Davos (3)

—Su señoría os recibirá ahora, contrabandista.

El caballero llevaba una armadura de plata con las grebas y los guanteletes nielados, con unas volutas que recordaban matas ondulantes de algas. El yelmo que llevaba bajo el brazo tenía forma de cabeza de pescadilla, con una corona de madreperla y una barbita de azabache y jade. La barba entrecana del caballero tenía el color gris del mar en invierno.

—¿Vuestro nombre? —preguntó Davos al tiempo que se levantaba.

—Ser Marión Manderly. —Le sacaba una cabeza y un par de arrobas a Davos, y tenía los ojos gris pizarra y la voz altiva—. Tengo el honor de ser primo de lord Wyman, así como comandante de su guarnición. Seguidme.

Davos había llegado a Puerto Blanco como emisario, pero lo habían hecho prisionero. Sus estancias eran espaciosas, bien ventiladas y bien amuebladas, pero la puerta estaba custodiada por guardias. Por la ventana divisaba las calles de Puerto Blanco, al otro lado de la muralla del castillo, pero no le estaba permitido recorrerlas. También se veía el puerto, de manera que presenció la partida de la Alegre Comadrona. Casso Mogat había esperado cuatro días en vez de tres antes de zarpar, y desde entonces habían transcurrido dos semanas.

Los guardias personales de lord Manderly vestían una capa de lana azul verdoso y llevaban tridentes de plata en lugar de lanzas. Uno caminaba delante de él y otro detrás, y dos más lo flanqueaban. Pasaron junto a los estandartes descoloridos, las espadas oxidadas y los escudos rotos de cien victorias pasadas, y también junto a una veintena de figuras de madera agrietada y carcomida que sin duda habían adornado las proas de otros tantos barcos.

Dos tritones de mármol, primos pequeños de Pata de Pez, adornaban la sala de justicia de su señoría. Los guardias abrieron las puertas, y un heraldo golpeó el viejo suelo de madera con la vara.

—Ser Davos de la casa Seaworth —anunció con voz tonante.

Davos había visitado Puerto Blanco muchas veces, pero nunca había llegado a poner un pie en el Castillo Nuevo, y menos aún en la sala de justicia del Tritón. Las paredes, el suelo y el techo estaban formados con tablones ensamblados con gran habilidad y decorados con todo tipo de criaturas marinas. Davos caminó hacia el estrado por encima de cangrejos, almejas y estrellas de mar, todos semiocultos entre matas de algas negras y huesos de marineros ahogados. A los lados acechaban tiburones blancos desde las paredes pintadas del azul verdoso de las profundidades, mientras anguilas y pulpos se escurrían entre rocas y barcos hundidos. Entre las altas ventanas apuntadas se veían bancos de arenques y grandes bacalaos, y más arriba, cerca de las viejas redes de pesca que colgaban de las vigas, se veía la superficie del mar. A la derecha, una galera de combate se dirigía hacia el sol naciente, y a la izquierda, una vieja coca con las velas hechas jirones huía de la tormenta. Tras el estrado, entre las olas pintadas, había un kraken y un leviatán gris enzarzados en una pelea.

Davos había albergado la esperanza de hablar a solas con Wyman Manderly, pero se encontró con la sala abarrotada. Las mujeres eran cinco veces más numerosas que los hombres, y los pocos varones presentes tenían la barba canosa o eran demasiado jóvenes para afeitarse. También había septones y hermanas sagradas, con sus túnicas blancas y grises. Más al fondo había una docena de hombres que vestían el azul y el gris plateado de la casa Frey. Sus rostros tenían un aire familiar que hasta un ciego habría visto, y muchos de ellos llevaban la enseña de Los Gemelos, dos torreones unidos por un puente. Davos había aprendido a leer el rostro de los hombres mucho antes de que el maestre Pylos le enseñara a leer palabras sobre el papel.

«Estos Frey darían cualquier cosa por verme muerto», comprendió al instante.

Tampoco vio rastro alguno de afabilidad en los ojos azul claro de Wyman Manderly. El mullido trono de su señoría era de tamaño suficiente para acomodar a tres hombres de constitución normal, pero Manderly casi lo desbordaba. Estaba hundido en el asiento, con los hombros caídos, las piernas estiradas y las manos en los brazos del trono, como si le pesaran demasiado para sostenerlas.

