Tyrion (10)

—Lote noventa y siete. —El subastador chasqueó el látigo—. Un par de enanos bien entrenados para vuestra diversión.

Habían plantado el estrado para la subasta allí donde el ancho y pardo Skahazadhan desembocaba en la bahía de los Esclavos. Tyrion Lannister detectó el olor de la sal en el ambiente, mezclado con el hedor de las zanjas que se usaban de letrinas tras los rediles de los esclavos. El calor no lo molestaba tanto como la humedad, porque era como si el aire le cayera a plomo en la cabeza y los hombros, como una manta caliente y húmeda.

—El lote incluye el perro y la cerda —anunció el subastador—. Los enanos los montan. Deleitad a vuestros huéspedes en el próximo banquete que celebréis, o usadlos para gastar bromas.

Los pujadores ocupaban los bancos de madera y bebían zumos. Algunos contaban con esclavos que los abanicaban. Se veían muchos tokars, el peculiar atuendo que vestía la Antigua Sangre en la bahía de los Esclavos, tan elegante como poco práctico. Otros llevaban ropa más sencilla: capas con capucha para los hombres y sedas coloridas para las mujeres, que probablemente eran prostitutas, o quizá sacerdotisas. En aquellas tierras orientales costaba establecer la diferencia.

Detrás de los bancos había un grupo de occidentales que intercambiaban bromas y se burlaban de la subasta. Tyrion supo al instante que eran mercenarios. Vio espadas largas, dagas, puñales, hachas arrojadizas y cota de malla bajo las capas. A juzgar por el rostro, el pelo y la barba, muchos de ellos procedían de las Ciudades Libres, pero había algunos que bien podían ser ponientis.

«¿Habrán venido a comprar, o solo a ver el espectáculo?».

—¿Quién abre la puja por esta pareja?

—Trescientas —ofreció una matrona desde un antiguo palanquín.

—Cuatrocientas —superó un yunkio monstruosamente gordo, desparramado en una litera como un leviatán. Iba enfundado en seda amarilla con ribete de oro y abultaba lo que cuatro Illyrios. Tyrion compadeció a los esclavos que tuvieran que portearlo.

«Al menos a nosotros no nos harán trabajar así. Qué lujo, ser un enano».

—Y una —anunció una vieja vestida con un tokar violeta.

El subastador le lanzó una mirada cargada de inquina, pero no anuló la puja.

Los marineros esclavos de la Selaesori Qhoran se vendieron por separado; sus precios estuvieron entre las quinientas y las novecientas monedas de plata. Un hombre de mar curtido era un bien muy valioso. Ninguno había opuesto la menor resistencia cuando los esclavistas abordaron su maltrecha coca; para ellos solo era un cambio de propietario. Los contramaestres eran libres, pero la viuda de los muelles había firmado un contrato en el que se comprometía a pagar su rescate si se daba una situación como aquella. Los tres dedos de fuego supervivientes no habían salido aún a la venta, pero eran bienes muebles del Señor de Luz y sin duda los compraría algún templo rojo. Llevaban los contratos grabados en la cara, en forma de llamas tatuadas.

Tyrion y Penny no contaban con ninguna garantía semejante.

—Cuatrocientas cincuenta.

—Cuatrocientas ochenta.

—Quinientas.

Unas pujas llegaban en alto valyrio, y otras, en la lengua criolla de Ghis. Algunos compradores indicaban la puja señalando, con un giro de muñeca o con un movimiento del abanico.

—Menos mal que nos venden juntos —susurró Penny.

—¡Silencio! —El subastador les lanzó una mirada rápida.

Tyrion apretó el hombro de Penny. Los mechones de pelo rubio y negro se le pegaban a la frente, y los restos de la túnica, a la espalda, con una mezcla de sudor y sangre seca. No había sido tan idiota como Jorah Mormont y no se había enfrentado a los esclavistas, pero no por eso había escapado indemne. En su caso, los latigazos se los había ganado por hablar.

—Ochocientas.

—Ochocientas cincuenta.

—Y una.

«Valemos tanto como un marinero —pensó Tyrion. Aunque tal vez los compradores pujaran por Cerdita Bonita—. Una cerda bien entrenada no se encuentra todos los días». Lo que era obvio es que no estaban comprándolos al peso.

La puja empezó a aflojar cuando llegó a las novecientas monedas de plata, y se detuvo en novecientas cincuenta y una, ofrecidas por la vieja. Pero el subastador se había calentado y sabía que nada animaría tanto a los compradores como una muestra del espectáculo de los enanos. Mandó que subieran a los animales a la plataforma. Les resultó difícil montar sin silla ni riendas, así que nada más subirse, Tyrion resbaló de la grupa de la cerda y fue a aterrizar en la suya propia, lo que provocó una carcajada general entre los pujadores.

—Mil —ofreció el gordo grotesco.

—Y una. —Otra vez la vieja.

