Cada noche era más fría que la anterior.
En la celda no había chimenea ni brasero. La única ventana estaba tan alta que no le permitía ver el exterior, y era tan estrecha que jamás habría podido pasar por ella, pero tenía tamaño más que suficiente para dejar entrar el frío. Cersei había destrozado la primera muda que le dieron, exigiendo que se le devolviera su ropa, pero solo había conseguido quedarse desnuda y aterida. Cuando le llevaron otra muda, se la puso y dio las gracias con palabras atragantadas.
La ventana también dejaba entrar los sonidos, y era la única manera que tenía la reina de saber qué pasaba en la ciudad, ya que las septas que le llevaban la comida no le contaban nada.
Era algo que no podía soportar. Jaime acudiría presto a rescatarla, pero ¿cómo iba a enterarse de su llegada? Cersei esperaba que no cometiera la necedad de adelantarse a su ejército: le harían falta todas sus espadas para enfrentarse a la harapienta horda de clérigos humildes que rodeaba el Gran Septo. Preguntó muchas veces por su hermano mellizo, pero las carceleras no le dieron respuesta. También preguntó por ser Loras. Según el último informe, el Caballero de las Flores estaba agonizando en Rocadragón tras sufrir heridas terribles durante la toma del castillo.
«Pues que se muera, y cuanto antes», pensó Cersei. La muerte del muchacho crearía una vacante en la Guardia Real, y ahí podía residir su salvación. Lo malo era que las septas guardaban tanto silencio sobre Loras Tyrell como sobre Jaime.
Lord Qyburn había sido su último visitante, y también el único. En el mundo de Cersei, la población era de cuatro personas: ella y sus tres carceleras, tan piadosas como intransigentes. La septa Unella era hombruna y corpulenta, fea, con las manos encallecidas y el ceño siempre fruncido. La septa Moelle tenía el pelo blanco y tieso, y unos ojillos permanentemente entrecerrados en gesto de desconfianza, incrustados en un rostro anguloso y surcado de arrugas. La septa Scolera era baja y rechoncha, de pechos grandes, piel olivácea y olor acre, como de leche a punto de agriarse. Le llevaban a Cersei comida y agua; le vaciaban el orinal y, cada dos días, le quitaban la ropa para lavársela, con lo que tenía que acurrucarse desnuda bajo la manta hasta que se la devolvían. A veces, Scolera le leía fragmentos de La estrella de siete puntas o El libro de la sagrada oración, pero al margen de eso, ninguna le dirigía la palabra ni respondía a sus preguntas.
Cersei las detestaba y despreciaba a las tres, casi tanto como detestaba y despreciaba a los hombres que la habían traicionado.
Amigos espurios, sirvientes desleales, hombres que le habían jurado amor eterno y hasta la sangre de su sangre: todos la habían abandonado cuando más los necesitaba. El debilucho de Osney Kettleblack se había quebrado bajo el látigo y había llenado los oídos del Gorrión Supremo de secretos que debería haberse llevado a la tumba, y sus hermanos, basura plebeya que ella había encumbrado, se habían quedado cruzados de brazos. Aurane Mares, su almirante, había huido por mar con los dromones que ella le había construido. Orton Merryweather había corrido a esconderse en Granmesa y se había llevado a su esposa, Taena, que había sido la única amiga sincera de la reina en aquellos tiempos espantosos. Harys Swyft y el gran maestre Pycelle la habían abandonado en su cautiverio para poner el reino en manos de aquellos que habían conspirado contra ella. Meryn Trant y Boros Blount, los protectores juramentados del rey, habían desaparecido de la faz de la Tierra. Hasta su primo Lancel, que tanto amor decía profesarle, era uno de sus acusadores. Su tío se había negado a ayudarla, y eso que ella lo habría convertido en mano del rey.
Y Jaime…
No, eso no podía creerlo; eso no estaba dispuesta a creerlo. Jaime llegaría en cuanto supiera de sus cuitas. «Vuelve ahora mismo —le había escrito—. Ayúdame. Sálvame. Te necesito como no te había necesitado jamás. Te quiero. Te quiero. Te quiero. Vuelve ahora mismo». Qyburn le había jurado que haría llegar la misiva a manos de su hermano, que se encontraba con su ejército en las tierras de los ríos. Pero Qyburn no había vuelto a visitarla. Bien podía estar muerto, y su cabeza, clavada en una estaca en las puertas de la ciudad, o tal vez languideciera en cualquiera de las celdas negras situadas bajo la Fortaleza Roja, sin haber enviado su carta. Había preguntado por él un centenar de veces, pero sus carceleras no respondían. Lo único que sabía con seguridad era que Jaime no había acudido a su llamada.