«Los dioses nos amparen —pensó Davos al ver la cara de lord Wyman—, este hombre tiene un pie en la tumba».

Tenía la piel muy pálida, algo cerúlea. Según un viejo refrán, los reyes y los cadáveres siempre atraían a gente dispuesta a cuidarlos, y Manderly lo confirmaba. A la izquierda del trono había un maestre casi tan gordo como el señor al que servía, con las mejillas sonrosadas, los labios gruesos y una mata de rizos dorados. Ser Marión ocupaba el lugar de honor, a la derecha de su señoría. A sus pies, una dama sonrosada y regordeta ocupaba un taburete acolchado, y detrás de lord Wyman, de pie, había dos mujeres más jóvenes que, a juzgar por su aspecto, debían de ser hermanas. La mayor llevaba la melena castaña recogida en una trenza larga, y la menor, que no tendría más de quince años, lucía una trenza aún más larga teñida de verde chillón. Ninguno de los presentes honró a Davos con una presentación.

—Os encontráis ante Wyman Manderly —empezó el maestre—, señor de Puerto Blanco y Guardián del Cuchillo Blanco, Escudo de la Fe, Defensor de los Desposeídos, lord Mariscal del Mander, Caballero de la Orden de Manoverde. En la sala de justicia del Tritón, los vasallos y los peticionarios deben arrodillarse.

El Caballero de la Cebolla habría obedecido, pero como mano del rey no podía hincar la rodilla sin dar a entender que el monarca al que servía estaba por debajo de aquel gordo señor.

—No he venido como peticionario —replicó Davos—. Yo también tengo una sarta de títulos: señor de La Selva, almirante del mar Angosto, mano del rey…

—Un almirante sin naves y una mano sin dedos al servicio de un rey sin trono. —La mujer del taburete puso los ojos en blanco—. ¿Quién se presenta ante nosotros, un caballero, o la respuesta de un acertijo infantil?

—Es un mensajero, nuera —le respondió lord Wyman—. Una cebolla de mal agüero. A Stannis no le gustó la respuesta que le llevaron los cuervos, así que nos manda a este…, a este contrabandista. —Miró a Davos con unos ojillos rodeados de pliegues de grasa—. No es la primera vez que visitáis nuestra ciudad para llevaros nuestras monedas y nuestra comida. A saber cuánto me habréis robado.

«No lo suficiente como para que tuvieras que saltarte una comida».

—Ya pagué por mi pasado como contrabandista en Bastión de Tormentas, mi señor. —Davos se quitó el guante y mostró la mano izquierda, con sus cuatro dedos mutilados.

—¿Las yemas de cuatro dedos son el precio de toda una vida dedicada al robo? —bufó la mujer del taburete. Tenía el pelo rubio y la cara rosada, redonda, regordeta—. Os ha salido barato, Caballero de la Cebolla.

Davos no lo negó.

—Con vuestro permiso, mi señor, quiero solicitar una audiencia privada.

Pero el señor no le concedió su deseo.

—No tengo ningún secreto para mi familia, y tampoco para mis leales señores y caballeros, todos ellos buenos amigos.

—Mi señor —insistió Davos—, no quiero que mis palabras lleguen a los enemigos de su alteza… ni a los de su señoría.

—Puede que Stannis tenga enemigos en esta sala, pero yo no.

—¿Ni siquiera los que mataron a vuestro hijo? —Davos señaló a los Frey—. Fueron sus anfitriones en la Boda Roja.

Un Frey, un caballero alto y flaco, sin rastro de barba pero con un bigote entrecano fino como un estilete myriense, dio un paso al frente.

—La Boda Roja fue obra del Joven Lobo. Se transformó en una fiera ante nuestros ojos y le desgarró el cuello a mi primo Cascabel, un idiota inofensivo. También habría matado a mi señor padre si ser Wendel no se hubiera interpuesto.

—Wendel siempre fue un valiente. —Lord Wyman parpadeó para contener las lágrimas—. No me extraña que muriera como un héroe.

La magnitud de aquel embuste dejó a Davos boquiabierto.