«Bien entrenados para vuestra diversión». La boca de Penny estaba paralizada en un rictus que intentaba parecer una sonrisa. Donde quisiera que estuviera, probablemente en un pequeño infierno reservado para los enanos, su padre iba a tener que dar muchas explicaciones.

—Mil doscientas. —El leviatán de amarillo. Un esclavo que tenía al lado le ofreció una bebida.

«Limonada, seguro». Aquellos ojos amarillos clavados en el estrado lo ponían nervioso.

—Mil trescientas.

—Y una. —La vieja.

«Mi padre dijo siempre que un Lannister valía diez veces más que ningún hombre corriente».

Al llegar a las mil seiscientas monedas, la subasta volvió a enfriarse, de modo que el esclavista invitó a los posibles compradores a subir para examinar más de cerca a los enanos.

—La hembra es joven —garantizó—. Podéis cruzarlos y sacar un buen dinero por los cachorros.

—A este le falta media nariz —se quejó la vieja tras mirarlos a fondo. Una mueca de desagrado se dibujó en su rostro arrugado. Tenía la piel de un color blanco gusano, y con el tokar violeta parecía una ciruela pasa enmohecida—. Y tiene cada ojo de un color. Es un ultraje para la vista.

—Mi señora no ha visto aún mi lado bueno. —Tyrion se agarró la entrepierna, por si no lo había entendido.

La vieja siseó, ultrajada, y Tyrion se llevó en la espalda un latigazo que lo hizo caer de rodillas. La boca se le llenó de sangre; sonrió y escupió.

—Dos mil —ofreció una voz nueva desde los bancos.

«¿Para qué quiere dos enanos un mercenario?». Tyrion volvió a ponerse en pie y lo miró con atención. El nuevo pujador era un hombre de cierta edad y cabello blanco, pero erguido y en forma, con la piel bronceada, coriácea, y una barba entrecana bien recortada. Llevaba una espada larga y unos cuantos puñales medio ocultos bajo la descolorida capa morada.

—Dos mil quinientos. —En esa ocasión se trataba de una mujer, una joven de grandes caderas y senos generosos que vestía una armadura ornamentada. La coraza de acero negro tenía incrustaciones de oro que mostraban una arpía que alzaba el vuelo con cadenas entre las garras. Dos soldados esclavos la habían levantado a la altura de los hombros sobre un escudo.

—Tres mil. —El hombre de la piel curtida se abrió paso por la multitud, mientras sus camaradas mercenarios empujaban a los lados a los compradores para despejar el camino.

«Eso es, acércate más. —Tyrion sabía tratar con mercenarios. No pensó ni un momento que aquel hombre lo quisiera para animar sus banquetes—. Me conoce. Quiere llevarme de vuelta a Poniente y venderme a mi hermana. —Se frotó la boca para ocultar la sonrisa. Cersei y los Siete Reinos estaban a medio mundo de distancia; antes de que llegaran podían pasar muchas cosas—. Conseguí poner a Bronn de mi parte; puede que con este también me salga bien».

La vieja y la chica del escudo abandonaron la puja cuando llegó a tres mil monedas de plata, pero no así el gordo de amarillo, que escudriñó a los mercenarios con sus ojos amarillos y se pasó la lengua por los dientes amarillos.

—Cinco mil por todo el lote.

El mercenario frunció el ceño, se encogió de hombros y dio media vuelta.

«Siete Infiernos». Si algo tenía claro Tyrion, era que no quería convertirse en propiedad del inmenso lord Ballenamarilla. Se le ponían los pelos de punta solo con ver aquella mole de carne temblorosa en la litera, con ojillos porcinos y unas tetas más grandes que las de Cerdita Bonita, apenas contenidas por la seda del tokar. Y el olor que emanaba llegaba hasta el estrado.

—Si no hay más pujas…

—¡Siete mil! —gritó Tyrion.

Una risotada recorrió los bancos.

—El enano quiere comprarse a sí mismo —dijo la chica del escudo.

—Un esclavo listo merece un amo listo. —Tyrion le dirigió una sonrisa lasciva—. Lo malo es que todos vosotros parecéis idiotas.

Eso provocó otra carcajada entre los pujadores y una mueca de desagrado en el subastador, que pasó el dedo por el látigo, indeciso, mientras trataba de dilucidar si le saldría bien la jugada.

—¡Cinco mil es un insulto! —siguió Tyrion—. Sé justar y cantar, y digo cosas muy graciosas. Me follaré a vuestra esposa y la haré gritar. O a la esposa de vuestro enemigo si lo preferís, ¿qué mejor manera de humillarlo? Soy mortífero con la ballesta, y hombres tres veces más altos que yo tiemblan cuando me ven al otro lado de un tablero de sitrang. Hasta cocino, aunque no mucho. ¡Ofrezco diez mil monedas de plata por mí! ¡Y las valgo! ¡Las valgo! Mi padre me enseñó a pagar siempre mis deudas.

El mercenario de la capa morada dio media vuelta. Su mirada se encontró con la de Tyrion por encima de las hileras de pujadores, y le sonrió.

