Lo primero que oyó fueron los ladridos de las chicas que volvían a casa. El retumbar de los cascos contra las losas hizo que se pusiera en pie de un salto, con las cadenas tintineando. La que le ataba los tobillos medía poco más de un palmo, así que solo podía caminar con pasos cortos, arrastrando los pies. De esa manera era difícil moverse deprisa, pero lo intentó lo mejor que pudo, a saltitos. Ramsay Bolton había regresado y enseguida querría que su Hediondo lo atendiera.
En el exterior, bajo el cielo frío del otoño, una riada de cazadores entraba por las puertas. Ben Huesos iba a la cabeza, y las chicas lo rodeaban sin parar de ladrar y aullar. Tras él llegaron Desollador, Alyn el Amargo y Damon Bailaparamí con su largo látigo engrasado, y después los Frey con los potros que les había regalado lady Dustin. Su señoría iba a lomos de Sangre, un semental alazán que competía con él en cuestión de temperamento. Estaba riéndose, cosa que, como bien sabía Hediondo, podía ser muy buena o muy mala.
Antes de que pudiera discernir si se trataba de lo uno o lo otro, las perras le cayeron encima, atraídas por su olor. Le habían cobrado afecto: pasaba en la perrera más noches que en ningún otro sitio, y a veces, Ben Huesos le dejaba compartir su cena. La jauría corrió por el patio entre ladridos; las perras lo rodeaban, saltaban para lamerle la cara sucia y le mordisqueaban las piernas. Helicent le atrapó la mano izquierda entre los dientes, juguetona, pero con tanta energía que Hediondo tuvo miedo de perder dos dedos más. Jeyne la Roja le plantó las patas en el pecho y lo derribó: era esbelta y toda músculo, mientras que Hediondo era todo piel gris y huesos frágiles, un muerto de hambre de pelo blanco. Apenas había conseguido empujar a Jeyne la Roja a un lado y ponerse de rodillas cuando los jinetes ya estaban desmontando. Dos docenas de ellos habían salido del castillo y dos docenas volvían, de modo que la búsqueda había fracasado. Mala cosa. A Ramsay no le gustaba el fracaso.
«Querrá hacerle daño a alguien». Últimamente, su señor había tenido que controlarse, porque en Fuerte Túmulo había muchos hombres de los que la casa Bolton tenía necesidad, y Ramsay sabía cómo comportarse cuando andaban cerca los Dustin, los Ryswell u otros señores menores. Con ellos era todo cortesía y sonrisas, pero cuando se cerraban las puertas, todo cambiaba.
Ramsay Bolton iba vestido como correspondía al señor de Hornwood y heredero de Fuerte Terror: con un manto de piel de lobo que se cerraba al hombro derecho con los dientes amarillentos de la cabeza del animal para protegerse del gélido otoño. Llevaba a un lado del cinto una falcata ancha y pesada como un cuchillo de carnicero, y al otro, un puñal largo y un cuchillo de desollar de punta curva, muy afilado. Las tres armas tenían empuñaduras parecidas, de hueso amarillo.
—¡Hediondo! —gritó su señoría desde lo alto de la silla de Sangre—. Hueles a rayos. Me ha llegado la peste nada más entrar en el patio.
—Ya lo sé, mi señor —tuvo que responder Hediondo—. Perdonadme.
—Te he traído un regalo. —Ramsay buscó algo que llevaba atrás, colgado de la silla, y se lo tiró—. ¡Atrapa!
Entre las cadenas, las esposas y los dedos amputados, Hediondo era mucho más torpe que antes de aprender su nombre. La cabeza le chocó contra las manos mutiladas, rebotó contra los muñones de los dedos y cayó al suelo, a sus pies, entre una lluvia de gusanos. Estaba tan sucia de sangre seca que los rasgos resultaban irreconocibles.
—Te he dicho que la atraparas —dijo Ramsay—. Cógela.
Hediondo intentó levantar la cabeza por una oreja, pero no había manera: la carne estaba verde de podrida, y se quedó con la oreja entre los dedos. Walder el Pequeño se echó a reír, y los demás no tardaron en corear las carcajadas.
—Venga, dejadlo ya —rio Ramsay—. Tú, encárgate de Sangre. Le he dado con todo al pobre cabrón.
—Sí, mi señor, como ordenéis. —Hediondo corrió hacia el caballo, dejando la cabeza cortada a los perros.
—Hoy hueles a mierda de cerdo, Hediondo —apuntó Ramsay.
—Toda una mejora para él. —Damon Bailaparamí sonrió al tiempo que enrollaba el látigo.
—Encárgate también de mi caballo, Hediondo —ordenó Walder el Pequeño, descabalgando—. Y del de mi primito.
—De mi caballo me ocupo yo —replicó Walder el Mayor.
Walder el Pequeño se había convertido en el favorito de lord Ramsay y cada día se le parecía más, pero el Frey más menudo era distinto, y rara vez tomaba parte en los juegos y crueldades de su primo.
