El guardia de la reina

—Eras el hombre de confianza de la reina —señaló Reznak mo Reznak—. El rey quiere estar rodeado de sus propios hombres cuando conceda audiencia.

«Sigo siendo un hombre de la reina. Hoy, mañana y siempre, hasta mi último aliento, o el suyo. —Selmy se negaba a creer que Daenerys Targaryen hubiera muerto; quizá por eso lo daban de lado—, Hizdahr se está deshaciendo de nosotros, uno por uno. —Belwas el Fuerte se encontraba a las puertas de la muerte, bajo los cuidados de las gracias azules, en el templo, aunque Selmy albergaba la sospecha de que pretendían rematar la labor de las langostas con miel. Skahaz el Cabeza Afeitada había sido despojado del mando; los inmaculados se habían retirado a sus barracones; Jhogo, Daario Naharis, el almirante Groleo y el inmaculado llamado Héroe permanecían como rehenes de los yunkios; a Aggo, a Rakharo y al resto del khalasar de Daenerys los habían enviado al otro lado del río a buscar a su reina perdida; incluso habían sustituido a Missandei, pues el rey no consideraba adecuado que su heraldo fuera una niña y, para colmo una antigua esclava naathi—. Y ahora, yo».

Hubo un tiempo en que la destitución le habría parecido una mancha en su honor. Pero eso había sido en Poniente; en el nido de víboras que era Meereen, el honor parecía más ridículo que el traje de un bufón. Y la desconfianza era mutua: Hizdahr zo Loraq podía ser el consorte de su reina, pero no sería nunca su rey.

—Si vuestra majestad desea que abandone la corte…

—Vuestro esplendor —corrigió el senescal—. No, no, no, me habéis interpretado mal. Su adoración va a recibir a una delegación yunkia, para negociar la retirada de los ejércitos. Es posible… Bueno, que pidan un desagravio por las vidas que arrebató la furia del dragón. Se trata de una situación delicada; el rey considera que sería mejor que viesen en el trono a un meereeno, protegido por soldados meereenos. Seguro que lo comprendéis.

«Mejor de lo que crees».

—¿Puedo saber a quiénes ha escogido su alteza para que lo protejan?

—Son guerreros temibles, que profesan un gran amor por su adoración —le respondió Reznak mo Reznak, esbozando aquella sonrisa obsequiosa suya—. Goghor el Gigante, Khrazz, el Gato Moteado y Belaquo Rompehuesos. Héroes, todos ellos.

«Luchadores de los reñideros, todos ellos». Ser Barristan no se sorprendió. La posición de Hizdahr zo Loraq en su nuevo trono era inestable. Había transcurrido un millar de años desde que el último rey gobernara en Meereen, y había gente de la Antigua Sangre que se creía con más derecho al cargo. Fuera de la ciudad acampaban los yunkios con sus aliados y mercenarios; dentro acechaban los Hijos de la Arpía.

Mientras tanto, los protectores del rey menguaban en número día tras día. El encontronazo con Gusano Gris le había costado a Hizdahr los Inmaculados. Cuando su alteza trató de colocar a un primo suyo al mando, como había hecho con las Bestias de Bronce, Gusano Gris lo informó de que eran hombres libres y solo aceptaban órdenes de su madre. En cuanto a las Bestias de Bronce, estaban compuestas a partes iguales por libertos y cabezas afeitadas, cuya verdadera lealtad era seguramente para con Skahaz mo Kandaq. Los luchadores de las arenas de combate eran los únicos en los que podía confiar el rey Hizdahr, frente a un sinfín de enemigos.

—Ojalá sepan defender a su majestad de toda amenaza. —La voz de ser Barristan no dejaba entrever sus sentimientos: había aprendido a ocultarlos años atrás, cuando servía en Desembarco del Rey.