«Tiene una sonrisa cálida —pensó el enano—, amistosa. Pero vaya con sus ojos, ¡qué fríos son! A lo mejor prefiero que no nos compre».

La mole amarilla se agitó en la litera, con una expresión de disgusto en la torta enorme que tenía por cara, y masculló unas palabras secas en ghiscario. Tyrion no las entendió, pero el tono lo decía todo.

—¿Eso ha sido otra puja? —El enano ladeó la cabeza—. Ofrezco todo el oro de Roca Casterly.

Oyó el silbido del látigo, agudo y siseante, antes de sentir el golpe. Dejó escapar un gruñido, pero consiguió mantener el equilibrio. No pudo evitar recordar el comienzo de aquel viaje, cuando su problema más acuciante era qué vino tomar con los caracoles a media mañana.

«Mira lo que pasa por perseguir dragones». Se le escapó una carcajada, con lo que salpicó de sangre y saliva a la primera fila de compradores.

—Se cierra la venta —anunció el subastador. Luego le dio otro latigazo, porque sí. Esta vez, Tyrion cayó.

Un guardia lo incorporó bruscamente y otro empujó a Penny con el asta de la lanza para bajarla de la plataforma. La mercancía que se ofrecía a continuación ya estaba subiendo para ocupar su lugar: era una chica de quince o dieciséis años que no viajaba a bordo de la Selaesori Qhoran. Tyrion no la conocía.

«Debe de tener la misma edad que Daenerys Targaryen. —El esclavista no tardó en desnudarla—. Al menos a nosotros no nos han humillado así».

Tyrion contempló las murallas de Meereen, al otro lado del campamento yunkio. ¡Qué cercanas parecían aquellas puertas! Y, si era cierto lo que se decía en los rediles de los esclavos, Meereen seguía siendo una ciudad libre… por el momento. Dentro de sus ruinosas murallas estaban prohibidos la esclavitud y el tráfico de esclavos. Solo tenía que llegar a aquellas puertas y cruzarlas, y volvería a ser un hombre libre. Pero sería imposible, a menos que abandonara a Penny.

«Querría traerse al perro y a la cerda».

—No será tan terrible, ¿verdad? —susurró Penny—. Ha pagado mucho por nosotros; nos tratará bien, ¿verdad?

«Sí, mientras le resultemos divertidos».

—Valemos demasiado para que nos maltrate —dijo para tranquilizarla mientras aún le corría por la espalda la sangre de los dos últimos latigazos.

«Pero cuando se aburra de nuestro espectáculo… Y se aburrirá; nuestro espectáculo aburre».

El capataz de su amo estaba esperando para hacerse cargo de ellos, con dos soldados y un carro tirado por una mula. Tenía el rostro alargado y enjuto, una barbita larga y fina atada con alambre dorado, y el pelo rojo y negro, que le brotaba muy tieso de las sienes para formar dos manos de uñas largas.

—¡Qué criaturitas más adorables! —dijo—. Me recordáis a mis hijos… No, mejor dicho, me recordaríais a mis hijos si no fuera porque están muertos. Yo me encargo de vosotros. ¿Cómo os llamáis?

—Penny. —Su voz era un susurro quedo, asustado.

«Tyrion de la casa Lannister, señor de Roca Casterly, maldito gusano».

—Yollo.

—Yollo el Valiente, Penny la Bella, sois propiedad del noble y valeroso Yezzan zo Qaggaz, erudito y guerrero, reverenciado entre los sabios amos de Yunkai. Habéis tenido mucha suerte, porque Yezzan es un amo considerado y benévolo. Será como un padre para vosotros.

«Qué bien», pensó Tyrion, pero en esa ocasión consiguió mantener la boca cerrada. Pronto tendrían que actuar para su nuevo amo, y era mejor que no le dieran otro latigazo.

—Vuestro padre adora sus tesoros especiales por encima de todas las cosas, y os tendrá en muy alta estima —siguió el capataz—. En cuanto a mí, seré como el aya que os cuidaba cuando erais niños. Todos mis niños me llaman así, Aya.

—Lote noventa y nueve —anunció el subastador—. Un guerrero.

La chica se había vendido enseguida y ya se la estaban llevando a su nuevo amo, mientras se sujetaba la ropa, hecha un ovillo, contra los pechos pequeños de pezones rosados. Dos esclavos arrastraron a Jorah Mormont al estrado para que ocupara su lugar. El caballero no llevaba nada aparte de los calzones; tenía la espalda en carne viva por los latigazos y el rostro tan hinchado que resultaba irreconocible. Iba encadenado de pies y manos.

«Ahora prueba el metal, como me hizo probarlo a mí», pensó Tyrion; pero, sin que supiera por qué, la desgracia del caballero no le proporcionaba el menor placer.

Mormont tenía un aspecto temible hasta con las cadenas: era una bestia, una mole de brazos gruesos y hombros poderosos, con tanto vello en el pecho que parecía más fiera que hombre. Le habían dejado los dos ojos morados, pozos oscuros en un rostro hinchado de forma grotesca. Llevaba una marca en la mejilla: una máscara de demonio.

