pesqueros y barcos mercantes y esclavistas, no navíos de guerra. Cuando llegara la batalla, no sustituirían a los barcos perdidos de la Flota de Hierro.

El último en aparecer había sido el Veneno de Doncella, tres días atrás. La jornada anterior presenció la llegada de tres barcos juntos, procedentes del sur: la Dama Noble, cautiva entre el Carroña y el Beso de Hierro.

Pero los dos días previos no había llegado ninguno, y antes, solo el Jeyne Decapitada y el Temor, y habían pasado otros dos días de mares desiertos y cielos sin nubes antes de que apareciera Ralf el Cojo con lo que quedaba de su flota: el Lord Quellon, la Viuda Blanca, el Lamento, el Pesar, el Leviatán, la Dama de Hierro, el Viento del Cosechador y el Martillo de Guerra, seguidos de seis barcos, dos de ellos tan dañados por la tormenta que llegaron a remolque.

—Tormentas —masculló Ralf el Cojo cuando consiguió llegar hasta Victarion—. Tres tormentas de las fuertes, y entre una y otra, los peores vientos: vientos rojos de Valyria que olían a ceniza y a azufre, y vientos negros que nos empujaron hacia esa costa asolada. Esta expedición estaba maldita desde el principio. Ojo de Cuervo te tiene miedo. Si no, ¿por qué te manda tan lejos? Lo que quiere es que no volvamos.

A Victarion se le había pasado lo mismo por la cabeza cuando se tropezó con la primera tormenta a una singladura de la Antigua Volantis.

«Los dioses aborrecen a todo aquel que mata a la sangre de su sangre —meditó—. De lo contrario, Euron Ojo de Cuervo ya habría muerto a mis manos una docena de veces. —Mientras el mar se embravecía a su alrededor y la cubierta se subía y bajaba bruscamente bajo sus pies, había visto al Festín de Dragón y al Marea Roja chocar con tal fuerza que ambos saltaron en astillas—. Es obra de mi hermano», pensó. Fueron los dos primeros barcos que perdió de su tercio de la flota, pero no los últimos.

Su reacción fue abofetear al Cojo, dos veces.

—La primera es por los barcos que has perdido, y la segunda, por hablar de maldiciones. Como vuelvas a pronunciar esa palabra, te clavo la lengua al mástil. Ojo de Cuervo no es el único que sabe dejar muda a la gente. —El dolor de la mano izquierda hizo que sus palabras sonaran más bruscas de lo que pretendía, pero hablaba en serio—. Vendrán más barcos. Las tormentas han terminado por ahora, y tendré mi flota.

Un mono subido a un mástil chilló despectivo, casi como si percibiera su frustración.

«Bicho escandaloso». Le entraron ganas de mandar a un hombre a cazarlo, pero al parecer, a los monos les encantaba aquel juego, y ya habían demostrado que eran más ágiles que los tripulantes. Pero los chillidos le retumbaban en los oídos y subrayaban el dolor de la mano.

—Cincuenta y cuatro —gruñó.

Para un viaje tan largo, conservar toda la Flota de Hierro era mucho esperar, pero el Dios Ahogado podría haberles concedido al menos setenta u ochenta naves.

«Ojalá nos acompañara Pelomojado o algún otro sacerdote. —Victarion había hecho un sacrificio antes de zarpar y otro en los Peldaños de Piedra, al dividir la flota en tres; pero tal vez se hubiera equivocado de oraciones—. O eso, o el Dios Ahogado no tiene ningún poder aquí». Cada vez tenía más miedo de haberse aventurado demasiado lejos, en mares extraños con dioses desconocidos… Pero las dudas de aquella clase solo se las confiaba a la mujer de piel oscura, que no tenía lengua con que repetirlas.

Cuando divisaron el Dolor, Victarion hizo llamar a Wulfe Una Oreja.

—Quiero hablar con el Cobaya. Díselo a Ralf el Cojo, a Tom Sin Sangre y al Pastor Negro. Hay que convocar a todas las partidas de caza; los campamentos de la orilla se levantarán en cuanto amanezca. Que carguen con tanta fruta como puedan y traigan los jabalíes a bordo; iremos matándolos a medida que sea necesario. El Tiburón se quedará aquí para informar de nuestro destino a los rezagados. —De todos modos, tenían que hacer reparaciones de envergadura en el barco, que las tormentas habían dejado convertido en un cascarón. Con eso, su número se reduciría a cincuenta y tres, pero no había otra solución—. La flota zarpará mañana, con la marea de la tarde.