—¡A su magnificencia! —recalcó Reznak mo Reznak—. El resto de vuestras obligaciones no varía. Si fracasa la paz, su esplendor querrá que os pongáis al frente de sus tropas contra los enemigos de nuestra ciudad.

«Por lo menos tiene algo de sensatez». Belaquo Rompehuesos y Goghor el Gigante podían servirle de escudos, pero la idea de enviar a cualquiera de ellos al frente de un ejército era tan absurda que casi hizo sonreír al anciano caballero.

—Estoy a las órdenes de su majestad.

—Nada de «majestad» —se quejó el senescal—. Ese es el estilo de Poniente. Su magnificencia, su esplendor, su adoración.

«“Su vanidad” sería más apropiado».

—Como digáis.

—Entonces, hemos terminado. —Reznak se humedeció los labios. En aquella ocasión, la sonrisa empalagosa era una indicación para que se fuera. Ser Barristan se despidió, agradecido de dejar atrás el hedor del perfume del senescal.

«Los hombres deberían oler a sudor, no a flores».

La Gran Pirámide de Meereen medía trescientas varas de la base a la cima. Las habitaciones del senescal estaban en la segunda planta; los aposentos de la reina, igual que los suyos, ocupaban el nivel superior.

«Una subida muy larga para un hombre de mi edad —pensó ser Barristan al llegar a la escalera. Antes recorría ese camino cinco o seis veces al día, al servicio de la reina, como atestiguaba el dolor que sentía en las rodillas y la espalda—. Llegará el día en que ya no pueda enfrentarme a estos escalones, y me temo que pronto. —Antes de ese día debía contar con unos cuantos muchachos preparados para ocupar su lugar al lado de la reina—. Yo mismo los nombraré caballeros cuando sean dignos, y entregaré a cada uno un caballo y unas espuelas de oro».

En los aposentos de Daenerys reinaban la calma y el silencio. Hizdahr no se había instalado en ellos; había preferido establecer sus habitaciones en lo más profundo de la Gran Pirámide, rodeado por todas partes de sólidas paredes de ladrillo. Mezzara, Miklaz, Qezza y el resto de los jóvenes coperos de la reina, que en realidad eran rehenes, aunque tanto Selmy como la reina les habían cobrado tanto afecto que les costaba pensar en ellos como tales, se habían trasladado con el rey, mientras que Irri y Jhiqui habían vuelto con los demás dothrakis. Solo quedaba Missandei, un pequeño fantasma desamparado que vagaba por los aposentos de la reina, en la cúspide de la pirámide.

Ser Barristan salió a la terraza. El cielo de Meereen tenía el color de la piel de un cadáver, pálido, blanquecino y opresivo; una masa interminable de nubes que abarcaba todo el horizonte, una muralla que ocultaba el sol. Nadie contemplaría su puesta ese día, igual que nadie lo había visto salir. La noche sería calurosa, una noche sofocante, húmeda, bochornosa, sin una brizna de aire. Amenazaba lluvia desde hacía tres días, aunque no había caído ni una gota.

«La lluvia sería un alivio; ayudaría a limpiar la ciudad».

Desde allí alcanzaba a ver cuatro pirámides menores, la muralla occidental de la ciudad y los campamentos yunkios levantados a orillas de la bahía de los Esclavos, donde una gruesa columna de humo grasiento se elevaba, retorciéndose como una serpiente monstruosa.

«Los yunkios están quemando a sus muertos —comprendió—. La yegua clara galopa por los campamentos de asedio. —Pese a todos los esfuerzos de la reina, la enfermedad se había extendido, dentro y fuera de la muralla. Los mercados de Meereen estaban cerrados; las calles, desiertas. El rey Hizdahr había permitido que las arenas de combate continuasen abiertas, pero la asistencia era escasa. Incluso se decía que los meereenos habían empezado a rehuir el templo de las Gracias—. Los esclavistas también le echarán a Daenerys la culpa de eso —supuso con amargura. Casi podía oír los cuchicheos: grandes amos, hijos de la arpía, yunkios; todos corriendo la voz de que su reina había muerto. Así lo creía media ciudad, aunque de momento nadie tenía valor para decirlo en voz alta—. Pero no tardarán».