Cuando los esclavistas abordaron en oleadas la Selaesori Qhoran, ser Jorah los recibió con la espada en la mano, y consiguió matar a tres antes de que lo subyugaran. Los piratas lo habrían matado de buena gana, pero el capitán se lo impidió; siempre se podía obtener una buena cantidad de plata por un guerrero. Así que encadenaron a Mormont a un remo, le dieron palizas de muerte, le hicieron pasar hambre y lo marcaron, pero no lo mataron.

—Este es grande y fuerte —anunció el subastador—. Tiene mucha rabia. Dará un buen espectáculo en los reñideros. ¿Quién ofrece trescientas monedas de plata?

Nadie.

Nadie, por lo visto.

Mormont no prestó la menor atención a la variopinta multitud; tenía los ojos clavados más allá de las líneas de asedio, en la ciudad lejana de la antigua muralla multicolor. Tyrion leyó su expresión como si fuera un libro abierto: «Tan cerca y, a la vez, tan lejos». El pobre diablo había regresado demasiado tarde. Daenerys Targaryen se había casado, según les habían comentado entre risas los guardias de los rediles. Había tomado como rey a un esclavista meereeno rico y noble, y en cuanto se firmara el fin de las hostilidades, las arenas de combate de Meereen se abrirían de nuevo. Algunos esclavos aseguraban que los guardias mentían, que Daenerys Targaryen jamás firmaría la paz con los esclavistas. La llamaban mysha, «madre». La reina de plata saldría pronto de su ciudad, aplastaría a los yunkios y rompería sus cadenas, se susurraban los esclavos entre sí.

«Sí, y luego nos hará un pastel de limón y nos curará las pupitas a besos», pensó el enano.

No tenía la menor fe en los rescates regios. Si se hacía necesario, buscaría la libertad por su cuenta. Las setas que llevaba escondidas en la punta de la bota bastarían para Penny y para él. Crujo y Cerdita Bonita tendrían que apañárselas.

Aya siguió instruyendo a los nuevos juguetes de su amo:

—Haced lo que os digan y nada más, y viviréis como pequeños señores, adorados y entre algodones —les prometió—. Desobedeced y… Pero no, no haríais semejante cosa, ¿a que no, mis pequeñines? —Se inclinó para pellizcar a Penny en la mejilla.

—¡Venga, doscientos! —pidió el subastador—. Un gigante como este vale el doble. ¡Será un gran guardaespaldas! ¡No habrá enemigo que se atreva a molestaros!

—Vamos, mis pequeños amigos —dijo Aya—. Os llevaré a vuestro nuevo hogar. En Yunkai residiréis en la pirámide dorada de Qaggaz y comeréis en vajilla de plata, pero aquí vivimos con sencillez, en las modestas tiendas de los soldados.

—¿Alguien me da cien? —casi suplicó el subastador.

Con eso consiguió por fin una puja, aunque fue solo de cincuenta monedas de plata. El pujador era un hombre flaco con delantal de cuero.

—Y una —anunció la vieja del tokar violeta.

Un soldado levantó a Penny en volandas para subirla al carro de la mula.

—¿Quién es esa vieja? —le preguntó Tyrion.

—Zahrina —respondió—. Lo suyo son los luchadores baratos; carne para los héroes. Vuestro amigo no tardará en morir.

«No era amigo mío». Pero casi sin darse cuenta, Tyrion Lannister se dirigió hacia Aya.

—No podéis dejar que lo compre.

—¿Qué ruido es ese que has hecho? —Aya lo miró con los ojos entrecerrados.

—Forma parte de nuestro espectáculo. —Tyrion señaló al caballero—. El oso y la doncella. Jorah es el oso, Penny es la doncella y yo soy el valiente caballero que la rescata. Bailo a su alrededor y luego le pego una patada en los huevos. Tiene mucha gracia.

El capataz observó el estrado de la subasta.

—¿Seguro?

La puja por Jorah Mormont había llegado a las doscientas monedas de plata.

—Y una —dijo la vieja del tokar violeta.

—Ya. Es el oso. —Aya volvió a atravesar la multitud y se inclinó sobre el gigantesco yunkio amarillo de la litera para susurrarle al oído. Su señor asintió, con lo que le temblaron todas las papadas, y alzó el abanico.

—Trescientos —ofreció con voz jadeante.

La vieja soltó un bufido y dio media vuelta.

—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Penny en la lengua común.

«Buena pregunta —pensó Tyrion—. ¿Por qué?».

—Tu espectáculo se estaba volviendo aburrido. Todos los titiriteros tienen un oso que baila.

La chica le lanzó una mirada cargada de reproche y se sentó al fondo del carro, con los brazos en torno al cuello de Crujo, como si fuera el único amigo que le quedaba en el mundo.

«Tal vez lo sea».

Aya regresó con Jorah Mormont, y dos de los soldados esclavos de su amo lo lanzaron al carro, entre los enanos. El caballero no opuso resistencia.

