—R’hllor —cantó Melisandre, con los brazos en alto contra la nieve que caía—, tú eres la luz de nuestros ojos, el fuego de nuestros corazones, el calor de nuestras entrañas. Tuyo es el sol que calienta nuestros días; tuyas, las estrellas que nos guardan en la noche oscura.
—Adoremos a R’hllor, Señor de Luz —contestaron los invitados de la boda en un coro de voces disonantes, antes de que una ráfaga de aire helado se llevase sus palabras. Jon Nieve se subió la capucha.
Aquel día, la nieve caía con suavidad, en copos finos que se dispersaban y bailaban en el aire; pero desde el este llegaba un viento que recorría el Muro, frío como el aliento del dragón de hielo de los cuentos de la Vieja Tata. Hasta el fuego de Melisandre temblaba de frío; las llamas se habían apiñado al fondo de la zanja y crujían discretamente mientras la sacerdotisa roja cantaba. El único que parecía no sentir el frío era Fantasma.
—Una boda con nieve presagia un matrimonio frío. Es lo que decía mi señora madre —dijo Alys Karstark, tras acercarse a Jon.
«Seguro que hubo ventisca el día en que se casó con Stannis —pensó Jon mirando a la reina Selyse. Arropada en su manto de armiño y rodeada de damas, doncellas y caballeros, la reina sureña, pálida y diminuta, tenía un aspecto muy frágil. Sus finos labios dibujaban una sonrisa tensa y gélida, pero sus ojos desbordaban veneración—. Detesta el frío, pero adora las llamas. —Bastaba con mirarla para darse cuenta—. Una palabra de Melisandre, y sería capaz de lanzarse al fuego por voluntad propia y abrazarlo como a un amante».
No todos los hombres de la reina compartían su devoción: ser Brus estaba medio borracho; ser Malegom agarraba con una mano enguantada el trasero de la dama que tenía al lado; ser Narbert bostezaba, y ser Patrek de la Montaña del Rey tenía cara de pocos amigos. Jon Nieve empezaba a entender por qué Stannis los había dejado con la reina.
—La noche es oscura y alberga horrores —cantó Melisandre—. Solos nacemos y solos morimos, pero en el tránsito de este valle tenebroso sacamos fuerzas unos de otros y de ti, nuestro señor. —La seda y el raso escarlata formaban un torbellino con cada ráfaga de viento—. He aquí a dos personas que van a unir sus vidas, para enfrentarse juntas a la oscuridad de este mundo. Llena sus corazones de fuego, mi señor, para que caminen por tu sendero de luz, de la mano, para siempre.
—¡Señor de Luz, protégenos! —gritó la reina Selyse. Otras voces leales a Melisandre corearon la respuesta: damas pálidas, criadas temblorosas, ser Axell, ser Narbert, ser Lambert, soldados con cota de malla, thenitas con armadura de bronce e incluso varios hermanos negros de Jon—. ¡Señor de Luz, bendice a tus hijos!
Melisandre se alzaba de espaldas al Muro, a un lado de la profunda zanja donde ardía su fuego. Al otro lado, frente a ella, se encontraba la pareja que contraía matrimonio. Tras ellos estaba la reina, con su hija y el bufón tatuado. La princesa Shireen, tan envuelta en pieles que parecía una bola, exhalaba bocanadas blancas a través de la bufanda que le cubría gran parte de la cara. Ser Axell Florent y los hombres de la reina rodeaban la comitiva real.
Aunque solo había unos cuantos hombres de la Guardia de la Noche reunidos alrededor del fuego, otros observaban la escena desde los tejados, las ventanas y la gran escalera zigzageante. Jon tomó buena nota de quién había asistido y quién no. A algunos les tocaba guardia y muchos otros estaban durmiéndose, pero unos cuantos habían decidido ausentarse para mostrar su desaprobación. Othell Yarwyck y Bowen Marsh se encontraban entre estos últimos. El septón Chayle había aparecido brevemente, toqueteándose el cristal de siete caras que llevaba colgado al cuello; pero en cuanto comenzaron los rezos, volvió a refugiarse en el septo.
Melisandre alzó de nuevo las manos, y el fuego que ardía en la zanja le saltó a los dedos como un gran perro rojo en busca de un premio. Un remolino de chispas acudió al encuentro de los copos de nieve que caían.
—Oh, Señor de Luz, te damos las gracias —cantó a las llamas hambrientas—. Te damos las gracias por el valiente Stannis, nuestro rey por tu voluntad. Guíalo y defiéndelo, R’hllor. Protégelo de la traición de los malvados y dale fuerzas para aniquilar a los que sirven a la oscuridad.
—Dale fuerzas —corearon la reina Selyse, sus caballeros y sus damas—. Dale valor. Dale sabiduría.
Alys Karstark entrelazó el brazo con el de Jon.
