Sus noches estaban iluminadas por estrellas distantes y el reflejo de la luna sobre la nieve, pero todos los amaneceres la devolvían a la oscuridad.
Abrió los ojos y clavó la mirada ciega en la negrura que la rodeaba; el sueño empezaba a desvanecerse.
«Era tan bonito…». Se humedeció los labios al recordarlo: el balido de la oveja, el terror en los ojos del pastor, los sonidos que hacían los perros cuando iba matándolos uno por uno, los gruñidos de su manada… Desde que había empezado a nevar, la caza era menos abundante, pero aquella noche se habían dado un banquete de cordero, perro, carnero y hombre. A algunos de sus pequeños primos grises les daban miedo los hombres, hasta muertos, pero a ella no. La carne era carne, y los hombres eran su presa. Ella era la loba de la noche.
Pero solo en sueños.
La niña ciega se incorporó, se puso en pie y se desperezó. Dormía en un colchón relleno de trapos sobre un saliente de piedra fría, y siempre se sentía entumecida y tensa al levantarse. Caminó hasta la jofaina con pies descalzos, menudos, encallecidos, silenciosa como una sombra; se echó agua fría en la cara y se secó.
«Ser Gregor —pensó—. Dunsen, Raff el Dulce. Ser Ilyn, ser Meryn, la reina Cersei. —Su plegaria matinal. ¿O no?—. No, no es mi plegaria. No soy nadie. Esa es la plegaria de la loba de la noche. Algún día les dará caza, olerá su miedo, probará su sangre. Algún día».
Localizó su ropa interior en un montón, la olfateó para asegurarse de que aún tenía uso y se la puso a oscuras. Su atuendo de criada se encontraba donde lo había colgado: una túnica larga de lana sin teñir, áspera y basta. Se la puso con la facilidad que daba la práctica, y después los calcetines, uno blanco y el otro negro. El negro tenía unas puntadas en la parte de arriba, y el blanco, no. Así sabía cuál era cuál y en qué pie tenía que ponerse cada uno. Tenía las piernas flacas, pero también fuertes y nervudas, y cada vez más largas.
Estaba satisfecha por eso: una danzarina del agua debía tener buenas piernas. Beth la Ciega no era una danzarina del agua, pero tampoco iba a ser Beth para siempre.
Sabía de memoria el camino de la cocina, pero aunque no se lo hubiera sabido, la nariz la habría guiado.
«Guindillas y pescado frito —supo al olfatear el aire que llegaba del final del pasillo—. Y pan recién salido del horno de Umma». Aquellos olores le hicieron rugir el estómago. La loba de la noche se había hartado, pero eso no llenaba la tripa de la niña ciega. Hacía mucho que sabía que la carne de los sueños no la alimentaba.
Desayunó sardinas crujientes, fritas en aceite condimentado con guindillas, tan calientes que quemaban los dedos. Mojó pan recién hecho en el resto de aceite y lo bajó todo con una copa de vino aguado, sin dejar de disfrutar los sabores y los olores, el tacto áspero de la corteza en los dedos, la untuosidad del aceite, el aguijonazo de la guindilla al rozar el arañazo a medio curar que tenía en el dorso de la mano.
«Oído, olfato, gusto, tacto —se recordó—. Los que no pueden ver tienen muchas maneras de conocer el mundo. —Alguien había entrado en la estancia tras ella, silencioso como un ratón, con zapatillas suaves y blandas. Olfateó—. El hombre bondadoso. —El olor de los hombres era distinto del de las mujeres, y además había un dejo de naranja en el aire. Al sacerdote le gustaba masticar cáscara de naranja siempre que podía para refrescarse el aliento.
—¿Quién eres esta mañana? —lo oyó preguntar al tiempo que se sentaba a la mesa. A continuación oyó unos golpecitos, seguidos por un crujido leve.
«Ha cascado el primer huevo».
—Nadie —respondió.
—Mentira. Te conozco. Eres esa mendiga ciega.
—Beth. —Había conocido a Beth en Invernalia, cuando se llamaba Arya Stark. Tal vez por eso había elegido el nombre. O tal vez porque le parecía adecuado para una ciega.