Hediondo, sin hacer el menor caso a los escuderos, llevó a Sangre a los establos, procurando apartarse a saltitos cada vez que el semental trataba de darle una coz. Los cazadores entraron en el edificio, pero Ben Huesos se quedó para apartar a los perros de la cabeza cortada.
Walder el Mayor lo siguió a los establos con su caballo. Hediondo lo miró a hurtadillas mientras le quitaba el bocado a Sangre.
—¿Quién era? —preguntó en voz baja para que no lo oyeran los mozos de cuadras.
—Nadie. —Walder el Mayor desensilló al ruano—. Un viejo que nos cruzamos por el camino. Iba con una cabra y cuatro cabritillos.
—¿Su señoría lo mató por los cabritos?
—Su señoría lo mató por llamarlo lord Nieve, pero los cabritos estaban buenos. Nos los comimos asados. A la madre la ordeñamos.
«Lord Nieve». Hediondo asintió, y sus cadenas tintinearon mientras forcejeaba con las correas de la silla de Sangre. Lo llamaran como lo llamaran, era mejor no encontrarse cerca de Ramsay cuando estaba furioso. Ni cuando no lo estaba.
—¿Habéis encontrado a vuestros primos, mi señor?
—No. Ya me lo temía. Están muertos, seguro; lord Wyman los habrá mandado matar. Es lo que habría hecho yo en su lugar.
Hediondo no dijo nada. Cuando su señoría estaba en el castillo, era mejor no decir ciertas cosas, ni siquiera en los establos. Una sola palabra fuera de lugar le costaría otro dedo del pie, o peor aún, de la mano.
«Pero no la lengua. La lengua no me la cortará jamás. Le gusta oírme suplicar que me libere del dolor. Le gusta hacerme pedirlo».
Los jinetes habían estado de caza dieciséis días, durante los que solo habían comido pan duro y carne en salazón, aparte de algún que otro cabrito confiscado, de modo que lord Ramsay ordenó que se organizara aquella noche un banquete para celebrar su regreso a Fuerte Túmulo. Su anfitrión, un canoso señor menor manco llamado Harwood Stout, tuvo suficiente sentido común para no negarse, aunque a aquellas alturas, su despensa debía de estar casi vacía. Hediondo había oído a los criados protestar en voz baja de como el Bastardo y sus hombres estaban acabando con las provisiones para el invierno.
—Dice que va a acostarse con la hija pequeña de lord Eddard, pero a los que está jodiendo es a nosotros —se quejó la cocinera de Stout sin saber que Hediondo la escuchaba—. Ya lo veréis cuando empiecen las nieves.
Pero lord Ramsay había ordenado que se celebrara un banquete, así que banquete habría. Dispusieron mesas sobre caballetes en el salón principal de Stout; sacrificaron un buey, y cuando se puso el sol, los cazadores fracasados se atiborraron de asado, costillas, pan de cebada y puré de zanahorias y guisantes, todo ello regado con ingentes cantidades de cerveza.
A Walder el Pequeño le correspondió la misión de mantener llena la copa de lord Ramsay, mientras que Walder el Mayor servía a los demás comensales de la mesa principal. Hediondo estaba encadenado junto a las puertas para que su olor no cortara el apetito a los asistentes al banquete. A él le tocaría comer más tarde, con las sobras que lord Ramsay quisiera echarle. Los perros, en cambio, podían corretear por la estancia y arrancaban carcajadas a todos, sobre todo cuando Maude y Jeyne la Gris atacaron a un sabueso de lord Stout para disputarle un hueso con mucha carne que les había tirado Will Menudo. Hediondo fue el único que no observó la pelea de los tres perros. Tenía los ojos clavados en Ramsay Bolton.
La pelea no terminó hasta que el perro del dueño del castillo estuvo muerto. El viejo animal de Stout no había tenido la menor posibilidad: era uno contra dos, y las perras de Ramsay eran jóvenes, fuertes y fieras. Ben Huesos, que profesaba más cariño a los perros que a su amo, le había contado a Hediondo que cada una llevaba el nombre de alguna campesina a la que Ramsay había cazado, violado y matado cuando aún era un bastardo e iba acompañado por el primer Hediondo en sus correrías.
—Al menos las que le proporcionaron una buena caza. Las que lloraron, suplicaron y se negaron a correr no tuvieron el honor de renacer en las perras.
A Hediondo no le cabía duda de que en la siguiente camada que saliera de Fuerte Terror habría una Kyra.
—También las tiene entrenadas para matar lobos —le había confiado Ben Huesos.
Hediondo no dijo nada. Sabía bien a qué lobos debían matar las chicas, pero no tenía ninguna gana de verlas disputarse uno de sus dedos cortados.
Dos criados se llevaron los restos del perro muerto y una mujer entró con un cubo, una fregona y un rastrillo para cambiar la paja empapada de sangre. En aquel momento, las puertas de la estancia se abrieron como empujadas por una ráfaga de viento, y entraron doce hombres con cota de malla gris y yelmo de hierro, apartando a un lado a los abotargados guardias de Stout, con sus brigantinas de cuero y sus capas oro y bermellón. Un silencio repentino se hizo en la estancia. El único que reaccionó fue lord Ramsay que soltó el hueso que estaba mordisqueando, se limpió los labios con la manga y esbozó una sonrisa grasienta, húmeda.