«Aún no —se dijo—. Pero vendrá pronto. Y cuando venga, el Gorrión Supremo y esas putas van a saber lo que es bueno».
No soportaba sentirse impotente.
Había proferido amenazas, que fueron recibidas con rostros pétreos y oídos sordos. Había dado órdenes, pero nadie les hizo el menor caso. Había invocado la misericordia de la Madre, apelando al entendimiento natural entre mujeres, pero las tres septas arrugadas habían perdido cualquier vestigio de feminidad al pronunciar sus votos. Había tratado de congraciarse con ellas, hablándoles con dulzura y aceptando mansamente cada nuevo ultraje, pero se mostraron impertérritas. Les había ofrecido recompensas, el indulto, honores, oro y puestos en la corte, pero daban a sus promesas el mismo trato que a sus amenazas.
Y había rezado. ¡Cómo había rezado! Querían plegarias, así que plegarias les había dado, de rodillas como si fuera una prostituta callejera y no una hija de la Roca. Había rezado pidiendo alivio, liberación, la llegada de Jaime. Había suplicado en voz alta a los dioses que defendieran su inocencia; en silencio, rezaba para que sus acusadores sufrieran una muerte repentina y dolorosa. Rezó hasta que se le quedaron las rodillas en carne viva, hasta que notó la lengua tan pesada que casi habría podido ahogarse con ella. Cersei recordó en aquella celda todas las oraciones que le habían enseñado de niña, inventó otras a medida que las iba necesitando y clamó a la Madre, a la Doncella, al Padre, al Guerrero, a la Vieja y al Herrero. Incluso llegó a rezar al Desconocido.
«Cualquier dios sirve durante una tormenta. —Los Siete se mostraron tan sordos como sus siervos terrenales. Cersei les entregó todas las palabras que conocía; les entregó todo menos sus lágrimas—. Eso, nunca. —No soportaba sentirse débil—. ¡Qué no daría yo por tener una espada y saber manejarla!». Si los dioses le hubieran dado la fuerza que otorgaron a Jaime y al imbécil fanfarrón de Robert, habría escapado por sus propios medios. Tenía el corazón de un guerrero, pero esos dioses, en su ciega crueldad, la habían encerrado en el débil cuerpo de una mujer. La reina había tratado de luchar, pero las septas la habían dominado; eran demasiadas, y más fuertes de lo que aparentaban: aquellas viejas feas tenían los músculos duros como raíces de tanto rezar, fregar y tratar a palos a las novicias.
Además, no le permitían descansar. Día y noche, cada vez que cerraba los ojos para dormir, una de sus carceleras acudía a despertarla para exigir que confesara sus pecados. La acusaban de adulterio, fornicio, alta traición y hasta asesinato, pues Osney Kettleblack había confesado que asfixió al septón supremo anterior por orden suya.
«Vengo a escuchar la confesión de tus asesinatos y fornicios», gruñía pomposa la septa Unella tras sacudir a la reina para despertarla. La septa Moelle decía que eran los pecados los que la impedían dormir.
—Solo los inocentes conocen la paz del sueño reparador. Confiesa tus pecados, y dormirás con la tranquilidad de un recién nacido.
Despertar, dormir, despertar otra vez… Las manos de sus torturadoras rompían todas las noches en mil pedazos, y cada noche era más fría y severa que la anterior. La hora del búho, la hora del lobo, la hora del ruiseñor, la salida de la luna, la puesta de la luna, el ocaso y el amanecer; todos ellos se tambaleaban como borrachos. ¿Qué hora era? ¿Qué día era? ¿Dónde se encontraba? ¿Soñaba o había despertado? Los diminutos fragmentos de sueño que le permitían se habían convertido en navajas que le rebanaban el cerebro. Cada día estaba más embotada que el anterior, más agotada y febril. Había perdido la noción del tiempo que llevaba prisionera en aquella celda, en lo alto de una de las siete torres del Gran Septo de Baelor.
«Envejeceré y moriré aquí», pensó, desesperada.
Pero no estaba dispuesta a permitirlo. Su hijo la necesitaba. El reino la necesitaba. Tenía que salir, por arriesgado que fuera. Su mundo se había reducido a una celda de tres pasos por tres con un orinal, un lecho de paja y una fina manta de lana marrón que le irritaba la piel, pero seguía siendo la heredera de lord Tywin, hija de la Roca.