—Pobrecita —dijo el hombre bondadoso—. ¿Quieres recuperar la vista? Solo tienes que decirlo y volverás a ver. —Le hacía la misma pregunta todos los días.
—Puede que lo quiera mañana. Hoy, no. —Su rostro era como las aguas tranquilas; lo ocultaba todo, no revelaba nada.
—Como desees. —Lo oyó pelar el huevo, y captó un tintineo argentino cuando cogió la cucharilla de sal. Se ponía mucha sal en los huevos—. ¿Adónde fue anoche a mendigar mi pobre niña ciega?
—A la taberna La Anguila Verde.
—¿Qué tres cosas sabes que no supieras antes de despedirte de nosotros?
—El Señor del Mar sigue enfermo.
—Eso no es nuevo. El Señor del Mar estaba enfermo ayer y mañana seguirá enfermo.
—O estará muerto.
—Cuando muera, eso será algo nuevo.
«Cuando muera habrá que elegir otro, y aflorarán los cuchillos». Tal era la costumbre en Braavos. En Poniente, al rey muerto lo sucedía su hijo mayor, pero los braavosi no tenían reyes.
—Tormo Fregar será el nuevo Señor del Mar.
—¿Eso se dice en la taberna de la Anguila Verde?
—Sí.
El hombre bondadoso dio un mordisco al huevo, y la niña lo oyó masticar. Nunca hablaba con la boca llena.
—Hay hombres que encuentran la sabiduría en el vino —dijo después de tragar—. Esos hombres son estúpidos. Seguro que en otras tabernas se mencionan otros nombres. —Dio otro mordisco al huevo, masticó y tragó—. ¿Qué tres cosas sabes que no supieras antes?
—Sé que hay quien dice que Tormo Fregar será el nuevo Señor del Mar —respondió—. Hombres borrachos.
—Mejor. ¿Qué más sabes?
«Que está nevando en las tierras de los ríos, en Poniente», estuvo a punto de decir. Pero le habría preguntado cómo se había enterado, y no creía que la respuesta fuera de su agrado. Se mordió el labio y recordó la noche anterior.
—La prostituta S’vrone está embarazada. No sabe con seguridad quién es el padre, pero cree que puede tratarse del mercenario tyroshi al que mató.
—Bueno es saberlo. ¿Qué más?
—La Reina Pescadilla ha elegido a una sirena nueva para que ocupe el lugar de la que se ahogó. Es la hija de una criada prestayní. Tiene trece años y carece de fortuna, pero es muy hermosa.
—Igual que todas al principio —replicó el sacerdote—, pero no puedes saber si es hermosa a menos que la hayas visto con tus propios ojos; ojos que no tienes. ¿Quién eres, niña?
—Nadie.
—Yo veo a la mendiga Beth la Ciega, una puñetera mentirosa. Ve a ocuparte de tus deberes. Valar morghulis.
—Valar dohaeris. —Recogió el cuenco, la copa, el cuchillo y la cuchara, y se puso en pie. Lo último que cogió fue el bastón: medía dos varas y tenía el grosor de su pulgar, flexible, con la parte superior envuelta en una tira de cuero. «Cuando se aprende a usarlo es mejor que los ojos», le había dicho la niña abandonada.
Era mentira. A menudo le decían mentiras para ponerla a prueba. No había bastón que superase un par de ojos. Pero le resultaba útil, así que nunca se separaba de él, y Umma había acabado por llamarla Bastón. Pero los nombres ya no le importaban; ella era ella.
«Nadie. No soy nadie. Solo una chica ciega, solo una sierva del que Tiene Muchos Rostros».
Todas las noches, en la cena, la niña abandonada le llevaba una copa de leche y le decía que se la bebiera. Tenía un sabor extraño, amargo, y no tardó en aborrecerlo. Hasta el tenue olor que la avisaba antes de que le tocara la lengua le provocaba arcadas, pero siempre apuraba la copa.
—¿Cuánto tiempo tendré que estar ciega? —preguntaba.
—Hasta que la oscuridad te resulte tan grata como la luz —respondía la niña abandonada—, o hasta que nos pidas que te devolvamos la vista. Pídelo, y volverás a ver.
