Daenerys (8)

En el salón resonaban risas yunkias, canciones yunkias, plegarias yunkias. Los bailarines bailaban; los músicos tocaban melodías extrañas con campanillas, chirimías y gaitas; los cantantes entonaban canciones de amor ancestrales en la lengua ininteligible del Antiguo Ghis. Corría el vino; no el vino clarucho y aguado de la bahía de los Esclavos, sino excelentes caldos del Rejo, dulces y añejos, y vino del sueño de Qarth, aderezado con especias exóticas. Los yunkios habían acudido por invitación del rey Hizdahr para firmar la paz y asistir al renacimiento de las famosas arenas de combate de Meereen, y su noble esposo había abierto la Gran Pirámide para agasajarlos.

«No soporto esto —se dijo Daenerys Targaryen—. ¿Cómo ha podido ocurrir? ¿Por qué estoy bebiendo y sonriendo a hombres a los que preferiría desollar?».

Les sirvieron una docena de carnes y pescados diferentes: camello, cocodrilo, calamares silbones, pato laqueado y larvas espinosas, además de cabra, jamón y caballo para los menos exquisitos. Y perro: el perro no podía faltar en ningún banquete ghiscario que se preciase. Los cocineros de Hizdahr conocían cuatro formas distintas de prepararlo.

—Los ghiscarios se comen cualquier cosa que nade, vuele o se arrastre, salvo dragones y personas —le había advertido Daario—, y seguro que también comerían dragones si surgiera la ocasión. —Pero la carne por sí sola no hacía una comida, por lo que también había fruta, verdura y cereales. El aire estaba cargado de aromas de azafrán, canela, clavo, pimienta y otras especias valiosas.

«Esto es la paz. —Dany apenas probó bocado—. Es lo que yo quería, el fruto de mi trabajo, el motivo por el que me casé con Hizdahr. Entonces, ¿por qué sabe tanto a derrota?».

—No durará mucho, mi amor —le había asegurado Hizdahr—. Los yunkios se marcharán pronto, y con ellos, sus mercenarios y aliados. Tendremos todo lo que deseamos: paz, comida y comercio. El puerto ha vuelto a abrirse, y los barcos pueden ir y venir.

—Les permiten ir y venir, sí, pero los barcos de guerra no se van —replicó—. Pueden volver a estrangularnos cuando les venga en gana. ¡Han abierto un mercado de esclavos delante de mi muralla!

—Fuera de nuestra muralla, mi dulce reina. La paz se firmó con la condición de que Yunkai pudiese reanudar el comercio de esclavos sin impedimentos.

—En su ciudad, no donde yo tenga que verlo. —Los sabios amos habían instalado los rediles de esclavos y la tarima de subastas justo al sur del Skahazadhan, donde el ancho río marrón desembocaba en la bahía de los Esclavos—. Están riéndose en mi cara, convirtiendo en espectáculo mi impotencia para detenerlos.

—Solo es una demostración —repuso su noble esposo—. Un espectáculo, como tú misma has dicho. Que sigan con la pantomima; cuando se vayan, convertiremos ese lugar en un mercado de fruta.

—Cuando se vayan —repitió Dany—. ¿Y cuándo se irán? Se han visto jinetes al otro lado del Skahazadhan; Rakharo afirma que son exploradores dothrakis, con un khalasar detrás. Traerán cautivos: hombres, mujeres y niños, regalos para los esclavistas. —Los dothrakis no vendían ni compraban; daban y recibían regalos—. Por eso han organizado este mercado los yunkios: se irán con miles de esclavos nuevos.

—Pero se irán, y eso es lo importante, mi amor. —Hizdahr zo Loraq se encogió de hombros—. Yunkai puede comerciar con esclavos; Meereen, no. Es lo acordado. Sopórtalo un poco más y se acabó.