—¿Estáis diciendo que Robb Stark fue quien mató a Wendel Manderly? —espetó al Frey.

—Y a otros muchos, sí, entre ellos a mi hijo Tytos. Cuando Stark se transformó en lobo, sus norteños también cambiaron. Todos tenían la marca de la bestia: cuando un cambiapieles muerde a alguien le transmite su condición, como todo el mundo sabe. Mis hermanos no tuvieron más remedio que matarlos a todos antes de que acabaran con nosotros.

Tenía la desfachatez de sonreír mientras contaba aquel cuento. Davos habría dado cualquier cosa por rebanarle los labios con un cuchillo.

—¿Vuestro nombre?

—Ser Jared de la casa Frey.

—Ser Jared de la casa Frey, yo afirmo que mentís.

Por lo visto, aquello le hizo mucha gracia a su interlocutor.

—Hay quienes lloran al pelar una cebolla, pero yo nunca he tenido esa debilidad. —Se oyó el susurro del acero contra el cuero cuando desenvainó la espada—. Si de verdad sois caballero, defended esa calumnia con vuestro cuerpo.

—No pienso tolerar que se derrame sangre en la sala de justicia del Tritón. —Lord Wyman había conseguido abrir los ojos—. Envainad ese acero, ser Jared, o tendré que pediros que abandonéis mi presencia.

—Bajo el techo de su señoría, la palabra de su señoría es ley. —Ser Jared guardó la espada—. Pero exigiré satisfacción antes de que este Caballero de la Cebolla salga de la ciudad.

—¡Sangre! —aulló la mujer del taburete—. Eso es lo que nos trae esta cebolla de mal agüero, mi señor. ¿No ves que ya está provocando conflictos? Échalo, te lo suplico. Quiere la sangre de tu pueblo, la sangre de tus valerosos hijos. Échalo. Si la reina se entera de que has concedido audiencia a este traidor, tal vez se cuestione nuestra lealtad, y entonces podría…, tal vez…

—No hará semejante cosa, nuera —interrumpió lord Wyman—. El Trono de Hierro no tendrá motivos para dudar de nosotros.

A Davos no le gustó aquello en absoluto, pero no había recorrido un camino tan largo para quedarse con la boca cerrada.

—El niño que ocupa el Trono de Hierro es un usurpador —dijo—, y yo no soy ningún traidor, sino la mano de Stannis Baratheon, el primero de su nombre, rey legítimo de Poniente.

—Stannis Baratheon era hermano del difunto rey Robert —intervino el gordo maestre tras aclararse la garganta—, que el Padre lo juzgue con justicia. Tommen es su hijo legítimo. En estos casos, las leyes de sucesión no dejan lugar a dudas: el hijo va antes que el hermano.

—El maestre Theomore está en lo cierto —señaló lord Wyman—. Conoce bien estos asuntos, y siempre me ha dado buenos consejos.

—El hijo legítimo va antes que el hermano —convino Davos—. Pero Tommen, mal apellidado Baratheon, es tan bastardo como lo era su hermano Joffrey. Los engendró el Matarreyes, contra todas las leyes divinas y humanas.

—Esas palabras constituyen traición, mi señor —intervino otro Frey—. Stannis le cortó los dedos por ladrón; vos deberíais cortarle la lengua por mentiroso.

—Mejor cortarle la cabeza —sugirió ser Jared—. O dejármelo a mí en el campo del honor.

—¿Qué sabrá de honor un Frey? —replicó Davos.

Cuatro Frey se adelantaron, pero lord Wyman alzó una mano para detenerlos.

—Atrás, amigos míos. Lo escucharé antes de…, antes de tomar una decisión.

—¿Tenéis alguna prueba de ese incesto? —preguntó el maestre Theomore, con las manos fofas entrelazadas en la barriga.

«Edric Tormenta —pensó Davos—, pero lo mandé al otro lado del mar Angosto para ponerlo a salvo de los fuegos de Melisandre».

—Contáis con la palabra de Stannis de que todo lo que he dicho es verdad.

—Las palabras son aire —dijo la joven que estaba tras el trono de lord Wyman, la más atractiva, la de la trenza castaña—, y los hombres suelen recurrir al engaño para conseguir lo que quieren, como podrá confirmaros cualquier doncella.