«Y me echaréis». Era mejor estar ciega. No, no la obligarían a rendirse.
El día en que se despertó ciega, la niña abandonada la cogió de la mano y la guió por las criptas y túneles de la roca sobre la que se había construido la Casa de Blanco y Negro, y por los empinados peldaños de piedra que subían al templo.
—Cuenta los escalones a medida que subas —le había dicho—. Pasa los dedos por la pared. Hay marcas que no se ven, pero se notan perfectamente al tacto.
Aquella fue la primera lección; después llegaron muchas más.
Los venenos y pócimas eran para las tardes. Podía ayudarse del olfato, el tacto y el gusto, pero estos dos últimos podían ser muy peligrosos a la hora de moler venenos, y con algunos de los preparados más tóxicos de la niña abandonada, hasta el olfato tenía sus riesgos. Tuvo que acostumbrarse a las quemaduras en las yemas de los meñiques y las ampollas en los labios, y en cierta ocasión se puso tan enferma que pasaron varios días sin que pudiera retener ningún alimento.
La cena era la hora de las lecciones de idiomas. La niña ciega entendía el braavosi, lo hablaba aceptablemente y hasta había perdido casi todo su acento bárbaro, pero el hombre bondadoso no se daba por satisfecho. Insistía en que mejorase su alto valyrio y aprendiera también los idiomas de Lys y Pentos.
Por las noches jugaba con la niña abandonada al juego de la mentira, que sin ojos era muy diferente. A veces no tenía más indicios que el tono o la elección de palabras; otras, la niña le permitía ponerle las manos en el rostro. Al principio el juego era mucho, mucho más difícil, prácticamente imposible…, pero cuando ya estaba a punto de gritar de frustración, todo se hizo más fácil. Aprendió a oír las mentiras, a detectarlas en los movimientos de los músculos que rodeaban la boca y los ojos.
En cuanto al resto de sus cometidos, siguieron siendo casi los mismos, pero cuando los realizaba tropezaba con los muebles, chocaba con las paredes, se le caían las bandejas o se perdía irremisiblemente en el templo. En cierta ocasión estuvo a punto de precipitarse escaleras abajo, pero en otra vida, cuando era una chiquilla llamada Arya, Syrio Forel le había enseñado a mantener el equilibrio, y consiguió enderezarse justo a tiempo.
Había noches en las que habría llorado hasta quedarse dormida de haber sido todavía Arry, o Comadreja, o Gata, incluso Arya de la casa Stark…, pero Nadie no tenía lágrimas.
Sin ojos, hasta la tarea más sencilla resultaba peligrosa. Se quemó cien veces ayudando a Umma en las cocinas. Una vez, picando cebollas, se cortó un dedo hasta el hueso. En dos ocasiones fue incapaz de dar con su celda y tuvo que dormir en el suelo, al pie de la escalera. Los nichos y rincones hacían del templo un lugar traicionero, incluso después de que la niña ciega aprendiera a utilizar los oídos; sus pisadas resonaban en el techo y despertaban ecos en torno a las piernas de los treinta altos dioses de piedra, con lo que las propias paredes parecían moverse, y el estanque de aguas oscuras también provocaba extrañas reverberaciones en el sonido.
—Dispones de cinco sentidos —le dijo el hombre bondadoso—. Aprende a usar los otros cuatro y tendrás menos cortes, heridas y costras.
Ya era capaz de interpretar las corrientes de aire que notaba en la piel. Por el olor sabía localizar las cocinas, además de distinguir a los hombres de las mujeres. Reconocía a Umma, a los criados y a los acólitos por el sonido de sus pisadas, y los identificaba antes siquiera de que les llegara su olor, aunque no así a la niña abandonada ni al hombre bondadoso, que no hacían el menor sonido a no ser que quisieran. Las velas que ardían en el templo también tenían olores, y hasta las que carecían de aroma dejaban escapar jirones de humo de la mecha. En cuanto aprendió a utilizar la nariz, era como si le hablaran a gritos.
Los muertos también tenían su propio olor. Uno de sus deberes era localizarlos todas las mañanas en el templo, allí donde hubieran elegido tenderse y cerrar los ojos tras beber el agua del estanque.
Aquella mañana encontró a dos.