«Ya no le quedan ganas de luchar. Perdió las fuerzas cuando se enteró de que su reina se había casado —comprendió Tyrion. Unas palabras habían logrado lo que no consiguieron puños, palos ni látigos: quebrar su espíritu—. Debería haber dejado que lo comprara la vieja. Nos va a ser tan útil como los pezones en una coraza».

Aya subió a la parte delantera del carro y cogió las riendas, y emprendieron la marcha por el campamento de asedio hacía la tienda de su nuevo amo, el noble Yezzan zo Qaggaz. Junto a ellos marchaban cuatro soldados esclavos, dos a cada lado del carro.

Penny no lloró, pero tenía los ojos enrojecidos y tristes, y no los apartaba de Crujo.

«¿Cree que todo esto se esfumará si no lo observa?».

Ser Jorah Mormont no miraba nada ni a nadie; se quedó sentado con sus cadenas, melancólico y meditabundo.

Tyrion lo miraba todo y a todos.

El campamento yunkio no era un campamento, sino un centenar de ellos amontonados en forma de media luna en torno a la muralla de Meereen; una ciudad de lona y seda con sus avenidas, sus callejones, sus tabernas, sus prostitutas, sus barrios buenos y sus barrios malos. Entre las líneas de asedio y la bahía, las tiendas habían brotado como setas amarillas. Las había pequeñas y míseras, apenas un trozo de lona sucia para resguardarse de la lluvia y del sol, pero junto a ellas se alzaban tiendas barracón en las que podían dormir cien hombres, y pabellones de seda grandes como palacios con arpías brillantes en los mástiles del techo. Algunos campamentos estaban bien organizados, con las tiendas distribuidas en círculos concéntricos en torno a una hoguera de cocina, con las armas y las armaduras en el círculo interior y los caballos en el exterior. En el resto imperaba el caos.

Las llanuras calcinadas que rodeaban Meereen estaban deforestadas en leguas a la redonda, pero los barcos yunkios habían transportado desde el sur madera suficiente para erigir seis grandes trabuquetes. Los habían colocado a tres lados de la ciudad, dejando libre solo el río, y en torno a ellos había montones de cascotes y barriles de brea y resina a la espera de una antorcha. Uno de los soldados que caminaban junto al carro vio que Tyrion los miraba, y le explicó con orgullo que cada trabuquete tenía un nombre: Matadragones, Bruja, Hija de la Arpía, Mala Hermana, Fantasma de Astapor y Puño de Mazdhan. Los trabuquetes se elevaban más de diez varas por encima de las tiendas, y eran sin duda lo más destacable del campamento.

—Nada más verlos, la reina dragón se puso de rodillas —alardeó—. Y así va a quedarse, chupándole la noble polla a Hizdahr si no quiere que le echemos abajo la muralla.

Tyrion vio cómo azotaban a un esclavo hasta dejarle la espalda cubierta de sangre, en carne viva. Una fila de hombres encadenados pasó junto a ellos; llevaban lanzas y espadas cortas, pero las cadenas los unían tobillo con tobillo y muñeca con muñeca. El olor de la carne asada impregnaba el aire, y vio a un hombre desollar un perro para echarlo a la olla.

También vio a los muertos y oyó a los moribundos. Por debajo de los jirones de humo, el olor de los caballos y el intenso aroma de la sal que llegaba de la bahía, se podía detectar el hedor de la sangre y la mierda.

«La colerina —comprendió al ver a dos mercenarios sacar de una tienda el cadáver de un tercero. Sintió un escalofrío. En cierta ocasión había oído decir a su padre que esa enfermedad podía acabar con un ejército más deprisa que cualquier batalla—. Razón de más para escapar; cuanto antes, mejor».

Ciento cincuenta pasos más adelante descubrió buenas razones para recapacitar. Se había formado un corro en torno a tres esclavos fugitivos a los que habían capturado.

—Estoy seguro de que mis tesoritos van a ser buenos y obedientes —comentó Aya—. Mirad lo que les pasa a los que tratan de huir.

Los prisioneros estaban atados a una hilera de cruces, y un par de hombres los utilizaba para probar su puntería con la honda.

—Son tolosios —les comentó un guardia—. Nadie maneja la honda como ellos. En vez de piedras, lanzan bolas de plomo blando.

Tyrion nunca había entendido para qué servían las hondas, cuando los arcos tenían mucho más alcance, pero tampoco había visto nunca a un tolosio en acción. Sus proyectiles de plomo causaban muchísimo más daño que las piedras lisas que utilizaban otros honderos, y hasta más que ningún arco. Uno de ellos acertó a un prisionero en la rodilla, que reventó con una explosión de sangre y hueso, y le dejó la parte inferior de la pierna colgando de un tendón rojo oscuro.