«¿Adónde han ido a parar todos estos años? —Ser Barristan se sentía terriblemente viejo y cansado. Últimamente, cuando se agachaba a beber en un estanque tranquilo, el rostro de un desconocido lo miraba desde el fondo. ¿Cuándo le habían salido aquellas patas de gallo alrededor de los ojos azul claro? ¿Cuánto hacía que su pelo había dejado de ser como la luz del sol para convertirse en nieve?—. Años, viejo. Décadas».

Sin embargo, tenía la impresión de que acababan de armarlo caballero, después del torneo de Desembarco del Rey. Aún recordaba el roce de la espada de Aegon en el hombro, ligero como el beso de una doncella. Le temblaba la voz cuando pronunció los votos. En el banquete de aquella noche había comido costillas de jabalí al estilo dorniense, con guindillas dragón, tan picantes que le quemaron la boca. Cuarenta y siete años después, el sabor perduraba en su memoria, pero no habría sabido decir qué había cenado diez días atrás aunque los Siete Reinos dependiesen de ello.

«Seguro que perro cocido o alguna guarrería por el estilo».

Selmy reflexionó, y no por primera vez, sobre los caprichos del destino que lo habían llevado a aquel lugar. Él era un caballero de Poniente, un hombre de las tierras de la tormenta y de las Marcas de Dorne; su lugar estaba en los Siete Reinos, no allí, en la sofocante orilla de la bahía de los Esclavos.

«Vine para llevar a Daenerys a casa. —Pero la había perdido, igual que a su padre y a su hermano—. Hasta a Robert; a él también le fallé». A lo mejor, Hizdahr era más sensato de lo que parecía.

«Hace diez años habría intuido qué se proponía Daenerys; hace diez años habría sido lo bastante rápido para detenerla. —Sin embargo, se había quedado ofuscado cuando Daenerys saltó a la liza; la había llamado a gritos y había atravesado inútilmente por la arena escarlata en pos de ella—. Me he vuelto viejo y lento. —No le extrañaba que Naharis se burlara de él y lo llamase “ser Abuelo”—. De haber estado Daario junto a la reina, ¿habría sido más rápido?». Selmy creía conocer la respuesta, aunque no lo complacía.

Esa noche había vuelto a soñar con ello: Belwas, de rodillas, vomitaba bilis y sangre; Hizdahr espoleaba a los aspirantes a matadragones; hombres y mujeres huían presas del pánico, peleaban en las escaleras y se atropellaban entre gritos y alaridos. Y Daenerys…

«Tenía el cabello en llamas. Llevaba el látigo en la mano y gritaba; de pronto, se había encaramado al dragón y estaba volando». Le escocían los ojos por la arena que había levantado Drogon al alzar el vuelo, pero a través del velo de lágrimas pudo ver a la bestia alejarse del reñidero, con las enormes alas negras golpeando los hombros de los guerreros de bronce que guardaban las puertas.

Del resto se había enterado más adelante: la gente se había agolpado al otro lado de las puertas; los caballos, enloquecidos por el olor del dragón, se encabritaron y arremetieron contra la muchedumbre con los cascos herrados; volcaron palanquines y tenderetes de comida sin distinción, y derribaron y atropellaron a los viandantes. Volaron lanzas, silbaron las saetas y algunas dieron en el blanco. El dragón se retorció en el aire con violencia, con las heridas humeando y la chica aferrada a la espalda.

Y lanzó fuego.

Las Bestias de Bronce habían tardado lo que quedaba del día y casi toda la noche en recoger los cadáveres. El recuento definitivo fue de doscientos catorce muertos, y el triple de heridos y quemados. Para entonces, Drogon ya había abandonado la ciudad; lo habían divisado por última vez volando muy por encima del Skahazadhan, rumbo al norte. No había ni rastro de Daenerys Targaryen. Unos juraban que la habían visto caer; otros insistían en que el dragón se la había llevado para devorarla.