Uno había muerto a los pies del Extraño, con una sola vela que titilaba sobre él. Notó el calor que desprendía, y su olor le hizo cosquillas en la nariz. Sabía que la vela estaría ardiendo con una llama roja oscura, y para aquellos que tuvieran ojos, el cadáver aparecería bañado en un resplandor rojizo. Antes de llamar a los criados para que se lo llevaran, se arrodilló junto a él y le palpó el rostro: le pasó los dedos por la mandíbula, los pómulos y la nariz, y le tocó el cabello.
«Pelo espeso, rizado. Un rostro atractivo, sin arrugas. Era joven». ¿Qué lo habría llevado allí, a buscar el regalo de la muerte? Muchos jaques moribundos acudían a la Casa de Blanco y Negro para que el fin llegara antes, pero aquel hombre no había recibido herida alguna.
El segundo cadáver correspondía a una anciana, que se había tumbado a dormir en un diván de sueños, en uno de los nichos ocultos con velas especiales que conjuraban visiones de cosas amadas y perdidas. Era una muerte dulce y bella, como gustaba decir el hombre bondadoso. Los dedos le dijeron que la anciana había muerto con una sonrisa en el rostro, y que no hacía demasiado tiempo, porque el cadáver seguía cálido.
«Tiene la piel tan suave… Es como cuero viejo, muy fino, doblado y arrugado mil veces».
Cuando llegaron los criados para llevarse el cadáver, la niña ciega los siguió. Se dejó guiar por sus pisadas, pero cuando bajaron empezó a contar. Sabía de memoria cuántos peldaños tenía cada tramo. Bajo el templo había un laberinto de criptas y túneles donde podían perderse hasta los que tenían un buen par de ojos, pero la niña ciega se lo había aprendido dedo a dedo, y en caso de que le fallara la memoria, el bastón le servía de ayuda.
Los cadáveres estaban tendidos en la cripta. La niña ciega se puso a trabajar en la oscuridad: quitó a los muertos las botas, la ropa y otras posesiones; les vació los bolsillos y contó las monedas. Una de las primeras cosas que le había enseñado la niña abandonada después de que le quitaran los ojos era distinguir una moneda de otra solo con el tacto. Las monedas braavosi eran viejas amigas, y solo tenía que rozarlas con las yemas de los dedos para reconocerlas. Las de otras tierras y ciudades le resultaban más difíciles, sobre todo las procedentes de lugares muy lejanos. Los honores volantinos eran muy habituales: monedas diminutas, con una corona en la cara y una calavera en la cruz. Las lysenas eran ovaladas y su grabado era una mujer desnuda. Otras tenían barcos, elefantes o cabras. Las monedas ponientis exhibían el busto de un rey en la cara y un dragón en la cruz.
La anciana no tenía bolsillos ni más riqueza que el anillo que llevaba en un dedo escuálido. El joven atractivo llevaba cuatro dragones dorados de Poniente. Estaba pasando el pulgar por el más desgastado para averiguar a qué rey correspondía cuando oyó que la puerta se abría tras ella con un sonido quedo.
—¿Quién es? —preguntó.
—Nadie. —La voz era grave, ronca, fría.
Y estaba en movimiento. La niña dio un paso a un lado, cogió el bastón y lo levantó para protegerse el rostro. La madera chocó contra la madera, y el impacto estuvo a punto de arrancarle el bastón de la mano. Pero ella resistió, devolvió el golpe… y solo encontró aire allí donde debería estar su adversario.
—No es ahí —dijo la voz—. ¿Estás ciega?
No respondió. Hablando solo conseguiría acallar cualquier sonido que pudiera hacer el hombre. Sabía que estaría moviéndose.
«¿A la derecha o a la izquierda?». Saltó hacia la izquierda, golpeó hacia la derecha, nada. Un aguijonazo la alcanzó en la parte trasera de las piernas.
—¿Estás sorda?
Giró en redondo con el bastón en la mano izquierda, descargó un golpe y falló. Oyó una risa a la izquierda; golpeó hacia la derecha. En esa ocasión acertó, y golpeó el otro bastón con el suyo. El impacto le provocó una sacudida dolorosa en el brazo.