—¿Cuánto va a durar esto, lord comandante? Si voy a quedar enterrada en nieve, me gustaría morir como casada.
—Queda poco, mi señora —le aseguró Jon—. Queda poco.
—Te damos las gracias por tu sol, que nos aporta calor —cantó la reina—. Te damos las gracias por tus estrellas, que velan por nosotros. Te damos las gracias por el fuego de los hogares y las antorchas que mantienen a raya la oscuridad. Te damos las gracias por nuestras almas luminosas, por el fuego de nuestras entrañas y nuestros corazones.
—Que se acerquen aquellos que van a unirse —continuó Melisandre. Las llamas proyectaban su sombra en el Muro, y el rubí contrastaba con la palidez de su cuello.
—¿Preparada, mi señora? —preguntó Jon tras volverse hacia Alys Karstark.
—Sí. Claro que sí.
—¿No tienes miedo?
La muchacha sonrió, y a Jon le recordó tanto a su hermana pequeña que casi se le partió el corazón.
—Él debería tenérmelo a mí. —Los copos de nieve se derretían en las mejillas de Alys, pero llevaba el pelo recogido en un remolino de encajes que había encontrado Seda en alguna parte, y, al amontonarse a su alrededor, la nieve había formado una corona de hielo. Tenía las mejillas encendidas y rojas, y le brillaban los ojos.
—Una dama del invierno —dijo Jon mientras le apretaba la mano.
El magnar de Thenn estaba junto al fuego, con su ropa de batalla: piel, cuero, lamas de bronce y una espada también de bronce que le colgaba de la cadera. La calvicie incipiente lo hacía parecer mayor, pero cuando se volvió para observar como se acercaba su prometida, Jon vio al muchacho que había en él. Tenía los ojos abiertos como platos, aunque Jon no sabía si era por causa del fuego, de la sacerdotisa o de la mujer de la que debería tener miedo.
«Alys tenía más razón de lo que pensaba».
—¿Quién viene a entregar a esta mujer en matrimonio? —preguntó Melisandre.
—Yo —contestó Jon—. He aquí a Alys Karstark, una mujer adulta florecida, de nacimiento legítimo y cuna noble. —Apretó la mano de Alys por última vez y dio un paso atrás para reunirse con el resto.
—¿Quién viene a pedirla? —preguntó Melisandre.
—Yo. —Sigorn se palmeó el pecho—. El magnar de Thenn.
—Sigorn —dijo Melisandre—, ¿compartirás tu fuego con Alys y le darás calor cuando la noche sea oscura y albergue horrores?
—Juro que así será. —La promesa del magnar se convirtió en una nube blanca en el aire. La nieve le manchaba los hombros y tenía las orejas coloradas—. Por las llamas del dios rojo, daré calor a todos sus días.
—Alys, ¿juras compartir tu fuego con Sigorn y darle calor cuando la noche sea oscura y albergue horrores?
—Hasta que le hierva la sangre. —La capa de doncella era de lana negra, como las de la Guardia de la Noche. El rayo de sol de la casa Karstark que llevaba bordado en la espalda era de la misma piel blanca que el forro.
Los ojos de Melisandre brillaban tanto como el rubí que llevaba al cuello.
—Entonces, acercaos a mí y sed uno. —A su señal, una pared de llamas se elevó con un rugido y lamió los copos de nieve con lenguas ardientes y anaranjadas. Alys Karstark tomó al magnar de la mano.
Saltaron juntos la zanja.
—Dos se han adentrado en las llamas. —Una ráfaga de viento empezó a levantar la túnica escarlata de la mujer roja, que la bajó con la mano—. Uno emerge. —El pelo cobrizo bailaba alrededor de su cabeza—. Lo que el fuego ha unido, nadie puede separarlo.
—Lo que el fuego ha unido, nadie puede separarlo —corearon los hombres de la reina, los thenitas y algunos hermanos negros.
«Excepto reyes y tíos», pensó Jon Nieve.
Cregan Karstark había aparecido un día después que su sobrina, acompañado por cuatro soldados a caballo, un cazador y una jauría que rastreaba a lady Alys como si fuera un ciervo. Jon Nieve salió a su encuentro en el camino Real, a media legua al sur de Villa Topo, antes de que tuvieran ocasión de presentarse en el Castillo Negro y solicitar la inmunidad del huésped o una reunión. Uno de los hombres de Karstark había perdido una reyerta con ballestas en Ty y había muerto por ello, lo que dejaba solo a cuatro hombres y al propio Cregan. Afortunadamente, contaban con doce celdas de hielo.
«Hay sitio para todos».