Extenuada por la falta de sueño, tiritando a causa del frío que se colaba por la noche en la celda de la torre, febril la mitad del tiempo y desfallecida de hambre la otra mitad, Cersei comprendió por fin que debía confesar.
Aquella noche, cuando la septa Unella llegó para despertarla, se encontró a la reina de rodillas.
—He pecado —dijo Cersei. Le costaba vocalizar, y tenía los labios resecos y agrietados—. He cometido pecados espantosos. Ahora lo sé. ¿Cómo he podido estar tan ciega, tanto tiempo? La Vieja me ha visitado con su farol en alto, y a su santa luz he visto el camino que debo recorrer. Quiero volver a estar limpia. No deseo más que la absolución. Por favor, buena septa, os suplico que me llevéis ante el septón supremo para que pueda confesar mis crímenes y fornicios.
—Se lo diré, alteza —respondió la septa Unella—. Su altísima santidad estará muy satisfecho. La confesión y el arrepentimiento sincero son la única manera en que podemos alcanzar la salvación para nuestras almas.
La dejaron dormir durante el resto de aquella larga noche; horas y horas de maravilloso descanso. Por una vez, el búho, el lobo y el ruiseñor pasaron de largo inadvertidos, mientras Cersei disfrutaba de un largo y hermoso sueño en el que Jaime era su esposo y el hijo de ambos seguía vivo.
Cuando llegó la mañana, la reina casi había vuelto a su ser. Cuando sus carceleras fueron a buscarla, balbuceó más tonterías piadosas de nuevo e insistió en lo decidida que estaba a confesar sus pecados para recibir el perdón por sus actos.
—Nos regocijamos —dijo la septa Moelle.
—Vais a quitaros un enorme peso del alma —aportó la septa Scolera—. Después os sentiréis mucho mejor, alteza.
«Alteza». Aquella palabra la emocionó. Durante el largo cautiverio, sus carceleras no solían tomarse la molestia de tratarla con cortesía.
—Su altísima santidad os aguarda —dijo la septa Unella.
Cersei agachó la cabeza, humilde y obediente.
—¿Se me podría permitir que me bañara antes? No estoy en condiciones de presentarme ante él.
—Podéis bañaros más tarde, si su altísima santidad lo permite —respondió la septa Unella—. Lo que debería importaros es la limpieza de vuestra alma inmortal, no las vanidades de la carne.
Las tres septas la escoltaron por las escaleras de la torre; la septa Unella iba delante, mientras que Moelle y Scolera le pisaban los talones como si tuvieran miedo de que saliera volando.
—Hace tanto que no recibo visitas… —murmuró Cersei mientras bajaban—. ¿El rey se encuentra bien? Es la pregunta de una madre que se preocupa por su hijo.
—Su alteza goza de buena salud —dijo la septa Scolera—, y está bien protegido, día y noche. La reina no se aparta de su lado ni un solo momento.
«¡La reina soy yo!». Tragó saliva y sonrió.
—Me alegro, me alegro. Tommen le tiene mucho cariño. Nunca presté oído a esas cosas tan horribles que se decían sobre ella. —¿Acaso Margaery Tyrell se había librado de las acusaciones de fornicio, adulterio y alta traición?—. ¿Ya se ha celebrado el juicio?
—Será pronto —respondió la septa Scolera—, pero su hermano…
—¡Silencio! —La septa Unella se volvió para mirar a Scolera con severidad—. Hablas demasiado, vieja idiota. No nos corresponde a nosotras contarle esas cosas.
—Te ruego que me perdones. —Scolera agachó la cabeza.
Ninguna volvió a decir palabra durante el tiempo que duró el descenso.
El Gorrión Supremo la recibió en su santuario, una estancia austera de siete paredes de piedra, desde las que los rostros de los Siete, tallados de manera rudimentaria, los contemplaban con expresión casi tan amargada y desaprobadora como la de su altísima santidad. Cuando llegó Cersei, lo encontró sentado a una mesa de madera basta, escribiendo. No había cambiado nada desde la última vez que la habían llevado ante su presencia, el día en que la tomaron prisionera: seguía siendo un viejo flaco y canoso, de rostro tan demacrado que parecía muerto de hambre, anguloso y surcado de arrugas, con ojos desconfiados, y vestido con una túnica informe de lana cruda que le llegaba por los tobillos.
—Alteza —saludó—, tengo entendido que deseáis confesar.