—Bien —dijo la voz.
La niña ciega no sabía a quién pertenecía; tal vez a alguno de los acólitos. No recordaba haberla oído nunca, pero ¿quién decía que los sirvientes del Dios de Muchos Rostros no podían cambiar de voz con tanta facilidad como cambiaban de cara? Además de ella, en la Casa de Blanco y Negro vivían dos criados, tres acólitos, la cocinera Umma y los dos sacerdotes a los que llamaba «la niña abandonada» y «el hombre bondadoso». Solo ellos vivían allí, aunque otros iban y venían, a veces por caminos secretos. Su enemigo podía ser cualquiera de ellos.
La niña saltó a un lado al tiempo que hacía girar el bastón, oyó un sonido a su espalda, se volvió y golpeó el aire. Y volvió a sentir el bastón de su adversario entre las piernas, impidiéndole girar y magullándole la espinilla. Cayó sobre una rodilla, tan fuerte que se mordió la lengua. Y allí se quedó, quieta.
«Inmóvil como una piedra. ¿Dónde está?».
El hombre se echó a reír tras ella. Le dio un golpecito seco en una oreja y, a continuación, otro en los nudillos justo cuando trataba de ponerse en pie. El bastón de la niña cayó al suelo y ella siseó, rabiosa.
—Venga, recógelo. Hoy ya no te voy a pegar más.
—A mí no me pega nadie. —Gateó por el suelo hasta que dio con el bastón, y se puso en pie de un salto, magullada y sucia. La cripta estaba en silencio; su rival se había marchado…, ¿verdad? O tal vez estaba de pie a su lado, y ella no se daba cuenta.
«Trata de oír su respiración —se dijo; pero no oía nada. Esperó un poco más, y después dejó el bastón para seguir trabajando—. Si tuviera ojos, le habría dado una buena paliza». El día menos pensado, el hombre bondadoso se los devolvería, y les daría a todos una buena lección.
Para entonces, el cadáver de la anciana ya estaba frío y el del jaque había empezado a ponerse rígido. La niña estaba acostumbrada. Había días en los que pasaba más tiempo con los muertos que con los vivos. Echaba de menos a los amigos que tenía cuando era Gata de los Canales: el Viejo Brusco con la espalda siempre dolorida, sus hijas Talea y Brea, los titiriteros del Barco, Alegría y sus putas del Puerto Feliz, y el resto de la chusma portuaria. Añoraba sobre todo a Gata, más incluso que sus ojos. Le había gustado ser aquella niña mucho más que ser Salina, o Perdiz, o Comadreja o Arry.
«Cuando maté a aquel bardo, maté a Gata». El hombre bondadoso le había dicho que le habrían quitado la vista de todos modos porque tenía que aprender a utilizar el resto de los sentidos, pero que aún habrían tardado medio año. Los acólitos ciegos eran habituales en la Casa de Blanco y Negro, aunque había pocos tan jóvenes como ella. Pero no se arrepentía. Dareon era un desertor de la Guardia de la Noche y merecía la muerte. Eso mismo le dijo al hombre bondadoso.
—¿Acaso eres una diosa, para decidir quién vive y quién muere? —le había preguntado—. Entregamos el don a aquellos marcados por El que Tiene Muchos Rostros, después de muchas oraciones y sacrificios. Así ha sido siempre, desde el principio. Te he hablado de la fundación de nuestra orden, de cómo los primeros daban respuesta a las plegarias de los esclavos que deseaban morir. En aquellos primeros tiempos, el don solo se entregaba a quienes lo anhelaban… Pero un día, uno de los nuestros escuchó la oración de un esclavo que no pedía la muerte para sí mismo, sino para su amo. Tan fervoroso era su deseo que ofrecía cuanto poseía con tal de verlo cumplido, y a aquel hermano nuestro le pareció que ese sacrificio sería del gusto de El que Tiene Muchos Rostros. De modo que aquella noche hizo realidad el anhelo del esclavo y luego fue a verlo. «Ofreciste cuanto poseías a cambio de la muerte de este hombre, pero lo único que posee un esclavo es su vida. Eso es lo que quiere el dios de ti: lo servirás durante el resto de tus días». Desde aquel momento fuimos dos. —La cogió del brazo con amabilidad, pero también con firmeza—. Todos los hombres mueren. Nosotros somos instrumentos de la muerte, no la propia muerte, pero al matar al bardo has asumido los poderes del dios. Nosotros matamos hombres, pero no tenemos la osadía de juzgarlos. ¿Lo entiendes?