—Como ordenes, lord capitán, pero si esperamos un día más, puede llegar otro barco.

—Sí, y si esperamos diez días, pueden llegar diez, o ninguno. Ya hemos perdido demasiado tiempo por si avistábamos más velas. La victoria será más dulce cuanto más reducida sea la flota con que la consigamos. —«Y tengo que llegar a la reina dragón antes que los volantinos».

En Volantis había visto como se aprovisionaban las galeras. La ciudad entera parecía ebria: marineros, soldados y caldereros bailaban por las calles con nobles y con gordos mercaderes, y en todas las tabernas y posadas se bebía a la salud de los nuevos triarcas. No se hablaba más que del oro, las piedras preciosas y los esclavos que inundarían Volantis en cuanto mataran a la reina dragón. Victarion Greyjoy no tenía el menor deseo de soportar otro día más de informes por el estilo: pagó el precio del oro por las provisiones y el agua, pese a lo humillante que le resultó, y volvió a hacerse a la mar.

Las tormentas habrían dispersado y retrasado a los volantinos tanto como a ellos. Si la fortuna les era propicia, muchos de sus navíos de guerra estarían hundidos o embarrancados. Pero no todos; no había dios tan generoso, y las galeras verdes que hubieran sobrevivido podían estar ya rodeando Valyria.

«Virarán hacia el norte, hacia Meereen y Yunkai; grandes dromones de guerra llenos de soldados esclavos. Si el Dios de la Tormenta los protegió, a estas alturas pueden estar ya en el golfo de las Penas». Sus aliados ya habían llegado a Meereen: yunkios, astaporis, hombres del Nuevo Ghis, Qarth, Tolos y de Dios sabe cuántos sitios más, hasta los navíos de guerra de Meereen que habían conseguido salir de la ciudad antes de que cayera. Y para enfrentarse a ellos, Victarion contaba con cincuenta y cuatro barcoluengos, cincuenta y tres descontando el Tiburón.

Ojo de Cuervo había recorrido medio mundo, robando y saqueando desde Qarth hasta Árboles Altos y atracando en puertos malditos más allá de los cuales solo se aventurarían los locos. Euron se había atrevido hasta con el mar Humeante y había vivido para contarlo.

«Y todo eso con un solo barco; si él puede burlar a los dioses, yo también».

—A la orden, capitán —dijo Wulfe Una Oreja. No era ni la mitad de hombre que Nute el Barbero, pero Ojo de Cuervo le había arrebatado a Nute: al nombrarlo señor del Escudo de Roble se había granjeado la lealtad de la mano derecha de Victarion—. ¿Rumbo a Meereen?

—¿Adónde, si no? Allí es donde me aguarda la reina dragón.

«La mujer más bella del mundo, si mi hermano es digno de crédito. Tiene el cabello de oro y plata y los ojos de amatista. —¿Era demasiado esperar que Euron hubiera dicho la verdad por una vez?—. Puede. —Lo más probable era que se tratara de una mujer normal, con la cara picada de viruelas y las tetas caídas hasta las rodillas, y sus «dragones», vulgares lagartos tatuados de los pantanos de Sothoryos—. Pero si es como dice Euron… —Habían oído comentarios sobre la belleza de Daenerys Targaryen de labios de piratas de los Peldaños de Piedra y obesos mercaderes de la Antigua Volantis. Tal vez dijeran la verdad. Y Euron no la había elegido para Victarion; la quería para sí—. Me manda como a un criado, a buscársela. ¡Cómo aullará cuando se entere de que me la quedo!». Que los hombres murmuraran; habían llegado muy lejos y habían perdido demasiado para que Victarion virase de vuelta al oeste sin su trofeo. El capitán del hierro apretó el puño sano.

—Encárgate de que se cumplan mis órdenes. Y busca al maestre, que no sé dónde se ha metido, para que venga a mi camarote.

Wulfe asintió y se alejó cojeando. Victarion Greyjoy se volvió hacia la proa y recorrió su flota con la mirada. Los barcoluengos poblaban el mar, con las velas plegadas y los remos fuera del agua, anclados o varados en la playa de arena blanca.