—¡Padre! —saludó.
El señor de Fuerte Terror contempló sin gran interés los restos del banquete, el perro muerto, los tapices de las paredes y a Hediondo con sus cadenas.
—Fuera —dijo en una voz que era apenas un murmullo—. Fuera todos de aquí. Ahora mismo.
Los hombres de lord Ramsay se apartaron de las mesas, dejando las copas y la comida. Ben Huesos llamó a gritos a las chicas, que trotaron en pos de él aún con huesos en las fauces. Harwood Stout hizo una rígida reverencia y abandonó su propia estancia sin decir palabra.
—Desencadena a Hediondo y llévatelo —gruñó Ramsay a Alyn el Amargo, pero su padre levantó una mano de piel blanca.
—No, déjalo.
Hasta los guardias de lord Roose se retiraron y cerraron las puertas a sus espaldas. Cuando se apagó el sonido de los pasos, Hediondo se encontró a solas en la estancia con los dos Bolton, padre e hijo.
—No has encontrado a los Frey desaparecidos. —Por la forma en que lo dijo Roose Bolton era una afirmación, no una pregunta.
—Cabalgamos hasta el lugar donde dice lord Lamprey que se separaron, pero las chicas no encontraron ningún rastro.
—Preguntaste por ellos en los pueblos y en los fortines.
—Una pérdida de tiempo. Para lo que ven, tanto daría que esos campesinos estuvieran ciegos. —Ramsay se encogió de hombros—. Pero ¿qué más da? Nadie echará de menos a unos cuantos Frey. Si nos hace falta otro, hay muchos en Los Gemelos.
Lord Roose arrancó un trocito de corteza de pan y se lo comió.
—Hosteen y Aenys están destrozados.
—Pues que vayan a buscarlos si quieren.
—Lord Wyman se culpa de lo sucedido. A juzgar por sus lloriqueos, parece que le había cogido mucho cariño a Rhaegar.
Lord Ramsay se estaba enfureciendo. Hediondo se lo notaba en la boca, en su manera de fruncir los gruesos labios, en cómo le resaltaban los tendones del cuello.
—Ese par de idiotas tendría que haberse quedado con Manderly.
—La litera de lord Wyman va a paso de tortuga. —Roose Bolton se encogió de hombros—. Además, la salud y la corpulencia de su señoría solo le permiten viajar durante unas pocas horas cada día, con paradas muy frecuentes para comer. Los Frey estaban deseosos de llegar a Fuerte Túmulo para reencontrarse con su familia; es normal que se adelantaran.
—Si es que se adelantaron. ¿Crees lo que dice Manderly?
—¿A ti qué te parece? —Los ojos claros de su padre centellearon—. De todos modos, su señoría parece muy alterado.
—No tanto como para perder el apetito. Lord Cerdo debe de haberse traído la mitad de las provisiones de Puerto Blanco.
—Cuarenta carromatos llenos de comida: toneles de vino e hidromiel, barriles de lampreas recién pescadas, un rebaño de cabras, una piara de un centenar de cabezas, cajones de ostras y cangrejos, un bacalao monstruoso… puede que no te hayas dado cuenta, pero a lord Wyman le gusta comer.
—De lo que me he dado cuenta es de que no ha traído rehenes.
—Sí, yo también me he fijado.
—¿Qué piensas hacer?
—No encuentro solución buena. —Lord Roose cogió una jarra vacía, la limpió con el mantel y la llenó de una frasca—. Por lo visto, Manderly no es el único que organiza banquetes.
—Deberías haberlo organizado tú para darme la bienvenida —se quejó Ramsay—. Y tendría que haber sido en Torre Túmulo, no en esta mierda de castillo.
—Torre Túmulo no es mío y sus cocinas tampoco, así que no puedo disponer de ellas cuando me venga en gana —replicó con voz queda—. No soy más que un invitado. El castillo y la ciudad pertenecen a lady Dustin, que no te soporta.
A Ramsay se le ensombreció el rostro.
—¿Me soportará mejor cuando le corte las tetas y se las eche a mis chicas? ¿Me soportará mejor si le arranco la piel a tiras para hacerme unas botas?
—No creo, y serían unas botas muy caras. Nos costarían Fuerte Túmulo, la casa Dustin y los Ryswell. —Roose Bolton se sentó a la mesa frente a su hijo—. Barbrey Dustin es la hermana pequeña de mi segunda esposa; es hija de Rodrik Ryswell, hermana de Roger, de Rickard y de mi tocayo Roose, y prima de los otros Ryswell. Estaba encariñada con mi difunto hijo y sospecha que tuviste algo que ver en su muerte. Lady Barbrey es rencorosa, así que da gracias: si Fuerte Túmulo es leal a los Bolton, es porque aún culpa a Ned Stark por la muerte de su esposo.