—La simple palabra de un señor no basta como prueba —declaró el maestre Theomore—. Stannis Baratheon no sería el primero en mentir para hacerse con un trono.

—No vamos a tomar parte en ninguna traición. —La mujer sonrosada apuntó a Davos con un dedo regordete—. En Puerto Blanco somos buenas personas, honradas y leales. Dejad de derramar veneno en nuestros oídos, o mi señor suegro os mandará a la Guarida del Lobo.

—¿Mi señora me haría el honor de decirme su nombre? —«¿En qué he ofendido a esta mujer?».

La mujer sonrosada dejó escapar un bufido airado, y fue el maestre quien respondió.

—Lady Leona es la esposa de ser Wylis, hijo de lord Wyman, actualmente cautivo de los Lannister.

«El miedo habla por su boca. —Si Puerto Blanco jurase lealtad a Stannis, su marido podría pagarlo con la vida—. ¿Cómo voy a pedirle a lord Wyman que condene a muerte a su hijo? ¿Qué haría yo en su lugar si tuvieran a Devan de rehén?».

—Rezo para que nada malo le suceda a vuestro hijo ni a ningún habitante de Puerto Blanco, mi señor.

—Otra mentira —espetó lady Leona desde su taburete. Davos consideró que sería mejor hacer como si no la oyera.

—Cuando Robb Stark se levantó contra el bastardo Joffrey, mal apellidado Baratheon, Puerto Blanco marchó con él. Lord Stark cayó, pero su guerra prosigue.

—Éramos vasallos de Robb Stark —replicó lord Wyman—. ¿Quién es ese Stannis? ¿Por qué nos molesta? Hasta ahora, que yo recuerde, no le había parecido necesario viajar al norte, pero aquí lo tenemos, como un perro callejero, mendigando con el yelmo en la mano.

—Ha venido a salvar el reino, mi señor —insistió Davos—, a defender vuestras tierras de los hijos del hierro y de los salvajes.

Junto al trono, ser Marión Manderly soltó un bufido desdeñoso.

—Hace siglos que no se ve un salvaje en Puerto Blanco, y los hijos del hierro nunca han atacado estas costas. ¿Lord Stannis nos defenderá también de los tiburientes y los dragones?

Hubo una carcajada general en la sala de justicia del Tritón, pero lady Leona se echó a sollozar a los pies de lord Wyman.

—Hombres del hierro que vienen de las islas, salvajes de más allá del muro… y ahora este señor traidor con sus forajidos, sus rebeldes y sus hechiceros. —Señaló a Davos—. Sí, sí, nos han llegado noticias de vuestra bruja roja. ¡Quiere que demos la espalda a los Siete y adoremos a un demonio de fuego!

Davos no sentía el menor afecto por la sacerdotisa roja, pero no podía dejar sin respuesta la acusación de lady Leona.

—Lady Melisandre es sacerdotisa del dios rojo. La reina Selyse ha adoptado su fe, y como ella muchos otros, pero casi todos los seguidores de su alteza adoramos a los Siete. —Rezó para que nadie le pidiera explicaciones sobre el septo de Rocadragón o el bosque de dioses de Bastión de Tormentas.

«Si me preguntan, tendré que responder. Stannis no querría que mintiera».

—Los Siete defienden Puerto Blanco —declaró Leona—. No tememos a vuestra reina roja ni a su dios. Que nos lance los hechizos que quiera; las plegarias de los píos nos protegerán de todo mal.

—Claro, claro. —Lord Wyman dio una palmadita en el hombro a lady Leona—. Lord Davos, si es que tenéis semejante título, ya sé qué quiere de mí vuestro supuesto rey: acero, plata y mi rodilla en tierra. —Se movió en el asiento para apoyarse en un codo—. Antes de morir, lord Tywin ofreció a Puerto Blanco pleno indulto por haber apoyado al Joven Lobo. Prometió que me devolvería a mi hijo cuando pagara un rescate de tres mil dragones y demostrara mi lealtad sin atisbo de duda. Roose Bolton, a quien ha nombrado ahora Guardián del Norte, me exige que renuncie a cualquier aspiración sobre las tierras y castillos de lord Hornwood, pero jura que no pondrá un dedo en el resto de mis posesiones. Walder Frey, su señor suegro, me ofrece a una de sus hijas como esposa, y maridos para mis nietas, estas jóvenes que veis detrás de mí. Estas condiciones me parecen muy generosas y son una buena base para una paz justa y duradera. Me pedís que las rechace, así que os pregunto, Caballero de la Cebolla, ¿qué me ofrece Stannis a cambio de mi lealtad?