Cersei se hincó de rodillas.
—Así es, altísima santidad. La Vieja vino a verme mientras dormía, con su farol en alto…
—Claro, claro. Unella, por favor, quédate para tomar nota de lo que diga su alteza. Scolera, Moelle, podéis retiraros.
Apretó las yemas de los dedos, en un gesto idéntico al que Cersei había visto hacer a su padre mil veces. Cuando la septa Unella se sentó detrás de ella, estiró un pergamino y mojó la pluma en tinta de maestre, la reina sintió un aguijonazo de terror.
—Cuando confiese, ¿se me permitirá…?
—Trataremos a vuestra alteza según la gravedad de vuestros pecados.
«Este hombre es implacable», comprendió. Respiró profundamente para recuperar la compostura.
—Entonces, que la Madre se apiade de mí. He yacido con hombres fuera del vínculo del matrimonio. Lo confieso.
—¿Con quiénes? —Los ojos del septón supremo estaban clavados en ella.
Cersei oyó escribir a Unella. La pluma rasgaba el papel con un sonido tenue.
—Con mi primo, Lancel Lannister. Y con Osney Kettleblack. —Los dos habían confesado que se habían acostado con ella, así que no le serviría de nada negarlo—. Y también con sus hermanos. Con los dos. —No sabía qué habían dicho Osfryd y Osmund, y más le valía pasarse en sus confesiones que quedarse corta—. No es excusa para mi pecado, altísima santidad, pero tenía miedo y estaba sola. Los dioses me arrebataron al rey Robert, mi esposo y protector. Me quedé sin nadie a quien recurrir, rodeada de conspiradores, amigos engañosos y traidores que tramaban para asesinar a mis hijos. No sabía en quién confiar, así que… Así que usé los únicos medios de que disponía para procurarme la ayuda de los Kettleblack.
—¿Os referís a vuestras partes femeninas?
—Mi carne. —Se estremeció y ocultó la cara entre las manos. Cuando las retiró, tenía los ojos llenos de lágrimas—. Sí. Que la Doncella se apiade de mí. Lo hice por mis hijos, por el reino, y no me proporcionó ningún placer. Los Kettleblack… son hombres duros y crueles que me usaron sin miramientos, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Tenía que rodear a Tommen de hombres de mi confianza.
—Su alteza ya contaba con la protección de la Guardia Real.
—La Guardia Real no sirvió de nada cuando murió su hermano Joffrey, asesinado en su propio banquete de bodas. Ya he visto morir a un hijo, ¡no puedo perder a otro! He pecado, he cometido fornicio, pero lo hice por Tommen. Perdonadme, altísima santidad, pero me abriría de piernas para todo hombre de Desembarco del Rey con tal de proteger a mis hijos.
—El perdón solo viene de los dioses. ¿Qué hay de ser Lancel, que era primo vuestro y escudero de vuestro señor esposo? ¿También a él os lo llevasteis a la cama para procuraros su lealtad?
—Lancel. —Cersei titubeó. «Cuidado. Lancel se lo habrá contado todo»—. Lancel me amaba. Era casi un niño, pero nunca tuve dudas de su devoción hacia mi hijo y hacia mí.
—Y aun así, lo corrompisteis.
—Me sentía sola. —Contuvo un sollozo—. Había perdido a mi esposo, a mi hijo y a mi señor padre. Era la regente, pero una reina sigue siendo una mujer, y las mujeres somos frágiles vasijas proclives a caer en la tentación… Su altísima santidad sabe que es así. Hasta se sabe de santas septas que han pecado. Me dejé consolar por Lancel. Era bueno y cariñoso, y yo necesitaba a alguien. Estuvo mal, lo sé, pero no tenía a nadie más… Una mujer necesita que la amen, necesita tener a un hombre a su lado, es… es… —Empezó a sollozar de manera incontrolable.
El septón supremo no hizo ademán de consolarla, sino que se quedó sentado, mirándola sin pestañear mientras lloraba, tan pétreo como las estatuas de los Siete del septo que se alzaba sobre ellos. Pasó un largo rato antes de que se le agotaran las lágrimas, aunque los ojos le quedaron hinchados y enrojecidos, y se sentía al borde del desmayo. Pero el Gorrión Supremo no había terminado con ella.
—Esos son pecados comunes —dijo—. De todos es sabido que las viudas son malvadas, y todas las mujeres tienen un corazón lascivo y no dudan en usar su belleza y todo tipo de artimañas para imponer su voluntad a los hombres. En eso no hay traición, siempre que no violarais los votos matrimoniales en vida de su alteza el rey Robert.