«La isla de los Cedros». ¿Dónde estaban los cedros? Por lo visto, el agua los había cubierto hacía cuatro siglos. Victarion había bajado a la orilla una docena de veces para cazar, y aún no había visto el primer cedro.

El afeminado maestre con que los había cargado Euron en Poniente decía que aquel lugar se había llamado en otros tiempos la isla de las Cien Batallas, pero los hombres que habían luchado en ellas se habían convertido en polvo muchos siglos atrás.

«La isla de los Monos sería mejor nombre. —También había jabalíes, más grandes y negros que ningún otro que los hijos del hierro hubieran visto jamás, y montones de jabatos que chillaban entre los arbustos. Eran criaturas osadas que no temían al hombre—. Pero ya están aprendiendo. —Las despensas de la Flota de Hierro se habían llenado de jamones ahumados, jabalí en salazón y tiras de tocino.

Pero los monos eran una verdadera plaga. Victarion había prohibido a sus hombres que subieran a bordo a aquellas criaturas demoníacas, pero la mitad de su flota estaba infestada de ellas, incluido el Victoria de Hierro. En aquel mismo instante había unos cuantos saltando de mástil en mástil, de barco en barco.

«Ojalá tuviera una ballesta».

A Victarion no le gustaba aquel mar; no le gustaban aquellos interminables cielos sin nubes ni el sol abrasador que calentaba la cubierta de los barcos hasta que les quemaba los pies descalzos. No le gustaban aquellas tormentas que parecían surgir de la nada. Los mares que rodeaban Pyke eran tormentosos, pero allí, al menos, las tormentas se podían oler antes de que llegaran. Las sureñas eran más imprevisibles que las mujeres. Hasta el color de las aguas era extraño, de un turquesa deslumbrante cerca de la orilla, y mar adentro, de un azul tan oscuro que casi parecía negro. Victarion añoraba las aguas grises verdosas de su tierra, con sus corrientes y sus olas de cresta blanca.

Tampoco le gustaba la isla de los Cedros. Había buena caza, pero los bosques eran demasiado verdes y tranquilos, llenos de árboles retorcidos y extrañas flores de colores vivos que nadie había visto nunca, y entre las ruinas de los palacios y las estatuas de la ciudad inundada de Velos, media legua al norte del lugar donde estaba anclada la flota, acechaban horrores indescriptibles. La última vez que había pasado una noche en la orilla había tenido sueños sombríos y angustiosos, y al despertar tenía la boca llena de sangre. El maestre le dijo que se había mordido la lengua mientras dormía, pero él lo interpretó como una señal del Dios Ahogado, una advertencia de que, si se quedaba allí demasiado tiempo, se ahogaría en su propia sangre.

Según se decía, el día en que la Maldición cayó sobre Valyria, una muralla de agua de cien varas de altura se precipitó sobre la isla y ahogó a cientos de miles de hombres, mujeres y niños, sin que quedara nadie para contarlo, salvo algunos pescadores que estaban en sus barcos y un puñado de lanceros velosios apostados en una torre de piedra, en el monte más alto de la isla, que vieron como las colinas y valles se transformaban en un mar asesino. La hermosa Velos, con sus palacios de cedro y mármol rosado, desapareció en un instante. En el cabo norte de la isla, los muros de ladrillo y las pirámides escalonadas del puerto esclavista de Ghozai sufrieron el mismo destino.

«Con tanta gente como se ahogó, el Dios Ahogado debe de ser muy fuerte aquí —pensaba cuando eligió la isla como punto de reunión para las tres partes de su flota. Pero no era sacerdote; tal vez lo hubiera interpretado todo al revés. Tal vez el Dios Ahogado hubiera destruido la isla en un arranque de cólera. Su hermano Aeron lo habría sabido, pero se encontraba en las Islas del Hierro, predicando contra Ojo de Cuervo y su mandato—. Un hombre sin dios no puede sentarse en el Trono de Piedramar». Pero los capitanes y reyes habían alzado la voz por Euron en la asamblea de sucesión; lo habían preferido a Victarion y a otros hombres píos.