De modo que Daenerys guardó silencio durante la comida, envuelta en un tokar bermellón y unos pensamientos negros, hablando solo cuando le dirigían la palabra, sin dejar de pensar en los hombres y mujeres que los esclavistas vendían y compraban al otro lado de la muralla mientras ellos celebraban un banquete en la ciudad. Que su noble esposo se encargara de conversar y de reír los chistes malos de los yunkios; tal era el derecho y el deber del rey.

Los combates del día siguiente acaparaban buena parte de las conversaciones: Barsena Pelonegro iba a enfrentarse a un jabalí, puñal contra colmillos; combatían Khrazz y el Gato Moteado, y en el enfrentamiento final, Goghor el Gigante lucharía contra Belaquo Rompehuesos. Uno de ellos moriría antes de la puesta de sol.

«Ninguna reina tiene las manos limpias —reflexionó Dany. Pensó en Doreah, en Quaro, en Eroeh…, en una niña llamada Hazzea que no había llegado a conocer—. Mejor unos pocos muertos en la arena que miles ante las puertas. Si es el precio de la paz, estoy dispuesta a pagarlo. Si vuelvo la vista atrás, estoy perdida». A juzgar por su aspecto, Yurkhaz zo Yunzak, el comandante supremo yunkio, podría haber nacido antes de la Conquista de Aegon. Arrugado, desdentado y encorvado, llegó a la mesa sobre los hombros de dos musculosos esclavos. Los otros señores yunkios tampoco eran precisamente imponentes: uno era bajo y escuchimizado, aunque los soldados esclavos que lo atendían eran altos y delgados hasta rozar lo grotesco; el tercero era joven y gallardo y estaba en forma, pero tan borracho que Dany apenas le entendía una palabra.

«¿Cómo es posible que semejantes seres me hayan arrastrado a una situación así?».

Los mercenarios eran harina de otro costal. Las cuatro compañías libres que servían a Yunkai habían enviado a sus respectivos comandantes. A los Hijos del Viento los representaba el noble pentoshi al que llamaban el Príncipe Desharrapado, y a los Lanzas Largas, Gylo Rhegan, que tenía más aspecto de zapatero que de soldado y hablaba siempre en susurros. Barbasangre, de la Compañía del Gato, era más escandaloso que una docena de mercenarios: un hombre descomunal con una barba frondosa y un apetito desmesurado por el vino y las mujeres, que hablaba a gritos, eructaba, se tiraba pedos como truenos y pellizcaba a todas las sirvientas que se le ponían a tiro. De vez en cuando obligaba a una a sentarse en su regazo para estrujarle los senos y manosearla entre las piernas.

También había un representante de los Segundos Hijos.

«Si Daario estuviese aquí, esta comida acabaría en un baño de sangre». Ninguna promesa de paz podría persuadir a su capitán de permitir a Ben Plumm el Moreno pasearse por Meereen y salir con vida. Dany había jurado que los siete enviados y comandantes no sufrirían daño alguno, pero los yunkios no se habían conformado con su palabra y habían exigido rehenes. A cambio de los tres nobles yunkios y los cuatro capitanes de mercenarios, Meereen había enviado a siete de los suyos al campamento de asedio: la hermana de Hizdahr y dos de sus primos; Jhogo, el jinete de sangre de Dany; el almirante Groleo; Héroe, capitán de los Inmaculados, y Daario Naharis.

—Te dejo a mis chicas —le había dicho su capitán al tiempo que le tendía el cinto de la espada con las mujeres lascivas de oro—. Mantenlas a salvo en mi nombre, amada. No queremos que hagan travesuras y corra la sangre entre los yunkios.

El Cabeza Afeitada también se encontraba ausente. Cuando Hizdahr se puso la corona, lo primero que hizo fue destituirlo como comandante de las Bestias de Bronce y colocar en su lugar a su primo Marghaz zo Loraq, un hombre pálido y rollizo.

«Es mejor así. La gracia verde afirma que había sangre entre los Loraq y los Kandaq, y el Cabeza Afeitada nunca ocultó su desdén por mi señor esposo. Y Daario…».