«Se equivocan».

Ser Barristan no sabía nada de dragones, al margen de los cuentos que se contaban a todos los niños, pero conocía a los Targaryen. Daenerys estaba cabalgando a lomos del dragón, igual que Aegon había cabalgado a Balerion.

—Tal vez vaya volando hacia casa —caviló en voz alta.

—No —murmuró una voz baja a su espalda—. No sería capaz de hacer nada semejante. No se iría a casa sin nosotros.

—Missandei, niña. —Ser Barristan se volvió—. ¿Cuánto tiempo llevas ahí?

—Poco. Una siente haberos molestado. —Vaciló—. Skahaz mo Kandaq desea hablaros.

—¿El Cabeza Afeitada? ¿Has hablado con él? —Imprudente, muy imprudente. La enemistad entre Skahaz y el rey era muy profunda, y la niña no era tonta; debería saberlo. Skahaz se había opuesto sin rodeos al matrimonio de la reina, y Hizdahr no lo había olvidado—. ¿Está aquí? ¿En la pirámide?

—Va y viene cuando le place.

«Sí, muy propio de él».

—¿Quién te ha dicho que quiere hablar conmigo?

—Una bestia de bronce con máscara de búho.

«Llevaba máscara de búho cuando habló contigo, pero ahora podría ser un chacal, un tigre o un perezoso». Ser Barristan había detestado las máscaras desde la primera vez que las vio, y nunca más que en ese momento. Los hombres de bien no tenían por qué ocultar la cara. Y el Cabeza Afeitada…

«¿En qué estaría pensando? —Después de que Hizdahr pusiera al mando de las Bestias de Bronce a su primo Marghaz zo Loraq, Skahaz había sido nombrado guardián del río, responsable de todos los transbordadores, dragas y canales de riego de un tramo de cincuenta leguas del Skahazadhan; sin embargo, el Cabeza Afeitada había rechazado aquel “antiguo y honorable cargo”, como lo había llamado Hizdahr, y había preferido retirarse a la modesta pirámide de Kandaq—. Sin la protección de la reina, corre un gran riesgo al venir aquí». Y si ser Barristan era visto hablando con él, las sospechas podrían salpicarlo.

El asunto le daba mala espina. Olía a engaño, a mentiras, a susurros y conspiraciones urdidos en la oscuridad, a todo aquello que confiaba en haber dejado atrás junto con la Araña, lord Meñique y los de su ralea. Barristan Selmy no era aficionado a las letras, pero había hojeado el Libro blanco, donde se recordaban las hazañas de sus predecesores. Algunos habían sido héroes; otros, peleles, cobardes o bellacos. Casi todos habían sido simples hombres: más fuertes y rápidos que la mayoría, más hábiles con la espada y el escudo, y no obstante, presas del orgullo, la ambición, la lujuria, el amor, la ira, los celos, la codicia, el hambre de poder y los demás defectos que aquejaban al común de los mortales. Los mejores habían superado sus debilidades, cumplido con su deber y muerto con la espada en la mano. Los peores…

«Los peores eran los que jugaban al juego de tronos».

—¿Puedes localizar al búho? —pidió a Missandei.

—Una puede intentarlo.

—Dile que hablaré con… nuestro amigo al anochecer, en los establos. —La puerta principal de la pirámide se cerraba y atrancaba al ocaso; a esa hora no habría nadie con los caballos—. Asegúrate de que se trata del mismo búho. —No sería conveniente que el asunto llegara a oídos de la bestia de bronce incorrecta.

—Una comprende. —Missandei hizo ademán de irse, pero se detuvo un instante—. Se comenta que los yunkios han rodeado la ciudad de escorpiones, para disparar dardos de hierro al cielo si Drogon regresa.