«No», pensó.
—Sí —dijo.
—Mientes. Y por eso deberás caminar en la oscuridad hasta que veas el camino. A menos que quieras dejarnos. Solo tienes que pedirlo, y te devolveremos la vista.
«No», pensó.
—No —dijo.
Esa noche, tras cenar y jugar un rato al juego de las mentiras, la niña ciega se ató una tira de trapo en torno a la cabeza para ocultar los ojos inservibles, cogió el cuenco de mendiga y le pidió a la niña abandonada que la ayudara a ponerse la cara de Beth. La niña abandonada le había afeitado la cabeza después de que le quitaran los ojos. Decía que era un corte de pelo de titiritero, porque muchos comediantes se rapaban para que les encajaran mejor las diferentes pelucas, aunque también les resultaba útil a los mendigos para mantener a raya las pulgas y los piojos. Pero con una peluca no habría bastado.
—Podría cubrirte de llagas supurantes, pero los posaderos y taberneros no te dejarían entrar —le dijo la niña abandonada. De modo que le puso marcas de viruela y una verruga con un pelo negro en la mejilla.
—¿Estoy muy fea? —preguntó la niña ciega.
—No estás guapa.
—Mejor. —Nunca le había interesado estar guapa, ni siquiera cuando era la estúpida Arya Stark. Solo su padre le decía a veces que era guapa.
«Y Jon Nieve, de vez en cuando. —Su madre le decía que podría ser bonita si se lavara, se cepillara el pelo y cuidara más la ropa que se ponía, tal como hacía su hermana. Para su hermana y sus amigas, y para todos los demás, no era más que Arya Caracaballo. Pero ya habían muerto todos, hasta la propia Arya, y solo quedaba su hermanastro Jon. Algunas noches oía hablar de él en las tabernas y prostíbulos del puerto del Trapero. El bastardo negro del Muro, lo había llamado un hombre—. Seguro que ni Jon reconocería a Beth la Ciega». Aquello la entristecía.
No llevaba más que harapos descoloridos y gastados, pero eran harapos que la abrigaban. Debajo llevaba escondidos tres puñales: uno en la bota, otro en la manga y el tercero envainado a la espalda. Los braavosi eran en su mayoría un pueblo amable, más propenso a ayudar a una pobre mendiga ciega que a hacerle mal alguno, pero siempre había quienes la consideraban una víctima fácil para robarle lo que tuviera o violarla. Para ellos llevaba los puñales, aunque hasta entonces no se había visto obligada a utilizarlos. Completaba su atuendo con un cuenco de madera agrietado y una soga a modo de cinturón.
Salió del templo cuando el rugido del Titán anunció la puesta de sol; contó los escalones tras cruzar la puerta y se guió con el bastón para llegar al puente y cruzar el canal hasta la isla de los Dioses. Por el modo en que la ropa se le pegaba al cuerpo y por el aire húmedo que notaba en las manos, supo que la niebla era muy espesa. Había aprendido que las nieblas de Braavos también jugaban con los sonidos.
«Esta noche, la mitad de la ciudad estará medio ciega».
Al pasar junto a los templos, oyó a los acólitos de la secta de la Sabiduría Estelar, que cantaban a los astros del anochecer en la cúspide de su torre de la adivinación. En el aire flotaba un jirón de humo perfumado que la guió por el camino serpenteante hasta el lugar donde los sacerdotes rojos habían encendido los grandes braseros de hierro, ante la casa del Señor de Luz. No tardó en percibir su calor en el aire cuando los adoradores de R’hllor alzaron sus voces al unísono en una plegaria.
—Porque la noche es oscura y alberga horrores.
«Para mí, no». Sus noches estaban iluminadas por la luna y acunadas por el canto de su manada, con el sabor de la carne roja arrancada del hueso, con los olores cálidos y familiares de sus primos grises. Solo durante el día estaba ciega y aislada.