Como muchas otras cosas, la heráldica terminaba en el Muro. Contra la costumbre de las familias nobles de los Siete Reinos, los thenitas no tenían blasón, así que Jon había pedido a los mayordomos que improvisaran, y no se les había dado nada mal. La capa de desposada que Sigorn colocó en los hombros de lady Alys mostraba un disco de bronce sobre campo de lana blanca, rodeado de llamas hechas con jirones de etérea seda escarlata. Si se prestaba atención, también se podía distinguir el rayo de sol de la casa Karstark, suficientemente modificado para que el escudo de armas resultase apropiado para la casa Thenn.
El magnar prácticamente arrancó la capa de doncella de los hombros de Alys, pero le abrochó la capa de desposada casi con ternura. Al inclinarse para besarla en la mejilla, sus alientos se entremezclaron. Las llamas volvieron a rugir, y los hombres de la reina entonaron una oración.
—¿Ya han terminado? —susurró Seda.
—Y que lo digas —murmuró Mully—, y ya era hora. Ellos están casados y yo medio congelado. —Iba envuelto en sus mejores galas negras, de lana tan nueva que aún no había tenido ocasión de desgastarse, pero el viento le había dejado las mejillas tan rojas como el pelo—. Hobb ha preparado vino caliente con clavo y canela. Eso nos caldeará un poco.
—¿Qué es eso del clavo? —preguntó Owen el Bestia.
La nieve había empezado a caer con más fuerza, y el fuego de la zanja ya estaba apagándose. La multitud se dispersó y empezó a desperdigarse por el patio: hombres del rey, hombres de la reina y el pueblo libre; todos igual de impacientes por escapar del viento y el frío.
—¿Mi señor participará de los festejos con nosotros? —preguntó Mully a Jon Nieve.
—Dentro de un rato. —Sigorn se ofendería si no hacía acto de presencia. «Y a fin de cuentas, este matrimonio es cosa mía»—. Pero antes tengo que ocuparme de otros asuntos.
Jon se abrió camino hacia la reina Selyse, con Fantasma detrás. Sus botas hacían crujir la nieve amontonada al pisarla. Cada vez llevaba más tiempo despejar los caminos que iban de una edificación a otra, y los hombres usaban con mayor frecuencia los pasadizos subterráneos a los que llamaban «gusaneras».
—… una ceremonia preciosa —estaba diciendo la reina—. He sentido la poderosa mirada de nuestro señor sobre nosotros. No os imagináis la cantidad de veces que le he suplicado a Stannis que renovemos los votos con una auténtica unión en cuerpo y alma, bendecida por el Señor de Luz. Si estuviéramos atados por el fuego, sé que podría darle más hijos a su alteza.
«Para darle más hijos tendrías que llevártelo a la cama». Hasta en el Muro se sabía sobradamente que Stannis Baratheon llevaba años rechazando a su esposa. No había que esforzarse mucho para saber cómo había reaccionado su alteza ante la perspectiva de una segunda boda en plena guerra.
—Si os place, alteza, los festejos nos aguardan —dijo Jon tras hacer una reverencia.
—Por supuesto. —La reina miró a Fantasma con suspicacia y levantó la cabeza hacia Jon—. Lady Melisandre conoce el camino.
—Antes he de atender mis fuegos, alteza. Quizá R’hllor quiera ofrecerme una visión de vuestro esposo. A lo mejor, una imagen de una gran victoria —dijo la sacerdotisa roja.
—Vaya. —La reina Selyse estaba visiblemente afligida—. Desde luego… Recemos para que nuestro señor nos envíe una visión…
—Seda, muéstrale el camino a la reina —dijo Jon.
—Yo escoltaré a la reina hasta la fiesta —dijo ser Malegom, dando un paso al frente—. No precisaremos a vuestro… mayordomo. —La manera en que pronunció la última palabra dejó claro a Jon que había pensado en usar otra distinta.
«¿Muchacho? ¿Mascota? ¿Puta?».
—Como deseéis. —Jon hizo otra reverencia—. En breve me reuniré con vosotros.
Ser Malegom ofreció el brazo a la reina, que lo aceptó con rigidez y posó la otra mano en el hombro de su hija. Los patitos reales los siguieron cuando cruzaron el patio, todos al ritmo de los cencerros del sombrero del bufón.
—En el fondo del mar, los tritones se atiborran de sopa de estrellas de mar y los criados son cangrejos —proclamó Caramanchada según caminaban—. Lo sé, lo sé, je, je, je.
—Esa criatura es peligrosa. —El rostro de Melisandre se había ensombrecido—. La he visto muchas veces en mis fuegos. A veces está rodeada de calaveras y tiene los labios rojos, cubiertos de sangre.
«Es un milagro que aún no hayas quemado al pobre diablo».
Una sola palabra al oído de la reina y Caramanchada alimentaría sus fuegos.
—¿Veis bufones en vuestros fuegos, pero ni rastro de Stannis?
—Cuando lo busco, solo veo nieve.