«Uno que ya no irá muy deprisa si intenta escapar otra vez», reconoció Tyrion mientras el hombre empezaba a gritar. Sus alaridos se mezclaron en el aire matutino con las risotadas de los vivanderos y los juramentos de los que habían apostado a que el hondero fallaría. Penny apartó los ojos, pero Aya la agarró por la barbilla y le giró la cabeza para obligarla a mirar.

—Presta atención —ordenó—. Tú también, oso.

Jorah Mormont alzó la cabeza y miró a Aya. Tyrion advirtió que se le tensaban los brazos.

«Se va a lanzar contra él, y ese será nuestro fin». Pero el caballero se limitó a poner cara de pocos amigos y volverse para contemplar el sanguinario espectáculo.

Al este, la gigantesca muralla de ladrillo de Meereen parecía relucir bajo el sol de la mañana. Era el refugio que tanto habían deseado alcanzar aquellos pobres imbéciles.

«Pero quizá no siga siendo un refugio mucho tiempo».

Los tres esclavos que habían intentado fugarse ya estaban muertos cuando Aya volvió a coger las riendas y el carro reanudó la marcha.

El campamento de su amo estaba al sudeste de la Bruja, casi a su sombra, y se extendía varias fanegas. La sencilla tienda de Yezzan Qaggaz era un palacio de seda color limón. En las puntas de cada uno de sus nueve tejados picudos aparecía una arpía dorada que refulgía bajo el sol, y estaba rodeada de tiendas menos lujosas.

—Ahí viven los cocineros, las concubinas, los guerreros y los parientes menos favorecidos de nuestro noble amo —les explicó Aya—, pero vosotros, mis tesoritos, tendréis el privilegio de compartir su pabellón. Le gusta tener cerca sus posesiones más preciadas. —Miró a Mormont con el ceño fruncido—. Eso no va contigo, oso. Eres muy grande y muy feo; a ti te encadenaremos fuera. —El caballero no respondió—. Lo primero será poneros la argolla al cuello.

Eran de hierro, con un fino baño dorado para que brillaran a la luz. Llevaban grabado el nombre de Yezzan en glifos valyrios, e incluían unas campanillas debajo de las orejas, para que cada paso de sus portadores sonara con un tintineo alegre. Jorah Mormont aceptó su argolla con un silencio hosco, pero Penny se echó a llorar cuando el armero cerró la suya.

—Pesa mucho —se quejó.

—Es de oro macizo —mintió Tyrion al tiempo que le apretaba la mano—. En Poniente, las damas de alta cuna sueñan con llevar un torque como este.

«Y más vale que nos pongan una argolla a que nos marquen a fuego. Una argolla siempre se puede quitar». Recordó a Shae, y recordó también cómo brillaba la cadena de oro cuando la estranguló con ella.

Aya ordenó que engancharan las cadenas de ser Jorah a una estaca, cerca de la hoguera de cocina, y acompañó a los dos enanos a la tienda de su amo para señalarles el sitio donde les correspondía dormir: en una alcoba alfombrada separada de la tienda principal por tabiques de seda amarilla. Compartirían el espacio con otros tesoros de Yezzan: un niño con «patas de cabra» retorcidas y velludas, una chica de Mantarys que tenía dos cabezas, una mujer barbuda y una criatura esbelta llamada Golosina, ataviada con adularias y encaje de Myr.

—Os preguntáis si soy hombre o mujer —dijo Golosina a los enanos. Se levantó las faldas y les mostró lo que tenía debajo—. Las dos cosas, y el amo me aprecia más que a nada.

«Es una colección de monstruos —comprendió Tyrion—. En algún sitio hay un dios que se está riendo de mí».

—Qué maravilla —le dijo a Golosina, que tenía el pelo morado y los ojos violeta—. Y nosotros que pensábamos que en esta ocasión seríamos los guapos, para variar.

Golosina soltó una risita, pero a Aya no le hizo gracia.

—Guárdate las bromas para esta noche, cuando actúes ante nuestro noble amo. Si lo complaces, tendrás una buena recompensa. Si no… —lo abofeteó.

—Será mejor que os andéis con cuidado con Aya —les dijo Golosina cuando salió el capataz—. Aquí solo hay un monstruo, y es él.

La mujer barbuda hablaba un dialecto incomprensible del ghiscario, y el chico cabra, la lengua del comercio, una mezcolanza gutural propia de los marineros. La chica de dos cabezas era retrasada; una de las cabezas era del tamaño de una naranja y no decía nada, mientras que la otra tenía los dientes afilados y gruñía a quien se acercara a su jaula. Golosina, en cambio, dominaba cuatro idiomas, entre ellos el alto valyrio.

—¿Cómo es el amo? —preguntó Penny, nerviosa.

—Tiene los ojos amarillos y huele fatal —respondió Golosina—. Hace diez años viajó a Sothoros, y desde entonces se está pudriendo por dentro. Si le hacéis olvidar que se muere, aunque solo sea un rato, será de lo más generoso. No le digáis que no a nada.