«Guerra, pesar y los gritos de hombres al arder», podría haber respondido Davos.

—La oportunidad de cumplir vuestro deber —fue lo que dijo. Era la respuesta que Stannis habría dado a Wyman Manderly.

«El rey habla a través de la mano».

—Mi deber. Ya. —Lord Wyman se recostó en el trono.

—Puerto Blanco no tiene la fuerza suficiente para resistir por sí mismo. Necesitáis a su alteza tanto como él os necesita a vos. Juntos seréis capaces de derrotar a vuestros enemigos comunes.

—Mi señor —intervino ser Marión—, ¿me permitís que haga unas cuantas preguntas a lord Davos?

—Como queráis, primo. —Lord Wyman cerró los ojos, y ser Marión se volvió hacia Davos.

—Decidnos, ¿cuántos señores norteños han jurado lealtad a Stannis?

—Arnolf Karstark ha prometido unirse a su alteza.

—Arnolf no es señor, sino castellano. Pero decidme, ¿de qué castillos dispone en estos momentos lord Stannis?

—Su alteza se ha asentado en Fuerte de la Noche, y en el sur cuenta con Bastión de Tormentas y Rocadragón.

—De momento —puntualizó el maestre Theomore tras carraspear de nuevo—. Bastión de Tormentas y Rocadragón están mal defendidos y no tardarán en caer. En cuanto a Fuerte de la Noche, es un lugar horroroso, una ruina plagada de espíritus.

—¿Podéis decirnos con cuántos hombres cuenta Stannis? —siguió ser Marión—. ¿Cuántos caballeros cabalgan con él? ¿Cuántos arqueros? ¿Cuántos jinetes libres? ¿Cuántos soldados?

«Demasiado pocos». Davos lo sabía muy bien. Stannis había llegado al norte con mil quinientos hombres, pero si lo confesaba, su misión estaría abocada al fracaso. Trató de dar con las palabras adecuadas, pero no acudieron.

—Vuestro silencio es toda la respuesta que necesito. Vuestro rey no nos trae más que enemigos. —Ser Marión se volvió hacia su señor primo—. Su señoría ha preguntado al Caballero de la Cebolla qué nos ofrece Stannis. Yo os lo diré: nos ofrece derrota y muerte. Quiere que montéis a lomos de un caballo de aire y plantéis batalla con una espada de viento.

El gordo señor abrió los ojos muy despacio, como si el esfuerzo fuera excesivo para él.

—Como de costumbre, mi primo pone el dedo en la llaga. ¿Tenéis algo más que decirme, Caballero de la Cebolla, o puedo poner fin a esta farsa de titiriteros? Me estoy cansando de veros.

Davos sintió un aguijonazo de desesperación.

«Su alteza debería haber enviado a otro, a un señor, a un caballero, a un maestre, a alguien capaz de hablar en su nombre sin hacerse la lengua un lío».

—Muerte —se oyó decir—. Habrá muerte, sí. Su señoría ya perdió un hijo en la Boda Roja. Yo perdí cuatro en el Aguasnegras. Y todo eso, ¿por qué? Porque los Lannister se han apoderado del trono. Si no me creéis a mí, id a Desembarco del Rey y mirad a Tommen con vuestros propios ojos. Hasta un ciego lo vería. ¿Qué os ofrece Stannis? Venganza. Venganza para mis hijos y los vuestros, venganza para vuestros esposos, padres y hermanos. Venganza para vuestro señor asesinado, vuestro rey asesinado, vuestros príncipes masacrados. ¡Venganza!

—¡Sí! —exclamó una voz aguda. Era la de la joven de cejas rubias y larga trenza verde—. Ellos mataron a lord Eddard, a lady Catelyn y al rey Robb. ¡Era nuestro rey! Era bueno y valiente, y los Frey lo asesinaron. Si lord Stannis está dispuesto a vengarlo, deberíamos unirnos a él.