La zona portuaria no le resultaba desconocida. Gata estaba acostumbrada a vagar por los callejones y muelles del puerto del Trapero, vendiendo los mejillones, ostras y almejas de Brusco. Los harapos, la cabeza rapada y la verruga hacían que ya no pareciera la misma, pero por si acaso procuraba no acercarse al Barco, a Puerto Feliz ni a los otros sitios donde conocían a Gata.
Era capaz de identificar cada posada y cada taberna por el olor. El Barquero Negro apestaba a salmuera; Casa Pynto, a vino agriado, queso hediondo y al propio Pynto, que nunca se cambiaba de ropa ni se lavaba el pelo. En el Remiendavelas, el aire cargado de humo guardaba siempre el olor de la carne asada. La Casa de las Siete Lámparas olía a incienso, y el Palacio de Satén, a los perfumes de las hermosas jovencitas que soñaban con ser cortesanas.
Cada local tenía además sus sonidos propios. Casi todas las noches había actuaciones en Casa Moroggo y en La Anguila Verde. En la Taberna del Proscrito eran los propios clientes los que cantaban, borrachos, en una cincuentena de lenguas. La Casa de Niebla siempre estaba abarrotada de remeros que manejaban las pértigas de las barcas serpiente; solían discutir sobre dioses y cortesanas, y sobre si el Señor del Mar era un idiota o no. El Palacio de Satén era un sitio mucho más tranquilo, donde se oían arrullos amorosos, el suave crujido de las túnicas de seda y la risa de las muchachas.
Beth pedía en un sitio distinto cada noche. Había descubierto enseguida que los posaderos y taberneros toleraban mejor su presencia si no la veían demasiado a menudo. Había pasado la noche anterior ante La Anguila Verde, de modo que giró a la derecha y no a la izquierda tras pasar por el puente Sangriento y se dirigió a Casa Pynto, en el extremo opuesto del puerto del Trapero, en los límites de la Ciudad Ahogada. Pynto era escandaloso y maloliente, pero bajo la capa de ropa sucia y fanfarronería se ocultaba un corazón de oro, y muchas veces la dejaba entrar al calor de la taberna si no había demasiada gente; además, a menudo le daba una jarra de cerveza y un trozo de pan con algo de comer mientras le contaba sus historias. Según él, de joven había sido un famoso pirata de los Peldaños de Piedra, y si algo le gustaba en la vida era hablar y hablar de sus hazañas.
Aquella noche, la niña estaba de suerte, porque apenas había nadie en la taberna y pudo sentarse en un rincón tranquilo, bastante cerca del fuego. Apenas se hubo acomodado con las piernas cruzadas, algo le rozó el muslo.
—¿Otra vez tú? —dijo la niña ciega. Le rascó la cabeza detrás de una oreja, y el gato se le tumbó en el regazo y se puso a ronronear. Braavos estaba plagado de gatos, y abundaban sobre todo en Casa Pynto. El viejo pirata pensaba que traían suerte y le limpiaban la taberna de alimañas—. Me reconoces, ¿verdad? —susurró. No había verruga falsa que engañara a un gato; todos recordaban a Gata de los Canales.
Fue una buena noche para la niña ciega. Pynto estaba de un humor excelente y le dio una copa de vino aguado, un trozo de queso maloliente y media empanada de anguila.
—Pynto es muy buena persona —anunció el propio Pynto, y acto seguido se sentó a contarle cómo se había apoderado de un barco con un cargamento de especias, cosa que ya le había relatado en una docena de ocasiones.
A medida que pasaban las horas, la taberna fue llenándose y Pynto no tardó en estar demasiado ocupado para prestarle atención, pero varios clientes habituales le dejaron alguna moneda en el cuenco. Otras mesas las ocuparon forasteros: balleneros ibbeneses que apestaban a sangre y grasa; un par de jaques con el pelo aceitado; un gordo recién llegado de Lorath que se quejó de que las mesas de Casa Pynto no tenían espacio para su barriga. Más tarde llegaron tres lysenos, marineros de la Buenamor, una galera azotada por la tormenta que había llegado a duras penas a Braavos la noche anterior, solo para ser confiscada aquella misma mañana por los guardias del Señor del Mar.