El sol de la mañana arrancaba del agua destellos tan brillantes que hacían daño a los ojos. A Victarion empezaba a dolerle la cabeza, aunque no sabía si era por el sol, por la mano o quizás por las dudas que lo acuciaban. Bajó a su camarote, más fresco y resguardado del sol, donde la mujer de piel oscura sabía lo que quería sin que tuviera que decírselo. Se acomodó en la silla, y ella humedeció un paño en la jofaina y se lo puso en la frente.

—Bien —dijo—. Bien. Ahora, la mano.

La mujer de piel oscura no respondió: Euron le había cortado la lengua antes de entregársela. A Victarion no le cabía duda de que Ojo de Cuervo se había acostado con ella, también; era el estilo de su hermano.

«Los regalos de Euron están envenenados —se había dicho el día que la mujer subió a bordo—. No quiero sus sobras». En aquel momento había tomado la decisión de degollarla y echarla al mar, como sacrificio de sangre para el Dios Ahogado, pero había ido dejando pasar la ocasión.

Desde entonces habían ocurrido muchas cosas. Victarion hablaba con la mujer de piel oscura, que nunca intentaba responder.

—El Dolor es el último —le dijo mientras le quitaba el guante—. Los demás se han perdido, o se han ido a pique, o llegan demasiado tarde. —Hizo un gesto de dolor cuando la mujer pasó la punta del cuchillo bajo el lino sucio de la venda que le envolvía la mano del escudo—. Hay quien dice que no debí dividir la flota. Serán imbéciles. Teníamos noventa y nueve barcos, una bestia demasiado pesada para cruzar los mares con ella hasta el otro extremo del mundo. Si hubiera mantenido los barcos juntos, los más rápidos serían rehenes de los más lentos. Además, ¿dónde conseguiríamos provisiones para tantas bocas? No hay puerto que quiera ver tantos navíos de guerra juntos en sus aguas. De todos modos, las tormentas nos habrían dispersado como hojas al viento por todo el mar del Verano.

Lo que había hecho era dividir la gran flota en escuadrones y enviarlos por rutas diferentes hacia la bahía de los Esclavos. Puso los barcos más rápidos bajo el mando de Ralf Stonehouse el Rojo, que seguiría la ruta de los corsarios por la costa norte de Sothoryos. Cualquier marinero sabía que convenía esquivar las ciudades muertas y putrefactas de aquella orilla bochornosa, pero en los pueblos de barro y sangre de las islas del Basilisco, habitadas por esclavos fugados, esclavistas, desolladores, prostitutas, cazadores, mestizos y otra chusma, aquellos que no temieran pagar el precio del hierro siempre podían hacerse con provisiones.

Los navíos más grandes, pesados y lentos fueron hacia Lys para vender a los prisioneros que habían tomado en las Escudo, a las mujeres y niños de Ciudad de Lord Hewett y a los hombres que optaron por rendirse en lugar de morir. Victarion los despreciaba por su debilidad, pero venderlos le dejaba mal sabor de boca. Estaba bien capturar a un hombre como siervo o a una mujer como esposa de sal, pero los seres humanos no eran cabras ni gallinas que se pudieran cambiar por oro. Por eso encargó la transacción a Ralf el Cojo, que utilizaría el dinero para cargar los enormes barcos con provisiones para la larga y lenta travesía hacia el este por la ruta esclavista.

Sus naves recorrieron la costa de las Tierras de la Discordia para aprovisionarse de comida, vino y agua en Volantis antes de virar hacia el sur rodeando Valyria. Era la ruta más habitual hacia el este, y también la más concurrida, en la que encontrarían trofeos que capturar e islotes donde refugiarse en caso de tormenta, hacer reparaciones y, de ser necesario, llenar las bodegas.

—Cincuenta y cuatro barcos son muy pocos —le dijo a la mujer de piel oscura—, pero no puedo esperar más. La única manera… —Dejó escapar un gruñido cuando ella retiró la venda, llevándose también la costra. La carne que quedó al descubierto estaba verde y negruzca por donde la había cortado la espada—. Solo conseguiremos lo que queremos si cogemos a los esclavistas por sorpresa, como hice en Lannisport. Entrar por mar, acabar con ellos, capturar a la chica y poner rumbo a casa antes de que los volantinos nos caigan encima. —Victarion no era ningún cobarde, pero tampoco era ningún idiota; con cincuenta y cuatro barcos no podría vencer a trescientos—. Será mi esposa, y tú serás su doncella. —Una doncella sin lengua no divulgaría ningún secreto.