—Cada vez que abres la boca me entran ganas de mandarte con las hermanas silenciosas, Wylla —dijo Manderly, atrayéndola hacia sí.

—Solo he dicho…

—Ya te hemos oído —interrumpió su hermana—. Niñerías. No debes hablar mal de nuestros amigos los Frey; muy pronto, uno de ellos será tu esposo y señor.

—Ni hablar. —La chica sacudió la cabeza—. Me niego. Jamás. Ellos mataron al rey.

—¡Te casarás con quien te digamos! —Lord Wyman tenía el rostro congestionado—. Cuando llegue el momento pronunciarás tus votos nupciales; de lo contrario, te unirás a las hermanas silenciosas y no volverás a hablar nunca más.

—Abuelo, por favor… —La pobre chica parecía aterrada.

—Cállate, niña —intervino lady Leona—. Ya has oído a tu abuelo. ¡Cállate! Tú no sabes nada.

—Sé qué es una promesa —insistió la muchacha—. ¡Decídselo vos, maestre Theomore! Mil años antes de la Conquista se hizo una promesa, se hicieron juramentos en la Guarida del Lobo, ¡se juró ante los dioses antiguos y los nuevos! Cuando estábamos solos y no teníamos amigos, cuando nos habían expulsado de nuestro hogar y nuestras vidas peligraban, los lobos nos aceptaron, nos dieron de comer y nos protegieron de nuestros enemigos. Esta ciudad se construyó en las tierras que nos entregaron, y a cambio juramos que siempre les seríamos leales. ¡A los Stark!

—Se hizo un solemne juramento a los Stark de Invernalia, sí —dijo el maestre, jugueteando con la cadena que llevaba el cuello—. Pero Invernalia ha caído y la casa de Stark se ha extinguido.

—¡Porque estos los han matado a todos!

—¿Me permitís, lord Wyman? —intervino otro Frey.

—Rhaegar. —Wyman Manderly asintió—. Siempre nos complace escuchar vuestros nobles consejos.

Rhaegar Frey se inclinó para reconocer el cumplido. Era un hombre de alrededor de treinta años, de hombros y barriga redondeados, pero su atuendo era lujoso: jubón de suave lana gris con bordados de hilo de plata, y capa también de hilo de plata con ribete de piel de marta, que se cerraba en torno al cuello con un broche que representaba las torres gemelas.

—La lealtad es una virtud, lady Wylla —dijo a la muchacha de la trenza verde—. Espero que seáis igual de leal a Walder el Pequeño cuando os unáis a él en matrimonio. En cuanto a los Stark, se ha extinguido la línea masculina de la casa. Todos los hijos de lord Eddard han muerto, pero sus hijas viven, y la pequeña vuelve al norte en estos momentos para casarse con el valiente Ramsay Bolton.

—Ramsay Nieve —replicó Wylla Manderly.

—Como queráis. Sea cual sea el nombre por el que decidáis llamarlo, pronto estará casado con Arya Stark. Si sois fiel a vuestra promesa le juraréis lealtad a él, ya que será vuestro señor de Invernalia.

—¡Nunca será mi señor! Obligó a lady Hornwood a casarse con él, y luego la encerró en una mazmorra y la obligó a comerse sus propios dedos.

Los murmullos de asentimiento recorrieron la sala de justicia del Tritón.

—A la doncella no le falta razón —declaró un hombre corpulento vestido de blanco y violeta, que se sujetaba la capa con un broche con forma de dos llaves cruzadas—. Roose Bolton es cruel y taimado, sí, pero se puede tratar con él. Todos hemos conocido a gente peor. En cambio, su bastardo… Se dice que su crueldad raya en la locura, que es un monstruo.