«La misma respuesta inútil». Clydas había enviado un cuervo a Bosquespeso para avisar al rey de la traición de Arnolf Karstark, pero Jon no sabía si había llegado a tiempo. El banquero braavosi también había partido en su busca, acompañado por los guías que le había proporcionado Jon, pero entre la guerra y el mal tiempo, sería un milagro que lo encontrase.
—Si el rey hubiese muerto, ¿lo sabríais? —preguntó Jon a la sacerdotisa roja.
—No ha muerto. Stannis es el elegido del Señor, destinado a encabezar la lucha contra la oscuridad. Lo he visto en mis fuegos; lo he leído en una antigua profecía. Cuando sangre la estrella roja y reine la oscuridad, Azor Ahai volverá a nacer entre humo y sal para despertar a los dragones de piedra. El lugar del humo y la sal no es otro que Rocadragón.
Jon ya había oído todo aquello.
—Stannis Baratheon era el señor de Rocadragón, pero no nació allí, sino en Bastión de Tormentas, como el resto de sus hermanos. —Frunció el ceño—. ¿Y qué hay de Mance? ¿También se ha perdido? ¿Qué os dicen vuestros fuegos?
—Me temo que lo mismo: solo nieve.
«Nieve. —Jon sabía que nevaba con fuerza en el sur. Se decía que el camino Real ya estaba intransitable a tan solo dos días a caballo de allí—. Melisandre también lo sabe». Hacia el este, una furiosa tormenta azotaba la bahía de las Focas. Según los últimos informes, la dispar flota que habían reunido para salvar al pueblo libre de Casa Austera seguía resguardada en Guardiaoriente del Mar, atrapada en el puerto a causa de las inclemencias.
—Estáis viendo cenizas que bailan en el aire caliente.
—Veo calaveras. Os veo a vos. Cada vez que miro las llamas aparece vuestro rostro. El peligro del que os hablé se acerca cada vez más.
—Puñales en la oscuridad, ya lo sé. Disculpad, mi señora, pero albergo ciertas dudas. Dijisteis: «Una muchacha vestida de gris, a lomos de un caballo moribundo, huyendo de un matrimonio concertado».
—Y no me equivoqué.
—Pero tampoco acertasteis. Alys no es Arya.
—La visión fue acertada; fui yo quien se equivocó al interpretarla. Soy tan mortal como vos, Jon Nieve. Todos los mortales cometemos errores.
—Hasta los que son lord comandante. —Aún no habían regresado Mance Rayder y las mujeres de las lanzas, y Jon no dejaba de preguntarse si la mujer roja había mentido a propósito.
«¿A qué juega?».
—Aseguraos de mantener cerca a vuestro lobo, mi señor.
—Fantasma nunca se aleja mucho de mí. —El huargo levantó la cabeza al oír su nombre, y Jon lo rascó tras las orejas—. Disculpadme. Fantasma, conmigo.
Las celdas de hielo estaban excavadas en la base del Muro y cerradas con pesadas puertas de madera, y las había pequeñas y minúsculas. Algunas tenían tamaño suficiente para que un hombre pudiera pasear; en otras, los prisioneros solo cabían sentados, y otras eran tan angostas que no permitían ni eso.
Jon le había dado a su cautivo más importante la celda más grande, un cubo para cagar, pieles de sobra para no congelarse y un pellejo de vino. Los guardias tardaron cierto tiempo en abrir la celda, ya que se había formado hielo dentro del cerrojo. Los goznes oxidados gimieron como almas en pena cuando Wick Whittlestick abrió la puerta lo bastante para que Jon pudiera entrar. Lo recibió un débil hedor fecal, aunque no tan penetrante como esperaba. Hasta la mierda se congelaba con aquel frío implacable. Jon Nieve vio su tenue reflejo en las paredes de hielo.
En una esquina de la celda había un montón de pieles tan alto como un hombre.
—Karstark —dijo Jon Nieve—. Levántate.
Las pieles se agitaron. Algunas se habían congelado y se habían quedado pegadas, y la escarcha que las envolvía brilló cuando se movieron. Primero emergió un brazo y luego una cabeza: pelo castaño canoso, enmarañado y apelmazado; dos ojos fieros; una nariz; una boca; una barba. El bigote del prisionero estaba adornado con mocos congelados.
—Nieve. —El aliento se condensó en el aire y cubrió de vaho el hielo, tras su cabeza—. No tienes derecho a retenerme. Las leyes de la hospitalidad…
—No eres mi invitado. Has venido al Muro sin mi consentimiento, armado, con intención de llevarte a tu sobrina contra su voluntad. Con lady Alys hemos compartido el pan y la sal; es una invitada. Tú eres un prisionero. —Jon hizo una pausa para que las palabras surtieran efecto—. Tu sobrina ha contraído matrimonio.