—Eso nunca —susurró ella—. ¡Nunca, lo juro!
—Hay otras acusaciones contra vuestra alteza —continuó, sin prestarle atención—. De crímenes mucho más graves que el simple fornicio. Admitís que ser Osney Kettleblack era vuestro amante, y ser Osney jura que asfixió a mi predecesor porque vos se lo ordenasteis. También insiste en que presentó falso testimonio contra la reina Margaery y sus primas, que inventó falsedades de fornicio, adulterio y alta traición, siempre siguiendo vuestras órdenes.
—No —replicó Cersei—. No es cierto. Margaery es como una hija para mí. En cuanto a lo otro… Reconozco que tenía quejas contra el septón supremo, sí. Ocupó ese puesto gracias a Tyrion; era débil y corrupto, una afrenta para la sagrada fe. Vuestra altísima santidad lo sabe tan bien como yo. Tal vez Osney pensara que su muerte me complacería. Si es así, me corresponde parte de la culpa… pero jamás pensé en asesinarlo. De eso soy inocente. Llevadme al septo y lo juraré ante el Padre.
—Cada cosa a su tiempo —replicó el septón supremo—. También se os acusa de conspirar para asesinar a vuestro señor esposo, nuestro amado rey Robert, el primero de su nombre.
«Lancel», pensó Cersei.
—A Robert lo mató un jabalí. ¿Qué pasa? ¿Ahora soy una cambiapieles? ¿Se me acusa también de matar a Joffrey, mi amado hijo, mi primogénito?
—No, solo a vuestro esposo. ¿Lo negáis?
—Sí, lo niego. Lo niego ante los dioses y ante los hombres.
—Por último, lo más grave: hay quienes dicen que vuestros hijos no fueron hijos del rey Robert, sino bastardos nacidos del incesto y el adulterio.
—Eso es lo que dice Stannis —replicó Cersei al instante—. Mentira, ¡mentira! Stannis quiere el Trono de Hierro, y los hijos de su hermano se interponen en su camino; por eso alega que no son de su hermano. En esa sucia carta que mandó no hay ni una letra que sea verdad. ¡Todo mentiras!
El septón supremo apoyó en la mesa las palmas de las manos y se levantó.
—Bien. Lord Stannis se ha apartado de la verdad de los Siete para adorar al demonio rojo, y no hay lugar en los Siete Reinos para su falsa fe. —Aquello casi resultaba tranquilizador. Cersei asintió—. Pese a todo, son acusaciones muy graves —siguió su altísima santidad—, y el reino tiene que saber la verdad. Si es cierto lo que dice vuestra alteza, en el juicio se demostrará vuestra inocencia.
«En el juicio; pese a todo, habrá juicio».
—Pero si he confesado…
—… algunos pecados, sí. Otros los negáis. En el juicio se pondrán de manifiesto la verdad y la mentira. Pediré a los Siete que perdonen los pecados que habéis confesado, y rezaré para que seáis hallada inocente de las demás acusaciones.
—Me inclino ante la sabiduría de vuestra altísima santidad. —Cersei se levantó muy despacio—. Pero, si me permitís suplicar aunque sea una gota de la misericordia de la Madre…, hace tanto que no veo a mi hijo… Por favor…
Los ojos del anciano eran esquirlas de pedernal.
—No sería oportuno dejar que os acercarais al rey antes de quedar limpia de todas vuestras maldades. Pero habéis dado el primer paso para volver al camino del bien, y a la luz de este progreso permitiré que recibáis otras visitas. Una al día.
La reina se echó a llorar de nuevo, y en aquella ocasión fueron lágrimas sinceras.
—Sois demasiado clemente conmigo. Gracias.
—La misericordia viene de la Madre; dadle las gracias a ella.
Moelle y Scolera la esperaban para encabezar el camino de vuelta a la celda de la torre, y Unella cerraba la marcha.
—Todas estábamos rezando por vuestra alteza —dijo la septa Moelle mientras subían.
—Sí —asintió la septa Scolera—. Seguro que ahora os sentís mucho más ligera; limpia e inocente como una doncella en la mañana del día de su boda.
«En la mañana del día de mi boda estuve follando con Jaime», recordó la reina.