—No es tan fácil matar a un dragón en pleno vuelo. —Ser Barristan también lo había oído—. En Poniente, muchos intentaron abatir a Aegon y sus hermanas. Nadie lo consiguió.

Missandei asintió. Resultaba difícil saber si la había tranquilizado.

—¿Creéis que la encontrarán? La pradera es muy extensa, y los dragones no dejan rastro en el cielo.

—Aggo y Rakharo son la sangre de su sangre… ¿y quién conoce el mar dothraki mejor que los dothrakis? —Le dio un apretón en el hombro—. Si es posible encontrarla, la encontrarán. —«Si es que sigue viva». Por la pradera merodeaban otros khals, señores de los caballos con khalasars de decenas de miles de guerreros, pero no creyó conveniente mencionarlo—. Sé en cuánta estima la tienes. La mantendré a salvo, lo juro. —Esas palabras parecieron reconfortar a la niña.

«Las palabras son aire —se dijo ser Barristan—. ¿Cómo voy a proteger a la reina si no estoy a su lado?».

Barristan Selmy había conocido muchos reyes. Había nacido durante el turbulento reinado de Aegon el Improbable, tan querido por el pueblo; él lo había armado caballero. Su hijo Jaehaerys le había otorgado la capa blanca cuando tenía veintitrés años, después de que matara a Maelys el Monstruoso en la guerra de los reyes Nuevepeniques. Era la misma capa que llevaba cuando, junto al Trono de Hierro, veía cómo la locura consumía a Aerys, el hijo de Jaehaerys.

«Estaba allí; lo veía y lo oía, y aun así no hice nada».

Pero no, eso no era justo: había cumplido con su deber. A veces, por la noche, ser Barristan se preguntaba si no lo habría cumplido demasiado bien. Había pronunciado sus votos ante los ojos de los dioses y los hombres; no podía romperlos sin mancillar su honor…, aunque durante los últimos años del reinado de Aerys se fue haciendo cada vez más difícil mantenerlos. Había visto cosas cuyo recuerdo le hacía daño, y más de una vez se preguntaba cuánta de esa sangre se había derramado por su causa. Si no hubiese irrumpido en el Valle Oscuro para rescatar a Aerys de las mazmorras de lord Darklyn, podría haber muerto mientras Tywin Lannister saqueaba la ciudad. El príncipe Rhaegar habría ascendido al trono y quizá hubiera curado las heridas del reino. Pese a que el Valle Oscuro había sido su momento más glorioso, el recuerdo le dejaba un sabor amargo; pero eran los fracasos lo que lo atormentaba por las noches.

«Jaehaerys, Aerys, Robert. Tres reyes muertos. Rhaegar, que habría sido mejor rey que ninguno de ellos. La princesa Elia y sus hijos: Aegon, que tan solo era un niño de teta; Rhaenys, con su gatito. —Muertos, todos ellos, mientras que él, que había jurado protegerlos, seguía con vida. Y por último Daenerys, su radiante niña reina—. No está muerta; me niego a creerlo».

La tarde le proporcionó un breve respiro de sus dudas. La pasó en la sala de entrenamiento del tercer nivel de la pirámide, trabajando con los chicos, instruyéndolos en el arte de la espada, el escudo, el caballo, la lanza… y la caballería, el código que distinguía a los caballeros de los luchadores de las arenas de combate. Daenerys necesitaría protectores de su edad cuando él no estuviera, y estaba decidido a proporcionárselos. Los jóvenes a los que aleccionaba tenían edades comprendidas entre los ocho y los veinte años. Había comenzado con más de sesenta, pero el entrenamiento había resultado demasiado riguroso para muchos de ellos. Quedaba menos de la mitad, aunque algunos prometían mucho.