Cregan Karstark mostró los dientes.
—Alys era mi prometida. —Aunque ya pasaba de los cincuenta, Cregan era un hombre fuerte cuando entró en la celda. El frío le había arrebatado aquella fuerza, y lo había dejado débil y agarrotado—. Mi señor padre…
—Tu padre es un castellano, no un señor. Y los castellanos no tienen ningún derecho a pactar matrimonios.
—Mi padre, Arnolf Karstark, es el señor de Bastión Kar.
—Según todas las leyes que conozco, un hijo va antes que un tío.
Cregan consiguió incorporarse y apartó de una patada las pieles que se le enredaban en los tobillos.
—Harrion murió.
«O morirá pronto».
—Una hija también va antes que un tío. Si su hermano ha muerto, Bastión Kar pertenece a lady Alys, y ha concedido su mano a Sigorn, el magnar de Thenn.
—Un salvaje. Un salvaje miserable, un asesino. —Cregan apretó los puños. Los guantes que los cubrían eran de cuero ribeteado de piel, a juego con la capa que le colgaba de los anchos hombros, apelmazada y rígida. El jubón de lana negra mostraba el blasón del rayo de sol blanco de su casa—. Ahora veo qué eres, Nieve. Mitad lobo, mitad salvaje; un bastardo fruto de un traidor y de una puta, capaz de meter a una doncella de alta cuna en la cama de un salvaje apestoso. Dime, ¿la cataste antes de entregársela? —Rio—. Mátame si es lo que quieres, pero quedarás maldito por matar a la sangre de tu sangre. Los Stark y los Karstark estamos emparentados.
—Me apellido Nieve. —«Un bastardo»—. Es lo único de lo que pueden acusarme.
—Que venga ese magnar a Bastión Kar. Le cortaremos la cabeza y la meteremos en un retrete, para mearle en la boca.
—Sigorn está al mando de doscientos Thenitas —apuntó Jon—, y lady Alys cree que Bastión Kar le abrirá sus puertas a ella. Dos de tus hombres ya le han jurado vasallaje y han confirmado todo lo referente a los planes de tu padre con Ramsay Nieve. Tengo entendido que tienes parientes cercanos en Bastión Kar. Una palabra tuya puede salvarles la vida. Entrega el castillo; lady Alys perdonará a las mujeres que la traicionaron y permitirá a los hombres vestir el negro.
Cregan negó con la cabeza. Los mechones de pelo se le habían convertido en trozos de hielo, y cada vez que se movía entrechocaban con suavidad.
—Jamás —dijo—. Jamás, jamás, jamás.
«Debería cortarle la cabeza y ofrecérsela a Alys y al magnar como regalo de boda —pensó Jon, pero no se atrevía a correr ese riesgo. La Guardia de la Noche no tomaba partido en las disputas del reino, y algunos podrían pensar que ya había ayudado demasiado a Stannis—. Si decapito a este imbécil, dirán que me dedico a matar norteños para entregar sus tierras a los salvajes. Si lo libero, hará lo que pueda para destrozar todo lo que he logrado con lady Alys y el magnar. —Jon se preguntó qué habría hecho su padre y cómo habría resuelto el asunto su tío. Pero Eddard Stark estaba muerto, y Benjen Stark, perdido en el bosque helado de más allá del Muro—. No sabes nada, Jon Nieve».
—«Jamás» es mucho tiempo —dijo Jon—. Puede que cambies de opinión mañana, o dentro de un año. Más tarde o más temprano, el rey Stannis volverá al Muro, y entonces te matará… a no ser que lleves una capa negra. Cuando un hombre viste el negro, todos sus crímenes se borran. —«Incluso los tuyos»—. Discúlpame, por favor, tengo que asistir a una fiesta.
Tras el frío cortante de las celdas de hielo, el sótano estaba tan abarrotado y caliente que Jon tuvo sensación de sofoco nada más pisar la escalera. El aire olía a humo, carne asada y vino especiado. Axell Florent estaba brindando en el momento en el que Jon ocupó su sitio, cerca de la tarima.
—¡Por el rey Stannis y su esposa, la reina Selyse, Luz del Norte! —gritó ser Axell—. ¡Por R’hllor, Señor de Luz; que nos defienda a todos! ¡Una tierra, un dios, un rey!
—¡Una tierra, un dios, un rey! —corearon los hombres de la reina.
Jon bebió con ellos. No sabía si Alys Karstark sería feliz en su matrimonio, pero al menos lo celebrarían aquella noche.
Los mayordomos sacaron el primer plato: caldo de cebolla especiado con trozos de cabra y zanahoria. No era precisamente un banquete real, pero era nutritivo y sabroso, y calentaba el estómago. Owen el Bestia cogió el violín, y se le unieron varios hombres del pueblo libre con flautas y tambores.