—¿Leal? ¡Si no hace más que escupirme! —bufó Ramsay—. Ya llegará el día en que prenda fuego a su querido pueblecito de madera; a ver si apaga las llamas a escupitajos.
Roose hizo una mueca, como si la cerveza le supiera amarga de repente.
—A veces dudo que lleves mi sangre. Mis antepasados han sido muchas cosas, pero nunca idiotas. No, no, cállate, ya has hablado demasiado. Ahora mismo parecemos fuertes, sí. Tenemos amigos poderosos, los Lannister y los Frey, y el apoyo desganado de buena parte del Norte. Pero ¿qué crees que pasará cuando aparezca alguno de los hijos de Ned Stark?
«Todos los hijos de Ned Stark han muerto —pensó Hediondo—. A Robb lo mataron en Los Gemelos, y en cuanto a Bran y Rickon… metimos las cabezas en brea…». La suya estaba a punto de estallar. No quería pensar en nada de lo que había pasado antes de que supiera su nombre. Había cosas demasiado dolorosas para recordarlas, pensamientos que lo hacían sufrir casi tanto como el cuchillo de desollar de Ramsay…
—Los cachorritos de Stark están muertos —replicó Ramsay al tiempo que se servía más cerveza en la jarra—, y muertos se van a quedar, pero como asomen las narices por aquí, mis chicas se llenarán la barriga de lobo. Cuanto antes aparezcan, antes volveremos a matarlos.
—¿Volveremos a matarlos? —Bolton padre suspiró—. Me parece que te equivocas. A ti no se te habría ocurrido matar a los hijos de lord Eddard, a esos muchachitos a los que quería todo el mundo. Eso fue cosa de Theon Cambiacapas, ¿recuerdas? ¿Cuántos de nuestros vacilantes amigos seguirían a nuestro lado si se supiera la verdad? Solo lady Barbrey, a la que quieres convertir en un par de botas. Unas botas de muy mala calidad, por cierto; la piel humana no es tan dura como la de vaca y es menos resistente. Ahora eres un Bolton por decreto real, así que trata de comportarte como tal. La gente habla de ti, Ramsay. Lo oigo por todas partes: la gente te tiene miedo.
—Mejor.
—Te equivocas. No es lo mejor. Jamás se contaron historias sobre mí. De lo contrario, ¿crees que estaría aquí sentado? Tus pasatiempos son cosa tuya; no te voy a soltar una reprimenda por eso, pero tienes que ser más discreto. Tierras tranquilas y un pueblo callado, esa ha sido siempre mi norma. Que sea también la tuya.
—¿Para esto has dejado a lady Dustin y a la cerda gorda de tu mujer? ¿Para venir a decirme que me esté quietecito?
—No precisamente. Hay noticias importantes: lord Stannis ha partido por fin del Muro.
Aquello hizo que Ramsay se incorporase de un salto, con una sonrisa en los gruesos labios húmedos.
—¿Marcha hacia Fuerte Terror?
—No, por desgracia. Arnolf no lo entiende. Jura y perjura que hizo todo lo posible por cebar la trampa.
—Seguro que miente. En cuanto se rasca un poco, debajo de cada Karstark hay un Stark.
—Puede que fuera así antes, pero ahora ya no, y menos después de la «rascada» que le dio el Joven Lobo a lord Rickard. Sea como sea, lord Stannis ha arrebatado Bosquespeso a los hombres del hierro y se lo ha devuelto a la casa Glover. Peor todavía, se le han unido los clanes de la montaña: Wull, Norrey, Liddle y todos los demás. Se está haciendo fuerte.
—Nosotros lo somos más.
—Por ahora.
—Pues este es el momento de machacarlo. Permíteme que marche contra Bosquespeso.
—Después de tu boda.
Ramsay golpeó la mesa con la jarra, y los posos de cerveza volaron sobre el mantel.
—Estoy harto de esperar. Tenemos a la chica, tenemos un árbol y tenemos suficientes señores como testigos. Mañana me caso con ella, le hago un hijo y me pongo en marcha antes de que se le seque la sangre del virgo.
«Rezará para que te vayas —pensó Hediondo—. Y rezará para que no vuelvas jamás a su cama».
—Le harás un hijo, pero no aquí —replicó Roose Bolton—. He decidido que vas a casarte con ella en Invernalia.
A lord Ramsay la idea no le hizo la menor gracia.
—Arrasé Invernalia hasta los cimientos, ¿ya te has olvidado?
—No, pero parece que tú sí… los hombres del hierro arrasaron Invernalia hasta los cimientos y mataron a todos sus habitantes. Fue Theon Cambiacapas.
—Es cierto. —Ramsay lanzó una mirada desconfiada en dirección a Hediondo—. Sí, claro, pero aun así… ¿Una boda? ¿En medio de esas ruinas?