Desde la boda, Daario se había vuelto cada vez más indómito. No estaba satisfecho con la paz, y menos aún con el matrimonio de Dany, y lo enfurecía el engaño de los dornienses. Cuando el príncipe Quentyn les dijo que los otros ponientis se habían pasado a los Cuervos de Tormenta por orden del Príncipe Desharrapado, solo la intervención de Gusano Gris y sus Inmaculados pudo evitar que Daario acabara con todos ellos. Los falsos desertores estaban a salvo, prisioneros en las entrañas de la pirámide, pero la ira de Daario era cada vez más enconada.

«Correrá menos riesgos como rehén. Mi capitán no está hecho para la paz». Dany no podía arriesgarse a que despedazara a Ben Plumm el Moreno, se mofase de Hizdahr ante la corte, provocase a los yunkios o desbaratara de cualquier otra forma el acuerdo por el que había sacrificado tanto. Daario era guerra y congoja; en adelante, debía mantenerlo apartado de su cama, de su corazón y de su persona; si no la traicionaba, la dominaría, y no sabía cuál de las dos cosas le daba más miedo.

Saciada la gula, y retiradas las viandas a medio comer para dárselas a los pobres congregados abajo, por insistencia de la reina, les sirvieron unas estilizadas copas con un licor especiado de Qarth, oscuro como el ámbar, y comenzó el espectáculo.

Una compañía de eunucos cantores yunkios, propiedad de Yurkhaz zo Yunzak, cantó para ellos en la lengua del Antiguo Imperio, con voces melodiosas y agudas de una pureza inconcebible.

—¿Alguna vez habías oído cantar así, mi amor? —le preguntó Hizdahr—. Poseen la voz de los dioses, ¿verdad?

—Sí, pero no sé si no preferirían poseer los atributos de los hombres.

Todos los artistas eran esclavos; como condición para la paz, los esclavistas debían gozar del derecho de llevar sus pertenencias a Meereen sin miedo de que las liberasen. A cambio, los yunkios habían prometido respetar los derechos y libertades de los antiguos esclavos que había liberado Dany. Un trato razonable, según Hizdahr, pero para la reina tenía un regusto nauseabundo. Bebió otra copa de vino para quitárselo de la garganta.

—Yurkhaz nos dará a los cantantes si son de tu agrado, estoy seguro —afirmó su noble esposo—. Un regalo para sellar la paz; un adorno para nuestra corte.

«Nos regalará a estos eunucos —pensó Dany—, y luego se irá a casa y castrará a unos cuantos más. En el mundo hay niños de sobra».

Los acróbatas que actuaron a continuación tampoco lograron emocionarla, ni siquiera cuando formaron una pirámide humana de nueve plantas con una niña desnuda en la cima.

«¿Se supone que representan mi pirámide? —se preguntó la reina—. ¿Se supone que esa chica de la cima soy yo?».

Después, su señor esposo llevó a los invitados a la terraza inferior, para que los visitantes de la Ciudad Amarilla pudiesen admirar Meereen de noche. Los yunkios paseaban por el jardín en pequeños grupos, bajo los limoneros y las flores nocturnas, con copas de vino en la mano, y Dany se encontró cara a cara con Ben Plumm el Moreno, que se inclinó en una profunda reverencia.

—Estáis bellísima, adoración. Bueno, siempre lo estáis; no hay nadie en Yunkai que pueda competir con vos. Quería traeros un regalo de boda, pero las pujas eran demasiado altas para el viejo Ben el Moreno.

—No quiero vuestros regalos.

—Este lo querríais: la cabeza de un antiguo enemigo.

—¿La vuestra? —dijo ella en voz baja—. Me traicionasteis.

—Esa es una forma demasiado dura de expresarlo, si se me permite la observación. —Ben el Moreno se rascó el bigote gris salpicado de blanco—. Nos pasamos al lado vencedor, eso es todo, igual que habíamos hecho antes. Tampoco fui el único responsable: dejé decidir a mis hombres.

—¿Queréis decir que fueron ellos quienes me traicionaron? ¿Por qué? ¿Acaso traté mal a los Segundos Hijos? ¿Os engañé con la paga?