«Las mismas flautas y los mismos tambores que tocaron para acompañar el ataque de Mance Rayder contra el Muro».
Aquella vez, el sonido resultaba más agradable. Con el caldo llegaron rebanadas de pan moreno y basto, recién salidas del horno. El rostro de Jon se ensombreció cuando vio la sal y la mantequilla en las mesas: Bowen Marsh le había dicho que tenían sal de sobra, pero en un mes se habrían quedado sin mantequilla.
El Viejo Flint y el Norrey ocupaban sendos lugares de honor, justo bajo la tarima. Estaban demasiado mayores para acompañar a Stannis y habían enviado en su lugar a sus hijos y nietos, pero se habían apresurado y habían llegado al Castillo Negro a tiempo para la boda, cada uno con una nodriza. La del Norrey tenía cuarenta años y los pechos más grandes que Jon hubiera visto nunca; la de Flint tenía catorce años y era plana como un muchacho, aunque tenía leche de sobra. Entre las dos, el niño al que Val llamaba Monstruo parecía medrar.
Jon les estaba agradecido, aunque ni se le pasó por la cabeza que dos soldados tan viejos y curtidos hubieran bajado de sus colinas solo por eso. Ambos llevaban consigo a unos cuantos guerreros: cinco el Viejo Flint y doce el Norrey; todos vestidos con pieles andrajosas y cuero remachado, fieros como el mismísimo invierno. Algunos llevaban barba larga; otros tenían cicatrices, y los más, las dos cosas; todos adoraban a los dioses del norte, los mismos dioses que el pueblo libre de más allá del Muro. Sin embargo, allí estaban, brindando por un matrimonio auspiciado por un extraño dios rojo procedente del otro lado del mar.
«Mejor que negarse a beber. —Ni Flint ni el Norrey habían volteado la copa para derramar el vino, lo que habría significado cierto grado de aceptación—. O quizá sea que no quieren desperdiciar un buen vino sureño. No debe de abundar mucho en esas colinas rocosas en las que viven».
Entre plato y plato, ser Axell Florent sacó a bailar a la reina Selyse, y otros los siguieron; los primeros en buscarse una pareja fueron los caballeros de la reina. Ser Brus ofreció el primer baile a la princesa Shireen, y después sacó a su madre. Ser Narbert bailó con todas las damas de la reina.
Los hombres de la reina superaban a las damas en una proporción de tres a una, así que hasta la más humilde de las criadas se vio obligada a bailar. Tras unas cuantas canciones, algunos hermanos negros recordaron ciertas habilidades que habían aprendido de jóvenes en cortes y castillos, antes de que sus pecados los enviaran al Muro, y también bailaron. El viejo granuja Ulmer del Bosque Real demostró ser tan hábil para la danza como para el tiro con arco, y no cabía duda de que regalaba los oídos de sus parejas con anécdotas de la Hermandad del Bosque Real, de cuando cabalgó con Simón Toyne y Ben Barrigas y ayudó a Wenda, la Gacela Blanca, a grabar a fuego su blasón en las nalgas de sus prisioneros de alta cuna. Seda, derrochando gracia, bailó con tres criadas, pero ni siquiera intentó acercarse a ninguna dama de alta cuna, cosa que Jon consideró muy prudente. No le gustaba la forma en que miraban al mayordomo algunos caballeros de la reina, sobre todo Ser Patrek de la Montaña del Rey.
«Ese quiere derramar sangre —pensó—. Está buscando cualquier provocación».
Cuando Owen el Bestia sacó a bailar al bufón Caramanchada, las risas resonaron en el techo abovedado. Aquello hizo sonreír a lady Alys.
—¿Hay muchos bailes aquí, en el Castillo Negro?
—Siempre que se celebra una boda, mi señora.
—Podríais bailar conmigo, aunque solo fuera por cortesía. No sería la primera vez.
—¿Ya hemos bailado? ¿Cuándo? —bromeó Jon.
—Cuando éramos niños. —Partió un pedazo de pan y se lo tiró a la cara—. Como bien sabéis.
—Mi señora debería bailar con su esposo.
—Me temo que mi magnar no es hombre de bailes. Si no queréis bailar conmigo, al menos servidme un poco de vino especiado.
—Como deseéis. —Jon pidió una frasca con un gesto.
—Bueno —dijo Alys mientras Jon servía el vino—, ya soy una mujer casada. Ya tengo un marido salvaje, con su pequeño ejército salvaje.
—Ellos se denominan pueblo libre. Bueno, casi todos. Sin embargo, los thenitas son harina de otro costal. Es un pueblo muy antiguo. —Eso le había dicho Ygritte. «No sabes nada, Jon Nieve»—. Vienen de un valle escondido en el extremo norte de los Colmillos Helados, rodeado de montañas muy altas, y durante miles de años han mantenido más contacto con los gigantes que con otros hombres. Eso los ha hecho ser diferentes.