—Invernalia estará en ruinas, pero sigue siendo el hogar de lady Arya. ¿Qué mejor lugar para casarte con ella, llevártela a la cama y reclamar tus derechos? Pero eso es solo la mitad, claro. Tendríamos que ser idiotas para marchar contra Stannis. Que sea Stannis quien venga a nosotros. Es demasiado cauto para venir a Fuerte Túmulo, pero tendrá que ir a Invernalia; sus clanes no abandonarán a la hija de su adorado Ned en manos de un sujeto como tú. Si Stannis no acude a Invernalia, los perderá. Y es un comandante cauteloso, así que convocará a todos sus amigos y aliados. Convocará a Arnolf Karstark.
—Y será nuestro. —Ramsay se lamió los labios agrietados.
—Si los dioses lo quieren. —Roose se levantó—. Te casarás en Invernalia. Comunicaré a los señores que nos pondremos en marcha dentro de tres días y los invitaré a acompañarnos.
—Eres el Guardián del Norte, ¡ordénaselo!
—Conseguiré exactamente lo mismo con una invitación. El poder pasa mejor cuando se adereza con cortesía; así que más te vale aprenderlo si piensas gobernar alguna vez. —El señor de Fuerte Terror echó una mirada a Hediondo—. Ah, y desencadena a tu amiguito. Me lo llevo.
—¿Cómo que te lo llevas? ¡Es mío! ¡No puedes quitármelo!
Roose sonrió como si aquello le hiciera mucha gracia.
—Tú solo tienes lo que te he dado y más te vale no olvidarlo, bastardo. En cuanto a este… Hediondo… si no has acabado con él por completo, todavía puede sernos de utilidad. Quítale esas cadenas, venga, no hagas que lamente el día en que violé a tu madre.
Hediondo vio como a Ramsay se le retorcía y le espumeaba la boca. Tuvo miedo de que salvara la mesa de un salto con el puñal en la mano, pero solo se puso muy rojo, apartó los ojos claros de los ojos aún más claros de su padre y fue a buscar las llaves. Cuando se arrodilló para soltar las cadenas de las muñecas y tobillos de Hediondo, se le acercó mucho.
—No le digas nada y recuerda cada una de sus palabras —le susurró—. Te cuente lo que te cuente esa zorra de la Dustin, vas a volver conmigo. ¿Quién eres?
—Soy Hediondo, mi señor. Soy vuestro hombre. Soy Hediondo, soy Hediondo, mondo y lirondo.
—Exacto. Cuando mi padre te traiga de vuelta, te quitaré otro dedo. Te dejaré elegir cuál.
—¿Por qué? —preguntó con voz quebrada. Las lágrimas le corrieron incontrolables por las mejillas—. Yo no le he pedido que se me lleve. Haré lo que queráis, os serviré, os obedeceré, os… No, por favor…
Ramsay le dio un bofetón.
—Llévatelo —dijo a su padre—. Ni siquiera es un hombre. Me da asco su olor.
La luna ya brillaba sobre la muralla de madera de Fuerte Túmulo cuando salieron. Hediondo oyó el viento que soplaba en las llanuras que rodeaban la ciudad. Había menos de mil pasos desde Torre Túmulo hasta las modestas estancias de Harwood Stout, tras las puertas orientales. Lord Bolton le ofreció un caballo.
—¿Puedes montar?
—Creo… puede… Sí, mi señor.
—Walton, ayúdalo.
Aun sin cadenas, Hediondo se movía como un viejo. La carne le colgaba flácida de los huesos, y Alyn el Amargo y Ben Huesos decían que tenía espasmos. Y olía tan mal… Hasta la yegua que le llevaron se apartó cuando intentó montar.
Pero era un animal dócil y conocía el camino de Torre Túmulo. Lord Bolton se situó a su lado para cruzar la puerta, mientras los guardias se rezagaban para seguirlos a una distancia prudencial.
—¿Cómo quieres que te llame? —le preguntó el señor cuando bajaban al trote por las anchas avenidas de Fuerte Túmulo.
«Hediondo, Hediondo, yo siempre me escondo».
—Hediondo, si le place a mi señor.
—Si le place a mi señor. —Los labios de Bolton se entreabrieron lo justo para mostrar los dientes. Tal vez estuviera esbozando una sonrisa.
—¿He dicho algo…?
—Has dicho: «Si le place a mi señor», y no «Si a mi señor le parece bien» o cualquier otra expresión más común. Cada vez que abres la boca delatas tu alta cuna. Si de verdad quieres hablar como un campesino, tienes que pronunciar las palabras como si tuvieras la lengua llena de barro.
—Si le pla… Si a mi señor le parece bien.
—Mucho mejor. Despides un olor horrible.
—Os suplico que me… Perdón, mi señor.
—¿Por qué te disculpas? Ese olor es cosa de mi hijo, no tuya, lo sé muy bien.
Pasaron junto a un establo y una posada de postigos cerrados cuyo cartel mostraba una gavilla de trigo. Hediondo oyó la música que se filtraba por las ventanas.