—Nunca —contestó Ben el Moreno—, pero el dinero no lo es todo, alta y soberana. Lo aprendí hace mucho, a la mañana siguiente de mi primera batalla: hurgaba entre los muertos, buscando algo que saquear, por así decirlo, y me encontré con un cadáver al que un hacha había arrancado el brazo entero de cuajo; estaba cubierto de moscas y de una costra de sangre seca, tal vez por eso nadie lo había tocado, pero debajo de todo eso llevaba un coleto tachonado que parecía de cuero bueno. Me figuré que me quedaría bien, así que espanté las moscas y se lo quité, pero el maldito pesaba más de lo previsto: tenía monedas ocultas bajo el forro, una fortuna. Oro, vuestra adoración, dulce oro amarillo, suficiente para vivir como un señor toda la vida. Pero ¿de qué le sirvió? Ahí estaba, con todo su dinero, tirado entre la sangre y el barro con el puto brazo cortado. Y esa es la lección, ¿os dais cuenta? La plata es dulce y el oro es nuestra madre, pero cuando llega la muerte, valen menos que la última mierda que caga un moribundo. Os lo dije en cierta ocasión: hay mercenarios audaces y mercenarios viejos, pero no hay mercenarios audaces y viejos. Mis muchachos no tenían ganas de morir, eso es todo, y cuando les dije que no podíais lanzar a los dragones contra Yunkai, pues…

«Me considerasteis derrotada —pensó Dany—, ¿y quién soy yo para decir que os equivocabais?».

—Comprendo. —Pudo haberlo dejado ahí, pero sentía curiosidad—. Suficiente oro para vivir como un señor, decís. ¿Qué hicisteis con toda esa riqueza?

—Tonto de mí —Ben el Moreno se echó a reír—, se lo conté a un hombre al que tomaba por amigo; él se lo dijo al sargento y mis compañeros de armas me liberaron de la carga. El sargento decía que yo era demasiado joven, que me lo gastaría todo en putas y cosas por el estilo. Aunque me dejó quedarme con el coleto. —Escupió—. No confiéis nunca en un mercenario, mi señora.

—He aprendido la lección; algún día tendré que agradecérosla.

—No hace falta. Ya sé qué clase de gratitud tenéis en mente. —Ben el Moreno entornó los ojos, hizo otra reverencia y se alejó.

Dany se volvió para contemplar la ciudad. Más allá de la muralla, junto al mar, las tiendas amarillas de los yunkios se alzaban en filas ordenadas, protegidas por las zanjas excavadas por los esclavos. Dos legiones de hierro del Nuevo Ghis, entrenadas y armadas a la manera de los Inmaculados, se encontraban acampadas al norte del río. Otras dos legiones ghiscarias acampaban al este, cortando el camino del paso de Khyzai. Al sur se distinguían los caballos y las hogueras de las compañías libres. De día se veían finas columnas de humo suspendidas en el cielo como jirones grises; de noche, las hogueras distantes. Junto a la bahía se alzaba la abominación, el mercado de esclavos que habían plantado a sus puertas; no podía verlo, pues ya se había puesto el sol, pero sabía que estaba ahí y eso la enfurecía más aún.

—¿Ser Barristan? —dijo con voz queda.

—¿Alteza? —El caballero blanco apareció al instante.

—¿Cuánto habéis llegado a oír?

—Lo suficiente. Estaba en lo cierto: no confiéis nunca en un mercenario.

«Ni en una reina», pensó Dany.

—¿Hay algún miembro de los Segundos Hijos a quien podamos persuadir para… retirar a Ben el Moreno?

—¿Del mismo modo en que Daario Naharis retiró a los otros capitanes de los Cuervos de Tormenta? —El anciano caballero parecía estar incómodo—. No sabría deciros, alteza. Tal vez.

«No, vos sois demasiado honorable, demasiado honrado».

—Si no, los yunkios tienen tres compañías más a su servicio.