—Así es —dijo—. Es como si me hubieran abierto un forúnculo infectado y ya pudiera empezar a curarse. Casi podría volar. —Se imaginó lo bien que se sentiría estampando un codo en el rostro de la septa Scolera para mandarla rodando escaleras abajo. Los dioses mediante, la vieja puta chocaría con la septa Unella y se la llevaría por delante.
—Me alegra veros sonreír —comentó Scolera.
—Su altísima santidad dijo que podía recibir visitas.
—Cierto —asintió la septa Unella—. Vuestra alteza solo tiene que decirnos a quién quiere ver, y le enviaremos recado.
«A Jaime, necesito a Jaime». Pero si su hermano mellizo estaba en la ciudad, ¿por qué no había acudido a verla? Sería mejor que dejara a Jaime para cuando tuviera una noción más clara de lo que sucedía al otro lado de los muros del Gran Septo de Baelor.
—A mi tío —dijo—. Ser Kevan Lannister, el hermano de mi padre. ¿Sabéis si se encuentra en la ciudad?
—Sí —respondió la septa Unella—. El lord regente reside ahora en la Fortaleza Roja. Mandaremos a buscarlo.
—Gracias. —«Lord regente, ¿eh?». No podía fingir sorpresa.
Resultó que el corazón contrito y humilde tenía otras ventajas, aparte de limpiar el alma de pecados. Aquella noche trasladaron a la reina a una celda más grande, dos pisos más abajo, con una ventana que sí le permitía ver el exterior y una cama con mantas cálidas y suaves. A la hora de la cena, en vez de pan duro y gachas de avena le sirvieron capón asado, un cuenco de ensalada con nueces picadas y una montaña de puré de nabos flotando en mantequilla. Se metió en la cama con el estómago lleno por primera vez desde que la habían encerrado, y durmió de un tirón.
Al día siguiente, con el amanecer, llegó su tío.
Cersei estaba desayunando cuando se abrió la puerta y entró ser Kevan Lannister.
—Dejadnos a solas —dijo a las carceleras.
La septa Unella mandó salir a Scolera y Moelle, y las siguió para luego cerrar desde fuera. La reina se puso en pie.
Ser Kevan parecía envejecido. Era un hombre corpulento, de hombros anchos y cintura amplia, con una barba rubia muy recortada que le perfilaba la fuerte mandíbula y amplias entradas en el pelo rubio corto. Vestía una gruesa capa de lana carmesí, que se sujetaba al hombro con un broche dorado con forma de cabeza de león.
—Gracias por venir —dijo la reina.
—Será mejor que te sientes —replicó su tío con el ceño fruncido—. Hay cosas que debo decirte.
Pero Cersei no quería sentarse.
—Sigues enfadado conmigo, te lo noto en la voz. Perdóname, tío. Hice mal en tirarte el vino, pero…
—¿Crees que lo que me importa es una copa de vino? Lancel es mi hijo, Cersei, ¡es tu propio sobrino! Por eso estoy furioso contigo. Tendrías que haber cuidado de él; deberías haberle buscado una chica adecuada, de buena familia, y en vez de eso…
—Lo sé. Lo sé. —«Lancel me deseaba más que yo a él, y me juego lo que sea a que sigue igual»—. Estaba sola, tío, fui débil. Perdóname, te lo ruego. Me alegro tanto de verte otra vez… He hecho cosas horribles, lo sé, pero no soportaría que me odiaras. —Le echó los brazos al cuello y lo besó en la mejilla—. Perdóname. Perdóname.
Ser Kevan soportó el abrazo un momento antes de devolvérselo con torpeza, brevemente.
—Ya basta —dijo con una voz que seguía siendo fría, átona—. Te perdono. Ahora, siéntate. Lo que debo contarte no es halagüeño.
—¿Le ha pasado algo a Tommen? —preguntó, aterrada—. No, por favor, no. He pasado tanto miedo por mi hijo… Nadie quería contarme nada. Por favor, dime que Tommen está bien.
—Su alteza se encuentra perfectamente y pregunta por ti a menudo. —Ser Kevan le puso las manos en los hombros para apartarla.
—Entonces, ¿es Jaime? ¿Le ha pasado algo a Jaime?
—No. Jaime sigue en las tierras de los ríos, no sabemos dónde.
—¿Que no sabéis dónde? —Aquello no le gustó en absoluto.
—Tomó el Árbol de los Cuervos y aceptó la rendición de lord Blackwood —explicó su tío—, pero en el camino de vuelta a Aguasdulces, se apartó de su escolta y se fue con una mujer.
—¿Una mujer? —Cersei lo miró, desconcertada—. ¿Qué mujer? ¿Por qué? ¿adónde fueron?