Habría seguido hablando, pero en aquel momento llegó el maestre, que golpeó la puerta del camarote con la timidez de un ratoncillo.

—¡Adelante! —respondió Victarion—. Y atranca la puerta. Ya sabes por qué estás aquí.

—Lord capitán. —Además de comportarse como un ratón, también lo parecía, con su túnica gris y su bigotito pardo. «¿Pensará que le da un aspecto más varonil?». Se llamaba Kerwin y, para colmo, era muy joven; tenía unos veintidós años—. ¿Me permitís que os vea esa mano?

«Qué pregunta más idiota». Los maestres resultaban útiles, pero el tal Kerwin solo le inspiraba desprecio. De mejillas sonrosadas y lampiñas, manos tiernas y rizos castaños, era más femenino que la mayoría de las mujeres. Cuando llegó a bordo del Victoria del Hierro lucía también una sonrisita afectada, pero una noche, en los Peldaños de Piedra, sonrió a quien no debía y Burton Humble le saltó cuatro dientes. Poco más adelante, Kerwin fue a quejarse al capitán de que cuatro miembros de la tripulación lo habían arrastrado a las bodegas y lo habían usado como a una mujer.

—Esto sirve para poner fin a esas cosas —le había respondido Victarion al tiempo que dejaba un puñal en la mesa, entre ellos. Kerwin lo había cogido, probablemente para no hacerlo enfadar, pero no había llegado a utilizarlo.

—Aquí tienes la mano. Mírala cuanto quieras.

El maestre Kerwin se dejó caer sobre una rodilla para inspeccionar la herida, y hasta la olisqueó como si fuera un perro.

—Hay que sacar el pus otra vez. Y este color… El corte no se está curando, lord capitán. Puede que tenga que amputaros la mano. —No era la primera vez que lo comentaba.

—Si me cortas la mano, te mato. Pero antes te ataré a la baranda y pondré tu culo al servicio de toda la tripulación. Empieza de una vez.

—Va a doleros.

—Todo duele. —«La vida es dolor, idiota. Solo hay alegría en las estancias acuosas del Dios Ahogado»—. Adelante.

El muchacho, pues costaba considerar hombre a un ser tan suave y rosado, puso el filo del puñal en la palma de la mano del capitán y rajó. El pus que brotó era espeso y amarillo como la leche agriada. La mujer de piel oscura frunció la nariz; el maestre sufrió arcadas, y hasta al propio Victarion se le revolvió el estómago.

—Corta más hondo. Sácalo todo. Quiero ver sangre.

El maestre Kerwin hundió más el puñal, hasta que brotó sangre junto con el pus, una sangre tan oscura que parecía negra a la luz de la lámpara.

La sangre era buena señal, y Victarion soltó un gruñido de aprobación. No parpadeó mientras el maestre manipulaba, apretaba y limpiaba el pus con paños de tela suave hervidos en vinagre. Cuando terminó, el agua limpia de la jofaina era un caldo repulsivo que daba ganas de vomitar.

—Saca de aquí esa mierda. —Victarion señaló con un gesto a la mujer de piel oscura—. Ella puede vendarme la mano.

Aunque el chico se llevó el agua sucia, el hedor no desapareció. En los últimos días estaba siempre presente. El maestre decía que sería mejor drenar la herida en la cubierta, con aire fresco y luz, pero Victarion se negaba; no podía permitir que la tripulación viera aquello. Estaban a medio mundo de su hogar, demasiado lejos para permitir que vieran que su capitán del hierro se estaba oxidando.

La mano izquierda seguía doliéndole con un dolor sordo, persistente. Cuando apretó el puño, el dolor se tornó tan agudo como si se le clavara un cuchillo.

«No, no es un cuchillo, es una espada larga. Una espada larga esgrimida por un fantasma. —Se llamaba Serry, un caballero destinado a heredar el Escudo del Sur—. Lo maté, pero él sigue clavándome su espada desde la tumba. Desde el corazón del infierno al que lo mandé, me hinca el acero en la mano y lo retuerce».