—Bribones y asesinos, la escoria de cien campos de batalla —advirtió ser Barristan—, con capitanes tan traicioneros como Plumm.

—No soy más que una niña y no entiendo de estas cosas, pero me da la impresión de que nos conviene que sean traicioneros. Recordaréis que cierta vez convencí a los Segundos Hijos y a los Cuervos de Tormenta para que se nos uniesen.

—Si vuestra alteza desea hablar en privado con Gylo Rhegan o con el Príncipe Desharrapado, puedo llevarlos a vuestros aposentos.

—No es buen momento; demasiados ojos y oídos. Aunque consiguieseis apartarlos discretamente de los yunkios, se notaría su ausencia. Debemos dar con una forma más discreta de llegar a ellos… No esta noche, pero pronto.

—Como ordenéis, aunque me temo que no soy muy adecuado para semejante tarea. En Desembarco del Rey, estas tareas correspondían a lord Meñique o a la Araña. Nosotros, los viejos caballeros, somos hombres sencillos; solo valemos para luchar. —Acarició la empuñadura de la espada.

—Los prisioneros —propuso Dany—. Los ponientis que se pasaron a los Hijos del Viento con los tres dornienses siguen en las celdas, ¿no es así? Usadlos.

—¿Queréis decir que los libere? ¿Lo consideráis prudente? Los enviaron a ganarse vuestra confianza y así poder traicionaros a la primera oportunidad.

—Pues fallaron; no confío en ellos, ni confiaré nunca. —En honor a la verdad, Dany estaba olvidando qué era la confianza—. Pero podemos utilizarlos. Una era una mujer, Meris. Enviadla de regreso, como… señal de respeto. Si el capitán es espabilado, lo entenderá.

—La mujer es la peor de todos.

—Mejor aún. —Dany reflexionó un momento—. Deberíamos tantear también a los Lanzas Largas y a la Compañía del Gato.

—Barbasangre. —Ser Barristan frunció más el ceño—. Con el beneplácito de vuestra alteza, no nos interesa tener nada que ver con él. Vuestra alteza es demasiado joven para recordar a los reyes Nuevepeniques, pero este Barbasangre es un salvaje de la misma calaña. No tiene honor, solo hambre… de oro, de gloria, de sangre.

—Conocéis mejor a ese tipo de hombres que yo. —Si Barbasangre era de verdad el mercenario más indigno y codicioso, quizá fuera también el más fácil de convencer, pero se resistía a desoír el consejo de ser Barristan en tales asuntos—. Haced lo que os parezca, pero pronto. Si se rompe la paz de Hizdahr, quiero estar preparada. No confío en los esclavistas. —«No confío en mi esposo»—. Se volverán contra nosotros a la primera señal de debilidad.

—Los yunkios también se debilitan. Dicen que la colerina sangrienta se ha propagado entre los tolosios y se extiende por el río hacia la tercera legión ghiscaria.

«La yegua clara. —Daenerys suspiró—. Quaithe me advirtió de la llegada de la yegua clara. También me habló del príncipe dorniense, el hijo del sol. Me dijo muchas cosas, pero todo en acertijos».

—No puedo esperar a que la plaga me salve de mis enemigos. Liberad a Meris de inmediato.

—Como ordenéis. Aunque… Vuestra alteza, si me permitís el atrevimiento, hay otro camino…

—¿El camino de Dorne? —Dany volvió a suspirar. Los tres dornienses habían asistido al banquete, como tributo obligado al príncipe Quentyn, aunque Reznak se había asegurado de sentarlos tan lejos como fuera posible de su esposo. Hizdahr no parecía celoso, pero a ningún hombre le gustaba la presencia de un pretendiente rival junto a su nueva esposa—. El chico parece agradable y bienhablado, pero…

—La casa Martell es antigua y noble, y ha sido amiga fiel de la casa Targaryen durante más de un siglo, alteza. Tuve el honor de servir al tío abuelo del príncipe Quentyn en los Siete de vuestro padre. El príncipe Lewyn era el compañero más valiente que ningún hombre pudiera desear. Quentyn Martell es de la misma sangre, si a vuestra alteza le complace recordarlo.