—Diferentes —dijo Alys—, pero más parecidos a nosotros.
—Sí, mi señora. Los thenitas tienen leyes y señores. —«Saben arrodillarse»—. Extraen cobre y estaño de las minas para fabricar bronce y forjan sus propias armas y armaduras, en vez de robarlas. Es un pueblo orgulloso y valiente. Mance Rayder tuvo que derrotar tres veces al antiguo magnar antes de que Styr lo aceptara como Rey-más-allá-del-Muro.
—Y ahora están aquí, a nuestro lado del Muro. Expulsados de su fuerte de las montañas para acabar en mi dormitorio. —Sonrió con ironía—. Es culpa mía. Mi señor padre me dijo que tenía que seducir a vuestro hermano Robb, pero solo tenía seis años y no supe.
«Ya, pero ahora tienes casi dieciséis y más vale que sepas seducir a tu nuevo marido».
—Mi señora, ¿en qué estado se encuentran los almacenes de comida de Bastión Kar?
—No muy surtidos —suspiró Alys—. Mi padre se llevó a tantos hombres al sur que solo quedaron las mujeres y los jóvenes para sacar adelante las cosechas, junto con los viejos y los tullidos que no pudieron ir a la guerra. Los cultivos se estropearon o se inundaron con las lluvias otoñales, y ahora llega la nieve. Este invierno va a ser duro. Muy pocos ancianos sobrevivirán, y también morirán muchos niños.
Todos los norteños conocían demasiado bien aquella historia.
—La abuela de mi padre era una Flint de las montañas, por parte de madre —le dijo Jon—. Se hacían llamar los Primeros Flint. Proclaman que el resto de los Flint desciende de los hijos menores, que tuvieron que abandonar las montañas en busca de comida, tierras y esposas. Allí arriba, la vida siempre ha sido muy dura. Cuando cae la nieve y la comida empieza a escasear, los más jóvenes tienen que marcharse a Las Inviernas o incorporarse al servicio de algún castillo. Los mayores reúnen todas las fuerzas que les quedan y salen a cazar. Algunos regresan en primavera; otros no vuelven jamás.
—Igual que en Bastión Kar. —Aquello no sorprendió a Jon.
—Mi señora, cuando empiece a faltar comida en tus almacenes, acuérdate de nosotros. Envía a los mayores al Muro, y que pronuncien los votos. Por lo menos, aquí no morirán solos en la nieve sin más consuelo que sus recuerdos. Si sobran jóvenes, envíalos también.
—Como bien decís —le tocó la mano—, Bastión Kar recuerda.
El alce que estaban trinchando olía mejor de lo que cabía esperar. Jon envió una ración a la Torre de Hardin, para Pieles, junto con tres bandejas enormes de verdura asada para Wun Wun, y luego se sirvió una porción generosa.
«Hobb Tresdedos se las ha arreglado muy bien».
Aquello lo había tenido preocupado. Dos noches antes, Hobb había ido en su busca para quejarse y decirle que se había alistado en la Guardia de la Noche para matar salvajes, no para hacerles la comida.
—Además, nunca he preparado un banquete de boda, mi señor. Los hermanos negros no se casan. Está en los putos votos, maldita sea.
Jon estaba regando un bocado de carne con un trago de vino especiado cuando Clydas apareció a su lado.
—Un pájaro —anunció, y le puso un pergamino en la mano. Estaba sellado con un punto de lacre negro.
Jon supo que provenía de Guardiaoriente antes de abrir el sello. La carta estaba escrita por el maestre Harmune; Cotter Pyke no sabía leer ni escribir. Pero eran las palabras de Pyke, escritas tal como las había pronunciado, directas y precisas:
Hoy, el mar ha estado tranquilo. Han zarpado once barcos hacia Casa Austera con la marea de la mañana: tres braavosi, cuatro lysenos y cuatro nuestros. Hay dos naves lysenas que no aguantarán mucho. Puede que se ahoguen más salvajes de los que se salven. Son vuestras órdenes. Abordo van veinte cuervos y el maestre Harmune. Mandaré informes. Yo estoy al mando desde la Garra; Traposal es el segundo, a bordo del Pájaro Negro, y ser Glendon se queda al mando en Guardiaoriente.
—¿Alas negras, palabras negras? —preguntó Alys Karstark.
—No, mi señora. Llevábamos tiempo esperando esta noticia. «Aunque me preocupa la última parte. —Glendon Hewett era un hombre fuerte y curtido, y dejarlo al mando en ausencia de Cotter Pyke era una decisión muy sensata, pero también era tan amigo como se podía ser de Alliser Thorne, y una especie de compinche de Janos Slynt. Jon aún recordaba como Hewett lo había sacado a rastras de la cama y le había clavado la bota en las costillas—. No habría sido mi primera elección». Volvió a enrollar el pergamino y se lo guardó bajo el cinturón.