«Sin rey al que proteger, ahora tendré más tiempo para prepararlos —comprendió mientras iba de una pareja a otra y las observaba atacarse con espadas embotadas y lanzas de punta roma—. Muchachos valientes. De origen humilde, sí, pero algunos se convertirán en buenos caballeros, y adoran a la reina. De no ser por ella, todos habrían acabado en las arenas de combate. El rey Hizdahr tiene a sus luchadores de reñidero, pero Daenerys tendrá caballeros».

—No bajes el escudo —decía—. Muéstrame cómo atacas. Ahora juntos. Abajo, arriba, abajo, abajo, arriba, abajo…

Más tarde, Selmy salió a la terraza de la reina con una cena frugal y se la tomó mientras contemplaba el ocaso. Sumido en el crepúsculo violáceo observó las hogueras que despertaban una tras otra en las grandes pirámides escalonadas, al tiempo que los ladrillos multicolores de Meereen se tornaban grises y luego negros. Abajo, las sombras se congregaban en calles y callejones, formando estanques y ríos. En la penumbra, la ciudad tenía un aspecto apacible, incluso estaba bonita.

«Es por la peste, no por la paz», razonó el anciano caballero mientras apuraba el vino.

No quería llamar la atención, de modo que, cuando terminó de cenar, se quitó la ropa de la corte y reemplazó la capa blanca de la Guardia de la reina por otra de viajante, parda y con capucha, como la que llevaría cualquier hombre de la calle, aunque se quedó con la espada y el puñal.

«A fin de cuentas, puede que sea una trampa. —Confiaba poco en Hizdahr, y menos en Reznak mo Reznak. El senescal perfumado bien podía pretender atraerlo a una reunión secreta para deshacerse de Skahaz y de él de un plumazo, acusándolos de conspirar contra el rey—. Si el Cabeza Afeitada habla de traición, no me quedará más remedio que detenerlo. Hizdahr es el consorte de mi reina, me guste o no. Mi deber es para con él, no para con Skahaz».

¿O no era así?

El cometido principal de la Guardia Real consistía en proteger al rey de cualquier daño o amenaza. Los caballeros blancos también juraban obedecer las órdenes del rey, guardar sus secretos, aconsejarlo cuando se lo pidiera y guardar silencio cuando no, cumplir su voluntad y defender su nombre y su honor. En rigor, era el rey quien decidía si la Guardia Real debía proteger también a otras personas, incluso las de sangre real. Algunos reyes consideraban adecuado enviar a la guardia a servir y defender a sus esposas, hijos, hermanos, tíos y primos más cercanos o menos, y a veces incluso a sus amantes, concubinas y bastardos; otros preferían utilizar a sus caballeros y soldados para tal propósito, y mantener a los Siete como guardia personal, siempre a su lado.

«Si la reina me hubiese ordenado proteger a Hizdahr, no me habría quedado más remedio que obedecer. —Pero Daenerys Targaryen no había llegado a instituir una guardia de la reina como era debido, ni había dado instrucciones respecto a su consorte—. El mundo era más sencillo cuando contaba con un lord comandante que decidía esas cuestiones por mí —reflexionó Selmy—. Ahora que el lord comandante soy yo, me resulta difícil hallar el camino correcto».

Cuando bajó el último tramo de la escalera se encontró a solas en los pasillos iluminados por antorchas que recorrían el interior de los macizos muros de ladrillo de la pirámide. Las enormes puertas estaban cerradas y atrancadas, como esperaba. Cuatro bestias de bronce montaban guardia en el interior, y otras cuatro, al otro lado. Barristan se topó con los primeros: hombretones con máscaras de jabalí, oso, ratón y mantícora.

—Todo está tranquilo, señor —informó el oso.

—Que siga así. —Era costumbre de ser Barristan pasear por la noche para asegurarse de que la pirámide estaba bien guardada.

En las profundidades del edificio había otras cuatro bestias de bronce que custodiaban las puertas de hierro de la fosa en la que estaban encadenados Viserion y Rhaegal. La luz de las antorchas arrancaba destellos de las máscaras: mono, carnero, lobo y cocodrilo.