Victarion recordaba la lucha como si hubiera sucedido el día anterior. Su escudo era un montón de astillas inservibles que le colgaba del brazo, de modo que, cuando la espada larga de Serry descendió hacia él, tuvo que alzar la mano para detenerla. El mozalbete era más fuerte de lo que parecía, y la hoja atravesó las lamas de acero del guantelete, así como el guante acolchado, para enterrarse en la palma de la mano. «Un arañazo de gatito», se había dicho Victarion en aquel momento. Se limpió el corte, se lo curó con vinagre hervido, se lo vendó y no volvió a pensar en él, dando por hecho que el dolor amainaría y la mano se curaría sola con el tiempo.

Pero la herida se había infectado tanto que Victarion llegó a pensar que la espada de Serry estaba envenenada. ¿Por qué, si no, el corte se resistía a cerrarse? La sola idea lo enfurecía: un hombre de verdad no mataba con veneno. En Foso Cailin, los demonios de los pantanos disparaban flechas envenenadas contra sus hombres, pero ¿qué otra cosa cabía esperar de criaturas tan degeneradas? Serry, en cambio, era caballero y de alta cuna. El veneno era cosa de cobardes, mujeres y dornienses.

—Y si no fue Serry, entonces, ¿quién? —preguntó a la mujer de piel oscura—. ¿Me lo está haciendo ese ratón que tengo por maestre? Los maestres conocen hechizos y otros trucos; tal vez me esté envenenando para que le deje cortarme la mano. —Cuanto más lo pensaba, más probable le parecía—. Fue Ojo de Cuervo quien lo puso a mi servicio. —Euron había sacado a Kerwin del Escudo Verde, donde cuidaba los cuervos e instruía a los hijos de lord Chester para…, o quizá fuera al revés. ¡Y cómo chillaba el ratón cuando un mudo de Euron lo llevó a bordo del Victoria del Hierro, arrastrándolo por la cadena del cuello que tan útil resultó en ese momento!—. Si es su venganza, se equivoca conmigo. Euron fue quien se empecinó en que me lo llevara, porque no le parecía fiable como encargado de los cuervos. —Su hermano también le había dado tres jaulas de cuervos para que Kerwin pudiera enviar noticias sobre el viaje, pero Victarion le había prohibido soltarlos. «Que Ojo de Cuervo se muera de impaciencia».

La mujer de piel oscura estaba poniéndole vendas limpias, y ya había dado seis vueltas a la mano con la tira de tela cuando Longwater Pyke llamó a la puerta para decirle que el capitán del Dolor acababa de subir a bordo con un prisionero.

—Dice que nos trae un mago, capitán; que lo ha pescado en el mar.

—¿Un mago? —¿Acaso el Dios Ahogado le enviaba un regalo allí, al otro lado del mundo? Su hermano Aeron lo habría sabido con certeza, pero Aeron había visto la majestad de las estancias acuosas del Dios Ahogado, en el fondo del mar, antes de volver a la vida. Victarion albergaba un sano temor hacia el dios, igual que todos sus hombres, pero la verdadera fe la depositaba en el acero. Flexionó la mano herida y, con una mueca, se puso el guante y se levantó—. Veamos a ese mago.

El señor del Dolor estaba esperando en la cubierta. Era un hombrecillo menudo, tan peludo como feo. Su nombre era Sparr, pero todos los que servían a sus órdenes lo llamaban Cobaya.

—Lord capitán —dijo cuando vio a Victarion—, este es Morroqo, un regalo que nos manda el Dios Ahogado.

El mago era un verdadero monstruo, tan alto como el propio Victarion y el doble de ancho, con una barriga como una roca y una mata enmarañada de pelo blanco que le crecía por toda la cabeza como la melena de un león. Tenía la piel negra; no del marrón de los isleños del verano que navegaban en sus naves cisne, ni del pardo rojizo de los señores dothrakis de los caballos, ni como la hulla terrosa de la mujer de piel oscura, sino negra. Más negra que el carbón, más negra que el azabache, más negra que el ala de un cuervo.

«Quemado —pensó Victarion—, como si lo hubieran asado sobre las llamas hasta que la carne se abrasara y se le cayera de los huesos. —Los fuegos que lo habían carbonizado bailaban todavía en su frente y sus mejillas; los ojos del hombre miraban a través de un antifaz de llamas inmóviles—. Tatuajes de esclavo —identificó el capitán—. La marca del mal».