—Me complacería que se hubiese presentado con esas cincuenta mil espadas de las que habla; en vez de eso, trae dos caballeros y un pergamino. ¿Un pergamino me servirá de escudo contra los yunkios? Si hubiese venido con una flota…

—Lanza del Sol no ha sido nunca una potencia marítima, alteza.

—No. —Los conocimientos de Dany sobre la historia de Poniente incluían datos como aquel. Nymeria atracó con diez mil naves en la orilla arenosa de Dorne, pero las quemó todas cuando se casó con el príncipe dorniense y dio la espalda al mar para siempre—. Dorne está demasiado lejos; para complacer a este príncipe tendría que abandonar a mi pueblo. Deberíais enviarlo a casa.

—Los dornienses son célebres por su obstinación, alteza. Los antepasados del príncipe Quentyn lucharon contra los vuestros durante casi doscientos años. No querrá irse sin vos.

«Entonces morirá aquí, salvo que haya en él algo más que lo que salta a la vista».

—¿Sigue ahí dentro?

—Está bebiendo con los caballeros.

—Traedlo. Va siendo hora de que conozca a mis hijos.

—Como ordenéis. —Una sombra de duda pasó por la cara alargada y solemne de Barristan Selmy.

El rey estaba riendo con Yurkhaz zo Yunzak y los demás señores yunkios. Dany no creía que fuese a echarla en falta pero, por si acaso, les dijo a sus doncellas que, si preguntaba por ella, había acudido a atender una llamada de la naturaleza.

Ser Barristan esperaba en las escaleras con el príncipe dorniense. El rostro cuadrado de Martell se veía enrojecido y congestionado.

«Demasiado vino —pensó la reina, aunque el dorniense se esforzaba por disimularlo. Al margen de la hilera de soles de cobre que le adornaba el cinturón, iba vestido con sencillez—. Lo llaman Rana», recordó. No le extrañaba: no era un hombre agraciado.

—Mi príncipe. —Sonrió—. El descenso es largo. ¿Estáis seguro de que deseáis bajar?

—Si a vuestra alteza le place…

—Entonces, vamos.

Los precedían dos inmaculados que portaban antorchas; tras ellos bajaban dos bestias de bronce, uno con máscara de pez y el otro con máscara de halcón. Incluso en su propia pirámide, en aquella noche feliz, de paz y celebración, ser Barristan insistía en que los guardias la acompañasen adondequiera que fuese. La comitiva recorrió en absoluto silencio el largo camino de bajada, deteniéndose tres veces para tomar aliento.

—El dragón tiene tres cabezas —señaló Dany cuando llegaron al último tramo—. Mi matrimonio no tiene por qué ser el fin de vuestras esperanzas. Sé qué buscáis aquí.

—A vos —repuso Quentyn con torpe galantería.

—No —replicó Dany—. Sangre y fuego.

A su paso, un elefante barritó desde el establo. De abajo respondió un rugido seguido de un calor repentino que la hizo enrojecer. El príncipe Quentyn alzó la vista, alarmado.

—Los dragones saben que está cerca —le dijo ser Barristan.

«Todos los hijos reconocen a su madre —pensó Dany—. Cuando los mares se sequen y las montañas se mezan como hojas al viento…».

—Me están llamando. Vamos. —Cogió de la mano al príncipe Quentyn y lo guió a la fosa donde estaban encerrados dos de sus dragones—. Esperad fuera; el príncipe Quentyn me protegerá —ordenó a ser Barristan cuando los Inmaculados abrieron las enormes puertas de hierro. Arrastró al príncipe tras de sí y se situó sobre la fosa.