—¿Han comido? —inquirió ser Barristan.

—Sí, mi señor —respondió el mono—. Una oveja cada uno.

«¿Durante cuánto tiempo les bastará con eso?». El apetito de los dragones crecía al mismo ritmo que ellos.

Había llegado la hora de ir al encuentro del Cabeza Afeitada. Ser Barristan pasó frente a los elefantes y la yegua plateada de la reina, de camino al fondo de los establos. Un burro resolló a su paso, y unos cuantos caballos se agitaron con la luz del farol. Por lo demás, todo estaba oscuro y en silencio.

Entonces, una sombra se desprendió de un establo vacío para convertirse en otra bestia de bronce. Llevaba una falda negra plisada, canilleras y una coraza musculada.

—¿Un gato? —preguntó Barristan Selmy al ver el bronce, bajo la capucha. Cuando el Cabeza Afeitada estaba al mando de las Bestias de Bronce mostraba preferencia por la máscara de cabeza de serpiente, imponente e intimidatoria.

—Los gatos van adonde les place —respondió la voz familiar de Skahaz mo Kandaq—. Nadie les presta atención.

—Si Hizdahr supiera que estáis aquí…

—¿Quién va a decírselo? ¿Marghaz? Marghaz se entera de lo que yo quiero. Las Bestias siguen siendo mías; no lo olvidéis. —La máscara amortiguaba la voz del Cabeza Afeitada, pero Selmy alcanzaba a oír la ira que encerraba—. Tengo al envenenador.

—¿A quién?

—Al confitero de Hizdahr. Su nombre no os diría nada; solo es un instrumento. Los Hijos de la Arpía se llevaron a su hija y juraron devolverla sana y salva cuando la reina hubiera muerto. Belwas y el dragón salvaron a Daenerys, pero nadie pudo salvar a la niña. Se la devolvieron a su padre en plena noche, en nueve trozos: uno por cada año que vivió.

—¿Por qué? —la incertidumbre lo corroía—. Los Hijos habían dejado de matar. La paz de Hizdahr…

—Es pura farsa. No desde un principio: los yunkios tenían miedo de nuestra reina, o de los Inmaculados, o de los dragones. Esta tierra ya había conocido dragones. Yurkhaz zo Yunzak lo sabía; había leído las crónicas, igual que Hizdahr. ¿Por qué no la paz? Daenerys la deseaba, eso era evidente. La buscaba con demasiado ahínco; debería haber marchado sobre Astapor. —Skahaz se le acercó—. Pero eso era antes. Todo cambió en el reñidero. Daenerys, desaparecida; Yurkhaz, muerto. En lugar de un viejo león, una manada de chacales. Ese Barbasangre… no tiene ningún interés por la paz. Y aún hay más. Aún hay algo peor. Volantis ha lanzado su flota contra nosotros.

—Volantis. —Selmy notó un cosquilleo en la mano de la espada—. ¿Estáis seguro?

«Pactamos la paz con Yunkai, no con Volantis».

—Por supuesto. Los sabios amos lo saben; sus amigos, también. La Arpía, Reznak, Hizdahr. Este rey abrirá las puertas de la ciudad cuando lleguen los volantinos. Todos los libertos de Daenerys volverán a convertirse en esclavos; incluso algunos que nunca lo fueron se verán cargados de cadenas. Podéis acabar vuestros días en las arenas de combate, viejo. Khrazz se comerá vuestro corazón.

—Hay que decírselo a Daenerys. —La cabeza iba a estallarle.

—Para eso habría que encontrarla. —Skahaz lo agarró del antebrazo con dedos de hierro—. No podemos esperarla. He hablado con los Hermanos Libres, los Hombres de la Madre, los Escudos Fornidos. No confían en Loraq. Debemos deshacernos de los yunkios, pero necesitamos a los Inmaculados. Gusano Gris os escuchará; hablad con él.