—Lo encontramos agarrado a los restos de un mástil —comentó el Cobaya—. Después de que su barco se hundiera, pasó diez días en el agua.

—Si se hubiera pasado diez días en el agua, habría muerto o habría enloquecido por beber agua salada. —El agua salada era sagrada. Aeron Pelomojado y los otros sacerdotes bendecían a los demás con ella y podían beber un sorbo de cuando en cuando para apuntalar su fe, pero ningún mortal la bebía durante días y vivía para contarlo—. ¿Dices que eres hechicero? —preguntó al prisionero.

—No, capitán —respondió el negro en la lengua común. Tenía una voz tan grave que parecía salir del fondo del mar—. Solo soy un humilde esclavo de R’hllor, el Señor de Luz.

«R’hllor. Un sacerdote rojo». Victarion los había visto en ciudades extranjeras, siempre junto a sus fuegos sagrados, pero vestían suntuosas túnicas rojas de seda, terciopelo o buena lana. Aquel llevaba harapos descoloridos y llenos de salitre que se le pegaban al torso y a las fuertes piernas. El capitán los examinó más de cerca y le pareció que podrían haber sido rojos.

—Un sacerdote rosa —anunció Victarion.

—Un sacerdote del demonio. —Wulfe Una Oreja escupió.

—A lo mejor se le prendió la túnica y por eso saltó al mar —sugirió Longwater Pyke, lo que provocó una carcajada general. Hasta los monos parecían divertirse, chillando sobre ellos. Uno lanzó contra la cubierta un puñado de excrementos.

Victarion Greyjoy desconfiaba de la risa; las carcajadas siempre le dejaban la sensación de que había algún aspecto de la broma que se le escapaba. Euron Ojo de Cuervo acostumbraba burlarse de él cuando eran niños, igual que Aeron antes de convertirse en Pelomojado. Sus mofas solían ir disfrazadas de alabanzas, y a veces, Victarion no se daba cuenta de que estaban burlándose de él hasta que oía las risotadas. Entonces llegaba la rabia, que le subía hirviendo desde el fondo de la garganta hasta que tenía la impresión de que su sabor iba a ahogarlo. Era la misma sensación que le provocaban los monos. Sus piruetas no consiguieron nunca dibujar una sonrisa en la cara del capitán, por más que la tripulación aplaudiera y silbara.

—Vamos a mandarlo con el Dios Ahogado antes de que nos lance una maldición —propuso Burton Humble.

—¿Un barco se hunde y solo queda él entre los restos? —aportó Wulfe Una Oreja—. ¿Dónde está la tripulación? ¿Acaso invocó a demonios que la devoraron? ¿Qué le pasó a su nave?

—Fue una tormenta. —Morroqo se cruzó de brazos; no parecía asustado, pese a estar rodeado de hombres que pedían su muerte. Aquel mago no les gustaba ni a los monos, que saltaban sobre él de cabo en cabo sin dejar de chillar. Victarion dudaba.

«Ha venido del mar. ¿Por qué lo habría escupido el Dios Ahogado, si no para que lo encontráramos?». Su hermano Euron se hacía acompañar por magos, así que tal vez el Dios Ahogado quisiera que Victarion contara también con uno.

—¿Por qué dices que es un mago? —preguntó al Cobaya—. Yo no veo más que a un sacerdote rojo harapiento.

—Lo mismo me pareció a mí, capitán, pero sabe muchas cosas. Sabía que íbamos a la bahía de los Esclavos antes de que nadie lo mencionara, y también sabía que estarías aquí, en esta isla. —El hombrecillo titubeó un momento—. Me dijo… me dijo que morirías irremisiblemente a menos que lo trajéramos a tu presencia, lord capitán.

—¿Que voy a morir? —bufó Victarion. «Degüéllalo y échalo al mar», estaba a punto de añadir, cuando una puñalada de dolor le subió por la mano hasta el codo, tan intensa que las palabras se le convirtieron en bilis en la garganta. Se tambaleó y tuvo que aferrarse a la borda para no caer.

—¡El hechicero ha lanzado una maldición al capitán! —clamó una voz.