Los dragones estiraron el cuello y los miraron con ojos ardientes. Viserion había destrozado una cadena y derretido las otras; estaba aferrado al techo como un murciélago blanco gigante, con las garras profundamente clavadas en los ladrillos quemados y a punto de desmoronarse. Rhaegal, todavía encadenado, roía los despojos de un toro. La capa de huesos que cubría el suelo de la fosa se había hecho más profunda desde la última vez que había ido a verlos, y el suelo y las paredes estaban grises y ennegrecidos, con más ceniza que ladrillo. No aguantarían mucho más…, pero detrás solo había tierra y piedras.

«¿Los dragones podrán excavar túneles en la roca, como los gusanos de fuego de la antigua Valyria?». Esperaba que no.

—Tenía… tenía entendido que eran tres. —El príncipe dorniense se había puesto blanco como la leche.

—Drogon está de caza. —No creyó necesario explicarle el resto—. El blanco es Viserion; el verde, Rhaegal. Los llamé así por mis hermanos. —La voz despertaba ecos en las abrasadas paredes de piedra. Sonaba insignificante: la voz de una niña, no la voz de una reina conquistadora ni la voz alegre de una recién casada.

Rhaegal respondió con un rugido y la fosa se llenó de fuego, una lanza roja y amarilla. Viserion rugió a su vez, con llamas naranja y doradas. Cuando batió las alas, el aire se convirtió en una nube de ceniza gris. Las cadenas rotas le repiqueteaban en torno a las patas. Quentyn Martell retrocedió de un salto.

Alguien más cruel podría haberse reído, pero Dany le apretó la mano.

—A mí también me asustan; no hay de qué avergonzarse. En la oscuridad, mis hijos se han vuelto asilvestrados y furiosos.

—¿Vais…? ¿Vais a montarlos?

—Solo a uno. Todo lo que sé de los dragones es lo que me contó mi hermano cuando era pequeña, y algunas cosas que he leído, pero se dice que ni siquiera Aegon el Conquistador se atrevía a montar a Vhagar ni a Meraxes, ni sus hermanas a montar a Balerion, el Terror Negro. Los dragones viven más que los hombres, algunos durante cientos de años, así que Balerion tuvo otros jinetes tras la muerte de Aegon…, pero ningún jinete montó jamás a dos dragones.

Viserion volvió a sisear; le salía humo entre los dientes y en el fondo de su garganta se veía el fuego agitándose.

—Son… son criaturas aterradoras.

—Son dragones, Quentyn. —Dany se puso de puntillas y lo besó con suavidad, una vez en cada mejilla—. Igual que yo.

—Yo… también tengo sangre de dragón, vuestra alteza. —El joven príncipe tragó saliva—. Puedo trazar mi linaje hasta la primera Daenerys, la princesa Targaryen hermana del rey Daeron el Bueno y esposa del príncipe de Dorne, que le construyó los Jardines del Agua.

—¿Los Jardines del Agua? —A decir verdad, Dany apenas sabía nada de Dorne ni de su historia.

—Es el palacio preferido de mi padre. Me gustaría enseñároslo algún día. Es de mármol rosa, con estanques y fuentes que miran al mar.

—Suena precioso. —Lo apartó de la fosa. «Este no es su sitio; no tendría que haber venido»—. Deberíais regresar. Temo que mi corte no sea un lugar seguro para vos. Tenéis más enemigos de los que creéis; dejasteis en ridículo a Daario, y no es hombre que olvide semejante desaire.

—Tengo a mis caballeros, mis escudos juramentados.

—Tenéis dos caballeros; Daario tiene quinientos cuervos de tormenta. Y también deberíais guardaros de mi señor esposo. Parece afable y cordial, lo sé, pero no os dejéis engañar: la corona de Hizdahr proviene de la mía y cuenta con la lealtad de los guerreros más temibles del mundo; si alguno de ellos quisiese ganar su favor eliminando a un rival…

—Soy príncipe de Dorne, vuestra alteza. No pienso huir de esclavos y mercenarios.

«Entonces eres tonto de verdad, príncipe Rana. —Dany contempló a sus feroces hijos por última vez. Los oyó bramar mientras conducía al chico hacia la puerta y vio el juego de la luz en los ladrillos, el reflejo de los fuegos—. Si vuelvo la vista atrás, estoy perdida».