—Yo conocí al primer Hediondo —prosiguió lord Bolton—. Apestaba, pero no por no lavarse. A decir verdad, en mi vida he conocido a criatura más limpia. Se bañaba tres veces al día y se ponía flores en el pelo como si fuera una doncella. En cierta ocasión, cuando aún vivía mi segunda esposa, lo pillaron robándole perfume de sus habitaciones. Mandé que le dieran una docena de latigazos, y hasta la sangre le olía mal. Al cabo de un año volvió a intentarlo, pero lo que hizo fue beberse el perfume, y estuvo a punto de morir. No sirvió de nada; había nacido con ese olor. Los aldeanos decían que se trataba de una maldición, que los dioses lo habían hecho así de apestoso para que todo el mundo supiera que tenía el alma podrida. Mi viejo maestre insistía en que eso era el síntoma de una enfermedad, pero por lo demás, el chico era fuerte como un roble. Nadie soportaba tenerlo cerca, así que dormía con los cerdos… hasta el día en que la madre de Ramsay se presentó ante mi puerta para exigirme que le proporcionara un criado a mi bastardo, que estaba cada vez más indómito, y le di a Hediondo. Fue por hacer una broma, pero Ramsay y él se volvieron inseparables. Lo que no sé es quién corrompió a quién, ¿Ramsay a Hediondo, o Hediondo a Ramsay? —Su señoría miró al nuevo Hediondo con unos ojos claros y extraños como dos lunas blancas—. ¿Qué te ha dicho al oído al quitarte las cadenas?
—Me… Me ha dicho… —«…que no te diga nada». Las palabras se le atragantaron, y se puso a toser de manera incontrolable.
—Respira hondo; ya sé qué te ha dicho. Que me espíes y que no me cuentes sus secretos. —Dejó escapar una risita—. Como si tuviera alguno. Alyn el Amargo, Luton, Desollador, todos los demás… ¿De dónde creerá que han salido? ¿De verdad cree que le son leales?
—Leales —repitió Hediondo. Por lo visto se esperaba que hiciera algún comentario, pero no sabía qué decir.
—¿Mi bastardo te ha contado alguna vez cómo lo concebí?
—Así es… —Se sintió aliviado, porque aquello sí lo sabía—. Sí, mi señor. Visteis a su madre cuando paseabais a caballo y su belleza os subyugó.
—¿Me subyugó? —Bolton se echó a reír—. ¿Con esas palabras te lo dijo? Vaya, si al final va a resultar que el muchacho tiene alma de bardo… Aunque si te tragas esa monserga, eres más corto de entendederas que el primer Hediondo. Ni siquiera es cierto lo de que fuera paseando. Estaba cazando el zorro por el río de las Lágrimas cuando pasé junto a un molino y vi a una joven que lavaba la ropa en el arroyo. El viejo molinero se había buscado una nueva esposa, una chica que no tenía ni la mitad de su edad. Era alta, espigada, de aspecto saludable, con piernas largas y pechos pequeños y firmes como dos ciruelas maduras. Bonita, a su manera vulgar. En cuanto le puse los ojos encima, me encapriché. Me correspondía por ley. Dicen los maestres que el rey Jaehaerys abolió el derecho de pernada, todo para apaciguar a la fierecilla de su reina… Pero allí donde mandan los antiguos dioses siguen vigentes las antiguas costumbres. Los Umber también conservan el privilegio, y a ver quién se atreve a negárselo. También los clanes de la montaña, por supuesto, y en Skagos… Bueno, solo los árboles corazón ven la mitad de las cosas que se hacen en Skagos.
»El caso es que el molinero se había casado sin mi permiso ni conocimiento: me había engañado. Por tanto, lo ahorqué y reclamé mis derechos bajo el árbol del que colgaba su cadáver. La verdad es que la mujer no valía ni la soga con la que lo ahorcamos. Encima se escapó el zorro y en el camino de regreso a Fuerte Terror se quedó cojo mi corcel favorito, así que fue un mal día.
»Al cabo de un año, esa misma mujer tuvo el descaro de presentarse en Fuerte Terror con un monstruito berreante de cara congestionada que según ella era mío. En aquel momento debería haber azotado a la mujer y tirado al niño al pozo… pero era verdad que tenía mis ojos. Me dijo la molinera que, cuando el hermano de su difunto marido vio aquellos ojos, le dio una paliza y la echó. Aquello me molestó mucho, así que mandé que le cortaran la lengua al hermano para asegurarme que no se iría corriendo a Invernalia a contar cuentos que incomodaran a lord Rickard. A partir de entonces, cada año enviaba a la mujer unos lechones, unos pollos y una bolsa de estrellas, a condición de que jamás le dijera al chico quién lo había engendrado. Tierras tranquilas y un pueblo callado, esa ha sido siempre mi norma.
—Buena norma, mi señor.
—Pero me desobedeció. Ya has visto cómo es Ramsay, ¿no? Pues fue ella quien lo hizo así, y también a Hediondo. Se pasó la vida llenándole la cabeza de tonterías sobre sus derechos. Debería haberse conformado con moler maíz. ¿De verdad cree que puede gobernar el Norte?