—¿«Se dice»? —Rhaegar Frey lucía una barba sedosa y una sonrisa cínica—. Sí, claro, es lo que dicen sus enemigos…, pero aquí, el monstruo era el Joven Lobo, más bestia que hombre, hinchado de orgullo y sed de sangre. Y su palabra no valía nada, tal como tuvo la desgracia de descubrir mi señor abuelo. —Extendió las manos—. Entiendo que Puerto Blanco le prestara apoyo; mi señor abuelo cometió el mismo error espantoso. Puerto Blanco y Los Gemelos lucharon hombro con hombro con el Joven Lobo en todas sus batallas, bajo sus estandartes. Robb Stark nos traicionó a todos; abandonó al norte, lo dejó a la cruel merced de los hombres del hierro para labrarse un reino más hermoso a lo largo del Tridente, y luego abandonó a los señores del río, que lo habían arriesgado todo por él; rompió el pacto de matrimonio que había firmado con mi abuelo para casarse con la primera mujer que se encontró en el oeste. ¿Un joven lobo? Un perro vil, eso es lo que era, y como tal merecía morir.

La sala del Tritón había quedado en un silencio absoluto. Davos notaba la gelidez en el aire. Lord Wyman miraba fijamente a Rhaegar como si fuera una cucaracha a la que tuviera ganas de pisar, pero de repente movió la cabeza en un asentimiento brusco que le hizo temblar la papada.

—Como un perro, sí. Solo nos trajo dolor y muerte. Un perro vil. Proseguid.

—Dolor y muerte —repitió Rhaegar Frey—, y este Caballero de la Cebolla os trae más de lo mismo con toda su palabrería sobre la venganza. Abrid los ojos, como los abrió mi señor abuelo. La guerra de los Cinco Reyes toca a su fin. Tommen es nuestro rey, nuestro único rey. Tenemos que ayudarlo a restañar las heridas de esta lamentable contienda. Como hijo legítimo de Robert, como heredero del venado y del león, el Trono de Hierro le corresponde por derecho.

—Sabias y ciertas palabras —dijo lord Wyman Manderly.

—¡No son sabias ni ciertas! —Wylla Manderly golpeó el suelo con el pie.

—Condenada chiquilla, ¿quieres callarte? —amonestó lady Leona—. Las niñas deben ser un placer para los ojos, no un tormento para los oídos.

Agarró a la chica por la trenza y se la llevó a rastras, sin conseguir que dejara de gritar.

«Adiós a la única amiga que tenía en este lugar», pensó Davos.

—Wylla siempre ha sido una niña muy testaruda —dijo su hermana a modo de disculpa—. Mucho me temo que también será una esposa muy testaruda.

—No me cabe duda de que el matrimonio la ablandará. —Rhaegar se encogió de hombros—. Basta con una mano firme y unas palabras sosegadas.

—Si no, siempre quedan las hermanas silenciosas. —Lord Wyman se acomodó en el asiento—. En cuanto a vos, Caballero de la Cebolla, ya estoy harto de oír hablar de traición. Me pedís que ponga en peligro mi ciudad por un falso rey y un falso dios. Queréis que sacrifique al único hijo que me queda para que Stannis Baratheon pueda plantar ese culo flaco en un trono al que no tiene derecho. No estoy dispuesto a hacer tal cosa ni por vos, ni por vuestro señor, ni por nadie. —El señor de Puerto Blanco se puso en pie laboriosamente. El esfuerzo le congestionó el cuello—. Seguís siendo un contrabandista; habéis venido a robar mi oro y mi sangre, ¡queréis llevaros la cabeza de mi hijo! Creo que seré yo quien se lleve la vuestra. ¡Guardias! ¡Apresad a este hombre!

Davos se encontró rodeado de tridentes plateados antes de que le diera tiempo siquiera a pensar en hacer nada.

—Soy un emisario, mi señor.

—¿De verdad? Os habéis colado en mi ciudad como un contrabandista. Yo diría que no tenéis nada de señor, de caballero ni de emisario; que solo sois un ladrón y un espía, un mercachifle de mentiras y traiciones. Debería arrancaros la lengua con unas tenazas al rojo y entregaros a Fuerte Terror para que os desollaran vivo. Pero la Madre es misericordiosa, y yo también. —Hizo un gesto a ser Marión para que se acercara—. Primo, llévate a este individuo a la Guarida del Lobo y córtale la cabeza y las manos. Quiero verlas antes de cenar. No podré probar bocado hasta haber visto la cabeza de este contrabandista en una pica, con una cebolla entre sus dientes mentirosos.