Apenas tuvieron aquella tarde para familiarizarse con el hecho de ser una propiedad. Los esclavos de Yezzan llenaron una bañera con agua caliente y permitieron que los enanos se bañaran, primero Penny y luego Tyrion. A continuación, otro esclavo le untó un ungüento en las heridas de la espalda; le escoció mucho, pero impediría que se gangrenaran. Luego le aplicaron unas cataplasmas refrescantes. A Penny le cortaron el pelo y a Tyrion le arreglaron la barba, y también les dieron zapatillas y ropa sencilla pero limpia.

Cuando cayó la noche, Aya regresó para decirles que era hora de representar su número. Yezzan tenía como invitado al comandante supremo de los yunkios, el noble Yurkhaz zo Yunzak, y tenían que actuar ante él.

—¿Le quitamos las cadenas a vuestro oso?

—No, esta noche no —replicó Tyrion—. Hoy solo justaremos para nuestro amo, y guardaremos al oso para otra ocasión.

—Muy bien. Cuando termine vuestro número, ayudaréis a servir el vino y la comida. No se la echéis encima a un invitado, o lo pagaréis caro.

La primera atracción de aquella noche fue un malabarista, al que siguió un trío de veloces acróbatas. Luego llegó el turno del chico con patas de cabra, que salió y dio unos saltitos grotescos al tiempo que un esclavo de Yurkhaz tocaba una flauta de hueso. Tyrion estuvo tentado de preguntarle si se sabía «Las lluvias de Castamere». Mientras les llegaba el turno de actuar, se dedicó a observar a Yezzan y a sus invitados. La ciruela pasa humana que ocupaba el lugar de honor debía de ser el comandante supremo yunkio; tenía un aspecto tan temible como una diarrea. Otros doce señores yunkios se afanaban por atender todas sus necesidades, y también contaba con dos capitanes mercenarios, cada uno de ellos acompañado por una docena de hombres. Uno de los capitanes era un pentoshi elegante de pelo blanco, que llevaba ropa de seda y una capa que parecía un harapo, de franjas de tela desgarradas y ensangrentadas. El otro era el hombre que había tratado de comprarlos aquella mañana, el pujador de piel curtida y barba entrecana.

—Es Ben Plumm el Moreno —informó Golosina—, capitán de los Segundos Hijos.

«Un ponienti y un Plumm. Esto se pone cada vez mejor».

—Vosotros vais a continuación —les comunicó Aya—. Sed divertidos, tesoritos míos, o lo lamentaréis.

Tyrion no dominaba todavía ni la mitad de los trucos de Céntimo, pero era capaz de montar a lomos de la cerda, caerse cuando le tocaba, rodar por el suelo y ponerse en pie de un salto. Todo eso fue muy bien recibido. Por lo visto, dos personas pequeñas balanceándose como si estuvieran borrachas y pegándose con armas de madera resultaban tan hilarantes en un campamento de asedio de la bahía de los Esclavos como en el banquete de bodas de Joffrey, en Desembarco del Rey.

«Desprecio —pensó Tyrion—, el idioma universal».

Su amo, Yezzan, era el que más se reía cada vez que uno de sus esclavos caía al suelo o recibía un golpe, y su gigantesco cuerpo temblaba como la gelatina durante un terremoto; sus invitados esperaron a ver cómo reaccionaba Yurkhaz no Yunkaz antes de unirse a las risas. El comandante supremo tenía un aspecto tan frágil que Tyrion temió que una carcajada pudiera matarlo. Cuando el yelmo de Penny salió volando y fue a caer en el regazo de un yunkio de rostro agrio que vestía un tokar verde y dorado, Yurkhaz cloqueó como una gallina, y cuando el yunkio metió la mano en el yelmo y sacó una sandía de pulpa chorreante, resolló hasta que se le puso la cara del color de la fruta. Se volvió hacia su anfitrión y le dijo algo que lo hizo reír y chasquear los labios…, aunque a Tyrion le pareció que en los ojos amarillos entrecerrados había un atisbo de ira.

Más tarde, los enanos se quitaron la armadura de madera y las prendas empapadas de sudor que llevaban debajo, y se pusieron túnicas amarillas limpias para servir la cena. A Tyrion le encomendaron una frasca de vino tinto, y a Penny, otra de agua, y pasearon por la tienda para ir rellenando las copas con suaves pisadas que arrancaban susurros a las gruesas alfombras. Era un trabajo más duro de lo que parecía a simple vista, y Tyrion no tardó en sentir calambres en las piernas. Se le abrió una de las heridas de la espalda y la mancha roja atravesó el lino amarillo de la túnica, pero se mordió la lengua y siguió sirviendo vino.

Casi ningún invitado les prestaba más atención que a los otros esclavos, pero un yunkio borracho declaró que Yezzan debería poner a los dos enanos a follar, y otro quiso saber qué le había pasado a Tyrion en la nariz.

«Que se la metí en el coño a tu mujer y me la arrancó de un mordisco», estuvo a punto de responder… Pero la tormenta lo había persuadido de que no deseaba morir todavía.

—Me la cortaron como castigo por mi insolencia, mi señor —fue lo que dijo.