—Pelea por vos —soltó Hediondo sin poder contenerse—. Es fuerte.
—Los toros son fuertes, y los osos. He visto luchar a mi bastardo y no se puede decir que él tenga toda la culpa. Su instructor fue el primer Hediondo, y no había aprendido nunca a usar las armas. Ramsay es fiero, no cabe duda, pero blande la espada como si fuera un cuchillo de carnicero.
—No tiene miedo de nadie, mi señor.
—Pues debería. El miedo es lo que nos mantiene con vida en este mundo de engaños y traiciones. Los cuervos se están congregando incluso aquí, en Fuerte Túmulo, para cebarse con nuestra carne. No se puede confiar en los Cerwyn ni en los Tallhart; mi gordo amigo lord Wyman planea traicionarnos, y el Mataputas… Los Umber parecen simplones, pero no les falta astucia. Ramsay debería tenerles miedo, igual que se lo tengo yo. La próxima vez que lo veas, díselo.
—¿Qué le diga… que tenga miedo? —La sola idea hizo que a Hediondo le temblaran las piernas—. Mi señor, si le… Si le digo eso, me…
—Lo sé —suspiró lord Bolton—. Tiene mala sangre. Habría que sangrarlo. Las sanguijuelas chupan la sangre mala, la rabia, el dolor. No se puede pensar cuando se está tan lleno de rabia. Lo malo es que con Ramsay… mucho me temo que su sangre envenenaría hasta a las sanguijuelas.
—Es vuestro único hijo.
—Por ahora. Tenía otro, Domeric; un muchacho tranquilo pero cabal. Sirvió cuatro años a lady Dustin como paje, y tres en el Valle como escudero de lord Redfort. Tocaba el arpa, leía y cabalgaba como el viento. Lo volvían loco los caballos; ya te lo contará lady Dustin. Ni la hija de lord Rickard lo superaba, y eso que esa muchacha también era mitad caballo. Redfort decía que sería muy bueno en las justas. No se puede justar bien si no se sabe montar bien.
—Sí, mi señor. Domeric. Ya… Ya había oído hablar de él…
—Lo mató Ramsay. El maestre Uthro dijo que fue una enfermedad de las tripas, pero yo sé que lo envenenó. En el Valle, Domeric había disfrutado de la compañía de los hijos de Redfort y quería tener un hermano, de modo que cogió el caballo y se fue al río de las Lágrimas en busca de mi bastardo. Yo se lo había prohibido, pero Domeric era adulto y se creía más listo que su padre. Ahora sus huesos reposan bajo Fuerte Terror, junto con los de sus hermanos muertos en la cuna, y solo me queda Ramsay. Dime: si aquel que mata a la sangre de su sangre queda maldito, ¿qué debería hacer un padre si uno de sus hijos mata a otro?
La pregunta le dio miedo. En cierta ocasión había oído comentar a Desollador que el Bastardo había matado a su hermano legítimo, pero no se atrevió a creerlo.
«Tal vez se equivoque. Los hermanos mueren, y no siempre porque nadie los mate. Mis hermanos murieron, y yo no los maté».
—Mi señor tiene una esposa joven que le dará hijos varones.
—¿Verdad que eso le encantará a mi bastardo? Lady Walda es una Frey, así que será fértil, y por extraño que parezca me he encariñado con esa gordita que tengo por mujer. Las dos anteriores no hacían ni un sonido en la cama, pero esta chilla y se mueve, lo que me resulta cautivador. Si suelta hijos igual que suelta tartas, Fuerte Terror estará hasta arriba de pequeños Bolton dentro de nada. Ramsay los matará a todos, claro. Supongo que es lo mejor. No voy a vivir lo suficiente para verlos crecer, y los señores niños son la muerte de cualquier casa. Pero a Walda le dolerá.
Hediondo tenía la garganta seca. Escuchó el sonido del viento entre las ramas peladas de los olmos que bordeaban la calle.
—Mi señor, ¿me permitís una pregunta?
—Claro, pero no te olvides de hablar como los campesinos.
—Mi señor —masculló Hediondo—, ¿para qué me queríais? No le sirvo de nada a nadie. Ni siquiera soy un hombre, estoy destrozado, y este olor…
—Un baño y un cambio de ropa, y todo resuelto.
—¿Un baño? —Se le hizo un nudo en la garganta—. M-mejor no, mi señor, por favor. Tengo… Tengo heridas…, y esta ropa… es la que me dio lord Ramsay. Me dijo… Me dijo que no me la podía quitar… a menos que me lo ordenara él…
—Llevas harapos —respondió lord Bolton con bastante paciencia—. No son más que trapos rotos y sucios que apestan a sangre y orina. Y no abrigan nada; debes de tener frío. Te daremos prendas de lana, suaves y cálidas, y puede que hasta una capa de piel. ¿Te apetece?
—No. —No podía permitir que le quitaran la ropa que le había dado lord Ramsay. No podía permitir que lo vieran.
—¿Preferirías vestir sedas y terciopelos? Era lo que te gustaba en otros tiempos.