—¿Con qué fin?

«Lo que propone es una traición. Una conspiración».

—El de vivir. —Tras la broncínea máscara de gato, los ojos del Cabeza Afeitada brillaban como lagos negros—. Debemos atacar antes de que lleguen los volantinos. Romper el cerco, matar a los señores esclavistas, ganarnos a sus mercenarios. Los yunkios no esperan un ataque. Tengo espías en sus campamentos: la enfermedad se extiende, peor día tras día. La disciplina se ha venido abajo; los señores pasan más tiempo borrachos que sobrios, hartándose en banquetes, fantaseando entre sí sobre las riquezas que se repartirán cuando caiga Meereen, peleando por la supremacía. Barbasangre y el Príncipe Desharrapado se desprecian mutuamente. Nadie espera un enfrentamiento, y menos ahora. Creen que la paz de Hizdahr nos ha vuelto confiados.

—Daenerys firmó esa paz —argumentó ser Barristan—. No tenemos autoridad para romperla sin su consentimiento.

—¿Y si está muerta? —quiso saber Skahaz—. Entonces, ¿qué? Habría querido que protegiésemos su ciudad. A sus hijos.

«Mhysa, la llamaban todos aquellos a quienes había liberado de las cadenas». Los libertos eran sus hijos.

—Madre. —El Cabeza Afeitada estaba en lo cierto. Daenerys querría que sus hijos estuviesen protegidos—. ¿Y qué pasa con Hizdahr? Todavía es su consorte. Su rey. Su esposo.

—Su envenenador.

«¿Será cierto?».

—¿Qué pruebas tenéis?

—Esa corona que lleva es prueba suficiente. El trono en el que se sienta. Abrid los ojos, viejo: eso era todo lo que necesitaba de Daenerys, todo lo que quería. Ahora que lo tiene, ¿por qué compartirlo?

«Es cierto, ¿por qué? —En el reñidero hacía mucho calor. Aún podía ver la reverberación del aire en la arena escarlata, oler la sangre que manaba de los hombres muertos para su diversión. Y podía oír a Hizdahr, insistiendo para que la reina probase las langostas con miel: “Son muy sabrosas…, dulces y picantes…”, pero él no había probado ni una. Selmy se frotó las sienes—. Nunca he jurado fidelidad a Hizdahr zo Loraq, y en cualquier caso, me ha dejado de lado, como hizo Joffrey».

—Ese confitero… Quiero interrogarlo yo mismo. A solas.

—¿Ah, sí? Podéis interrogarlo como os plazca, si es vuestro deseo. —El Cabeza Afeitada se cruzó de brazos.

—Si… si lo que tiene que decir me convence…, si me uno a vos en esto…, necesito vuestra palabra de que Hizdahr zo Loraq no sufrirá daño alguno hasta que… A no ser que podamos probar que tuvo algo que ver en esto.

—¿Por qué os preocupáis tanto por Hizdahr, viejo? Si no es la mismísima Arpía, es su primogénito.

—Lo único que sé con certeza es que se trata del consorte de la reina. Quiero vuestra palabra, o juro que os encontraréis con mi oposición.

—En tal caso, tenéis mi palabra. —La sonrisa de Skahaz era despiadada—. Hizdahr no sufrirá ningún daño hasta que se demuestre su culpa, pero cuando quede demostrada, tengo intención de matarlo con mis propias manos. Quiero sacarle las entrañas y mostrárselas antes de dejarlo morir.

«No —pensó el viejo caballero—. Si Hizdahr conspiró para asesinar a mi reina, yo mismo haré el trabajo, pero tendrá una muerte limpia y rápida. —Los dioses de Poniente estaban lejos, pero ser Barristan Selmy guardó silencio un momento para rogar a la Vieja que lo iluminase con su sabiduría—. Por los hijos —se dijo—. Por la ciudad. Por mi reina».

—Hablaré con Gusano Gris.