—¡Cortadle el cuello! —gritaron otros hombres—. ¡Matadlo antes de que llame a sus demonios! —Longwater Pyke fue el primero en desenfundar el puñal.

—¡No! —exclamó Victarion—. ¡Atrás todos! Guarda ese acero, Pyke. Cobaya, vuelve a tu barco. Humble, lleva al mago a mi camarote; los demás, volved a vuestras tareas.

Durante un momento, no tuvo la certeza de que fueran a obedecer. Se quedaron en el sitio, murmurando entre sí, algunos con el puñal en la mano, y se miraron como para reunir valor. La mierda de mono llovía en torno a ellos. Nadie hizo ademán de moverse hasta que Victarion agarró al hechicero por el brazo y tiró de él hacia la escotilla.

Cuando abrió la puerta del camarote del capitán, la mujer de piel oscura se volvió hacia él, silenciosa y sonriente, pero, al ver al sacerdote rojo a su lado, mostró los dientes y siseó con la furia salvaje de una serpiente. Victarion la derribó con un revés de la mano sana.

—Cállate, mujer. Sírvenos vino. —Se volvió hacia el negro—. ¿Es cierto lo que dice el Cobaya? ¿Has visto mi muerte?

—Y muchas cosas más.

—¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Moriré en combate? —Flexionó los dedos de la mano sana—. Si me mientes, te romperé la cabeza como si fuera un melón y dejaré que los monos te coman los sesos.

—Vuestra muerte se encuentra entre nosotros ahora mismo, mi señor. Dejadme ver la mano.

—¿Qué sabes de mi mano?

—Os he visto en los fuegos nocturnos, Victarion Greyjoy. Salís de entre las llamas, fiero y decidido, con el hacha chorreando sangre, sin ver los tentáculos que os sujetan por la muñeca, por el cuello, por el tobillo, sin ver los cordeles negros que os hacen bailar.

—¿Bailar? —repitió enojado—. Tus fuegos nocturnos te engañan. No nací para bailar ni soy la marioneta de nadie. —Se quitó el guante y puso la mano enferma ante la cara del sacerdote—. ¿Esto era lo que querías ver? —El vendaje nuevo ya estaba empapado de sangre y pus—. El hombre que me hizo esto tenía una rosa en el escudo, y me arañé con una espina.

—Hasta el arañazo más leve puede ser mortal, lord capitán; pero, si me lo permitís, os curaré. Me hará falta una hoja afilada; mejor si es de plata, pero también vale de hierro. Y un brasero, porque he de encender fuego. Os dolerá; será el dolor más espantoso que hayáis sentido jamás; pero cuando termine, habréis recuperado la mano.

«Todos los magos son iguales; el ratón también me advirtió de que me iba a doler».

—Soy hijo del hierro, sacerdote; me río del dolor. Te daré lo que pides… Pero si fracasas, si mi mano no sana, yo mismo te degollaré y te tiraré al mar.

Morroqo hizo una reverencia; los ojos oscuros le brillaban.

—Así sea.

Nadie volvió a ver aquel día al capitán del hierro, pero durante aquellas largas horas, la tripulación de su Victoria del hierro aseguró haber oído risas enloquecidas que procedían de su camarote; unas carcajadas sombrías, roncas, demenciales. Cuando Longwater Pyke y Wulfe Una Oreja trataron de abrir la puerta, se la encontraron atrancada. Más tarde se oyeron plegarias, un extraño alarido agudo en una lengua que, según el maestre, era alto valyrio. Al oírlo, los monos chillaron y se tiraron al agua.

Cuando anocheció, a medida que el mar se tornaba negro como la tinta y el sol hinchado pintaba el cielo de rojo sangre, Victarion volvió a cubierta. Iba desnudo de cintura para arriba, y tenía el brazo izquierdo ensangrentado hasta el codo. La tripulación se congregó a su alrededor, intercambiando susurros y miradas, y él alzó la mano ennegrecida; jirones de humo oscuro se alzaron de sus dedos cuando señaló al maestre.

—Degollad a ese y tiradlo al mar, y los vientos nos serán favorables durante todo el viaje hasta Meereen. —Morroqo lo había visto en sus fuegos. También había visto el matrimonio de la mujer, pero eso daba igual. No sería la primera a la que Victarion Greyjoy dejaba viuda.