A continuación llegaba el plato de pescado, pero mientras cortaban el lucio, lady Alys sacó al magnar a rastras a la zona de baile. Por su manera de moverse, era evidente que no había bailado jamás, pero había bebido suficiente vino especiado para que no le importase mucho.
—Una doncella norteña y un guerrero salvaje, unidos por el señor de Luz. —Ser Axell Florent ocupó el sitio que acababa de dejar libre lady Alys—. Su alteza lo aprueba. Lo sé porque la reina y yo estamos muy unidos, mi señor. El rey Stannis también lo aprobará.
«A no ser que Roose Bolton haya clavado su cabeza en una pica».
—Pero no todos piensan lo mismo —prosiguió ser Axell. Su barba era un arbusto enmarañado bajo la barbilla hundida; un vello áspero le brotaba de las orejas y de las ventanas de la nariz—. Ser Patrek cree que él habría sido un marido mucho más adecuado para lady Alys. Perdió todas sus tierras cuando vino al norte.
—En esta sala hay muchos que han perdido bastante más que eso —dijo Jon—, y muchos más que han puesto su vida al servicio del reino. Ser Patrek debería considerarse afortunado.
—El rey diría lo mismo si estuviese aquí —dijo Axell Florent con una sonrisa—. Aun así, deberíamos reservar algo para los leales caballeros de su alteza, ¿no creéis? Lo han seguido desde muy lejos, y a un alto precio. También tenemos que conseguir que los salvajes se sientan comprometidos con el rey y el reino. Este matrimonio es un primer paso, pero sé que a la reina la complacería casar también a la princesa salvaje.
Jon suspiró. Estaba harto de explicar que Val no era ninguna princesa, pero por mucho que lo dijera, nadie le hacía caso.
—Sois persistente, ser Axell, eso lo reconozco.
—¿Acaso me culpáis, mi señor? Es un trofeo difícil de conseguir. Tengo entendido que es una muchacha núbil, nada desagradable a la vista. Buenas caderas y buenos pechos; bien dotada para tener hijos.
—¿Y quién sugerís que sea el padre? ¿Ser Patrek? ¿Vos?
—¿Quién si no? Por las venas de los Florent corre la sangre de los viejos reyes de la casa Jardinero. Lady Melisandre podría oficiar la ceremonia, como ha hecho con lady Alys y el magnar.
—Solo os falta la novia.
—Eso tiene fácil remedio. —La sonrisa de Florent era tan falsa que dolía mirarla—. ¿Dónde está, lord Nieve? ¿La habéis llevado a otro de vuestros castillos? ¿A Guardiagrís o a Torre Sombría? ¿Al Túmulo de las Putas, con el resto de las zorras? —Se inclinó más hacia él—. Hay quien dice que os la habéis guardado para vuestro propio disfrute. A mí no me importa, siempre que no se quede embarazada; quiero hacerle mis propios hijos. Si ya la habéis adiestrado… Bueno, los dos somos hombres de mundo, ¿verdad?
Jon había oído suficiente.
—Ser Axell, si es cierto que sois la mano de la reina, compadezco a su alteza.
—Así que es verdad. —El rostro de Florent enrojeció de ira—. Ya veo que pensabais quedárosla para vos. El bastardo quiere el trono de su padre.
«El bastardo ha renunciado al trono de su padre. Si el bastardo hubiera querido a Val, le habría bastado con pedirla».
—Os ruego que me disculpéis; necesito tomar el aire. —«Aquí apesta». Giró la cabeza—. Eso ha sido un cuerno.
Los demás también lo habían oído. La música y las risas se apagaron al instante. Los bailarines se quedaron petrificados, a la escucha. Incluso Fantasma levantó las orejas.
—¿Habéis oído eso? —preguntó la reina Selyse a sus caballeros.
—Un cuerno de guerra, alteza —dijo ser Narbert.
—¿Estamos bajo asedio? —preguntó la reina, llevándose la mano al cuello.
—No, alteza —dijo Ulmer del Bosque Real—. Solo son los vigilantes del Muro.
«Un toque —pensó Jon—. Exploradores que regresan».
El cuerno volvió a sonar por todo el sótano.
—Dos toques —dijo Mully.
Los hermanos negros, los norteños, el pueblo libre, los thenitas y los hombres de la reina se quedaron en silencio, escuchando. El corazón les latió cinco veces; diez; veinte. Entonces, Owen el Bestia soltó una risa nerviosa y Jon Nieve respiró de nuevo.
—Dos toques —anunció—. Salvajes. «Val».
Por fin había llegado Tormund Matagigantes.