—Nadie lo sabe, y no hemos recibido más noticias de él. Puede que la mujer fuera lady Brienne, la hija del Lucero de la Tarde.
«¿Esa? —La reina recordaba a la Doncella de Tarth, una mujerona corpulenta, desmañada y fea que se vestía con cota de malla, como los hombres—. Jaime no me abandonaría nunca por una criatura así. Mi cuervo no le llegó, o ya habría venido».
—Hemos recibido informes de la aparición de mercenarios por todo el sur —siguió ser Kevan—. Tarth, los Peldaños de Piedra, el cabo de la Ira… Ya me gustaría saber de dónde ha sacado Stannis el dinero para contratar a una compañía libre. Aquí no tengo las fuerzas necesarias para enfrentarme a ellos. Mace Tyrell las tiene, pero se niega a mover un dedo hasta que se resuelva el asunto de su hija.
«El hacha del verdugo resolvería enseguida el asunto de Margaery. —A Cersei no le importaban un bledo Stannis ni sus mercenarios—. Los Otros se los lleven, a él y a los Tyrell. Que se maten entre sí; mejor que mejor para el reino».
—Por favor, tío, sácame de aquí.
—¿Cómo? ¿Por la fuerza? —Ser Kevan se acercó a la ventana y miró hacia fuera con el ceño fruncido—. Tendría que organizar una carnicería en este lugar santo, y además, no tengo hombres suficientes. La mayor parte de nuestras fuerzas está en Aguasdulces, con tu hermano. No dispongo de tiempo para reunir otro ejército. —Se volvió para enfrentarse a ella—. He hablado con su altísima santidad. No te dejará salir hasta que hayas expiado tus pecados.
—Ya he confesado.
—He dicho «expiado». Ante toda la ciudad. Caminarás…
—No. —Sabía qué estaba a punto de decir su tío, y no quería escucharlo—. Jamás. Díselo si es que vuelves a verlo. Soy la reina, no una ramera del puerto.
—No te pasará nada; nadie te tocará…
—¡No! —gritó de nuevo—. Antes la muerte.
—Si eso es lo que quieres, se puede arreglar. Su altísima santidad ha decidido que se te juzgue por regicidio, deicidio, incesto y alta traición.
—¿Deicidio? —Estuvo a punto de echarse a reír—. ¿Cuándo he matado yo a un dios?
—El septón supremo es la voz de los Siete en la tierra, y quien lo ataca a él ataca a los mismísimos dioses. —Su tío alzó una mano para zanjar la protesta que estaba a punto de formular Cersei—. No sirve de nada hablar de eso, y menos aquí. Ya llegará el momento, durante el juicio. —Paseó la vista por la celda. La expresión de su rostro hablaba a gritos.
«Nos están escuchando». Ni en aquel momento podía hablar con libertad. Cersei respiró profundamente.
—¿Quién me va a juzgar?
—La fe —respondió su tío—, a menos que exijas un juicio por combate, en cuyo caso tu campeón será un caballero de la Guardia Real. Sea cual sea el resultado, tus días de gobierno han llegado a su fin. Yo seré el regente de Tommen hasta que cumpla la mayoría de edad. Mace Tyrell es la nueva mano del rey. El gran maestre Pycelle y ser Harys Swyft seguirán como hasta ahora, pero a Paxter Redwyne lo han nombrado lord almirante y Randyll Tarly ha asumido el cargo de justicia mayor.
«Los dos son vasallos de los Tyrell». El gobierno de todo el reino estaba pasando a manos de sus enemigos: los parientes y amigos de la reina Margaery.
—Margaery también fue acusada, igual que sus primas. ¿Cómo es que los gorriones las han soltado a ellas y no a mí?
—Randyll Tarly insistió mucho. Fue el primero en llegar a Desembarco del Rey cuando se desencadenó la tormenta, y se trajo a su ejército. Las jóvenes Tyrell serán juzgadas, pero su altísima santidad reconoce que el caso contra ellas se sustenta a duras penas. Todos los hombres a los que se mencionó como amantes de la reina han negado la acusación o se han retractado, con excepción de tu bardo tullido, que por lo visto está medio loco. Así que el septón supremo ha puesto a las muchachas bajo la custodia de Tarly, y lord Randyll ha jurado por lo más sagrado entregarlas cuando llegue el momento del juicio.
—¿Y quién tiene a sus acusadores? —preguntó la reina.