Los lysenos ocuparon la mesa más cercana al fuego y conversaron ante sus copas de ron negro como la pez, en voz baja para que nadie pudiera escucharlos. Pero ella era Nadie, así que lo escuchó casi todo, y a veces hasta casi pudo verlos a través de los ojos entrecerrados del gato que ronroneaba en su regazo. Uno era viejo y otro joven, y el tercero había perdido una oreja, pero los tres tenían el pelo blanco de puro rubio y la piel clara propia de Lys, donde aún corría la sangre del Feudo Franco.
A la mañana siguiente, cuando el hombre bondadoso le preguntó qué tres cosas sabía que no supiera antes, la encontró preparada.
—Sé por qué el Señor del Mar ha confiscado la Buenamor. La galera transportaba esclavos, cientos de esclavos, mujeres y niños, todos atados en la bodega. —Braavos había sido fundada por esclavos fugitivos, y el comercio de seres humanos estaba prohibido en sus tierras—. Sé de dónde venían esos esclavos. Eran salvajes de Poniente, de un lugar llamado Casa Austera, muy antiguo, en ruinas. Está maldito. —En Invernalia, cuando aún era Arya Stark, la Vieja Tata le contaba muchas historias de Casa Austera—. Después de la gran batalla en la que murió el Rey-más-allá-del-Muro, los salvajes huyeron y su bruja de los bosques les dijo que tenían que ir a Casa Austera, porque allí los recogerían unos barcos y los llevarían a un lugar cálido. Pero los únicos barcos que llegaron fueron esos dos navíos piratas de Lys, la Buenamor y la Elefante, que se habían desviado hacia el norte por culpa de una tormenta. Echaron ancla cerca de Casa Austera para hacer reparaciones y vieron a los salvajes pero eran millares y no tenían sitio para todos, así que dijeron que se llevarían solo a las mujeres y los niños. Los salvajes no tenían comida, de modo que les pidieron que se llevaran a sus esposas e hijas, pero en cuanto los barcos estuvieron en alta mar, los lysenos las ataron y las encerraron en las bodegas. Tenían intención de venderlas en Lys, pero se toparon con otra tormenta y las dos galeras se separaron. La Buenamor estaba en tan mal estado que su capitán no tuvo más remedio que atracar aquí, aunque puede que la Elefante haya conseguido llegar a Lys. Los lysenos de Casa Pynto creen que regresará con otros barcos, porque parece que el precio de los esclavos no hace más que subir, y en Casa Austera quedaron miles de mujeres y niños.
—Bueno es saberlo. Son dos cosas. ¿Hay una tercera?
—Sí. Sé que tu eres quien ha estado golpeándome.
Sacó el bastón con un movimiento veloz y le asestó un golpe en los dedos; el báculo del sacerdote cayó al suelo, y él retiró la mano con un gesto de dolor.
—¿Cómo ha podido saberlo una niña ciega?
«Te he visto».
—Te he dicho tres cosas nuevas; no tengo por qué decirte cuatro.
Tal vez al día siguiente le hablaría del gato que la había seguido la noche anterior y se había subido a las vigas para vigilarlos desde arriba.
«O tal vez no». Si el sacerdote podía guardar secretos, ella también.
Aquella noche, Umma sirvió para cenar cangrejos a la sal. Cuando le tendieron la copa, la niña ciega frunció la nariz y se bebió el contenido de tres tragos; después se atragantó y soltó la copa: le ardía la lengua, y cuando bebió vino, las llamas le bajaron por la garganta y le subieron por la nariz.
—El vino no te ayudará, y el agua solo servirá para avivar el fuego —le dijo la niña abandonada—. Cómete esto.
Le puso un trozo de pan en la mano. Se lo metió en la boca, masticó y tragó. Eso la alivió en parte. Un segundo trozo de pan la alivió un poco más.
Por la mañana, cuando la loba de la noche la abandonó y ella abrió los ojos, vio una vela de sebo que ardía donde la noche anterior no había vela alguna, con una llama temblorosa que se mecía como una prostituta del Puerto Feliz. No había visto nunca nada tan hermoso.