Más tarde, un señor con tokar azul ribeteado con ojos de tigre recordó que Tyrion había alardeado durante la subasta de su maestría en el sitrang.

—Vamos a ver si es cierto —dijo.

De inmediato llevaron un tablero y unas piezas, y poco después, el señor, con el rostro congestionado de rabia, volcó el tablero y dispersó las piezas por toda la alfombra coreado por las risas de los yunkios.

—Tendrías que haberle dejado ganar —susurró Penny.

—Ahora voy yo, enano. —Ben Plumm el Moreno recogió el tablero con una sonrisa—. Cuando era joven, los Segundos Hijos estuvieron al servicio de Volantis, y allí aprendí a jugar.

—Solo soy un esclavo. Mi noble amo decide cuándo y con quién juego. —Tyrion se volvió hacia Yezzan—. ¿Mi señor?

Aquello le hizo mucha gracia al señor amarillo.

—¿Qué apuesta sugerís, capitán?

—Si gano, me dais a este esclavo.

—Ni hablar —replicó Yezzan zo Qaggaz—. Pero si derrotáis a mi enano, os daré lo que pagué por él, en oro.

—Trato hecho.

Recogieron las piezas de la alfombra y se sentaron a jugar.

Tyrion ganó la primera partida, y Plumm la segunda, y se doblaron las apuestas. Cuando empezó la tercera, el enano estudió a su adversario. Tenía la piel oscura, con las mejillas y el mentón cubiertos por una barba hirsuta entrecana bien recortada, mil arrugas en el rostro, unas cuantas cicatrices antiguas y aspecto afable, sobre todo cuando sonreía.

«El siervo fiel —decidió Tyrion—. El tío favorito de todos, siempre presto a la risa y a las frases hechas, con cierto aire de hombre de mundo. —Todo era artificial. Las sonrisas nunca llegaban a los ojos de Plumm, donde la codicia se ocultaba tras un velo de cautela—. Es ambicioso, pero precavido».

El mercenario jugaba casi tan mal como el señor yunkio, pero con un estilo más tenaz y sólido que osado. Cada una de sus aperturas era diferente, pero coincidían en algo: siempre eran pasivas, defensivas, cautas.

«No juega a ganar. Juega a no perder».

Le salió bien en la segunda partida, cuando el hombre pequeño se extralimitó con un ataque poco meditado, pero no en la tercera, en la cuarta ni en la quinta, que fue también la última.

Ya cercano el final de la última partida, con la fortaleza en ruinas, el dragón muerto, rodeado de elefantes y con la caballería pesada en retaguardia, Plumm alzó la vista, sonriente.

—Yollo vuelve a ganar. Muerte en cuatro jugadas.

—Tres. —Tyrion dio unos toquecitos a su dragón—. He tenido suerte. Deberíais frotarme la cabeza a conciencia antes de la próxima partida, capitán. Igual se os pega la suerte a los dedos. —«Perderás igual, pero igual eres un rival medio decente».

Sonrió, se levantó, cogió la frasca de vino y volvió a servir, con un Yezzan zo Qaggaz mucho más rico y un Ben Plumm el Moreno mucho más pobre. Su gigantesco amo, borracho como una cuba, se había quedado dormido en la tercera partida, y la copa se le había resbalado de entre los dedos amarillos para derramar su contenido en la alfombra, pero quizá se sintiera satisfecho cuando despertara.

La salida del comandante supremo Yurkhaz zo Yunzak, apoyado en un par de esclavos corpulentos, fue la señal para que el resto de los invitados también se retirasen. Una vez vacía la tienda, Aya reapareció para decir a los sirvientes que podían darse un banquete con las sobras.

—Comed deprisa. Esto tiene que quedar limpio antes de que os vayáis a dormir.

Tyrion estaba de rodillas, con las piernas doloridas y la espalda ensangrentada, tratando de limpiar la mancha del vino que el noble Yezzan había derramado en la alfombra del noble Yezzan, cuando el capataz le dio un golpecito en la mejilla con la punta del látigo.

—Has estado muy bien, Yollo, y tu mujer, igual.

—No es mi mujer.

—Vale, tu puta. Levantaos los dos.

Tyrion se incorporó, inseguro, arrastrando una pierna temblorosa. Tenía los muslos agarrotados y con unos calambres tan dolorosos que Penny tuvo que ayudarlo a levantarse.

—¿Qué hemos hecho?

—Mucho, mucho —respondió el capataz—. Aya os dijo que, si complacíais a vuestro padre, seríais recompensados, ¿verdad? Pues aunque, como habéis visto, el noble Yezzan no quiere perder a sus tesoritos, Yurkhaz zo Yunkaz lo ha convencido de que sería egoísta que se guardara unos juguetes tan entretenidos. ¡Alegraos! Para celebrar el acuerdo de paz, tendréis el honor de justar en el reñidero de Daznak. ¡Vendrán a veros miles de personas! ¡Decenas de miles! ¡Y cómo nos vamos a reír!