—Osney Kettleblack y el Bardo Azul están aquí, en las criptas del septo. Los gemelos Redwyne han sido declarados inocentes, y Hamish el Arpista ha muerto. Los demás están en las mazmorras de la Fortaleza Roja a cargo de tu hombre, Qyburn.
«Qyburn —pensó Cersei. Eso era un punto positivo, al fin un clavo al que agarrarse. Estaban en manos de lord Qyburn, que era capaz de obrar maravillas—. Y cosas terribles. También es capaz de hacer cosas terribles».
—Hay algo más, y es peor. Siéntate.
—¿Que me siente? —Cersei sacudió la cabeza. ¿Qué podía ser peor? Iban a juzgarla por alta traición mientras la reinecita y sus primas volaban libres como pájaros—. ¿Qué pasa?
—Se trata de Myrcella. Hemos recibido malas noticias de Dorne.
—¡Tyrion! —exclamó. Tyrion había mandado a su hijita a Dorne, y ella había enviado a ser Balon Swann para recuperarla. Todos los dornienses eran serpientes, y los Martell eran los peores. Para colmo, la Víbora Roja había tratado de defender al Gnomo y había faltado muy poco para que obtuviera una victoria que habría exculpado al enano del asesinato de Joffrey—. Ha sido él; ha estado en Dorne todo este tiempo, y ahora tiene a mi hija…
—A Myrcella la atacó un caballero dorniense llamado Gerold Dayne. —Ser Kevan la miró con el ceño fruncido—. Está viva, pero resultó herida. Le rajó la cara y… siento decírtelo, pero ha perdido una oreja.
—Una oreja. —Cersei se quedó mirándolo, horrorizada. «No es más que una niña; es mi princesita preciosa, tan bella, tan bella…»—. Le cortó una oreja. ¿Dónde estaban el príncipe Doran y sus caballeros dornienses? ¿Cómo es que no fueron capaces de defender a una niña? ¿Dónde estaba Arys Oakheart?
—Murió defendiéndola. Por lo visto, Dayne lo mató.
La Espada del Amanecer había sido un Dayne, pero llevaba mucho tiempo muerto. ¿Quién era aquel ser Gerold? Y ¿por qué quería hacer daño a su hija? No tenía ni pies ni cabeza, a menos que…
—Tyrion perdió media nariz en la batalla del Aguasnegras. La cara rajada y la oreja cortada llevan su firma.
—El príncipe Doran no ha mencionado a tu hermano en ningún momento, y según Balon Swann, Myrcella le echa toda la culpa a ese tal Gerold Dayne. Lo llaman Estrellaoscura.
Cersei soltó una carcajada amarga.
—Lo llamen como lo llamen, es una marioneta de mi hermano. Tyrion tiene amigos en Dorne; tenía planeado esto desde el principio. Fue él quien comprometió a Myrcella con el príncipe Trystane, y ahora entiendo por qué.
—Ves a Tyrion en todas las sombras.
—Es una criatura de las sombras. Mató a Joffrey, a mi padre… ¿Creías que iba a parar ahí? Tenía miedo de que siguiera en Desembarco del Rey y tramara algo contra Tommen, pero debe de haber ido a Dorne para matar primero a Myrcella. —Cersei recorrió la celda, furiosa—. Tengo que estar al lado de Tommen. La Guardia Real es tan inútil como los pezones en una coraza. —Se volvió hacia su tío, furiosa—. ¿Dices que ser Arys ha muerto?
—A manos de ese tal Estrellaoscura, sí.
—¿Está muerto? ¿Muerto, muerto? ¿Seguro?
—Eso nos han dicho.
—Entonces hay una vacante en la Guardia Real. Hay que ocuparla cuanto antes para proteger a Tommen.
—Lord Tarly está preparando una lista de buenos caballeros para que tu hermano tome una decisión, pero hasta el regreso de Jaime…
—El rey tiene potestad para otorgar la capa blanca. Tommen es un buen chico; dile a quién tiene que nombrar y te hará caso.
—¿A quién quieres que nombre?
Para eso no tenía respuesta preparada.
«Mi campeón necesitará un nombre nuevo, además de una cara nueva».
—Qyburn lo sabrá. En este asunto, confía en él. Tú y yo hemos tenido nuestras diferencias, tío, pero por la sangre que compartimos, por el amor que profesabas a mi padre, por el bien de Tommen y su pobre hermana herida, haz lo que te pido. Ve a hablar con lord Qyburn de mi parte, llévale una capa blanca y dile que ha llegado la hora.