—No —insistió con voz chillona—. No, solo quiero esta ropa. La ropa de Hediondo. Soy Hediondo, soy Hediondo, lo llevo muy hondo. —El corazón le latía como un tambor y el miedo le tornaba aguda la voz—. No quiero bañarme. Por favor, mi señor, no me quitéis la ropa.
—¿Nos dejarás al menos que te la lavemos?
—No. No, mi señor. —Se apretó la túnica contra el pecho con las dos manos y se encogió en la silla, temeroso de que Roose Bolton ordenara a sus hombres que le arrancaran la ropa allí mismo, en plena calle.
—Como quieras. —Los ojos claros de Bolton contemplaron la luna, inexpresivos, como si no hubiera nada tras ellos—. No tengo intención de hacerte ningún daño. Es mucho lo que te debo.
—¿Sí? —Una parte de él gritaba: «Es una trampa; está jugando conmigo. El hijo no es más que la sombra del padre». Lord Ramsay no hacía más que jugar con sus esperanzas—. ¿Qué…? ¿Qué me debéis, mi señor?
—El Norte. Los Stark quedaron condenados la noche en que tomaste Invernalia. —Hizo un gesto de desdén—. Esto no son más que disputas por los despojos.
El corto viaje terminó ante la muralla de madera de Torre Túmulo. Los estandartes ondeaban al viento en sus torreones cuadrados: el hombre desollado de Fuerte Terror, el hacha de combate de Cerwyn, los pinos de Tallhart, el tritón de Manderly, las llaves cruzadas del anciano lord Locke, el gigante de Umber, la mano de piedra de Flint y el alce de Hornwood. El chevrón de gules y oro de los Stout; el campo ceniza dentro de un trechor doble blanco de los Slate. Cuatro cabezas de caballo, una gris, otra negra, otra dorada y otra marrón, anunciaban la presencia de los cuatro Ryswell de los Riachuelos. Circulaba el chiste de que los Ryswell no se ponían de acuerdo ni en el color de su escudo de armas. Sobre todos ellos ondeaba el venado con el león del niño que se sentaba en el Trono de Hierro, a mil leguas de allí.
Hediondo oyó girar las aspas del viejo molino cuando pasaron junto a la caseta de la entrada y llegaron al patio de hierba, donde unos mozos de cuadra corrieron a hacerse cargo de sus caballos.
—Por aquí, por favor.
Lord Bolton lo condujo a la edificación central, donde ondeaban estandartes con los emblemas de lord Dustin y su viuda. El del difunto lord Dustin mostraba una corona sobre dos hachas largas cruzadas; el de ella, acuartelado, mostraba las mismas armas y también la cabeza de caballo dorada de Rodrik Ryswell. Al subir por un ancho tramo de peldaños de madera, a Hediondo le empezaron a temblar las piernas. Tuvo que detenerse para recuperar el control, y alzó la vista hacia las laderas herbosas del Gran Túmulo. Había quien afirmaba que era la tumba del Primer Rey, que había guiado a los primeros hombres a Poniente. Otros aseguraban que quien yacía allí, a juzgar por el tamaño de la tumba, era un rey de los gigantes. También se decía que no se trataba de una sepultura, sino de una simple colina, pero en semejante caso se trataba de una colina muy solitaria, pues los túmulos eran en su mayor parte tierras llanas y azotadas por el viento.
Dentro del edificio, una mujer se calentaba las manos con las brasas moribundas de la chimenea. Iba de negro de los pies a la cabeza y no lucía oro ni piedras preciosas, pero saltaba a la vista que era de alta cuna. Tenía patas de gallo y arrugas en las comisuras de la boca, pero mantenía la espalda erguida y era hermosa, con el pelo castaño y blanco a partes iguales peinado en un moño.
—¿Quién es ese? —preguntó—. ¿Dónde está el muchacho? ¿Es que vuestro bastardo se ha negado a devolverlo? ¿Este anciano es su…? ¡Alabados sean los dioses, qué peste! ¿Es que este hombre se ha ensuciado encima?
—Ha estado con Ramsay. Lady Barbrey, os presento a Theon de la casa Greyjoy, legítimo señor de las Islas del Hierro.
«No —pensó—. No, no, no digáis ese nombre, Ramsay va a oíros, se va a enterar, va a hacerme daño».
—No es lo que esperaba. —La mujer frunció los labios.
—Es lo que tenemos.
—¿Qué le ha hecho vuestro bastardo?
—Supongo que quitarle algo de piel. Y algunas partes del cuerpo. Nada esencial.
—¿Está loco?
—Es posible. ¿Importa mucho?
Hediondo no pudo soportarlo más.
—Por favor, mi señor, mi señora, aquí ha habido un error. —Cayó de rodillas, temblando como una hoja en una tormenta de invierno, con las destrozadas mejillas llenas de lágrimas—. No soy él, no soy el cambiacapas, el cambiacapas murió en Invernalia. Me llamo Hediondo. —Tenía que recordar su nombre—. Siempre respondo.