—Ser Barristan habrá pedido sillas de mano para devolvernos al banquete, pero la subida seguirá siendo tediosa. —Tras ellos, las grandes puertas de hierro se cerraron con un estruendo—. Habladme de la otra Daenerys. No conozco la historia del reino de mi padre como debería; nunca tuve un maestre que me instruyese.

«Solo un hermano».

—Será un placer, vuestra alteza.

Ya era bien pasada la medianoche cuando se fueron los últimos invitados y Dany se retiró a sus aposentos para reunirse con su rey y señor. Al menos él estaba contento, si bien algo borracho.

—He cumplido mi promesa —le dijo Hizdahr mientras Irri y Jhiqui los preparaban para la cama—. Querías la paz y la has conseguido.

«Y tú querías sangre y tendré que dártela muy pronto», pensó Dany.

—Te estoy agradecida.

La emoción del día había inflamado la pasión de su esposo. En cuanto se retiraron las doncellas, le desgarró el camisón y la tumbó de espaldas en la cama. Dany lo rodeó con los brazos y le dejó hacer; borracho como estaba, no aguantaría mucho tiempo dentro de ella. Así fue.

—Quieran los dioses que esta noche hayamos hecho un hijo —le susurró Hizdahr al oído cuando terminó.

«Cuando el sol salga por el oeste y se ponga por el este; cuando los mares se sequen y las montañas se mezan como hojas al viento; cuando tu vientre vuelva a agitarse y des a luz un niño vivo». Las palabras de Mirri Maz Duur le resonaban en la cabeza. El significado estaba claro; era tan probable que Khal Drogo volviese de la muerte como que ella concibiese. Pero había secretos que no se podían compartir, ni siquiera con el cónyuge, así que dejó a Hizdahr zo Loraq con sus esperanzas.

Su noble esposo no tardó en quedarse profundamente dormido, pero Daenerys solo fue capaz de dar vueltas y vueltas a su lado. Quería sacudirlo, despertarlo, obligarlo a abrazarla, besarla, follarla otra vez… Pero de todas formas, volvería a dormirse y dejarla sola a oscuras. Se preguntó qué estaría haciendo Daario. ¿Se sentiría igual de inquieto? ¿Pensaría en ella? ¿La amaba de verdad? ¿La odiaba por haberse casado con Hizdahr?

«Nunca debí llevármelo a la cama. —No era más que un mercenario, indigno de ser consorte de una reina; sin embargo…—. Siempre lo supe, pero me lo llevé a la cama de todos modos».

—¿Mi reina? —dijo una voz queda en la oscuridad.

—¿Quién anda ahí? —Dany se estremeció.

—Solo Missandei. —La escriba naathi se acercó a la cama—. Una os ha oído llorar.

—¿Llorar? No estaba llorando. ¿Por qué iba a llorar? Tengo la paz, tengo a mi rey, tengo todo lo que puede desear una reina. Has tenido una pesadilla, eso es todo.

—Como digáis, alteza. —Se inclinó e hizo ademán de irse.

—Quédate —le pidió Dany—. No quiero estar sola.

—Su alteza está con vos —señaló Missandei.

—Su alteza duerme, pero yo no puedo. Por la mañana me espera un baño de sangre; el precio de la paz. —Sonrió con languidez y dio unos golpecitos en la cama—. Ven, siéntate. Habla conmigo.

—Como deseéis. —Missandei se sentó junto a ella—. ¿De qué queréis hablar?

—De tu casa —contestó Dany—. De Naath. De mariposas y hermanos. Háblame de lo que te hacía feliz, de lo que te hacía reír, de tus recuerdos más queridos; recuérdame que quedan cosas buenas en el mundo.

Missandei hizo todo lo posible. Seguía hablando cuando Dany se quedó dormida por fin, para soñar sueños extraños y difusos de humo y fuego.

La mañana llegó demasiado pronto.